PCInt – «Ajustar cuentas con el sindicato» , artículo de «Le Prolétaire» nº 114 sobre la huelga de la RATP
Nota introductoria del Grupo Barbaria
Publicamos la traducción al castellano de una serie de textos acerca de la escisión que vivió el PCInt-Programma Comunista en 1971 a partir de sus secciones escandinavas y algunas de sus secciones francesas (Saint Étienne, Lyon, Bourg, Le Mans y una parte de la de Marsella). En los argumentos tratados, nos parece que destacan toda una serie de reflexiones que son vitales hoy desde un punto de vista teórico para la preparación de la futura revolución y el desarrollo de nuestro partido histórico: la crítica al activismo y el inmediatismo sindical; la toma de distancia con el tercerinternacionalismo y a una perspectiva tradeunionista y kautskysta que se adapta a la clase obrera tal y como es en un período de paz social, y no de cara al proceso revolucionario futuro; la consideración del partido formal como ya existente y motor de la lucha de clases; la comprensión de que el capitalismo es una totalidad que ha socializado y unificado economía y política, lo que hace imposible pensar una actividad revolucionaria alrededor del dualismo sindicato-partido, etc. Las consecuencias de esto son muy importantes, pues explicaría que el proletariado se constituye en clase y en partido, superando ese dualismo, precisamente rompiendo con la paz social y con el sometimiento del proletariado al capital y a sus instituciones económicas, políticas y jurídicas. En definitiva, esperamos que la lectura de estos textos cumpla con su función esencial: ayudar en el proceso de clarificación programática hacia el comunismo.
*****
«Ajustar cuentas con el sindicato»[1], artículo de Le Prolétaire nº 114 sobre la huelga de la RATP[2]
«Ajustar cuentas con el sindicato».
Con esta frase, pronunciada frente al televisor por un conductor enojado de la RATP, se puede terminar la historia de la reciente huelga del metro. Conclusión de la derrota, amargura de los vencidos, y, sin embargo, es un indicador importante y prometedor respecto de las futuras huelgas.
El movimiento de los maquinistas de metro, que duró tres semanas, se inició bajo la presión de los interesados, pero siguiendo la práctica habitual de los sindicatos, es decir, tras largas negociaciones infructuosas y los tradicionales «lanzaderas» de proyectos y contraproyectos intercambiados con la dirección. Se trata, pues, de una lucha iniciada en estas malas condiciones de preparación que forman parte del sabotaje de la combatividad de los asalariados por parte de los sindicatos, que así preparan, incluso antes de ser obligados a actuar por sus electores, las vías mejores para su liquidación.
Sin embargo, fue una huelga «dura», una huelga que hoy provoca escándalo: sin limitación a priori de duración, sin escapatoria diplomática, sin otra perspectiva que la satisfacción de las reivindicaciones o el agotamiento y la capitulación de los huelguistas. Precisamente la víspera de este resultado inevitable gracias a la alianza contra la huelga entre el gobierno y los sindicatos, mil conductores de metro, ante el asombro indignado de toda la prensa, incluida la «izquierda», por supuesto, votaron por unanimidad la continuación de la huelga, a pesar de las exhortaciones de sus dirigentes. Respondieron así con orgullo a la amenaza apenas disimulada del Primer Ministro que, en un «llamado a la razón», «quiso creer», tras la orden conjunta de reanudación del trabajo dada por todos los sindicatos, que esta reanudación «se llevaría a cabo normalmente», ¡mientras «todavía había tiempo»!
Esta fiera energía de los conductores no impidió el fracaso final de su huelga, como no puede impedir que sus dirigentes denuncien esta derrota y adviertan sobre cualquier posible imitación por parte de otras categorías o sectores: «ya ves», dirán Séguy[3] y otros, «no tiene sentido persistir, hay que desconfiar de la “aventura”, las malas negociaciones son mucho mejores que las buenas huelgas, etc.». De todos modos, estos venenosos argumentos ya no están en sintonía con la reacción que señalamos al principio. Algunos asalariados, antes de poder traducir en acción su ira contra los líderes que los traicionaron, ya están descubriendo el lenguaje que se debe utilizar con tales sinvergüenzas.
