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Clase y partido Teoría

Determinismo y revolución

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Por definición, la cuestión más importante para un revolucionario es cómo se opera la transformación revolucionaria. A partir de esta pregunta se desencadenan muchas otras: la primera de ellas es qué hay que cambiar para que se produzca esa transformación, pero también cómo se operó en el pasado, qué tuvo de específico e inimitable y qué podemos trasladar a nuestro presente, qué factores intervienen, cuáles de ellos escapan a nuestra decisión, qué lugar ocupan entre ellos la voluntad y la conciencia.

La respuesta que le damos a estas preguntas fija las coordenadas de nuestra acción. Es la brújula que orienta nuestro análisis de la realidad social y que regula nuestra intervención en ella. Es, en definitiva, lo que constituye el método desde el que desarrollar la teoría y la práctica revolucionarias.

Materialismo

Se tardó tiempo en entender que para que se produjera un verdadero cambio social, era necesario cambiar la forma material de producir nuestras vidas. Para que fuera posible siquiera la idea misma del cambio social, es decir, la idea de que el ser humano transforma sus propias condiciones de existencia, fue necesario empezar por desalojar a Dios de la realidad natural. La filosofía burguesa, como producto del empuje desacralizador que tiene el mundo mercantil, resolvió ese problema durante el siglo XVII con el mecanicismo cartesiano, otorgando a lo divino el ámbito de la conciencia para dar a los cuerpos unas leyes propias, cuya explicación podía hacerse sin acudir a Dios y que, por tanto, el ser humano podía modificar a su conveniencia. No por azar este primer paso se daba al calor de la revolución científica del siglo XVII, en la que grandes pensadores burgueses como Descartes, Leibniz o Hobbes tuvieron sin duda su contribución, y que sentaría las bases para la racionalidad del mundo moderno tal y como la conocemos.

El siguiente salto lo darían los pensadores materialistas del XVIII. En medio de la batalla de la burguesía contra el Antiguo Régimen que acabaría dando lugar a la Revolución Francesa, pensadores como Helvétius, d’Holbach o Diderot encontraron en el materialismo la forma de romper de una vez por todas con la sacralización divina del orden social, colocando al ser humano como una parte más del mundo natural bajo una visión monista. Al hacer esto, buscaban situar el funcionamiento de la sociedad como un asunto humano, no divino, que por tanto podía ser modificado gracias a la voluntad congregada en el Estado mediante el contrato social. Sin embargo, representantes como eran de la burguesía en ascenso, no podían superar una contradicción intrínseca a las relaciones sociales que les aupaban: la separación entre sujeto y objeto, entre el ser humano como un miembro más de la naturaleza y su vida en sociedad, con sus instituciones, sus leyes, sus educadores. Como ya apuntaron Marx y Engels y como restituyó agudamente Plejánov, los grandes materialistas burgueses entraban en un callejón sin salida al definir al ser humano como un producto mecánico de las condiciones naturales —al modo de Montesquieu, que explicaba en El espíritu de las leyes las formas de organización social y política a partir del clima— y al mismo tiempo al buscar la transformación social en el cambio de leyes, de instituciones políticas y de doctrinas teóricas y educativas. Si nuestro comportamiento social está determinado por las condiciones naturales ¿cómo cambiarlo? Y al mismo tiempo, si no lo está ¿cómo evitar caer en el dualismo entre naturaleza y cultura, materia y alma, que legitima el poder de la religión y su orden tradicional sobre nuestras vidas? O dicho de otra forma, si somos un producto de nuestras circunstancias ¿cómo transformarlas? Si nuestra voluntad es independiente a ellas, ¿por qué la conciencia de la desigualdad no ha acabado desde hace tiempo con la desigualdad?

El idealismo alemán, con Hegel a la cabeza, se dedicaría plenamente a esta contradicción, buscando en ella la respuesta al fracaso de la Revolución Francesa y de sus vientos de emancipación, que agitaron buena parte del mundo occidental desde Rusia hasta el Caribe. Defender la libertad significaba fundarla sobre una base monista, como habían entendido los materialistas del XVIII, pero integrando la voluntad en el conjunto del orden natural. Para ello era necesario introducir en la filosofía lo que la Revolución Francesa ya había introducido en la historia: la transformación de la realidad, la dinámica por la cual puede haber una continuidad (monismo) entre lo que era y ya no es, porque ha cambiado radicalmente, y cuya mutación por tanto es posible comprender de forma racional. La razón debía ser capaz de dar cuenta de las leyes de la naturaleza que en su devenir, en su movimiento histórico, darían lugar al sucederse de las sociedades humanas en una progresiva autoconciencia hacia su plena libertad. Se intentaba superar así la contradicción de los viejos materialistas, en la que naturaleza y sociedad, determinismo y transformación, se oponían entre sí. Pero esto se hacía al precio de convertir la razón en el motor mismo de la Historia. Así, un atributo del ser humano, su conciencia, se convertía en el verdadero sujeto histórico del que los seres humanos concretos, sus cuerpos, su acción, no eran sino encarnaciones sucesivas. Consecuentemente, la transformación social encontraba su expresión última en la transformación política, en la transformación del Estado como ese espacio de libertad y autoconciencia frente a una sociedad que actúa ciegamente, subyugada por la necesidad y sus múltiples intereses contrapuestos, en función de esa guerra de todos contra todos con la que Hobbes había sabido definir —sin saberlo— no el estado natural del ser humano, sino el estado natural de la sociedad capitalista.

La experiencia del proletariado en esa gran revolución política que fue la Revolución Francesa, sin embargo, mostraba que la transformación del Estado no era sinónimo de cambio social. Poco antes de exiliarse a Francia y conocer el movimiento obrero organizado que lo ganaría definitivamente al comunismo, Marx rompía con Hegel y el idealismo alemán para ir más allá de la revolución política —es decir, burguesa— en Alemania. Como diría en la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, escrita a finales de 1843 al mismo tiempo que La cuestión judía, hay que convertir «la crítica de la religión en la crítica del Derecho, la crítica de la teología en la crítica de la política» (p. 211). Esto es, para luchar por una verdadera transformación revolucionaria hay que pasar de la crítica de la mistificación religiosa —iniciada por los materialistas del XVIII y retomada por los jóvenes hegelianos de la mano de Feuerbach y Bruno Bauer— a la crítica de la mistificación del Estado, de la política y del derecho. Hay que plantear abiertamente que el Estado puede ser «un Estado libre sin que el hombre sea un hombre libre» («La cuestión judía», p. 184) y que «la emancipación política no es por sí misma la emancipación humana» (p. 193)[1]. Y esto es precisamente así porque, pese a la forma en que nos aparece en el capitalismo, el Estado no es ese espacio de libertad desde el que dirigir la sociedad civil, en los términos de Hegel. La voluntad y la conciencia no tienen la capacidad de movilizar el cambio social a partir del Estado, sino que a la inversa son los seres humanos concretos y materiales que componen esa sociedad civil, los que a través de esta determinan lo que el Estado es, lo que puede hacer y la misma falsa apariencia que toma ante nuestros ojos.

Gracias a Engels, al conocimiento de las teorías socialistas y sobre todo al contacto con el proletariado organizado en Francia, a lo largo de 1844 Marx empezaría a transitar de la crítica de las ideas a la crítica de las relaciones sociales que producen esas ideas. Para entender qué significaba esa emancipación universal que acabaría por cifrar en la lucha del proletariado por el comunismo, era preciso pasar de la crítica de la política a la crítica de la economía política. Era preciso entender que un verdadero cambio social no podía limitarse a cambiar las conciencias, porque «la conciencia jamás puede ser otra cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real» (Ideología alemana, p. 21), ni tampoco a transformar el Estado, porque «la organización social y el Estado brotan constantemente del proceso de vida de determinados individuos; pero de estos individuos, no como puedan presentarse ante la imaginación propia o ajena, sino tal y como realmente son; es decir, tal y como actúan y como producen materialmente y, por tanto, tal y como desarrollan sus actividades bajo determinados límites, premisas y condiciones materiales, independientes de su voluntad» (id.). Una transformación radical implicaría entonces una revolución que atacara directamente a las bases de la sociedad, al modo en que se produce y reproduce la vida material en ella.

A partir de estas premisas, Marx y Engels desarrollaron el materialismo histórico, el método que orientaría el conjunto de su trabajo teórico y práctico por la revolución comunista. La comprensión materialista de la historia llevaría a Marx a centrarse en cómo se articula el modo de producción capitalista, en hacer la crítica de la economía política y entender no sólo su funcionamiento, sino las contradicciones que preparan su final. Es por ello que no se puede partir de un método materialista sin entender, como él expuso en El capital, las categorías que articulan este modo de producción. Pero tampoco se puede entender nada de El capital si se lo lee como un manual de economía, desprovisto no sólo de su vocación revolucionaria, sino del método materialista que sitúa al capitalismo como la última sociedad de clases de la historia o más bien —en palabras de Marx— de la prehistoria humana.

