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Arco histórico Teoría

Apuntes sobre el comunismo como movimiento real

También en francés.

 

«El comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual»  

Marx y Engels: La ideología alemana 

 

La crítica al capitalismo está tan presente y es tan central en nuestros debates que hablar del comunismo a veces puede parecer algo gratuito, poco serio, como un espacio que nos permitimos para dar rienda suelta a la imaginación y darnos ánimos para seguir combatiendo. Lo serio, para lo que estamos, es la negación de esta sociedad. Dejemos a quienes nazcan después de la victoria de la revolución la tarea de construir el nuevo mundo. Negación y afirmación están separadas y van una después de la otra. 

En la base de este razonamiento está la idea de que en lo que refiere a la historia humana no se puede hablar del futuro, de que sobre el futuro no se pueden hacer afirmaciones verdaderas. Fuera de un planteamiento realista y científico, del futuro solo hablan los creyentes y los políticos. Los creyentes pueden hablar de él porque en realidad ya está escrito, ya que la predestinación religiosa anula toda noción real y efectiva de futuro. Los políticos hablan del futuro para hablar de lo que van a hacer, las medidas que implantarán, la estrategia diseñada a tal fin. En virtud de este razonamiento, los comunistas hablamos del futuro ya sea como una profecía religiosa o como un programa electoral. 

Pero cuando Marx y Engels hablaban del comunismo como un movimiento real no estaban haciendo ni una cosa, ni la otra. Para ellos, como para nosotros, podemos hablar del futuro porque se expresa en el presente. Se expresa no solo como condición de posibilidad, porque el capitalismo produzca las condiciones históricas que hacen posible el comunismo, sino que estas condiciones constituyen precisamente un movimiento, una fuerza en desarrollo que, al mismo tiempo que afirma la posibilidad material del comunismo, niega las propias categorías del capital. Así, cuanto más se desarrolla el capitalismo, con más fuerza pone en cuestión sus propios fundamentos. La negación del presente es a su vez afirmación del futuro o, a la inversa, el futuro se hace presente mediante la negación de las propias categorías que sostienen el modo de producción actual. Este movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual no es un ejercicio de voluntad, no es la ejecución colectiva o individual de un plan proyectado de antemano, sino el producto de las contradicciones intrínsecas de este sistema que, no obstante, tiene su culminación ineludible en ese gran ejercicio de voluntad y conciencia colectivas que es la revolución comunista. En definitiva, podemos hacer afirmaciones verdaderas sobre el comunismo, aunque estemos aún en el capitalismo, porque somos expresión de ese futuro convertido en fuerza material de negación del presente. 

Por este motivo es posible y legítimo hablar del comunismo como revolucionarios. Tras la degeneración de la oleada revolucionaria del 17 es además profundamente necesario. Lo hemos dicho muchas veces, y lo seguiremos haciendo: la contrarrevolución estalinista se caracteriza por la inversión radical de todos los términos del programa revolucionario. La identificación del capitalismo ruso, chino, etc. con el comunismo es una losa que sigue pesando sobre nuestra clase y sobre el horizonte de emancipación de quienes aspiran a acabar con esta sociedad. Es por ello que definir con claridad algunos rasgos del comunismo, por contraposición a esa aberración que llamaron el «socialismo real», se vuelve tan importante. 

