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Crítica del valor Teoría Tierra

La tierra en la crisis del valor

Iniciamos con este texto semielaborado una serie de reflexiones en torno a la relación del ser humano con la tierra en la sociedad capitalista, la oposición radical entre la Tierra y el capital, así como la manera en que la catástrofe ambiental es integrada bajo las categorías del valor. Con esta serie, que tiene como fundamento teórico la noción de la renta de la tierra, intentamos no sólo abordar los problemas cada vez mayores a los que se enfrenta nuestra clase con el avance catastrófico del capitalismo, sino también hacer una crítica radical a las perspectivas burguesas, socialdemócratas, de esta catástrofe, que a nuestro entender se sintetizan en la ecología como movimiento parcial y separado.

Empezamos, pues, con una exposición pedagógica de la categoría de la renta de la tierra. Sus diversas conclusiones prácticas se irán desarrollando a lo largo de la serie: aumento del precio del agua y los alimentos, tendencia a la expansión urbana y al aumento permanente del precio de la vivienda, el problema de las energías fósiles y renovables desde el punto de vista de la catástrofe capitalista, etc., si bien no necesariamente en este orden.

Dejamos aquí disponible el .pdf para su descarga.

Índice

  1. Crisis
  2. Ecología y socialdemocracia de la catástrofe
  3. Unos apuntes previos
  4. La irreproductibilidad de la tierra
  5. Plusganancia y renta de la tierra
  6. Consideraciones históricas
  7. Renta absoluta y renta diferencial
  8. Forma I y forma II de la renta diferencial
  9. Y crisis

 

1.      Crisis

Cuando hablamos de la crisis del valor, hablamos de una crisis de las categorías más básicas del capital y, a través de ello, de una dificultad creciente del capitalismo para reproducir sus mismos fundamentos. El primer aspecto de esta crisis salta a los ojos: en esta sociedad, la única vía para el proletariado de acceder a los medios de subsistencia es trabajar, pero cada vez hay menos trabajo. Más máquinas, menos personas. De aquí se deriva un segundo aspecto, también visible, por el que tendencialmente cuanta más productividad tiene el trabajo, más pobres nos hacemos: tendencialmente, cuanta más riqueza material se genera, menos valor.

Estos dos aspectos provienen de dos contradicciones básicas del capitalismo. Al primero le corresponde el enfrentamiento del trabajador con el producto de su trabajo, el antagonismo entre el trabajo vivo y el trabajo muerto, el hecho de que cuando el trabajador produce en el capitalismo, no sólo produce riqueza material, sino también su propia miseria y la del conjunto de su clase. El segundo aspecto ―derivado del primero― parte de la contradicción entre riqueza y valor: a medida en que se desarrollan las fuerzas productivas, el valor se hace cada vez más caduco como relación social, cada vez más incapaz de dar cuenta de un desarrollo social que genera inmensas masas de bienes y que reduce el tiempo de trabajo requerido para satisfacer nuestras necesidades sociales[1]. Ambas contradicciones hacen parte de la teoría de la caída tendencial de la tasa de ganancia, por la que la clase capitalista tiene cada vez más dificultades para extraer plusvalor del trabajo vivo del proletariado, puesto que efectivamente cada vez hay menos valor que extraer y menos trabajo vivo que explotar. Aquí se inscribe el desarrollo exponencial del capital ficticio, un verdadero órgano de respiración artificial del capitalismo.

Pero hay también un tercer aspecto de esta crisis. Mientras los bienes manufacturados pierden su valor y bajan de precio a medida que se producen los avances tecnológicos ―no hay más que pensar en la evolución de los precios de los ordenadores o los teléfonos móviles―, los productos del suelo no dejan de encarecerse: recursos energéticos, materias primas, agua, alimentos. Mientras nos salen por las orejas las mercancías destinadas a la satisfacción de necesidades artificiales y muchas veces absurdas, cada vez resulta menos evidente que podamos satisfacer nuestras necesidades más básicas, más naturales, más biológicas. Por un lado, este efecto tijera supone el aumento de costes de producción y, por tanto, un factor más en la caída de la tasa de ganancia para la clase capitalista. Por otro lado, expresa la última contradicción, la más profunda, que llevará a la destrucción de este sistema: la oposición entre las necesidades humanas y la lógica del valor, entre la Tierra y el capital. La explicación de este proceso está contenida en la teoría de la renta de la tierra. Ella explica la ley del hambre que impone la lógica del valor sobre los medios de subsistencia[2]. Sólo a partir de esta comprensión podemos romper con la visión burguesa de la catástrofe ecológica y social que estamos viviendo.

2.     Ecología y socialdemocracia de la catástrofe[3]

Ocurre que cuanto más fuerte es la presencia del capital ficticio, cuanto más ficticio se hace el conjunto de la economía capitalista, más voces se alzan para afirmar la importancia de los factores físicos en esta crisis. Si hace unos años se proclamaba ―para elogio o vituperio― la desmaterialización de la economía, hoy la tónica es más bien la contraria: el problema de todo es el agotamiento físico, material, de los recursos no renovables ―especialmente los energéticos y minerales―. Si queremos comprender la crisis actual, no hay más que hacer un buen cálculo de las reservas de hidrocarburos: metros cúbicos, calorías por kilo, gigavatios, tasa de retorno energético, leyes de la termodinámica[4]. Si queremos resolverla, sólo tenemos que ajustarnos mejor a estas bases materiales.

De este modo, pasamos de un fetichismo al otro. En el primero se fetichiza el valor y su capacidad para autorreproducirse: el capital produce más capital sin mediación del trabajo y, si no lo hace, ya tenemos al Estado para imprimir dinero y repartirlo generosamente a tasas de interés negativas. En el segundo, se fetichiza la naturaleza y se la convierte en motor y causa última de los movimientos económicos. Ambas caras de la moneda naturalizan la economía capitalista y sus categorías, negando el carácter histórico, perecedero, del valor como relación social.

Esta segunda visión es característica de los discursos decrecentistas y en torno al colapso ecológico. En sus versiones más izquierdistas, se habla de un límite interno al capitalismo ―expulsión del trabajo, generación de población excedente, burbujas especulativas que se crean y estallan cada vez más, cada vez peor― y un límite externo, físico, por el agotamiento de recursos hídricos, energéticos, minerales, la desertificación del suelo, la crisis climática. Nos encontramos entre la espada y la pared, nos dicen, y es verdad. Pero para ellos la espada y la pared son dos cosas distintas y separadas que sólo a posteriori establecen alguna relación entre sí. La respuesta es por tanto doble: en una mano la pelota «anticapitalista» (capitalismo = economía), en la otra la pelota ecológica. Luego se añaden la pelota racial/anticolonial y la de género. Allá cada cual para hacer con ellas los malabarismos que mejor pueda.

Esta visión separada produce monstruos. Cuando hablamos de socialdemocracia de la catástrofe, nos referimos a aquella expresión del reformismo que afirma la imposibilidad de frenar el «colapso civilizatorio», es decir, la catástrofe social y ecológica que nos impone el capitalismo. La solución entonces es su gestión. Los paliativos pueden llevarse a cabo desde el Estado ―el «asalto a las instituciones» en España abrió la puerta a no pocos que apuestan por esta alternativa[5]― o desde una perspectiva más autogestiva y cooperativista: sustracción en ecoaldeas, «zonas a defender»[6], huertos urbanos, grupos de consumo, cooperativas integrales, etc. El sustrato teórico de estos discursos no es ya sólo el rechazo de toda posibilidad revolucionaria y la negación del papel transformador de la lucha de clases, sino también y en un plano más fundamental el desarrollo de una crítica fragmentaria, incapaz de comprender la totalidad del capitalismo e incapaz por tanto de apostar por su completa abolición.

