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Teoría Tierra

El decrecentismo y la gestión de la miseria

Este texto hace parte de una serie de reflexiones en torno a la relación del ser humano con la tierra en la sociedad capitalista, la oposición radical entre la Tierra y el capital, así como la manera en que la catástrofe ambiental es integrada bajo las categorías del valor. Mientras que La tierra en la crisis del valor presenta la base teórica sobre la que se desarrollará esta serie, el presente artículo intenta no tanto abordar los problemas cada vez mayores a los que se enfrenta nuestra clase con el avance catastrófico del capitalismo ―estos se irán desarrollando más detalladamente en los siguientes textos―, sino hacer una crítica radical a las perspectivas burguesas, socialdemócratas, de esta catástrofe, que a nuestro entender se sintetizan en la ecología como movimiento parcial y separado.

Dejamos aquí disponible el pdf para su descarga.

  1. La escisión de la naturaleza
  2. Metabolismo natural y metabolismo social
  3. El decrecentismo
  4. Colapso civilizatorio o catástrofe capitalista
  5. ¿Ecofascismo?
  6. Crisis del valor y revolución mundial

1.   La escisión de la naturaleza

Quizá nunca como hoy la catástrofe capitalista ha sido tan evidente. La imposibilidad material, física, de este sistema se afirma en la televisión, en las universidades y en los parlamentos. Con el mayor cinismo, muchos de los que aportan su pequeño grano de arena a la perpetuación de la masacre capitalista entienden que estamos en un tren que va directo contra el muro, y así lo dicen. Lo dicen y hablan, hablan y hablan. Hablan de concienciación, de energías renovables, de economía circular y hablan ―cada vez más― del término de moda: green new deal.

La socialdemocracia es cada vez más verde, y tampoco le queda más remedio. El desequilibrio climático, la erosión del suelo, la contaminación del agua, la pérdida ―brutal― de biodiversidad, son una demostración permanente de la radical oposición entre el capital y la vida en el planeta, incluida la de nuestra especie. Esta oposición es tan flagrante que la socialdemocracia sólo puede admitirla y proponer, como ha hecho toda la vida, algunos parches que no sólo no resuelven, sino que profundizan y agravan muchas veces el problema, y siempre lo perpetúan. La corriente ecologista, en tanto que movimiento parcial que separa el problema medioambiental de las relaciones sociales que destrozan el ecosistema, es uno de los baluartes más apreciados de la socialdemocracia. Y, dentro de ella, el decrecentismo como una de sus alas más radicales, ampliamente acogida por los medios militantes y activistas, ayuda a recuperar a quienes sienten asco por las conclusiones reformistas y estatales a las que desemboca el ecologismo. En este texto intentaremos dar cuenta en algunos trazos de la crítica al ecologismo y nos centraremos en señalar los presupuestos teóricos, inherentemente burgueses, del decrecentismo.

El postmodernismo y el ecologismo son las dos caras de una misma época. Ambos parten de una separación entre naturaleza y cultura que, de todas formas, proviene del mismo nacimiento del pensamiento burgués. Dada esta separación, el postmodernismo tiende a convertir todo en un hecho cultural, nominal, subjetivo, mientras que el ecologismo parte de una visión que tiende a reducir la realidad social a las bases físicas, objetivas, extrahumanas de la naturaleza.

Si bien siempre hay antecedentes, nunca como en el capitalismo se ha pensado una oposición, una separación tan grande entre la naturaleza y la cultura. Esto tiene sus bases materiales. En las comunidades primitivas el lazo con el ecosistema se daba de forma directa e integrada en su propia lógica social. Más adelante, en las sociedades precapitalistas las clases dominadas siempre estuvieron, de una manera u otra, vinculadas a la tierra. Los esclavos en la Antigüedad eran fundamentalmente utilizados para el cultivo del campo. Cuando un noble se convertía en el señor feudal de una región, lo que obtenía no era tanto la propiedad de la tierra como el derecho al diezmo de los siervos atados a la misma. Para poder nacer, por el contrario, el capitalismo necesita desgarrar esta unidad ―alienada y opresiva, sin duda― entre el ser humano y la naturaleza. Para poder instaurarse, el capitalismo necesita liberar a los siervos y crear proletarios. El proletariado será una clase que vive sostenida en el aire, una clase separada de todo medio de producción, separada de su entorno natural y de su propia naturaleza.

No es casual que este momento fundacional ―la expropiación del campesinado y la consiguiente formación del proletariado― haga parte de un mismo proceso histórico en el que se profundiza la brecha entre el campo y la ciudad, a tal punto que su relación se invierte por primera vez en la historia: a partir de ahora, el campo no será más que un apéndice de la ciudad, y la ciudad sólo el nombre de una máquina que devora personas y recursos naturales para producir más valor, más mercancías, más dinero, más valor.

Tampoco es casual que las ciencias naturales se desarrollen en este proceso. Cuando la producción se destina ya no a la satisfacción de las necesidades sociales sino a la valorización, cuando la producción es producción de mercancías, la naturaleza se convierte en un factor de producción tan abstracto, tan cuantificable, tan ajeno a sí mismo como lo es el propio trabajador reducido a capital variable. Cuando no es materia prima, energía o el suelo mismo en que se desarrolla la producción de valor, la naturaleza se convierte en un objeto externo examinado por el sujeto racional, ajeno por completo a ella, en la cual, incluso a la hora de mirarse a sí mismo, sólo ve un soporte físico ―el cuerpo― de la razón científica.

