Por qué no somos feministas
Al igual que el racialismo, el nacionalismo o el sindicalismo, el feminismo es una ideología que convierte la lucha contra la opresión y por la emancipación humana —y en ella, la lucha contra el patriarcado— en un conjunto de reformas, lo que le hace ser un arma poderosa de recuperación, es decir, un arma contrarrevolucionaria.
Esto se produce mediante la fragmentación del proletariado en sujetos contrapuestos —o, en el mejor de los casos, yuxtapuestos— que sólo pueden aspirar a la obtención de reformas que satisfagan sus intereses parciales. De esta forma, la clase como fuerza social que se constituye afirmando el comunismo queda negada, dividida, impotente. De esta forma, el feminismo hace parte de la socialdemocracia como fuerza de negación de nuestra humanidad en favor del capital.
Nos explicamos mejor.
Socialdemocracia y feminismo
Antes de iniciar una crítica al feminismo, aprovechamos este apartado para explicar en qué se diferencia nuestra postura de la posición obrerista de la socialdemocracia (clásica y leninista), la cual por sus preceptos básicos está obligada a concebir la lucha contra el patriarcado como algo secundario frente a la lucha obrera por el poder del Estado, ya sea reduciendo la problemática de la mujer a la de la mujer asalariada —y, por este camino, negándola de facto—, ya concibiéndola como una lucha paralela y autónoma —es decir, ajena.
En efecto, la causa de las múltiples colisiones entre el movimiento feminista y el marxismo, agitado como bandera por la socialdemocracia, poco tienen que ver con el marco en el que se encuentran nuestras reflexiones. Estas colisiones tienen como base la concepción socialdemócrata del capitalismo, de la revolución y de la clase: bajo esta concepción, la lucha contra el patriarcado permanece —se le dé las vueltas que se le dé— como un mero satélite en la lucha principal del movimiento obrero por hacerse con los medios de producción. Frente a esta concepción, la lucha contra el patriarcado encuentra a menudo cobijo en la preservación de las categorías nacidas de la explotación capitalista, como individuo, salario, democracia o Estado, y la defensa de su aplicación igualitaria tanto para mujeres como para hombres y sin distinciones por su “orientación” sexual.
Por resumir: la socialdemocracia entiende que el capitalismo se caracteriza por la extracción de plusvalía a los obreros. Así, concibe el Estado, la tecnología y el valor como instrumentos neutros que, utilizados con inteligencia —propiedad residente en la organización política—, sirven para liberar el trabajo —ontológicamente positivo— de las garras de la burguesía y de unas relaciones jurídicas de propiedad determinadas (propiedad privada de los medios de producción) por las que ésta les robaría la plusvalía a los obreros. De esta manera, la revolución es concebida como el momento insurreccional en el que la correlación de fuerzas es favorable a la clase obrera, la cual enfrentándose a la burguesía y haciéndose con el poder del Estado con un partido como representante, se haría dueña de los medios de producción y repartiría la plusvalía entre todo el mundo.
El problema de la revolución es por tanto, para la socialdemocracia, un problema de gestión: cómo organizar la clase obrera para la toma del Estado y los medios de producción, después cómo gestionar estos y, en el caso de una parte del leninismo, cómo evitar que de ahí se genere una burocracia que desvíe o haga «degenerar» el “Estado revolucionario”.
La clase, bajo esta concepción, es algo preconstituido, sociológico, un sujeto histórico que existe por el mero hecho de ocupar un determinado papel en la producción —especialmente allí donde se genera valor. El proletariado se piensa y reivindica desde el enaltecimiento del trabajo contra (por) el capital y, por tanto, desde la producción del valor: de esta manera, es lógico que durante mucho tiempo se favoreciera como sujeto antagónico a los hombres, a los que en el reparto sexual del trabajo les había tocado la esfera de la producción, frente a las mujeres, ocupadas como estaban en la esfera de la reproducción, al menos hasta que entraron como esclavas asalariadas de legítimo derecho en las fábricas.
