El pasado de nuestro ser
El pasado de nuestro ser[1]
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También en inglés y portugués.
Una sola práctica humana es inmediatamente
teoría: la revolución. El conocimiento humano avanza
a través de revoluciones sociales. El resto es silencio.
Amadeo Bordiga
La finalidad de este texto es regresar a un debate fundamental que se produjo durante la fundación de la III Internacional, hace ya cien años. Un debate entre la oficialidad del movimiento comunista y aquellos que estaban infectados por el virus del «infantilismo izquierdista», en las palabras polémicas de Lenin. Un debate entre personajes muy conocidos, como Lenin o Trotsky, y otros no sólo más desconocidos, sino en buena medida tergiversados, como Pannekoek, Gorter, Otto Rühle o Amadeo Bordiga.
Pero ¿para qué retomar este debate? ¿Qué utilidad tiene discutir sobre polémicas de hace cien años? En realidad, el gran problema de quienes se consideran de “izquierda radical” es el completo desconocimiento de estas discusiones. Sin esta memoria, viven en un presentismo continuo que les lleva, sin comerlo ni beberlo, sin saberlo ni quererlo, a cometer permanentemente los mismos errores, a estar condenados a ser la izquierda del capital.
En los inicios de la III Internacional se discutieron cuestiones clave en torno a qué es una revolución, cuál es la naturaleza del comunismo, cuál es la esencia de las instituciones políticas burguesas, cuál es la utilidad o no de conseguir la hegemonía (comunista) dentro de la clase proletaria antes del estallido de un proceso revolucionario, pero también qué estrategias y tácticas adoptar para acabar con las relaciones sociales capitalistas: la intervención (o no) en los parlamentos y en los sindicatos, el frente único o la construcción de «gobiernos obreros» dentro de regímenes capitalistas, la defensa (o no) del derecho a la autodeterminación de los pueblos…
Como podemos entender, son cuestiones que se vuelven a presentar siempre para todo aquel que quiera cambiar radicalmente esta sociedad en descomposición que es el reino del capital. ¿Qué hacer en un momento donde no es actual e inmediata una perspectiva de transformación revolucionaria de la sociedad, cuando su necesidad no ha sido nunca mayor, pero al mismo tiempo no se ve su horizonte inmediato? ¿No puede ser útil, por lo menos, tratar de llevar a cabo un programa mínimo de mejora de las condiciones de vida de las «mayorías sociales» —como se dice ahora— «manchándose las manos en un arduo trabajo» dentro de los parlamentos, de los sindicatos, en la construcción de la independencia nacional —como hacen las CUP—, en la alianza con sectores menos reaccionarios que otros? Hay que salir de la presunta torre de cristal en la que viviríamos los maximalistas, los izquierdistas, encantados en y por nuestro doctrinarismo abstracto. El ascenso de Podemos ha sido una marea que ha arrastrado consigo a buena parte de las organizaciones de la llamada “izquierda radical”, sobre todo en su versión “trotskista” (véase el caso de Anticapitalistas). Para nosotros, la forma de neorreformismo que encarna Podemos es un fracaso anticipado; su única virtud es ideológica, de cara a reforzar las esperanzas (dañinas) de nuestra clase en el régimen democrático y por ende en el reino impersonal del capital. En Podemos y sus diferentes ramificaciones ciudadanas se han sumergido multitud de corrientes de la izquierda radical, no sólo trotskistas —acostumbrados como están a las dañinas operaciones de entrismo, dañinas, ante todo, para sus militantes— sino también autónomos y libertarios. Cada vez es más evidente cómo Podemos se parece a un partido más del régimen, las esperanzas de cambio —aunque fuesen moderadas y a pequeña escala— se han encontrado a partir de las experiencias de Syriza o de los gobiernos municipales con que los desahucios continúan, con que las policías municipales de Madrid y Barcelona persiguen y detienen a los más desfavorecidos, los inmigrantes sin papeles, y con que se enorgullecen de pagar la deuda con mayor prontitud que los rivales políticos.
Para enfrentar este neorreformismo sólo conocemos un remedio, un arma, un instrumento: la teoría. Una teoría que en nuestro caso parte de entender una de las principales aportaciones de Marx, su teoría sobre el capital y sobre el valor. Hemos explicado en numerosos textos publicados —y lo seguiremos haciendo en textos y libros futuros— que el gran límite de estas formas de neorreformismo parte de su idea de la autonomía de la política, en la creencia de que se puede gobernar al margen del discurrir y las necesidades del capital y de sus movimientos impersonales[2]. La función determina el órgano. Los presuntos gobernantes son funcionarios de los movimientos de los mercados y les ha tocado un mal momento, una época en donde las bases reales del capital tienden a agotarse por la expulsión de trabajo vivo —de cuya succión vampiresca vive el capital— que conlleva la revolución tecnológica. La imposibilidad real —y no sólo ideológica— de un reformismo del capital conduce a una dinámica de barbarie social y humana que se extiende como una imparable mancha de aceite.
Pero entonces no basta sólo una teoría que describa la necrológica del capital, su tendencia catastrófica al derrumbe. Como decía Bordiga, El capital de Marx es una teoría anticipatoria del comunismo. Ahora bien, y como sabía el mismo Bordiga, para ello es necesario una reflexión orgánica acerca del programa comunista. Y en ello tenemos una diferencia sustancial con autores como Robert Kurz o Anselm Jappe, en los que nos basamos de cara a su reflexión sobre los límites internos del capital, pero cuyo catastrofismo —en ausencia de una reflexión programática, de carácter comunista, que se sustente en el hilo histórico del que es fundamental reapropiarse para continuar hilvanándolo— conduce a una “socialdemocracia de la catástrofe”[3].
Por todo esto, es fundamental dirigirse a una de las fuentes principales de ese hilo histórico. La que se anudo hace cien años, cuando, durante casi un decenio, millones de proletarias y proletarios estremecieron por doquier el orden establecido.
La oleada revolucionaria de 1917–1927
Nos centraremos en el período que va desde la revolución rusa de febrero, cuyo centenario está a punto de cumplirse, hasta el fracaso de la revolución china de 1927, masacrada por el Kuomintang en Shanghái, precisamente por esa terca búsqueda de alianzas progresistas que caracterizó la política del estalinismo internacional.
En realidad, la oleada revolucionaria empieza a decrecer de modo decisivo a partir de 1921. 1921 es el último momento de ascenso de la revolución alemana, con la llamada Acción de marzo que generará enfrentamientos decisivos en Sajonia. El año anterior se había agotado el movimiento de los consejos obreros en Italia. Aun así habrá momentos decisivos de enfrentamiento social en 1923 en Alemania, en Bulgaria durante el mismo año, en 1926 en el Reino Unido, hasta llegar a China en 1927. Ese cambio de trayectoria de la oleada revolucionaria va a ser fundamental para entender los debates programáticos que constituyen la raíz de nuestro artículo. La revolución alemana estalla en noviembre de 1918, a partir de los marineros de Kiel. Inmediatamente los consejos obreros se van a extender por doquier, en todas las ciudades alemanas, y forzarán la caída del II Reich. A los pocos días acaba la I Guerra Mundial, el 11 de noviembre a las 11 horas. La extensión de la oleada revolucionaria al corazón de Europa central es demasiado para las élites económicas de la burguesía internacional. Hay que acabar el conflicto que provocó más de diez millones de muertos entre los trabajadores, antes de que la revolución acabe con las propias élites. Como en 1914, la socialdemocracia alemana será fundamental para aplastar la revolución y liderar la contrarrevolución que se saldará con más de cien mil proletarios asesinados entre 1918 y 1923.
