PCInt – El New Deal o el intervencionismo estatal en defensa del gran capital (1952)
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Prometeo, n. 4, número doble, julio-septiembre 1952
El análisis de la política económica del New Deal rooseveltiano tiene hoy un interés particular porque permite reafirmar, a partir de datos extremadamente claros, dos criterios de interpretación de los hechos sociales que han sido reiteradamente subrayados por la crítica marxista frente al asalto convergente del revisionismo y de las ideologías democráticas oficiales. Esto también permite comprender claramente los desarrollos que dicha política ha tenido en el período de posguerra, tanto en el plano económico como en la superestructura política.
El primero de estos criterios es que, a pesar de las diferencias en la forma política, el régimen capitalista reacciona a sus crisis internas de manera unitaria, con métodos de política económica que unen tanto a la democracia como al fascismo. Intervencionismo, dirigismo, gestión estatal —que por otra parte también son las clásicas recetas de “reforma económica y social” del reformismo— son aspectos comunes a todos los regímenes políticos burgueses en la fase de máxima exacerbación de sus contradicciones internas, expresiones convergentes a nivel internacional de la política de conservación capitalista.
El segundo criterio es que la intervención estatal en la economía, lejos de significar un sometimiento del Capital al dominio de un supuesto ente colectivo, representante de los “intereses generales” de ese otro ente colectivo abstracto que es el “pueblo”, constituye la forma más aguda y despiadada de la maniobra de los “poderes públicos” en defensa del Capital, y por ende, de su dominio ejercido por un círculo cada vez más reducido de intereses privados. De manera subordinada, el New Deal es una demostración abierta de la inconsistencia de la tesis según la cual el “capitalismo de Estado” representaría, en el plano económico y político, el advenimiento histórico de una tercera clase, la de los “técnicos” o “directores” (los managers) o de los “burócratas”.
De ello se desprende que atribuir la etiqueta de “progresista” al New Deal rooseveltiano como a cualquier forma de dirigismo o de gestión estatal de la economía —etiqueta que no sabemos por qué la ideología democrática no extiende al fascismo, que es históricamente el progenitor, no del intervencionismo contemporáneo con el régimen capitalista, sino de su planificación y codificación organizada—, puede tener para la crítica marxista un solo significado: el reconocimiento de que dichas formas marcan un avance en la despiadada dominación de clase de la burguesía, una exaltación de la explotación de la fuerza de trabajo por parte del Capital. Si hay progreso, ¡oh teóricos del intermedismo[1]!, es solo en las armas de defensa del capitalismo, en la teoría y la práctica de la contrarrevolución.
En cuanto a las diferencias en la superestructura política, que dan una apariencia de justificación a la antítesis democracia-fascismo con todas sus consecuencias en el terreno político y militar, estas tienen su raíz únicamente en diferentes relaciones de fuerza entre las clases. El fascismo nació, tanto en Italia como en Alemania, como respuesta a una amenaza revolucionaria directa del proletariado: su manifestación fue, por tanto, esencialmente política y se tradujo en el abandono pacífico de las formas democráticas y en el violento y abierto ejercicio de la dictadura de clase que, partiendo del principal objetivo de liquidar por la fuerza las organizaciones de clase del proletariado, debía concluir lógicamente —por la necesidad de oponer a la amenaza unitaria del proletariado un frente tanto o más compacto— en la supresión del pluripartidismo y del parlamentarismo burgueses.
El rooseveltismo nace como respuesta no a una presión revolucionaria directa del proletariado, sino al cataclismo inmediato de una crisis económica sin precedentes: para la resolución de esta crisis, mientras la terapia económica se desarrollaba en el eje clásico del intervencionismo fascista, el mantenimiento de las formas políticas democráticas y la conservación de los organismos sindicales obreros no solo no constituían una rémora, sino que permitían maniobras de conservación más elásticas y ramificadas, que evitaban los posibles efectos sociales y políticos adversos de la crisis mediante métodos no de coacción, sino de corrupción: la clásica corrupción democrática. No sorprende, por lo tanto, que el fascismo encontrara su “vía económica” solo al término de una larga experiencia de dominio político, siendo en este tan consecuente y sin vacilaciones como titubeante y contradictorio lo fue en aquella (el primer fascismo mussoliniano era incluso ortodoxo en el ámbito económico, y con gestos liberales). Por su parte, el New Deal surge de inmediato como un instrumento de defensa económica y, en cierto sentido, sirve como paradigma mundial para las nuevas experiencias de intervencionismo estatal en la economía, propias de los regímenes totalitarios del decenio de 1930-40, y para las técnicas más sofisticadas de explotación de las formas políticas democráticas con fines de defensa social, formas características de las democracias actuales.