En esta lucha entre dos púgiles, la clase obrera y la burguesía, lo fundamental es quién pega más golpes, quién está contra las cuerdas. De ahí que, para el llamado «feminismo de clase», sus dos términos sean una constante y dolorosa contradicción: queriendo atacar el patriarcado, lo cual exige una transformación radical de las relaciones sociales —algo imposible de hacer si no se acaba con el valor, como explicaremos más adelante—, sin embargo hace uso de unas premisas que parten de cosas —en concreto, de una correlación de fuerzas entre cosas— y no de relaciones: el capitalismo consiste en que nos quitan la cosa-plusvalía y la revolución consiste en recuperarla haciéndose con las cosas-medios de producción y asegurar su pertenencia mediante la cosa-Estado, todo ello gracias a la pelea de dos cosas-sujetos preconstituidos (clase obrera-burguesía) en que una de ellas ganaría gracias a la eficiencia de su representante, la cosa-partido (organización formal) a la hora de dirigir el proceso insurreccional.
Esto empuja a que la lucha contra el patriarcado sea ajena a la principal tarea revolucionaria, al menos tal y como la concibe la socialdemocracia. Así, el feminismo más radical cae en un reformismo de la vida cotidiana, donde la transformación de las relaciones sociales es algo que nada tiene que ver con la destrucción del sistema que nos atomiza, que destruye cotidianamente toda posibilidad de comunidad, que subordina toda forma de vida a la producción de valor, sino que tiene que ver más bien con una actitud moral que, de manera voluntarista, nos cambiaría a nosotros y a nuestro círculo cercano a la espera (o ni siquiera) de una lejana revolución. O eso o, si se quiere ser más efectivo, el feminismo más pragmático se volcará en la lucha por el reconocimiento de las mujeres como iguales a los hombres en la sociedad capitalista, es decir, igualdad en tanto que esclavas asalariadas (contra la brecha salarial), funcionarias del capital (techo de cristal en las empresas) o individuos atomizados que asumen como algo natural la esquizofrenia entre el espacio de la reproducción (reparto de tareas domésticas y cuidados) y el de la producción (igualdad en las condiciones laborales). A menudo, sin embargo, se dan ambas cosas, y ambas cosas terminan por destruir toda la búsqueda de radicalidad que se expresaba en la lucha contra cualquier opresión, sea patriarcal o capitalista.[1] En cualquier caso, las divergencias entre las personas que luchan contra el patriarcado y lo que se ha llamado “comunismo” tienen que ver más con una lucha interna a la socialdemocracia y su fuerza contrarrevolucionaria, que con el comunismo como movimiento real.
La única forma de superar este límite y suturar la contradicción entre la lucha contra el patriarcado y la lucha contra el capitalismo es comprender dos cosas: (1) el capitalismo es una relación social abstracta estructurada por la contradicción capital-trabajo, lo que configura —transformándolas a su imagen y semejanza— formas anteriores de opresión; (2) el comunismo es un movimiento real de la clase hacia la comunidad humana mediante la destrucción de esta manera de relacionarse, lo que supone abolir toda forma de división de la especie para constituir un nuevo modo de ser social: la comunidad humana.
El feminismo atrapado en la contradicción capitalista
En el otoño de la Edad Media, en parte a causa de los estragos de la peste negra y en parte por los movimientos de emancipación antifeudales que le seguirían, el tópico literario de la muerte como fuerza igualadora se extiende con enorme velocidad por toda Europa. Más adelante, el siglo XVI y sobre todo el XVII descubrirán que la fuerza igualadora ya no es la muerte, sino el caballero Don Dinero —la generalización de la ley del valor en la Europa del momento—, que destruye todo orden social para subordinarlo a sí mismo y a su proceso de autovalorización.