Pero hay un primer aspecto del que nos parece importantísimo tomar constancia. Las revoluciones no se hacen ni se preparan, surgen, se crean a sí mismas, son expresión de la creatividad y el imaginario social, de la autonomía humana y de su capacidad de autoinstitución. ¿Qué partido creó los soviets? Esa forma maravillosa de comunidad social en revolución que, a partir de Rusia, invadiría el mundo desde Petrogrado a Seattle, de Viena a Torino, desde Finlandia a Brasil… Una forma —la tendencia a constituir asambleas masivas y abiertas, que surge cada vez que hay un movimiento de insurrección o lucha social de nuestra clase— que se ha repetido permanentemente en revoluciones y revueltas pasadas: desde los comités de la Barcelona de 1936 a los Consejos Húngaros de 1956, de la revuelta obrera del Berlín Este de 1953 a las asambleas masivas de los trabajadores polacos de 1980, desde las comisiones de vecinos de Portugal en 1974 a la Plaza de Tahrir de Egipto en el 2011 o de otro modo las asambleas masivas del 15M. Lo que expresan esas formas es el germen del comunismo. Frente a la separación y la atomización que impera en el reino del capital y en su forma de democracia representativa —donde votamos como idiotas, en el sentido griego, aislados unos de otros—, en los consejos se redescubre el ser en común, el otro como aquél en el que me fundamento, la fuerza y la belleza del ser y estar juntos. Obviamente no hacemos ningún fetichismo de la forma consejo —éste será uno de los límites fundamentales de la izquierda germano–holandesa, como veremos—, pero su forma expresa, sin duda, que el proyecto comunista no es una ideología sino que supone un movimiento real que tiende a negar y a superar las condiciones existentes del capital, que a partir de la contradicción y el antagonismo —inseparable— de la relación entre capital y trabajo asalariado, se despiertan, en algunas ocasiones, movimientos de clase que tienden a negar el aislamiento y las separaciones consustanciales al reino del capital, y que en este sentido tienden a expresar formas de organización social que contienen en germen un contenido comunista, comunitario, y en sus formas revelan una nueva forma, no alienada ni ficticia, de comunidad humana.
Como decía Bordiga en los períodos normales lo que domina es la atomización social, la separación de un tejido social fragmentado. La revolución supone una ionización humana: lo que eran partículas y átomos ciudadanos y democráticos, separados unos de otros, tienden a converger y confluir en una dinámica conjunta, rompiendo con la fragmentación social y ciudadana. Lo importante es entender que dicha dinámica es “espontánea”, es decir, nace de la misma dinámica de autoactividad y creación social que se desprende de un proceso revolucionario. Es normal por otra parte que sea así, puesto que si el capital se fundamenta en nuestras separaciones cualquier proceso de ascenso social que tenga un componente anticapitalista encuentra su savia en negar dichas separaciones.
Las revoluciones no se hacen, surgen. De ahí lo absurdo de construir partidos para la revolución. Prácticamente todas las revoluciones se han instituido a sí mismas, en ausencia del famoso partido revolucionario tan querido para los leninistas y los trotskistas. De otro cantar es la posibilidad del triunfo y del despliegue de una revolución comunista. El comunismo, como posibilidad, tiene que nacer del proceso de comunización y transformación de las relaciones sociales y la vida cotidiana que se despliega en concomitancia con la destrucción del Estado y la lucha contra el capital, el valor y sus diferentes metamorfosis. La función de una organización comunista no es inyectar la conciencia desde el exterior, es decir, el modelo leninista del Qué hacer, sino ser un catalizador que acelera el desarrollo de la conciencia y la perspectiva comunista dentro de la clase, es decir, favorecer el proceso de constitución del proletariado en clase, en partido —siguiendo a Marx en el Manifiesto comunista. Como defendía Bordiga, siguiendo al Marx de 1848, el partido es la clase: la clase que se autoemancipa a sí misma, como resaltó Marx en los estatutos de la I Internacional.
Por ende la tarea de una organización comunista no es menor que en el modelo leninista. Al contrario, es más ardua, ya que no se trata de sustituir a la clase, tratando de lograr su confianza y su aquiescencia, e instituyéndose en su dirección reconocida. Se trata de ser un órgano dentro de la clase que no se sobrepone a ella, sino que trata de que la clase profundice por sí misma la perspectiva de la lucha por el comunismo. Como veremos a lo largo de este amplio ensayo, no se trata de una cuestión semántica. Su significado profundo, qué entendemos en última instancia por comunismo —y si es una sociedad autónoma o heterónoma, una sociedad lejana o un objetivo por el que luchar desde ahora—, entronca profundamente con la idea de la organización que hay que construir y cómo relacionarse con el Estado, la política, los sindicatos, los parlamentos, las luchas inmediatas, etc.
La fundación de la III Internacional
Va a vivir su I Congreso en 1919 en Moscú. En ese momento, se funda al calor de una oleada revolucionaria que se extendía por Rusia, Finlandia, los Países Bálticos, Italia, Austria, Hungría y un largo etcétera de territorios que culminaban en Alemania. De ahí que en realidad será en el II Congreso de la Internacional en 1920, al mismo tiempo que el Ejército Rojo bolchevique se encontraba en las puertas de Varsovia, cuando se van a empezar a plantear algunas de las cuestiones más importantes que atañen al sentido de este escrito. No por casualidad será en este congreso cuando se presente uno de los peores textos de Lenin: La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo.
Pero, como decíamos en el párrafo anterior, es esencial que nos dirijamos a Alemania, porque el resultado de la revolución en ese país y las diferentes corrientes que van a surgir del proceso alemán son esenciales para recuperar el hilo histórico del que hablábamos al inicio de nuestro trabajo.
En noviembre de 1918 va a estallar la revolución alemana a partir de la insurrección de los marineros de Kiel, que se van a negar a entrar en combate, tal y como quería el Alto Estado Mayor imperial. La creación espontánea de los consejos alemanes verá la reacción inmediata del SPD[4], que controlará su proceso de constitución —lo cual es una advertencia frente al fetichismo formal de estas instituciones, como si fuesen comunistas en sí mismas.
Los revolucionarios se dividirán entre anarquistas y marxistas. El peso del anarquismo alemán será importante —y en parte confluirá con las Unionen alimentadas por la izquierda comunista alemana, el KAPD, como veremos— a través de la creación en 1918 de la FAUD (Unión Libre de los Trabajadores de Alemania). Mientras las fuerzas marxistas a la izquierda del SPD y del USPD[5] estaban constituidas por dos corrientes principales: la Liga Espartaco en torno a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht y los IKD (Comunistas Internacionalistas de Alemania) influenciados por Herman Gorter y Anton Pannekoek, que dirigían el periódico holandés Die Tribune.
Pero en dicha discusión colectiva tendrán particular importancia las elaboraciones de Pannekoek, que no sólo resaltará, igual que Rosa Luxemburgo, la importancia de la dinámica espontánea del proceso revolucionario, sino que sacará y profundizará lecciones decisivas desde el punto de vista de los principios de un programa comunista[6]. En particular Pannekoek recuperará las lecciones que sobre el Estado había desarrollado Marx en La guerra civil en Francia, a partir de la experiencia de la Comuna de París: el Estado no tiene que ser ni conquistado ni tomado, sino destruido y sustituido por un Estado no–Estado, sustentado por la autoorganización del propio proceso revolucionario. Obviamente la dinámica soviética y consejista de la revolución era una profundización en la línea de la perspectiva revolucionaria marxiana. De hecho, las tesis de Pannekoek llegaron a influenciar a la izquierda comunista del partido bolchevique, Bujarin y Piatakov, que las hicieron propias. En principio el (buen) libro de Lenin, El Estado y la revolución, era una polémica contra Bujarin y Pannekoek, y sus desviaciones “anarquistas”, pero Lenin se convenció de sus argumentos e hizo suyas sus tesis[7]. Con esto lo que queremos resaltar es que los principales dirigentes de la Izquierda Comunista alemana y holandesa no eran unos recién llegados a la política revolucionaria, como se desprende, con malicia, de las acusaciones del panfleto leninista, La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo.