La derrota de la huelga del metro fue, de hecho, obra directa de los sindicatos. No hablemos ya de FO[4] que, después de haber condenado la huelga al principio, pretende, como un carroñero, arrancar del disgusto de los empleados golpeados algunos votos más en las elecciones sindicales. Pero la CGT y la CFDT[5], que se escudan en el hecho de que los conductores se negaran a extender el movimiento a otras categorías del metro, no pueden ocultar que, cada vez que se llevó a cabo tal extensión de la huelga, fue para que los trabajadores nadaran en la impotencia, alterando sus exigencias iniciales e imponiendo procedimientos de arbitraje que liquidan todas las acciones. ¡Nuevamente querían transformar este movimiento ilimitado en una huelga de 24 horas! ¡Es fácil entender que el punto de vista de la categoría prevalece cuando la “generalización” representa el final de la lucha! Pero la responsabilidad más grave de los sindicatos, y de la CGT en particular, en la huelga del metro es haber hecho eco de las tácticas del poder y de la dirección. Se trataba de desviar el descontento de los usuarios contra la propia huelga. La maniobra es clásica y a menudo eficaz en una situación de descomposición del movimiento obrero tal que cada explotado, fuera de su propia esfera, reacciona como consumidor y por tanto olvida toda solidaridad de clase con respecto a explotados como él. Para esta tarea ya se habían empleado fuerzas considerables, además de los órganos más podridos de la prensa burguesa, los comandos paragubernamentales de los partidarios de la mano dura, los amigos «no uniformados» del señor Marcellin[6]. Sin atreverse a generalizar la acción directa que a veces practican en la sombra, no dudaron en sugerirla al ciudadano de a pie, como lo habían hecho unas semanas antes y sin provocar reacciones serias por parte de los sindicatos, respecto a la huelga docente.
De esta reacción, de contenido puramente fascista, los sindicatos —excepto los «autónomos» pero que a su vez vacilaron en la cuestión de la reanudación del trabajo— fueron cómplices activos. Con soberbio cinismo, la oficina confederal de la CGT se atrevió a utilizar esta presión reaccionaria camuflada como “opinión pública” contra la huelga. Apoyando la posición de su sección de metro «con vistas a suspender la huelga y adoptar tácticas de lucha apropiadas», recomendó métodos que «garanticen al personal del metro la comprensión y el apoyo de todos los empleados y de toda la opinión pública».
L’Humanité[7] salió al rescate el 14/10: «Ya no es posible ningún movimiento significativo de protesta, hoy en día, sin el apoyo, la adhesión de la opinión pública, por muy justa que sea la causa, necesita aliados». ¡Y este consejo lo dan quienes, a lo largo de los años, en todas las huelgas encerraban a las categorías, fragmentaban los movimientos, elevaban las luchas parciales al nivel de principio!
De hecho, el “público” no mostró hostilidad hacia los huelguistas. Si Chaban-Delmas[8] pudo felicitarle por su “civismo” y su “disciplina”, es porque la incitación a una reacción “popular” contra la huelga fracasó. Los más afectados por esta parálisis fueron los empresarios y fue por ellos que los bocazas de la UDR[9] se transformaron en un “público” enojado. Pero los sindicatos, sin embargo, obedecieron a la primera señal a su amo, el Estado burgués, y a sus representantes supremos, con un lenguaje que apenas se distinguía del de ellos, y llamaron a los trabajadores a parar la huelga. Al adoptar los mismos argumentos que el Sr. Chaban-Delmas, demostraron que ya habían renunciado a cualquier huelga seria en los servicios públicos. De hecho, es bastante obvio que cualquier paro laboral que dure en estos servicios, en primer lugar… es el público, y sólo a través de este desvío, una huelga puede ejercer alguna presión sobre el empleador: Estado, empresa nacionalizada o la administración autónoma. Si evitamos esta consecuencia inevitable, ya no será posible defender realmente los intereses de los asalariados.
Es esta renuncia la que Séguy reconoció implícitamente durante su última entrevista con la ORTF[10]: como prueba de la preocupación de la CGT por no «molestar al público», subrayó que su central sindical había suspendido la huelga de los mineros y la del EDF[11] para que este mismo público no sufriera el frío, y la de la SNCF[12] para permitirles irse de vacaciones. Según este punto de vista, la huelga sólo es posible cuando no molesta a nadie, es decir… ¡cuando no sirve para nada!
Precisamente es este tipo de huelgas las que el poder capitalista admite, condenando las otras, las verdaderas, no por compasión hacia los ancianos temblorosos a quienes, mediante su «jubilación», mantiene hasta el borde de la tumba, sino por de preocupación para no interrumpir el funcionamiento del aparato productivo. Y es por la misma razón, en virtud del mismo imperativo, que se elevan a la altura de la tarea «socialista», que los sindicatos instan a los huelguistas a tener en cuenta al público. Este “público”, este “interés general”, en todos los casos, no es más que una pantalla para los intereses del capital. Todas las fuerzas políticas que hablan en nombre de la clase obrera o piden sus votos en las elecciones ya han puesto su organización al servicio de este capital y pretenden someter a la clase obrera aún más a él. La «izquierda democrática» apoyada por el PCF, la CGT y la CFDT ya ha prometido que el propio sindicato sabrá mantener, y sólo él, a los obreros en la obediencia social: «Si hay que implementar una regulación de las huelgas», dijo Mitterrand[13] durante el movimiento huelguístico del metro, «sólo puede ser obra de las organizaciones sindicales y por eso queremos sindicatos fuertes».
