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Crítica del valor Serie: Crítica a la Economía Política Teoría

Notas sobre la democracia

También en alemán

 

Hablar de democracia es hablar de uno de los principios medulares del modelo de producción capitalista, siendo un lugar común tan sólido que la crítica a la misma es objeto de controversia incluso en el medio radical, donde es, en el mejor de los casos, una posición minoritaria y a contracorriente, dado que se suele tener una visión de la democracia como algo diferente al Estado, como una forma ahistórica de gestionar los asuntos colectivos de la manera más armónica y pacífica, y también la más respetuosa hacia la libertad y autonomía individuales. Para nosotros, por el contrario, la democracia es la necesaria forma de organización política de una sociedad organizada en torno a la mercancía. Las relaciones sociales mercantiles implican al mismo tiempo una igualdad formal entre sus miembros y una contraposición, un antagonismo permanente entre ellos: así, lejos de ser pacífica y garante de la autonomía individual, la democracia es la forma de organizar una guerra de todos contra todos en la que el único árbitro posible es el Leviatán. Es por ello que la democracia, producto de las relaciones mercantiles, morirá con ellas.

Pero bien, cabe comenzar con una pregunta: ¿qué es la democracia? La propia etimología del término nos da una muestra de su carácter: el poder del pueblo. El término pueblo, como el propio término de democracia, pretende con su carácter unificador diluir las contradicciones que existen en todas las sociedades de clase, tanto en la griega, que fue la que lo engendró —esclavista—, como en la sociedad capitalista de hoy. Como ha sostenido nuestra corriente históricamente, y como explica Jacques Camatte en La mistificación democrática:

La democracia implica, por lo tanto, la existencia de individuos, de clases y del Estado; por ello la democracia es a la vez un modo de gobierno, un modo de dominación de una clase y el mecanismo de unión y de conciliación. […] En nuestros días, el proceso económico ha conducido a la socialización de la producción y de los hombres. La política, por el contrario, tiende a dividirlos, a mantenerlos como simples superficies de intercambio para el capital. (La mistificación democrática, tesis 5).

En el capitalismo la producción está destinada a las mercancías. Pero las mercancías, como recuerda Marx, no van solas al mercado. Todos los miembros de la sociedad son propietarios aislados de mercancías que se relacionan entre sí a través del mercado. Puesto que todos son propietarios al mismo título, todos deben ser iguales jurídicamente. Y sin embargo, sus intereses están en conflicto: el vendedor compite contra otros vendedores por colocar su mercancía a un comprador, y establece una relación con el comprador al mismo tiempo complementaria (cada uno necesita al otro) y antagónica (cada uno debe sacar el mayor provecho del otro). Así, el capitalismo es un agregado social de átomos iguales y contrapuestos que se relacionan entre sí mediante el mercado y su garante jurídico, el Estado.

Esto se traslada a la realidad concreta de dos formas. Por el lado de la clase dominante, implica una competencia permanente entre capitalistas individuales, entre facciones de la burguesía y entre unas naciones con otras. Por el lado de la relación entre clases, como explicamos en el texto sobre el derecho, el proletario es un propietario más que acude al mercado para colocar su mercancía, la única que tiene: su fuerza de trabajo. En tanto que propietario, es igual jurídicamente a su comprador, el capitalista, y firmará con él un contrato laboral en el que la mercancía fuerza de trabajo se intercambiará por un salario. Con esta firma, se sanciona la forma específica de explotación en el capitalismo. En los modos de producción anteriores, la explotación de clase se producía mediante la coacción extraeconómica: al esclavo se le forzaba a trabajar a latigazos, al siervo se le obligaba a dar una parte de su cosecha. En el capitalismo la coacción es interna, económica: el proletario vende libremente la única mercancía que tiene para obtener un dinero con el que acceder al resto de mercancías en el mercado y poder sobrevivir.  De este modo, la igualdad formal del derecho es el vehículo necesario para reproducir la desigualdad real del capitalismo.

La democracia es así la articulación política más apropiada para una sociedad de átomos libres, iguales y contrapuestos entre sí. Es el ser social del capital, la desconfianza organizada, la forma de gestionar los antagonismos de clase y de los átomos sociales en la guerra de todos contra todos que provoca la competencia capitalista. La sumatoria de voluntades individuales en mayorías y minorías, la consulta recurrente para asegurar la representatividad de estas voluntades en conflicto, la normativa abstracta para evitar que unas se impongan a otras, el equilibrio de poderes, todo ello es el aparataje necesario para que esa guerra hobbesiana pueda producirse por otros medios que sean menos desestabilizantes para la gestión del Estado.

En esta concepción va implícito, cómo no, una naturalización de la mercancía y de todo lo que es consustancial a ella. Para que se pueda dar tal organización política, es necesario hacer una escisión que no se había conocido antes del capitalismo: aquella que separa la economía —el ámbito de los intereses enfrentados— de la política —donde todos somos libres e iguales. Hemos criticado en otras ocasiones la idea típica de la izquierda del capital del Estado como un ente neutral, que se podría tomar y gestionar bien si esta tarea fuese llevada a cabo por la gente adecuada (ya sea el PC de turno o la iluminada camarilla universitaria que formó Podemos). Esta concepción trae consigo otra que es la que tratamos aquí: la de que se puede gestionar la producción de las mercancías de manera que beneficie a toda la sociedad. Esto es lo mismo que asumir que el modo de producción capitalista es de alguna manera neutral, que el Estado sería la encarnación del interés de la sociedad en su conjunto —y no del interés de la mercancía— y que todos somos iguales —más allá de la igualdad formal del derecho— en el mismo. El derecho y la política permiten, gracias a su abstracción por encima de los elementos concretos de la sociedad, ser reconocidos como entes neutrales que velan por el interés general —que no es otro que el de la mercancía—, incluso si ello supone ir contra un capitalista concreto. El cielo de la política brilla así sobre el despotismo de la fábrica, y esto nos permite entender cómo el capitalismo genera desigualdad —material— a partir de la igualdad que lo caracteriza —formal—, siendo la democracia una expresión destacable de ello. En democracia, como en el derecho, no hay clases sociales, cada voto tiene exactamente la misma validez, independientemente de que sea el de Amancio Ortega o el del mendigo que duerme en un cajero automático.

