La renta de la tierra
También en inglés
Cuando empezamos a trabajar sobre la renta de la tierra fue por una preocupación en concreto. Al igual que con otro tipo de problemáticas como el patriarcado o el racismo, en los medios radicales está muy difundida la idea de que la crisis ecológica está sin lugar a dudas relacionada con el capitalismo, pero que su explicación no se agota en él. No debemos ser unicausales. El sistema de dominación tecnoindustrial, el elogio de la máquina y del progreso, la sociedad de consumo, son factores de igual o mayor importancia que el sistema económico. Es más, lejos de estar englobada en él, la cuestión ecológica determina ese sistema económico y es su verdadero límite, un límite externo que una vez alcanzado lo hará colapsar en otro sistema social, mejor o peor en función de cómo nos vaya en la gestión de ese colapso. Con esta explicación se mataban dos pájaros de un tiro: no es la lucha de clases sino otras formas de lucha —interclasistas— las que son verdaderamente efectivas frente a la crisis climática, y la revolución puede ser buena o mala, pero desde luego no es necesaria ni relevante para acabar con el capitalismo.
Frente a este planteamiento que forzosamente lleva al reformismo, por radical que pueda llegar a parecer, nuestra preocupación era dar una explicación unitaria a la crisis ecológica, y hacerlo a partir de una comprensión del capitalismo no como un sistema económico, sino como una totalidad social organizada a partir de la mercancía. Como totalidad social, como modo de producción, el capitalismo constituye un metabolismo social concreto e históricamente determinado que se inserta en el metabolismo natural del conjunto del planeta. La renta de la tierra es un engranaje esencial para entender cómo se organiza en el capitalismo la relación del ser humano con la biosfera de la que hace parte.
Para explicar qué es la renta de la tierra tenemos que ir a dos conceptos previos, el tiempo de trabajo socialmente necesario y la plusganancia extraordinaria.
El valor de una mercancía viene determinado por el tiempo socialmente necesario para producirla. Como hemos visto en reuniones anteriores, esto quiere decir que cada capitalista puede gastar más o menos tiempo en producir esa mercancía, pero que al llevarla al mercado y competir con el resto de capitalistas del mismo ramo su valor viene determinado por el tiempo que en promedio la mayor parte de los productores tardan en producirla. El valor es una categoría social —no existen valores individuales— y si bien se origina en la producción, no se conforma hasta que los productores privados e independientes no se relacionan entre sí a través del mercado. Así, por ejemplo, en una situación donde la mayor parte de capitalistas tardan una hora en construir una mesa, la mercancía mesa tendrá el valor de una hora de trabajo. Si un capitalista con una tecnología menos competitiva tarda dos horas en construirla, sin embargo su mesa seguirá teniendo un valor de una hora de trabajo abstracto. Individualmente, habrá gastado dos horas de su tiempo para hacerla, pero el valor de su mercancía sólo será de una hora, porque ese es el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirla.
De la misma forma, si otro de esos capitalistas consigue mejorar su tecnología y reducir el tiempo de producción un 50%, produciendo una mesa en media hora, el valor de su mercancía sin embargo continúa siendo de una hora. Él seguirá pagando el mismo salario, pero su plusvalía será un 50% mayor que antes. Esta es la base de la plusganancia extraordinaria.[1] Que sea extraordinaria se entiende enseguida: para evitar perder terreno, la mayor parte de sus competidores empezarán a introducir la misma tecnología en sus empresas y antes o después el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir una mesa se habrá reducido a media hora. La plusganancia extraordinaria habrá desaparecido, la productividad media habrá aumentado, también la composición orgánica y, como hablamos en la discusión sobre la caída tendencial de la tasa de ganancia y la crisis del valor, por la necesidad de aumentar individualmente sus ganancias, los capitalistas las habrán reducido colectivamente.
Esta misma lógica opera en los sectores productivos que se basan en la explotación de la tierra, pero con una diferencia fundamental. En el ejemplo anterior los capitalistas podían comprar o copiar la nueva maquinaria de su competidor aventajado y, por tanto, la fuerza de la competencia tendía a igualar la productividad del ramo. Pero la tierra y las características naturales que la hacen más o menos productiva, más o menos rentable, no se pueden producir a voluntad. No se pueden copiar. De todas las reservas de petróleo que existen en el planeta, algunas son más accesibles —es decir, requieren menos capital para explotarlas—, más abundantes y de mayor calidad que otras. El capitalista que extraiga petróleo de Iraq disfrutará de una mayor productividad que el que lo haga, por ejemplo, del mar del Norte, y siempre será así mientras duren las reservas.
