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Tesis programáticas

Tesis programáticas

También en inglés y francés

1. Materialismo histórico

Desear la revolución es algo intuitivo. Basta con haber vivido la violencia de este sistema en alguna de sus distintas modalidades y haber proyectado, efímeramente o con resolución consciente, la necesidad de una transformación radical de las cosas. Por el contrario, actuar como revolucionarios no es algo intuitivo. Conlleva poner sobre los pies una realidad social que nos aparece invertida con el fin de saber no solo cómo acabar con este sistema, sino sobre todo qué significa acabar con él. Por eso el método que utilizamos para interpretar el funcionamiento de la sociedad es fundamental.

El materialismo histórico entiende el devenir de las sociedades humanas a partir del concepto de modo de producción, es decir, la idea de que solo podemos entender una sociedad, sus instituciones, sus expresiones culturales, religiosas e ideológicas a partir de la forma en que produce y reproduce su vida material, los medios que utiliza y la manera en que se organizan sus miembros para ello. En definitiva, el ser social e histórico determina la conciencia.

El modo de producción define la totalidad social. Sus contradicciones intrínsecas marcarán el desarrollo histórico de la sociedad. En el capitalismo la incapacidad de superar estas contradicciones, sintetizadas en el choque de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, hace nacer de manera catastrófica —es decir, no gradual ni en una curva de ascenso y decadencia— el siguiente modo de producción, el comunismo. Sin embargo, éste no aparece de la nada: el pasaje a un nuevo modo de producción no se produce sin haberse gestado antes sus supuestos históricos, las condiciones de su emergencia. Es así como el capitalismo, el modo de producción más destructivo y alienante que ha conocido nuestra especie, prepara sin embargo las bases materiales para el comunismo.

2. Capitalismo

El capitalismo es el último modo de producción de las sociedades de clase, hoy presente en todo el planeta. No es un mero sistema de explotación económica, que se acompaña o intersecciona con otros sistemas de dominación como el de la raza, el del género o el tecnoindustrial. Es el modo en que la sociedad produce y reproduce su vida —en todos sus aspectos— a partir de la producción de mercancías. Que la finalidad social sea la producción de mercancías y no de bienes destinados a la satisfacción de necesidades no es baladí: ello induce un automatismo donde las relaciones sociales toman la forma de cosas y donde el movimiento de los productos determina el movimiento y la vida de los productores. La realidad se presenta invertida: es el fetichismo de la mercancía.

La naturaleza internacional del capitalismo se expresa a partir de naciones contrapuestas que compiten entre sí por el mercado mundial y la predominancia político-militar que lo acompaña. En otras palabras: se expresa a partir de burguesías nacionales que compiten entre sí por hacerse con una cuota mayor del plusvalor explotado al proletariado mundial. Como toda pugna, hay naciones más fuertes y más débiles. La dimensión internacional del capitalismo se presenta fragmentada y jerarquizada, pero no por ello hay naciones oprimidas y naciones opresoras, solo naciones con mejor desempeño que otras en la concurrencia mundial. Esta configuración hace que el nacionalismo y el racismo sean una característica estructural del capitalismo. Hace también que todo Estado sea imperialista y que la guerra entre Estados sea un producto necesario y permanente del sistema.

El capitalismo es la última sociedad de clases: con las anteriores presenta continuidades y discontinuidades. La emergencia de la propiedad privada y de las clases sociales exigió una estructura patriarcal de la reproducción, cuya célula básica está en la familia y donde el control del cuerpo de la mujer es clave. El capitalismo, en tanto que sociedad de clases, continúa teniendo una estructura patriarcal, pero la reproduce conforme a su lógica mercantil y abstracta, que separa producción y reproducción, espacio público y privado, y hace de lo biológico un obstáculo a la producción ilimitada de valor o, en el mejor de los casos, un coste que soportar en sus cuentas de gasto.

Por ello mismo, un modo de producción que ha convertido al ser humano en una mercancía no puede ser menos destructivo para el entorno natural. Cuanto más se desarrolla el capitalismo, cuanto más potencia su capacidad productiva, más trabajo expulsa y más materias primas y energía requiere en su producción: en definitiva, el desarrollo del capitalismo se acompaña del aumento de la miseria social (población excedente) y de la destrucción vertiginosa del mundo natural, socavando así las bases mismas de nuestra existencia como especie.

