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Crítica del valor Teoría

¿De qué hablamos cuando hablamos de capitalismo?

Esta es una pregunta de vital importancia a la hora de plantear nuestras posiciones: ¿qué es el capitalismo? En este aspecto hay que ser nítidos y delimitar bien los términos, dado que la vaguedad de los mismos -la disparidad de ideas que hay sobre lo que es el capitalismo- llena la discusión de niebla y dificulta la clarificación programática -que es, a fin de cuentas, nuestro objetivo-. Esta vaguedad, que no es solo semántica, favorece -como no podía ser de otra manera- al reformismo, que se escuda en ella para recuperar multitud de movimientos. Para marcar distancias con esta postura, y adelantándonos a lo que diremos más adelante, diremos que el capitalismo es un modo de producción, esto es, una totalidad -no solo un sistema económico- marcada por el hecho de que el modo en que producimos y reproducimos nuestra vida como sociedad está subordinado a una única lógica: la producción de valor. Esto le supone un carácter que es físico y social: el medio determina las sociedades que en él se forman y, a su vez, dichas sociedades influyen en el mismo como parte de su propio devenir histórico, influyendo así en su conformación una multiplicidad de factores que están lejos de seguir la progresión mecánica de etapas, como un sistema de engranajes, tal como vulgarizó la contrarrevolución este desarrollo de los modos de producción (influida, sin duda, por el positivismo burgués y el materialismo muerto al que dio lugar). El desarrollo de los modos de producción está indicado, de esta manera, por el grado de disgregación social que estos han alcanzado.

Esta visión del capitalismo como totalidad se opone al economicismo estalinista, que concibe lo que se sale de lo estrictamente económico como una cuestión de superestructura, y por tanto lo relega cuando no lo abandona, con la seguridad de que de alguna manera se esfumará en cuanto lo económico esté resuelto. De igual modo, la concepción del capitalismo como totalidad social se opone a la reacción posmoderna frente al economicismo estalinista, que con su teoría interseccional presenta todas las opresiones como fenómenos inmediatos, sin cuestionar las relaciones de producción que las hacen posibles.

Lo específico del capitalismo -que lo distingue de otros modos de producción- es que en él esta producción y reproducción de la vida se da -en todos sus aspectos- a partir de la producción de mercancías, y por tanto no es algo concreto, sino que es la raíz de las múltiples determinaciones que atraviesan lo concreto. Lo que caracteriza al capitalismo con respecto a anteriores y posteriores modos de producción es precisamente esa centralidad que tiene la mercancía, que separa al individuo de sus condiciones de existencia y también de la sociedad, así como el hecho de que la producción de bienes no está destinada al consumo, a la satisfacción de las necesidades, sino que el único objetivo de producir bienes es producir valor, es decir, que su valor prima por encima de su valor de uso (hay un ejemplo que hemos comentado otras veces, como se desechan toneladas y toneladas de comida por no tener salida en el mercado. Esa comida no es importante por ser comida, por su capacidad de saciar el hambre, sino por su capacidad de encarnar valor, o sea, es valiosa en tanto en cuanto mercancía). Eso es lo que define al modo de producción capitalista. Esto se puede resumir como ya lo hemos hecho en otras ocasiones, dice que el que la finalidad social sea la producción de mercancías y no de bienes destinados a la satisfacción de necesidades no es baladí: ello induce un automatismo donde las relaciones sociales toman la forma de cosas y donde el movimiento de los productos determina el movimiento y la vida de los productores. La realidad se presenta invertida: es el fetichismo de la mercancía.

Lo que hemos planteado acerca de nuestro método y cómo definimos al capitalismo a partir del modo de producción y como una sociedad cuyo corazón es la mercancía se contrapone totalmente con una de las corrientes más populares en la actualidad: la posmodernidad, cuyo método, como explicaremos más adelante, reproduce inevitablemente las categorías del capital y nos impide hacer una crítica que vaya hasta la raíz de este sistema, cuestión indispensable para quienes apostamos por otro mundo distinto. Entender en qué consiste ese método postmoderno y qué consecuencias tiene es útil, en ese sentido, para asumir un método que parta del comunismo y la apuesta decidida por la revolución.