Esta potencia igualadora, que desorganiza el orden social para adecuarlo mejor a la comunidad del capital, afecta de manera contradictoria pero incisiva a las estructuras de opresión previas, preservándolas al adecuarlas al proceso de valorización. ¿En qué consiste esta igualación? Cuando nace una formación social en que todo lo existente tiende a quedar subsumido por la reproducción ampliada de una abstracción real (el valor), es decir, cuando todo se subordina a una sola lógica, la de producir para después producir más, la naturaleza y los seres humanos, sean estos hombres o mujeres, negros o blancos, homosexuales o heterosexuales, se convierten en herramientas al servicio de este proceso. Así, si en un principio el capitalismo rompe, mediante el trabajo asalariado, la unidad de la vida en producción y reproducción y reparte sexualmente ambos ámbitos, encerrando a la mujer en el espacio reproductivo y reforzando los atributos del binomio hombre-mujer como razón-afecto, mente-cuerpo o público-privado, más tarde, ya en el siglo XIX y sobre todo a comienzos del siglo XX, cuando la larga guerra mundial haga de los hombres instrumentos de matar y no quede más remedio que usar a las mujeres como fuerza de trabajo de manera generalizada, asistiremos al proceso de reivindicación económica y política de una igualdad entre ambos sexos, puesto que ya estaba consumándose su igualdad en tanto que instrumentos de generación de valor.
Explica Marx en El capital que, por su propia lógica, el capitalismo tiende a borrar los impedimentos físicos y biológicos a su reproducción. Sin embargo, como muestra el colapso ecológico que vivimos hoy, estos no desaparecen, sino que entran en contradicción continuamente con el proceso de valorización. De la misma manera, la tendencia a la igualación bajo el rasero de la fuerza de trabajo —el proletariado— instala las bases para que las reivindicaciones feministas adquieran lugar en la sociedad capitalista y, al mismo tiempo, el hecho biológico del parto y la lactancia, así como la necesidad social de unos mínimos para la reproducción de la vida que el valor no consigue subsumir[2], supone la constante renovación de la opresión patriarcal hacia las mujeres.
De esta forma se puede dar cuenta del momento actual, donde puede afirmarse que nos aproximamos a un patrón monogénero, en la medida en que por el dominio (casi) absoluto de la mercancía, la condición de proletario tiende a prevalecer sobre la diferencia entre hombres y mujeres, generando cambios en las representaciones y prácticas atribuidas tradicionalmente a ambos sexos[3]. Junto a esta tendencia, nos encontramos sin embargo con el fenómeno de una cadena internacional de cuidados por la cual, mientras las mujeres en Occidente se niegan como clase afirmándose como asalariadas “libres” —en el sentido en que lo describe Marx—, al mismo tiempo las funciones reproductivas que se le habían atribuido o bien las cumplen mujeres migrantes u otras proletarias de extracciones sociales más bajas en la forma de trabajo asalariado (mujeres de la limpieza, enfermeras, auxiliares geriátricas, internas domésticas, vientres de alquiler, etc.), o bien —puesto que en los cuidados no todo es posible someterlo al trabajo asalariado, y el valor no puede absorber por completo las tareas de reproducción, como querrían algunas feministas— sufren la esquizofrenia de la doble jornada, proletarias y cuidadoras al tiempo, fuerza de trabajo por la capacidad igualadora del valor y mujeres por el hecho biológico de su capacidad para generar vida, es decir, mano de obra.
En la contradicción que hemos descrito aquí queda encerrado el feminismo. Si no va más allá de sí, no sólo está condenado a reivindicar la igualdad de explotación entre hombres y mujeres por el capital, sino también, con toda probabilidad, a reivindicar la explotación de unas mujeres por otras para que la reproducción de la sociedad pueda ser finalmente cumplida en un patriarcado que no termina de morir. Por supuesto, pensarla como una lucha separada y autónoma que vaya junto a la lucha contra el capitalismo, como quiere el feminismo de clase, acaba abocándolo a volver a sí, a encerrarse en sí mismo, a ser siempre una coletilla en una concepción de la revolución que a su vez, carente de la integración de la lucha contra el patriarcado, no será jamás una revolución comunista.