En la base de esto se encuentra el agotamiento del valor. El alto grado de socialización y desarrollo de la capacidad productiva que ha alcanzado este sistema hace caducas históricamente no solo las categorías específicas del capitalismo (valor, mercancía, trabajo asalariado), sino las que han vertebrado los modos de producción clasistas (propiedad privada, familia, Estado). Sin embargo, este agotamiento no implica un lento decaer hacia un nuevo modo de producción, sino que incrementa las consecuencias catastróficas de perseverar en este: dado que las fuerzas productivas no pueden dejar de crecer, su contradicción con las relaciones de producción —es decir, la contradicción entre una producción cada vez más social y una apropiación privada del producto— se hace cada vez más violenta. El capitalismo es una máquina automática que muere matando, y no parará si no subvertimos revolucionariamente las relaciones sociales existentes.

3. Comunismo

Ese siguiente modo de producción, el comunismo, no tiene nada que ver con la Unión Soviética, la China maoísta o la Cuba de Castro y Guevara. Lo que la contrarrevolución ha presentado como comunismo es directamente la negación del programa revolucionario que empezó a desarrollarse desde la Liga de los Comunistas y la AIT a partir de la lucha del proletariado, en especial con la gran experiencia histórica de la Comuna de París, y que sintetizaron teóricamente Marx y Engels. No ha habido nada peor para nuestro movimiento revolucionario que el hecho de que la contrarrevolución se presentara con los ropajes de la revolución e invirtiera los términos, punto por punto, del comunismo. Nos reivindicamos de aquellos compañeros que hicieron un combate físico y programático frente al oportunismo en la II y III Internacional y frente a la contrarrevolución estalinista, y que sacaron de la medianoche del siglo las lecciones imprescindibles para el próximo asalto revolucionario de nuestra clase: hablamos especialmente de la izquierda comunista italiana, pero también de aportaciones anteriores de los bolcheviques y Lenin, de Rosa Luxemburgo y de la izquierda germano-holandesa, así como de las posiciones de los internacionalistas que durante la II Guerra Mundial rompieron con la IV Internacional, como G. Munis que posteriormente fundaría el FOR, Agis Stinas o Ngo Van.

El comunismo es una sociedad sin dinero, mercancía ni propiedad privada, y por tanto sin clases sociales, familia ni Estado. La única forma abolir estas categorías es mediante la constitución de una comunidad mundial en la que se destruyan todas las fronteras, se planifique la producción conforme a las necesidades humanas a partir de las diferentes capacidades de sus miembros y se distribuya el producto del trabajo conforme a sus necesidades. Frente al capitalismo, que se basa en la producción por la producción porque tiene como finalidad el incremento permanente del valor, el comunismo es antiproductivista, porque se destina a las necesidades humanas de las generaciones presentes y futuras. La transición al comunismo implicará un proceso tanto de reducción y transformación de la producción como de eliminación del derroche permanente a que obliga la forma de consumir en este sistema, uno de cuyos elementos centrales está en la separación entre el campo y la ciudad.

El comunismo no solo es deseable y posible, sino que es más actual que nunca. La misma causa de la crisis social y ecológica que estamos viviendo de manera creciente, el agotamiento del valor, es la confesión de que el desarrollo humano ya no soporta la existencia de la propiedad privada y sus derivaciones lógicas (mercancía, dinero, trabajo asalariado, clases sociales, familia, Estado). Cada vez hay menos trabajo, estamos rodeados de dinero sin valor, la clase capitalista es cada vez más impersonal, la familia está en permanente crisis, el Estado ve puesta en cuestión su soberanía al mismo tiempo por fuerzas nacionalistas a su interior y por la fuerza del capital internacional. El propio capitalismo está poniendo en cuestión sus categorías. Ningún modo de producción surge de la nada, sino que se va gestando en las contradicciones del anterior. Hace un siglo que el comunismo es posible, pero hoy en día su actualidad es manifiesta, perentoria.