El panfleto leninista, escrito poco antes de las sesiones del II Congreso, supone una auténtica tergiversación de las posiciones de las izquierdas. En cualquier caso, ¿cuál es el meollo del debate? Algo en lo que todos, el centro dirigente de la Internacional Comunista (Lenin, Trotsky, Bujarin, Zinoviev, etc.) y las izquierdas (KAPD, PCdI, Sylvia Pankhurst, etc.) estaban de acuerdo: existe un reflujo de la dinámica revolucionaria. La oleada comenzada en 1917 ha iniciado su lento y progresivo descenso. Lo que pretende hacer el centro de la III Internacional es evitar dicho reflujo y para ello llevará a cabo una serie de medidas tácticas, connotadas todas ellas por lograr la mayoría de la clase obrera antes de la revolución.
Es a ello a lo que se van a oponer todas las izquierdas, a que sin ser un período revolucionario se luche por lograr la mayoría al interior de la clase. Consideran que las tácticas leninistas provocan la disolución del programa comunista dentro del viejo reformismo, dentro de la sociedad del capital. La clase o es revolucionaria o no es nada, y las revoluciones no se hacen: surgen. Sobre esto están todas las izquierdas de acuerdo. En este sentido, los intentos de forzar una situación de modo voluntarista sólo conducen a desorientar a los comunistas en el momento en que vuelva a surgir una situación revolucionaria o de ascenso de clase, además de desorientar a las mismas masas. Lo que tienen que hacer los revolucionarios en la época de reflujo de las luchas es mantener una cohesión programática que sea el hilo del presente que prepara el futuro ascenso comunista. Veamos cómo resume perfectamente Pannekoek las diferencias en un texto memorable:
Una de estas tendencias [la de la izquierda, N. de A.] quiere esclarecer y revolucionar los espíritus con la palabra y por la acción y, en consecuencia, intenta oponer del modo más tajante los principios nuevos a las ideologías antiguas; la otra intenta ganar para la acción práctica a las masas que aún se mantienen al margen y pretende, en la medida de lo posible, evitar lo que puede contrariarlas y, más que las diferencias, pone siempre de relieve lo que puede unir. La primera aspira a la distinción clara y precisa, la segunda a la reunión de las masas; se debería designar a la primera de radical y a la segunda de oportunista.[8]
Pannekoek resume de modo perfecto las diferencias. Una tendencia da mucha más importancia a los factores conscientes del proceso subjetivo de la constitución de la clase: para ello, es fundamental cómo se abren camino los principios nuevos que ponen en cuestión las formas de organización de la II Internacional (parlamentos, democracia, sindicatos, jerarquía de jefes frente a las masas en los partidos, etc.), mientras que la otra se adapta a ellas, pone más hincapié en lo que une que en las diferencias, trata de adaptarse a ellas tal y como son en un período de reflujo. Para las izquierdas esto es oportunismo, ya que el proletariado como tal sólo existe a través de su lucha, de su combate, de su fuerza convergente a partir de un objetivo común, subversivo. De fondo hay una diferencia basilar en la concepción de la revolución y del comunismo:
Su naturaleza [la del oportunismo, N. de A.] consiste en considerar sólo el momento, y no el desarrollo ulterior, en quedarse en la superficie de los fenómenos en lugar de preocuparse por las causas determinantes profundas. Cuando no tienen fuerzas suficientes para realizar de inmediato un objetivo, el oportunismo no intenta hacer que las fuerzas se robustezcan sino que estudia el medio de realizar el objetivo por otras vías, rodeando las dificultades. Puesto que su fin es el éxito momentáneo el oportunismo le sacrifica las condiciones de un éxito futuro y duradero […] pero sólo lo que se adquiere entonces como claridad, perspicacia, cohesión, autonomía de las masas será lo que tenga valor duradero como base de la evolución ulterior hacia el comunismo.[9]
Pannekoek vuelve a resumir perfectamente las diferencias. El oportunismo leninista vive del presente, y de su éxito contingente, pero no piensa cuál es su posible despliegue duradero en una perspectiva comunista. La izquierda no duda que se puedan desplegar luchas sociales en conjunto a la izquierda reformista —por ejemplo, las que se vivieron en 1923 en Alemania bajo los gobiernos del SPD y del KPD en Turingia y Sajonia—, lo que afirma es que son luchas que no van a transcender, en el futuro, en una perspectiva comunista. Ya que se prefiere a la apariencia de la lucha inmediata su necesario desarrollo y despliegue en una perspectiva de futuro, la izquierda trata de pensar el presente desde el futuro de la sociedad comunista, y el oportunismo leninista y trotskista somete esos principios y fines a la flexibilidad de la táctica, de cada momento concreto, de cada coyuntura. El leninismo es un pensamiento de la coyuntura constante y permanente. Y, sin embargo, para los comunistas revolucionarios hay pocas coyunturas[10]. Las coyunturas surgen, para decirlo con Bordiga, cuando se rompe el silencio, cuando la teoría deviene revolución social. El meollo del profundo límite leninista consiste en que teoriza que en «nuestra táctica es necesaria la máxima flexibilidad», porque de lo que se trata es de «llevar a las amplias masas —hoy todavía, en su mayor parte, adormecidas, apáticas, rutinarias, inertes, sin despertar— a esta nueva posición»[11]. Es decir, lograr la mayoría de la clase cuando ésta se encuentra apática, rutinaria, inerte, cuando no es clase en combate, cuando no es en absoluto clase, en el sentido histórico y subjetivo, lo que es un medio seguro de fracaso, de derrota, de adaptación oportunista a las formas burguesas del capital, ya que no se puede separar la pasividad social de la ideología que reproduce la «clase social» como categoría del capital en ese momento. El leninismo, como afirma Camatte[12], es una ideología idealista, que separa ser y conciencia, cuerpo y mente. Pretende inyectar desde fuera la “conciencia de clase”, patrimonio de los revolucionarios profesionales. No entiende que es el ser —en movimiento, en revolución— quien crea la conciencia. El leninismo, que cree tener el monopolio de la conciencia efectiva, se pone como un demiurgo por encima de las masas, jugando a aprendiz de brujo. Como indica Camatte:
Sólo con la movilización del proletariado para la lucha contra el modo de producción capitalista se produce la conciencia, se hace efectiva, tanto para clase como para algunos elementos (no separados de ella) que habían reconocido y defendido la teoría en su invarianza.[13]
De ahí lo equivocado de la obstinación leninista de intervenir constantemente, en épocas de pasividad social, en el terreno del enemigo. Es en este sentido que Lenin plantea, por ejemplo, que hay que intervenir en las divisiones y en las crisis del aparato político burgués para apoyar «los roces, las disputas, los conflictos y el divorcio total» dentro de la política burguesa, para luego apoyar un gobierno laborista contra el gobierno liberal, porque después será el turno de los comunistas, si éstos son inteligentes y no doctrinarios. Para ellos la revolución es un asunto de táctica, de maquiavelismo, de inteligencia política. El leninismo es una ideología del embrollo y de las maniobras[14]. En realidad de esta manera lo que se provoca es una enorme confusión de cara a la perspectiva posible de la perspectiva comunista. Se genera confusión en lugar de esclarecimiento.