Las notas que escribimos a continuación están destinadas a reafirmar, contra las concepciones burguesas que se respiran permanentemente en los entornos activistas y militantes, las bases de nuestra teoría revolucionaria. Son el inicio de una serie donde, dadas unas premisas teóricas a las que se destina este texto, esperamos poder desarrollar de manera más concreta la comprensión de la catástrofe social y ecológica en la que nos sume el capital, que no es otra cosa que la oposición radical entre la Tierra y las relaciones sociales capitalistas. Estas notas hacen parte de un proceso de elaboración teórica, de clarificación nuestra también, a partir de las categorías establecidas por nuestra clase hace más de cien años. Los datos se pueden actualizar, los fenómenos que describieron originalmente han adquirido mayor profundidad y amplitud, pero la capacidad explicativa de estas categorías se mantiene intacta.

3.     Unos apuntes previos

En una discusión que hacíamos sobre el valor, se explicaba con una metáfora geométrica la manera en que se organizan las categorías del capital. Partiendo de un alto nivel de abstracción, del nivel más puro y simple de estas categorías, encontramos la mercancía, el valor de uso, el valor de cambio, el dinero, el trabajo abstracto, el tiempo de trabajo socialmente necesario, el valor. En todas ellas está ausente la dimensión de las clases sociales. De hecho, es como si nos encontráramos en un plano de dos dimensiones, ancho y largo, que es imposible ver en la realidad. Y sin embargo, es gracias a este plano que podemos comprender la manera en que se compone un cubo de tres dimensiones, de tal forma que ―ahora sí― hallamos en toda su complejidad la realidad que habitamos. Como decía Bordiga, jugando con Hegel, «todo lo racional es irreal y todo lo real es irracional».

Ahora nos encontramos ya en el cubo. La dimensión de las clases sociales, el trabajo asalariado, la extracción de plusvalor, el propio capital, aparecen ya ante nosotros. Sin embargo, podemos avanzar todavía a otro nivel de mayor complejidad, de más determinantes, más próximo también a la realidad. Para entender la teoría de la renta de la tierra hemos de familiarizarnos previamente con algunas de estas categorías, desarrolladas en el Libro III de El capital.

En el capitalismo, la mercancía se descompone en c o capital constante (maquinaria, materias primas, energías, etc.), v o capital variable (trabajo necesario para pagar el salario de los obreros, es decir, para reponer el valor de la fuerza de trabajo) y pv o plusvalor (el excedente de valor que queda tras reponer la fuerza de trabajo en el salario). La tasa de plusvalor o pv’ es la relación entre la cantidad de trabajo necesario para que el obrero se autopague el salario y el valor restante, del que se apropia el capitalista. Sin embargo, al capitalista no le importa mucho la tasa de plusvalor. Lo que a él se le presenta frente a los ojos no es ―o no sólo― cuánto tiene que trabajar el obrero para que él pueda embolsarse una parte generosa, sino la cantidad de capital total que ha tenido que avanzar y lo que ha ganado con la inversión. El capitalista no distingue por tanto entre capital constante y variable, entre máquinas y humanos. Distingue entre el D que ha invertido y el D’ que obtiene. Este enfoque descompone entonces la mercancía no en c + v + pv, sino en precio de costo o pc (c + v) y el plusvalor restante, que llamamos ganancia o g. En este nivel de mayor complejidad, la tasa de plusvalor (\frac{pv}{v}) deja paso a la tasa de ganancia, que es la relación entre el pc, es decir, lo que el capitalista tuvo que avanzar, y el plusvalor extraído de todo esto (\frac{pv}{c+v}).

Claro, que esto cambia los términos del asunto. Pongamos como ejemplo a un fabricante de coches y a un viticultor. Los dos explotan por igual a sus trabajadores, a una tasa de plusvalor del 50%,  y los dos entran con un mismo capital de 100 cada uno. Sin embargo, para fabricar un coche se necesita mucho más capital constante y menos capital variable que para recoger uvas. El fabricante de coches obtiene un plusvalor de 10 pagando salarios por 20 (pv’ = 50%) y gastando 80 en capital constante:   \frac{10}{80+20} El fabricante habría producido un valor total de 110 (del cual valor nuevo es 30, v + pv) y obtendría una tasa de ganancia del 10%. En el caso del viticultor, se gasta 60 en capital constante y algo más en salarios, 40: \frac{20}{60+40} Así que el viticultor, con el mismo capital que el fabricante de coches, habría producido un valor total de 120 y obtendría una tasa de ganancia del 20%. Pero en tal caso el fabricante de coches, si no fuera tonto, se reciclaría rápidamente para comprar unos viñedos y obtener con el mismo capital de 100 el doble de ganancia.

El ejemplo que hemos dado sólo funciona si pensamos el capitalismo como lo hace la burguesía, es decir, como una suma aritmética de individuos aislados. Como vemos, si esto fuera así cada capitalista individual tendría una ganancia diferente en función cada esfera de la producción, puesto que explotando lo mismo a sus trabajadores se requiere una proporción de capital constante y variable (una composición orgánica) diferente. Pero entonces, siguiendo nuestro ejemplo, los industriales serían los parias de la sociedad y no habría nadie que se brindara a fabricar coches. Esto convertiría rápidamente al conjunto de la clase capitalista a la fe decrecentista, puesto que la introducción de maquinaria jugaría siempre en su contra.

El fenómeno de la competencia y del libre movimiento de capitales viene a resolver esta cuestión a través de la ganancia media. En realidad, la tasa de ganancia es la misma en todos los sectores, porque cuando un sector ―digamos que se abre un nuevo nicho de mercado muy lucrativo― comienza a tener mayores ganancias que el resto, poco tardan los demás capitalistas en empezar a invertir también en él: aumenta la competencia, el mercado se satura y los precios bajan, por tanto se acaba el plus de ganancia que había aportado ese nuevo mercado y se regresa así a un estado de equilibrio, la ganancia media.

Así pues, la mercancía no se descompone entre el precio de costo y la ganancia individual (= plusvalor) que consigue sacar el capitalista, sino entre el precio de costo y la ganancia media: la suma de ambos establece el precio de producción (pp) de la mercancía[7]. En nuestro ejemplo, digamos que la ganancia media es del 15%. El fabricante de coches avanza 100 (80 de capital constante, 20 en salarios) y produce un valor total de 110, pero el pp de su mercancía es 115 (pc 100 + g 50). El productor viticultor avanza 100 (60 de capital constante, 40 en salarios) y produce un valor total de 120, pero el pp de su mercancía es también de 115.

Aparentemente, la ley de la tasa de ganancia entra en contradicción con la ley del valor, por la cual las mercancías se intercambian por sus equivalentes: una mercancía por valor de 110 sólo se puede intercambiar por otra con el mismo valor. En nuestro ejemplo, el fabricante vende un valor de 110 al pp de 115 y el viticultor vende un valor de 120 al pp de 115. Este último fabrica más valor del que recibe, pero poco le importa, en la medida en que su ganancia sigue siendo la misma que la del resto de la clase capitalista.  Es como si cada capitalista pusiera su capital inicial en un fondo común ―una sociedad por acciones, pongamos por caso― para explotar colectivamente al conjunto del proletariado, extrayendo así la ganancia correspondiente a la masa de capital invertido. En los productos individuales, el valor difiere del precio de producción ―que se rige en función del capital avanzado y de la composición orgánica del sector―, pero en la totalidad de la sociedad capitalista la masa de ganancias y la masa de plusvalor coincide.

Establecer la diferencia entre el plusvalor y la ganancia media, entre el valor de una mercancía y su precio de producción, será central para comprender una de las contradicciones que adelantábamos en la introducción: la contradicción entre el productor y el producto de su trabajo, entre el trabajo vivo y el trabajo muerto o, en otros términos, entre el capital variable y el capital constante. Ya sabemos que sólo el trabajo humano produce valor ―la maquinaria y las materias primas se limitan a trasladar una parte o la totalidad de su valor al nuevo producto, valor que es generado en un trabajo humano anterior, por eso conforman el capital constante―. Por lo tanto, el capitalista sólo puede extraer plusvalor de sus trabajadores, del capital variable. Es por esto que cuanto mayor sea el desarrollo de las fuerzas productivas en la sociedad, menor valor y por tanto menor plusvalor obtendrá la clase capitalista. A grandes rasgos, esto es lo que establece la caída tendencial de la tasa de ganancia, es decir, que históricamente la clase capitalista tiene cada vez menos ganancias porque en la fórmula \frac{pv}{c+v}, c ocupa cada vez más espacio, reduciendo así pv.