4. Revolución mundial y dictadura del proletariado

No se pueden transformar las relaciones existentes desde dentro del Estado burgués, a través de un lento trabajo legislativo que vaya ensanchando los espacios de poder obrero en este sistema. Tampoco se pueden transformar en paralelo al Estado, a través de un lento trabajo social de construcción de cooperativas, ecoaldeas, okupas y fórmulas semejantes: la autogestión es una trampa que nos hace interiorizar la explotación capitalista con la idea de que si no hay patrón, no hay explotación. La única forma de acabar con el capitalismo es mediante una insurrección violenta en la que el proletariado establezca sus propios órganos de poder —asambleas de clase e internacional comunista—tome las armas y destruya el Estado burgués para establecer su dictadura de clase.

El capitalismo tiene una naturaleza internacional. Mientras la revolución no se extienda mundialmente, no se puede acabar con el valor en ningún territorio: no existe el socialismo en un solo país. Por ello mismo, no se puede acabar con la existencia de clases sociales y se hace precisa una dictadura de clase. Al interior del territorio insurrecto, ésta debe imponerse autoritariamente contra la reacción burguesa y contra el desarrollo de las relaciones mercantiles, iniciando desde el primer día la máxima reducción y reparto del tiempo de trabajo, la gratuidad de los medios de subsistencia fundamentales, la desinversión en la producción de medios de producción y su redireccionamiento hacia el consumo. Hacia el exterior, única salvaguarda de que el proceso no degenere, la Internacional debe impulsar por todos los medios la extensión de la revolución mundial y la ampliación de la dictadura de clase sin fronteras hasta recubrir el globo. Para ello, la Internacional no puede ser una federación de partidos nacionales, sino un único partido mundial con un único programa al que se subordinen sus distintas secciones, especialmente aquellas donde la insurrección proletaria ha sido victoriosa. Solo entonces, habiendo triunfado internacionalmente la revolución, se podrá acabar con el valor y, en consecuencia, con las clases sociales. Así, el órgano que nació para gestionar una sociedad fracturada en clases, el Estado, quedará relegado al basurero de la historia.

5. Programa mínimo y programa máximo

El comunismo es lo mínimo que debemos realizar: desde el primer asalto mundial del proletariado que se inició en 1917, precedido por las revoluciones de 1848 y 1871, la revolución comunista es posible materialmente en todo el mundo. Toda reivindicación democrático-burguesa o reformista irá entonces en contra de la revolución, porque servirá para reapuntalar un sistema que debería estar ya muerto. En consecuencia, los revolucionarios no pueden asumir estas reivindicaciones como parte de su programa mínimo, si no quieren que este acabe por trabajar en contra de su programa máximo: la lucha por el comunismo.

Por ello estamos en contra del apoyo a cualquier movimiento nacional de “liberación” que, por definición, promueve la constitución de un nuevo Estado burgués y funda su lucha no en el enfrentamiento entre clases, sino entre razas y naciones, dividiendo al proletariado, empujándolo a defender los intereses de “su” burguesía en la pugna imperialista y confundiendo el internacionalismo con la «solidaridad entre pueblos», es decir, con el apoyo desde el extranjero a esa burguesía.

La defensa de la democracia, como la forma de organización más característica del Estado capitalista, conlleva siempre el reforzamiento de ese mismo Estado y está siempre en contra de los intereses del proletariado: se dé esta defensa de manera directa, promoviendo la participación parlamentaria o los cambios legislativos, o de manera indirecta como «mal menor» frente a una dictadura militar o fascista. Históricamente, el antifascismo supuso una profunda derrota para el proletariado. Implicó su unión con la burguesía liberal —para la defensa del Estado que ella misma había dejado en manos del fascismo—, el abandono del internacionalismo y su utilización como carne de cañón en una nueva guerra imperialista.