Y es que, además, el leninismo minusvalora enormemente las formas políticas del capital. Lenin llega a decir de modo polémico que «el doctrinarismo de izquierda se obstina en rechazar incondicionalmente determinadas formas antiguas, sin ver que el nuevo contenido se abre paso a través de toda clase de formas y que nuestro deber de comunistas consiste en dominarlas todas»[15]. No toda forma se adapta a un contenido comunista, más bien lo contrario, sólo formas que expresen autoactividad social se adaptan, potencialmente, a ella —aunque sin fetichizar, por ejemplo los consejos, como hizo la izquierda germano–holandesa. Pero es que las formas políticas del mundo del capital conllevan inevitablemente un contenido mercantil. Del mismo modo que no se puede utilizar la mercancía y el dinero en contra de la lógica del capital —el gran error del proudhonismo—, no se puede volver en contra de la mercancía y el capital el Estado, los partidos políticos y los sindicatos como aparatos del Estado. No se trata sólo de formas cooptadas por burocracias que las ponen al servicio de la burguesía. Dichas formas son ya parte del movimiento del capital, de su metamorfosis. El Estado moderno, capitalista, es el resultado de la separación y la fragmentación social que conlleva la producción y el mercado capitalista —entre empresas diferentes, entre trabajadores que compiten entre sí—; esa separación, esa guerra de todos contra todos, implica que la única comunidad “universal” que puede subsistir es representativa, ficticia… De ahí lo funcional a la opresión mercantil. Nos encontramos ante una comunidad ciudadana que vive no sólo separada en el terreno de la producción material de la vida, sino en el mundo simbólico de la política y de la representación ciudadana. Todos somos ciudadanos iguales ante la ley, porque en la vida material pertenecemos a clases antagónicas, una de las cuales —el proletariado— no puede reconocerse como tal si no es para negar al capital y a sí mismo. Dentro del mundo del capital sólo puede reconocerse parcialmente, de modo corporativo y sindical, como mercancía que vende su fuerza de trabajo. Los sindicatos son una mediación necesaria con el capital en este sentido. Partidos, parlamentos, sindicatos… y el Estado son metamorfosis, por ende, de la dinámica que abre el capital: metamorfosis de la separación de las personas de los medios de reproducción y producción de la vida. La política y la democracia codifican y cohesionan esta separación. Existen porque esta separación también lo hace. Romperla es subvertir la política y el Estado. Por eso, a diferencia de lo que dice Lenin, no se trata de ensuciarse de modo inteligente las manos, de utilizar esas formas para poder hacer que se despliegue dentro de ellas un contenido que ayude a la subversión social. La función determina el órgano. La función de la política es inseparable de la reproducción material e ideológica del capital, del mismo modo que la forma del valor es inseparable de su contenido: en este caso, el trabajo abstracto es el resultado de la separación de los medios de producción y reproducción de la vida, es decir, del proceso histórico de expulsión de sus tierras que vivieron los campesinos medievales y la destrucción de sus comunidades seculares, lo que implica que la expresión social de la riqueza sólo se puede dar de modo mediado, a través del mercado. También la forma de la política es inseparable de dicho contenido. Es una forma a priori, representativa y ficticia, porque hace abstracción de las condiciones materiales de existencia —condiciones de explotación y antagonismo social, de subalternidad de la vida—, y al hacer abstracción de dichas condiciones materiales es por lo que puede reproducirlas. En el feudalismo el señor era al mismo tiempo el detentador de los derechos económicos y los jurisdiccionales y políticos. En el mundo del capital, la separación entre privado y público que conlleva la política moderna hace que el Estado presuponga como algo natural el funcionamiento del capital y sus dinámicas. Del mismo modo que la riqueza sólo se puede expresar de modo mediado a través del mercado, la fragmentación social que conlleva la individualización moderna, el que todos seamos ciudadanos separados unos de otros, hace que la comunidad humana y material no pueda expresar su universalidad de modo autónomo e inmanente. Se requiere una comunidad ficticia y alienada, el Estado, que es quien reconstruye artificialmente, a través de la soberanía y la representación, la comunidad social. Esta es la esencia de la política moderna. Por otro lado, la separación entre privado y público hace precisamente que los fundamentos materiales del capital queden naturalizados, opacados, cosificados. Se pueden redistribuir los efectos de la dinámica mercantil, pero sin poner nunca en cuestión la producción del capital. Todo ascenso social se enfrenta a esta separación codificada que es el Estado y la política democrática. Una forma que, lejos de poder ser utilizada con inteligencia —Lenin dixit—, es una de las más tercas enemigas del movimiento comunista, del movimiento emancipador.
Entonces, el gran límite del leninismo es la incapacidad de entender los contenidos incuestionables —deterministas— que conlleva la política burguesa. Su forma es inseparable de un contenido burgués[16]. La función determina el órgano. La participación en este tipo de instituciones es inseparable de sus contenidos burgueses. De ahí la falacia leninista de poder utilizarlos en beneficio de un discurso emancipador, falacia que además nunca se ha cumplido: jamás se verificó la estrategia leninista en la prueba que más les gusta repetir, la prueba de los hechos. Al contrario, la burguesía ha utilizado este tipo de organismos, en todo tiempo y en todo lugar, como mecanismos de integración de los contenidos subversivos que permanentemente brotan en esta sociedad, a partir del antagonismo entre capital y proletariado. La política subsume, integra magistralmente dicho antagonismo. En definitiva, con la táctica leninista asistimos al cuento del cazador cazado, de cómo «la inteligencia es oportunista» (Bordiga), es decir, la presunta inteligencia táctica, sin principios, dispuesta a ensuciarse las manos, recibe de lleno la lógica que pretende combatir.
Y es que, como decíamos anteriormente, las posibilidades revolucionarias surgen en otro terreno, en el terreno de los terremotos sociales, de la convergencia y la ionización humana de partículas sociales que anteriormente estaban enfrentadas entre sí y que a partir de la experiencia de la opresión, de la lucha, de una lenta maduración subterránea de la conciencia irrumpen en la escena auténtica de la vida colectiva poniendo en cuestión la separación constitutiva del mundo del capital. Es entonces cuando el proletariado empieza a constituirse en clase, cuando los revolucionarios pueden actuar como catalizadores del proceso social para que la clase acelere la perspectiva consciente de su autoemancipación. Como indica Pannekoek en el texto ya citado:
De la misma manera que un pequeño partido radical no puede hacer una revolución, de igual modo tampoco puede hacerlo un gran partido de masas o una coalición de partidos diversos. Aquélla surge espontáneamente de las masas; las acciones decididas por un partido revolucionario a veces pueden dar el impulso (aunque esto suceda raramente), pero las fuerzas decisivas se encuentran en otro lugar, en los factores psíquicos, en el fondo del subconsciente de las masas y en el fondo de los grandes acontecimientos de la política mundial. La tarea de un partido revolucionario consiste en divulgar por adelantado nociones claras de manera que en todas partes dentro de la masa se encuentren elementos que sepan lo que deben hacer en tales momentos y sepan juzgar por sí mismos la situación.[17]
Pannekoek vuelve a ser nuevamente de una clarividencia envidiable. Las revoluciones no se hacen ni por un pequeño partido —como era el KAPD, 40.000 militantes en el momento de su nacimiento en 1920— ni por partidos mucho mayores como fue el VKPD[18]. Y es que las revoluciones brotan espontáneamente de las masas. Las revoluciones surgen. El comunismo tiene que ser un plan consciente de la especie —para decirlo en palabras de Bordiga. Las fuerzas decisivas del posible despliegue de una dinámica comunista se encuentran en la conciencia de los fines y de los principios que las mismas masas proletarias en revolución alcanzan. La función de los comunistas no es sustituir dicha dinámica, sino ser un catalizador que permite que el mismo sujeto de la historia —la clase, que es quien se constituye en partido— profundice en dicha dinámica consciente. De ahí que la táctica leninista no sea sino, en el mejor de los casos, un enorme elemento de confusión, con su tacticismo heterónomo, propiedad de un estado mayor de la revolución —el partido de vanguardia— que es quien conoce la historia de antemano y hace que las masas inconscientes y amorfas vayan por el buen camino debido a su clarividencia —la de los intelectuales que inyectan la conciencia desde el exterior. Del engaño sólo surge engaño, de la falta de claridad confusión. En la vida real —como Umberto Terracini del PCdI le contestó a Lenin— no funciona decir una cosa —como que las masas confíen en una unidad con la socialdemocracia, en participar en sindicatos reaccionarios, en los parlamentos burgueses— para que hagan otra cosa, porque en realidad es un anzuelo lanzado por la vanguardia clarividente. La perspectiva leninista parte de la impotencia constitutiva de la clase. Y de esa impotencia sólo surge impotencia. De una táctica heterónoma no puede surgir ningún proceso autónomo de autoemancipación social.