El pensamiento burgués convertirá esta separación material, efectiva, que establece el capitalismo entre la naturaleza y el ser humano, en una separación eterna y universal, y pensará todo a partir de ella. Así, se verá dividido por una falsa polarización entre dos corrientes: un idealismo subjetivista, que afirma que la razón es el fundamento último de toda existencia material, y un idealismo objetivista o «materialismo» vulgar, que convierte una naturaleza extrahumana ―incluyendo en ella el cuerpo humano― en la explicación última de todo proceso social. Es importante señalar que ambas corrientes son funcionales a la justificación y naturalización del capitalismo. Así, la visión de un sujeto racional como un yo ilimitado que configura su propia realidad a través de la conciencia es complementaria a la que abstrae el conjunto de la realidad material a cuerpos matematizados, cuantificables, en la que se incluyen las sociedades humanas como una parte más de la máquina[1]. Si la primera legitima la razón capitalista como organizadora de todo lo vivo a través de la ciencia y la tecnología, la segunda priva de todo papel a las relaciones sociales, estableciendo que, en el fondo, no hay una gran diferencia entre la sociedad capitalista y las sociedades que la precedieron, como tampoco tiene sentido plantear un futuro después de ella: a fin de cuentas, como se diría actualmente, todo es termodinámica[2]. No es casual que bajo estas dos corrientes emerja el pensamiento moderno y, con él, los pilares ideológicos de la sociedad capitalista: de Descartes a Hobbes, de Locke a Kant, todos ellos se esforzarán por sentar los cimientos del capitalismo como una sociedad eterna, universal, que sólo tenía que esperar a poder desarrollarse con el progreso tecnológico y el incremento de la complejidad social. Hoy en día y al contrario de lo que se nos dice, no existe tal ruptura con la modernidad, sino simplemente una adaptación a un capitalismo cada vez más acendrado y, por ello, cada vez más catastrófico. Si hoy en día el postmodernismo responde plenamente a la primera corriente, el ecologismo y en particular la corriente decrecentista se sitúa en la segunda.

Y es que el ecologismo se funda en un antagonismo radical entre el ser humano y la naturaleza. En realidad, como toda corriente socialdemócrata, lo que hace es tomar un hecho real del capitalismo ―el ser humano y la naturaleza están enfrentados, como el trabajador a su propia actividad― para elevarlo por encima de la historia y declarar que siempre ha sido así. Si no, ¡fijaos en la isla de Pascua! Una civilización que se autodestruye porque decide construir esculturas inmensas a costa de sus propios recursos[3]. ¿Es que no lo veis? La potencia destructiva del ser humano es inagotable. Necesitamos mecanismos de autocontrol para ajustarnos a las bases materiales que nos brinda la naturaleza. ¡Malthus tenía razón!

De la misma manera que el pensamiento burgués se funda en la idea de que el hombre es un lobo para el hombre, también tiene como uno de sus pilares básicos la idea de que el hombre es un lobo para su entorno natural. Si Malthus tenía razón, Hobbes también. Esta antropología negativa siempre exige, en última instancia, un Leviatán. Por ello el ecologismo siempre conduce a la necesidad del Estado, aunque lo plantee como una confederación democrática de comunas ecosociales autogestionadas.

Se nos dirá que hay muchos ecologismos. Por supuesto, el ecologismo explícitamente capitalista ―el «capitalismo verde»― argumentará no sólo lo que acabamos de reproducir, sino que añadirá que con las normas adecuadas el sistema puede favorecer un desarrollo sostenible donde incluso el propio cuidado de la naturaleza genere riqueza al convertirse en una mercancía, como ocurre con el mercado de emisiones de CO2. Pero está también la corriente decrecentista, que apuesta firmemente por una restauración del vínculo entre el ser humano y la naturaleza, el fin del capitalismo y el regreso a un «modo de vida mucho más simple y autogestionario»[4]. ¿Cómo puede ser capitalista y estatal una corriente que consiste en señalar los límites físicos del propio capitalismo y la necesidad de un cambio de sistema?

Para contestar a esta pregunta necesitamos volver atrás, a la comprensión burguesa del lazo entre el ser humano y la naturaleza, así como a la ruptura que Marx realiza al afirmar el materialismo histórico.

2.  Metabolismo natural y metabolismo social

Marx parte del materialismo sensual de Feuerbach para superar el idealismo hegeliano. Sin embargo, también rompe con éste en un punto esencial: si Feuerbach opone a Hegel el hecho de que el ser humano es materia antes que razón y que lo que permite toda elaboración racional es el mundo físico que percibimos a través de los sentidos, Marx criticará a Feuerbach por mantener una idea de la naturaleza como algo que sigue siendo exterior al ser humano y a su historia. Ambos coinciden en la necesidad de explicar la naturaleza a partir de sí misma, sin acudir a instancias externas, ya sea un Dios todopoderoso o la Razón deificada. Sin embargo, para hacer esto, para no crear falsas instancias, Marx señala que también hay que comprender la actividad humana como una fuerza natural, un factor más en el metabolismo natural del planeta.

Aquí el término metabolismo nos es útil[5]. Hace referencia a la relación entre la célula y el conjunto del organismo: la célula transforma lo inorgánico, tomado de su entorno natural, en vida orgánica. La vida natural se organiza en torno a permanentes transformaciones del propio entorno. Pero si el ser humano es parte inseparable del metabolismo natural, también la naturaleza es parte inseparable del metabolismo social y la manera en que este se organiza. La naturaleza constituye no sólo los medios de subsistencia del ser humano, sino también la materia misma con la que y sobre la que reflexiona y actúa[6]. La capacidad del ser humano para modificar su entorno constituye la propia naturaleza humana, que por ello es inseparablemente natural y cultural. La actividad humana se desarrolla a través de un proceso en el que el ser humano transforma la naturaleza y, al hacerlo, también se transforma a sí mismo: la cultura no es sino la memoria colectiva de esta transformación, de este proceso metabólico.