Entonces ¿por qué los capitalistas introducen nueva maquinaria y aumentan la productividad si eso va en contra de sus ganancias? Porque los capitalistas son átomos en constante competencia entre sí. Si una mercancía tiene un precio de producción general, el capitalista que consiga reducir su precio de producción individual extraerá así no sólo la ganancia media, sino un plus[8]. Esto puede hacerlo aumentando la plusvalía absoluta (bajando los salarios o aumentando la jornada laboral), pero también incrementando la productividad del trabajo a través de la plusvalía relativa. Sin embargo, si hace esto último el resto de capitalistas de su sector no tardarán en verse obligados a introducir mejoras semejantes, de tal forma que lo que era un plus de ganancia para un capitalista individual se transforma en una menor masa de ganancias para todos cuando el resto se apunta al carro y las condiciones de producción se nivelan. El producto que menos trabajo contiene, que menor valor incorpora, es el que acaba regulando el precio de mercado. Esto explica que el precio de los productos manufacturados tienda a descender históricamente.

4.     La irreproductibilidad de la tierra

Sin embargo, no ocurre exactamente así en lo que se refiere a los productos del suelo. Ello se debe a una razón muy sencilla. Si en la industria el plus de ganancia se le acaba pronto al capitalista individual ―digamos que es nuestro sacrificado fabricante de coches― es porque las mejoras que aplicó para aumentar la productividad son fácilmente reproducibles por sus competidores. Si introdujo una máquina más potente, esa máquina también será vendida al resto de empresas del sector automovilístico. Si hizo más eficiente la organización del trabajo, su secreto no tardará en ser enseñado en los cursos de business management. Son muy escasas las posibilidades que tiene de monopolizar sus mejoras en la productividad[9]. Si sus mejoras en la productividad son reproducibles es porque son un producto humano y, por tanto, social.

Esto no sucede en el caso de los productos del suelo, porque lo que hace de un terreno un lugar más o menos rentable para el capital ―fundamentalmente, la fertilidad del suelo y su ubicación― no depende por completo de la intervención humana. Sin duda, se pueden introducir y se introducen mejoras en la productividad del sector agrícola, por ejemplo, de la mano de maquinaria, fertilizantes, pesticidas y otros mecanismos que, por desgracia, nos son muy familiares gracias al peso actual de la agroindustria: es lo que Marx llamaba capital-tierra, capital introducido para el aumento de la fertilidad de la tierra. En el caso de la ubicación, el desarrollo de los medios de transporte puede hacer que terrenos que no eran muy rentables porque quedaban lejos, por ejemplo, de una gran ciudad, con una nueva y flamante carretera ganen en interés para el capitalista. Pero en cualquier caso, siempre habrá terrenos con una mayor o una menor fertilidad, o con una mejor o peor ubicación y, por tanto, no será posible nivelar las condiciones de producción en lo que se refiere a la tierra, tanto más en los sectores económicos que la tienen como su principal medio de producción, como la agricultura o la minería.

En consecuencia, lo que marca la diferencia fundamental entre los productos del suelo y los manufacturados es la irreproductibilidad de la naturaleza. Esta característica tendrá consecuencias enormes en el desarrollo de la catástrofe capitalista, puesto que si el precio de los productos manufacturados, como ya se ha explicado, está regulado por el producto que menos trabajo ha costado hacer, que menos valor contiene, la irreproductibilidad de las condiciones de explotación del suelo implica que el precio de estos productos esté regulado por el que más trabajo costó producir, por la tierra menos fértil o peor ubicada. Esta es la ley del hambre del valor[10]. De ahí que mientras los productos manufacturados tienden históricamente a abaratarse, por el contrario el precio de los productos del suelo tiende a subir.

Pero volvamos un poco hacia atrás.

5.     Plusganancia y renta de la tierra

Marx nos habla de una fábrica que tiene la suerte de situarse en un terreno próximo a una caída natural de agua. El resto de sus competidores funcionan con máquinas de vapor, pero nuestra fábrica puede ahorrárselo porque aprovechará la energía hidráulica que tan generosamente le brinda la naturaleza. Al ahorrarse las máquinas de vapor, el capitalista de esta fábrica reduce el precio de costo de sus mercancías, pues necesita menos capital constante, y sin embargo las vende ―porque puede― al mismo precio de producción que sus competidores. Además de la ganancia media, obtendrá una plusganancia que ―al contrario del ejemplo que dábamos del esforzado fabricante de coches, cuyo plus de ganancia se terminaba muy rápido― esta vez sí es permanente. Sus competidores habrán de mantener siempre más alto el precio de producción, porque no es posible reproducir artificialmente los ahorros que genera una caída natural de agua. Ésta hace más productivo el trabajo, como lo podría hacer cualquier mejora técnica del capital constante, pero en este caso la mejora no es reproducible.

No obstante, habitar una porción de planeta no sale gratis en el capitalismo, menos aún si es una porción privilegiada que te permite obtener una plusganancia. Todo trozo de tierra tiene su terrateniente ―es decir, un burgués propietario de la tierra―, que en virtud de la propiedad privada puede agitar un papel ante el Estado y permitir o impedir a quien quiera su uso: tiene el monopolio sobre dicha tierra. Así pues, el capitalista de la fábrica tendrá que transferir una renta al terrateniente para poder usar esa porción del planeta, próxima a una caída natural de agua. Esa renta no puede salir de su ganancia media, ya que entonces le compensaría más irse a otro terreno y comprar una máquina de vapor, pero sí de la plusganancia. De hecho, el terrateniente podría reclamar para sí toda la plusganancia, puesto que siempre ―si las condiciones del mercado le favorecen― podrá encontrar un capitalista que esté dispuesto a invertir en ese terreno mientras obtenga la misma ganancia que sus competidores.

Así pues, tenemos plusganancia toda vez que, habiendo aplicado la misma cantidad de capital y de trabajo vivo, se obtienen cantidades diferentes de producto. En este contexto, la renta de la tierra no es sino la plusganancia resultante ―y por tanto plusvalor, plustrabajo― que se transfiere al propietario de la tierra. Es el título que permite al terrateniente reclamar sus derechos sobre la plusganancia del capitalista, en cuya producción que no tiene mayor papel que el de no mandar a la policía cuando el capitalista abre la fábrica y hace entrar dócilmente a sus obreros. Así, la renta es la forma capitalista de expresar la propiedad de la tierra.

¿Se puede decir entonces que la caída natural del agua produjo un plusproducto, una plusganancia para el capitalista? Es lo que dirían los fisiócratas[11]. Sin embargo, el agua no produce nada por sí misma, sino que es aprovechada por el trabajo humano. Es el hecho de que el trabajo sea más productivo con la caída del agua lo que genera un plusproducto que, en las relaciones sociales capitalistas, se transforma en plusganancia al venderse como mercancía. Sin trabajo, sin explotación, no hay fuerza natural que venga a entrometerse en los mezquinos negocios entre el capitalista y el terrateniente.

