Raza, racismo, racialización: una perspectiva comunista
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No es lo mismo ser proletario o mujer en Ruanda que en Suecia. Tampoco es igual en un mismo país ser un proletario o una mujer de raza blanca que no serlo. Por tanto, es evidente que el sistema en el que vivimos se organiza racialmente, que las opresiones económicas o patriarcales solo pueden pensarse en función de la categoría de raza y que la lucha contra ellas debe partir en primer orden del color de la piel o del lugar de origen, según el caso. A fin de cuentas, las mujeres y el proletariado occidentales se benefician de la explotación de los racializados de todo el mundo: ¿no compran los europeos la comida más barata gracias a la explotación de los jornaleros y las jornaleras magrebíes? ¿No hay por tanto un interés común, un privilegio común a los blancos sean de la clase que sean contra los racializados, sean de la clase que sean? ¿No son el blanco al racializado y Occidente al resto de naciones lo que el burgués al proletario, pero con mayor entidad, puesto que el primer antagonismo tiene carácter mundial mientras que el segundo se da solo en el plano nacional? La raza —es decir, la nación— tiene primacía sobre la clase. Dado que el proletariado mundial está dividido racialmente e incluso tiene intereses contrapuestos, es necesario concluir que no hay nada material que le empuje a luchar por lo mismo. La revolución mundial es una quimera idealista, sin suelo bajo los pies, o peor aún: el señuelo de una teoría que en sus pretensiones de universalidad solo oculta un interés particular, el de la dominación colonial del pueblo blanco sobre el resto.
Si la primera afirmación es una evidencia que parte de la realidad, el hilo de razonamientos nos lleva a una conclusión falsa y profundamente reaccionaria. El objetivo de este texto consiste en explicar por qué.
Por desgracia, este hilo se recorre a menudo en los medios radicales. Hace tiempo que cuando se habla de racismo ya no se discute sobre cómo el proletariado puede luchar contra las separaciones que este sistema genera en su seno, sino sobre cómo el proletariado occidental debe deconstruirse y renunciar a su privilegio blanco, esto es, a sus intereses materiales, que mantienen la explotación del resto del planeta. Y al hablar así sobre el racismo, se sea consciente o no, se está bebiendo del fango de la contrarrevolución.
Qué hay detrás del privilegio blanco
Como explicamos en ¿Interseccionando el capitalismo?, la posmodernidad «piensa la contrarrevolución desde las categorías de la contrarrevolución», es decir, reacciona a la ideología estalinista partiendo de sus mismas categorías. Esto es tanto o más aplicable a su variante poscolonial[1] y a su antecesora, la corriente de la dependencia. Ambas reaccionan a la visión etapista del estalinismo, que caracteriza como feudal toda la periferia capitalista y plantea la necesidad de una revolución burguesa en cada territorio antes de establecer siquiera la posibilidad de una lucha autónoma del proletariado. Pero reaccionan desde los mismos fundamentos de la liberación nacional y la lucha antiimperialista, que hacen pasar los intereses de la burguesía regional por los del proletariado y lo preparan así para su uso como carne de cañón. Este planteamiento, más fundado en los propios intereses imperialistas de la URSS y la China capitalistas que en un inocente error teórico, se estrenó en 1927 con la masacre del proletario chino a manos del Kuomintang, el partido nacionalista de Chiang Kai-shek, con la connivencia criminal de Stalin. Mao no será sino el ilustre continuador de esta contrarrevolución a lo largo de las siguientes décadas.
Claro que no es exactamente la masacre material del proletariado a manos del estalinismo y del maoísmo lo que molesta a los poscoloniales, sino la aplicación epistemológica de un modelo lineal de la historia por el cual deben seguirse los pasos de Europa para llegar a un verdadero desarrollo. De hecho, Dipesh Chakrabarty saludará el maoísmo, construido sobre la sangre del proletariado y del campesinado chinos para ese mismo desarrollo capitalista, como una forma práctica de orientalizar el marxismo[2], aunque con defectos teóricos que él se propone resolver. No es casual por ello mismo que los poscoloniales indios no hablen de clase sino de subalternidad. Tampoco es por azar que su proyecto sea el de reivindicar el papel de los “subalternos” no en la lucha por la transformación radical de esta sociedad, sino en la constitución de una soberanía nacional-popular para el Estado indio: una actitud no tan diferente a los decoloniales latinoamericanos frente al llamado “socialismo del siglo XXI” con Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa, algunos de ellos con responsabilidades de gobierno como en el caso de Álvaro García Linera. Todos ellos critican las vulgaridades más evidentes del estalinismo para actualizar uno de sus atributos fundamentales: la primacía teórica y práctica de la nación —y por tanto, del capitalismo nacional— con respecto a la clase.
Esta primacía es lo que está detrás de la idea de privilegio blanco. Lo explicará con claridad una de las figuras de la corriente de la dependencia, Arghiri Emmanuel, en un texto con el título elocuente de El proletariado de los países privilegiados participa en la explotación del tercer mundo: en primer lugar está la transferencia de recursos de la periferia hacia el centro capitalista y, ya después, su reparto. La lucha de clases en los países occidentales no será, por tanto, nada más que «un ajuste de cuentas entre asociados alrededor del botín común». Aunque lo explícito de su planteamiento incomodó a muchos dependentistas y, de hecho, fue contestado, Emmanuel sólo estaba llevando a la superficie los presupuestos en que se basaba el conjunto de la corriente: que la explotación entre naciones era previa, lógica e históricamente, a la explotación entre clases y que, en consecuencia, la clase dominada de las naciones ricas recibía su parte del pastel en el expolio de la periferia. El privilegio blanco —como se diría hoy— acomunaba a proletariado y burguesía contra las naciones oprimidas en su conjunto.
Es sobre esta idea de explotación entre naciones que Immanuel Wallerstein construye su teoría del sistema-mundo, que tanta influencia sigue teniendo hoy en los decoloniales. A fin de cuentas, Aníbal Quijano trabajará estrechamente con él después de estar varios años en la CEPAL —la cuna de la corriente dependentista en Latinoamérica— y fundará a continuación el grupo Modernidad/Colonialidad en el que se reúnen los principales teóricos decoloniales como Enrique Dussel, Walter Mignolo, María Lugones o Ramón Grosfoguel. Para terminar de dibujar la línea de continuidad, la racializadora Houria Bouteldja, la misma que aplaude a Ahmadineyad por decir que en Irán no hay homosexuales[3], ha sido editada en castellano por Ramón Grosfoguel con un prólogo elogioso. En una presentación de este libro, el propio Enrique Dussel saludó la afirmación de Ahmadineyad como un ejercicio dialéctico que los occidentales no pueden entender, porque «les cuesta captar la sutileza de un pensamiento distinto»[4] —no hará falta recordar que en Irán la homosexualidad se castiga con la pena de muerte. La indiferencia de los poscoloniales hacia el carácter reaccionario y criminal del régimen de los Ayatollahs, construido sobre el aplastamiento de la revolución iraní de 1979, es fácil de explicar por la superposición de la raza —la nación— al resto de fracturas sociales: para quien plantea el problema desde el conflicto de nación contra nación, es perfectamente natural cerrar filas por una frente a la otra, caiga quien caiga.