Pero aquí no estamos hablando de un individuo aislado. El ser humano es naturalmente social. Como no podía ser de otra manera, son sus relaciones sociales concretas, históricas, las que configuran al mismo tiempo el papel del ser humano en el metabolismo natural y el de la naturaleza en el metabolismo social. De esta forma, la ruptura de Marx con Feuerbach, así como con el pensamiento materialista previo, consiste en su comprensión dinámica de la relación entre las comunidades y su entorno natural. Al señalar no sólo que las relaciones sociales son inseparables del metabolismo natural del planeta, sino que la transformación del entorno es inherente al desarrollo de todo metabolismo social y está determinada por el carácter de esas relaciones sociales, Marx introduce la historia en la naturaleza, de la misma forma en que antes, de la mano de Feuerbach, había naturalizado al propio ser humano.

Ahora bien, si no es el ser humano abstracto, sino que son las diferentes sociedades históricas las que intervienen en este proceso, entonces el modo en que se organizan estas sociedades será esencial. No es el ser humano abstracto el que es antagónico a la naturaleza, sino una forma concreta de relación social. Permanecer en la primera afirmación, la de que el ser humano hace parte del metabolismo natural, nos impide comprender el desarrollo de la historia y la manera concreta en que los diferentes metabolismos sociales, los diferentes modos de producción, han asumido su relación con el ecosistema.

Antes señalábamos que el capitalismo había provocado una separación efectiva del ser humano y la naturaleza al separar al campesinado de la tierra y arrojarlo como mano de obra desnuda a las ciudades. Sin embargo, no es la separación física la que será central en esta ruptura. De hecho, las relaciones sociales capitalistas comienzan a desarrollarse en primer lugar en el campo. Lo determinante aquí es que la producción social se convertirá en producción de mercancías, en producción de valor. Así, el proceso de producción y reproducción social se escinde en un plano material, físico, de valores de uso, y un plano social y fetichizado de valor. Esto quiere decir que al producir mercancías, se está produciendo un objeto concreto y material que sin embargo no importa como tal, sino sólo como una mercancía que permitirá obtener dinero para volver a producir más mercancías para obtener aún más dinero. El vínculo con la tierra se rompe porque ésta ya no cumple una función directa en el metabolismo social ―como fuente de medios de subsistencia, como medio y objeto de reflexión y acción humanas―, sino indirecta, como un mero instrumento para producir valor[7].

La naturaleza no importa por ella misma, al igual que el ser humano no importa por sí mismo, sino que son meros instrumentos de una lógica automática e impersonal de producción de valor. Tanto el entorno natural como el ser humano son simplemente un mal menor que el capitalista tiene que soportar para poder producir mercancías con las que obtener plusvalor, siempre de manera creciente, ampliada: D-M-D’. En la medida en que pueda, el capital tenderá a desprenderse de todo lo biológico, de todo lo natural, porque impone límites a la velocidad e intensidad de su reproducción. Esto conlleva una dinámica social que provoca profundas rupturas en el metabolismo natural, ya no sólo del ecosistema, sino de la propia naturaleza humana. Al mismo tiempo que la explotación capitalista destroza la biodiversidad, agota los recursos naturales y genera graves desequilibrios climáticos, también corroe los lazos comunitarios y provoca un proceso de atomización social que priva al ser humano de lo más básico, que es su esencia social, su vínculo con los otros. Además el propio ser humano se encuentra cada vez más ajeno a su propia corporalidad, y es ya un hecho asumido socialmente la idea de un individuo que puede y debe superar sus limitaciones físicas gracias a fármacos y otras tecnologías, con todos los daños a la salud física y psicológica que ello genera.

Ahora bien, esta ruptura del metabolismo natural no impide que el metabolismo social del capitalismo siga funcionando, aunque sea de manera cada vez más catastrófica.

Recordemos lo dicho anteriormente: al imponerse la producción de mercancías, la actividad humana se escinde en dos planos. El proceso de producción se desdobla en un aspecto concreto, material, de producción de valores de uso, y en un aspecto abstracto, social, de producción de valor. Sin embargo, esto no quiere decir que ambos aspectos tengan el mismo peso. El valor de uso es el soporte del valor, pero nada más. El valor presupone el valor de uso, es decir, necesita de un objeto material o de un servicio concreto que lo contenga, pero no se regula conforme al valor de uso sino que funciona por sus propias leyes, por sus propias categorías sociales: tiempo de trabajo socialmente necesario, intercambio de equivalentes, tasa de plusvalor, composición orgánica, ley de la ganancia. Estas categorías, pese a ser sociales, son absolutamente impersonales: el metabolismo social del valor las impone independientemente de la voluntad de sus agentes y de manera automática.

Por supuesto que las leyes de la naturaleza siguen operando. La gravedad sigue manteniéndonos pegados al suelo y las leyes de la termodinámica siguen explicando el comportamiento de los flujos de energía. Sin embargo, en la medida en que el capitalismo es una relación social automática, ajena a la voluntad de sus miembros, estos hechos físicos son interpretados en los términos del valor, que rige el modo en que actúa el ser humano sobre ellos. Esto quiere decir que el ser humano interviene en el ecosistema conforme a unas categorías sociales históricas en las que la naturaleza, como el propio ser humano, no sirve en sí para nada. Sólo entra en el metabolismo social y por tanto sólo existe socialmente en la medida en que puede servir como instrumento para la producción de valor.  Por dar un ejemplo, que una reserva de petróleo sea o no explotada no depende de una medida física como su TRE[8], sino de una medida social como la plusganancia que puede obtenerse al vender el petróleo en el mercado. Dado que la peor reserva de petróleo es la que determina el precio, la que más trabajo ―y por tanto energía― requiere para ser extraída, toda reserva un poco mejor obtendrá una plusganancia que haga meritoria su explotación. Así, nos podemos encontrar en el absurdo de que se exploten reservas de un TRE cercano a uno, es decir, de las que se extrae casi tanta energía como la utilizada para su extracción, porque siguen siendo rentables para el terrateniente y el capitalista.