Las izquierdas, por el contrario, confían en que la dinámica de emancipación social surge de la capacidad de creatividad, de autoinstitución social del proletariado, demostrada permanentemente en todos los estallidos revolucionarios y en toda revuelta auténtica. El programa comunista busca un fin —la autoemancipación de la especie— a través de principios acordes —la autonomía y la capacidad instituyente de la clase— y las tácticas del programa comunista tienen que ser armónicas a dichos fines y a dichos principios.
Esto requiere separarse de las tácticas heredadas de la II Internacional que, como insisten Gorter y Pannekoek, continúan impregnando las tácticas de la mayoría de la III Internacional. Sigamos razonando junto a Pannekoek:
Mientras las masas permanezcan amorfas, puede parecer que semejante trabajo es ineficaz; pero la claridad de los principios actúa interiormente en muchas personas que primeramente se mantienen alejadas de la revolución, y muestra su fuerza activa dándoles una directriz clara. Si, por el contrario, se intenta formar un gran partido edulcorando los principios, haciendo coaliciones y concesiones, cuando llega la revolución se da a elementos dudosos la posibilidad de adquirir influencia sin que las masas puedan percatarse de su insuficiencia.
«Mientras las masas permanezcan amorfas» cualquier actividad comunista en lo inmediato es ineficaz, porque además:
La adaptación a los puntos de vista tradicionales es un intento de conseguir el poder sin que se verifique la condición previa, la subversión de las ideas. Esto actúa, pues, en el sentido de retener el curso de la revolución. Además, es una ilusión, pues las masas, cuando se ponen en revolución, no pueden sino captar las ideas más radicales; por el contrario, mientras la revolución no llega, no captan más que las ideas moderadas. Una revolución es, al mismo tiempo, un período de conmoción de las ideas de las masas; crea las condiciones de tal conmoción y está condicionada, a su vez, por ella; y es por esto, por la fuerza de los principios claros que han de transformar a todo el mundo, por lo que la dirección de la revolución recae en el partido comunista.[19]
Pannekoek continúa aún inmerso en un paradigma en el que la dirección de la revolución recae en el partido comunista[20], pero, en realidad, todo en la cita, en su pensamiento y en su práctica va en otro sentido. Las revoluciones suponen un enorme cataclismo social, que provoca una revolución de la vida y de la práctica humana y de clase, una aceleración de la conciencia. Como indicaba el mismo Trotsky, en los tiempos de normalidad social las décadas parecen días, pero durante la revolución social los tiempos y los espacios se dilatan, cada día vale por una década de normalidad social, los tiempos se aceleran al calor de la comunización de las relaciones sociales y de las vidas. Es éste el espacio fértil para que germine una perspectiva comunista. Entonces, en esos momentos en que los tiempos se dilatan con una fuerza y creatividad sin par, es cuando hay que lanzarse de lleno a la acción —como señalaba Bordiga—, pero para ello es fundamental encontrarse “armado” con un programa comunista compuesto de fines y principios claros, fines y principios que tienen que ser aprehendidos y desarrollados por las multitudes en revolución. En esos momentos de revolución social, se descubre la virtud del aislamiento teórico previo, cuando se rompe el silencio y la práctica humana, cuando se hace teoría en la revolución. En esos momentos donde nos jugamos el todo por el todo es fundamental luchar con intransigencia por afirmar una perspectiva multitudinaria que destruya los poderes mercantiles y políticos del capital, afirmando el poder autónomo de las multitudes proletarias en revolución y reconociendo que la finalidad es la disolución de todas las clases sociales, la sociedad comunista. Si previamente se ha vivido en la confusión y la connivencia permanente con las instituciones políticas y económicas del capital, es imposible improvisar la fuerza y la clarividencia necesaria. Éste es otro de los grandes problemas del leninismo, lo que ayudó además a que toda una generación de cuadros de la III Internacional se convirtiesen en los líderes de los partidos estalinistas de finales de los años 20 y 30[21].
La revolución comunista es una gran discontinuidad con el pasado opresivo. El cisma previo de los comunistas prepara el futuro en el momento en que se fertiliza con las multitudes en revolución. El aislamiento del presente es lo que garantiza el futuro del mañana. El partido comunista es la línea del futuro en el presente, y es fundamental mantener dicho hilo, a contracorriente, porque es la única manera de que reconozcamos la marea cuando nade a nuestro favor y tengamos que dejarnos arrastrar por ella.
Sobre la flexibilidad táctica
La vida en la nueva humanidad está en la revolución,
la revolución nace del cisma.
Amadeo Bordiga
Como hemos visto a lo largo de este texto, lo que todas las izquierdas de la III Internacional achacaban al centro de la dirección moscovita de la Internacional era una flexibilidad táctica que iba en contra de la naturaleza comunista de los partidos y de las posibilidades de desarrollo de la revolución proletaria en Europa occidental. Lo importante era mantenerse unido a los principios programáticos, para poder aprovechar las oportunidades venideras a raíz de postreros ascensos sociales y de clase. Lo peor que se podía hacer en ese momento era adaptaciones oportunistas de los principios. En relación a esto Amadeo Bordiga era particularmente claro:
Pero el peor de todos los remedios que se pueden utilizar para reparar las situaciones desfavorables sería el poner en cuestión periódicamente los principios teóricos y organizativos en los que se basa el partido, con el objetivo de modificar la extensión de su zona de contacto con las masas. En las situaciones en que disminuye la predisposición revolucionaria de las masas, lo que muchos defienden como llevar el partido hacia las masas [véase Lenin, N. de A.], equivale en realidad a desnaturalizar el carácter del partido, a expulsar precisamente aquellas cualidades que son las adecuadas como vectores que influyen sobre las masas en el momento en que retoman el movimiento ofensivo.[22]
Como podemos comprobar las orientaciones de Bordiga y del Partido Comunista de Italia (PCdI) son muy similares, en las cuestiones clave, a la izquierda germano–holandesa. Es fundamental mantener la intransigencia en torno a los principios teóricos y programáticos. Desviarse de ese camino es el peor servicio que un revolucionario puede hacer a la perspectiva comunista, ya que supone desnaturalizar el carácter del partido, proporcionar una ayuda inestimable a la burguesía y al mantenimiento del statu quo. Hay que saber mantener siempre la perspectiva de lo que es esencial y no dejarse desviar por lo contingente:
El movimiento internacional comunista tiene que estar compuesto no sólo por aquéllos que se encuentran firmemente convencidos de la necesidad de la revolución, que están dispuestos a luchar por ella a costa de cualquier sacrificio, sino por aquéllos que están decididos a continuar en un terreno revolucionario cuando las dificultades de la lucha muestren que la meta es más áspera y menos cercana.[23]
Es decir, ser comunista es una elección muy difícil. No basta la simple convicción y el sacrificio, es necesario una solidez e intransigencia teórica que ayude a mantenerse en el terreno de la revolución cuando la fuerza de las masas refluye. En una época de revolución muchas personas, siguiendo la ola, se dirigen a la perspectiva revolucionaria, pero sin embargo son pocos los que se mantienen cuando la ola va a contracorriente. Por eso es fundamental no obnubilarse por cuestiones contingentes ni tratar —a toda costa— de llevar el partido a las masas cuando éstas se encuentran atomizadas y pasivas. Hay que defender la perspectiva programática del comunismo para que, cuando retorne la ionización social de la materialidad revolucionaria, los comunistas podamos ser no sólo un producto pasivo sino un factor activo, un catalizador de la profundización inmanente por parte de la clase en dicha perspectiva.