El único sindicato que el capitalismo tolera hoy es, por tanto, el que hace de policía para la burguesía entre los obreros; y es por este motivo que los políticos más ilustrados lo desean firmemente. Desde esta perspectiva, una huelga como la del metro cobra toda su importancia. Confirma que, debido a la interpenetración de todos los sectores de la vida pública, del desarrollo técnico, que confía a unos pocos empleados los «puestos de mando» de toda una rama de actividad, resulta cada vez menos posible que un conflicto se refiera únicamente a un aumento salarial, que permita encontrar alguna solución compatible con el equilibrio de los grandes intereses de esta sociedad. La “escala salarial”, los “aumentos de índices salariales”, detrás de estos objetivos aparentemente económicos, se esconde un estrecho conflicto con la autoridad del Estado. La transformación de la lucha inmediata en lucha política, un proceso laborioso para los revolucionarios del pasado, acorta cada vez más sus etapas y se introduce voluntariamente o por la fuerza en cualquier movimiento donde los trabajadores muestran determinación. La categoría interesada puede ser una «casta privilegiada», esta característica general se impone incluso en su movimiento.
Ciertamente, una huelga del metro es sólo una indicación efímera en esa dirección. No tiene ninguna oportunidad de amenazar la autoridad del Estado. Pero basta con cuestionar a su representante directo entre los trabajadores: el sindicato degenerado, sin cuya destrucción la lucha de clases no puede reanudar su desarrollo. Este cuestionamiento forja el arma de los trabajadores, es decir la toma de conciencia de la necesidad de la lucha general y revolucionaria contra la dominación del capital. Este enfoque, inicialmente puramente subjetivo, encontrará su apoyo material en cualquier intento de organización autónoma de la lucha, como, por ejemplo, los comités de huelga responsables únicamente ante los huelguistas. A su vez, estos intentos desenmascararán la traición sindical a mayor escala y harán perceptibles las directivas programáticas de clase, es decir, políticas.
Nos corresponde a nosotros, como revolucionarios, anticipar este proceso y convertirlo en objeto de propaganda. El oportunismo izquierdista se limita a afirmar el papel de los sindicatos y de los partidos del pasado, que consistía en «luchar incluso a contracorriente y llamar a la solidaridad de clase» (Krivine)[14]. Creemos que nuestro papel es denunciar a los sindicatos por lo que son y llamar a los trabajadores a luchar contra sus directivas, a emanciparse de sus órdenes derrotistas, a organizarse independientemente de ellos y contra ellos.
1-15 de noviembre de 1971
_________________________
[1] Escrito por Lucien Laugier, este artículo como el conjunto del número 114 fue uno de los desencadenantes de la crisis que dio origen a la escisión de 1971 [NdT].
[2] Empresa estatal que se encarga de la administración del transporte público en París [NdT].
[3] Dirigente de la CGT de 1967 a 1982 y miembro del P”C”F [NdT].
[4] Force Ouvrière sindicato que se escinde de la CGT en el contexto de la Guerra Fría. Históricamente la corriente trotskysta lambertista ha intervenido en él [NdT].
[5] Confederación Francesa Democrática del Trabajo, sindicato de origen democristiano que ha ido cambiando a lo largo del tiempo sus filias políticas dentro del campo del capital: del asemblearismo post-68 a Mitterrand y la derecha gaullista. Todo vale para llevar a cabo su política sindical [NdT].
[6] Ministro del Interior tras mayo del 68 y hasta 1974, políticamente gaullista [NdT].
[7] Diario del P”C”F [NdT].
[8] Político gaullista, primer ministro en el momento del artículo [NdT].
[9] Unión de Demócratas por la República, fue el partido gaullista entre 1967 y 1976 en que cambió de denominación [NdT].
[10] El organismo estatal que se encargaba de la radio y la televisión francesa hasta 1974 [NdT].
[11] Empresa eléctrica francesa de carácter estatal [NdT].
[12] Los ferrocarriles franceses [NdT].
[13] Dirigente del PSF y presidente de la República Francesa a partir de 1981 y hasta 1995 [NdT].
[14] Alain Krivine dirigente histórico de la LCR francesa, versión mandelista del trotskismo sobre todo europeo [NdT].