Pero ¿acaso no tiene valor la tierra? No. Tiene precio, pero no valor. El valor no es una cosa, sino una relación social, una forma social que adopta la actividad humana y el proceso de metabolismo entre los seres humanos y la naturaleza, una manera de distribuir socialmente el trabajo y el producto de dicho trabajo. Por eso mismo, el valor tiene como sustancia social el trabajo abstracto, el tiempo de trabajo necesario socialmente para producir una mercancía. No hay trabajo que medie en la formación natural de una caída de agua, ni en los miles de años necesarios para que se forme una reserva de hidrocarburos. Pero entonces ¿qué es lo que se vende cuando se vende la tierra? Se vende el título jurídico de propiedad sobre esa porción del planeta, el mismo título que otorga al que lo compra la capacidad de exigir sus derechos sobre la plusganancia del capitalista. Se vende la posibilidad de obtener una renta, pero el precio no se establece aleatoriamente ni por la ley de la oferta y la demanda. El precio de la tierra es la renta capitalizada, es decir, que se trata la renta como si fuera el interés de un capital imaginario:

Es la renta capitalizada de este modo la que forma el precio de compra o valor del suelo, una categoría que, prima facie, y exactamente igual que el precio del trabajo, es irracional, ya que la tierra no es producto del trabajo, y en consecuencia tampoco posee valor alguno. Pero por otra parte, esta forma irracional oculta tras sí una relación real de producción. Si un capitalista compra un terreno que arroja una renta anual de £ 200 al precio de £ 4.000, obtendrá el interés anual medio del 5 % de £ 4.000, exactamente de la misma manera que si hubiese invertido este capital en títulos que devengan interés o si lo hubiese prestado directamente al 5 %.[12]

Esto no ha de tomarse al pie de la letra, puesto que el interés y la renta son dos formas de plusvalor diferentes, si bien esta es la comprensión inmediata ―y necesariamente deformada― del capitalista que invierte su capital en comprar un trozo de tierra, ya que espera sacar de él una rentabilidad igual o superior a la que obtendría si prestara directamente ese dinero. Pero nos ayuda a comprender cómo, pese a ser «irracional», está en la propia lógica de las relaciones sociales capitalistas otorgarle un precio objetivo a un bien que no contiene valor, es decir, que no es producto del trabajo humano.

6.     Consideraciones históricas

El desarrollo histórico de la renta de la tierra es un buen ejemplo de cómo el capitalismo toma categorías que existían previamente y las subordina a su lógica, transformando su papel e integrándolas en una nueva organización social. Como indica Marx, teniendo en cuenta la diferencia radical entre las relaciones precapitalistas y las capitalistas, se puede llamar renta a otras formas de distribución del trabajo y sus productos en las sociedades de clase, dada la existencia de la propiedad[13] de la tierra. Hay tres tipos de renta previa a la renta capitalista: la renta en trabajo, en productos y dineraria, aunque esta última se encuentra ya en un proceso de transición al capitalismo en su fase agraria. El paso de un tipo de renta a otro nos permite asistir al desarrollo de un proceso creciente de mistificación y ocultamiento de la explotación.

Podemos encontrar las rentas en trabajo y en productos en muchas sociedades precapitalistas, desde los sistemas tributarios en África y Asia hasta el feudalismo europeo o japonés, pasando por el «comunismo artificialmente desarrollado»[14] del Imperio Inca. La primera es la más sencilla y primitiva, y expresa con toda claridad la identidad entre renta y explotación del trabajo. En ella, el productor no ha sido separado todavía de sus medios de producción a excepción de la tierra, que trabaja tradicionalmente en usufructo, pero que no es suya. La cultiva de manera autónoma a cambio de entregar una parte de su tiempo de trabajo al propietario de la tierra. Éste puede ser una familia noble o el Estado mismo, en cuyo caso renta e impuesto coinciden[15].

En la renta en trabajo la dominación de clase es evidente. Es un hecho común e imprescindible a todas las relaciones de producción en que se basan las sociedades de clase, el que la clase dominante posea una parte de los medios de producción ―en este caso el suelo― y que por este motivo reclame en derecho para sí una parte del producto social, un plustrabajo o plusproducto, del que se deriva el plusvalor en la sociedad capitalista. En este caso, el productor tiene que desplazarse a las tierras del señor o del Estado y trabajar en ellas por un período estipulado. Al mismo tiempo, es normal que se produzcan resistencias ―la mínima de ellas, trabajar peor y más despacio―, por lo que la coacción física y la vigilancia ha de ser permanente. En el caso de la renta en productos ya no ocurre así, puesto que al productor le interesa trabajar lo mejor posible para obtener el máximo de productos, una vez descontada la parte exigida por el señor, pero no por ello es menos evidente el hecho de que la existencia de la clase dominante depende del trabajo y de la explotación de la clase dominada. Por otro lado, el paso de la renta en trabajo a la renta en especie es posible por un determinado desarrollo de las fuerzas productivas, gracias a una forma más intensiva del cultivo de la tierra.

La renta en trabajo y en productos es la única forma de «plusvalor»[16] en las sociedades precapitalistas. En la renta en especie el núcleo de las relaciones de producción de las sociedades de clase se expresa con menor claridad que en la renta en trabajo, puesto que la coacción física sólo a veces es necesaria en la primera pero siempre es imprescindible en la segunda. En cualquier caso, en ambas formas la explotación se hace desde un plano extraeconómico y por tanto es evidente la naturaleza de las relaciones de dominación. Cuando el productor está en posesión de sus medios de producción, la extracción de plustrabajo sólo puede darse mediante mecanismos externos, «políticos», ajenos a la economía, a través de relaciones de dependencia y subordinación que pueden ir en diversos grados de intensidad desde la servidumbre hasta la mera obligación tributaria. Sea como fuere, el productor nunca puede ser libre. Sólo en el capitalismo esto es posible y necesario, ya que al estar separados de los medios de producción el mecanismo de explotación de los trabajadores es económico e impersonal: libres, jurídicamente iguales, el proletario y el capitalista se enfrentan como vendedor y comprador de una mercancía ―la fuerza de trabajo― que recibirá su equivalente en salario.

Por otro lado, en ambas formas de renta nada o una parte ínfima del producto del trabajo entra en el proceso de circulación como mercancía, y no existe separación entre la agricultura y la manufactura, ni siquiera «en las economías agrícolas de la Antigüedad que exhiben la mayor analogía con la agricultura capitalista, [como] en Cartago y en Roma»[17]. La industria doméstica es complementaria y está subordinada a la agricultura, lo cual muestra también una relación con la ciudad que se verá invertida radicalmente con el establecimiento del capitalismo.

En este sentido, la renta dineraria es ya una forma de transición. Por un lado, si la renta en productos era una metamorfosis de la renta en trabajo, pero seguía siendo esencialmente lo mismo, la renta dineraria es una mera metamorfosis de la renta en productos. Esta forma de renta sigue siendo la única forma en que se expresa el «plusvalor». Sin embargo, el hecho de que el productor haya de convertir en dinero sus productos para entregar la renta hace que el mercado, que en formas anteriores era simplemente una oportunidad para vender una parte del excedente y acceder a otro tipo de productos, ahora se convierta en un imperativo: el agricultor comienza a producir mercancías. Al mismo tiempo se acentúan fenómenos de polarización social que ya empezaban a darse en la renta en especie. Algunos productores se empobrecen y otros se elevan sobre ellos, e incluso pueden empezar a utilizar trabajo ajeno en sus propias tierras, aproximándose así a la figura del arrendatario capitalista. Esta polarización social echará las bases del proceso de acumulación originaria que hará nacer el capitalismo.

Nos encontramos ante una forma de transición, capaz de desarrollarse en un sentido capitalista sólo gracias a un determinado nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, así como a unas condiciones sociopolíticas muy específicas como eran las del feudalismo europeo[18]. En el Imperio Romano, por ejemplo, se hicieron varios intentos de pasar a una forma de renta dineraria, al menos en la parte correspondiente a los impuestos, pero siempre se acababa regresando a la renta en productos. La diferencia de la renta dineraria con la renta ya plenamente capitalista consiste en la capacidad del valor para conquistar el conjunto de la producción, separando por completo la agricultura de la manufactura y destinando esta a las ciudades, cuya brecha con el campo será cada vez más fuerte.