Medidas de orden financiero
No es relevante aquí examinar las causas de la Gran Crisis que, desde 1929 hasta 1933, sacudió a los Estados Unidos paralelamente a la crisis económica mundial. Lo que importa es constatar que esta última crisis tuvo repercusiones tanto más catastróficas en Estados Unidos cuanto que el país había salido de la Primera Guerra Mundial como la mayor potencia acreedora, y cuanto que —otra cara de esta misma evolución— su estructura económica se había expandido durante y después del conflicto. La gravedad de esta crisis se aprecia, más que en las cifras brutas y sensacionalistas de los colapsos financieros inmediatos y de la parálisis productiva, en el ritmo extremadamente lento de la recuperación estadounidense, que comenzó más tarde que en cualquier otro país, alcanzó los niveles previos a la crisis más tardíamente en todos los sectores, presentó mayores oscilaciones pese a los controles e intervenciones estatales, y pudo considerarse resuelta solo con el estallido de la guerra europea —con la transformación de Estados Unidos en el “arsenal de las democracias”—, acelerándose vertiginosamente con su entrada en la guerra.
El índice de producción industrial (compilado por la Liga de las Naciones con base en 1929) descendió en 1933 a 52,8 (83,5 en Inglaterra, 53,5 en Alemania), con el punto más bajo en marzo de ese año (49,6 y, en la industria de bienes de producción, 28), ascendiendo lentamente a 75,6 en 1935, cuando en Inglaterra ya era de 105,7 y en Alemania de 94. En 1936, seguía siendo 13 puntos inferior al nivel de 1929 y apenas 35 puntos superior al nivel de 1932. Sufrió una nueva caída en 1937 y comenzó a recuperarse nuevamente en 1939. Los desempleados, que en 1929 eran 1,8 millones, aumentaron a 13,2 millones en 1933 y, considerando también a los desempleados parciales, todavía eran 11,4 millones en 1935. Finalmente, los precios al por mayor (1929=100) descendieron en marzo de 1933 a 63,2 y todavía estaban en 83,1 en junio de 1935. Nacido de la Gran Crisis, el New Deal tendría como resultado el vertiginoso ascenso económico de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y su capacidad para asumir sin desequilibrios la actual posición de dominio mundial: otra prueba del carácter conservador del rooseveltismo.
No es en las medidas inmediatas de emergencia adoptadas por la administración Roosevelt —llevada al poder por una ola plebiscitaria en nombre del retorno, a través de métodos de intervención y dinamismo estatal opuestos a la política de laissez-faire de Hoover, a la “prosperidad” previa a la crisis— donde se revela el carácter típico del New Deal. Esas medidas son de orden financiero clásico. No es una sorpresa: el aspecto inmediato y más sensacional de la crisis fue el colapso de las instituciones financieras, el cierre de los bancos y la dislocación de la red crediticia, que había sido a la vez la manifestación y el arma de la gran expansión de posguerra. Pero ya entonces, el objetivo perseguido por la administración estaba claro: liquidar la situación bancaria heredada de la crisis del 29, reconstruir el sistema de crédito comercial y de inversión, ayudar a instituciones y grupos económicos directamente afectados por la crisis, y “sanear” la deuda pública.
Dentro de este programa se encuentran las medidas de marzo de 1933, en la fase más crítica de la economía estadounidense: la suspensión de pagos de los bancos, la adquisición por parte del Estado de acciones preferentes en las carteras de las instituciones bancarias y la reapertura de los bancos en función de su solidez. Estas medidas, evidentemente, no salvarán ni a los pequeños ahorradores ni a los pequeños bancos. Salvarán a los grandes institutos de crédito y facilitarán la concentración del sistema bancario y crediticio. Paralelamente, una serie de medidas establecen un control directo del Estado sobre las inversiones de los bancos federales y sobre las operaciones con bancos extranjeros. Por su parte, la Reconstruction Finance Corporation, creada por Hoover el año anterior, orientará su política hacia la “socialización de las pérdidas” de todo el complejo económico para garantizar la salvación de las grandes corporaciones industriales. En resumen, la intervención estatal se traduce inmediatamente en el rescate, con los poderes y el dinero “públicos”, de los organismos financieros e industriales en crisis.