Con esto, nos alejamos de las visiones que parten de lo concreto para hablar del capitalismo, como la posmodernidad, para la que el capitalismo no sería más que un sistema económico, y por tanto, el responsable de la opresión económica que sufrirían las llamadas “clases subalternas” (por usar la terminología gramsciana de la que parten estas corrientes). Esta opresión económica, por supuesto, sería solo una más de la multiplicidad de opresiones que se entrelazarían entre sí -se interseccionan- afectando así a nuestras vidas de múltiples maneras, de las cuales solo podríamos seleccionar una -la que nos afecte más directamente- o, en el mejor de los casos, un puñado de ellas -la famosa tríada de género, raza y clase-. Desde esta perspectiva se entiende entonces que quien denuncia el capitalismo como raíz de las opresiones sea tachado de reduccionista y economicista, pero nada más lejos de la realidad. Es sintomático de estas limitaciones, por otra parte, que los pensadores y activistas que podemos llamar posmodernos[1] no vean más que analogías de forma -y no de contenido- a la hora de describir las opresiones que se dan en el mundo en que vivimos.

El feminismo ve que el patriarcado es de manera inmediata la dominación de la mujer por el hombre, sin entrar a cuestionar las relaciones de producción que condicionan eso, lo que implica dejar sin una respuesta concluyente a una pregunta tan central como la de cuál es el origen del patriarcado, que desde nuestras posiciones ubicamos con nitidez en el origen mismo de la propiedad privada y la necesidad de su perpetuación, lo que lo hace inseparable de las sociedades de clase. Los decoloniales y racializadores -hijos sanos del tercermundismo y su gangrena estalinista- ven esta misma actitud hacia el llamado Sur global por parte del colonialismo, lo que los lleva a anteponer las necesidades nacionales -es decir, de sus burguesías nacionales- a las del proletariado[2] sobre cuya sangre se construyen dichas naciones, con tal de abolir el privilegio del que se lucrarían burguesía y proletariado blancos[3], y así sucesivamente. En cambio, estas corrientes nacidas del tercermundismo no conciben la naturaleza internacional del capitalismo -ni del socialismo, como hijas que son de la contrarrevolución-, por la que unas burguesías nacionales compiten con otras por alcanzar una porción mayor de la explotación del proletariado mundial, y que, por tanto, no existen naciones opresoras ni oprimidas (ni nacionalismos “buenos” y “malos”), sino un trabajo humano que en cualquier parte del mundo está encerrado en la forma de la mercancía -cuyo precio es el salario-. Esta no es una posición idealista ni de “brocha gorda”, al contrario, nada es más letalmente idealista y abstracto que el nacionalismo, esto es, el suponer la existencia en cualquier lugar del mundo de pueblos, como unidades homogéneas, en los que las clases serían una cuestión diluida y, en el mejor de los casos, secundaria, frente a la nación, y en esto vemos que las corrientes decoloniales y poscoloniales son inseparables del nacionalismo y imperialismo, es decir, del capitalismo. Del mismo modo, este es el motivo por el que, como ya dijimos en las tesis, el nacionalismo y el racismo son inherentes al capitalismo, y que todo Estado es, por esta aspiración que hemos señalado, necesariamente imperialista[4].

Ahora bien, la incapacidad de estas corrientes para explicar de forma concluyente -más que como meras contingencias- el origen de las opresiones que describen es la que les impide solventarlas. Son, como hemos dicho en otras ocasiones, un intento de explicar la contrarrevolución partiendo de sus mismas categorías. La interseccionalidad nace de los mismos límites de la teoría postmoderna cuando trata de traducirse políticamente. Es un intento de realizar una acción común cuando la realidad se reduce a una infinita red de opresiones, donde toda víctima a su vez puede ser opresor. El proletariado como clase es blanco y, por tanto, colonialista. El feminismo como reacción al machismo patriarcal puede ser también un feminismo blanco y, en consecuencia, racista y colonial. El machista de tu propia raza es menos machista porque hay que entenderlo desde unos determinados parámetros culturales, y negar esto puede ser una muestra de privilegio derivado de la blanquitud. En resumen, estas corrientes son, por lo dicho, producto del capitalismo y la contrarrevolución, y en ningún momento pueden salir de ellos, aunque las opresiones que describan hayan surgido antes que el capitalismo. Quizá quepa pensar que el modo de producción en el que viven nuestras sociedades determina la forma concreta que toman tales opresiones, que estas no son algo natural e inmediato. En definitiva, no criticamos estas corrientes porque neguemos sus problemáticas, sino al contrario, porque no son -ni pueden ser- lo suficientemente radicales como para erradicarlas.