Empecemos con los hechos: el capitalismo se caracteriza por socializar como nunca antes la producción. Así, por ejemplo, para fabricar un smartphone, primero se obtienen las materias primas (oro de Perú, cobre de Chile, litio de Australia, cobalto del Congo, tántalo de Kenia, plástico de Arabia Saudí, etc.), se procesan en fábricas de Estados Unidos, Malasia, China, Taiwán y Japón, con ellas se componen los materiales que se ensamblan en fábricas de China y el sudeste asiático, y finalmente el producto acabado se envía a Estados Unidos atravesando el Pacífico o a los grandes centros logísticos de Kazajistán, desde donde puede ser enviado a cualquier esquina del continente euroasiático y del africano. Si entendemos socialización en un sentido más profundo, no solo la hay a lo largo del planeta, involucrando a miles de proletarios de diversos países, sino también a lo largo de la historia: para producir un smartphone, la cantidad de conocimiento acumulado —por tanto de trabajo acumulado— sobre los ámbitos de la electrónica, la química y la informática por las generaciones pasadas es altísima. Hoy en día, hay pocos productos —ni siquiera los alimentarios— que no exijan un alto grado de socialización. En consecuencia, hay muy pocos productores que puedan decir esto es mío, porque es el producto de mi esfuerzo. En el capitalismo actual, no solo el trabajo vivo tiene un porcentaje muy pequeño respecto a la enorme cantidad de trabajo muerto en las mercancías, sino que además este trabajo vivo está disperso en centenares de unidades de producción a lo largo de todo el planeta. Sin embargo, la apropiación del producto sigue siendo privada. La producción está altamente socializada, pero no lo está la distribución —que se lleva a cabo mediante el intercambio mercantil— ni por tanto el consumo. Esta contradicción está a la base del agotamiento del valor y provoca, como hemos hablado muchas veces, guerra, miseria social y destrucción del planeta. 

La única forma de acabar con esta contradicción catastrófica es acabar con la mercancía. Para ello es necesario planificar la producción, de tal forma que esta no se rija por la mano invisible del mercado a posteriori —se vende o no se vende—, sino por la previsión a priori de las necesidades humanas a nivel mundial, es decir, a nivel de especie. Pero no basta con ello. Para acabar realmente con la mercancía es necesario romper con la fragmentación de la producción en múltiples unidades productivas —sean cooperativas de sector o comunas territoriales— con sus intereses particulares. Esto implica que la planificación de la producción y de la distribución debe hacerse de forma centralizada, atendiendo a dos criterios fundamentales: la producción se orienta a satisfacer las necesidades del conjunto de la población mundial y no solo a las de un determinado territorio o sector, y se organiza conforme a un principio de eficiencia energética tanto “externa” de los recursos naturales como “interna” del esfuerzo humano necesario para llegar a tal fin —lo cual implica un principio de subsidiariedad, como dirían los burgueses, o para nosotros un funcionamiento orgánico. 

Porque abolición de la mercancía significa abolición del trabajo asalariado, y acabar con el trabajo asalariado es reconquistar tiempo de vida. La posibilidad material de esto es quizás uno de los rasgos más evidentes del agotamiento del capitalismo. Por un lado, la expulsión de trabajo vivo por el desarrollo de las fuerzas productivas conlleva cuotas crecientes de precariedad laboral y de paro estructural, transformando el viejo ejército industrial de reserva en población superflua. Por otro lado, la consiguiente presión a la baja en la producción de nuevo valor supone que la proporción de trabajo improductivo —destinado no a producir valor sino a favorecer que se realice— aumenta considerablemente a medida que se va pronunciando la crisis del sistema. Así pues, anuladas todas las funciones superfluas que requiere la producción mercantil —policías, jueces, publicistas, financieros, burócratas, políticos, profesores, camareros—, reducidos los niveles de producción, repartida entre todos la actividad restante que se necesita para reproducirnos como sociedad, el tiempo de trabajo necesario se reduce a su mínima expresión. La socialización de la distribución y el consumo, así como la definitiva socialización de la producción al acabar con las unidades productivas separadas, suponen la abolición de la división social del trabajo por la que la mayor parte de la población se dedica al trabajo manual, otra parte menor al trabajo intelectual y otra aún más pequeña a vivir sin más del trabajo ajeno. El reparto de tareas se da según la capacidad y disposición de cada miembro de la sociedad.  