La renta capitalista de la tierra no es la única forma de plusvalor posible, sino una parte específica y particular de ese plusvalor. Éste es producido en su mayor parte en productos manufacturados, y la ganancia del capitalista agrario está determinada por la tasa de ganancia general, regulada en última instancia por la industria. La renta precapitalista es la única forma de «ganancia» de la clase dominante; la renta capitalista es una plusganancia, un extra añadido a la verdadera forma de ganancia, la obtenida por la diferencia entre el pago de la fuerza de trabajo y el producto obtenido. Esto se expresa también en una característica fundamental del capitalismo, como es la separación absoluta entre la materia y la forma, entre la riqueza material y la forma-valor: la renta ya no es correspondiente a la cantidad de productos entregados, sino al valor de cambio de éstos. Un aumento en la productividad por la introducción de maquinaria puede aumentar la cantidad de productos, pero no el valor destinado a la renta, que puede mantenerse estable. Dicho en otras palabras, la renta ya no depende del plusproducto, sino del precio del producto agrícola; no depende del valor de uso, sino del valor de cambio:

Una vez constituida en renta, la propiedad territorial resulta ella misma consecuencia de la competencia, puesto que desde entonces depende del valor venal de los productos agrícolas. Como renta, la propiedad inmobiliaria se moviliza y llega a ser un efecto de comercio.[19]

Por otro lado, la renta capitalista presupone un desarrollo suficiente de las fuerzas productivas como para que el campo pueda alimentar a la ciudad, en rápido proceso de expansión, pero también un desarrollo tal de la industria de las ciudades que implique el fenómeno de inversión que acabamos de describir: la renta ya no es plusproducto, sino una parte del plusvalor de los productos del suelo, una parte de su precio monetario, y la tierra ya no es para el hacendado más que

una máquina de fundir moneda. La renta ha separado tan perfectamente al terrateniente del suelo, de la naturaleza, que ni siquiera tiene necesidad de conocer sus tierras, como ocurre en Inglaterra. En cuanto al arrendatario, al capitalista industrial y al obrero agrícola, éstos no están más adheridos a la tierra que explotan que el empresario y el obrero de las manufacturas al algodón o a la lana que fabrican; sólo sienten inclinación por el precio de su explotación, por el producto monetario.[20]

El desarrollo del papel de la tierra en el capitalismo es paradójico. Por un lado, es a través de la renta dineraria como puede imponerse el valor en la esfera de la producción, liberar al campesino de sus medios de producción y fundar el trabajo asalariado como la clave de bóveda del sistema capitalista. Por otro lado, la agricultura será una de las últimas esferas de la producción en ser subsumida bajo la lógica del valor. Aún hoy ―aunque de manera nada comparable a los siglos anteriores― seguimos asistiendo a la resistencia de las comunidades rurales a la proletarización y a la conservación de formas comunitarias que, en algunos casos, son huellas de un ancestral modo de vida que nos remite al comunismo primitivo. El mantenimiento de técnicas, valores éticos e imaginarios de estas comunidades han mostrado un enorme grado de resiliencia ante el olvido o la recuperación y transformación por parte del capital, si bien el valor tiene una capacidad igualmente grande ―como Midas― de convertir en mercancía todo lo que toca, aunque sea a través de grupos de consumo, cátedras universitarias y revistas o documentales elaborados por la industria cultural.

En lo que aquí nos concierne, esta dificultad del valor para subsumir el universo de las zonas rurales se refleja en figuras sociales donde el terrateniente, el capitalista y el proletario no están plenamente distinguidos[21]. Como tendencia, es el modelo teórico del que partimos para reflexionar las categorías del capital y su organización social. Sin embargo, aunque formas de producción como la del colono, el aparcero o el pequeño campesino propietario tienen una fuerte memoria precapitalista, ello no supone que no estén subsumidas y regidas por la lógica del valor. Bien al contrario, la clase capitalista saca buen provecho de su existencia, puesto que los niveles de extracción de plusvalor son a menudo incluso mayores en muchos pequeños agricultores que en los trabajadores asalariados de la ciudad.

Esto es así porque, en la competencia entre capitales, el pequeño agricultor tiene las de perder. Por un lado, la explotación de un latifundio permite un uso más económico del capital constante. El mismo tractor puede recorrer cientos de hectáreas o una sola, pero para una sola resulta demasiado caro y difícil de amortizar con la venta del producto. En consecuencia, el pequeño agricultor tenderá a utilizar unas herramientas más sencillas, pero también menos productivas que el capitalista agrario. Ya sólo eso implica una peor competitividad en el mercado. Por otro lado, como su capital mercantil ―la masa de mercancías que intenta vender― es más pequeño que el de las grandes explotaciones, estará también en peores condiciones de negociación con las empresas distribuidoras y con el capital comercial, como los supermercados. Así, estos podrán exigirle un precio menor que el precio de producción general, rascando la parte que le correspondería de su ganancia media. Por último, debido a esta situación, es una constante que el pequeño agricultor esté endeudado hasta el cuello, a menudo con intereses abusivos, por lo que el capital financiero también se embolsa otra parte de sus ganancias. Puede verse por qué al capital le interesa la permanencia del pequeño agricultor propietario: la renta de la tierra, la ganancia media e incluso a veces parte del propio salario que le correspondería al unir la figura del terrateniente, el capitalista y el obrero, van directos a las manos del capital comercial y financiero, convirtiéndole un proletario más, pero con la apariencia jurídica de un propietario.

7.     Renta absoluta y renta diferencial

Por todo lo dicho, vemos cómo la renta entendida como plusganancia es la manera en que la propiedad de la tierra es subsumida por el valor y expresada en términos capitalistas. Sin embargo, del ejemplo que dábamos sobre la fábrica y la caída natural del agua podría deducirse que la renta no es más que la diferencia entre una porción del planeta y otra que, por lo que sea, es más rentable que ella. A partir de aquí, se podría continuar el razonamiento y concluir que hay suelos, los de peor fertilidad o ubicación, que no arrojan renta alguna. En tal caso se presentarían ante nosotros tierras sin terratenientes, tierras donde sólo encontraríamos capitalistas agrarios y jornaleros, pero nadie que reclamara para sí una parte del plusvalor producido sin su intervención.

Sabemos que eso no es verdad. No sólo toda porción del planeta tiene un propietario jurídico bajo el capitalismo, sino que la misma instauración de las relaciones sociales capitalistas se produjo gracias a la privatización de las tierras comunales y la expropiación masiva del ser humano de sus medios de vida. Si no hay tierra sin propietario, no hay tierra sin renta. El mínimo que un terrateniente puede obtener de un capitalista por la cesión de su terreno se llama renta absoluta. A partir de ahí, lo demás es renta diferencial, es decir, la mayor o menor cantidad de plusvalor que podrá exigir en función de la rentabilidad de su porción del planeta.

Ello supone que además de la plusganancia que constituye la renta diferencial ―llamémosla d―, es decir, además del extra de productos que con el mismo capital y el mismo trabajo ha dado una tierra más fértil, tenemos la renta absoluta o renta mínima exigida por el propietario del peor suelo: llamémosla r. La propiedad jurídica de la tierra no produce valor de ningún modo, pero habilita al poseedor del título a sustraer las tierras al mercado hasta que, dado un incremento de la demanda, el precio de mercado suba lo suficiente como para incluir no sólo los costos de producción y la ganancia media del capitalista, sino también la renta absoluta. Así, el precio de mercado de un producto agrícola proveniente del peor suelo será: pp (= pc + g) + r. En la medida en que el precio de los productos del suelo está regulado por la peor tierra, al contrario que los productos manufacturados, todo suelo que sea un poco mejor podrá obtener una plusganancia diferencial. Así, el producto agrícola proveniente en una tierra buena o mediocre se compone de pp + r + d, siendo d la diferencia entre el precio de producción individual de dicho producto ―inferior al de la peor tierra― y el precio de mercado establecido por este último.

Pero eso plantea un problema. La renta es una forma de plusvalor, pero una forma muy particular. No es como el plusvalor obtenido por el capital comercial, por ejemplo, que sale directamente de la ganancia del capitalista industrial. Poco importa si el departamento comercial está en la propia fábrica o es una empresa diferente. La única diferencia es que al «externalizar» las tareas comerciales la clase capitalista puede ahorrar en costes, gracias a la mayor concentración de medios y la mayor división del trabajo, pero en definitiva no se trata de una diferencia sustancial. La renta tampoco es como el interés, que sale de la ganancia del capitalista por motivos lógicos: si este invierte su propio capital, obtiene la totalidad de las ganancias, pero si invierte un capital que no le pertenece, sino que ha tomado prestado, su acreedor tiene derecho a exigir una parte de las mismas. Tanto el capital comercial como el financiero salen de una determinada distribución de la ganancia del capitalista industrial, pero la renta es una plusganancia: ¿de dónde sale ese plus?