Unas décadas antes, la corriente de la dependencia reaccionaba al discurso de los partidos “comunistas” por su flagrante subordinación a la burguesía regional. La manera en que el estalinismo lo justificaba era la necesidad de una revolución burguesa antes de plantear ningún objetivo propio para el proletariado y, a partir de ello, la necesidad de apoyar el desarrollismo económico que propugnaba la burguesía autóctona. Tanto el desarrollismo como la necesidad de la revolución burguesa partían de una idea por la cual los países de la periferia se encuentran atrasados históricamente respecto a los países centrales y, en consecuencia, solo tendrían que seguir los pasos de Occidente para favorecer una independencia política y económica. Este planteamiento, que es funcional a la teoría del socialismo en un solo país y convierte la diferencia geográfica en un desfase temporal, haciendo de Occidente el futuro de un camino lineal que aún tienen que recorrer los países en vías de desarrollo o, por plantearlo en sus términos, haciendo del “socialismo” de Rusia la fase última de las “democracias populares” del tercer mundo, era la base programática de los movimientos de liberación nacional en los procesos de descolonización.
Pero el fracaso de estos movimientos en conseguir una acumulación capitalista independiente de las grandes potencias empujó a autores como Arghiri Emmanuel, André Gunder Frank, Samir Amin o Ruy Mauro Marini a romper con la teoría desarrollista y plantear que hay una sincronía histórica entre el centro y la periferia capitalistas, según la cual, precisamente porque Occidente se desarrolló a costa del resto de territorios, éstos se fueron subdesarrollando. El subdesarrollo, por tanto, no era un atraso histórico sino el producto necesario y contemporáneo del desarrollo de Occidente. El colofón de esta teoría era que no tenía sentido una adhesión completa a la burguesía regional, como lo habían hecho los movimientos de liberación nacional, puesto que al no tener un desarrollo autónomo ésta no podía ser una burguesía en el pleno sentido del término —vigorosa, con intereses propios, con un proyecto auténtico de soberanía nacional— sino en todo caso, como diría Frank, una lumpenburguesía que se encontraba endémicamente subordinada a las grandes potencias capitalistas.
Pero esta crítica no era una crítica al desarrollo capitalista como tal, ni tampoco a la existencia de clases sociales. Al apartar a la clase sociológica de la burguesía como factor de desarrollo, la preocupación fundamental de los dependentistas se desplazó a la búsqueda de un proyecto de soberanía nacional donde el pueblo, encarnado en el Estado, pudiera constituirse en ese factor de acumulación capitalista que permitiera finalmente la independencia nacional de los países periféricos respecto a las grandes potencias capitalistas. Este proyecto, por otro lado, correspondía muy bien a una fase de gran socialización del sistema tras la Segunda Guerra Mundial, una fase de impersonalización del capital y de Estados a cargo de la producción, como explicó Bordiga en Propiedad y capital y como Marx ya había previsto al hablar de los capitalistas como meros funcionarios de la acumulación de valor. Es por eso que para los dependentistas, la impugnación de la burguesía autóctona no implicaba una defensa intransigente de la independencia de clase y de su lucha frontal contra el capitalismo nacional e internacional, sino un reproche por no ser una verdadera burguesía, por no generar una verdadera acumulación capitalista: algo natural en un enfoque antiimperialista que presupone que los intereses nacionales del pueblo están por encima de los intereses internacionales de la clase, sustituyéndolos en última instancia por los de su burguesía nacional. Así, se enfrentaba a la defensa estalinista del desarrollo capitalista nacional una búsqueda anhelante de alternativas para el desarrollo del capitalismo nacional: la nación era el punto de partida y de llegada de ambas ideologías y en todo esto la clase, en el mejor de los casos, era un factor de segundo orden.
El capitalismo no es un juego de suma cero
Si bien tuvo su continuación —con argumentos cada vez más frágiles— en el movimiento antiglobalización contra la deuda externa, la teoría del subdesarrollo estructural de la periferia cayó por su propio peso en las décadas siguientes. A partir de los años 80, antiguas colonias y semicolonias como Brasil, India, los países del sudeste asiático y más tarde China empezaron a ganar peso tanto en el mercado mundial como a nivel geopolítico, y llegado un punto fue innegable que tenían una acumulación de capital propia y en plena expansión. Baste decir, a modo de ejemplo, que actualmente Corea del Sur está considerada la primera potencia en desarrollo tecnológico mundial, especialmente en los sectores de la robótica, la biotecnología y la automoción, que Brasil está en disposición de ofrecerse como acreedor a su antigua metrópoli depauperada y que los capitales indios son la segunda fuente de inversiones extranjeras en Reino Unido, solo después de los estadounidenses. Esto contradice no solo la necesidad de una revolución burguesa —tal y como la entiende el estalinismo— para el pleno desarrollo capitalista de estos países, sino también la idea de que la organización mundial del capitalismo consiste en un juego de suma cero por el cual el desarrollo de unos países conlleva el subdesarrollo de otros.
En El intercambio desigual, Arghiri Emmanuel reflexionaba sobre el papel del colonialismo en el subdesarrollo de la periferia. Si bien es innegable que la expansión colonial de las potencias europeas introdujo las relaciones de producción capitalistas en las colonias sesgándolas hacia la producción de materias primas e inhibiendo —inicialmente— la producción manufacturera e industrial, sin embargo ya a principios de los 60 había datos inquietantes que impedían afirmar que el crecimiento capitalista de Europa se debiera principalmente al dominio político y militar sobre los recursos de las colonias, que se verían estructuralmente subdesarrolladas por este motivo. El mismo Emmanuel apuntaba que había países ricos sin colonias (Noruega, Suecia) y pobres con ellas (Portugal); además, el proceso de descolonización no parecía haber supuesto grandes pérdidas económicas a sus metrópolis, como en el caso de Bélgica y el Congo. Así pues, era necesario explicar el subdesarrollo de estas regiones no a través de los mecanismos extraeconómicos de la dominación colonial, sino mediante mecanismos internos a la economía. Su teoría del intercambio desigual se proponía dar cuenta de estos mecanismos.
No solo Emmanuel, sino el conjunto de los dependentistas partieron de la premisa de que la plusvalía producida por el proletariado de la periferia era transferida mediante el comercio internacional hacia los capitalistas del centro. La explicación se iniciaba desde un lugar común en la izquierda, originado en Hilferding, defendido por Lenin y después retomado y deformado por Sweezy y Baran: que el avance del capitalismo implicaba la formación de monopolios que, por su posición de poder, podían imponer precios por encima del valor de las mercancías —“saltándose” la ley del valor— y generar así una pauperización general de la sociedad. Pero una sociedad así no sería capaz de seguir comprando las mercancías que el capital monopolista arroja al mercado, por lo que acabaría por asfixiar al propio sistema, si no se le ponía remedio. El remedio, afirmaron los dependentistas, era el intercambio desigual.