Determinismo

¿Qué hay que cambiar para cambiarlo todo? El modo en que producimos y reproducimos nuestra vida material como sociedad. El modo de producción sobre el que se articula todo el edificio social y que, en el capitalismo, se rige por la producción de valor. Sin embargo, este planteamiento ha sido muy mal comprendido por el influjo gradualista de la II Internacional y sobre todo por los intereses contrarrevolucionarios del estalinismo, concentrado en construir una “ciencia proletaria” que sirviera de justificación ideológica para el desarrollo del capitalismo nacional. Debido a esta contaminación, se ha tendido a interpretar el materialismo histórico como si Marx y Engels redujeran al ser humano a un homo œconomicus, un homo faber que no sólo no se corresponde con la lógica social que vemos en sociedades precapitalistas o en los restos arqueológicos del origen de la especie, sino que además se parece sospechosamente a esa antropología capitalista con la que tantos pensadores burgueses naturalizaron las categorías históricas de este modo de producción, y que Marx y Engels combatieron a lo largo de toda su vida.

Pero situarlos en el materialismo vulgar resulta conveniente para quien al homo faber quiere oponer el homo sapiens, al economicismo el voluntarismo de la cultura librepensadora o, en definitiva, al estajanovismo soviético la misma explotación capitalista bajo el manto de las democracias occidentales. Se reproduce así el dualismo inherente a este modo de producción entre el materialismo burgués o el idealismo burgués, entre el empirismo de los «hechos muertos […], todavía abstractos, o la acción imaginaria de sujetos imaginarios» (Ideología alemana, p. 22) con el que va a romper el materialismo histórico.

Porque si partimos precisamente de nuestro método materialista, entenderemos que las ideas que los individuos se hacen de sí mismos y de la realidad que les rodea son producto de la forma en que producen y reproducen su vida. Los comunistas no oponemos una ideología a otra ideología, sino que analizamos las relaciones sociales que producen la ideología dominante y establecemos su caducidad histórica. De esta forma, se puede comprender cómo la lógica del valor produce espontáneamente al mismo tiempo el empirismo y el voluntarismo. Como corresponde a una sociedad de productores aislados entre sí, que operan ciegamente a espaldas de las necesidades sociales y para los que la sociedad no es sino el medio con el que cumplir el fin último de su ganancia privada, en el capitalismo la forma más intuitiva de entender la realidad es desde el punto de vista del individuo. El individualismo metodológico induce la percepción de una multiplicidad heterogénea de hechos aislados que no tienen una relación entre sí, si no es la del propio individuo que los observa. Desde el individuo atomizado del que partía Hume, no se puede afirmar que el Sol saldrá mañana sólo porque haya estado saliendo hasta ahora. La única forma de escapar de la parálisis empirista es plantear que, en efecto, el punto de unión de todos estos fenómenos es el propio individuo que los observa: él es el Sol en torno al que giran los planetas de la realidad externa. Se pasa así del empirismo al idealismo, al voluntarismo. En un modo de producción cuya célula social básica es el individuo atomizado, este se piensa como el centro, el motor y la finalidad última de todo el complejo social y de la propia realidad natural. Paradójicamente, las relaciones sociales más impersonales de la historia humana producen la impresión, invertida «como en una cámara oscura» (Ideología alemana, p. 21), de que la voluntad de las personas es omnipotente.

Frente a la ideología empirista y voluntarista que emana de las relaciones sociales capitalistas, los comunistas oponemos el determinismo y la noción de totalidad social, y afirmamos que solo desde estos dos puntos nodales se puede comprender la posibilidad de transformación revolucionaria de la sociedad.

Pero determinismo ¿en qué sentido? Si bien la noción de ley natural emerge ya en el siglo XVII con la primera revolución científica del capitalismo, no será hasta mucho más tarde que se empezará a hablar de leyes sociales. La emergencia de la economía política con Adam Smith y David Ricardo supondría el descubrimiento de que no sólo los hechos naturales, sino que también la actividad humana está sometida a determinaciones que escapan a la voluntad y la conciencia de los individuos y que se pueden estudiar de manera científica, racional. Las determinaciones sociales que plantearon, sin embargo, estaban deshistorizadas e inscritas en el comportamiento de todas las sociedades humanas, aunque fuera en germen. Esta naturalización de las categorías burguesas sigue siendo reproducida una y otra vez por los economistas de hoy en día, a tal punto que se quiere ver la forma capitalista del dinero ya en los granos de cacao utilizados como medio de cambio por las sociedades precolombinas.

Frente a esta operación, Marx estudia las leyes naturales del capitalismo como determinaciones que son, en primer lugar, específicas de este modo de producción y por tanto, en segundo lugar y ante todo, como determinaciones transitorias históricamente, determinaciones que producen a su vez las condiciones para el paso al siguiente modo de producción: el comunismo. Así, El capital no trata «del mayor o menor grado alcanzado, en su desarrollo, por los antagonismos sociales que resultan de las leyes naturales de la producción capitalista. Se trata de estas leyes mismas, de esas tendencias que operan y se imponen con férrea necesidad» (p. 7). Por eso «aunque una sociedad haya descubierto la ley natural que preside su propio movimiento —y el objetivo último de esta obra es, en definitiva, sacar a la luz la ley económica que rige el movimiento de la sociedad moderna—, no puede saltearse fases naturales de desarrollo ni abolirlas por decreto. Pero puede abreviar y mitigar los dolores del parto» (p. 8).

Es preciso entender esto bien: estas determinaciones no son entidades suprahumanas que dicten el curso de la Historia de forma teleológica como el Espíritu de Hegel, sino fuerzas supraindividuales —otra cosa es que a los pensadores burgueses todo lo que vaya más allá de su estrecha individualidad les parezca el Padre Celestial. Los verdaderos agentes históricos no son categorías abstractas, sino los individuos vivientes y concretos que al producir y reproducir su vida material producen también su vida social, su comportamiento histórico ante la naturaleza y ante el resto de individuos. Sin embargo, esto no lo hacen «a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos» (18 Brumario). Estas circunstancias ya existentes que «les han sido legadas por el pasado» a los individuos no son un cúmulo circunstancial y aleatorio. Están regidas por determinaciones, por leyes sociales específicas del modo de producción en el que estos actúan. Pero ¿en qué consiste un modo de producción?

En su formulación más general, hay «tres aspectos o, para decirlo a la manera alemana, […] tres “momentos” que han existido desde el principio de la historia y desde el primer hombre y que todavía hoy siguen rigiendo en la historia» (Ideología alemana, p. 24): la producción de los medios indispensables para satisfacer las necesidades materiales inmediatas —comer, beber, tener un techo, etc.—, la creación de nuevas necesidades a partir de esa misma producción, y la reproducción, en su sentido más físico de producción de otros seres humanos. Estos elementos que constituyen la «producción de la vida» (id.) no solo consisten en la «reproducción de la existencia física de los individuos. Es ya, más bien, un determinado modo de actividad de estos individuos, un determinado modo de manifestar su vida, un determinado modo de vida de los mismos. Tal y como los individuos manifiestan su vida, así son. Lo que son coincide, por consiguiente, con su producción, tanto con lo que producen como con el modo como producen» (p. 16).

Así pues, el modo de producción es al mismo tiempo físico y social, ya que comporta un modo de cooperación —un tipo específico de organización social— para llevar a cabo la producción de la vida. Los individuos —esos agentes realmente existentes de la historia— al nacer se encuentran con unas circunstancias materiales y sociales determinadas o, lo que es lo mismo, con un determinado estado de las fuerzas productivas y unas relaciones sociales que le corresponden. Las fuerzas productivas se componen tanto de la naturaleza sin transformar —como la disposición del territorio y sus recursos, que tiene un peso sobre todo al inicio de las sociedades humanas— como la naturaleza ya transformada por las generaciones pasadas y que se presenta como trabajo social acumulado, ya sea físico —instrumentos, infraestructuras, etc.— o cultural, en forma de conocimientos, técnicas y habilidades destinados a la producción y transmitidos de una generación a otra. A ellas también hay que añadir la disposición misma de fuerzas vivas de trabajo, es decir, de la cantidad de miembros de la sociedad que producen juntos con un determinado grado de especialización en las tareas de las que se ocupan, una forma determinada de combinarse en el proceso de producción social. Así, el crecimiento demográfico y la división del trabajo son factores también del desarrollo de las fuerzas productivas, aunque en primer lugar sean un producto suyo.