Cuando tratábamos el carácter irreproducible de la tierra, indicábamos que en consecuencia el precio regulador de mercado en los productos del suelo es el de la tierra menos fértil. Así, en el caso de la renta diferencial es fácil identificar el origen de la plusganancia: si la peor tierra produce 70 toneladas de trigo a 200 €/t, una tierra de más calidad podrá producir 90 toneladas, pero no por eso dejará de venderlas a 200 €/t. Así, el propietario de la segunda tierra podrá hacerse si no con todo, al menos con una parte importante de los 4.000 € de diferencia al año que percibe su arrendatario.

Pero el precio determinado por la peor tierra, 200 €/t, no está marcado arbitrariamente por el agricultor. Para él, este precio de mercado debe cubrir lo que todo precio de producción ―capital constante, capital variable y ganancia media― más la renta absoluta que le exige el terrateniente. Así, el precio de mercado (200 €/t) es superior al precio de producción de los productos de la peor tierra, todavía más en el caso de los productos de tierras mejores, cuyo precio de producción es aún menor.

David Ricardo creía que la existencia de una renta absoluta contradecía la ley del valor, pero es porque identificaba precio de producción y valor. Lo que Marx señala es que el valor de los productos del suelo es superior a su precio de producción, y que la renta absoluta tiene como techo el valor del producto de la peor tierra y como límite su precio de producción. Ello se debe al hecho de que la composición orgánica ―la proporción entre la parte constante y la variable― de un capital agrícola[22] es menor que la de un capital industrial, es decir, que el capital industrial tiende a necesitar mucho más capital constante y por tanto a producir menos valor nuevo que el capital agrícola. La menor composición orgánica del capital agrícola, su subdesarrollo con respecto al resto de capitales, se explica por los efectos que produce la propia renta de la tierra. A fin de cuentas, la renta constituye una barrera material a la acumulación de capital y por tanto al desarrollo de las fuerzas productivas, ya que se apropia de parte de las plusganancias que el capitalista, de no ser así, utilizaría para incrementar su productividad. Al hacer esto, la renta ralentiza el desarrollo de las fuerzas productivas de los sectores en que se encuentra ―tanto del sector primario como de la industria de la construcción― e incrementa la diferencia entre la composición orgánica de éstos y la composición orgánica media del capital social, lo cual amplía la horquilla del valor que puede apropiarse la renta absoluta (diferencia entre ganancia media y valor individual de las mercancías).

En consecuencia, la renta absoluta no tiene nada que ver con un precio monopólico, como podría ser un coche de lujo, cuyo monopolio sobre la marca ―que conlleva no sólo un buen servicio de publicidad, sino también una reputación social de la empresa, unos diseños característicos, etc.― permite que se venda a un precio de mercado superior a su valor y a su precio de producción, tomando ese valor de los ingresos que el capitalista ―o el currela que se endeuda hasta el cuello― decide consumir improductivamente. La renta tampoco es como un impuesto que, en lugar de percibir el Estado, percibiría la clase terrateniente, porque el impuesto se establece de forma independiente al valor y al precio de producción de la mercancía. Aquí la renta absoluta no supera el valor del producto, porque la composición orgánica del capital agrícola es menor que la composición del capital social medio.

Que toda tierra tenga un terrateniente implica que una parte del plusvalor producido no puede retornar a la clase capitalista para volver a invertirlo. Bien al contrario, la clase terrateniente impone un precio de mercado más alto tanto de los alimentos como de las materias primas, con lo cual no sólo bloquea el retorno de parte del plusvalor al capitalista agrario, sino que además obliga al conjunto de los capitalistas a gastar más en salarios y en materias primas, con la consecuente reducción de su tasa de ganancia.

Pero, independientemente de la barrera social que constituye la propiedad de la tierra para la acumulación capitalista, hay además otra barrera material: la irreproductibilidad de la naturaleza, base de la formación de la renta diferencial.

8.    Forma I y forma II de la renta diferencial

En esencia, la renta diferencial tiene una base diferente a la de la renta absoluta, ya que se forma por las ganancias extra que obtiene un capitalista gracias al hecho ―material, natural― de que el suelo en que produce es más fértil o está mejor ubicado. Para ver hasta qué punto la renta diferencial es independiente de la propiedad de la tierra, podemos imaginarnos un sistema capitalista en el que todas las tierras estuvieran nacionalizadas por cada Estado. Estos, velando por el mantenimiento de la tasa de ganancia capitalista, podrían decidir prescindir de la renta de las peores tierras, pero se verían obligados ―en aras de un buen funcionamiento democrático― a exigir una renta proporcional a la productividad del resto de tierras. Si no fuera así, ¿cómo justificar que un capitalista obtuviera una mayor plusganancia que otro?[23] Como hemos explicado ampliamente, las condiciones de producción heterogéneas, irreproducibles, que impone la naturaleza constituyen una barrera material para la nivelación de las ganancias, nivelación que sí puede producirse en el caso de los productos manufacturados.

Ahora bien, al desarrollar la renta diferencial hemos de atenernos a dos niveles de distinta complejidad. El primer nivel, la forma I, nos describe la inversión simultánea de varios capitales del mismo monto en tierras de diferente productividad. Si pasamos de la foto fija a una escena dinámica, se nos presentan los cambios en los precios de mercado, la ganancia capitalista y la renta de la tierra a medida que se van roturando nuevas tierras que pueden ser más o menos productivas que las que ya están siendo cultivadas. El segundo nivel, la forma II, parte del primero para describir la inversión sucesiva de capital en una misma tierra, pero con rendimientos diferentes.

La forma I se da cuando tenemos capitales de un mismo monto que se aplican simultáneamente a tierras de distinta productividad. Si las tierras que primero se cultivan son las más productivas y poco a poco se van roturando y cultivando tierras de menor fertilidad, veremos cómo el precio del producto del suelo va aumentando, puesto que el precio regulador viene marcado por la peor tierra y las tierras son cada vez peores. Al aumentar las diferencias entre tierras, la renta irá creciendo en este proceso. A esto hay que añadir que, entonces, el precio tanto de los alimentos como de las materias primas irá en aumento, lo que significa que tendencialmente habrá una subida de los salarios y del precio de las materias primasque entra en la producción, de tal forma que la tasa de ganancia general de los capitalistas irá en descenso.

Si el orden en que se van descubriendo esas tierras es ascendente, es decir, que primero se cultivan las peores y después van entrando en el mercado tierras cada vez más productivas, sin embargo el precio de mercado se mantendrá incambiado, porque la peor tierra sigue siendo la que marca el precio. Así pues, ni el coste de la vida ni la tasa de ganancia de los capitalistas habrán cambiado, pero sí por el contrario la renta que perciben los terratenientes, puesto que a medida que se pasa de una tierra más fértil a otra, la plusganancia aumenta también.

Sólo en el caso de suponer un aumento generalizado de la fertilidad, por el cual tanto la peor como la mejor tierra aumentan su producción, puede pensarse una disminución de los precios ―puesto que con el mismo trabajo y capital se produciría una mayor masa de productos― y, en consecuencia, un descenso de los salarios y las materias primas, lo cual redundaría en un aumento de la tasa de ganancia de la clase capitalista en su conjunto. Sin embargo, no por ello las diferencias entre una tierra y otra disminuirían, por lo que la renta de la tierra seguiría siendo la misma.

A esto hay que añadir otro hecho de gran relevancia, y es que el sistema capitalista ha favorecido un crecimiento poblacional nunca antes conocido en la historia. Así, la presión demográfica ―y, en consecuencia, la tendencia al alza de la demanda de alimentos― interviene en todos estos supuestos para dificultar el descenso de los precios.