Por ello mismo, personas dependientes, niños y ancianos no están apartados de la población “activa”, segregados en escuelas, residencias o centros de día, sino que en función de sus capacidades y necesidades participan activamente en la producción y reproducción de la sociedad. Y al mismo tiempo que participan en ella, son cuidados colectivamente por ella. Los cuidados por tanto ya no están contenidos ni jerarquizados por las relaciones de parentesco y de pareja, que a su vez dejan de estar segregadas del resto de la comunidad por la estructura familiar. Sin propiedad que transmitir como herencia y sin la separación entre producción y reproducción característica del capitalismo, la familia tiende a extinguirse. También, junto con la división social del trabajo se abole la escuela. La formación específica en determinados ámbitos de conocimiento ya no está encerrada en ella ni restringida a períodos limitados de la vida, sino que acompaña y se realiza mediante la propia actividad productiva a lo largo de toda la existencia individual, además naturalmente del tiempo libre dedicado al desarrollo de los atributos intelectuales y creativos de cada uno. Como corresponde a una sociedad compleja, hay una división técnica del trabajo y no todo el mundo puede saber de todo, pero la amplia disposición de tiempo libre, la posibilidad de moverse de un tipo de tareas a otras en un proceso de formación continua y la cantidad de conocimiento acumulado y automatizado en forma de herramientas tecnológicas permiten relativizar su peso en la sociedad comunista. 

De la misma forma, la abolición de la división social del trabajo permite acabar con la vieja separación entre el campo y la ciudad, que el propio capitalismo ha abolido ya en parte —negativamente— al convertir la agricultura en agroindustria, al campesino en empresario agrícola o jornalero y la cultura del campo en folclore y turismo rural. Mientras que el desarrollo del capitalismo concentra el capital en puntos concretos de la geografía, concentrando así la fuerza de trabajo y creando esas megalópolis que en el espacio de una ciudad hacinan a la población de todo un país, en el comunismo deja de existir tal cosa como la ciudad y el campo. Las poblaciones no tendrán necesidad de ser tan grandes como las metrópolis, porque las personas no irán hacia las máquinas para trabajar, sino que las actividades productivas se organizarán en torno a donde están las personas. Tampoco serán tan pequeñas como los pueblos de hoy en día —al menos, no como regla general—, porque en primer lugar la actual cantidad de población no lo permite, pero también porque un criterio básico de eficiencia energética exige reducir los tiempos de transporte y romper con la atomización de las viviendas individuales para un consumo energético menor. También porque será fundamental destinar una parte mucho mayor del territorio a la naturaleza salvaje, conforme a una estrategia general de restauración del sistema climático y de los equilibrios de la biosfera. 

Porque un criterio fundamental de organización de la producción y el consumo será la eficiencia energética, es decir, la satisfacción de las necesidades sociales con el menor esfuerzo humano y natural. Se trata de una lógica contraria a la capitalista, en la que el ahorro de esfuerzo humano, es decir, la sustitución del trabajo por máquinas, exige una mayor cantidad de mercancías que vender, por tanto un consumo mayor de materias primas y energía para producirlas y distribuirlas en las cuatro esquinas del mundo. En el capitalismo todo ahorro de energía humana conlleva un gasto mucho mayor de recursos energéticos. Aún más, todo abaratamiento de la producción energética u optimización del consumo productivo conlleva no la reducción de la demanda de energía y materias primas, sino el abaratamiento de los costes de producción, el aumento de las ganancias y su inversión en una nueva ampliación de la producción —en definitiva, un mayor consumo energético y de materias primas. En el capitalismo el derroche es enorme, tanto de trabajo humano —porque sin salario no hay acceso a los medios de subsistencia, aunque sea con las actividades más superfluas— como de los medios que ofrece la naturaleza a todas las especies para vivir.  

Por el contrario, una vez abolido el valor a nivel mundial, la distribución del esfuerzo social deja de producirse a nuestras espaldas, por la mano invisible del mercado que dice dónde invertir el trabajo muerto (capital) y el vivo (fuerza de trabajo) en función de la perspectiva de ganancias. El trabajo se organiza de forma consciente, en función de las necesidades no solo de las generaciones presentes, sino también de las futuras. Para ello, el criterio ya no es la acumulación de valor, la producción por la producción, sino la conservación y mejora de los medios de vida existentes a lo largo del tiempo, a lo ancho del planeta. Dados los niveles de mercancías producidas hoy en día, que crecen paralelamente a la miseria social, el comunismo no podrá sino reducir de forma notable la producción. Al dejar de orientarla a la acumulación de capital y destinarla a las necesidades humanas, hay muchas tecnologías que dejan de tener sentido y quedan, a lo sumo, como objetos de museo y entradas en la enciclopedia. Otras son reorientadas, aprovechando el conocimiento acumulado en ellas y rediseñando su funcionalidad. Otras, por último, serán creadas por la nueva sociedad en función de las nuevas necesidades planteadas. Pero de ninguna forma el comunismo puede ser el fruto de una descomplejización social. El comunismo no es antidesarrollista, sino antiproductivista. Bien al contrario, la única forma de enfrentarnos a los grandes problemas heredados del capitalismo es liberando las potencias sociales que mantienen atadas estas relaciones sociales, y dando lugar a un nuevo organismo social complejo, mundial y armónico. 