El sindicalismo no es lo mismo que la lucha del proletariado en el lugar de trabajo: consiste en la especialización de la actividad militante en la reivindicación laboral, llevando a unos pocos trabajadores a construir órganos permanentes que acaban por autonomizarse del resto y constituirse, con mayor o menor éxito, en organismos de negociación —es decir, de mediación con el capital. Se lleve a cabo mediante sindicatos u otras fórmulas más horizontales, el sindicalismo ha implicado siempre una tendencia a la separación de los intereses inmediatos de los trabajadores respecto a sus intereses históricos. El sindicato es la forma que consolida esta separación: puesto que su función consiste en la negociación del valor de la fuerza de trabajo con el capital, jamás tendrá interés en luchar contra el trabajo asalariado, al que debe su existencia. Si los sindicatos están en contra de la revolución no se debe a las direcciones sindicales, sino a la actividad misma que las genera una y otra vez.

Los llamados «movimientos sociales» como el feminismo, el movimiento LGTBI+, el ecologismo, el antirracismo o el movimiento por la vivienda llevan siempre, de un modo u otro, a la reforma del Estado y no a la lucha en contra de él. Por un lado, porque ideológicamente separan —aunque digan no hacerlo— sus problemáticas específicas de la lucha global contra el capitalismo. Por otro lado, porque su misma naturaleza de frente único lleva a militantes que honestamente desean la revolución a trabajar con otros claramente reformistas o moderados: una alianza donde, como advirtieron ya las izquierdas comunistas a los bolcheviques al inicio de la III Internacional, quienes llevan las de perder son los revolucionarios, que acaban por amoldar su táctica a la de aquellos que son más comprensibles, más audibles y, por ello, mayoritarios en tiempos de paz social.

Estos «movimientos sociales» nada tienen que ver con los movimientos de clase en los que, a partir de la defensa de determinadas necesidades inmediatas, se produce una lucha que se extiende como una mancha de aceite a otros sectores del proletariado y a otros territorios, que generaliza su contenido pasando del motivo que la hizo estallar a una impugnación más general del sistema, y que esto lo hace generando en el proceso sus propios organismos de actuación —asambleas de trabajadores, asambleas territoriales, etc.— donde los revolucionarios podemos tener un papel. Sin embargo, el paso de una lucha inmediata a su extensión y generalización en un movimiento está fuera de nuestro control: nadie puede saber cuál será la gota que desborde el vaso, ni puede provocarla. Por ese mismo motivo, tampoco podemos confundir los organismos que crea el proletariado cuando se mueve hacia su constitución en clase —y por tanto en partido— con los grupos y coordinadoras de grupos que componen los «movimientos sociales». Centrados como están en su lucha parcial en ausencia de todo movimiento real, estos no pueden evolucionar a nada más por definición y se encuentran siempre en la agitación de una actividad ciega, lo que conduce o bien al agotamiento y la frustración de sus miembros o bien, como ocurre a menudo, a la búsqueda de soluciones posibilistas para sus reivindicaciones: de nuevo, el Estado.

6. Partido y clase

El comunismo no es una ideología, sino un hecho físico, un movimiento real que nace del suelo mismo de la sociedad capitalista. Las contradicciones de este modo de producción generan permanentemente antagonismos sociales que empujan al enfrentamiento entre las clases, mucho antes de que sus protagonistas tengan tiempo de razonarlo. Así, el inicio de una lucha inmediata puede estar motivado por la voluntad de un grupo de individuos, pero su generalización en un movimiento de clase escapa a su control. Ello no impide que las minorías revolucionarias, como parte de la clase, intervengamos en dichas luchas. Esa intervención siempre se hará desde una perspectiva programática para favorecer la clarificación en los elementos esenciales de la lucha por encima de las reivindicaciones concretas y coyunturales, impulsando su autoorganización, extensión y generalización, todo ello desde el desarrollo de la independencia de clase y el internacionalismo.  Pero la lucha de clases no se construye, como no se construye la revolución. Precisamente porque el ser social determina la conciencia, esta no es el producto de la agitación y del proselitismo de minorías revolucionarias que, con la táctica y la estrategia adecuadas, consiguen la «hegemonía» en la clase y la ponen así en movimiento.

Es por eso que la revolución no es una cuestión conciencial, de ideas, sino el producto de una lucha inmediata y material que estalla espontáneamente y que en un proceso de generalización y extensión va transformando las conciencias de quienes participan en ella. En este proceso, el proletariado deja de ser una clase en el sentido sociológico, una clase para el capital, a ser una fuerza social contrapuesta a la clase dominante: en el sentido de Marx, el proletariado se constituye en clase y, por tanto, en partido.