Según esto, los países del centro capitalista explotan a la periferia mediante mecanismos como las inversiones extranjeras directas, el control de los canales de comercialización, las regalías de la maquinaria industrial o los intereses de los créditos, provocando así una transferencia de recursos que empuja a la burguesía periférica, en su esfuerzo por mantener la plusvalía que le roba la burguesía del centro, a la superexplotación del proletariado, es decir, al pago de salarios por debajo del valor de su fuerza de trabajo. Por este motivo el proletariado de la periferia no puede alimentar un mercado interno dinámico que sirva de aliciente para la inversión productiva de los capitales autóctonos en el país: de ahí el subdesarrollo del conjunto de la nación. Por otro lado, siempre según los dependentistas, el proletariado de los países centrales tampoco recibe el valor de su fuerza de trabajo, sino un valor superior que araña, mediante la lucha de clases, de los beneficios extra succionados por su burguesía a las naciones periféricas. Ésta puede permitirse arrojar algunas migajas más y comprar la paz social porque la verdadera fuente de ganancias no está en la explotación de su proletariado, sino en la transferencia de valor desde la periferia. La explotación entre naciones prima sobre la explotación entre clases y los diferentes proletariados nacionales comparten más intereses con sus respectivas burguesías que entre sí. No se puede afirmar que haya una clase mundial y mucho menos, por tanto, que sea posible una revolución mundial.
Pero no existe tal cosa como la explotación entre naciones. La nación es un espacio de acumulación de valor, no un agente económico, y la burguesía nacional solo es una forma —quizás torpe— de llamar a una fracción de la burguesía internacional en su competencia permanente por acumular más capital. Las relaciones de explotación sólo pueden darse entre clases y, en un modo de producción de naturaleza mundial, esas clases son mundiales.
Para entender esto, debemos acudir a la crítica de la economía política que realiza Marx. En primer lugar, el valor es una relación social, no una cosa: el valor es la cantidad de trabajo socialmente necesario para producir una mercancía y, por tanto, no es pensable desde su producción individual fábrica a fábrica, país a país, sino desde la confrontación de las mercancías en el mercado, que implica la comparación entre productores y tiempos de producción. Dado que el valor se conforma a nivel social y no se puede pensar como una cosa individualmente producida por un capital o un haz nacional de capitales, no se puede hablar de transferencia de valor de unas naciones a otras. De hecho, la idea de transferencia de valor es deudora de un tipo de crítica al capitalismo que ve el problema en la distribución de recursos, no en la manera en que esos recursos se producen, a través de la mercancía, el trabajo asalariado y el Estado. Bien al contrario, el plusvalor se forma en el mercado internacional cuando se confrontan las múltiples mercancías producidas por la explotación del proletariado de todos los países y, solo después, se produce el reparto de este plusvalor entre las distintas fracciones de la burguesía mundial mediante la nivelación de la tasa de ganancia. Al formarse los precios de producción, las ganancias se reparten entre todos los capitalistas proporcionalmente a su inversión, como si fueran «meros accionistas de una sociedad por acciones»[5]. No hay robo o transferencia de recursos entre unas fracciones de la burguesía y otras —al menos, no como algo inherente al sistema—, sino el justo reparto del botín tras explotar al proletariado como clase mundial, conforme a las leyes de la competencia capitalista y al intercambio de equivalentes. Es por eso que «los capitalistas, por mucho que en su competencia mutua se revelen como falsos hermanos, constituyen no obstante una verdadera cofradía francmasónica frente a la totalidad de la clase obrera»[6].
Tampoco las diferencias en las condiciones de vida del proletariado entre un país y otro se debe a un juego de suma cero. Aunque nadie niega que es mejor ser proletario en Suecia que en Ruanda —el capitalismo es un sistema desigual y jerárquico—, ello no quiere decir que el proletario de Suecia viva mejor porque el de Ruanda vive peor ni que, por tanto, haya un antagonismo entre sus intereses. Esto puede verse en las diferencias salariales entre los países. Por un lado, como explica Marx en el capítulo sobre la «Diversidad nacional de los salarios»[7], estas se deben a la diferencia de productividad e intensidad del trabajo gracias al desarrollo de las fuerzas productivas en esos países —es decir, al desarrollo tecnológico de su producción. Pero un mayor salario viene acompañado a menudo de una mayor tasa de explotación, porque cuando aumenta la productividad del trabajo aumenta automáticamente la tasa de plusvalor (plusvalía relativa) y, por tanto, quien se ve beneficiado por una mayor productividad de la economía nacional en última instancia no es el proletariado, sino la burguesía. Por otro lado, es necesario recordar que los salarios están determinados por el valor de los productos necesarios para reproducir nuestra fuerza de trabajo e ir al día siguiente a trabajar. Cuando se levantan las restricciones aduaneras y se dejan entrar los productos agrícolas de otros países más competitivos, quienes se ven beneficiadas son tanto la burguesía del país exportador —de manera inmediata— porque ha ampliado mercado, como la burguesía del país importador —a medio plazo— porque si la comida se abarata y por tanto el precio de los medios de subsistencia baja, tendencialmente también bajarán los salarios y, sin haber tenido que mover un dedo, aumentará de nuevo su tasa de explotación sobre el proletariado.
Se entenderá entonces que discursos como el de la crítica a las grandes multinacionales —que recuperan la vieja idea del capital monopolista— o el de la defensa de un comercio justo en realidad se apoyan en una visión falsa del capitalismo que conlleva conclusiones reaccionarias. Los grandes capitales no sólo no se deben a la violación de las leyes de la competencia para acaparar injustamente más valor del que les correspondería, sino que son el producto de la justicia del capital, la del intercambio de equivalentes en la guerra de todos contra todos que es el mercado capitalista. En él, sin duda, hay grandes y pequeños capitales, grandes y pequeñas naciones, pero todos ellos se sustentan sin excepción en la explotación de nuestra clase a nivel mundial.
El racismo no organiza el capitalismo
Así como el fracaso de los procesos de descolonización política indujo a la corriente de la dependencia a plantear una teoría del colonialismo económico, la incapacidad de esta teoría para explicar el desarrollo económico de algunos países de la periferia y su creciente papel en el juego de las tensiones imperialistas llevó a los poscoloniales a desplazar la causa hacia un colonialismo epistémico. La teoría poscolonial nacía del seno de la universidad, donde la posmodernidad comenzaba a ganar fuerza en los años 80, y no por azar otorgaba a los académicos la tarea de hacer mediante la producción teórica lo que los movimientos de liberación nacional y las instituciones críticas del desarrollismo como la CEPAL no habían conseguido. El problema esencial, por tanto, se convertía en que los subalternos pudieran hablar y elaborar un discurso, una epistemología y un saber autónomos respecto al colonialismo por otros medios que suponían unas ciencias sociales eurocéntricas.
El capitalismo tiene la particularidad de hacer aparecer invertida la realidad. No se debe a una querencia maquiavélica de la clase dominante, sino a un producto espontáneo que segrega este sistema y que Marx llamará fetichismo de la mercancía. En ¿Interseccionando el capitalismo? hemos explicado con detenimiento en qué consiste esta inversión y cómo se expresa en el individualismo metodológico del pensamiento burgués, sea moderno o posmoderno, y en el idealismo que hace aparecer al individuo, su voluntad, su capacidad de incidencia política y su conciencia como los elementos determinantes de la historia.