Al socializar la producción y la distribución, no se acaba con la propiedad privada en beneficio de una propiedad pública en manos del Estado: se acaba con toda forma de propiedad y de Estado. De nuevo, este es un elemento que el avance del capitalismo empuja a la superficie. Como ya señalaba Marx en El capital, el desarrollo de las fuerzas productivas autonomiza la propiedad respecto a la valorización del capital. Las inversiones crecientes en maquinaria para poder poner en marcha una fábrica hacen que los propios capitalistas busquen soluciones, como las sociedades anónimas o el recurso al crédito, y desliguen así la propiedad jurídica de la empresa o del capital respecto a las funciones directivas y técnicas en la fábrica. Frente a la vieja época del capitalismo liberal, que aún sobrevivía ideológicamente cuando Ford en los años 20 se preciaba de no haber tenido nunca que endeudarse para hacer una nueva inversión, a partir de los años 30 y sobre todo después de la II Guerra Mundial el sistema dará un gran salto de socialización. A partir de ese momento, queda claro que la propiedad jurídica no es lo importante. Lo importante es que el capital se mueva y se valorice, que el dinero fluya y las mercancías se vendan, sin mirar quién lo posee: puede ser una empresa particular, un Estado o un compañía dividida en acciones que en un día pasan por mil manos en la compraventa bursátil. El capitalismo ha acabado con el papel de la propiedad, tal y como lo habían conocido las anteriores sociedades de clase. El comunismo no tendrá que hacer grandes esfuerzos para derribarla. Así, frente a la noción de propiedad como afirmación del derecho exclusivo de uso y abuso sobre lo poseído, se impondrá la noción de usufructo: los medios de vida, se den por procesos naturales o por el trabajo humano, son utilizados y después restaurados en la medida de lo posible para las generaciones futuras. De la misma forma, al abandonar el imperativo de producir permanentemente nuevo valor, el producto se realiza con un criterio de durabilidad y se privilegia, por motivos obvios, el mantenimiento de lo ya existente frente a la nueva producción. La abolición de la propiedad hace derrumbarse el edificio histórico de las clases sociales. Se ve así cómo acabar con el capitalismo no es un acto limitado a este modo de producción, sino que implica derribar los fundamentos mismos del conjunto de las sociedades de clase. O mejor dicho: se ve cómo el capitalismo es la última sociedad de clases de la historia, porque el automatismo del valor y su dimensión mundial hacen imposible su colapso, y porque al producir las condiciones materiales del comunismo su propio desarrollo niega no solo sus categorías, sino aquellas que le han precedido en las formas clasistas previas. 

Cuando Marx en la introducción a la Contribución a la crítica de la economía política planteaba que el edificio jurídico y político se levanta sobre la base real de la estructura económica de la sociedad, estaba diciendo algo mucho más profundo que el que el derecho y la política fueran reflejos mecánicos de los movimientos económicos. Estaba definiendo el Estado como una metamorfosis del valor, esto es, como unas relaciones sociales determinadas por el modo de producir en el capitalismo, cuya lógica y cuyo funcionamiento son una emanación de la lógica y funcionamiento del valor. Así, la separación entre lo público y lo privado, entre sociedad civil y Estado, es una exigencia propia de la producción mercantil, en la que el Estado debe sobreponerse por encima de las clases, y de las fracciones en pugna dentro de la clase dominante, para defender así mejor los intereses del capital en general. Para entender esto, es fundamental entender que una sociedad dividida en clases es una sociedad desgarrada por contradicciones estructurales. Como explica Engels en El origen de la familia, el Estado emerge de estas contradicciones, de estos antagonismos irreconciliables entre las clases, para amortiguar los choques y mantenerlos en el límite del orden. Mientras la revolución no se extienda a nivel mundial y acabe así con el valor, seguirán existiendo clases sociales y será precisa una forma de semi-Estado en la dictadura del proletariado. Y es que, frente a lo que plantea el anarquismo, el Estado no puede ser abolido: para poder acabar realmente con él es imprescindible erradicar las mismas relaciones sociales que lo producen, esto es, el valor, la mercancía, la propiedad privada. Una vez la revolución ha triunfado a nivel mundial, con la plena socialización de la producción y la distribución, con la abolición así de las clases sociales y la división social del trabajo, el Estado se extingue, porque las funciones para las que nació desaparecen. 