Si las posibilidades revolucionarias fuesen menos inmediatas, nosotros no correremos el riesgo —ni siquiera por un instante— de vernos distraídos de la necesidad de continuar tejiendo el hilo de la preparación (comunista) ni de replegarnos, por el contrario, hacia la solución de otros problemas contingentes, algo de lo que sólo se beneficiaría la burguesía.[24]
Bordiga construye una relación recíproca, de mayor a menor importancia, siguiendo una rigurosa jerarquía entre teoría, fines, principios, programa, táctica y organización. Véase que la organización es lo último en importancia o, visto de otro modo, la síntesis entre múltiples determinaciones abstractas: en ella vive la teoría, los fines, los principios, el programa y la táctica comunista. La organización comunista sólo puede existir como organismo vivo de su programa, de ahí lo delicado de la construcción de las organizaciones revolucionarias. Es importante que observemos que la táctica tiene que estar subordinada al programa comunista, a los principios y los fines. No se puede dar una táctica contraria a los principios, por ejemplo. De ahí la importancia de la batalla de las izquierdas en relación a la flexibilidad leninista. A su vez la teoría marxista no vive fuera de la lucha por unos fines —la comunidad libre de las mujeres y los hombres, la sociedad donde desaparecen las clases sociales— y por unos principios que se han ido adquiriendo a lo largo de la secular lucha proletaria —por ejemplo, la necesaria destrucción del Estado burgués, o que la perspectiva comunista no puede existir fuera de una dinámica revolucionaria de masas. Tampoco puede prescindir del programa, o sea, la brújula y el mapa que nos orienta para alcanzar los fines y los principios del comunismo en la práctica de las multitudes en revolución. El programa se va enriqueciendo a la luz de las experiencias pasadas. Por ejemplo, en esta época fue decisivo ir clarificando que los comunistas no pueden participar en parlamentos burgueses o en sindicatos, o que la cuestión nacional es inseparable del fortalecimiento político y material de fracciones de la burguesía y del capital. Por otro lado, en la práctica y la teoría comunistas está presente también la cuestión de las tácticas, las cuestiones concretas que en contextos específicos se presentan a los revolucionarios. Muchas cuestiones que en esa época Bordiga consideraba tácticas hoy en día tienen que hacer parte del programa comunista, como el abstencionismo, ya que hacen parte del camino que tiene que trazar el hilo comunista tejido por el proletariado devenido clase. Por último, la organización: una parte fundamental de la batalla de las izquierdas comunistas europeas fue contra una autonomización de lo táctico, de lo contingente, que disolvía en el reino espontáneo del fetichismo del capital la perspectiva comunista, sus principios y su programa.
Bordiga criticó siempre la idea del “mal menor” como una infección mortal sobre «el cuerpo de la doctrina y la voluntad de acción» de los comunistas. Y es que, en realidad, es baladí distinguir momentos mejores o peores desde la perspectiva de la autoemancipación proletaria —es decir, la de su negación como clase—, ya que:
La ofensiva capitalista contra el proletariado existe desde antes de que yo naciese y desde antes de que naciese el movimiento obrero. Es el modo de ser del capitalismo. La simple presencia de estos asquerosos que administran la economía y la sociedad de modo mercantil es ya una ofensiva y nosotros estamos obligados a vivir bajo esta opresión. ¿Qué tipo de ofensiva tienen que lanzar los burgueses más que la que necesitan cotidianamente para conservar el capitalismo? La lucha de clases es un hecho permanentemente ofensivo. Existe un momento en la historia en el que la ofensiva se invierte, pero este momento necesita, como condición esencial, que exista un partido auténticamente comunista. Lo inverso no es cierto. No se puede decir: tenemos el partido y por lo tanto lanzamos la ofensiva. El partido es condición necesaria pero no suficiente.[25]
La ofensiva del capitalismo es permanente, pero a veces se da una inversión de la praxis que rompe con el fetichismo mercantil. A diferencia de la doctrina trotskista, para Bordiga es un contrasentido decir que falta el partido para solventar «la crisis de la humanidad» o que con la existencia de dicho partido se podría llevar a cabo una revolución. Las revoluciones no se hacen, surgen. El partido es un órgano de la clase, se alimenta de los ascensos y los combates de clase, y puede ser un factor activo sólo a partir de la autoactividad de la clase, pero para ello es necesario que la revolución emerja:
Son necesarias aquellas condiciones que nosotros hemos definido, tomando prestado el lenguaje de la física, como «polarización social», al igual que ocurre en los campos eléctricos, en los sólidos cristalinos, en la ionización de un gas. El número de los electrones y de los átomos interesados no tiene importancia para desencadenar el evento, pero es necesario que se produzca para expandirse cuantitativamente. La conquista de la así llamada mayoría se da después de que se verifiquen las condiciones iniciales de teoría, acción y ambiente. Podemos experimentar todas las tácticas que queramos, siempre y cuando en nuestra consigna revolucionaria no existan palabras que puedan estar en contraste, desprecio o simplemente en olvido de nuestros principios. Por eso no queríamos que se pusiese [en los debates de la III Internacional, N. de A.] la condición de la mayoría. La “conquista de la mayoría” podrá verificarse, pero no es un puente por el que haya que pasar de modo obligatorio antes de que la revolución haya ionizado las moléculas sociales. […] ¿Hoy somos muchos? ¿Somos pocos? ¿Qué importa si logramos estar en la línea que une a centenares de millones de hombres que han luchado con los centenares de millones que lucharán? Este es el verdadero problema, el arco histórico que conjuga las revoluciones del comunismo originario con el comunismo desarrollado.[26]
Lo importante para una organización comunista es unirse al programa histórico de nuestra perspectiva, que reconduce, como diría Walter Benjamin, a las generaciones del pasado con las posibilidades de la redención emancipadora. El partido es «la línea del futuro en el presente». Eso es lo decisivo.
Como hemos visto, existía una comunión de principios e intenciones entre la izquierdas comunista germano–holandesa y los italianos, y a ellos habría que unir otras tendencias de la izquierda comunista, como la británica de Sylvia Pankhurst o la búlgara. Esto no quiere decir que sobre una serie de cuestiones —por ejemplo, los sindicatos o la cuestión nacional en las periferias del capitalismo— no hubiese diferencia entre ellos. Esas diferencias en buena medida se han acrecentado en las corrientes formales que se reclaman de una de las dos principales alas de la izquierda comunista. Los germano–holandeses no ven en Bordiga sino un ultraleninista, mientras que la izquierda italiana ve en la izquierda germano holandesa un consejismo que fetichiza la forma de la autoorganización en detrimento del contenido del programa comunista —sin entender que, precisamente en este período del que estamos hablando, Gorter, Pannekoek, etc. construyeron un partido como el KAPD. Sin embargo, ha habido organizaciones y personalidades más individuales que han tratado de lograr una confluencia entre ambas corrientes, definiendo —en las diferencias y perspectivas— la legitimidad de la existencia de una izquierda comunista internacional. A nosotros nos convence esta opción.