Como decíamos, la forma II de la renta diferencial añade un grado de complejidad a esta reflexión. Esencialmente la forma I y la forma II coinciden, puesto que en principio lo mismo da aplicar simultáneamente cuatro capitales de 10 a cuatro tierras diferentes que aplicar, en cuatro ocasiones consecutivas, capitales de 10 a una misma tierra. Así, las diferentes rentas que obteníamos en la forma I sirven de base lógica para explicar los cambios en la renta de un mismo suelo a medida que se le va incorporando capital.

Sin embargo, para el capitalista agrario sí que supone una diferencia importante, puesto que la forma I concierne a la renta que puede exigir el terrateniente al firmar el contrato de arrendamiento: si la tierra es más fértil o menos, está mejor o peor ubicada, es un hecho del que se parte para establecer el contrato. Una vez firmado, si el capitalista consigue aumentar la productividad de la tierra con renovadas inyecciones de capital, el plusproducto que obtenga le permitirá unas plusganancias que no tendrá que compartir con el terrateniente. De ahí la pugna constante entre arrendadores y arrendatarios por la duración del contrato, dado que el terrateniente podrá reclamar para sí las mejoras en la tierra que tengan un carácter más o menos permanente a la hora de firmar un nuevo contrato. Es decir, el aumento de la productividad de la tierra a través del desarrollo tecnológico tendrá como consecuencia, durante el contrato, un aumento de la plusganancia del capitalista y, con la renovación del mismo, un aumento de la renta del arrendador.

Al mismo tiempo, la forma II es más adecuada para dar cuenta de etapas más avanzadas del capitalismo, puesto que presupone un tipo de cultivo intensivo. Cuando cada vez hay menos tierras nuevas que incorporar al mercado mundial y, sin embargo, la población no deja de crecer[24], la productividad de las distintas inyecciones de capital sobre el mismo suelo se vuelve crucial. Por otro lado, esta forma supone también que los montos de capital que están a disposición del arrendatario juegan un rol cada vez más importante. Por lo tanto, también lo hace el capital financiero. Ello nos da una pista del vínculo existente entre el desarrollo de la forma II de la renta diferencial y el peso cada vez mayor del capital financiero en la economía.

En El capital se desarrollan 13 casos de la forma II aplicada a distintos tipos de tierra fértil, en función de si con la segunda inyección de capital la productividad y el precio de producción del producto agrícola crecen, decrecen o se mantienen constantes, en sus diversas combinaciones, asumiendo con ello la posibilidad de que deje de ser rentable el cultivo de la peor tierra y el precio regulador lo marque la siguiente en fertilidad, o de que la demanda haga subir el precio de mercado de tal forma que resulte rentable cultivar una tierra aún peor.

Lo decisivo es que de los 13 casos, ninguno conlleva el descenso de la renta, solo 3 su mantenimiento y los otros 10 implican un aumento que, en algunos de los supuestos, llega a triplicar y cuadruplicar el monto de la renta.

Por lo tanto, cuanto más capital se emplee en el suelo, cuanto más elevado sea el desarrollo de la agricultura y de la civilización en general de un país, tanto más se elevan las rentas por acre al igual que la suma global de las rentas, tanto más gigantesco se torna el tributo que paga la sociedad a los latifundistas en la forma de plusganancia; ello, mientras todos los tipos de suelo que han sido incorporados alguna vez al cultivo sigan estando en condiciones de competir.[25]

Esta tendencia histórica encuentra un contrapeso en la integración del mercado mundial. Con el desarrollo de los transportes y las técnicas de conservación de alimentos, el número de tierras que compiten directamente en el mercado mundial aumenta. Las clases terratenientes nacionales pueden encontrarse con tendencias que disminuyen la renta al incorporar un mayor número de tierras fértiles al mercado, así como con un número amplio de pequeños agricultores propietarios ―especialmente en Asia y el Pacífico, pero también en África― que, como indicábamos arriba, subsisten vendiendo sus productos por debajo no ya de la cuantía que les correspondería de renta, sino de la ganancia e incluso del salario medio de su país. Sin embargo, la tendencia histórica al alza de la renta y, con ella, de los precios de los productos del suelo es imparable. A la contratendencia que supone una mayor integración del mercado mundial, responde rápidamente la extensión de monocultivos para la exportación y el alza permanente de la productividad que, como hemos visto, redunda en un aumento de la renta de la tierra.

En los siguientes gráficos, tomados de un informe de 2015 elaborado por la secretaría de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, podemos ver cómo el alza de los precios de los cereales ―el principal alimento de la población mundial― se corresponde con un alza inequívoca de la productividad:

Por otro lado, la forma II de la renta diferencial nos permite aproximarnos al motivo de que los capitales aplicados a la tierra tengan una composición orgánica inferior a la media social. Por un lado, los arrendatarios comparten con el resto de capitalistas la necesidad de aumentar la productividad para reducir su precio de producción individual respecto al general, obteniendo así una plusganancia temporal. A la inversa, las leyes del mercado empujan a la modernización y la introducción de capital constante para no quedarse atrás y ser aplastado por los competidores. Sin embargo, los incentivos no son tan grandes, puesto que por un lado la nivelación de ganancias está bloqueada por la renta diferencial, por lo que la competencia no es tan feroz. Por otro lado, al finalizar el contrato de arrendamiento, si las mejoras introducidas en la tierra son inseparables de ella ―nuevas técnicas de cultivo, fertilizantes, etc.― repercutirán en un aumento de la renta del arrendador, de tal forma que el capitalista habrá tirado piedras sobre su propio tejado. A todo esto hay que sumar el hecho, ya explicado previamente, de que el valor ha tenido enormes dificultades para subsumir la producción agrícola y, en consecuencia, la modernización del campo tardó mucho en aparecer, aún en los países que se presentan como mayores exponentes del desarrollo capitalista.

9.     Y crisis

Así, con lo desarrollado hasta ahora podemos ver, de manera sencilla y clara, cómo la renta de la tierra supone una detracción permanente del valor que, de otra forma, recaería en la clase capitalista y sería utilizado productivamente. No es que nos dé pena la patronal. Tampoco decimos esto por un ánimo de mal menor, por el cual en los conflictos entre la clase terrateniente y la capitalista habría que apostar por la segunda, que al menos utiliza nuestra explotación para seguir alimentando la máquina. Sin embargo, sí nos parece importante señalar esta dinámica para entender cómo contribuye a profundizar y acelerar la catástrofe capitalista. Si la producción de valor ya se ve minada por el aumento de capital constante en la industria y la expulsión de trabajo vivo, la renta de la tierra viene a añadir una detracción aún mayor de este valor de la esfera productiva. De la misma forma, en la mayoría de casos la renta supone un ascenso histórico de los precios de los medios de subsistencia. Así, ya no sólo el capital nos proletariza, nos explota y después nos tira como pañuelos usados, sino que además su propia lógica aumenta permanentemente el número de muertos por inanición. La comida, el agua, los recursos energéticos, todo se va encareciendo a medida que se incrementa la productividad del capital.

La renta de la tierra nos permite comprender, además, la tendencia del capital a intentar liberarse permanentemente de lo natural y lo biológico[26]. Ropa de plástico, carne creada con células madre, patatas cultivadas en el aire, todo ello encuentra su explicación en la necesidad de la clase capitalista de emanciparse de los límites impuestos por la naturaleza y, con ella, de las bases materiales para que la clase terrateniente detraiga valor de las esferas productivas, reduciendo así su tasa de ganancia.

Sin embargo, es fundamental tomar distancia de los conflictos entre la clase capitalista y la terrateniente para comprender la profundidad de la crisis que estamos viviendo. Las causas de nuestra miseria no reposan sobre una categoría jurídica como la propiedad: ni la de la tierra, ni la del resto de medios de producción. Sea esa propiedad pública o privada, estatal o autogestionada democráticamente en una miríada de confederaciones: la miseria y la destrucción del ecosistema viene de una lógica más profunda, la del intercambio mercantil, la de la mercantilización de la especie humana y su entorno natural. La ley del hambre prevalecerá mientras el ser humano se relacione entre sí a través de la separación, sea en empresas o en Estados, en cooperativas o comunidades autárquicas, porque la única manera de regular esa separación será la mercancía.