Puesto que la competencia no es capaz de reproducir las condiciones y los medios de producción del resto, pierde su fuerza igualadora. Por ello, el valor de estos productos no viene determinado por el tiempo socialmente necesario en promedio para producir la mercancía, sino que lo determina el tiempo que se requiere para producir la mercancía originada con la peor productividad y que sin embargo se siga vendiendo, es decir, que sin embargo entre en la demanda de esa mercancía y consiga realizar su valor. En consecuencia, el valor de las mercancías que provienen de la tierra —sector agropecuario, energía, materias primas, etc.— está determinado por la peor tierra. Así que el capitalista de la petrolífera en Iraq se llevará una plusganancia extraordinaria que ya no consiste en la diferencia entre el promedio de productividad y la suya, sino entre su grandísima productividad y la de la peor tierra. Y lo que es más, esa plusganancia será permanente, porque la competencia no podrá igualarla nunca.
Pero el capitalista con la explotación en Iraq, que ha invertido lo mismo en capital constante y en salarios que sus competidores, no puede esperar llevarse una plusganancia extraordinaria permanente sólo por su cara bonita. El propietario de esa tierra exigirá su parte, una renta que capte toda o parte de esa plusganancia extraordinaria. No podrá pedirle más de esa plusganancia, porque entonces estaría poniendo por debajo de la ganancia media los beneficios de ese capitalista y este preferiría irse con su dinero a otro lado. Pero entre ese suelo y el techo de la totalidad de la plusganancia, hay margen de negociación.
Esto es más evidente si se hace en forma de arriendo, porque entonces las figuras del terrateniente, del capitalista y del proletario como personificaciones de la renta, el capital y la fuerza de trabajo están claramente distinguidas. Pero también puede hacerse mediante la venta de la tierra. El precio que le ponga el terrateniente no será como el resto de precios, que responden a un valor con un trabajo abstracto determinado. La tierra no tiene valor, porque no es producto del trabajo humano, pero su título de propiedad, que permite exigir una participación en el valor producido por quien explote esa tierra, sí es mercantilizable y por ello tiene precio, que es la renta capitalizada: el capitalista con aspiración a terrateniente pagará de golpe la renta que hubiera pagado durante una serie de años, obteniendo a partir de entonces tanto la renta como la ganancia media. Cuando cierre su negocio y quiera vender la tierra, hará otro tanto con el que venga a continuación.
Hasta ahora hemos descrito un tipo de renta que se debe a la diferencia de productividades entre las distintas tierras, que la competencia no puede eliminar por mucha innovación tecnológica que se introduzca: es la renta diferencial. El mismo razonamiento explicado está a la base de una misma tierra que pasa por distintos momentos de productividad, que Marx denomina la forma II de renta diferencial. Se añade además la renta absoluta, la renta que pide el propietario de la peor tierra. Y es que, con la explicación anterior, podría pensarse que si la renta viene de la ganancia extra que saca el capitalista por el mero hecho de estar en una tierra más productiva que la peor tierra, entonces el de la peor tierra no debería tener ninguna renta. Pero es un contrasentido en esta sociedad: ¿por qué iba a dejar el propietario de la peor tierra que alguien haga negocio con ella sin sacar tajada? Antes preferiría retirarla del mercado y dejarla baldía.
En este texto no podemos detenernos ni en la forma II de la renta diferencial ni en la renta absoluta. Pero es muy importante señalar, aunque no lo desarrollemos, que la renta absoluta no viola la ley del valor, no es una renta de monopolio, sino que se debe a la menor composición orgánica que tradicionalmente han tenido los productos de la tierra por la barrera a la nivelación de la tasa de ganancia que impone la propiedad privada del suelo. Pese a que parezca una sutileza técnica, tiene recaídas en el planteamiento político. Si se entiende que la renta absoluta, o incluso la renta diferencial, son rentas de monopolio, lo que se está planteando es que los propietarios de la tierra son una clase superflua en el capitalismo, que la renta implica un robo tanto a capitalistas como a proletarios y que, en consecuencia, tendría sentido un proyecto nacional-popular para acabar con el dominio de los terratenientes, nacionalizar la tierra y compartir entre burgueses y obreros el bienestar económico que impiden esos parásitos de la tierra. Es así como el tercermundismo hace del monopolio su clave de bóveda para justificar la subordinación de los intereses del proletariado a la burguesía nacional.