Sin embargo, el New Deal pronto mostrará de manera aún más explícita su rostro como instrumento directo de la gran industria capitalista. El “trust de cerebros”, la administración Roosevelt, es el trust de los intereses conservadores de la clase dominante. Su ideología es análoga a la de la Carta del lavoro fascista: colaboración entre capital y trabajo bajo la égida del Estado para los fines generales de la Nación, estimulación del mecanismo económico mediante una movilización general de los recursos “colectivos”. El New Deal es profundamente nacionalista y autárquico: antes incluso de sus famosas leyes de regulación interna, dará un ejemplo internacional abandonando el patrón oro y, al torpedear la Conferencia Económica Mundial convocada por Hoover, acelerará la tendencia internacional a cerrar las economías nacionales con barreras monetarias y aduaneras. Su enemigo es la caída de los precios, aquellos precios decrecientes que la economía burguesa clásica presentaba como una de las virtudes de la libre competencia y, en general, de la producción capitalista. La devaluación del dólar, la suspensión de tratados comerciales y el aumento de ciertos aranceles son las primeras medidas a favor del aumento de los precios internos. La política de intervención en los sectores industrial y agrícola se inspirará en el mismo principio: tras haber financiado el saneamiento de instituciones financieras e industriales en crisis, la “nación”, el “pueblo”, pagará con precios más altos y con la distribución forzada de productos agrícolas —mediante una política de “escasez en los bienes de consumo”— la política de generosidad y abundancia del Estado (¡abajo la “moderación” de Hoover!) hacia las grandes corporations.
Política industrial y agrícola
Mientras el sistema de subsidios a las industrias en peligro —querido por todas las experiencias de capitalismo de Estado y bien conocido por la Italia fascista y postfascista— aseguraba el rescate de los mayores (y, por ende, más vulnerables a la crisis) conglomerados industriales y favorecía su concentración, el Industrial Reconstruction Act, y la organización creada a partir de él, la NIRA, entregaban a la industria otra herramienta de defensa: la elaboración de los famosos “códigos” industriales. Oficialmente, estos códigos buscaban eliminar las formas de competencia desleal e introducir contratos colectivos de trabajo con los salarios y las jornadas laborales establecidos por la autoridad pública. Sin embargo, en realidad, el objetivo fundamental era la limitación de la competencia mediante los métodos clásicos de los cárteles industriales: la fijación de precios mínimos (superiores a los iniciales del mercado) y el racionamiento de la producción, ya sea mediante la asignación planificada de “cuotas” de producción a las industrias adheridas, o mediante la limitación de nuevas instalaciones y equipamientos productivos, fueron medidas clave. Los “códigos industriales” del progresista Roosevelt eliminaban incluso esa apariencia de protección frente al dominio de los magnates industriales que ofrecía la legislación antimonopolio: la cartelización era promovida con el apoyo gubernamental, y la administración pública no necesitaba recurrir al complejo aparato corporativo fascista ni a la autoridad suprema del Estado. En cambio, invitaba a los propios representantes industriales a “autorregularse”, otorgando sanción a los acuerdos alcanzados y legalizando, con el sello de la NIRA, los productos de las empresas cartelizadas, mientras se fomentaba el boicot contra los disidentes.
Ya fuera la autoridad de la que emanaba los códigos, ya fuera la encargada de controlar su aplicación, ambas tenían una clara filiación industrial, y es innecesario decir que, en los comités respectivos, el peso decisivo recaía en los grandes poderes económicos. El gobierno de Roosevelt, que se proclamaba defensor del estadounidense medio frente al dominio de las grandes corporaciones, se revelaba así como un dócil instrumento de la concentración capitalista.
Es cierto que los códigos incluían mientras tanto la estipulación de contratos colectivos para la reducción de las horas de trabajo y la introducción de salarios mínimos. Sin embargo estas medidas, que también aparecen en diferentes fases de la legislación corporativa [fascista, NdT], tenían un claro propósito de conservación de clase: el Estado arrebataba a los sindicatos obreros, que precisamente en esos años comenzaban a recuperarse de la larga crisis de las décadas de 1920-30, el arma de la reivindicación salarial. Además, mediante la absorción de masas de desempleados (en realidad, generalizando la figura del desempleado parcial), alejaba la amenaza de un ejército permanente de parados. Estimulando la productividad con salarios mínimos, permitía a los industriales reducir costos en un régimen de precios estabilizados y, de hecho, en aumento.