Es importante entender bien el papel que Marx y Engels le dan a las fuerzas productivas frente a dos tipos de deformación que ha provocado la contrarrevolución. Por un lado, se ha entendido que las fuerzas productivas podían reducirse al tipo de invenciones técnicas que, de manera unilateral y abstracta, determinarían las relaciones de producción y el resto del complejo social. Pero quien tiene este tipo de visión es la burguesía, que separa las edades del ser humano en el uso de la piedra, del bronce o del hierro, no los comunistas. Para nosotros, las sociedades humanas se dividen en modos de producción cuya diferencia específica son las relaciones sociales de producción, las cuales azuzan o aletargan el desarrollo de la productividad en función de su propia lógica interna. Por ello podemos distinguir la importancia menor que tiene la invención del reloj hidráulico en la China del siglo XI —que no supone una mejora de la productividad sino un artículo de consumo, un ingenio para divertir a la clase dominante— respecto a la que tendrá el reloj mecánico en el origen del capitalismo en Europa. Por ello también situamos con Marx el modo de producción feudal, que se da en una Europa mucho más atrasada técnicamente que las sociedades coetáneas de Asia y el norte de África, en un estadio posterior de desarrollo como modo de producción, en el que la autonomización de los medios de trabajo respecto a la tierra prepara el salto al modo de producción capitalista. Tampoco le dan Marx y Engels una progresión lineal e imparable al desarrollo de las fuerzas productivas. Al contrario, este sufre avances y retrocesos en función de las circunstancias históricas, porque «el que las fuerzas productivas obtenidas en una localidad, y principalmente las invenciones, se pierdan o no para el desarrollo ulterior, dependerá exclusivamente de la extensión del intercambio» (Ideología alemana, p. 46). Por ello puede haber una Edad Oscura entre la Grecia arcaica y clásica en la que se olvida la escritura, o por ello los habitantes medievales de Roma miraban la cúpula del Panteón como un producto de magia. Bien al contrario, es el impulso a la mundialización que está inserto desde su inicio en las relaciones sociales capitalistas el que impide —mal que le pese— un retroceso en las fuerzas productivas, así como es la lógica del valor la que involucra como jamás se había hecho en la historia los desarrollos tecnológicos y científicos en el proceso productivo.

Y sin embargo, el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas y la división del trabajo son la base material de esas relaciones de producción. Precisamente la segunda deformación, que viene como reacción a la primera, consiste en negar esta base y reducir la estructura social a las relaciones de producción que la articulan. Quizá la formulación más clara de estos planteamientos, si bien desde un punto de vista académico y no militante, es la que desarrolla Brenner con la noción de «relaciones sociales de propiedad», una visión vulgarizada por Federici en el Calibán y la bruja. Bajo esta perspectiva, las causas que provocan el paso de un modo de producción al siguiente dejan de tener determinaciones materiales y se presentan como un cúmulo de casualidades y resultados no deseados de la lucha de clases, privándonos de un fundamento objetivo para la explicación histórica. Los modos de producción son sistemas cerrados y el paso de uno a otro es, en el fondo, azaroso, no el producto de contradicciones internas. En consecuencia, para Meiksins Wood, que lleva al extremo los planteamientos de Brenner, el capitalismo es una mera contingencia histórica que, como es lógico, ya que un hecho de azar no puede darse en varios lugares a la vez, nace en Inglaterra[2] Pero esa no es la perspectiva de Marx y Engels, para los que el nivel de las fuerzas productivas tiene su manifestación más palpable en el grado de división del trabajo, y «las diferentes fases de desarrollo de la división del trabajo son otras tantas formas distintas de la propiedad; o, dicho en otros términos, cada etapa de la división del trabajo determina también las relaciones de los individuos entre sí» (Ideología alemana, p. 17). Porque el desarrollo de la capacidad productiva de las sociedades abre la posibilidad de una mayor división del trabajo que «se traduce, ante todo, en la separación del trabajo industrial y comercial con respecto al trabajo agrícola y, con ello, en la separación de la ciudad y el campo y en la contradicción de los intereses entre una y otro. Su desarrollo ulterior conduce a la separación del trabajo comercial del industrial. Al mismo tiempo, la división del trabajo dentro de estas diferentes ramas acarrea, a su vez, la formación de diversos sectores entre los individuos que cooperan en determinados trabajos» (id.). El aumento de la capacidad productiva aumenta los excedentes que sin duda, como muchas sociedades han hecho en la historia intuyendo su potencial disgregador, pueden ser redistribuidos mediante la lógica del don o directamente destruidos en rituales colectivos, pero que en cualquier caso hacen posible su utilización para descomponer la matriz primaria del cultivo de la tierra en grupos especializados en otras actividades y desarrollar así el intercambio mercantil.

Sobre esta base, Marx desarrolla en las «Formas que preceden a la producción capitalista» de los Grundrisse los procesos de desintegración de las diferentes formas de comunidad precapitalistas a partir de sus contradicciones internas. «El objetivo de todas estas entidades comunitarias es [[su]] [3] conservación», es decir, la reproducción de sus miembros a través de las condiciones de producción cuyo acceso asegura su pertenencia a la comunidad, lo cual «constituye al mismo tiempo el comportamiento de los miembros entre sí y por consiguiente constituye la comunidad misma. Pero, al mismo tiempo, esta reproducción es necesariamente nueva producción y destrucción de la forma antigua. Por ejemplo, allí donde cada uno de los individuos puede poseer cierto número de acres de tierra, ya el mero aumento de la población constituye un impedimento. Para superarlo se hace necesaria la colonización y ésta hace necesaria la guerra de conquista. Como resultado, esclavos, etc. También ampliación del ager publicus p. ej. y patricios, que representan a la comunidad, etc. De tal modo la conservación de la comunidad antigua implica la destrucción de las condiciones en las que se basa, se convierte en su opuesto» (p. 454). En su esfuerzo por reproducir su vida material mediante unas condiciones de producción (medios y material de trabajo) determinadas y unas relaciones de producción que condicionan su acceso a ellas, los individuos terminan por transformar esas mismas condiciones y las relaciones sociales que las articulan.

Esta noción es medular en el materialismo histórico y atravesará todo el trabajo teórico de Marx. Consiste en comprender que los individuos se relacionan con la naturaleza mediante las relaciones de producción y que, al transformarla, acaban por transformar sus propias relaciones de producción y por tanto a sí mismos. El materialismo histórico supera de esta forma el dualismo entre materialismo burgués e idealismo, porque rompe con la separación entre sujeto y objeto mediante una comprensión de la relación entre el ser humano y la naturaleza a través de su práctica social, histórica y —llegado el momento— revolucionaria.

Ya en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 Marx trata el trabajo como una característica antropológica, por la cual el ser humano actúa como tal —es decir, pone en juego sus atributos específicamente humanos— cuando transforma la naturaleza: en la sociedad burguesa «el trabajo, la actividad con que vive, la misma vida productiva se le presentan al hombre primero como mero medio para satisfacer una necesidad, la de conservar la existencia física. Pero la vida productiva es la vida de la especie, es vida que genera vida. El tipo de acción con que vive una especie encierra todo su carácter, le caracteriza específicamente, y la actividad libre, consciente es la característica de la especie humana. La vida misma se presenta simplemente como medio para vivir» («Manuscritos de París», p. 364). Esta misma noción, que en 1844 todavía seguía teniendo rasgos muy filosóficos, Marx la llevará a tierra en La ideología alemana y en las Tesis sobre Feuerbach cuando plantee que la esencia del ser humano es social e histórica, porque lo que el ser humano es se transforma a medida que transforma la naturaleza para producir su vida. Al trabajar, al modificar la naturaleza para satisfacer sus necesidades, los individuos transforman las relaciones sociales que les constituyen, transformándose de este modo a sí mismos. Hay que apuntar aquí que naturaleza histórica no quiere decir constructo social, ese concepto posmoderno en el que somos seres construidos por fuerzas heterónomas, alienantes y en última instancia inatacables, sino una visión dinámica del ser humano en la que este es lo que, determinado por las condiciones materiales e históricas de las que parte, su propia acción va transformando socialmente. Podremos así entender que «la esencia humana no es algo abstracto e inmanente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales» (sexta Tesis sobre Feuerbach). Para Marx y Engels, para el materialismo histórico, el ser humano no es ni homo faber ni homo sapiens, sino homo Gemeinwesen, homo ‘comunidad’ históricamente determinada.