Así, nuestra noción de clase difiere completamente de la sociología burguesa. Esta entiende la clase proletaria como una categoría que reúne una sumatoria de obreros en una posición específica de la producción, con un determinado nivel de renta y con una serie de ideologías que se identifican en función del voto que cada proletario deposita en la urna o la respuesta que da en las estadísticas telefónicas. Pero en ausencia de movimientos de clase, la conciencia de cada proletario individual es diferente y está sometida al peso de la ideología dominante, que es la ideología de la clase dominante —sea en su versión de izquierdas o de derechas. Al contrario, cuando se interrumpe la paz social y el proletariado lucha a través de sus propios organismos de clase, su conciencia tiende a converger hacia una misma dirección: la del conflicto de clase contra clase, que es una manera de expresar el conflicto entre la fuerza de conservación del orden existente y la fuerza de transformación social hacia el siguiente modo de producción. Y en este mismo proceso genera a su vez sus propias minorías revolucionarias, su propio partido, que son las que defienden con mayor determinación los intereses generales e internacionales del proletariado y que, al hacerlo, actúan como factor de clarificación programática al interior de la propia clase en lucha. Y es que el partido, así entendido, es el depositario teórico y programático que sintetiza la historia, la experiencia, las victorias y las derrotas de la clase.

A nivel histórico, esto es un proceso de permanente retroalimentación. Los grupos revolucionarios son el producto de la lucha de clases pero a su vez preceden a los estallidos sociales, se esfuerzan por vincularse con el programa comunista —que es a su vez el producto de la clarificación teórica a partir de la lucha de clases previa, en sus picos más álgidos— y, cuando el proletariado lucha de un modo general, actúan desde el interior como factor activo y consciente que acelera la vinculación de la propia clase a su programa histórico, para vincular la defensa de las necesidades inmediatas que hizo estallar el movimiento a los intereses históricos del proletariado: la disolución de todas las clases mediante la transformación violenta del sistema.

Esta idea del partido, a su vez, difiere de las visiones leninistas y consejistas, que son dos caras de la misma moneda porque ambas entienden como entidades separadas la clase y el partido. Para la visión leninista y trotskista, que no coincide exactamente con la de Lenin, la clase es una materia indeterminada a la que el partido da forma inyectando la conciencia desde fuera. Para la visión consejista, el partido es el obstáculo burocrático que impide a la clase llegar a ser revolucionaria. Para nosotros, por el contrario, hay una unidad inescindible entre clase y partido: este es un producto de los momentos en los que el proletariado se constituye en clase y, a su vez, actúa como factor de aceleración y precisión de su conciencia revolucionaria, es decir, como órgano específico para vincular sus intereses inmediatos a sus intereses históricos mediante la afirmación del programa comunista. Clase y partido no son lo mismo, pero es imposible entender el uno sin la otra y a la inversa: la revolución no se construye, pero toda vez que el proletariado lucha como clase genera su dirección revolucionaria, su partido. Así, los bolcheviques no provocaron la insurrección proletaria de 1917, y esta tampoco fue el producto de su lento trabajo de implantación y propaganda en las fábricas de Petrogrado y Moscú, pero su preparación previa como organización independiente y su defensa intransigente de la autonomía de clase y del derrotismo revolucionario durante la Primera Guerra Mundial, les permitió ser un vector de radicalización y de profundización de la perspectiva revolucionaria de la clase. Al mismo tiempo, la entrada masiva del proletariado revolucionario en el partido bolchevique permitió que la apuesta decidida por la insurrección comunista se impusiera frente a sus sectores más conservadores, entre ellos Kámenev, Zinóviev y Stalin, que se limitaban a defender el gobierno provisional.