Tampoco son síntomas ficticios los que detectan las diferentes corrientes del ecologismo, especialmente en sus formas decrecentistas y colapsistas. Cualquiera de estas corrientes, por radical que sea, al final encuentran el problema en el consumo (relaciones de distribución) y no en las relaciones de producción: ya sea este un consumo productivo para la economía o improductivo para las personas, el problema siempre es cómo se consume, lo cual hace desaparecer las clases sociales y no se pone en cuestión la esencia misma de la producción, que es producción de mercancías, que es la que marca la relación del capital con la naturaleza. Y algo que se infiere también de nuestra concepción del modo de producción capitalista, la producción de valor es automática, cuanto más se desarrolla el capitalismo, cuanto más potencia su capacidad productiva, más trabajo expulsa y más materias primas y energía requiere en su producción. La lógica del valor no se puede regular ni encorsetar y, desde luego, no es posible escindir metabolismo natural y metabolismo social -esto es, naturaleza y ser humano/cultura- como si fuesen dos compartimentos estancos. Este planteamiento solo conduce a ratificar las ideas de la burguesía más caduca y reaccionaria -esa de Hobbes y Malthus- que no puede esconder su odio por lo humano y que hace necesaria la existencia de un Estado-Leviatán que regule nuestras sociedades para ajustarnos a la naturaleza[5].

Es cierto que los usos -el consumo- de la tecnología en los últimos siglos son inseparables de la situación límite que vive hoy el planeta -y nosotros con él-, tanto a nivel climático como de escasez de recursos. Sin embargo, la separación entre tecnología (o tecno-ciencia) y relaciones de producción impide, al igual que sucede con las corrientes posmodernas, hallar la raíz de esta deriva tecnológica, corriendo el riesgo -al igual que en aquellas- de naturalizar dicha deriva. No obstante, tampoco se trata de forzar la analogía, ciertamente nos va a resultar más fácil encontrar a un colapsista diciendo que la tecnología es inherentemente mala que encontrar, por ejemplo, a una feminista naturalizando el patriarcado. De lo que se trata es de mostrar cómo la base de sus planteamientos tiene, como vemos, grandes similitudes. Naturalizar la maldad -incluso moral- de la tecnología no es otra cosa que naturalizar la maldad del ser humano, tarea en la que el capitalismo se ha volcado desde sus orígenes (baste ver a Hobbes y su estado de naturaleza), en la medida en que la tecnología es la objetivación del conocimiento humano, la práctica necesaria del mismo -que sigue y alimenta a la teoría, en la que los escritores antitecnológicos, sin embargo, se esmeran-. La objetivación del conocimiento humano que encarna la tecnología sienta las bases para la superación del actual modo de producción, tal como siempre lo ha hecho, en tanto que es una señal inequívoca del nivel de disgregación social alcanzado, como dijimos al principio, hecho que los decrecentistas pretenderían frenar o negar, por decreto gracioso, manteniéndonos por siempre estancados en un modo de producción clasista. Tal como señaló Marx: “A través de este proceso [el del empleo de la máquina], efectivamente, se reduce a un mínimo el cuanto de trabajo necesario para la producción de un objeto dado, pero sólo para que un máximo de trabajo se valorice en el máximo de tales objetos. El primer aspecto es importante, porque aquí el capital —de manera totalmente impremeditada- reduce a un mínimo el trabajo humano, el gasto de energías. Esto redundará en beneficio del trabajo emancipado y es la condición de su emancipación.” (Grundrisse, 224)[6] De este modo, la tecnología y su devenir no son buenas ni malas per se, ni un sujeto con agencia[7], sino que son inseparables del devenir de las sociedades humanas, por lo que cabe pensar que, de nuevo, el modo de producción en el que estas se hallan determina el desarrollo de aquella.