El feminismo como ideología
En este punto de la reflexión, se hace preciso volver a señalar que la lucha contra el patriarcado no puede reducirse a su expresión (recuperadora, socialdemócrata) en la ideología feminista. La diferencia entre una lucha inmediata y una lucha parcial consiste a efectos prácticos precisamente en eso, en su capacidad —y su vocación— de ser recuperada.
La lucha inmediata no se presenta explícitamente como una negación total del sistema, pero parte de una totalidad indivisible: la de nuestra humanidad, la necesidad total de reivindicarnos como seres humanos contra un sistema que consiste en nuestra deshumanización cotidiana, es decir, la negación íntima de todo el sistema al afirmarnos contra sus efectos. Así, la lucha contra el capital nace de la resistencia a ser convertidos en instrumentos que producen valor para seguir produciéndolo a escala ampliada. La lucha contra el patriarcado y sus estructuras básicas (la familia, la maternidad y el amor romántico) nace de la resistencia a ser instrumentos que producen cuidados y afectos para ser acumulados por un otro frágil —ya sea novio o novia, hijo o hija, abuela o abuelo— y desgarrado por el aislamiento al que nos reduce esta sociedad. Estas dos resistencias parten de una sola cosa: la defensa de nuestra humanidad. En la medida en que se generalizan y se hacen colectivas gracias a una dinámica de autoactividad, las luchas inmediatas van sacando a la superficie, haciendo explícita la identidad de los intereses inmediatos con los intereses históricos.
Otra cosa ocurre cuando la lucha no consigue generalizarse ni se apuesta con determinación por ello. En esto se emplea a fondo la ideología feminista, mediante un discurso y unas prácticas que apuestan por la separación de intereses inmediatos e intereses históricos en las mujeres. Al comprender el problema de la mujer como algo separado, la fragmenta y establece que su ser mujer es algo distinto, y como tal debe tratarse, a su ser proletario: no hay base común, no hay lucha común —si acaso conjunta—, no hay objetivo común. Como lucha parcial, afirma la necesidad de pensar y actuar en torno a uno de los motivos de nuestra alienación como algo distinto, autónomo a los demás. No se trata de un mero proceder del pensamiento analítico, sino de una forma de reflexionar y actuar que tiene como medio y fin convertir la lucha total por conservar nuestra humanidad en luchas parciales, cada una con orientaciones y objetivos distintos. Cuando las luchas inmediatas contra el patriarcado se expresan en la ideología feminista y no consiguen ir más allá de ella, cuando encuentran su límite en la defensa de la igualdad de explotación entre hombres y mujeres, entonces podemos decir que han pasado a ser luchas parciales, recuperadas, reducidas, es decir, que el movimiento de recuperación de la socialdemocracia se ha dado por cumplido, vaciando todo repunte de autoactividad de la clase para convertirlo en demandas concretas y asumibles por el capital. Por ello el feminismo, como apuntábamos al principio, hace parte de la socialdemocracia como fuerza contrarrevolucionaria.
Por otro lado, el carácter parcial del feminismo le impide comprender la raíz de la opresión patriarcal en el sistema capitalista. El surgimiento del trabajo asalariado y, con él, del capital como valor autonomizado, supone la escisión en la actividad humana entre actividades productivas y reproductivas. El sistema patriarcal puso las bases para que se recompusiera la división sexual del trabajo en el capitalismo incipiente, encerrando a la mujer en el ámbito reproductivo, en el espacio privado, mientras arrojaba al hombre libre —de toda atadura y de todo medio de subsistencia— al espacio público de la producción de valor.