Ocurre que cuando uno parte de lo concreto tal y como lo presenta este modo de producción, se lleva la ideología dominante consigo, que está atrapada en el aspecto invertido que ofrecen las relaciones sociales en el capitalismo. Desde el individuo la explotación económica, la opresión patriarcal y la racial se presentan como cosas diferentes que deben de tener, en consecuencia, fuentes de poder diferentes e independientes entre sí. Para la experiencia inmediata del individuo, clase, género y raza son realidades distintas que se intersectan en su persona, ya que no es capaz de razonar desde la totalidad social sino sólo desde su propia unidad como sujeto atomizado.
La teoría poscolonial parte de esa visión invertida de la realidad social tal y como la presenta el fetichismo de la mercancía. En consecuencia, la explotación entre países precede y determina la explotación entre clases. El mercado —la circulación— en el sistema-mundo determina las relaciones de producción, locales y heterogéneas (Wallerstein, Amin), de la misma forma que es el consumo y no la producción de mercancías el elemento determinante en la reproducción del capitalismo (Marini). Además, la idea de raza es esencial en la organización de las relaciones materiales de explotación (Fanon, Quijano) y, de hecho, el racismo organiza este sistema social, que antes de estar dividido por clases o por el género está dividido en un Norte y Sur globales (Grosfoguel). Tanto es así que en este sistema el capitalismo no es más que el atributo económico de un proyecto civilizatorio más amplio, llamado Modernidad, y que se caracteriza por el despliegue de un saber-poder eurocéntrico, inherentemente jerárquico y totalitario (Dussel), que al dominar las conciencias permitiría el dominio del pueblo blanco sobre el resto del planeta.
Pero no se puede transformar la realidad desde una visión invertida de ella. Por eso, una parte importante del trabajo militante de Marx fue enderezar esa visión en su crítica a la economía política. Por nuestra parte, no sólo tenemos que enderezarla con Marx, sino restituir la teoría revolucionaria iniciada por él contra el peso de la contrarrevolución en la comprensión tanto estalinista como posmoderna de este sistema social.
En primer lugar, no se puede pensar la configuración colonial y racista del capitalismo a partir del surgimiento de una idea ni gracias a ella. Frente a los poscoloniales, que se obstinan en buscar el momento histórico en que se empieza a articular un discurso racista para explicar cómo éste organizaría a nivel mundial las relaciones capitalistas, nosotros nos debemos a un método cuya base son las relaciones materiales en la sociedad, es decir, la forma en que las sociedades producen y reproducen su vida. En las sociedades de clase, este modo de producción y reproducción de la existencia social se da gracias a las relaciones de explotación de una clase por otra. La justificación de esta explotación puede ser diversa. Puede sustentarse en el racismo científico o en la multiculturalidad democrática. Se puede argumentar mediante la inferioridad racial e histórica de unos grupos humanos respecto a otros o mediante el fervor de una misma unidad nacional o racial. Pero son las relaciones de explotación articuladas en un modo de producción determinado las que nos permiten explicarlas, enfrentar sus transformaciones y entender su complementariedad.
Por ello mismo, solo podemos entender a través de ellas la jerarquía capitalista entre naciones, que se debe a su papel en la acumulación de capital a costa del proletariado mundial y no al racismo ni a la colonización eurocéntrica de los saberes. Antes bien, en este sentido los poscoloniales adolecen del mismo desarrollismo que los discursos que critican, pero dándole lustre al papel del burócrata universitario: la manera de fomentar el desarrollo de las regiones más desfavorecidas por la jerarquización del capitalismo sería promover una epistemología propia —es decir, una producción académica como la suya—, descolonizada, no eurocéntrica, que diera vía libre al desarrollo económico del país con atributos nacional-populares, subalternos, frente a la burguesía autóctona, que es capitalista porque está occidentalizada. Ahí comenzaría la verdadera transformación social, en la descolonización cultural que restauraría el orgullo patrio, permitiría el enriquecimiento de la sociedad y favorecería un cambio de mentalidad, no Moderno, no occidental, para que la clase política iniciara los cambios necesarios para acabar con este sistema social[8].
Pero sencillamente es falso. Es falso que la miseria que genera el capitalismo y que administra el Estado tenga su causa en una mentalidad moderna, por lo que bastaría un programa de estudios diferente, arraigado en el giro decolonial, para cambiar nuestras relaciones sociales. Pero es falso sobre todo que un discurso menos occidentalizado haga menos explotadora a la burguesía y menos represivo a su Estado. Modi, el actual presidente de la India, sustenta su programa en la hindutva, el nacionalismo hindú, contra el resto de comunidades religiosas y étnicas del país y la utiliza para extender su influencia geopolítica en la región, de tal modo que los capitales indios tengan más fácil la explotación del proletariado en los países vecinos. Álvaro García Linera bien podía escribir libros sobre la comunidad precapitalista mientras era el vicepresidente de Evo Morales en Bolivia. Nada le impidió ni a él ni a su gobierno cercenar el Amazonas con carreteras y reprimir duramente a los indígenas que protestaron. Cuando se plantea que el problema es la epistemología occidental, cuyo origen está situado geográficamente, y no las relaciones sociales capitalistas, que son mundiales y no necesitan de unos atributos nacionales específicos para desplegar su miseria, lo que se está haciendo es identificar el capitalismo con Occidente y la nación periférica —en definitiva, la burguesía nacional— con aquello que, no siendo occidental, asienta la posibilidad de constituir unas relaciones sociales diferentes, un socialismo en un solo país, a partir de las cosmovisiones precapitalistas de la tradición nacional. De nuevo, los términos de clase desaparecen para dejar lugar a un estalinismo travestido de apología precapitalista.
Tampoco el racismo estuvo al origen del capitalismo. Los primeros siglos de este modo de producción consistieron en una compleja transición desde el feudalismo que no concluiría hasta el siglo XVIII y en la que la acumulación originaria en Europa y la extensión colonial, con la conquista de América y el inicio del mercado atlántico de esclavos, hacían parte inextricable de un mismo proceso histórico. Este proceso, profundamente sangriento dentro y fuera del territorio europeo, al principio no tuvo una explicación racista sobre la superioridad del pueblo blanco frente al resto. Si de por sí es dudoso tratar bajo los modernos términos del racismo la discusión teológica y propia de la lógica feudal entre Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda sobre el alma de los indios, desde luego la manera en que se implantaron las relaciones de explotación en Norteamérica muestra a las claras la ausencia de connotaciones raciales al inicio de la colonización europea. Durante dos siglos, allí se exportaban tanto esclavos africanos —en un inicio provenientes del comercio musulmán, la fuente de esclavos para Europa desde inicios del feudalismo—, como los llamados indentured servants, esclavos europeos llevados a las colonias inglesas para instalar las relaciones de explotación en un territorio en el que, por su amplitud, habrían sido difíciles mantener sin la dominación esclavista de unos y de otros. Si se acabó apostando por el comercio de esclavos africanos fue más tarde y se debió a su mayor rentabilidad, no porque los africanos trabajaran más duramente o aguantaran mejor el clima, como se ha dicho a veces, sino porque el proceso de acumulación originaria en Europa, la brutal expropiación del campesinado para producir proletarios y el inicio de la industria manufacturera hizo más conveniente, en términos capitalistas, dejar la explotación del proletariado blanco en manos de los carniceros de Manchester y centrarse en el expolio de vidas humanas en África hacia el Nuevo Mundo[9]. Por otro lado, el siglo XVIII mostrará con claridad la estrecha relación entre la explotación del proletariado en Inglaterra y de los esclavos en las plantaciones de Estados Unidos. «Al mismo tiempo que introducía la esclavitud infantil en Inglaterra, la industria algodonera daba el impulso para la transformación de la economía esclavista más o menos patriarcal de Estados Unidos en un sistema comercial de explotación. En general, la esclavitud disfrazada de los asalariados en Europa exigía, a modo de pedestal, la esclavitud sans phrase [desembozada] en el Nuevo Mundo»[10].
