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Arco histórico Teoría

Exposición Auschwitz en Madrid. Una procesión democrática

Más de cien mil personas han asistido al Centro Canal de Madrid para ver una muestra que nos pretende trasladar a los horrores de la Alemania nazi en la II Guerra Mundial. La operación cumple su cometido. Se sale de las dos o tres horas que dura el recorrido con un profundo sentimiento de congoja, de aplastamiento, de angustia que nos encoge anímicamente. La lupa de la exposición tiende a ser cada vez más pequeña, hasta entrar en los más pequeños detalles. Se inicia de un hecho particular, innegable, los horrores cometidos antes y después de la II Guerra Mundial por parte de la Alemania nazi y nos quedamos siempre en esa particularidad concreta, sin vía de escape ni relación con ningún otra categoría o realidad de su tiempo. El Holocausto es un crimen único e incomparable, que encuentra su origen en una ideología totalitaria, el nazismo, producto bárbaro de la modernidad y de una ideología irracional y enloquecida. De esta manera los campos de concentración y exterminio nazis conviven con otro terreno clausurado, el de una forma de entender el mundo que es incapaz de captar la profunda relación que existe entre un fenómeno concreto (el Holocausto judío) y un fenómeno más general que lo engloba, el capital como relación social que genera de modo impersonal diferentes dinámicas y metamorfosis sociales, entre ellas el nazismo como realidad material contrarrevolucionaria.

Pero todo ello se le escapa a la ideología dominante, una ideología reificada que es incapaz de analizar las relaciones que conectan los fenómenos sociales y de este modo entiende cada aspecto en su particularidad atomizada. De esta manera el nazismo es un mal absoluto e irracional, radical e incomprensible, que tiene que ser analizado desde una moral abstracta e ilustrada. Sus raíces se encuentran en una ideología de odio hacia el diferente (judío o gitano, homosexual o eslavo) que los organizadores de la muestra esperan que no se vuelva a repetir. Y es que obviamente ese mal ha sido absoluto y único, esperemos que irrepetible nos dicen de modo reiterado. Basta la educación y la ilustración de la moral correcta e inclusiva para evitar estos males. Y, a este fin, miles de grupos escolares han paseado por los pasillos de la exposición a lo largo de los quince meses que la muestra ha estado presente en la ciudad de Madrid.

De este modo, la moraleja nos queda clara. Existe un mal absoluto, el nazismo y una encarnación concreta de dicho mal, Auschwitz. Hay que relativizar cualquier otro mal como un mal menor (la exposición da las gracias entre otros al Estado de Israel) y hacer cualquier cosa por evitar que se vuelva a reproducir. Cualquiera puede ser aliado en esta lucha contra el horror bárbaro. Auschwitz se convierte, entonces, en la excusa, en el álibi perfecto de la ideología antifascista moderna: auténtica religión democrática de nuestro mundo, que relativiza todos sus males pasados, presentes y futuros exorcizando un chivo expiatorio perfecto sobre el que procesionar y comulgar sus pecados, el Holocausto nazi.

Lo que debería resultar obvio es que no negamos, en cuanto comunistas, el carácter horrendo del nazismo ni el genocidio a la población judía (de 5 a 6 millones de asesinatos según las diferentes fuentes). Lo que cuestionamos es el significado exorcizador con que esta sociedad impersonal, la del capital, pretende ocultar inconscientemente su naturaleza intrínsecamente homicida y genocida.

En la exposición se hacen guiños a algunas interpretaciones más interesantes del Holocausto, como la de la filósofa judía de origen alemán, Hannah Arendt. Ella hablaba de banalidad del mal para tratar de explicar que el mal a diferencia del bien puede ser absoluto pero nunca radical[1]. Algo con lo que coindimos, ya que como explicó Marx radical significa ir a la raíz y por lo tanto solo se puede ir a la raíz de esta sociedad desde un punto de vista revolucionario. Ahora bien esa banalidad del mal explica una unicidad terrible del holocausto, la de crímenes masivos que se hacen como si fuera una mera actividad como otras, como un trabajo más. La de una matanza generalizada que no necesita ni siquiera odio sino profesionalidad y buen hacer técnico. La de los campos de concentración y exterminio como profesionales fábricas de muerte que aplicaban los desarrollos técnicos e industriales a una finalidad genocida con medios contables y eficaces. Y, sin embargo, es un crimen que comparte rasgos con otras múltiples matanzas y crímenes de nuestra época. Hannah Arendt y con ella otros intectuales judíos de su generación, como Adorno o Horkheimer o el mismo Gunther Anders, tratan de realizar este tipo de reflexión que nos ayuda a salir del campo más angosto de la ideología democrática dominante. Y, sin embargo, estos autores, como en el caso de Anders, culpabilizan a un mundo industrial, tecnológico, maquinal, un mundo que queda fetichizado en su aspecto material de fuerzas productivas, pero al mismo descarnado de las relaciones sociales concretas que ponen en funcionamiento esa máquina impersonal. Esas relaciones sociales se han llamado y hay que seguir denominándolas como capitalismo.