Pero la renta de la tierra, si bien se contrapone a las ganancias del capitalista, es un producto necesario de la lógica mercantil de este modo de producción. Es la diferencia irreductible entre tierras, independientemente de la propiedad jurídica, la que hace que el valor se determine por la peor tierra, produciendo así una renta diferencial. Esto se mantendría así incluso si todas las tierras fueran nacionalizadas por sus respectivos Estados. En tal caso, podría plantearse la situación en que estos decidieran prescindir —es decir, asumir como pérdidas en su contabilidad— de la renta por las peores tierras, pero seguirían teniendo que mantener la renta diferencial: tanto en su interior, de cara a los capitalistas privados que quisieran explotarla —si no, ¿qué justificaría que unos capitalistas obtuvieran permanentemente unas ganancias mayores que otros con la misma inversión?—, como en el mercado mundial si el propio Estado explotara como capitalista las tierras nacionalizadas, puesto que el valor de las mercancías seguiría determinado por la peor tierra. En definitiva, la renta de la tierra no es un robo, no violenta la ley del valor, sino que es el producto necesario de la absurda racionalidad del capitalismo. No se puede acabar con ella sin acabar con el valor y, por tanto, acabar con el conjunto de las clases sociales.
En cualquier caso, la renta de la tierra es sin duda un problema para los capitalistas. Lo es para aquellos que se dedican específicamente a explotar la tierra, porque las sumas de dinero que destinan a honrar la propiedad privada es un valor que no pueden invertir, que no pueden valorizar, y por tanto que pesa sobre la tasa de ganancia. Pero lo es también para los capitalistas del resto de sectores, que ven cómo la renta de la tierra aumenta sus costos de producción por la parte del capital constante —materias primas, energía y el propio suelo sobre el que ejercen su actividad— como por la parte de los salarios, que habrán de subir relativamente en la medida en que el costo de la reproducción de la fuerza de trabajo suba por los precios de los alimentos, la ropa, la calefacción, la vivienda, etc.
La renta de la tierra pesa como una losa sobre la tasa de ganancia de la clase capitalista, y ese peso va en aumento con el desarrollo del modo de producción. Lejos de conllevar el progreso, la mejora de las condiciones de vida y el fin del hambre, el avance del capitalismo sólo puede acentuar la propia crisis del sistema y aumentar los niveles de miseria del proletariado. Dado que la renta de la tierra viene determinada por la peor tierra de todas las que son explotadas para satisfacer la demanda, no importa que se encuentren tierras mejores para explotar o que en algunas que ya existen se aumente la productividad mediante inversiones: las peores seguirán marcando el precio, y los aumentos de productividad simplemente habrán supuesto una mayor masa de plusvalor absorbida por la renta.
Como plantea Marx, sólo un aumento generalizado de la productividad en todas las tierras a nivel mundial podría reducir la cuota de plusvalor que absorbe la renta. A esta posibilidad, sin embargo, se le opone la tendencia automática del capitalismo al crecimiento ilimitado. Por un lado, cuanto más se desarrollan las fuerzas productivas, más mercancías portan la misma masa de valor y, por tanto, más energía y materias primas hay que consumir para poder obtener las mismas ganancias que antes. Esto implica un ascenso de la demanda y por tanto de precios, que atraen así inversiones de capital. Con ellas, se incrementa la oferta de dos formas: aumentando las tierras en explotación —deforestación, megaminería, fracking, etc.— y/o aumentando la productividad de las tierras ya explotadas a base de mayores inversiones. Si sólo lo consigue en algunas de esas tierras, no disminuye la renta sino que la aumenta, concretamente la renta diferencial del tipo II. Si lo consigue en todas y por un momento baja el coste de las materias primas y la energía, la bajada de los costos de producción y el aumento de ganancias lo impulsarán a volver a invertir, aumentar la producción y posteriormente incrementar de nuevo la demanda sobre esas mismas materias primas y energía. Es la fábula del escorpión. Está en su naturaleza.