3.  El decrecentismo

Este largo desvío nos permite comprender mejor la crítica al ecologismo en general y al decrecentismo en particular.

Como explicábamos antes, el ecologismo parte de una separación radical entre el ser humano y la naturaleza. Comprende que existe un antagonismo irresoluble entre los dos y que, en un momento u otro, se nos plantea la disyuntiva entre el bienestar humano o el bienestar del ecosistema. El malthusianismo, que ha sido recuperado del olvido ―y no por casualidad― con la emergencia del movimiento ecologista, es la expresión más clara de esta oposición. También es muy significativo cómo se ha tomado la teoría de Malthus, que la desarrolló con un explícito planteamiento de clase ―son los pobres el problema, la muerte de los pobres será la solución―, para reformularla en términos mucho más democráticos, es decir, más adecuados a la naturaleza igualadora del capitalismo: ahora se trata del control de la natalidad y de la migración en el conjunto de las poblaciones nacionales, en virtud de la mano «neutral» del Estado. Finalmente, en esta perspectiva puede explicarse mejor la emergencia de corrientes como el ecoextremismo o, de manera más general, la divulgación de una imagen del ser humano como una plaga y de las guerras y las catástrofes ecosociales como un merecido castigo por su nocividad.

Al partir de esta separación, que es una separación burguesa, y al convertirla en una problemática ahistórica, el ecologismo es incapaz de comprender de manera materialista el desarrollo de las diferentes sociedades en su relación con la naturaleza. La especificidad de las relaciones sociales y de la naturaleza humana se desvanece frente a un enfoque objetivista que, en el fondo, no es tan ajeno al de los autores modernos que convertían la realidad en una gran máquina cuantificable. El ecologismo cae, como decíamos, en una forma de idealismo objetivista por el cual la realidad social se acaba reduciendo en última instancia a unas bases físicas en las que las relaciones sociales, como tal, no tienen un papel fundamental, sino que son entendidas como un sistema más dentro del macrosistema natural. De esta forma se convierten en eternas e inmutables las leyes que rigen la sociedad: poco importa si es una sociedad de clases o no, si es presa o no del fetichismo de la mercancía, puesto que en definitiva todo se vuelve comprensible en términos de metros cúbicos, calorías por kilo, gigavatios, tasa de retorno energético, leyes de la termodinámica.

Es curioso ver cómo un discurso que ha criticado tanto el productivismo marxista se representa la historia de manera semejante: como una infraestructura que ahora, en lugar de ser económica, es física, y sobre la que se erige una superestructura que puede tener algo de autonomía pero que, en última instancia, responde a los cambios infraestructurales. Así, no puede sorprendernos que un clásico en el decrecentismo español como En la espiral de la energía[9] plantee la historia de la humanidad desde su uso de los recursos energéticos. Este planteamiento no tiene por qué ser vulgarmente mecanicista y admite toda otra serie de factores sociales que entran en juego. Sin embargo, su tesis fundamental consiste en la energía como un marco, una condición de posibilidad, que jugará un papel determinante a la hora de configurar las sociedades. Así, se nos dice, una sociedad que funcione principalmente con la energía solar y la energía exosomática del fuego y de los animales tenderá a ser más horizontal, puesto que son energías con un acceso más universal del que puede tener una reserva petrolera. Por deducción, también se nos dice que el capitalismo no habría podido existir sin combustibles fósiles[10], y que el pico del petróleo ―así como de otros recursos energéticos y minerales― conduce necesariamente al colapso de este sistema.

En consecuencia, el discurso decrecentista utiliza el término metabolismo en un sentido diferente al que hemos desarrollado aquí. En realidad, lo utiliza para disolver ―y en última instancia negar― la manera específica en que la naturaleza entra a formar parte de las organizaciones sociales. Por ello, es coherente que estos autores no utilicen el concepto de modo de producción, entendido como la manera en que las sociedades organizan las actividades destinadas a la satisfacción de sus necesidades y el reparto del producto obtenido. Este concepto permite comprender tanto la manera en que la actividad humana y su lógica social actúan en el metabolismo natural, como la manera en que la naturaleza extrahumana es asumida en su metabolismo social. Para los decrecentistas, como para el conjunto de la corriente ecologista, hay en última instancia una separación irreductible entre lo natural y lo cultural. Así, las sociedades humanas son identificadas con cualquier otro conjunto ecosistémico que se encuentra en la naturaleza, de tal forma que cuando se trata de explicar el transcurso de la historia humana no queda otro remedio que, para no caer en un mecanicismo vulgar, acudir a explicaciones culturalistas. En estos casos, el postmodernismo y el decrecentismo se dan la mano. Así, por ejemplo, el paso de las comunidades primitivas a las sociedades de clase tendría como un factor determinante el paso de una identidad relacional a otra individual (masculina)[11].

Al dar una predominancia tan fuerte a la cuestión de la energía en el despliegue histórico de las sociedades humanas, se acaba por separar de las propias relaciones sociales el uso de los recursos naturales y de la tecnología. Así, los términos se invierten. La pregunta ya no está en qué relaciones sociales hacen que sea necesario el descubrimiento y la utilización masiva de los combustibles fósiles, sino en cómo los combustibles fósiles han permitido la emergencia de esas relaciones sociales. Como ocurre en todo enfoque objetivista, el papel de la transformación social tiende a ser negado en virtud de factores exógenos, objetivos, como la mayor o menor disponibilidad de hidrocarburos. Al disolver la especificidad de las relaciones sociales, del metabolismo social, del modo de producción, el decrecentismo ignora voluntariamente la lucha de clases y niega tanto la posibilidad como la necesidad de la revolución.