Y si fuera el capital

Y este es el aspecto central, lo que casi nadie se atreve a contar, el gran secreto de este y de otros crímenes. El protagonista de esta terrible novela negra de crímenes incontables, el asesino inaprensible e impersonal es el capital. Hablar de crímenes nazis es hablar de un adjetivo: el sustantivo que le da nombre y cuerpo es el capitalismo, un sistema que en su esencia cosifica las relaciones entre los seres humanos, que trata a los otros como instrumentos de fines de acumulación de riqueza y de poder, que tiende a generar ingentes cantidades de población superflua por doquier (once millones de seres humanos mueren debido al hambre cada año), que hace del diferente el chivo expiatorio sobre el que arrojar las frustraciones y los odios que por doquier siembre la diabólica marcha del capital. Este es el caldo en el que se cuece el nazismo y todas las formas múltiples en que aparece un mismo ser, el capital, uno y múltiple, con más formas y poder que el Dios monoteísta del cristianismo.

Este es el secreto que nadie se atreve a desvelar, y que queda encubierto en las diferentes formas de antifascismo funcionales a la reproducción del crimen, entre ellas las que demonizan a la técnica desprendida del sujeto que impersonalmente mueve sus fines y naturaleza (el capitalismo) o a una modernidad acusada de los horrores del progreso, de la voluntad de poder del ser humano, pero del que nuevamente no se desvela ese Dios que se quiere omnipotente, potencia absoluta, y que solo el proletariado constituido en clase puede derrumbar de la faz de la tierra. Y es contra este otro secreto, la naturaleza revolucionaria del proletariado, contra el que precisamente se levantó el nazismo y el fascismo. Se trata de otro pequeño hecho oculto que nuestra clase y nuestro partido conocen perfectamente, porque lo aprehendieron como mejor se conoce la realidad, en el combate que el proletariado llevó a cabo contra el fascismo y el nazismo en los años veinte del siglo pasado. El nazismo bebió la sangre que reforzó su cuerpo contrarrevolucionario a través de las tropas de choque que constituyeron la defensa y el ataque de la burguesía contra la oleada revolucionaria que en Alemania vivió un momento decisivo de 1917-1923. Algo de eso se vislumbra en la exposición cuando los carteles de la extrema derecha alemana contra la “amenaza bolchevique” se comentan como la reacción de la gente cuyos corazones compulgidos sentían miedo frente al terror revolucionario.

Un horror múltiple e ilimitado

La absolutización del mal nazi no es sino la justificación de la II Guerra Mundial como una guerra buena, que tenía que ser combatida por la gente de bien contra la gente de mal. Es decir, se trata del lugar predilecto de la ideología antifascista. En esto el Holocausto cumple un papel privilegiado, una auténtica religión cívica que hace que relativicemos cualquier otro mal o desastre humano. ¿Y si fuese una cadena terrible pero que se entrelaza con otros nudos diferentes pero de una naturaleza igualmente terrible? ¿Y si su carácter único fuese como el de un fractal cuya naturaleza se reproduce en muchos fenómenos a diferente escala? Analicemos algunos datos ubicados en el contexto histórico del nazismo, proporcionados por historiadores de raigambre académica nada dudosa como Enzo Traverso, Tony Judt o Josep Fontana.

900.000 civiles japoneses van a morir durante los bombardeos a Tokio y a otras numerosas ciudades japonesas antes del lanzamiento de las bombas atómicas a Hiroshima y Nagasaki. El emperador japonés había solicitado el 18 de julio de 1945 la rendición al Alto Estado Mayor norteamericano antes del lanzamiento de las bombas atómicas, como reconoce el nada sospechoso general Eisenhower (futuro presidente de Estados Unidos). El hijo del presidente Roosevelt había declarado que había que bombardear Japón «hasta que hayamos destruido más o menos la mitad de la población japonesa».  Para Estados Unidos la II Guerra Mundial fue una guerra imperialista contra la amenaza japonesa (el mismo Gunther Anders tuvo que abandonar el servicio de traducción que hacía al gobierno norteamericano durante la guerra cuando se negó a traducir textos fascistas contra la población japonesa) y no en nombre de la humanidad y contra el exterminio de la población judía. Los judíos eran parias para todos los Estados capitalistas (desde la URSS a Estados Unidos). Ningún Estado los quería acoger, como indican numerosas fuentes, y además el Holocausto se conoció en tiempo real por los gobiernos aliados (por lo menos desde 1942) pero no se le dio importancia. Por ejemplo la noticia de 1942 de que un millón de judíos habían perecido en la Europa del Este a manos de los nazis no merecía portada en el New York Times y quedaba relegada a las páginas interiores. En realidad, excepto por parte de minorías de intelectuales judíos a los que hemos hecho referencia, no se empieza a hablar del Holocausto, como mito democrático moderno al que dedicar jornadas sobre la Memoria con mayúsculas, hasta la década de los sententa del siglo XX.