En la medida en que la noción de naturaleza humana es una noción dinámica e histórica, tanto la condición del sujeto como la de sus condiciones de existencia son un problema esencialmente práctico. La dificultad de entender la pertenencia del ser humano al mundo natural sin reducirlo a un cúmulo mecánico de músculos y nervios —que aún hoy reproduce el pensamiento científico, como se ve en la polarización entre mecanicismo e idealismo en la neurociencia— no es un problema teórico sino práctico: es la emanación necesaria de unas relaciones sociales que separan de facto al ser humano de sus condiciones de existencia, de la naturaleza como su cuerpo inorgánico. Esta separación entre sujeto y objeto, entre cultura y naturaleza —que hizo entrar en un callejón sin salida a los materialistas del XVIII y que los idealistas alemanes del XIX sólo pudieron resolver mistificando esta relación a través de la realización del Espíritu— Marx la sitúa como un producto de las relaciones de producción, es decir, de la práctica de los individuos hacia la naturaleza a través de una sociedad históricamente determinada, porque «el problema de si puede atribuirse al pensamiento humano una verdad objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico» (segunda Tesis sobre Feuerbach). Su solución, por tanto, no la podremos encontrar en la filosofía sino en la misma práctica que, primero inconsciente al transformar sus condiciones de existencia y después consciente al transformar las mismas relaciones de producción, es una práctica revolucionaria: «la coincidencia del cambio de las circunstancias con el de la actividad humana o cambio de los hombres mismos solo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria» (tercera Tesis sobre Feuerbach).

Sucesión de modos de producción

Al recorrer la historia de esta separación entre el sujeto y el objeto, entre el individuo y sus condiciones de existencia, no hay en Marx la linealidad ni el etapismo que utilizaría el estalinismo para justificar su política interclasista en otros países. Al contrario, en las «Formas» se esboza un recorrido complejo desde lo que más tarde Engels describiría en el Origen de la familia como el comunismo primitivo hasta el punto en que los productores se ven separados por completo de sus condiciones de existencia en el capitalismo, convirtiéndose en fuerza de trabajo suspendida en el aire. Lejos de ser una línea recta por la que deben pasar cada una de las sociedades humanas, la historia se asemeja más a un árbol con muchas ramas que se elevan en distintas direcciones, que tienen recorridos más largos o detienen pronto su desarrollo, que se cruzan, pero cuyo tronco sin embargo crece siempre hacia arriba. Esto es así no porque la historia esté teleológicamente determinada, sino porque cuando una sociedad ha alcanzado un grado superior de desarrollo el resto de grupos humanos —especialmente cuanto más va creciendo la interconexión entre ellos por el comercio— no pueden quedar indiferentes. «Todas las colisiones de la historia nacen, pues, según nuestra concepción, de la contradicción entre las fuerzas productivas y la forma de intercambio. Por lo demás, no es necesario que esta contradicción, para provocar colisiones en un país, se agudice precisamente en este país mismo. La competencia con países industrialmente más desarrollados, provocada por un mayor intercambio internacional, basta para engendrar también una contradicción semejante en países de industria menos desarrollada (así, por ejemplo, el proletariado latente en Alemania se ha puesto de manifiesto por la competencia de la industria inglesa)» (Ideología alemana, p. 64).

En el materialismo histórico, lo que marca el grado de desarrollo de los modos de producción no es su carácter técnico o cultural, sino el tipo de relación que tiene el individuo con sus condiciones de existencia y, por tanto, el grado de disolución de la comunidad originaria —sociedades no clasistas, sean forrajeras o sedentarias— donde individuo, comunidad y condiciones objetivas de existencia no están aún separados. Al inicio las condiciones de producción son fundamentalmente la tierra, esa matriz que es al mismo tiempo medio de trabajo y materias primas, y a la cual está subordinada la producción del resto de instrumentos. El individuo tiene acceso a ella gracias a la comunidad y en tanto que miembro de la comunidad. No hay diferencia entre él y el grupo humano que constituye su ser y que garantiza, mediante la cooperación, la producción de su vida a través de la tierra. Individuo, comunidad y condiciones de existencia están unidos.

Pero el comunismo primitivo es comunismo hacia dentro de la comunidad, no hacia fuera. La guerra se vuelve a menudo la tarea colectiva primordial, lo que facilita, especialmente con la esclavitud,  la emergencia de la propiedad privada y el inicio de las sociedades de clase. Se inicia una segunda fase de desarrollo[4] en la que el individuo ya no tiene garantizado su acceso a las condiciones de producción por el mero hecho de ser miembro de la comunidad. A la inversa, solo teniendo acceso a esas condiciones, solo siendo propietario de tierras puede seguir siendo miembro de la comunidad. De este modo la esclavitud por deudas, por la que uno deja de ser miembro de la comunidad para convertirse en un medio de producción suyo, está extendida en este estadio en todos los territorios, desde la China tradicional hasta la antigua Roma. Esta segunda fase se caracteriza entonces por el hecho de que el individuo sigue siendo poseedor de sus medios de producción, pero a riesgo de perderlos y convertirse en uno más de ellos, y de que estos son aún fundamentalmente auxiliares de la tierra, por lo que la ciudad es solo una «sede ya desarrollada (centro) de los campesinos (propietarios de la tierra)» («Formas», p. 436) que está basada sobre la propiedad de la tierra y la agricultura. La manufactura no es propia de los ciudadanos, solo de los extranjeros y de los antiguos esclavos, y el comercio es en estas sociedades sobre todo suntuario y a larga distancia: la mercancía no ha ocupado el corazón de la producción, ni media las relaciones de explotación.

La emergencia del modo de producción feudal será un salto cualitativo, un tercer estadio de desarrollo que prepara la separación definitiva del individuo respecto a sus condiciones de existencia. Esto es así precisamente porque lo esencial no es el nivel de desarrollo tecnológico en sí mismo, sino el tipo de dinamismo social que introduce la autonomización de los medios de trabajo respecto a la tierra y, en consecuencia, la autonomía de la ciudad respecto al campo. Porque «la historia antigua clásica es historia urbana, pero de ciudades basadas sobre la propiedad de la tierra y la agricultura; la historia asiática es una especie de unidad indiferente de ciudad y campo (en este caso las ciudades verdaderamente grandes deben ser consideradas meramente como campamento señorial, como una superfetación sobre la estructura propiamente económica); la Edad Media (época germánica) surge de la tierra como sede de la historia, historia cuyo desarrollo posterior se convierte luego en una contraposición entre ciudad y campo; la [[historia]] moderna es urbanización del campo, no, como entre los antiguos, ruralización de la ciudad» (p. 442).

En la antigua Roma la ciudad es la sede de los propietarios de la tierra, desde la que ejercen su dominio político y militar. Es por ello natural que, a medida en que la esclavitud en la que reposa el modo de producción antiguo clásico dé cada vez mayores muestras de agotamiento, la ciudad antigua comience su disolución y se inicie un proceso de ruralización de la población —lo contrario que en el modo de producción capitalista, cuyo agotamiento conduce a un proceso de urbanización exponencial y sin límites. Precisamente porque en el feudalismo naciente las ciudades tienen un papel periférico en la explotación de clase, estas podrán desarrollar una autonomía económica, jurídica y política que será el correlato de la progresiva autonomización de los medios de trabajo respecto a la tierra. Este rasgo caracteriza al feudalismo como tercer estadio de desarrollo en los modos de producción: «allí donde está puesta esta forma del trabajador como propietario o del propietario trabajador como forma autónoma junto a la propiedad de la tierra y fuera de ésta ([[esto es, donde se da]] el desarrollo artesanal y urbano del trabajo)», allí donde los medios de trabajo se han desgajado de la tierra como el medio que dominaba el conjunto de la producción, allí donde el artesanado se reproduce de forma autónoma respecto a las clases rurales, «ya está presupuesto un segundo[5]  estadio histórico junto y a la vez fuera del primero» (p. 460).

Solo esta autonomización de los medios de producción respecto a la tierra podía preparar el salto al cuarto estadio, el capitalismo. Con las ciudades medievales, se establece un tipo de economía que, basada en el artesanado y el comercio que le acompaña, gira en torno a la circulación de la mercancía y del dinero. Así, la ciudad ya no será solo la sede del comercio a larga distancia, sino que empezará a alimentar un intenso comercio de proximidad entre ella y las zonas rurales cercanas. Ofrecerá al mismo tiempo un aliciente a siervos y señores feudales para comercializar los productos agrarios y transformar la renta en especie en renta dineraria, así como un espacio de resistencia en el que los siervos podrán escapar del poder feudal y que se volverá así un factor de debilitamiento del mismo. Mediante la monetización de la renta feudal y la progresiva acumulación de antiguos siervos en las ciudades, sin capacidad de los gremios para absorberlos —como los ciompi florentinos—, se preparan las bases para la separación definitiva del individuo respecto a sus condiciones objetivas de existencia, creando la mano de obra desnuda necesaria para la emergencia de las relaciones sociales capitalistas.