Comprendiendo las consecuencias nefastas de esta separación, la segunda oleada feminista en los años 60 quiso mezclar —de manera voluntarista— el espacio público y el espacio privado: «lo personal es político». Sin embargo, al no comprender sus causas, quiso mezclarlos partiendo de su separación, no negándola, puesto que para hacerlo tendría que haber salido de sí mismo —haber roto con el feminismo como ideología parcial— para luchar contra el trabajo asalariado y el valor en sus diversas expresiones. Muy al contrario, encontramos que sólo se ha conseguido politizar lo personal en el peor sentido de la palabra, es decir, estableciendo como solución a la opresión patriarcal la introducción de la lógica del valor en el ámbito afectivo, que naturalmente domina el espacio público. Precisamente será a partir de estos años cuando los sentimientos y las relaciones afectivas comiencen a ser pensadas en términos de rentabilidad y emerjan discursos que intenten involucrar realmente lo que antes se consideraba “femenino”, la expresión y reflexión sobre los afectos, en el ámbito político y económico: generalización de la autoayuda como ideología del empresario (emocional) de sí mismo, popularización del psicoanálisis, predominio de la psicología en los departamentos de recursos humanos y la consiguiente gestión psicológica en el ámbito empresarial, etc.[4] Con el mismo espíritu, feministas como Federici, que comprendieron de qué manera el capitalismo había supuesto, mediante los cercamientos de los recursos comunes, la generación de una esfera económica separada de la vida, expulsando de ella a la mujer y encerrándola en casa, sin embargo se limitaron a apostar por una salarización de los cuidados para la entrada definitiva del trabajo reproductivo en la vida pública[5]. En definitiva: la separación entre producción y reproducción se veía reproducida —valga la redundancia— por vía del feminismo.
En esto, en realidad, la primera oleada feminista —siglo XIX y principios del XX— y la segunda no se distinguen tanto. No poner en cuestión la división entre la producción y la reproducción hizo que, mientras la primera centraba sus esfuerzos en que la entrada de la mujer en la producción fuera reconocida en pie de igualdad con el hombre, la segunda viera las limitaciones de esto e hiciera el intento de introducir directamente el espacio de la reproducción en el de la producción —salarización de los cuidados, politización de la vida privada (bajo la lógica del valor que configura la política), etc.— o, al menos, reivindicar la igual importancia de ambos ámbitos sin poner jamás en cuestión su escisión.
Por otro lado, no es la única separación de la que parte el feminismo ni, por tanto, será la única ocasión en que lo veamos reproducir las categorías del capital. Tomemos como ejemplo la lucha del feminismo contra la familia. Ciertamente, la familia —y la concepción romántica del amor y de la maternidad que la funda— es la estructura básica de la opresión patriarcal. Sin embargo, el feminismo no encuentra otra solución a esto que la reivindicación del individuo-mujer —de ahí, entre otras cosas, su profundo voluntarismo— y a lo sumo, su posterior alianza con otras mujeres bajo el paraguas de un nombre abstracto, la sororidad, con la misma significación abstracta y burguesa que la de fraternidad a partir de la Revolución francesa. Esto no es casual: la única comunidad emancipatoria a la que podemos aspirar es la comunidad humana real, indivisible. La comunidad de las mujeres contra el patriarcado o bien es efímera y precaria, en la medida en que quede limitada a ser una lucha parcial y por tanto solo de mujeres, o bien es directamente ficticia, como mera reivindicación identitaria.
Además de la división del proletariado y la generación de falsas comunidades[6], el identitarismo de la ideología feminista obvia cosas fundamentales, como que el patriarcado se reproduce en otras relaciones que la de los hombres con las mujeres. Así, por ejemplo, veremos reproducirse contenidos machistas en relaciones afectivo-sexuales entre personas del mismo sexo, al mismo tiempo que no es necesario que se produzca la opresión patriarcal de hombres a mujeres, sino que basta con que lo haga desde las personas cuidadas hacia la cuidadora: ¿no es acaso patriarcal la asimetría de cuidados entre hijos o hijas y madres, o entre hijas y sus padres o madres? Hoy en día, con los cambios en la estructura familiar, no puede afirmarse que la familia sea menos patriarcal por ser monoparental, por dar un ejemplo. Al mismo tiempo, este identitarismo nos ciega a la hora de intentar pensar cómo el avance del capital en la subsunción de nuestras vidas, con la consiguiente atomización, puede producir mayores violencias dentro de las relaciones amorosas —sean heterosexuales u homosexuales—, dado que aumenta nuestra dependencia y, por tanto, nuestro temor a la pérdida de relaciones íntimas que proporcionen algo de seguridad en un mundo cada vez más volátil, cada vez más hostil.