Porque el partido en su sentido histórico, en el sentido en que lo hemos estado utilizando hasta ahora y en el que lo utiliza Marx en el Manifiesto, no coincide con una organización formal específica. Las vicisitudes de los partidos formales se encuentran rotas y quebradas por procesos de degeneración de los que ningún grupo formal y contingente se encuentra a salvo. La función de las minorías comunistas es siempre la de defender y llevar a la práctica el programa comunista. Esta contradicción aparente entre el partido formal y el partido histórico se resuelve en la apertura de la crisis revolucionaria, en la que el proletariado se constituye en clase, produce sus propios organismos de actuación y genera su dirección revolucionaria. Es entonces cuando el partido en sentido histórico y programático tiende a concretarse en una organización formal hacia la que convergen, como un vector de centralización, los revolucionarios: así ocurrió con el propio partido bolchevique, que entre febrero y octubre del 17 cuadriplicó sus miembros. Entre ellos se encontraban muchos revolucionarios que procedían de otras organizaciones formales y corrientes proletarias —incluido el anarquismo— y cuyo caso más famoso es el de Trotsky. Este proceso no tiene nada que ver con aquel en el que la organización formal diluye sus principios para crecer cuantitativamente: bien al contrario, es el programa histórico del comunismo el que ejerce de vector de convergencia y centralización de los revolucionarios.

El ser determina la conciencia y nada de este proceso histórico es posible construirlo o provocarlo desde la voluntad de las minorías revolucionarias. La revolución no se construye, se dirige. Por ello mismo, el partido no se construye, se dirige. Y sin embargo, es en las crisis revolucionarias cuando la voluntad y la conciencia importan más que nunca. Es en procesos como este, en los que la clase y los revolucionarios tienden a converger hacia la lucha por el programa comunista, cuando se puede producir la inversión de la praxis: la acumulación de contradicciones materiales del capitalismo provoca el estallido revolucionario, pero una vez abierto serán la claridad programática y la voluntad organizada en el partido mundial las que determinarán la victoria de la revolución, de la misma forma que serán la conciencia y la voluntad colectivas las que empezarán a determinar las relaciones sociales en el pasaje al comunismo. Y es que el comunismo es la primera sociedad que produce y reproduce su vida conscientemente, conforme a un plan para la especie, y donde el ser humano tiene las riendas de su propia vida social.

7. Situación presente y tareas de los revolucionarios

Dado que revolución, clase y partido no son fruto de la construcción consciente de una serie de individuos, sino fenómenos materiales, físicos, producidos por las contradicciones de este modo de producción, la comprensión del período histórico en que se lucha es un elemento fundamental para los revolucionarios.

El nuestro es el del agotamiento del capital como relación social, el momento en que el valor está alcanzando históricamente sus límites internos. Se hacen más profundas e intensas las crisis económicas, aumenta la miseria social en términos absolutos, los medios básicos de subsistencia (alimentos, vivienda, electricidad, transporte, etc.) se vuelven cada vez más caros mientras se reduce y precariza la oferta laboral, se suceden una tras otra las catástrofes ambientales, emergen nuevas crisis sanitarias, los conflictos imperialistas se exacerban, las potencias capitalistas se preparan para la próxima gran guerra. En este contexto, estallan y seguirán estallando movimientos de clase cada vez más intensos, puesto que las contradicciones que los hacen estallar son irresolubles para el capital que, en su agotamiento, va reduciendo la propia base material del reformismo.

Sin embargo, estos estallidos se producen todavía en ausencia de una perspectiva emancipatoria. Ello se debe al profundo corte histórico que supuso la contrarrevolución estalinista, cuyos momentos más oscuros se produjeron entre la década de los 30 y los 60 del siglo pasado. Durante estos años, consagrados en el altar sacrificial de la Segunda Guerra Mundial, el significado de palabras como comunismo, internacionalismo o independencia de clase se convirtieron en su contrario, mientras que los revolucionarios que no fueron asesinados o acabaron desertando en favor de Moscú o de Washington se contaban con los dedos de una mano. La oleada de luchas que se despertó mundialmente en las décadas de los 60 a los 80 iniciaría el lento proceso de erosión de la contrarrevolución y, tras el reflujo de los años 90, nos encontramos a inicios de este siglo con una situación anfibia, propia de un tiempo bisagra entre la contrarrevolución y la apertura de una nueva etapa de ascenso revolucionario. Anfibia: con la desorientación histórica y programática que deja la erosión de la contrarrevolución, al no verse acompañada inmediatamente de una restitución revolucionaria del programa, y con la potencia social del retomarse de la lucha de clases cuando el capitalismo se va quedando sin balas para encauzarla.