Por otro lado, con la autonomización de los medios de trabajo se da un salto en la relación del individuo con sus condiciones de existencia, que dejan de aparecer como un regalo de la naturaleza para hacerlo un producto de su trabajo consciente, así como lo hace la propia comunidad. En el artesanado, el individuo deja de aparecer como un producto de las relaciones sociales y sus condiciones objetivas de existencia para empezar a manifestarse como un agente de las mismas: «el instrumento mismo es ya producto del trabajo y, en consecuencia, el elemento que constituye la propiedad ya es puesto como resultado del trabajo, la entidad comunitaria ya no puede aparecer aquí en la forma natural, como en el primer caso —la entidad comunitaria, sobre la que está fundado este tipo de propiedad—, sino como entidad comunitaria que ya es ella misma producida, generada, secundaria, producida por el trabajo mismo» (p. 461). Gracias al desarrollo de las fuerzas productivas, a la división del trabajo y a las relaciones de producción que le acompañan, el individuo toma conciencia de su propia agencia histórica, de su papel en la constitución de su entorno natural y social, un elemento que será distintivo de la clase burguesa naciente y que dará la base material para que emerja la noción misma de cambio social. Este proceso que el feudalismo posibilita será culminado por el capitalismo, que limpia «la tierra entonces de sus bocas superfluas, a los hijos de la tierra los arranca del pecho que los crió y transforma de este modo la propia agricultura, que conforme a su naturaleza se presenta como fuente directa de subsistencia, en fuente mediada de subsistencia, completamente dependiente de relaciones sociales. (La dependencia recíproca debe haber alcanzado todo su relieve antes de que se pueda pensar en una verdadera comunidad social. Todas las relaciones como puestas por la sociedad; no como determinadas por la naturaleza.) Por ello, sólo entonces es posible la aplicación de la ciencia y se desarrolla plenamente la fuerza productiva» (Grundrisse, vol. 1, p. 218).

No hay una teleología de la historia, ni categorías absolutas que hagan uso de los cuerpos y las mentes de los individuos para llevar a cabo sus designios. Son los individuos vivientes, reales y concretos los que hacen la historia. Pero no la hacen bajo su libre arbitrio, sino en función de las determinaciones sociales que les vienen heredadas de las generaciones pasadas y que componen una totalidad social con su propia lógica interna, con sus propias contradicciones, con su dinámica histórica específica. Nuestro determinismo consiste en la comprensión de estas determinaciones sociales, estas leyes naturales de los modos de producción, en busca de la posibilidad material para subvertirlas.

El capitalismo no estaba prescrito en la sociedad tardorromana del siglo V. Sí lo estaba la tendencia a la autonomización de la ciudad medieval aunque, como tendencia, podría haber sido neutralizada por ejemplo por una centralización estatal de tipo tributario, como ocurriría con el Imperio romano de Oriente. Que una tendencia al interior de unas relaciones de producción específicas sea más fuerte o no dependerá del propio dinamismo de esas relaciones. Como explicábamos más arriba, el desarrollo de las fuerzas productivas es la base material sobre la que podemos explicar el paso de un modo de producción al siguiente, pero las relaciones sociales de producción son las que aletargan o exacerban ese mismo desarrollo. De esta forma, unas relaciones sociales en las que la comuna trabaja colectivamente la tierra porque su propiedad nominal no puede fragmentarse, sino que está monopolizada por un Estado tributario, son un tipo de relaciones homeostático, muy conservador, en las que bien puede haber un gran dinamismo entre los representantes de la clase dominante, pero las relaciones de producción se mantienen estables a lo largo del tiempo: «a causa de la forma de la renta en productos, ligada a determinado tipo de producto y de la producción misma, a causa de la combinación de agricultura e industria domiciliaria que le es imprescindible, a causa de la autosuficiencia casi completa que adquiere la familia campesina en razón de ello, a causa de su independencia con respecto al mercado y al movimiento de la producción y de la historia de la parte de la sociedad situada fuera de ella, en suma, a causa del carácter de la economía natural en general, esta forma es sumamente apropiada para proporcionar la base de situaciones sociales estacionarias tales como las que vemos por ejemplo, en Asia» (El capital, libro III, vol. 8, pp. 1012-1013). Fuera de estas características, una vez que la propiedad privada ha tomado autonomía respecto de la comunidad y, aún más, una vez que los medios de trabajo se han separado de la tierra, la tendencia a la disgregación de la comunidad primitiva se vuelve cada vez más fuerte.

El desarrollo de las fuerzas productivas no ejerce aquí de mera condición de posibilidad para el siguiente modo de producción[6], sino de una fuerza de empuje que se retroalimenta a medida que avanza y que potencia las tendencias intrínsecas a las contradicciones de las relaciones de producción que la articulan. Si el capitalismo no estaba prescrito en el siglo V, para el siglo XII el desarrollo de las fuerzas productivas, de la división del trabajo, del dinamismo mercantil que había posibilitado el modo de producción feudal hacía cada vez más ineludible la tendencia histórica que conducía a él. Faltarían todavía varios siglos para que la burguesía, la clase portadora de ese nuevo modo de producción, pudiera imponerse mediante la toma y transformación del Estado. Fue derrotada política y militarmente en la Italia de las comunas medievales, en la España de los comuneros, en la Alemania de las guerras campesinas, pero la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción medievales se iba a haciendo cada vez más convulsa, más fuerte, más determinante para la transformación histórica de la Europa medieval y, por la potencia mundial del capitalismo, para la transformación misma del planeta.

Totalidad social

Al hablar de modo de producción, corremos el riesgo de entenderlo como un concepto en el sentido habitual del término. Esto es, como una clasificación artificial de una serie de objetos a partir de determinados rasgos comunes, como una abstracción de sus diferencias para hacerlos entrar en la taxonomía elegida. Si así fuera, el modo de producción sería tan solo una categoría para interpretar la realidad, no un sistema de determinaciones capaz de regir la acción humana en el curso de la historia y nuestras propias interpretaciones de la misma.

La visión burguesa del devenir social, como explicábamos al principio, está escindida inevitablemente —por sus determinaciones sociales— en sujeto y objeto. Siendo así, la historia se presenta como un cúmulo caótico de acontecimientos que solo el sujeto, ese Sol en torno al que giran los planetas de la realidad externa, puede ordenar mediante la elaboración de abstracciones más o menos descriptivas de los fenómenos según su habilidad y lucidez. Quizás el ejemplo más conocido de esta metodología son los tipos ideales de Max Weber, por los que el poder político en las distintas sociedades se clasifica según predomine en ellas la autoridad tradicional, carismática o legal-racional. Más allá de su mayor o menor interés descriptivo, sin embargo estas categorías no tienen ninguna capacidad explicativa. Son abstracciones que no dicen nada de las sociedades concretas que incluyen, sino solo de sus rasgos comunes que han sido seleccionados mediante comparación, ni tampoco explican por qué se pasa de unas sociedades a otras. Sirven si acaso para dar una determinada interpretación de la realidad social, pero no sirven para transformarla.