Como hemos explicado en el pasado, el derecho traslada la lógica de igualación abstracta del valor al ámbito de las relaciones entre personas. Es la forma histórica que toma la reglamentación de las relaciones sociales en el capitalismo, como la religión lo era en las sociedades de clase anteriores. Es la forma de regulación social que corresponde a una sociedad de individuos aislados con intereses contrapuestos los unos a los otros y que se relacionan entre sí como poseedores de mercancías. La igualdad abstracta del derecho, como explica Marx en la Crítica del Programa de Gotha, es profundamente desigual, porque no atiende a las diferencias intrínsecas de los distintos individuos. Esta lógica igualadora permanecerá en la primera fase del comunismo tras haber abolido el valor, en la medida en que la transición mantenga todavía el principio de «a igual trabajo, igual retribución», aunque 150 años después de la redacción de esta carta seguramente podremos abreviar de forma considerable esta primera fase. Cuando esto ocurra, afirmaremos con Marx la extinción de toda forma de derecho y la autorregulación de la sociedad bajo el principio de «de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades».  

El comunismo no anula los conflictos personales que hacen parte de toda vida social, pero al acabar con la mercancía y las clases sociales erradica los antagonismos estructurales que han vertebrado y movilizado la sociedad desde la emergencia de la propiedad privada. De esta forma, los miembros de la comunidad ya no tienen que contraponerse para sobrevivir, sino que trabajan juntos con un mismo fin, la reproducción de sus vidas en común. Con ello, la necesidad histórica del derecho desaparece. Así, naturalmente habrá unas directrices que guíen el comportamiento social de los individuos, pero servirán para formar a los miembros de la comunidad en cómo llevar a mejor término sus propias finalidades individuales, que coincidirán con las finalidades sociales. Los conflictos, los problemas, las actitudes antisociales que puedan surgir ya no serán estructurales sino productos del carácter personal y la situación concreta y, en tanto que tales, no podrán ser afrontados desde una legislación abstracta, desde unos derechos y deberes iguales, sino desde la especificidad de las personas y situaciones en conflicto. El comunismo no acaba con las dificultades de la vida social, pero las afronta desde los mecanismos inmanentes de autorregulación de un organismo social en el que los intereses de los individuos y los de la sociedad en su conjunto no están separados o contrapuestos. Así pues, no hay tal cosa como un «derecho socialista», de la misma forma que es un oxímoron estúpido y aberrante la idea de un «Estado socialista».  

Y es que, si hay una característica propia del comunismo, es que es una forma de organización social que se autorregula mediante mecanismos inmanentes, intrínsecos, orgánicos, porque es una organización social consciente, la primera de la historia humana. Las formas sociales precapitalistas tenían un gran conocimiento empírico de su entorno y, a lo largo del tiempo, fueron acumulando saberes transmitidos de generación en generación que el capitalismo primero despreció y marginó para luego intentar recuperarlos y convertirlos en una mercancía más. Pero estos saberes estaban mediados y articulados por la religión, es decir, por la mistificación de la relación del ser humano con la naturaleza y consigo mismo. El capitalismo ha devastado tanto nuestro entorno y ha atomizado tanto nuestras relaciones sociales que la vuelta a las formas de veneración sacral de la naturaleza y la comunidad puede parecer a veces deseable. Sin embargo, este rasgo de las sociedades precapitalistas es inseparable de su profundo tradicionalismo, porque su organización social no viene determinada por la actividad consciente de sus miembros, sino que se presenta como un producto de los ancestros y en última instancia de las divinidades. Con la autonomización del trabajo respecto a la tierra en el feudalismo y la subordinación en este modo de producción de la tierra al trabajo y, por tanto, al capital, la naturaleza y la propia comunidad ya no aparecen como entidades inmóviles y sagradas sino como un producto de nuestra propia actividad. Por tanto, son susceptibles a la comprensión racional sin mistificaciones religiosas y también, en consecuencia, al cambio, a la transformación consciente. La plena emancipación era imposible sin este paso. 