Cuando se plantea que el racismo habría motivado la expansión y organizado la estructuración mundial del capitalismo no sólo se ignora, consciente o inconscientemente, el proceso histórico real en el que la masacre del campesinado europeo iba unida a la masacre de las poblaciones precolombinas y africanas, sino que se constituyen bloques raciales en los que el pueblo blanco, impulsado por una voluntad de poder solo explicable por sus atributos culturales, se habría impuesto al resto de pueblos. Así, por un lado se olvida que estos supuestos bloques no eran sino sociedades de clase en las que también los caciques en América y la aristocracia de los imperios africanos promovieron y buscaron beneficiarse de la expansión colonial. Por otro lado, se presenta a los pueblos europeos como un cuerpo único de conquistadores y comerciantes, como si no hubiera muerto un tercio de la población europea en el siglo XVII como resultado de la instauración de las relaciones sociales capitalistas y como si el campesinado y posteriormente el proletariado de estas regiones no hubiera sido explotado y utilizado como carne de cañón para la extensión colonial de su clase dominante.
A una visión donde la dominación racial prima sobre la explotación de clase contribuye la idea de que el origen del capitalismo se encontraría en la expansión del mercado mundial (Wallerstein), con la que se habría constituido un sistema-mundo. Que el nacimiento del capitalismo se cifre en la circulación de mercancías y no en la brutal instauración de relaciones de producción es, en última instancia, conveniente a un enfoque en el que pueblos dominan a pueblos y las clases, si existen, solo son pertinentes en el marco nacional y geográfico. Pecunia non olet: en el comercio se disuelven las divisiones de clase para presentar a los comerciantes y conquistadores europeos como un bloque homogéneo frente al resto de pueblos.
El desarrollo del capitalismo supuso transformaciones en todos los ámbitos de la sociedad, también naturalmente en la filosofía y la ciencia. Sin embargo, la afirmación de los poscoloniales de que descolonizando el saber y regresando a las cosmovisiones precapitalistas se puede cambiar el curso del capitalismo no sólo es errónea, también es conveniente a su defensa de un proyecto nacional-popular que, una vez llegado al Estado, solo podrá hacer lo que hace el Estado: gestionar el capitalismo, explotar al proletariado urbano y rural, expoliar la naturaleza y vender todo ello como el medio indispensable de nuestra emancipación.
La raza como nación
El concepto de raza no tiene ningún sustento científico. Por mucho que se puedan hacer grupos humanos a partir de criterios como el color de la piel, la forma del pelo o de los rasgos faciales, estos grupos no tienen una realidad genética: en lo que respecta al ADN, un europeo puede tener más en común con un asiático que con otro europeo[11].
En este sentido, y solo en este, el término de racializado describe una realidad. Dicha realidad es la del proceso de jerarquización del capitalismo en torno a grupos humanos situados en una geografía determinada y que luego, por violencia económica o extraeconómica, a veces por voluntad, se ve obligada a desplazarse y convertirse en minoría racial. En otros casos, dado el despliegue mundial y jerárquico del capitalismo en su fase colonial, esos grupos se ven racializados por la dominación de la metrópoli y sus colonos en el territorio. De manera general, el proceso por el cual se dota de atributos raciales a la población mundial se debe a la jerarquía que se establece entre las grandes potencias capitalistas y las economías subsidiarias, que hacen que los pobres tengan una nacionalidad, un color o una religión que los señala como pobres en un momento histórico determinado. Los indígenas en Latinoamérica, los negros en Estados Unidos, los irlandeses en la Inglaterra decimonónica o los indios de hoy en el Golfo Pérsico son racializados no por causa de sus rasgos fenotípicos o su religión, sino por la lógica inherente y espontánea de las relaciones sociales capitalistas. Sin lugar a dudas, el concepto de raza es moderno, pero no porque se ideara a los inicios del capitalismo como un dispositivo de poder para subyugar a los pueblos no occidentales, sino porque hace parte de los mecanismos de agregación colectiva propios del modo de producción capitalista, derivados de su estructura categorial y sintetizados finalmente en la nación.
Las sociedades humanas han estado fragmentadas territorialmente hasta el desarrollo del capitalismo, el cual presenta continuidades y discontinuidades respecto a los modos de producción anteriores. La continuidad es la fragmentación, la división entre el nosotros y el otro, la xenofobia, si se nos permite utilizar un término anacrónico. En el comunismo primitivo la comunidad se vivía hacia adentro, siendo la relación con otras comunidades un elemento permanente de conflicto. Es así como el ser humano viene definido por la comunidad: bantú o guaraní significan hombre, el gentilicio alemán viene del germano antiguo Allmanis, ‘todos los hombres’. Con el surgimiento del Estado y la propiedad privada, la anexión de nuevas tierras a través de la guerra se convierte en un elemento esencial para la reproducción de las primeras sociedades de clase, puesto que en ellas la tierra es el medio de producción por excelencia. Esta nueva necesidad histórica obliga a cambiar los mecanismos de identificación social, dado que, cuando las distintas comunidades se ven reunidas bajo el mismo estandarte imperial y se comienzan a desarrollar las vías comerciales que unen los diferentes imperios, la separación entre nosotros y el otro se hace más compleja. Así lo explicaba Claudio a algunos senadores romanos que se oponían a la incorporación al Senado de los francos en igual derecho: el motivo de éxito de la República y después del Imperio romano, a diferencia de los griegos, fue precisamente la integración de los vencidos[12]. La vocación ecuménica de los imperios precapitalistas supone una superación de la idea genealógica de las sociedades anteriores, en las que el mecanismo exclusivo de pertenencia social era el parentesco: para ser parte de la comunidad, era preciso que los ancestros pertenecieran a ella. Con la emergencia de los imperios, a este sentido de pertenencia se superpone y a menudo contrapone una idea “política” de pertenencia ya no cifrada en la línea histórica de los antepasados, sino en la extensión territorial dominada por el Estado.
Pero no es todavía la pertenencia abstracta y homogénea de la nación en el capitalismo, sino que los imperios, en su pretensión de universalidad, reúnen una multiplicidad de pueblos y buscan representarlos: ya sea incorporándolos al Senado romano, ya sea manteniendo las instituciones religiosas que regulan las diferentes comunidades que están en su seno. Es así como al tomar Constantinopla en el siglo XV y tras convertir Santa Sofía en una mezquita, Mehmet II El Conquistador hizo traer a un patriarca ortodoxo, otro armenio y a un rabino para que representaran a las respectivas partes de sus súbditos. La misma concepción ecuménica de la colectividad será heredada del Imperio romano por el cristianismo, lo cual permitirá a la Iglesia católica mantener unida bajo el manto de la cristiandad una población a la que la profunda fragmentación política del feudalismo no podía integrar. En consonancia, el otro ya no estaba definido por ser externo a la comunidad o al imperio. La forma estatal estaba ampliamente sobrepasada por la forma religiosa de la pertenencia social: el otro era el que tenía una religión (monoteísta) diferente o, todavía peor, el que no tenía ninguna, como era el caso de los indígenas en América.