Tomado de la dialéctica hegeliana, el método que utiliza Marx es muy distinto. El modo de producción no es una abstracción, sino el basamento que articula una totalidad social, un conjunto orgánico «de múltiples determinaciones» (Grundrisse, vol. 1, p. 21). A la noción corriente de concepto oponemos así la de totalidad, un organismo real y operante cuyo funcionamiento solo se puede explicar desgranando las categorías más simples y abstractas que lo presuponen, las categorías más complejas que estas producen al relacionarse entre sí y, en definitiva, las contradicciones que comportan estas relaciones y cómo se superan para mantener igual a sí mismo, pero en movimiento, en transformación, ese organismo complejo que es una totalidad social. En «El método de la economía política» de los Grundrisse Marx da un ejemplo ilustrativo: si queremos explicar la economía política de un país, lo lógico sería empezar por analizar la población, que es el agente real y concreto de esa economía. Pero al empezar a analizarla, encontraríamos que no se puede entender la población en general, sino que hay que atender a las clases que la componen. Pero las clases en sí mismas no son más que abstracciones si no miramos los elementos sobre los que reposan: así, para hablar de clase proletaria y clase capitalista habría que analizar qué es el trabajo asalariado y qué el capital. Imposible sin embargo entender trabajo asalariado y capital sin entender el dinero, la mercancía, el valor. Descompondríamos de esta forma la entidad concreta —y por tanto compleja— de la población en sus múltiples categorías cada vez más abstractas —y por tanto más simples— para, llegado a un punto, tomar el camino de vuelta recomponiendo ya de manera precisa, a partir de su lógica interna, cómo se relacionan de verdad esas categorías y cómo producen otras más complejas a su vez —por ejemplo, cómo la relación contradictoria entre valor de uso y valor se transforma en la contradicción entre mercancía y dinero— y en este proceso «dar de nuevo con la población, pero esta vez no tendría una representación caótica de un conjunto, sino una rica totalidad con múltiples determinaciones y relaciones» (id.). Frente a la burguesía, que intenta entender las sociedades concretas incluyéndolas en tipos ideales que se construyen a costa de negar las diferencias específicas entre ellas, para Marx solo se puede entender una sociedad concreta como síntesis de las diferentes categorías abstractas que, al relacionarse entre sí, dan lugar a un organismo complejo. Esto que puede parecer simplemente una estrategia distinta para pensar la realidad supone, sin embargo, un abismo: en la primera el todo es visto como un invento del sujeto pensante para reunir sus partes, no algo real; en la segunda, en la nuestra, la totalidad solo existe mediante las partes que la componen y la relación entre ellas, pero existe como totalidad, como organismo complejo con su propio modo de funcionamiento. En la primera, no se puede transformar la sociedad, sólo sus individuos, sus comportamientos particulares, sus voluntades y conciencias. Nosotros sabemos que la sociedad es real y que existe a través de la forma en que los individuos concretos se ponen en relación entre sí dando lugar a fuerzas supraindividuales que, producidas por ellos, sin embargo escapan a su control. Por eso lo que puede y debe ser transformado es la sociedad, no sus individuos aislados, acabando con las determinaciones sociales que generan los comportamientos, voluntades y conciencias de esos individuos.

Precisamente porque en nuestro método no se anulan las diferencias de las sociedades concretas para afirmar categorías más generales, sino que son explicadas a partir de la lógica de esas categorías, podemos analizar las sociedades precisamente como totalidades diferentes las unas de las otras. Esto es esencial para entender por qué hay categorías que podemos encontrar en distintos modos de producción pero, por el lugar que ocupan dentro de cada totalidad social, son diferentes entre sí. Así por ejemplo, podemos encontrar dinero en los diferentes modos de producción, pero no tiene las mismas funciones que en el capitalismo. Es más, el dinero es sobre todo medio de cambio en los modos de producción precapitalistas, pero hasta que no se convierte en el capitalismo en una categoría subordinada, una metamorfosis del valor, no adquiere todas sus funciones. O por ejemplo, la renta de la tierra ha sido la forma clásica de extracción de plustrabajo antes del capitalismo, pero en él solo es una forma concreta que adquiere el plusvalor una vez que se ha formado la ganancia media del capital.

Igualmente, en la medida en que nuestro método no abstrae las diferencias sino que las explica en función de la totalidad en que se inscriben, podemos entender las sociedades reales sin eclecticismos ni intersecciones. Las sociedades no se deben a una multiplicidad de factores con orígenes y funcionamientos diversos que, al cruzarse en un determinado punto, dan lugar a una sociedad en un lugar y un momento precisos, como podrían ser el género, la raza, la dominación mediante el saber-poder, los intereses económicos, la actitud hacia la naturaleza, etc. Tampoco consisten en una combinación de diferentes fuentes (ahistóricas) del poder social que darían su tono particular a cada sociedad en función del peso de cada una. Se trata al contrario de conjuntos sociales que tienen una y la misma lógica y que con ella articulan las diferentes categorías que los componen, aunque algunas vinieran de modos de producción previos con su lógica específica.

Si bien la idea de totalidad proviene de la dialéctica hegeliana, para Marx, a diferencia de Hegel, no todas las manifestaciones de la vida social articuladas en ella tienen el mismo carácter estructural. La forma en que los individuos producen y reproducen su vida, estableciendo relaciones entre sí acorde a determinado grado de fuerzas productivas, marca la dinámica que «engendra sus propias instituciones jurídicas, su propia forma de gobierno» (Grundrisse, vol. 1, p. 8). Esto no quiere decir que sean meras emanaciones ideológicas, reflejos mecánicos ni formas de falsa conciencia de una estructura económica que estaría por fuera de ellas. La economía y la política se presentan como esferas separadas en el capitalismo, pero hacen parte de una misma lógica común. Así, el derecho y la democracia son productos directos de la lógica del valor que, a su vez, tienden a regir la manera en que se reproducen las relaciones de producción capitalistas. Son determinaciones intrínsecas a esa totalidad social regida por la mercancía. De la misma forma ocurre en todos los modos de producción: «la forma económica específica en la que se le extrae el plustrabajo impago al productor directo determina la relación de dominación y servidumbre, tal como ésta surge directamente de la propia producción y a su vez reacciona en forma determinante sobre ella» (El capital, libro III, vol. 8, p. 1007, las cursivas son nuestras). Ello no impide que esta tenga «infinitas variaciones y matices en sus manifestaciones, las que sólo resultan comprensibles mediante el análisis de estas circunstancias empíricamente dadas» (id.), pero su elemento rector siempre será el modo de producción en el que se basan. En el caso de un modo de producción mundial, como es el capitalismo, esto es tanto más cierto. Podemos encontrar múltiples variaciones políticas y jurídicas entre los diferentes Estados, desde monarquías y repúblicas islámicas hasta Estados plurinacionales e indígenas, desde repúblicas laicas valederas de los ideales de la Ilustración hasta Estados-partido cuya única religión es el culto al líder nacional, pero todos estos Estados son igualmente Estados capitalistas, regidos por los imperativos del valor, la explotación del proletariado, la igualdad jurídica entre explotadores y explotados o la competencia en el mercado mundial, y tienen en consecuencia un comportamiento parecido.

Las formas de conciencia social que corresponden a estas formas políticas y jurídicas son a su vez múltiples y pueden contraponerse entre sí —como la ideología tradicionalista y la democrática—, pero no pueden sino ser contraposiciones dentro del mismo crisol de la ideología dominante, porque «las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas» (Ideología alemana, p. 39). A partir de ahí, naturalmente la clase dominante procura promover conscientemente su ideología a través de la escuela, la religión o los medios de comunicación. Sin lugar a dudas, sus distintas fracciones se contraponen entre sí para transmitir una forma ideológica u otra a través de estos mecanismos. Ninguna de ellas, sin embargo, puede contraponerse a los mandatos del capital y sobrevivir en el intento.

Lo normal será por tanto que en tiempos de paz social, en el que las relaciones de producción se reproducen con normalidad y sin sobresaltos, la clase dominada comparta las ideas dominantes, incluso con sus variantes obreras como la autogestión de tipo proudhoniano, el sindicalismo o la democracia radical. Pero esto ocurre no solo ni tanto por el influjo de las instituciones especializadas en producir ideología —es decir, por la voluntad de la clase dominante—, sino porque el estado de conciencia social corresponde espontáneamente a las relaciones de producción en las que está inserta mientras se mantenga la normalidad social.

Y es que «no es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia» («Prólogo» a la Contribución a la crítica de la economía política, p. 5). Ello implica que la historia de las ideas, de las representaciones que se hacen los individuos de su propio hacer social, no tiene una existencia histórica independiente de ese mismo hacer social. No significa sin embargo que el factor económico sea la única variable a tener en cuenta para explicar la forma en que se producen los fenómenos sociales. Esto es algo que tanto Marx como Engels se esforzaron por recalcar a lo largo de su vida.

Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta (las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas) ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma.

Carta de Engels a Bloch, 21 de septiembre de 1890

Mientras el desarrollo de las fuerzas productivas no ha hecho aparecer todavía las contradicciones intrínsecas a cada modo de producción, las ideas y representaciones que se hacen los individuos de su actividad social —su conciencia— tienden a ser conformes a las relaciones sociales que rigen el modo de producción. Esto se debe precisamente a que estas relaciones condicionan la forma misma en que los individuos actúan, se autoperciben y entienden su vínculo con los otros. Son determinaciones inherentes a su subjetividad, no algo externo a ella, porque «la esencia humana no es algo abstracto e inmanente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales» (sexta Tesis sobre Feuerbach). El papel de la conciencia y de la voluntad en la revolución debe partir de esta base material, determinista, a riesgo de convertir la posibilidad de acabar con la sociedad capitalista en una entelequia, en la que «todas las tentativas de hacerla estallar serían otras tantas quijotadas» (Grundrisse, vol. 1, p. 87).