4.  Colapso civilizatorio o catástrofe capitalista

Ahora puede entenderse mejor cómo una corriente aparentemente anticapitalista en realidad colabora plenamente en su mantenimiento. Por otro lado, ya resulta menos desconcertante que el Estado destine fondos a investigaciones y discursos que afirman el fin del capitalismo[12]. También se entenderán mejor las derivas biográficas de algunos militantes que han pasado de afirmar ―al menos verbalmente― la lucha contra el Estado y el capital a participar en el «asalto a las instituciones» que se inicia con el nacimiento de Podemos[13].

La premisa fundamental del decrecentismo es la siguiente: el colapso del capitalismo es inevitable y ya se está produciendo. La enorme densidad energética de combustibles fósiles ha permitido el desarrollo del capitalismo en su dinámica de crecimiento exponencial. Por tanto, su agotamiento terminará con él. Y es que crisis económicas el capitalismo las ha tenido siempre[14]. Lo característico ahora es cómo el agotamiento de recursos y el cambio climático subyacen a todas estas crisis y les dan un carácter definitivo, terminal. El capitalismo es crecimiento permanente, pero este crecimiento sólo es posible por la bicoca energética que representa el petróleo. Agotado el petróleo, se agota toda posibilidad de crecimiento y por tanto se agota también la capacidad del capitalismo para subsistir como sistema civilizatorio: llega el colapso. El fin del capitalismo es inevitable. El decrecimiento también. La pregunta está en cómo queremos decrecer.

Sólo hay dos formas de realizar esta transición a un nuevo marco civilizatorio, se nos dice. Por un lado, está la opción «ecofascista». El Estado asume un papel cada vez más represivo hacia su propia población. El pico del petróleo conlleva dificultades en la producción y distribución de alimentos, depuración del agua, calefacción o  mantenimiento de estructuras como los hospitales, por lo que el reparto será hecho «desde arriba» y para cada vez menos personas. Desde luego, la represión del Estado será aún más fuerte hacia afuera, tanto más cuanto que el agotamiento de recursos y el cambio climático provocarán guerras y catástrofes naturales que impulsarán enormes movimientos migratorios. Ante tal situación de carestía, el discurso de «los nacionales primero» tendrá cada vez más fuerza y el poder será tomado, electoral o militarmente, por partidos «ecofascistas».

Por otro lado, está la opción del decrecimiento organizado democráticamente y con vistas a un reparto social de la miseria. Se trata de promover desde ya un proceso de transición energética que favorezca la descarbonización de la economía y su consiguiente transformación tecnológica, el consumo de productos locales, la movilidad sostenible y el repoblamiento de las zonas rurales, entre otras medidas. Es además un proceso que hay que iniciar urgentemente, puesto que cuanto más avance el colapso, más destructivo será y más difícil se hará parar el avance del «ecofascismo»[15].

Frente a esta disyuntiva, se ofrecen dos caminos dentro del decrecentismo, aunque no necesariamente excluyentes. El primero es el de la sustracción voluntaria: la elección de un «modo de vida mucho más simple y autogestionario»[16] a través de ecoaldeas, cooperativas, grupos de consumo y redes de «economía solidaria». El segundo es el de la acción institucional, sea desde el parlamento o desde la universidad. Desde la universidad ya hay algo de camino hecho, al menos en la región española, puesto que todas las grandes cabezas del decrecimiento son profesores de universidad, de Yayo Herrero a Carlos Taibo, de Margarita Mediavilla a Jorge Reichmann. Hacerlo desde el parlamento parecía más complicado hasta hace unos años, cuando el estallido de Podemos abrió ―a Dios gracias― una «ventana de oportunidad» para entrar en las instituciones y salvarnos del ecofascismo.

Pese a que pueda parecer un tópico, volvemos a ver repetirse la historia como farsa. La socialdemocracia clásica afirmaba que el desarrollo de las fuerzas productivas haría caer el capitalismo como fruta madura, por lo que la estrategia debía consistir en engrosar el número de diputados en los parlamentos para ir tomando posiciones y favorecer la socialización de la economía que ya estaba generando espontáneamente el propio capital. Así, la revolución en realidad no era necesaria, porque la sociedad de la abundancia llegaría por sí sola. La socialdemocracia actual, la socialdemocracia de la catástrofe, afirma que el desarrollo de las fuerzas productivas hará caer el capitalismo como fruta madura, puesto que este desarrollo ha agotado todas las posibilidades materiales del capitalismo para seguir subsistiendo. De esta forma, la estrategia consiste en engrosar el número de diputados en el parlamento ―y el de profesores en la universidad― para ir tomando posiciones de cara a gestionar democráticamente la catástrofe y la miseria que le suceda. La revolución, claro está, tampoco es necesaria.

Aunque no son alternativas excluyentes, puede darse una cierta polarización entre la opción sustraccionista y la institucional. La segunda criticará a la primera ―y tendrá razón― por sus veleidades elitistas, su falta de consideración por las mayorías sociales, su apuesta por salvar a unas pocas minorías conscientes que intenten refugiarse como buenamente puedan mientras transcurre el colapso. La opción sustraccionista criticará a la institucional ―y también tendrá razón― por la ilusa perspectiva de gestionar una catástrofe ecológica que no conoce fronteras desde la administración local, regional o incluso estatal. Por otro lado, la opción decrecentista institucional podrá verse acorralada al abrirse otro frente, el de la política socialdemócrata de toda la vida. Así le ocurrió a Yayo Herrero en un debate con Íñigo Errejón, en el que este le planteaba que para poder llegar a las instituciones antes hay que ganar elecciones, y para ello el programa decrecentista sencillamente no vende. Habrá pues que mentir, plantear un programa típico de la democracia cristiana de los años 50 y una vez en el poder… ya veremos.

El debate está servido. También es inútil desde el punto de vista revolucionario.