Por medio de la escisión de la clase entre mujeres y hombres y, en las propias mujeres, entre proletarias y oprimidas por el patriarcado, el feminismo disuelve la potencia unificadora de la clase, entendiendo esta última como una fuerza programática —el comunismo— que se constituye en la lucha hacia la comunidad humana. La división, la fragmentación del proletariado, aboca a una defensa de la identidad frente a la clase. Sin embargo, como acabamos de explicar, dicha identidad no puede ser sino una comunidad ficticia, como la nación o la raza, que se articula para adquirir cierta base objetiva mediante la comunidad del capital y sus categorías: individuo, salario, Estado, democracia.
En efecto, identitarismo y democracia hacen parte de la genética de la ideología feminista. Su carácter democrático se ve con claridad en que, limitado como está a ser una lucha parcial, no puede sino reivindicar la igualdad entre hombres y mujeres en tanto que esclavos asalariados y su reverso, en tanto que ciudadanos. Se trata de la defensa de la igualdad en la desigualdad, de la misma mistificación democrática que ha tenido una enorme fuerza de recuperación a lo largo de la historia y que sigue ocultando el trasfondo de nuestra opresión: la subordinación de todo y de todos a las exigencias de la producción, por muy democráticamente gestionada que se encuentre.
La revolución comunista
La revolución comunista es otra cosa. No es un problema de gestión. No consiste en el fin de la plusvalía mediante el uso (neutral) del valor y la tecnología. No se trata de un combate entre púgiles, definidos por su categoría socioeconómica —por la categoría que les da el capital. La revolución comunista es un cambio radical en la manera de relacionarnos socialmente, un cambio radical en nuestro modo social e “individual”[7] de ser por medio de una clase que se autoconstituye como tal mediante la negación de esta sociedad, mediante su negación como clase y a favor de la humanidad. En este proceso, lo que se vive es la destrucción de las categorías abstractas del capital —el valor y sus manifestaciones, como el dinero, el Estado, la nación, la mercancía y el trabajo asalariado— mediante la puesta en práctica de lo que un compañero[8] llama, recuperando el término del joven Marx, la Gemeinwesen, la comunidad humana, el modo de ser en que la individualidad no viene negada por lo colectivo, sino que hace parte activa de él, donde la persona es un elemento constituyente y constituido al tiempo por una forma de ser en común en que se superan todas las divisiones, en que se recupera la comunidad originaria que dio lugar a nuestra especie en la historia. Aquí encuentra su lugar la lucha contra el patriarcado.
¿Cómo entendemos entonces la lucha comunista, el movimiento hacia la comunidad humana? Porque sabemos que el capitalismo es una forma aberrante de relación social —abstracta, ciega, pero social al fin y al cabo—, entendemos que el combate definitivo contra ella y los que la encarnan requiere de una transformación radical de las relaciones sociales en el momento en que, produciéndose una generalización de las luchas inmediatas, clarificándose la inseparabilidad entre intereses inmediatos e históricos, los sin reserva llevan a cabo su propia emancipación. Esta transformación ha de terminar, de manera inmediata en el proceso insurreccional —sin márgenes, sin dar pábulo al etapismo, aun comprendiendo que la revolución se trata de un proceso que dura generaciones, pero que no debe detenerse nunca—, con toda forma de división de la clase, de la comunidad humana, se llame esta división género, Estado, nación o etnia. En este proceso los grupos humanos que por sus especificidades biológicas o culturales han sufrido la dominación estructural de las sociedades de clases, han de tomar un papel activo: su participación no carecerá de conflicto, no será siempre armónica con la deriva del proceso revolucionario, pero al fin y al cabo, sólo mediante el conflicto avanza la revolución. Su misma participación directa, sin mediaciones, en el proceso revolucionario tiene como base y al mismo permite la posibilidad de la lucha contra el reinado del valor sobre la especie humana. Sólo una acción de este tipo, sin mediaciones, puede terminar con este mundo y su deshumanización cotidiana.