Revolución

La pregunta por la posibilidad material de la emancipación es, en el fondo, la pregunta por el pasaje de un modo de producción a otro, de una totalidad social a otra. Marx le da tanta importancia a comprender la diferencia específica, las determinaciones propias e intransferibles de cada totalidad social, como a estudiar el modo en que esa totalidad social da paso a la siguiente. El método dialéctico se caracteriza así por entender los organismos sociales en movimiento, en evolución, porque la dialéctica «en la intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria ruina; porque concibe toda forma desarrollada en el fluir de su movimiento, y por tanto sin perder de vista su lado perecedero; porque nada la hace retroceder y es, por esencia, crítica y revolucionaria» («Epílogo a la segunda edición» de El capital, p. 20). Si estamos sujetos a las determinaciones sociales del modo de producción en el que nacemos, la posibilidad de la teoría revolucionaria y, con ella, de la conciencia con la que luchamos para acabar con este sistema social, viene dada por la forma en que este genera su propia negación mediante los supuestos históricos del siguiente modo de producción.

Las nuevas fuerzas productivas y las relaciones sociales que les acompañan no nacen de la nada, sino que se gestan en el modo de producción que les precede y se contraponen a él. Esto ocurre mediante la producción de las bases, los supuestos de la nueva sociedad, que van erosionando el viejo modo de producción a medida en que las fuerzas productivas entran en colisión con las relaciones sociales existentes. Algunos de estos supuestos permanecen como elementos plenamente constitutivos de la nueva totalidad social que está por emerger, ya «no como condiciones de su génesis, sino como resultados de su existencia» (Grundrisse, vol. 1, p. 421). Otros, sin embargo, desaparecen con la muerte definitiva de la vieja sociedad. Así, «si por un lado las fases preburguesas se presentan como supuestos puramente históricos, o sea abolidos», del capitalismo, «por el otro las condiciones actuales de la producción se presentan como aboliéndose a sí mismas y por tanto como poniendo los supuestos históricos para un nuevo ordenamiento de la sociedad» (p. 422).

La pregunta por cómo llega a ser el comunismo debe responderse desde aquí. El comunismo integral, es decir, la organización de la vida social a nivel mundial para la satisfacción de las necesidades de la especie en su conjunto, no podía llegar a ser en cualquier momento de la historia. Era necesario, en primer lugar, un proceso de mundialización de las relaciones de producción que solo el capitalismo lleva inscrito en su lógica. Frente a la fragmentación de las sociedades previas, el capitalismo necesita exportar sus propias relaciones sociales fuera de los territorios sobre los que domina. La conquista de América, las redes comerciales y posteriormente el colonialismo serían la forma en que impondría, a sangre y fuego, un solo modo de producción a nivel mundial. Con ello establecería las formas de comunicación, interdependencia e intercambio que, sumadas a los movimientos migratorios —forzados o no—, integrarían a todos los grupos humanos bajo un mismo organismo social, con las mismas contradicciones, las mismas crisis, la misma clase explotada y, en definitiva, las mismas bases materiales para la revolución internacional y la constitución de una comunidad humana mundial que se reconozca a sí misma como parte de una misma especie.

En segundo lugar, el desarrollo de las fuerzas productivas toma en el capitalismo una velocidad exponencial por el imperativo de la competencia entre empresas y Estados. Esta dinámica es al mismo tiempo una amenaza creciente para la propia supervivencia de la especie y una potencia social que hace cada vez más palmaria no solo la posibilidad, sino la necesidad del comunismo. Al incrementar la cantidad de trabajo social acumulado de las generaciones pasadas, tanto a nivel de tecnologías como de saberes, hace del trabajo inmediato algo cada vez más superfluo, como vemos en la automatización de la economía y los niveles crecientes de paro y subempleo. Esto, que es un motivo de crisis estructural de las relaciones de producción capitalistas, conlleva al mismo tiempo, una vez abolidas, el «desarrollo libre de las individualidades, y por ende no reducción del tiempo de trabajo necesario con miras a poner plustrabajo, sino en general reducción del trabajo necesario de la sociedad a un mínimo, al cual corresponde entonces la formación artística, científica, etc., de los individuos gracias al tiempo que se ha vuelto libre y a los medios creados para todos» («Fragmento de las máquinas», Grundrisse, vol. 2, p. 229). Con la satisfacción de las necesidades gracias a la capacidad productiva de la sociedad, no la del individuo, termina toda base material para el mantenimiento de la propiedad privada, donde el individuo puede decir esto es mío al producto de su esfuerzo particular. Se inicia así una nueva etapa en la que, al acabar con la apropiación privada del producto —las relaciones sociales capitalistas—, el consumo y la distribución se vuelven tan sociales como lo es ya la producción; en la que la división social del trabajo es abolida y la división técnica se ve muy matizada por la disposición de tiempo verdaderamente libre y el desarrollo global de los atributos humanos en ese «individuo social» del que habla Marx en el «Fragmento de las máquinas». Al acabar con la división social del trabajo y la producción por la producción, se hace posible también la abolición de la separación campo-ciudad que ha caracterizado a todas las sociedades de clase, y que el capitalismo está llevando a su exasperación.

Estos dos supuestos históricos son esenciales para la posibilidad del comunismo. La mundialidad de la especie quedará como un elemento constitutivo del nuevo modo de producción, si bien con formas de interconexión muy diferentes, puesto que ya no pasarán por el intercambio mercantil y sus imperativos. El desarrollo de las fuerzas productivas, que actúa como potencia de negación del valor y la propiedad privada, dejará de estar espoleado por las nuevas relaciones de producción y en muchos casos, como en todas aquellas técnicas, conocimientos y tecnologías destructivas para la especie y el planeta, serán directamente olvidadas. Sin embargo, por mucho que acentúen las contradicciones de las relaciones sociales capitalistas y exacerben su carácter catastrófico, estos dos supuestos no servirían de nada sin la creación de la clase proletaria a nivel mundial.

Siendo un producto del capital, el proletariado está determinado a convertirse en su enterrador histórico. Que esté determinado no quiere decir que su victoria sea inevitable, sino que en las determinaciones que lo caracterizan como clase social está inscrito el programa para transitar a la sociedad comunista. Por ello, únicamente puede actuar como clase si lucha en torno a ese programa. En este sentido hay que entender la afirmación de Marx en la carta a Schweitzer (13 de febrero de 1865) de que «la clase obrera o es revolucionaria o no existe». Toda vez que el proletariado inicia una lucha por defender sus necesidades inmediatas en contra del capital, o la extiende y profundiza poniendo en cuestión el orden social o es derrotado —las “conquistas” sociales solo son derrotas diferidas hasta la siguiente crisis del capital, como recuerda Engels al hablar del «círculo vicioso» del sindicalismo («Trade Unions», The Labour Standard, 20 de mayo de 1881).

Si bien la emergencia de la teoría revolucionaria es un proceso histórico como tal, y requiere su desarrollo a partir de las lecciones extraídas de los puntos álgidos en la lucha de clases, el programa comunista no es una invención ni colectiva ni individual. Está configurado por las determinaciones intrínsecas a la existencia de la clase proletaria. Por un lado, porque la necesidad del capitalismo de socializar la producción empuja al proletariado a trabajar de forma asociada, combinando sus conocimientos, habilidades y energías en un mismo proceso de producción común —aunque se lleve a cabo en unidades productivas separadas. Por otro lado, la misma naturaleza mundial del capitalismo supone que «los trabajadores no tienen patria» (Manifiesto), porque son una mercancía allá donde estén. Por este mismo motivo, el proletariado no puede tener una victoria nacional —no existe el socialismo en un solo país—, sino que para vencer el proceso revolucionario debe extenderse a todo el mundo. Cuando se ha constituido históricamente en partido lo ha hecho, en consecuencia, como partido internacional. Por último, porque la única forma en que el proletariado puede acabar definitivamente con su explotación es acabando con el trabajo asalariado, pero para hacerlo necesita acabar con la producción mercantil, con el valor y el dinero. Y solo podrá abolir el valor si rompe con la separación de unidades productivas aisladas que, antes o después, acaban por intercambiar sus productos —sean cooperativas o comunas confederadas—, planifica la producción y socializa la distribución del producto. Esto es, el proletariado solo puede acabar con su explotación borrando de la historia la base material de la mercancía, que es la misma que la de las sociedades de clase previas: la propiedad privada, y con ella las propias clases sociales, el Estado y la familia.