Esta crisis consiste, como decíamos al principio, en una crisis de las categorías mismas que rigen las relaciones sociales capitalistas. Se trata de una crisis del valor como relación social, una crisis de la organización social por la cual los seres humanos se relacionan entre sí a través de mercancías y la única comunidad posible es la del dinero. Pero el capitalismo sienta las bases de su propia destrucción, creando y profundizando contradicciones que sólo pueden estallar en lucha de clases, revueltas, revoluciones. Entre ellas, el proletariado es su contradicción fundamental y su lucha, la única manera que tiene la vida de este planeta para defenderse.

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[1] Que el capitalismo no «satisface» sino a regañadientes y de mala manera nuestras necesidades, no es necesario recalcarlo. Cuando hablamos de esta contradicción no estamos haciendo una apología acrítica del desarrollo de las fuerzas productivas, según la cual la clave estaría en tomar la estructura productiva, la maquinaria, las ciudades, las carreteras y los continentes submarinos de plástico que nos ofrece el capital para gestionarlas democráticamente entre obreros. La tecnología ha sido desarrollada por una lógica social que nos es hostil, y la destrucción del capitalismo conllevará la destrucción y el olvido de una parte de esta tecnología y la creación de una nueva, pero también la recuperación y transformación de una parte del saber y de las tecnologías desarrolladas hasta ahora

[2] La expresión de «ley del hambre» es acuñada por Amadeo Bordiga en su trabajo teórico sobre la renta de la tierra, el cual ha sido un soporte inestimable para escribir estas notas. Se trata de 15 artículos escritos en la serie Sul filo del tempo de Il programma comunista entre 1953 y 1954 y recopilados en español en el blog Bordiga y la izquierda italiana. En particular, recomendamos el artículo XI: «La mercancía nunca quitará el hambre al hombre»

[3] Para una crítica más desarrollada de la ecología, ver nuestro texto «El decrecentismo y la gestión de la miseria»

[4] En este sentido, la empresa de servicios financieros Tullet Prebon afirmaba así en un informe de 2013 sobre el peak oil: «El dinero es sólo el lenguaje, más que la sustancia de la economía real. En última instancia, la economía es ―y siempre ha sido― una ecuación de excedentes de energía, gobernada por las leyes de la termodinámica y no por las del mercado». Esta cita es recogida favorablemente por Antonio Turiel, un divulgador del discurso del colapso ecológico (peak oil, peak everything) próximo a figuras como Yayo Herrero o Carlos Taibo

[5] Ver la elocuente carta de despedida del anarquismo de Emilio Santiago Muiño: «Viejos planes, nuevas estrategias»

[6] Con esto hacemos referencia a los discursos sustraccionistas que se desplegaron en torno a la ZAD (Zone à Défendre) de Notre-Dame-des-Landes, no tanto a las contradicciones de la lucha que se dio en ella

[7] El precio de producción corresponde a un precio medio de mercado del producto, es decir, que los precios en el mercado son muy volátiles, pero si tomamos un período largo de tiempo veremos que el precio medio se identifica con el precio de costo de la mercancía más la ganancia media que todo capitalista espera obtener

[8] También, en consecuencia, puede decidir no beneficiarse de esa plusganancia y poner su mercancía a un precio de mercado inferior al precio de producción general, con el objetivo de hundir a la competencia y ampliar su nicho de mercado

[9] La legislación en torno a patentes, secretos industriales, derechos de autor, etc. juega un papel marginal para contrarrestar esta tendencia, aunque no deja de tenerlo, como nos lo recuerdan las recientes acusaciones de Estados Unidos hacia China en medio de la guerra comercial en curso por hackear secretos industriales de empresas estadounidenses

[10] Con ello se ve hasta qué punto la renta es una cuestión social, no natural, y es absurdo fetichizarla: los fenómenos sociales como el acceso y la producción de los alimentos dependen de la lógica del valor, no de una mayor o menor fertilidad de la tierra

[11] Y algún que otro ecologista actual dispuesto a retroceder al siglo XVIII para «complementar» a Marx, como Jason W. Moore

[12] Karl Marx y Friedrich Engels: El capital, ed. Siglo XXI, tomo III, vol. 8, págs. 801-802

[13] De igual manera, la categoría propiedad ha de ser tomada con precaución, puesto que esta también sufre transformaciones profundas al ser subsumida por el valor. Así, por ejemplo, la propiedad de la tierra en el feudalismo consistía más en un amasijo de derechos y deberes consuetudinarios que concernían a distintos sujetos, que en la unidad monolítica ―de uso y abuso― que caracteriza la propiedad privada capitalista

[14] Ibid., pág. 1114

[15] No así en el capitalismo, ni siquiera en el supuesto de una nacionalización completa de la tierra, como se explicará más adelante

[16] Lo ponemos entre comillas porque el valor como tal, como la organización social de los productores de mercancías, no existe antes del capitalismo. Entiéndase en un sentido más metafórico que literal

[17] Ibid., pág. 1001. La cita continúa poco después: «Durante la Antigüedad no se encuentra en la Italia continental una analogía formal ―una analogía formal que, sin embargo, también aparece en todos sus puntos esenciales como una ilusión para quien haya comprendido el modo capitalista de producción y que no descubra, por ejemplo como el señor Mommsen, el modo capitalista de producción en cualquier economía dineraria― sino solamente acaso en Sicilia, porque esta existía como país agrícola tributario de Roma, por lo cual la agricultura estaba fundamentalmente orientada hacia la exportación. Allí se encuentran arrendatarios en el sentido moderno del término», págs. 1001-1002

[18] Cf. en nuestra página Algunas notas sobre la prehistoria del capital

[19] Karl Marx: Miseria de la filosofía, ed. Júcar, pág. 239

[20] Ibid., págs. 239-240

[21] En realidad, a partir del título jurídico de propiedad se difuminan hasta cierto punto ―y de manera más aparente que real, como explicaremos a continuación― la diferencia entre el propietario de los medios de producción y el trabajador asalariado. La distinción entre el terrateniente y el capitalista, una distinción que esboza Marx al hablar de la «Santa Trinidad» del capital, con sus correspondientes categorías ―renta, ganancia y salario―, no nos parece central. Por un lado, en muchas ocasiones el capitalista preferirá comprar el suelo que arrendarlo, como es el caso de la promotora inmobiliaria en la construcción. Por otro lado, la tendencia histórica fundamental es a la polarización social entre burguesía y proletariado, burguesía en la que se incluyen los propietarios del suelo, a veces como un grupo específico, y muchas otras veces no. Lo central de la Santa Trinidad no está en las clases sociológicas ―ventanas por las que entra fácilmente la socialdemocracia― sino en las categorías del valor y sus contradicciones internas

[22] Aunque hablamos de capital agrícola, lo que decimos es extensible a la ganadería, pesca, minería, madereras, etc. Tomaremos pues el capital agrícola y el sector de la agricultura como metonimia del capital  y las esferas de la producción destinados a los productos del suelo

[23] «Conservándose el modo de producción actual, pero suponiendo que la renta diferencial fuese a parar a manos del Estado […], los precios de los productos del suelo permanecerían inalterados», Karl Marx y Friedrich Engels: op.cit., pág. 849

[24] Según la ONU, la población mundial pasó en 1999 de 6.000 millones a 7.450 millones en 2018. El desarrollo de tierras agrícolas, sin embargo, está descenso desde finales del siglo XX

[25] Karl Marx y Friedrich Engels: op. cit., pág. 923

[26] La postmodernidad viene a expresar esta tendencia en el plano teórico y discursivo. Cf. en nuestra página Postmodernidad o la impostura de una falsa radicalidad

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