En primer lugar, no habrá colapso civilizatorio, sino una catástrofe capitalista cada vez más brutal. Como hemos ido desarrollando, no puede entenderse la catástrofe ambiental como una variable externa o subyacente al capitalismo. Desde luego, la extinción de miles de especies, el agotamiento de las reservas petrolíferas o el cambio climático son un hecho en sí. Sin embargo, la manera en que estos hechos físicos son integrados en la lógica social del valor dista mucho de ser mecánica. Ya no se trata sólo de cómo la tecnología intenta poner el dedo para tapar esta fuga de agua, paliando unas veces y empeorando otras el problema, sino de cómo la propia catástrofe ambiental es integrada en términos de la ley de la tasa de ganancia, el aumento de la renta de la tierra, la distribución de capitales, el encarecimiento de los precios de producción, el incremento de la tasa de explotación, la generación de masas cada vez mayores de capital ficticio.

Cuando decíamos que el valor es una relación social automática, impersonal, no estábamos siendo metafóricos. Que el capital se reproduce a sí mismo a través de las personas y los recursos naturales, o más bien a costa de ellos, quiere decir que obedece a una lógica propia por la que el valor busca producir sin cesar más valor, cueste lo que cueste, caiga quien caiga. Sin duda, el capital no se reproduce en el aire. Su tendencia a liberarse de los límites físicos del ser humano y su ecosistema no es más que una tendencia. Lo contrario sería afirmar que el capital es una relación social que puede prescindir de las personas que lo componen ―así como de la tierra que pisan y el aire que respiran― y dejar de ser, en consecuencia, una relación social[17]. Al igual que al estallar una burbuja financiera el capital se ve forzado a «regresar a la realidad», crisis mediante, con desvalorización de mercancías, destrucción del tejido productivo y aumento de la tasa de explotación, de la misma forma la crisis ambiental y el agotamiento de recursos lo obligan a volver a la tierra a través de crisis periódicas y un aumento cada vez más exacerbado de la competencia de capitales. Estas crisis, sin embargo, se expresan en sus propios términos, en sus propias categorías sociales, y vuelven a repetirse una y otra vez como se vuelven a repetir las burbujas de capital ficticio sin que la mano del Estado ―llena eres de Gracia― pueda hacer mucho para detenerlas.

No se trata de «tecno-optimismo», como dirían los decrecentistas. La tecnología tiene una función invariante en el capitalismo: presentarse como la solución agravando el problema[18]. Al mismo tiempo, el desarrollo tecnológico no es fruto del optimismo, ni de la fe ciega en el progreso, ni de unas políticas nefastas de I+D, sino de la única salida que encuentra el valor para, dado un aumento de la competición de capitales por el empeoramiento de las condiciones de producción,  salir del embrollo en una huida hacia adelante por conseguir rascar alguna plusganancia en el tiempo que dure la mejora en la productividad. Lo optimista y lo iluso es creer que se puede luchar contra esta tendencia en el propio capitalismo para obligarlo a decrecer, más aún si la idea es hacerlo desde un organismo ―el Estado― cuya única razón de ser es garantizar las mejores condiciones de reproducción del capital nacional.

Intentar convencer al capitalismo de que lo mejor para sí mismo es abandonar su lógica de valorización no es más que un viejo cuento de la socialdemocracia, sólo útil en realidad para que el propio socialdemócrata intente convencerse de que sigue defendiendo la transformación social y pueda dormir el sueño de los justos.

5.   ¿Ecofascismo?

La perspectiva del «ecofascismo» sirve a los decrecentistas para justificar lo injustificable. Tampoco aquí se innova demasiado respecto a la socialdemocracia clásica. Se trata en realidad del mismo antifascismo que llevó en los años 30 al proletariado de la región española a renunciar a la revolución por la defensa de la democracia. También es el mismo antifascismo que legitimó, con la inestimable ayuda del capitalismo soviético, la carnicería de la Segunda Guerra Mundial.

Al menos en los años 30 sí había fascismo[19]. Lo que el decrecentismo llama «ecofascismo» no es más que la gestión de la miseria desde el Estado-nación ―el pan nuestro de cada día en cualquier democracia―, sólo que en un contexto de mayor explotación que la actual ―en lo que se refiere a algunas regiones del planeta―y por tanto con una mayor labor represiva ante la posibilidad de la polarización social y la explosión de revueltas proletarias. Si la gestión de la miseria se concreta en un reparto de las migajas para los nacionales y una caza al migrante por parte de la policía, tampoco es una realidad que nos sea extraña actualmente, como no lo es la cruda represión del Estado cuando se producen estallidos de clase[20].

En realidad, al plantear la posibilidad del «ecofascismo» el decrecentismo simplemente está lavándole la cara a su propia propuesta para gestionar la miseria. Ya hemos explicado cómo en ausencia de una revolución proletaria, el único escenario es el de una catástrofe capitalista ampliada. Por ello, si la propuesta decrecentista se llevara a cabo desde la alternativa institucional ―evidentemente, sin «decrecer»―, la miseria capitalista sería gestionada con las mismas fronteras asesinas, la misma ley del hambre que rige el capital[21], la misma explotación asalariada. Sin duda se podría aplicar algo de maquillaje, montar un programa de Welcome Refugees, colgar una pancarta llena de colores en el ayuntamiento y hacer esperar colas inmensas a un puñado de sin papeles ―los que hayan sobrevivido al intento de entrar en el país― para que les sellen una hoja con su demanda de asilo. Ya que estamos, se podría añadir a las categorías de refugiado económico y político la de refugiado climático, y así hacemos mejor la criba. Que esa sea la diferencia entre el ecofascismo y la democracia decrecentista ya es elocuente.