La emergencia de la nación con el modo de producción capitalista supone una superación y una ruptura con estos mecanismos de identificación social. En esta ruptura es fundamental la disolución de los estamentos y la igualdad jurídica de todos los individuos, que es imprescindible en una sociedad de poseedores de mercancías que, en tanto que compradores y vendedores, son iguales. La existencia misma del proletariado se debe a esta igualdad jurídica: sólo porque es un vendedor de mercancías como el resto, puede el proletario vender su fuerza de trabajo —la única propiedad que tiene para vender, su propia alienación— al capitalista, que extrae de ella el plusvalor. La igualdad jurídica inherente a la estructura del capitalismo exige de igual manera que la unidad del Estado y su derecho a gobernar —la soberanía— repose en una instancia social llamada nación. Siendo el individuo la célula base del capitalismo, la identidad colectiva no puede ser la comunidad cerrada sobre sí misma que se autorreconoce por compartir unos mismos antepasados, pero tampoco la forma imperial que reúne a las colectividades sin subsumirlas ni homogeneizarlas, ya que no siendo una instancia democrática, no necesita de un sujeto unitario en el que reposar la soberanía: la unidad viene dada por el emperador y su vínculo con Dios.
La nación, como identidad social a la que se le presupone una potencial soberanía sobre un territorio, debe hacer unitario el agregado de individuos con intereses particulares y contrapuestos, en permanente competencia entre sí, que es la sociedad capitalista. Como la propia forma mercancía, la nación une por su forma —jurídica y soberana— una multiplicidad de particulares que en ausencia de ella no tendrían nada en común. Es por ello una metamorfosis del valor, la forma de agregación social por excelencia en el capitalismo. Pero también como población sometida al ejercicio de un Estado en un territorio acotado por fronteras, la nación es un espacio de acumulación de valor que debe hacerse homogéneo: una misma administración, unos mismos impuestos, una misma moneda, unas mismas medidas físicas, una misma lengua. Para ser depositaria de la soberanía popular, ha de construirse el pueblo como categoría uniforme.
Este proceso de homogeneización nacional puede darse en un sentido jurídico y democrático, por el cual toda persona legalizada como ciudadana es parte de la nación, o puede buscar algún fundamento “objetivo” como la lengua, la cultura, la raza o la religión para esa forma fetichizada y construida a posteriori que es el pueblo: ambos factores se complementan y a veces se contraponen en el proceso de formación de la nación. Puede verse en la construcción de Estados Unidos, donde al mismo tiempo, bajo los ideales ilustrados de la revolución burguesa se integra a la migración europea como participantes del sueño americano —proceso no exento de racismo hacia la migración más pobre, como por ejemplo hacia irlandeses, italianos o polacos— y se construye frente a y contra las poblaciones originarias y los esclavos afroamericanos. Pero la necesidad de homogeneización nacional, como imperativo para construir un sujeto político uniforme que no amenace la soberanía estatal sino que la sustente, no es patrimonio exclusivo de las sociedades occidentales. Así, la consolidación del Estado turco requirió el exterminio de los armenios y la constitución del Estado nacional indio implicó la partición del territorio entre India y Pakistán, hindúes y musulmanes, con la mayor migración forzosa de población que se ha vivido en la historia. El propio Gandhi, el líder nacionalista que es hoy aupado como ejemplo moral para todo humanista, se expresaba en estos términos: «¿Si me imagino que varias decenas de millones de musulmanes en India serán leales a India y lucharán contra Pakistán? Es fácil plantear preguntas pero difícil responderlas… Si te traicionan después, puedes fusilarles. Puedes fusilar a uno o dos, a determinado número. No todo el mundo será desleal»[13].
La racialización de las poblaciones es su paulatina nacionalización, asignando a un origen geográfico y unos rasgos físicos una serie de atributos morales y culturales propios de un pueblo, es decir, una nación. Pero de nuevo, esto no es un dispositivo de poder para la creación de las relaciones capitalistas, sino una más de las metamorfosis del valor, la única forma en que pueden darse las colectividades en un modo de producción consistente en la guerra de todos contra todos. En consecuencia, o se es una parte de la nación, o se es una nación diferente y contrapuesta. El movimiento negro en Estados Unidos tiene ambas expresiones. Sin quitar importancia a las condiciones de miseria, opresión y violencia contra las que se luchaba, ni al coraje de tantas personas que dedicaron su vida a esta lucha, las ideologías y los movimientos teóricos que se derivaron del movimiento antirracista sólo podían quedar atrapadas en una contradicción propia de este sistema. Mientras la lucha por los derechos civiles apuntaba a la plena integración de los negros en la nación estadounidense, reivindicándose como una parte más de igual derecho que el resto, el nacionalismo negro fue buscando fórmulas de separación: primero a través del retorno a África, después con el establecimiento de un Estado negro dentro de la federación y finalmente con formas de comunitarismo donde la comunidad negra asumiera algunas funciones del Estado para su autorregulación[14]. Los Black Panthers defendieron confusamente tanto la primera como la última. A medida que se comprobaba el fracaso de la adquisición de derechos jurídicos para conseguir una igualdad material y romper con la segregación racial, el nacionalismo negro ganaba en fuerza. Pero también, a medida en que el nacionalismo negro se demostraba como un cul de sac sin salida estratégica posible, se volvía a plantear la lucha al interior del Estado. Igualitarismo jurídico y nacionalismo racial son las dos caras de la misma moneda, los dos polos de una contradicción que dentro del capitalismo sólo puede ser la causa de una oscilación permanente entre uno y otro punto, nunca su superación.
Pero el capitalismo produce (espontáneamente) el racismo
En efecto, las sociedades humanas han estado fragmentadas territorialmente hasta el desarrollo del capitalismo. Éste es el primer modo de producción de la historia que es mundial: su lógica lo empuja a la expansión territorial mediante el colonialismo, la subsunción y disolución de otras relaciones de producción de forma violenta, la conexión entre territorios mediante el transporte y las telecomunicaciones, la integración de todo el planeta en un mismo mercado mundial, la homogeneización de las sociedades no sólo en su consumo cultural o sus hábitos, sino en sus clases sociales que a medida que el capitalismo se consolida mundialmente, se hacen ellas mismas mundiales.
Pero este proceso de extensión y homogeneización mundial se lleva a cabo a través de la fragmentación en naciones, las cuales buscan una uniformidad hacia dentro y se confrontan mediante el comercio y la guerra hacia afuera. Los procesos de descolonización en la posguerra, así como la caída de la URSS y el final de la Guerra Fría, sólo sirvieron para agravar esta dinámica de nacionalismo, guerra permanente y formación de imperialismos regionales. En esta pugna, se articula un sistema jerárquico donde unas burguesías se imponen a otras.