En Alemania los bombardeos contra la población civil matarán a cientos de miles de civiles, algunas fuentes hablan de un millón de personas. Solo en la ciudad de Dresde en dos días terribles de febrero de 1945 los británicos van a lanzar 7000 toneladas de bombas, provocando 135.000 muertos aunque las autoridades norteamericanas de la época hablaban de 200.000 o más. Otras numerosas ciudades alemanas serán masacradas, con temperaturas que alcanzaban de 1000 a 2000ºC, la lista sería interminable: Hamburgo, Darmstadt, Ulm, Bonn, Wurtzbourg, Hidelsheim, etc. La finalidad explícita de aquel líder de la contrarrevolución que era Churchill era masacrar al proletariado alemán para evitar un posible revival de la revolución proletaria en Alemania tras la I Guerra Mundial. Eso sí que es una Memoria clara de los intereses de su clase y de la administración del terror adecuado para mantener el orden del capital por encima de todo.

Pero esto no acaba aquí. Tras el final de la II Guerra Mundial y a través del artículo 13 de los acuerdos de Postdam, las potencias imperialistas vencedoras de la II Guerra Mundial van a realizar deportaciones masivas de las poblaciones de habla alemana de toda la Europa central y del este. Antes de la guerra el 29% de la población de Bohemia y Moravia eran de habla alemana, en el censo de 1950 solo lo eran el 1,8% de la población. 267.000 alemanes murieron en la evacuación de los Sudetes tras la II Guerra Mundial. Se calcula que en las evacuaciones de alemanes morirán unos dos millones de alemanes a los que habría que agregar las muertes numerosas y desconocidas entre los once millones de soldados alemanes que quedaron encerrados en campos de concentración y de trabajo tras la guerra, o las innumerables mujeres alemanas que fueron violadas por los soldados vencedores tras la guerra. En fin hablamos de este “otro gran horror” tan parecido al nazi porque comparten su misma sustancia, la sustancia del capital.

Para acabar nos gustaría dejar la palabra a compañeros de nuestro partido histórico, texto polémico en cuanto negador del capital en todas sus determinaciones:

«Al mismo tiempo, todos nuestros bravos demócratas antifascistas se lanzan sobre los cadáveres de los judíos y los agitan sobre la nariz del proletariado. ¿Para hacerles sentir la infamia del capitalismo? No, al contrario: ¡para hacerlos apreciar por contraste la verdadera democracia, el verdadero progreso, el bienestar del que goza en la sociedad capitalista! ¡Los horrores de la muerte capitalista deben hacer olvidar al proletariado los horrores de la vida capitalista y el hecho de que ambas están indisolublemente ligadas! Los experimentos de los médicos de la SS deben hacernos olvidar que el capitalismo experimenta a gran escala con productos cancerigenos, con los efectos del alcohol sobre la herencia, con la radioactividad de las bombas “democráticas”. Si muestran una pantalla de lámpara hecha con piel humana es para hacer olvidar que el capitalismo ha transformado al hombre viviente en pantalla de lámpara. Las montañas de cabello, los dientes de oro, los cadáveres transformados en mercancía, deben hacer olvidar que el capitalismo ha hecho del hombre viviente una mercancía. Y el trabajo, la vida misma del hombre, que en el capitalismo es mercancía. Este está en el origen de todos los males. Utilizar los cadáveres de las víctimas del capital para intentar esconder esta verdad, servirse de esos cadáveres para proteger al capital es el modo más infame de explotarlos hasta el fin» («Auschwitz o la gran coartada», en El Programa Comunista, nº 45).

[1] En una carta a Gershom Scholem escribe: “(el mal) ´desafía el pensamiento´ porque el pensamiento intenta alcanzar el fondo, llegar a las raíces, y en el momento en que se ocupa del mal queda frustrado porque no encuentra nada. Esta es su ´banalidad´. Solo el bien tiene profundidad y puede ser radical”.

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