Pero ello no quiere decir que el capitalismo carezca de mistificaciones. Bien al contrario, la mercancía y su lógica se convierten en una particular forma de religión que lo impregna todo. Como no podía ser de otra forma cuando hablamos de la última sociedad de clases de la historia, el capitalismo desarrolla en su seno todas las potencialidades para la comprensión y dirección consciente del organismo social y su papel en la naturaleza. Al mismo tiempo, es la forma de organización social más inconsciente de todas las que han existido, porque su funcionamiento está regido por mecanismos automáticos que escapan por completo a la decisión de sus integrantes. Se explica así que jamás el ser humano haya tenido tanto conocimiento de cómo se dirige a la extinción y que, sin embargo, sea incapaz de cambiar de rumbo con los mecanismos sociales existentes. Hoy en día es algo que se ve con claridad por la catástrofe climática y la destrucción de la biosfera, pero era algo también muy evidente hace cien años con el estallido de la Primera y Segunda Guerra Mundial, cuando la carnicería de millones de personas y la destrucción de las principales economías del planeta era algo que se sabía indeseable y a la vez se demostraba inevitable —sin una revolución que, como ocurrió en 1917, las detuviera e intentara acabar con esos mecanismos. 

En todas estas formas sociales, por tanto, la actividad, la praxis inconsciente de la sociedad determina su futuro. El comunismo es la inversión de esta praxis. Al acabar con los automatismos de la mercancía, libera todas las potencialidades de autoconocimiento racional que ha producido el capitalismo y las pone al servicio de la especie y la restauración de su hábitat. La planificación de la producción a nivel mundial implica así la proyección consciente de nuestra actividad social con miras a la producción y reproducción de la vida de las generaciones presentes y futuras. Al acabar con toda forma de propiedad y por tanto con la escisión de la sociedad en clases, esta deja de estar en contradicción consigo misma, que es lo mismo que decir que las finalidades particulares de sus integrantes dejan de estar en contradicción con las del conjunto social. El ser humano puede entonces desarrollar armónicamente sus atributos específicos como especie, su naturaleza específica, en el sentido en que lo explicamos en Determinismo y revolución 

Es así como hay que entender la afirmación de los Manuscritos de 1844 de que en el comunismo la naturaleza se humaniza y el ser humano se naturaliza. El ser humano se naturaliza porque el individuo ha dejado de estar en oposición con esa parte de sí mismo que son los otros. El trabajo deja de ser un medio para vivir y se convierte en «la afirmación de mi vida individual, la peculiaridad de mi individualidad» objetivada en el producto de mi esfuerzo y realizada en la satisfacción de las necesidades y deseos de los otros (Cuadernos de París), como en la propia producción artística que, incluso cuando se hace en soledad, busca el diálogo con uno mismo como si fuera un otro. A su vez, la naturaleza se humaniza porque deja de ser esa fuerza extraña, sobrenatural, al mismo tiempo benéfica y amenazante, pero siempre misteriosa, que era para las sociedades pasadas. El ser humano entiende cuál es su lugar en el sistema complejo de la vida, cuál es el efecto de su actividad sobre él y cómo puede restaurar y mantener sus equilibrios. Puede hacerlo porque él mismo está en equilibrio, porque no solo sabe cómo hacerlo sino que tiene las riendas de su actividad para poder hacerlo. En este sentido, el comunismo es la naturaleza que se conoce a sí misma, la afirmación del ser humano en su esencia comunitaria, la definitiva superación de ese intervalo entre el comunismo primitivo y el comunismo integral que fueron las sociedades de clase.

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