Esta imposición, sin embargo, no es un hecho fáctico, debido a su poderío militar. Bien al contrario, la fuerza militar es siempre un derivado de la potencia económica, aunque posteriormente pueda servir apoyar las necesidades de los capitales nacionales en su búsqueda de nuevos mercados, fuerza de trabajo y materias primas. El capitalismo no es un juego de suma cero, un problema de distribución de recursos causado por el robo y la ley del más fuerte, sino un sistema impersonal regido por la ley del valor por la cual la desigualdad se reproduce, de manera automática, a través de la igualdad en el intercambio de mercancías equivalentes. Así, el capital más productivo se impondrá a los otros, de la misma forma que los Estados con economías más desarrolladas y productivas podrán imponerse al resto, pagando tanto embajadas como bases militares.
Como explicábamos antes, la organización jerárquica de los países se debe al justo reparto del botín tras explotar al proletariado mundial. Por este mismo motivo, es tan absurda la tesis desarrollista de que siguiendo las mismas medidas económicas todos los países pueden acabar igualando sus condiciones de vida, como la tesis dependentista de que la periferia capitalista está condenada al subdesarrollo mientras las grandes potencias se sigan desarrollando a su costa. La homogeneización de las relaciones de producción capitalista se lleva a cabo mediante la pugna de unas naciones contra otras por el control del mercado mundial y el dominio de las más fuertes sobre el resto, pero la propia homogeneidad permite más tarde el desarrollo autónomo de los capitales en la periferia, que se enfrentan a las antiguas potencias coloniales como países de capitalismo joven y dinámico: sólo así puede explicarse el crecimiento de los BRIC, del sudeste asiático y la actual guerra por la hegemonía mundial entre China y Estados Unidos. El capitalismo reproduce la desigualdad a través de la igualdad y lleva a cabo la mundialización de la humanidad a través de su fragmentación nacional y racial. Entender esta dinámica contradictoria es esencial para explicar el racismo sin caer en presupuestos nacionalistas, que sólo pueden alimentarlo.
La jerarquía entre naciones es dinámica por la competencia permanente de los capitales y sus Estados en el mercado mundial, pero esa dinamicidad está perdiendo energía histórica con el agotamiento de las categorías fundamentales del capitalismo. Como se ha visto con la reciente guerra de Ucrania y tantas veces ha explicado el movimiento revolucionario, la crisis estructural de este sistema empuja a la exacerbación de tensiones imperialistas, al estallido de guerras con efectos mundiales y a la consiguiente devastación de enteros territorios tanto física como económicamente. La guerra se prepara y sostiene con el nacionalismo, que siempre es racista. Pero también se suma a los factores de crisis económica y climática del sistema para provocar amplios movimientos migratorios.
La migración en sí misma nunca había sido un problema en el capitalismo. Antes bien, era un recurso fundamental para tener un buen ejército de reserva del que tirar en los momentos de incremento de la producción sin provocar una subida de salarios. Mientras las economías funcionaban como máquinas engrasadas, la migración era un alimento bien recibido para el canibalismo del capital. Pero en la medida en que la crisis estructural avanza, los movimientos migratorios se vuelven «crisis migratorias» a las que unos Estados debilitados económicamente deben responder con la fuerza militar. No es una cuestión moral, no es que los gobiernos sean racistas: se trata de una necesidad para la regulación del mercado interno y la gobernanza democrática.
En una situación de crisis y en ausencia de lucha de clases, es fácil que la guerra de todos contra todos propia del capitalismo se exacerbe y, con ello, que se produzca una polarización entre nacionales y extranjeros, entre la raza y la religión mayoritaria en la nación y el resto de grupos. Sin lugar a dudas es algo que interesa a la burguesía, que históricamente no ha tenido escrúpulos en fomentar el racismo para dividir las luchas proletarias, como en los años 20 en Sudáfrica o en los inicios del Estado de Israel. Pero el racismo no es un instrumento maquiavélico, sino un fenómeno espontáneo propio de una sociedad en competencia permanente. El nacionalismo se presenta hoy falsamente como la posibilidad de recuperar las riendas de unas relaciones sociales que se vuelven cada vez más antihumanas, frente a la imparable globalización del capital. A la competencia militar y económica entre naciones se suma la competencia entre proletarios por no caer en la miseria: el nacionalismo y el racismo emergen espontáneamente de esta confrontación. Al mismo tiempo, las comunidades de antiguos migrantes al interior de la nación comienzan a convertirse en un problema, en la medida en que la expulsión de trabajo les afecta directamente, se forman guetos en la periferia de las grandes ciudades y los Estados dejan de poder poner en funcionamiento mecanismos de integración social, en forma de subvenciones y servicios públicos, con la crisis fiscal provocada por la inestabilidad económica. El comunitarismo y la racialización aparecen entonces como una falsa solución para estos grupos, que se repliegan en fórmulas identitarias como mecanismos de protección. Es así como hay que leer el ascenso del islamismo radical en las periferias de las grandes ciudades occidentales.
El antirracismo siempre desemboca en dos caminos, ambos incapaces de resolver esta situación. Por un lado, la reforma del Estado para la integración en la nación de las minorías raciales, a través de subvenciones y políticas de discriminación positiva. Sin embargo, el reformismo está perdiendo su base material con la crisis del capital y, antes bien, incapaces de responder con ayudas sociales, los Estados cada vez responden más con la policía. El otro camino, el nacionalismo, piensa encontrar la solución a la miseria del proletariado racializado en formas de autogobierno que, finalmente, adolecen del mismo problema que el Estado central para enfrentarse a una crisis económica permanente. En la medida en que parte de la separación con el resto de la clase y empuja a la identificación con la burguesía de la propia raza, este camino es además profundamente reaccionario. Así, atrapado entre un igualitarismo jurídico impotente y un nacionalismo reaccionario el antirracismo —como lucha separada del combate global contra este sistema— sólo puede generar más confusión y colaborar así con la reproducción del orden establecido.
Lejos de las visiones antirracistas y racializadoras que entienden que el capitalismo no es democrático por su racismo estructural y ven, por tanto, en las reformas democráticas del Estado la manera de luchar contra el mismo, es precisamente la naturaleza democrática del capitalismo, la igualdad jurídica de sus ciudadanos garantizada por el ejercicio de una soberanía nacional desde un Estado acotado por fronteras, la que lo reproduce permanentemente. Para que haya democracia, es precisa una nación: para que haya nación, son precisas fronteras, personas sin papeles, extranjeros y nacionales, contraposición a otras naciones, tensiones imperialistas, guerra. La democracia necesita de la reciente masacre en la valla de Melilla a manos de los Estados español y marroquí, pero también de la expulsión de miles de nigerianos a manos del Estado senegalés devolviéndolos a las hambrunas y la guerra en su país. No es el racismo el que crea las fronteras, sino que son las fronteras las que, como elemento imprescindible del funcionamiento capitalista, reproducen permanentemente el racismo. Sólo un movimiento de clase, es decir, antiestatal e internacionalista, es decir, radicalmente antinacional, puede acabar con el racismo que provoca espontáneamente este modo de producción moribundo.