Por otro lado, la mundialización del sector agropecuario y el desarrollo de la agroindustria permitieron efectivamente contrarrestar el aumento del coste de los alimentos y, por tanto, del capital variable. Pero la mayor dependencia que esto ha supuesto del uso de combustibles fósiles —fertilizantes, maquinaria agraria, alargamiento de las cadenas de suministro—, así como el crecimiento demográfico exponencial propio del capitalismo, por no decir los efectos devastadores del cambio climático, son una contratendencia mucho más fuerte hacia el encarecimiento de los alimentos.
Así pues, la renta de la tierra sustrae crecientes masas de plusvalor a las ganancias de la clase capitalista a medida que se desarrollan las fuerzas productivas en este sistema social. Esto tiene dos grandes implicaciones.
En primer lugar, un proceso de artificialización de la vida que la izquierda comunista italiana recogió dentro del concepto de mineralización de la tierra. El capital sólo tiene dos mecanismos para contrarrestar el ascenso permanente de la renta de la tierra: la sustitución de productos naturales por productos manufacturados y la explotación intensiva del suelo. El primero lo vemos en la expansión del plástico: la ropa, los envases, los materiales de construcción. Se ha reducido el uso de fibras naturales, madera y metales tanto como se ha podido. El segundo mecanismo, sin embargo, tiene mucha más importancia. Para evitar que la renta absorba el incremento de ganancias, el capitalista tiende a hacer una explotación mucho más intensiva de la tierra: fertilizantes, pesticidas, monocultivos, organismos genéticamente modificados, piscifactorías, hacinamiento del ganado, estimulantes hormonales, piensos sintéticos, etc. Es algo que vemos no sólo en el sector agrario, también en la construcción. El desarrollo del capitalismo implica una concentración del capital en los núcleos urbanos y, con el capital, se concentra también la mano de obra. Así, el crecimiento exponencial de las ciudades conlleva un crecimiento igual de la renta urbana, lo cual hace que el problema de la vivienda sea estructural y cada vez más acuciante en el capitalismo. De nuevo, la intensificación del uso del suelo urbano se presenta como el único mecanismo al alcance del capital: edificios de grandes alturas, viviendas minúsculas, arquitectura funcionalista a lo Le Corbusier para hacinar más y mejor a los proletarios en las megalópolis del capital.
La segunda implicación toca directamente al agotamiento histórico de este modo de producción. La tendencia que hemos explicado antes al consumo creciente de materias primas y energía a medida que se desarrollan las fuerzas productivas acelera la caída tendencial de la tasa de ganancia. Cuanta más fuerza de trabajo se expulsa del proceso de producción, más aumenta la demanda de estas mercancías y por tanto más aumenta la cantidad que la renta absorbe de una producción de plusvalor menguante de por sí. Esto empuja al capital a la explotación aún más voraz de los recursos naturales, que supone la pugna creciente de las potencias imperialistas por hacerse con el control, directo o indirecto, de los territorios que los albergan, así como la destrucción vertiginosa de ecosistemas y la desaparición de la biodiversidad. Por último, por este proceso coloca al proletariado entre la espada y la pared: cuanto más se le expulsa del mercado laboral y se le convierte en población superflua, fluctuando entre el desempleo y el subempleo, más alto se hace el coste de sus medios de subsistencia, la comida, la calefacción, la vivienda. Guerra, miseria social, devastación ecológica: es la tendencia imparable del capitalismo a la catástrofe. También lo es, sin embargo, la tendencia a la polarización social, la guerra de clases, la lucha revolucionaria del proletariado para sobrevivir como especie. Decía Reclus que el ser humano es la naturaleza que toma conciencia de sí misma. El comunismo es precisamente eso: la afirmación de un metabolismo social ya plenamente consciente de sí, despojado de la lógica irracional de la mercancía, y la reanudación del lazo del ser humano con su entero metabolismo natural.
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[1] Es lo que Rolando Astarita llama, a partir de Marx, el trabajo potenciado, que es la fuente de toda plusganancia extraordinaria. Para entenderlo, es fundamental hacer énfasis en que el valor es una categoría social, no individual. Marx jamás pensó en términos individuales, es decir, fisiológicos y ahistóricos, pese a lo que Juan Íñigo Carrera y sus seguidores intentan hacer pasar por marxismo. Recomendamos la lectura de las dos partes de Plusvalía extraordinaria y renta agraria de Astarita en su debate con Juan Íñigo Carrera sobre la renta de la tierra