Además en los años 20, cuando todavía no se habían rigorizado las perspectivas teóricas, la confluencia era muy evidente. Il Soviet, el periódico dirigido por Bordiga en Nápoles, publicó el texto ampliamente citado aquí de Pannekoek sobre El desarrollo de la revolución mundial y la táctica del comunismo. De hecho y como recuerdan Jean Barrot y Denis Authier[27], Il Soviet publicaba no sólo a Pannekoek sino a Gorter y a Pankhurst[28]. Por otro lado, no publicaron ningún artículo de Lenin y, de los rusos, publicaban sobre todo a los izquierdistas, como Alexandra Kollontai. Esto era lo que decía Bordiga de Pannekoek para presentar el artículo, ya mencionado, que publicaron en Il Soviet:
Como se sabe, el camarada Lenin, en su admirable actividad, ha encontrado últimamente tiempo para dedicarse, en un opúsculo especial escrito en la víspera del Congreso de Moscú, al movimiento radical dentro del comunismo internacional, definiéndolo como enfermedad infantil del comunismo. En este opúsculo son puestos de relieve especialmente nuestro infantilismo y el de nuestro periódico; y, tras las azotainas del padre, nos hemos resignado a soportar pacientemente las puyas de los queridos hermanos de nuestra casa, que no nos faltarán.
Pero de la misma manera que a los niños impertinentes a los que se ha castigado no les falta nunca un tío protector que los consuele con alguna golosina, he aquí que a nosotros también nos ha llegado una golosina en forma de largo artículo —que será editado también en opúsculo— publicado con el título indicado más arriba.
Creemos oportuno recordar que Pannekoek afirmó netamente desde 1912, antes que Lenin, lo que se ha convertido en una referencia del comunismo internacional: la destrucción del Estado democrático–parlamentario como primera tarea de la revolución proletaria. Recordaremos también que un testigo competente y poco sospechoso, Karl Radek, ha definido a Pannekoek como «el espíritu más claro del socialismo internacional»[29].
La fuerza y la ironía de las palabras hablan por sí mismas. Más tarde será la izquierda comunista internacional en el exilio la que a través de la revista Bilan empiece a realizar esa confluencia, influenciada por algunas de las posiciones de la izquierda germano–holandesa —en relación a Rusia, al Estado, a los sindicatos, etc.—, aunque será la revista dirigida por Marc Chiric en los años 40 y 50, Internationalisme —órgano de la Gauche Communiste de France—, quien realice con más fuerza dicha síntesis.
En cualquier caso, a lo largo de este texto hemos pretendido dejar clara la cuestión esencial de este debate sobre tácticas, estrategia y perspectiva comunista en los nacimientos de la III Internacional. En realidad las izquierdas comunistas, en su pluralidad, no eran infantiles defensores de una ofensiva continua, de una guerra de movimientos ciega y visceral —como más tarde acusaría Gramsci, no sólo a Bordiga o a Pannekoek, sino también a Trotsky y Rosa Luxemburgo, realizando un polpettone indigesto. En realidad, la izquierda comunista internacional es una izquierda occidental que entiende, como Gorter recuerda permanentemente en su Respuesta al compañero Lenin, que en los países de capitalismo avanzado no se pueden reproducir las tácticas que los bolcheviques llevaron a cabo en Rusia. No son infantiles, todo lo contrario. Reconocen, a diferencia de Lenin, la mayor fortaleza de las instituciones políticas de la burguesía en Occidente. Son conscientes del determinismo que esas instituciones conllevan y saben que no todas las formas pueden ser utilizadas. Como Bordiga le recordaba a Lenin en los debates en Moscú, el parlamentarismo occidental es virulento[30].
Los compañeros rusos no podían ni siquiera imaginar, porque no lo han experimentado, lo que era el parlamentarismo. No podían imaginar el rol de cohesión social y de desvío de las energías revolucionarias que supuso la democracia parlamentaria. Bordiga lo vivió en su propia carne durante el bienio rosso (1919–1920). Giolitti, el cuco político liberal burgués italiano, lo sabía perfectamente: 150 diputados socialistas en el parlamento. ¿Miedo? Ninguno. Como si fuesen 300.
Para terminar nuestro artículo, queremos restituir la fuerza del resumen que lleva a cabo Gorter de las diferencias entre las izquierdas y el centro leninista:
Para la Internacional, la revolución europea occidental se desarrollará conforme a las leyes y la táctica de la revolución rusa.
Para la Izquierda, la revolución europea occidental tiene leyes que le son propias y se atendrá a ellas.
Para la Internacional, la revolución europea occidental estará en medida de hacer compromisos y alianzas con partidos de pequeños campesinos y pequeñoburgueses, incluso con partidos de la gran burguesía.
Para la Izquierda es imposible.
Según la Internacional, en Europa occidental habrá durante la revolución “escisiones” y cismas entre los partidos burgueses, pequeñoburgueses y de campesinos pobres.
Según la Izquierda, partidos burgueses y partidos pequeñoburgueses formarán, hasta finales de la revolución, un frente unido.
La Tercera Internacional subestima la potencia del capital europeo occidental y norteamericano.
La Izquierda concibe su táctica en función de esta potencia enorme.
La Tercera Internacional no ve de ninguna manera en el capital financiero, el gran capital, el poder capaz de unificar a todas las clases burguesas.
La Izquierda elabora su táctica con relación a ese poder.
La Tercera Internacional, al no admitir que el proletariado de Europa occidental se encuentra reducido a sus propias fuerzas, no intenta desarrollar espiritualmente este proletariado que, sin embargo, continúa en todos los dominios viviendo bajo la influencia de la ideología burguesa, y adopta una táctica que deja persistir el sometimiento a las ideas de la burguesía.
La Izquierda adopta una táctica que apunta en primer lugar a emancipar el espíritu del proletariado.
La Tercera Internacional, al no ver la necesidad de emancipar los espíritus, ni la unión de todos los partidos burgueses y pequeño-
burgueses, basa su táctica en compromisos y “escisiones”, deja subsistir los sindicatos e intenta ganárselos.La Izquierda, pretendiendo en primer lugar la emancipación de los espíritus y convencida de la unidad de las formaciones burguesas, considera que es necesario acabar con los sindicatos y que el proletariado necesita armas mejores.
Por las mismas razones, la Tercera Internacional no ataca el parlamentarismo.
La Izquierda, por las mismas razones, quiere la abolición del parlamentarismo.
La Tercera Internacional deja la esclavitud ideológica en el estado en que estaba en la época de la Segunda.
La Izquierda pretende extirparla de los espíritus. Coge el mal por la raíz.
La Tercera Internacional, al no admitir la necesidad primera, en Europa occidental, de emancipar los espíritus, y tampoco la unidad de todas las formaciones burguesas en tiempos de revolución, intenta agrupar a las masas en tanto que masas, por tanto, sin preguntarse si son verdaderamente comunistas, ni orientar su táctica de manera que lo sean.
La Izquierda quiere formar en todos los países partidos que reúnan únicamente a comunistas y concibe su táctica en consecuencia. Es a través del ejemplo de estos partidos, pequeños al comenzar, como quiere transformar en comunistas a la mayoría de los proletarios, es decir, a las masas.
La Tercera Internacional considera, pues, a las masas de Europa occidental como un medio.
La Izquierda las considera como un fin.
A causa de esta táctica —perfectamente justificada en Rusia—, la Tercera Internacional practica una política de jefes.
La Izquierda, por el contrario, practica una política de masas.
A causa de esta táctica, la Tercera Internacional lleva a su ruina no sólo la revolución europea occidental, sino también y sobre todo la revolución rusa.
La Izquierda, por el contrario, gracias a su táctica lleva al proletariado mundial a la victoria.
A fin de permitir a los obreros comprender mejor nuestra táctica, voy a resumir también mi exposición bajo la forma de breves tesis, a leer, bien entendido, a la luz del conjunto:
1. La táctica de la revolución europea occidental debe ser absolutamente diferente de la táctica de la revolución rusa.
2. Pues entre nosotros, el proletariado está solo.
3. Necesita, pues, hacer la revolución totalmente solo, contra todas las demás clases.
4. Por tanto, la importancia de las masas proletarias es proporcionalmente mayor y la de los jefes menor que en Rusia.
5. El proletariado debe disponer, para hacer la revolución, de las mejores armas de todas.
6. Siendo los sindicatos armas ineficaces, hay que reemplazarlos o transformarlos por medio de organizaciones de fábrica, llamadas a unificarse.