Como dijimos, y para finalizar, no criticamos estas corrientes porque neguemos sus problemáticas, sino al contrario, porque no son -ni pueden ser- lo suficientemente radicales como para erradicarlas. Lo que nos diferencia con respecto a las visiones expuestas que centran el foco ya sea en la raza, en el sexo, o en la destrucción del planeta es precisamente el método y donde identificamos la raíz de todo el problema. Nosotros identificamos la raíz del capitalismo en su núcleo: la mercancía y la producción de valor. Por lo tanto, sí, claro que queremos acabar con el machismo, con el racismo, o con la destrucción del planeta, pero no podemos acabar con ellas dentro del marco de las relaciones sociales capitalistas. Para acabar con todo esto es imprescindible acabar con la propiedad y las clases sociales, y ello es imposible sin una revolución comunista mundial.

 

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[1] Y en cierto modo es cuestionable el uso del término, más allá de como convención, pues si atendemos a la archiconocida definición de la posmodernidad de Lyotard como “el fin de los grandes relatos”, ello supondría también el final de todas las formas globales de opresión -de discurso, en sus términos-, esto es, el final del racismo, del patriarcado, etc., cosa que está lejos de ser una realidad, y que también han señalado como señal de “privilegio” autores que podemos catalogar de posmodernos, como Said en su Orientalismo. El único final posible de los “grandes relatos” es, necesariamente, aquel en el que se disuelva la razón de ser de estos, esto es, el comunismo.

[2] Un ejemplo de esto se ve en la actitud mistificadora (orientalista, si se quiere) que toma el estalinismo para defender los intereses de Rusia en su guerra con Ucrania (aunque también sirve para los defensores de los intereses del estado chino), que sería parte de la construcción de un nuevo orden “multipolar” en el que las formas de pensamiento y de política occidentales no tendrían cabida para entender a Rusia. Algo similar usa el estado ruso para justificar la persecución a los homosexuales, o incluso negarlos, como el gobierno iraní, una actitud por otra parte aplaudida por decoloniales como Bouteldja o Dussel, tal como comentamos en el artículo que citamos abajo. Algo similar se ve cuando Judith Butler reflexiona y defiende el uso del burka por parte de las mujeres afganas, denunciado con cinismo por los imperialismos occidentales, como instrumento de protección de las mujeres contra la vergüenza y opera como una línea de demarcación del espacio en el que es posible la actividad femenina.

[3] Esto queda explicado en profundidad en nuestro artículo: https://barbaria.net/2022/08/25/raza-racismo-racializacion-una-perspectiva-comunista/

[4] Es difícil no hacer mención al actual conflicto interimperialista entre Israel y Palestina, emblemático para el izquierdismo, en el que, lejos de haber una nación que oprima a otra, lo que hay es un pulso imperialista por dominar la explotación del trabajo en Oriente Medio, en el que operan, de un lado, los intereses de las burguesías de Estados Unidos y buena parte de Europa encarnados en Israel, y por otra, los intereses de la burguesía iraní, vía Hamás y Hezbollá. En todo esto el proletariado, aunque esté envuelto en la bandera israelí o palestina, solo está sirviendo como carne de cañón, e incluso como escudo humano, en la que es la enésima carnicería contra nuestra clase en la región.

[5] Esto quedó explicado con detalle en nuestro artículo: https://barbaria.net/2019/06/09/el-decrecentismo-y-la-gestion-de-la-miseria/

[6] Nota: el texto entre corchetes es añadido propio, con fin aclaratorio.

[7]Las máquinas no constituyen una categoría económica, como no lo sería tampoco el buey que tira del arado. Las máquinas no son más que una fuerza productiva. El taller moderno, que descansa sobre la aplicación de las máquinas, constituye una relación social de producción, una categoría económica.” (Marx, Miseria de la filosofía, 205)

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