Además del antifascismo, en la corriente decrecentista convive toda una serie de tópicos socialdemócratas. Son los mismos con los que históricamente se ha hecho pasar la defensa del capitalismo por la de nuestros propios intereses. Entre ellos está el ensalzamiento de la autogestión (del capital)[22] y la idea del Estado como un ente neutral, diferente a las propias relaciones capitalistas y por ello capaz de hacer decrecer un sistema que consiste en un crecimiento ilimitado. Ambas ideas están arraigadas en una incomprensión absoluta de lo que caracteriza al capitalismo frente al resto de sociedades de clase.

Como decíamos antes, en el decrecimiento los términos están invertidos: ya no son las sociedades las que descubren, inventan y utilizan recursos y tecnologías en función de las necesidades que desarrollan, sino que son esos recursos y tecnologías los que permiten la emergencia de unas sociedades u otras. De esta forma, el capitalismo se ve reducido a una cuestión de aviones y teléfonos móviles. Se asume así que el agotamiento de los combustibles generará tal descentralización que desaparecerá el capitalismo y que los Estados dejarán de ser Estados, al menos Estados tal y como los conocemos.

El problema es que el capitalismo no puede reducirse a unos medios de transporte optimizados a base de petróleo. Que haya una menor disposición energética hará simplemente que las crisis capitalistas sean cada vez más agudas, que los flujos de capital ficticio funcionen todavía más como la máquina de respiración artificial de este sistema de locos y, en todo caso, que asistamos a un cierto revival de medios de transporte movidos por la energía solar y animal. ¿Las dificultades de centralización internacional que ello genere harán que el sistema colapse? No, porque el capitalismo no se reduce a la tecnología que ha desarrollado para alimentar su lógica, sino que es una relación social mucho más profunda. Incluso en el caso de un mundo más descentralizado, no volveríamos al «neofeudalismo caciquil esclavista» que imagina Emilio Santiago. ¿Desaparece el dinero y la mercancía por transportarlos a caballo en lugar de en avión? Si fuera así, sería incomprensible que el capitalismo haya nacido en el siglo XVI. Añadir el prefijo neo al feudalismo y darle una estética steampunk no resuelve el problema.

Este argumento nos sirve también para comprender el absurdo de acabar con el capitalismo a base de «comunas ecosocialistas libertarias». Una fragmentación semejante de la humanidad es incapaz de acabar con el valor, cuyo sentido reposa precisamente en unir lo separado. Es la existencia misma del intercambio mercantil la que nos ha llevado al crecimiento desbocado del capital, con sus consecuencias catastróficas. Incluso si pudiéramos pensar comunidades rurales que no intercambiaran los productos del trabajo en su seno, ello no impediría el intercambio mercantil con otras comunidades. Por lógica, aquellas con menos recursos naturales o que simplemente hubieran sido castigadas por una catástrofe natural ―no poco probable a medida que avanza el cambio climático― acabarían o bien comprando los excedentes de otras comunidades, o bien emigrando, con la tensión que ello introduciría en las comunidades receptoras de cara a su uso de los recursos: ¿sería tan extraño que entonces los nuevos sin papeles de este mundo feliz acabaran ofreciendo su trabajo a cambio de un salario? El localismo sólo reinicia la lógica del capital.

6.  Crisis del valor y revolución mundial

Si se intenta comprender la crisis actual separando por un lado las sucesivas crisis económicas y, por otro, la crisis ecológica y el agotamiento de los recursos, sencillamente no se comprenderá nada. Tampoco se comprende nada si hace responsables a los límites de la naturaleza de las crisis económicas, como por supuesto no se puede entender nada si la globalidad de la crisis capitalista se analiza desde las categorías (burguesas) de la economía.

La crisis actual es una crisis profunda de las categorías básicas en que opera el capitalismo[23]. El valor no es una categoría económica, sino una relación social de productores independientes de mercancías que se relacionan entre sí a través de objetos, una relación que por este hecho tiene un carácter impersonal y automático. Al mismo tiempo, es una relación social que sólo puede operar a través de antagonismos y separaciones, pero también de profundas contradicciones. La primera y la más fundamental es la contradicción entre las exigencias de la valorización y las necesidades humanas, inseparables del ecosistema en que se desarrollan. Esta es la causa de que el comunismo sea un movimiento real que emana espontáneamente del suelo de esta sociedad, porque la lucha contra la negación de nuestras necesidades es la lucha por la restitución de la verdadera naturaleza humana, el ser común, y la recuperación del equilibrio entre el metabolismo natural y el metabolismo social[24]. Cuanto más se profundiza la catástrofe capitalista, más se profundiza también esta contradicción y, con ella, la posibilidad y la necesidad de una revolución proletaria que acabe con la existencia del Estado y las clases sociales. Esta revolución sólo puede ser mundial y no puede reducírsela al pobre localismo de unas comunas autárquicas, porque la esencia del capitalismo es en sí internacional y sólo la construcción de una comunidad humana de semejante calibre puede garantizar el triunfo sobre el valor.

Lo contrario no es más que la vieja costumbre socialdemócrata de hacer pasar los intereses del capital por los de la humanidad y su naturaleza.