Desde dónde hablamos los comunistas
Este movimiento no es un deseo piadoso o una apuesta pascaliana. Es un movimiento real, objetivo, material que se expresa toda vez que se reinicia la lucha de clases. Si el capitalismo exacerba el nacionalismo, sin embargo tiende a unificar materialmente las condiciones del proletariado a nivel mundial. De ahí que, pese a la matanza nacionalista de la Primera Guerra Mundial, la revolución rusa no fuera un fenómeno occidental, sino una oleada de revolución internacional que sacudió desde Estados Unidos y la Patagonia hasta China. El desarrollo posterior del capitalismo, con la ayuda indispensable del estalinismo en cuyas bases se erige la teoría poscolonial, siguió socializando la producción, creando una interdependencia creciente de los distintos territorios y planteando problemas que el capitalismo, en su fragmentación de Estados-nación, no puede resolver. A problemas mundiales como la expulsión de trabajo y la población sobrante, la crisis climática o la escalada permanente hacia la guerra, sólo puede responder una clase que es mundial y que se ve empujada, para acabar con su miseria, a acabar con el sistema capitalista y sus categorías. Solo desde esta óptica internacional, desde la constitución de una comunidad humana mundial, puede superarse la fragmentación de las sociedades humanas que arrastraban como línea de continuidad la separación del nosotros y el otro. Es desde este movimiento real, que nace de las contradicciones del sistema y les enfrenta la necesidad histórica de la revolución mundial, desde donde hablamos los comunistas.
El concepto de «lugar de enunciación» es utilizado por la posmodernidad para acotar desde qué privilegios y opresiones se habla. Para ella, toda formulación de universales es una tapadera, un lugar usurpado por la particularidad del individuo que produce el discurso. Al hacerlo, reconoce con razón que la conciencia no está separada de la existencia, pero define la existencia por las circunstancias del sujeto atomizado del capital y las categorías que lo articulan.
Ciertamente, los saberes no se producen en abstracto, sino que están determinados por las condiciones materiales en que vivimos, el modo de producción que los forma, es decir, la manera en que las sociedades producen y reproducen su vida en relación con la naturaleza. En consecuencia y como creemos haber demostrado en este texto, los racializadores hablan desde el capitalismo y no pueden escapar a su lógica: el individuo, la democracia, la patria. Parten de la visión atomizada del individuo para afirmar que en él se produce la intersección de distintas relaciones de poder y como distintas tienen que lucharse, abocándolo a una esquizofrenia permanente de privilegios y opresiones.
Desde el individuo pueden decir que los discursos organizan la realidad, que el racismo organiza el capitalismo, que la Modernidad es una articulación de poder-saber contra el que se debe luchar desde una óptica epistemológica, es decir, académica. Los racializadores también hablan desde la democracia, porque toda la plasmación política de sus teorías consiste en la conformación de un proyecto nacional-popular de los subalternos para refundarla, sin ver lo más básico, que su democracia exige Estado, nación, fronteras y nuevos excluidos, nuevos racializados por la lógica misma de esta sociedad. Pero los racializadores hablan también y sobre todo desde la patria. Su lugar de enunciación exige perder toda forma de comunidad entre seres humanos —concepto ilustrado que solo oculta la sangre de los colonizados— y hablar desde una geografía, una cultura, un pueblo, una tradición nacional: el internacionalismo es una quimera o un engaño mezquino. Por ello mismo, los racializadores solo pueden hablar desde las relaciones capitalistas, regodeándose en sus aspectos más reaccionarios, porque en el conflicto nación contra nación el resto de oposiciones desaparecen. La lucha contra el patriarcado es un caballo de Troya occidental. La resistencia contra la devastación ecológica es un privilegio occidental que los países de la periferia no pueden permitirse. La autoridad de Dios y su clero es algo a defender frente a la modernización capitalista. La lucha de clases, si se nombra, debe estar subordinada al proyecto nacional contra las potencias occidentales. Frente a la nación, frente a la raza, queda negada toda lucha por la emancipación.
La racialización habla desde las categorías del capital. El programa comunista puede oponerse a estas categorías porque su lugar de enunciación no es la fragmentación capitalista, sino un nuevo modo de producción que nace en el seno de este y se formula como programa, como brújula, para el estallido de revueltas y revoluciones al que nos empuja la crisis de este sistema. Como expresión de un movimiento real hacia el comunismo, nuestro lugar de enunciación es mundial y colectivo, es de especie: es, por ello mismo, el único lugar desde el que podemos hablar quienes aspiramos a una transformación radical de este mundo.
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[1] En honor a la brevedad y pese a las diferencias explicitadas entre sus autores, hablaremos de la corriente racializadora y de las teorías poscolonial y decolonial como sinónimos, puesto que en este texto se va a discutir su fundamento común
[2] Dipesh Chakrabarty: Al margen de Europa, ed. Tusquets, pág. 18
[3] Houria Bouteldja: Los blancos, los judíos y nosotros, ed. Akal, págs. 38-40
[4] Cf. en YouTube la Presentación del libro de Houria Bouteldja, 00:30:00-00:31:15
[5] Karl Marx: El capital, ed. Siglo XXI, t. III, vol. 6, pág. 200
[6] Id., pág. 250
[7] Id., t. I, vol. 2, págs. 683-689
[8] En términos no muy distintos lo explica Dussel en esta breve intervención: https://www.youtube.com/watch?v=Q86_LPat-IQ
[9] Cf. Eric Williams: Capitalismo y esclavitud, ed. Traficantes de Sueños
[10] El capital, t. I, vol. 3, pág. 949
[11] «Entre las primeras personas cuya secuencia completa del genoma fue reconstruida están dos biólogos muy famosos, James Watson y Craig Venter, y un investigador coreano, Seong-Jin Kim. Los tres tienen en común más de 1.200.000 variantes, pero es más interesante comparar estos sujetos de dos en dos. Watson y Venter, ambos de origen europeo, tienen 460.000 variantes en común: es decir, menos de las que cada uno tiene en común con Kim (570.000 y 480.000 variantes respectivamente). En definitiva, desde el punto de vista genético, de los tres el individuo intermedio es el coreano. Esto no quiere decir que todos los europeos se parezcan más a los asiáticos que a otros europeos y, de hecho, en promedio, no es así. Precisamente: se trata de valores medios. Si a la inversa se pasa a comparar los individuos, cada uno de nosotros se parece más a algunos asiáticos que a algunos europeos, porque genéticamente asiáticos, europeos e incluso todos los demás, son grupos muy grandes que se superponen ampliamente», Guido Barbujani: «Non esistono le ‘razze’ ma sfumature all’interno di una variabilità continua nello spazio geografico», OMAR. La traducción es nuestra
[12] «¿Arrepentímonos por ventura de tener acá los Balbos de España, y tantos hombres ilustres de la Galia Narbonense? Viven todavía sus descendientes, sin reconocernos ventaja en el amor de esta patria. ¿De qué tuvo origen la ruina de los lacedemonios y atenienses, puesto que fueron grandes en las armas, sino de haber tratado como a extranjeros a todos los pueblos que sojuzgaban? No lo hizo así nuestro fundador Rómulo, el cual, con singular prudencia, supo tener a muchos pueblos en un mismo día por enemigos y por ciudadanos suyos», Tácito: Anales, XI 24
[13] Cit. Perry Anderson: La ideología india, pág. 86
[14] La propuesta comunitarista no sólo está en los medios racializadores actualmente, sino que también ha sido retomada por la filofascista Nueva Derecha francesa. Cf. Tristan Leoni: Race et Nouvelle Droite