7. Al encontrarse el proletariado constreñido a hacer la revolución solo y sin ayuda, necesita la más alta evolución de las inteligencias y de los corazones. Por esto es mejor no recurrir al parlamentarismo en tiempos de revolución.[31]
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[1] El presente texto fue escrito y publicado en septiembre de 2016
[2] Ver nuestra publicación: Auge y estallido de una burbuja. Sobre Podemos y otras consideraciones contra el Estado
[3] Véase al respecto la carta de J.-C. publicada en la revista italiana Il Lato Cattivo y disponible en illatocattivo.blogspot.com.es/2014/01/a-proposito-di-critica-del-valore-una.html Véase también el artículo de Federico Corriente: «Jacques Camatte y el eslabón perdido de la crítica social», Salamandra, nº 21–22, donde justamente indica que dicho eslabón es la teoría del proletariado revolucionario. Al visualizar a éste sólo como capital variable, Kurz fetichiza el capital como una cosa, que no nace ni se reproduce de una relación social permanentemente contradictoria, como la que entretejen capital y trabajo asalariado. El capital nace de la explotación del trabajo asalariado, es esto lo que crea la condición de posibilidad, de hecho la única condición de posibilidad, de que el proletariado supere al capital negándose a sí mismo
[4] Partido Socialdemócrata Alemán, el más fuerte de toda la II Internacional
[5] El Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania fue una escisión del SPD de carácter centrista, entre el reformismo y la revolución, en que confluyeron personalidades de la socialdemocracia como Bernstein, Kautsky, Hilferding, etc.
[6] Sobre la historia de la izquierda germano–holandesa, desde sus inicios a su fin, véase el muy documentado libro de la CCI: La gauche hollandaise
[7] Con límites evidentes, como se pudo comprobar en la dinámica revolucionaria abierta en el año 1917 en Rusia. Obviamente con ello no pretendemos negar que lo inédito de la experiencia y las dificultades del mismo proceso revolucionario y su aislamiento ulterior crearon una situación extremadamente compleja y difícil, pero el hecho de que Lenin no relacionase su teoría del Estado y su extinción con la del partido, ayudó a que finalmente el partido dirigiese el proceso revolucionario y lo sustituyese, confundiéndose con el Estado, y llevando a cabo el propio proceso contrarrevolucionario. Esta contrarrevolución no llegaba desde fuera de la dinámica revolucionaria, como durante la Comuna de París o en 1905, sino del propio partido bolchevique
[8] Anton Pannekoek: «El desarrollo de la revolución mundial y la táctica de los comunistas», en Contra el nacionalismo, contra el imperialismo y la guerra: ¡Revolución proletaria mundial!, Ediciones Espartaco Internacional, pág. 227
[9] Ibid., págs. 228 y 229
[10] Véase al respecto nuestro artículo Las instituciones son el límite, disponible en barbaria.net/2018/04/25/germinal-las-instituciones-son-el-limite
[11] Esta cita y la anterior están extraídas de V. I. Lenin: La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, ed. Progreso, Moscú
[12] Véase Jacques Camatte: El KAPD y el movimiento proletario, disponible en barbaria.net/2018/05/27/jacques-camatte-el-kapd-y-el-movimiento-proletario-1971
[13] Ibid. Aquí Camatte realiza además una explicación sintética de cómo el partido comunista es una expresión orgánica de la clase (un producto que por ello mismo puede ser un factor activo en época de revolución), que en el momento de ascenso revolucionario puede pasar de ser un elemento histórico a un factor formal, activo, siempre y cuando no se separe de la clase, porque además la clase en revolución deviene partido (Marx: Manifiesto Comunista)
[14] El leninismo es una ideología del maniobrerismo, dirá con fuerza el comunista francés (amigo de Bordiga y crítico ulterior de los ramalazos leninistas del comunista napolitano), Lucien Laugier. Véase al respecto su extraordinario texto L’antikapdédisme du PCI, texto sobre el que volveremos más adelante
[15] V.I. Lenin: op. cit.
[16] En el texto ya citado de Laugier, éste realiza una crítica muy pertinente al mismo Amadeo Bordiga. Su radicalidad comunista a la hora de cuestionar el valor, el dinero, el mercado, la empresa, etc. no la traslada a la política, a la crítica del Estado ante todo. Es importante tener en cuenta que el capitalismo se sustenta sobre una dualidad, economía y política, con la que tiene que romper conscientemente la revolución comunista
[17] Ibid., págs. 229 y 230
[18] Partido Comunista Unificado, fusión entre el antiguo KPD y el USPD, la socialdemocracia independiente
[19] Anton Pannekoek: op. cit., pág. 230
[20] Paradigma con el que romperá rápidamente pero, por desgracia, en una dirección consejista que disuelve la función del partido como órgano de la clase, un órgano interno a ésta y no sustitucionista, como indicaba Camatte en la cita de más arriba
[21] Nos referimos a personajes como Togliatti, Thorez, Rakosi, o incluso al mismo Gramsci, no a la segunda generación de líderes estalinistas que no habían pasado por el “período heroico” previo, como Dolores Ibarruri, Thälmann o Santiago Carrillo. Que sepamos, es algo que no ha sido aún desarrollado suficientemente desde un punto de vista teórico, es decir, cómo el tacticismo leninista en la III Internacional, la búsqueda constante de zigzagueos y embrollos ayudó a la emersión posterior de la política estalinista en el Komintern, política cualitativamente diferente de la de Lenin y Trotsky, pero que encontró sus fundamentos en ellos, además de ayudar a que una serie de cuadros de los partidos comunistas, sin solidez teórica, iniciasen el proceso de “bolchevización” y estalinización de los partidos comunistas. El ejemplo del PCdI es paradigmático al respecto y el papel de Gramsci en ello es nefasto, aunque obviamente no tan nefasto y pérfido como fue el caso de ese “profesional de la contrarrevolución” en que se convirtió Palmiro Togliatti
[22] Amadeo Bordiga: «Partito ed azione di clase», en Scritti 1911–1926, Fondazione Amadeo Bordiga, vol. 5, pág. 362
[23] Ibid., pág. 367
[24] Ibid.
[25] Amadeo Bordiga: «1919–1926: Rivoluzione e controrivoluzione in Europa», n+1. Se trata de la transcripción de un informe de Bordiga en una de las reuniones periódicas del Partito Comunista Internazionale. Como dicen los compañeros de n+1, las cintas fueron encontradas casualmente en un mercado de segunda mano, y son de un valor extraordinario por la reconstrucción teórica e histórica de los debates de la III Internacional que realiza Bordiga. Disponible en www.quinterna.org/pubblicazioni/rivista/32/1919_1926_rivoluzione_e_controrivoluzione.htm
[26] Ibid.
[27] Jean Barrot (Gilles Dauvé) y Denis Authier: La izquierda comunista en Alemania. 1919–1921, Zero ZYX, Madrid 1978. Se trata de un libro muy recomendable
[28] De hecho, Bordiga realizó una encendida defensa Pankhurst cuando fue expulsada de la Internacional Comunista. Véase en el tomo 6 de sus Scritti: «Il Partito Comunista Inglese e Sylvia Pankhurst», pág. 152
[29] Se trata de una nota rescatada por Invariance (la revista de Jacques Camatte) cuando publicó el texto de Pannekoek mencionado, y publicada en la edición castellana de Espartaco Internacional
[30] Amadeo Bordiga: «1919–1926: Rivoluzione e controrivoluzione in
Europa», op. cit.
[31] Herman Gorter: Carta abierta al compañero Lenin