Las tareas de los revolucionarios siempre son las mismas, pero adquieren una priorización diferente en función del período histórico en el que se encuentran. No puede ser la misma en un período de abierta lucha de clases o una situación revolucionaria, donde lo central de nuestra actividad es intervenir en el combate, fomentar la autoorganización del movimiento y su autonomía respecto a las fuerzas de recuperación, promover la centralización de las corrientes revolucionarias a nivel internacional y organizar la insurrección armada para la destrucción del Estado burgués, que en un período de contrarrevolución, donde nuestra labor se concentrará en el balance de la derrota y el mantenimiento del programa, sin que dejemos de participar en las luchas del proletariado que tiendan a desbordar el marco existente. En los tiempos de transición que nos ha tocado vivir, donde lo característico es la desorientación programática de los estallidos sociales que, sin embargo, se van sucediendo con creciente intensidad, el trabajo de clarificación y defensa de las posiciones revolucionarias sigue siendo el elemento clave. A ello se suma la búsqueda de contacto y discusión con minorías revolucionarias de otros territorios, junto con la participación en los movimientos de clase que puedan desatarse, el trabajo en ellos de crítica a las ilusiones reformistas que alberguen y reforzamiento de su autonomía de clase frente a los sindicatos y partidos burgueses.

Estamos en una fase muy incipiente y, por ello, muy confusa, de lo que creemos que será el próximo ascenso revolucionario. Aún queda un largo camino para que el proletariado vuelva a vincularse a su programa de una forma activa y consciente, pero la agonía de este modo de producción no deja muchas más alternativas. En ese proceso, a los revolucionarios del presente nos compete ser parte plenamente actuante del proletariado en los momentos de enfrentamiento decisivos que discurrirán, luchando de modo inflexible por que nuestra clase se reapropie de su programa y lo ponga en marcha mediante la única práctica humana que es inmediatamente teoría: la revolución.

Lista de textos referenciados por orden de aparición

  • Barbaria: Determinismo y revolución
  • Barbaria: ¿Interseccionando el capitalismo?
  • Barbaria: Fetichismo de la mercancía
  • Rosa Luxemburg: La cuestión nacional y la autonomía
  • Barbaria: Raza, racismo, racialización: una perspectiva comunista
  • Barbaria: El porqué del derrotismo revolucionario
  • Barbaria: Mujer, patriarcado y capitalismo
  • Barbaria: [Charla] La austeridad será verde. Sobre el Green New Deal y la catástrofe capitalista
  • Barbaria: El estalinismo: bandera roja del capital
  • Barbaria: Apuntes sobre el comunismo como movimiento real
  • Barbaria: Robin Hood en el bosque del capital
  • Barbaria: El capitalismo de Stalin
  • Vercesi: La cuestión del Estado
  • Amadeo Bordiga: El programa revolucionario inmediato
  • Barbaria: Sobre la decadencia del capitalismo, la revolución permanente y la doble revolución
  • Jacques Camatte: La mistificación democrática
  • Izquierda italiana: Fascismo y antifascismo. Dos caras de la misma moneda
  • Munis: Los sindicatos contra la revolución
  • Barbaria: Por qué no somos feministas
  • Barbaria: El decrecentismo y la gestión de la miseria
  • Barbaria: El pasado de nuestro ser
  • Barbaria: Catástrofe capitalista y teoría revolucionaria
  • Roger Dangeville: Introducción a Marx-Engels: «Le parti de classe»
  • Barbaria: [Audio] La relación entre clase y partido
  • Jacques Camatte: Origen y función de la forma partido
  • Amadeo Bordiga: Teoría y acción en la doctrina marxista
  • Barbaria: Diez notas sobre la perspectiva revolucionaria
  • Barbaria: La tierra en la crisis del valor
  • Barbaria: Las pandemias del capital
  • Amadeo Bordiga: Consideraciones sobre la orgánica actividad del Partido cuando la situación general es históricamente desfavorable

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