Dos supuestos y un enterrador histórico: de esta forma se niega a sí mismo el capital. Por eso el comunismo «no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual» (Ideología alemana, p. 29). Este movimiento real no es ningún Espíritu absoluto, ninguna teleología, sino que es producido por los individuos reales en el curso de este modo de producción. Llegado un determinado punto, la socialización de la producción entra en contradicción con la apropiación privada del producto y esa contradicción se desliza a la conciencia de los individuos que la están desarrollando. Entonces están dadas las condiciones para la teoría revolucionaria:

Así como los economistas son los representantes científicos de la clase burguesa, así los socialistas y los comunistas son los teóricos de la clase proletaria. Mientras el proletariado no esté aún lo suficientemente desarrollado para constituirse como clase; mientras, por consiguiente, la lucha misma del proletariado contra la burguesía no revista todavía carácter político, y mientras las fuerzas productivas no se hayan desarrollado en el seno de la propia burguesía hasta el grado de dejar entrever las condiciones materiales necesarias para la emancipación del proletariado y para la edificación de una sociedad nueva, estos teóricos son sólo utopistas que, para mitigar las penurias de las clases oprimidas, improvisan sistemas y se entregan a la búsqueda de una ciencia regeneradora. Pero a medida que la historia avanza, y con ella empieza a destacarse con trazos cada vez más claros la lucha del proletariado, aquéllos no tienen ya necesidad de buscar la ciencia en sus cabezas: les basta con darse cuenta de lo que se desarrolla ante sus ojos y convertirse en portavoces de esa realidad. Mientras se limitan a buscar la ciencia y a construir sistemas, mientras se encuentran en los umbrales de la lucha, no ven en la miseria más que la miseria, sin advertir su aspecto revolucionario, subversivo, que terminará por derrocar a la vieja sociedad. Una vez advertido este aspecto, la ciencia, producto del movimiento histórico en el que participa ya con pleno conocimiento de causa, deja de ser doctrinaria para convertirse en revolucionaria. (Miseria de la filosofía, p. 81)

La teoría revolucionaria es un producto histórico de la lucha del proletariado que, a partir de sus determinaciones, toma conciencia de su tarea histórica. Es por este motivo, no por un ideal democrático o un imperativo moral, que los comunistas «no tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales del proletariado. No profesan principios especiales con los que aspiren a modelar el movimiento proletario» (Manifiesto). El partido comunista es un órgano específico de la clase, un producto de su lucha y de sus determinaciones, no un grupo de ideólogos que aspiren desde fuera a representarla como hacen los politicuchos con su mercadería electoral. El determinismo es esencial para comprender esto: que la relación del partido y la clase no es una relación democrática sino dialéctica, orgánica.

Así pues, para que la conciencia comunista fuera posible era necesario que sus bases materiales empezaran a formarse. Pero el desarrollo de la teoría revolucionaria no es equivalente, qué duda cabe, al desarrollo de la revolución. Con el inicio de la colisión entre fuerzas productivas y relaciones sociales, con la formación de un movimiento obrero autónomo, con momentos álgidos de la lucha de clases como 1848 y 1871, compañeros como Marx, Engels y tantos otros pudieron comenzar a forjar la teoría revolucionaria. Sin embargo, la conciencia del proletariado, como el propio modo de producción capitalista, no tiene una dinámica gradual ni acumulativa. Avanza y retrocede, a veces de forma tan duradera y profunda como con la contrarrevolución estalinista, pero lo hace siempre a saltos: a partir de momentos de polarización social en los que los proletarios dejan de ser moléculas sociales dispersas para aglutinarse en torno a un vector de transformación. Y toda vez que, impulsados por la acumulación de contradicciones materiales, inician un movimiento de clase que tiende a extenderse, generalizarse y dotarse de sus propios organismos de actuación, sus determinaciones vuelven a aflorar, por confusamente que lo hagan. Que abandonen su confusión, que adquieran una claridad de sus fines últimos, dependerá de esa parte de él que en luchas pasadas y en el seno de esta se caracteriza por defender sus intereses históricos. Cuando lucha, la clase produce su partido. Y al mismo tiempo, para que el proletariado se constituya plenamente en clase —en el sentido de Marx— su partido debe funcionar como catalizador de la polarización social, como vector de clarificación programática.

El determinismo, lejos de negar el papel de la conciencia y la voluntad en la historia, es la única base sobre la que puede haber una conciencia y una voluntad verdaderamente revolucionarias, comunistas. Como explicamos en Catástrofe capitalista y teoría revolucionaria, siempre que los militantes se han dejado guiar por el voluntarismo, emanación de esta sociedad, han acabado por homologarse con ella y engrosar las filas de la izquierda del capital. El papel de la conciencia y la voluntad se encuentra en los momentos de ruptura, de polarización. En ellos la claridad que tenga el proletariado de sus intereses de clase y la capacidad de los comunistas para, al calor de la lucha, promover esta clarificación, es esencial. Porque el determinismo no implica una posición espontaneísta u objetivista, en la que la revolución y el paso al siguiente modo de producción se hacen por sí mismos. Determinismo no es fatalismo. La revolución comunista puede no triunfar. La teoría revolucionaria puede no hacerse carne, conciencia y voluntad en la lucha del proletariado contra el capital. Para que esto ocurra, es necesario que se dé una inversión por la cual, si primero fue el ser y luego la conciencia, si primero fue la acción impulsada por las contradicciones materiales del capital y después la clarificación consciente de sus fines, en la apertura del proceso revolucionario el proletariado se constituya en clase y por tanto en partido, y ponga así como rector de su acción y de su futuro histórico el programa comunista.

Referencias bibliográficas

  • Marx, Karl: Obras de Marx y Engels, vol. 5, ed. Crítica (1978), disponible en este enlace. Se citan los siguientes textos:
    • «La cuestión judía»
    • «Crítica de la filosofía del Derecho de Hegel»
    • «Notas críticas al artículo: “El Rey de Prusia y la reforma social. Por un prusiano”»
    • «Manuscritos de París»
  • Marx, Karl y Engels, Friedrich: La ideología alemana, ed. Akal (2014)
  • Marx, Karl: Miseria de la filosofía, ed. Siglo XXI (1970), disponible en este enlace
  • Marx, Karl y Engels, Friedrich: Manifiesto del Partido Comunista, disponible en este enlace
  • Marx, Karl: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, ed. Siglo XXI (1975), disponible en este enlace
  • Marx, Karl: Contribución a la crítica de la economía política, ed. Siglo XXI (1980), disponible en este enlace
  • Marx, Karl y Engels, Friedrich: El capital, ed. Siglo XXI (1975), disponible en este enlace
  • Engels, Friedrich: Carta a Bloch, 21 de septiembre de 1890, disponible en este enlace
  • Engels, Friedrich: «Trade Unions», The Labour Standard, 20 de mayo de 1881, disponible en inglés en este enlace

 

 

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[1] Más adelante, en el verano de 1844 ya en Francia, formularía su crítica a la mera revolución política de forma más precisa en «Notas críticas al artículo: “El Rey de Prusia y la reforma social. Por un prusiano”»: «Cuanto más culta y general es la razón política de un pueblo, tanto más derrocha el proletariado sus fuerzas —al menos en los comienzos de su movimiento— en motines irracionales, inútiles y ahogados en sangre. Como ese pueblo piensa en la forma de la política, ve la razón de todos los males en la voluntad y todos los remedios en la violencia y la subversión de una forma precisa de Estado. La prueba: los primeros estallidos del proletariado francés. Los trabajadores de Lyon creían perseguir fines meramente políticos, se tenían por meros soldados de la república, cuando en realidad eran soldados del socialismo. De este modo su razón política les obscureció la raíz de la calamidad social y falseó el conocimiento de su verdadero fin; de este modo su razón política le mintió a su instinto social» (p. 243)

[2] Para una crítica más en profundidad de este planteamiento recomendamos la lectura de Transformar del mundo de Neil Davidson

[3] De aquí en adelante, los dobles corchetes [[ ]] son introducidos por la edición de la que se toma la cita, y los corchetes simples [ ] por nosotros

[4] Tomamos la división que establece el PCInt en Sucesión de formas de producción y de sociedad en la teoría marxista (1957) en cinco fases, desde el comunismo primitivo al comunismo integral, pasando por las formas secundarias (desde China hasta la Roma antigua), el feudalismo y el capitalismo

[5] En las «Formas» Marx habla del feudalismo como segundo estadio porque, en la época en que las escribe (1857-1858), Engels y él aún no han iniciado el estudio antropológico que fundamenta su descripción del comunismo primitivo como fase en sí misma, la primera de la humanidad y claramente distinta de los modos de producción secundarios que ven nacer las clases sociales

[6] Esta es la visión, a nuestro modo de ver insuficiente, que plantea por ejemplo el historiador académico Chris Wickham en Fuerzas productivas y lógica económica del modo de producción feudal, disponible en este enlace

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