Contra el nacionalismo palestino e israelí
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El ataque de Hamás del sábado 7 de octubre a Israel ha provocado la inmediata respuesta militar del gobierno de Netanyahu, que ha declarado el estado de guerra y ha empezado el bombardeo sistemático de la Franja de Gaza. Mientras, bajo los vítores del régimen de los Ayatollahs, Hezbollah ha aprovechado la situación lanzando misiles a Israel desde la frontera con el Líbano. El enfrentamiento ha causado ya (9 octubre) más de mil muertes entre el Estado israelí y la Franja de Gaza, además de miles de heridos y secuestrados. Los próximos días y meses verán cómo se acrecienta la miseria y el sufrimiento de los trabajadores de uno y otro bando, agravando las duras condiciones generales para la mayoría de la población, tanto aquella de la Franja como la del proletariado empobrecido de Israel.
Y es que, a la miseria que tienen que soportar los proletarios palestinos tanto dentro como fuera de la Franja, en el régimen de segregación existente en Israel, se suma un proceso más general de pauperización del proletariado en el conjunto de la región tras la pandemia del covid y el inicio de la guerra en Ucrania: un aumento del precio de las materias primas, de la energía y de los alimentos que ya mantiene bajo los umbrales de pobreza a la mitad de las familias árabes de Israel, a más de un quinto de las familias judías y a la práctica totalidad de la población en Gaza —ese gran campo de refugiados que se mantiene con las migajas de las Naciones Unidas.
¿Qué ha llevado a Hamás a actuar ahora? Ciertamente, no la defensa de los intereses del proletariado en Gaza, que vuelve una vez más a estar bajo las bombas de Israel. Su ataque sorpresa, que ha venido a recrudecer un conflicto ya antiguo, no puede ser entendido como una respuesta motivada por la rabia popular en contra de la ocupación israelí. No hay un “pueblo palestino”, ni una unidad indiferenciada de agredidos que responden heroicamente ante sus viejos agresores. El proletariado en Gaza que hace unos meses estaba protestando en contra del régimen de Hamás, contra los cortes de luz, la carestía de alimentos y la represión feroz del gobierno, no comparte los mismos intereses que el aparato subordinado al régimen de los Ayatollahs, ni que las “valientes” milicias que utilizan a la población civil de ambos bandos como escudos humanos. La respuesta israelí ante el ataque puede reavivar el cierre de filas nacionalista en ambos bandos del conflicto, pero no puede negar este hecho.
Porque es necesario decirlo de forma clara y neta: las fuerzas en presencia tanto del lado palestino como israelí son profundamente reaccionarias. Desde la propia conformación del Estado de Israel en 1948, la región no ha dejado de ser una pieza más en el tablero de la lucha interimperialista mundial. Israel se posicionó rápidamente como un peón al servicio de los intereses de Estados Unidos. Desde entonces, ya fuera con el Partido Laborista de Ben-Gurion como con los diferentes gobiernos conservadores, ha llevado una sistemática segregación y represión de los palestinos dentro y fuera de sus fronteras, así como una política militarista y securitaria que le ha servido hasta ahora para desviar la atención de las profundas desigualdades sociales en la población judía. Por su parte, las diversas facciones del nacionalismo palestino después del Mandato Británico surgieron bajo el auspicio del panislamismo de los Hermanos Musulmanes de Egipto y posteriormente bajo el paraguas laico del estalinismo con Nasser, para pasar tras la caída de la URSS a las órdenes de Irán como potencia regional. En la forma del islamismo político o del estalinismo, el aparato militar del nacionalismo palestino siempre ha estado vinculado a las manifestaciones más reaccionarias del siglo XX. A fin de cuentas, no podía ser de otra manera: como ya había apuntado décadas antes Rosa Luxemburgo en su debate con Lenin, todo movimiento nacionalista solo puede, hacia el exterior, caer bajo el ala de una de las grandes potencias en la pugna imperialista, y hacia el interior reprimir toda expresión de clase para fijar la cohesión interna contra el enemigo nacional.
Porque la reacción alimenta la reacción, y ambas se necesitan mutuamente. Si Netanhayu tenía algún conocimiento o no del ataque de Hamás, si ignoraba o infravaloraba su magnitud o directamente decidió permitir que pasara, en cualquier caso no ha dejado de resultarle muy conveniente para favorecer un cierre de filas en plena crisis política de su gobierno y con él mismo amenazado con un juicio por corrupción. Por su parte, Hamás y Hezbollah, como el propio régimen iraní, obtienen así un momento de respiro frente al creciente descontento social en los tres territorios, que en Líbano se expresó en la consigna de Todos significa todos —es decir, también Hezbollah— durante las protestas de 2019 y que en Irán lleva impulsando huelgas y movilizaciones desde 2018, estallando el año pasado en las protestas contra el velo tras el asesinato de Mahsa Amini.
En su crisis terminal, el capitalismo no sólo impulsa a niveles cada vez mayores la miseria social y la devastación del planeta, motivando así procesos de polarización social, sino que acentúa el enfrentamiento entre las distintas potencias por el dominio de un mercado mundial con cada vez mayores disfuncionalidades. Al mismo tiempo que el capitalismo expulsa trabajo y hace cada vez más difícil la reproducción material de nuestras vidas, nos convierte en carne de cañón al servicio de los intereses de una fracción de la burguesía en contra de otra. En esa lógica de lucha interimperialista, Hamás ha actuado con el objetivo de torpedear el acercamiento entre Israel y Arabia Saudí, dificultando una nueva configuración regional de acuerdo con las tensiones entre los bloques imperialistas. Bajo la bandera de la “resistencia palestina”, simplemente obedece a la necesidad de una parte de la burguesía regional. Quien pone la sangre, sin embargo, seguirá siendo el proletariado palestino e israelí. Cualquier concesión al nacionalismo, cualquier deferencia por una nación frente a otra en este proceso, implica colocarse al otro lado de la barricada contra nuestra clase, que no tiene patria y cuya única posibilidad real de mejorar sus condiciones de vida es acabar con el mismo sistema que la amenaza, de forma cada vez más flagrante. El conflicto palestino-israelí no encontrará su solución con la creación de un único Estado binacional, ni con la constitución de un Estado palestino independiente. Sólo podrá encontrarla en un proceso revolucionario que rompa con toda nación y toda frontera.
Cuando en la noche suenan las sirenas antiaéreas, y los aparatos militares israelíes y palestinos tienen secuestrada a su población bajo las bombas, los revolucionarios nos oponemos con todas nuestras fuerzas a esta barbarie. A las banderas del nacionalismo, no importa el color de cada una, oponemos la lucha conjunta de los trabajadores palestinos e israelíes. Para los israelíes, su más encarnizado enemigo es el aparato del Estado judío, como la ANP y Hamás son implacables enemigos de los palestinos. Sólo enfrentándose a ellos directamente podrán salir del laberinto infernal en el que se encuentran. En definitiva, contra la guerra imperialista —y esta lo es— solo cabe su transformación en guerra de clases.