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[1] A quien afirme que no se encuentra en ninguno de los dos casos, sino que su defensa de ambas prácticas del feminismo (reformismo de la vida cotidiana y reformismo económico y político) se justifica por el empleo de «medidas de transición» (¿transición a qué?) para poder movilizar y, por tanto, radicalizar a las mujeres en vistas a su inclusión en el sujeto histórico-clase obrera, le remitimos a un futuro artículo que escribiremos sobre el activismo y a algunos otros ya existentes donde se toca de una u otra manera la cuestión: por ejemplo, Podemos: algunas notas sobre el significante flotante en el posmoestalinismo o Porque fueron (subversivas) somos: el pasado de nuestro ser
[2] Cf. Roswitha Scholz: El patriarcado productor de mercancías. Tesis sobre el capitalismo y las relaciones de género
[3] Esta tendencia —junto a otros factores, claro está, entre los que destaca la derrota de la oleada de luchas del 68-77 y el consiguiente abandono por parte de muchos revolucionarios de la teoría del proletariado— está seguramente detrás del auge que tiene actualmente la teoría queer, que apuesta por la eliminación voluntarista de las diferencias de género. Para esto, defiende que el género —y en el caso más extremo, como en Beatriz Preciado, el propio sexo, es decir, su sustento biológico— debe ser distorsionado obviando la naturaleza y confiándose a la tecnología —sin ser consciente, quizá, de que eso significa abandonarse al capital— si fuera necesario
[4] Cf. Eva Illouz: Intimidades congeladas
[5] Esta línea permite defender hoy cosas tan reaccionarias como la prostitución voluntaria como un mecanismo de emancipación de la mujer. No es que seamos abolicionistas en el sentido democrático-burgués: no nos oponemos a la legalización de la prostitución, como no lo hacemos a dotar de permiso de residencia a los sin papeles ni lo haríamos a comienzos del movimiento obrero, cuando se defendió la legalización de los sindicatos y partidos a través del derecho de reunión facilitando así su integración en la comunidad (democrática) del capital. Sencillamente, nos parece una aberración reivindicarlo como parte del programa comunista. Quien quiere acabar con la prostitución universal de la vida que es el trabajo asalariado, claramente no defenderá la compraventa de los coños (ni de los culos). Sin embargo, bajo el argumento de la libertad individual, del empoderamiento (individual) frente al conservadurismo sexual, una parte del feminismo sí lo hace. La parte que no, se limita a poner una línea roja absurda: sí a la compraventa de nuestros brazos, nuestra inteligencia, nuestra creatividad o nuestros afectos, pero no a la compraventa de nuestros genitales, ¡eso nunca!
[6] Un ejemplo claro de esto es el llamamiento al Paro Internacional de la Mujer el 8 de marzo de 2017 —momento en el que se escribe este texto—, el cual, si fuera más allá del llamamiento activista y desmovilizador de los sindicatos y algunos grupos activistas, tendría unos efectos muy negativos para nuestra clase por la superposición de una comunidad identitaria restringida frente a la potencia universalizadora de la clase. Siendo sólo una cuestión activista, tiene sólo el contenido contrarrevolucionario del activismo
[7] Utilizamos el término individual por entendernos. En realidad, la categoría de individuo es una abstracción concreta, que diría Marx, una construcción social que es muy real porque nos afecta cotidianamente, pero que no es transhistórica, sino que será abolida con la revolución comunista. Sin embargo, la abolición del individuo como categoría separada de los otros —categoría que, insistimos, se constituyó como tal con el nacimiento del capitalismo y morirá con él— no supone la supremacía de lo colectivo —comunidad abstracta y, por tanto, alienante— sobre la especificidad de la persona, sino una negación de la separación histórica y nefasta entre el modo de ser humano en su individualidad y en su sociabilidad, es decir, separación que niega la unidad de la especie
[8] Jacques Camatte, del que hemos traducido varios textos en esta página