Nuestro rechazo a la democracia no es una posición a priori, como lo es su adopción como principio por la burguesía a partir de un supuesto libre arbitrio, que no sería otra cosa que la voluntad de las cosas mismas, expresada desde la soberanía individual hasta la nacional. Es ilustrativo el comienzo de Bordiga en su discurso Sobre la cuestión del parlamentarismo (del II Congreso de la Internacional):

¡Compañeros! La fracción de izquierda del Partido Socialista Italiano es antiparlamentaria por motivos que no conciernen únicamente a Italia, sino que tienen un carácter general. ¿Se trata aquí de una discusión de principio? No, por cierto. Nosotros en principio somos todos antiparlamentaristas, ya que rechazamos el parlamentarismo como medio de emancipación del proletariado y como forma política del Estado proletario. Los anarquistas son antiparlamentarios por principio, ya que se declaran contra toda delegación de poder de un individuo a otro; asimismo los sindicalistas, adversarios de la acción política del partido y que tienen una concepción completamente diferente del proceso de la emancipación proletaria. En cuanto a nosotros, nuestro antiparlamentarismo se vincula a la crítica marxista de la democracia burguesa.

Este apriorismo idealista es el paso necesario para la mistificación de la democracia, elevada a principio, perdiendo de vista su condición de órgano coordinador en el conjunto de relaciones sociales que conforman el sistema capitalista. Nuestra posición de rechazo, como todas las que atañen al programa revolucionario, no es —al contrario que para la burguesía— una cuestión de formas organizativas (de política), como ya dijo Bordiga, sino de contenidos[1].

En tanto que la producción no es neutral, tampoco lo puede ser la gestión de la misma. Así pues, la democracia está orientada, tiene un determinado interés, que por supuesto trasciende la voluntad de quienes participan de ella (que bien puede ser de lo más revolucionaria, no entramos a juzgar eso). Cuando desde la izquierda del capital se critica nuestro abstencionismo por ser una posición “privilegiada”, no podemos apreciar otra cosa que no sea el privilegio de los que nos critican, que es el privilegio de estar representado en alguna de las fracciones que participan de la dirección del Estado y se disputan su control (que, por lo dicho, son necesariamente burguesas). La discusión política es, como vemos a diario, una cuestión de formas, y nunca de contenidos, pues dada su abstracción por encima de los elementos concretos de la sociedad no puede entrar a cuestionar las relaciones sociales que las fundamentan. No es que la democracia política sea falsa, como tampoco lo es la democracia en la producción (que es la autogestión de la miseria mercantil), sino que está orientada, por su propia naturaleza capitalista, a gestionar los imperativos de la producción mercantil en detrimento de la inmensa mayoría de la sociedad, de los desposeídos, de los proletarios. Este es el punto: la democracia está, por su propia naturaleza, en contra del proletariado.

Nuestro rechazo a la democracia es, por lo que hemos explicado, una posición integral, programática, y no coyuntural. El parlamentarismo implica una contradicción con la crítica a la democracia, es una táctica que va en contra de la cuestión estratégica de la destrucción del Estado burgués. Este rechazo incluye a cualquier forma de democracia, dado que necesariamente es expresión de una sociedad fracturada, entre el hecho —la existencia de clases con intereses contrapuestos— y el derecho —que nos iguala a todos. Una sociedad emancipada no necesitará de la democracia, como no necesita del Estado ni la política ni el derecho, porque sencillamente no existirá ningún antagonismo de clase que conciliar, al no haber mercancía que lo genere.

No abogamos por una “democracia real” o por una “democracia obrera”, porque ya conocemos y vivimos la democracia, porque ya hemos elegido, porque aspiramos a una sociedad unida como marco en el que poder articular nuestras diferencias de forma que estas no supongan una fractura (en la medida en que no estarán cosificadas nuestras relaciones). Es por esto que consideramos falsa la dicotomía que habitualmente se plantea entre dictadura y democracia (a la hora de gestionar el capital), porque solo puede existir la dictadura: puede ser la del capital, que hoy vivimos, o la de nuestras necesidades, que es la que, como revolucionarios, aspiramos a implantar. Como señala Camatte en la tesis 11 del texto citado[2]:

El acceso del proletariado al Estado es su propia negación como clase, así como la negación de otras clases. Es el comienzo de la unificación de la especie, de la formación de la comunidad. Reclamar la democracia implicaría la exigencia de una conciliación entre las clases, lo cual significaría dudar de que el comunismo es la solución de todos los antagonismos, que es la reconciliación del hombre consigo mismo.

 

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[1] “La revolución no es un problema de formas de organización; la revolución es, en cambio, un problema de contenido.” (Bordiga, El principio democrático). Se pueden leer tanto este discurso como el de Sobre la cuestión del parlamentarismo aquí: https://barbaria.net/2022/08/26/amadeo-bordiga-la-ilusion-democratica/

[2] Se puede leer el texto entero en: https://barbaria.net/2023/02/15/jacques-camatte-la-mistificacion-democratica/

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