 

 

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[1] No es casual que este gesto sea el primer paso de Hobbes para justificar la necesidad del Estado absolutista, como afirma Jorge Herrero en Hobbes: una antropología del miedo

[2] La empresa de servicios financieros Tullet Prebon afirma así en un informe de 2013 sobre el peak oil [pico del petróleo]: «El dinero es sólo el lenguaje, más que la sustancia de la economía real. En última instancia, la economía es ―y siempre ha sido― una ecuación de excedentes de energía, gobernada por las leyes de la termodinámica y no por las del mercado». Esta cita es recogida favorablemente por Antonio Turiel, un reconocido decrecentista próximo a figuras como Yayo Herrero o Carlos Taibo

[3] Una versión cada vez menos sostenible

[4] Son las palabras de Ted Trainer, pero expresan la apuesta constitutiva del decrecentismo

[5] Y útil resulta también el texto de John Bellamy Foster: La ecología de Marx, para rescatar las raíces históricas de este concepto y la emergencia de un pensamiento materialista en el que se encuadra Marx y donde se lucha por romper con la separación conceptual entre lo natural y lo cultural, entre el ser humano y la naturaleza

[6] «La universalidad del hombre aparece en la práctica justamente en la universalidad que hace de la naturaleza toda su cuerpo inorgánico, tanto por ser (1) un medio de subsistencia inmediato, como por ser (2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad vital. La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre; la naturaleza, en cuanto ella misma, no es cuerpo humano. Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir. Que la vida física y espiritual del hombre está ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza», Karl Marx: Manuscritos de 1844, primer manuscrito, «El trabajo enajenado»

[7] La tierra no es para el hacendado más que «una máquina de fundir moneda. La renta ha separado tan perfectamente al terrateniente del suelo, de la naturaleza, que ni siquiera tiene necesidad de conocer sus tierras, como ocurre en Inglaterra. En cuanto al arrendatario, al capitalista industrial y al obrero agrícola, éstos no están más adheridos a la tierra que explotan que el empresario y el obrero de las manufacturas al algodón o a la lana que fabrican; sólo sienten inclinación por el precio de su explotación, por el producto monetario», Karl Marx: Miseria de la filosofía, ed. Júcar, págs. 239-240

[8] Tasa de Retorno Energético, la relación entre la energía bruta que se extrae y la energía necesaria para extraerla

[9] Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes: En la espiral de la energía, vol. 1 y 2, ed. Libros en acción

[10] Sin embargo, el capitalismo nace y se desarrolla durante trescientos años sin combustibles fósiles, y los latifundios de esclavos en el Imperio Romano tenían fundamentalmente una fuente solar y exosomática de energía. Se dará cuenta de estos «desfases» entre la infraestructura y la superestructura como ejemplos de la relativa autonomía de la segunda, sin darle en el fondo una explicación real

[11] En este ejemplo, se muestra con claridad cómo el idealismo subjetivista y objetivista son dos caras de la misma moneda. Si los autores de En la espiral de la energía tienen que recurrir al subjetivismo de Almudena Hernando (La fantasía de la individualidad) para explicar el nacimiento de las sociedades de clase, ésta a su vez explica el paso de la identidad relacional a la individual al modo del objetivismo más pedestre: porque los hombres tendrían más libertad de movimiento, la caza les haría alejarse con más frecuencia de la comunidad y eso favorecería un desarrollo de su propia autoconciencia individual, con el consiguiente desarrollo de su voluntad de dominio

[12] Véase, por ejemplo, los siguientes vídeos financiados por la Junta de Andalucía de Margarita Mediavilla y Luis González Reyes

[13] Al respecto, ver la elocuente carta de despedida del anarquismo Emilio Santiago Muiño: «Viejos planes, nuevas estrategias»

[14] Así lo afirma, por ejemplo, Luis González Reyes en el vídeo citado en la nota 11, en un ejercicio de ignorancia absoluta sobre la crisis del valor

[15] «Yo no pongo en duda que seguramente a final del siglo XXI viviremos en sociedades más rurales y más descentralizadas. Pero que estas sociedades estén organizadas en forma de comunas ecosocialistas libertarias o en forma de un neofeudalismo caciquil esclavista depende de toda una serie de procesos políticos en los que el control del Estado va a ser clave, especialmente en las primeras etapas. Por eso me parece peligrosa esa tendencia en muchos movimientos en transición a dar la espalda al Estado, a hablar desde una perspectiva puramente local de supervivencia comunitaria», Emilio Santiago: op. cit.

[16] Véase la nota 4

[17] Sería, en realidad, caer en el propio fetichismo del capital, que afirma poder autorreproducirse sin mediación alguna del trabajo humano. Es la deriva que toma Jacques Camatte y le hace abandonar la perspectiva revolucionaria

[18] La solución, claro está, no para las necesidades humanas sino para el capital. Así, la tecnología y la ciencia abren permanentemente nichos de mercado para la acumulación capitalista, intentan ahorrar al capitalista el engorro de conflictos sociales, sustituyendo a los trabajadores por máquinas, y son una herramienta esencial en las labores represivas y de vigilancia del Estado

[19] Lo cual no quita que el antifascismo agitara el fantasma del fascismo para atribuírselo a cualquier fracción burguesa de carácter conservador, como ocurrió con la CEDA o con el propio franquismo en España

[20] Por no irnos muy lejos, solo hace falta pensar en las decenas de ojos reventados por la policía francesa durante el movimiento de los chalecos amarillos, o las decenas de muertos en las recientes protestas de Sudán contra el alza de precios del pan

[21] Cf. los 15 artículos escritos por Amadeo Bordiga en la serie Sul filo del tempo de Il programma comunista entre 1953 y 1954 y recopilados en español en el blog Bordiga y la izquierda italiana. En particular, recomendamos el artículo XI: «La mercancía nunca quitará el hambre al hombre»

[22] Cf. Cuadernos de Negación, nº 12: «Crítica de la autogestión»

[23] Respecto al papel de la naturaleza en esta crisis, cf. «La tierra en la crisis del valor»

[24] «El comunismo como superación positiva de la propiedad privada en cuanto autoextrañamiento del hombre, y por ello como apropiación real de la esencia humana por y para el hombre; por ello como retorno del hombre para sí en cuanto hombre social, es decir, humano; retorno pleno, consciente y efectuado dentro de toda la riqueza de la evolución humana hasta el presente. Este comunismo es, como completo naturalismo = humanismo, como completo humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia y sabe que es la solución», Karl Marx: Manuscritos de 1844, tercer manuscrito, «Propiedad privada y comunismo»

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