Por otra parte, el impacto inmediato en el nivel de vida de la clase trabajadora fue mínimo: la reducción del desempleo fue muy modesta, incluso considerando a los trabajadores parcialmente reincorporados mediante la reducción de la jornada laboral (aunque esta última a menudo no se cumplía). En 1935, el salario medio según los contratos resultaba superior al de 1929, pero muy pocos obreros trabajaban a tiempo completo, y el número de desempleados había aumentado considerablemente. Un estudio del Brookings Institute de 1936, The Recovery Problem in the United States, calculaba que, si el salario de 1935 se distribuyera uniformemente entre la misma masa de trabajadores, equivaldría apenas al 67 % del nivel de 1929. Además, existían marcadas diferencias salariales entre hombres y mujeres, y entre trabajadores blancos y negros. Por último, el reconocimiento de los sindicatos y la creación de órganos de consulta paritarios (como el National Board, en el cual, además de los dos representantes de empleadores y trabajadores, participaba con funciones presidenciales un “representante imparcial” del gobierno) permitieron vincular a las organizaciones obreras con la administración federal. Estas organizaciones, de hecho, se convertirían en una pieza clave de apoyo a Roosevelt en todas las elecciones presidenciales.
Los decretos de la NIRA, al igual que los que mencionaremos en el ámbito agrícola, serían declarados inconstitucionales por la Corte Suprema en 1936. Sin embargo, el objetivo inmediato de la clase dominante ya se había logrado: los grandes sindicatos industriales se sentían lo suficientemente consolidados como para continuar su marcha sin “autocontroles”. Es significativo que al inicio de la economía de guerra en 1939 fueran precisamente los industriales quienes solicitaran los controles e intervenciones que tres años antes, a través de la Corte Suprema, habían desmantelado. El resultado neto de este período de moderada intervención estatal era, en cualquier caso, evidente: un desarrollo intensivo de la concentración industrial y financiera, una garantía de precios altos a costa de los fondos públicos, y una estabilización de los conflictos sociales.
Durante uno de los periodos de tensión electoral en 1938, Roosevelt lanzó una campaña demagógica contra el big business e impulsó una Investigation of Concentration of Economic Power (“Investigación sobre la Concentración del Poder Económico”). En esta campaña, llegó a declarar públicamente:
Se está produciendo una concentración del poder privado sin precedentes en la historia… El 0,1% de todas las sociedades anónimas que publican un balance poseen el 52% del activo total de las mismas. Menos del 5% poseen el 87% de este activo. El 0,1%… absorben el 50% de las ganancias netas totales: menos del 4% se embolsan el 84% de los beneficios totales… El 47% de todas las familias estadounidenses y de todas las personas que viven solas disponen de ingresos inferiores a 1.000 dólares. En el otro extremo, poco menos del 1,5% de las familias disfrutan de ingresos que igualan al ingreso total del 47% de las familias mencionadas.
Roosevelt también observó que, entre los 8-9 millones de accionistas de grandes sociedades anónimas, el 80% no recibía más que el 10% de los dividendos y poseía apenas el 10% de las acciones. Mientras tanto, la mitad del total de las acciones estaba en manos del 1% de los accionistas. Esta concentración era particularmente notable en ciertos sectores: una sola empresa tenía el monopolio de facto de la producción de aluminio en bruto; tres conglomerados producían el 61% del acero estadounidense; y tres empresas fabricaban el 86% de los automóviles en los Estados Unidos, etc. Aunque Roosevelt (al igual que Truman) se presentaba como defensor del ciudadano medio y del trabajador frente al poder desmesurado de los “barones”, en realidad les había ayudado con su política económica y en el mejor de los casos reivindicaba para el Estado, por su capacidad de visión integral de los problemas e intereses de la clase, el papel de tutelar la estabilidad del sistema mejor que las categorías [empresariales, NdT], encerradas en su limitado, inmediato y miope horizonte.
La política de la NIRA alcanzó su desarrollo más destacado durante la Segunda Guerra Mundial, donde no solo en la perfecta colaboración entre industriales y gobierno, sino en la práctica exquisitamente progresista por la que el poder ejecutivo, además de otorgar enormes contratos de guerra a empresas privadas y confiarles lucrativas investigaciones “científicas”, construyó nuevas plantas a expensas del Estado, las cuales, tras el conflicto, se vendieron a precio reducido a los grandes trusts. Además, siempre con “su” dinero, se financió la renovación de equipamientos industriales de empresas privadas que, por miopía o por falta de capital, no habrían podido podían costearse por sí mismas.
En el ámbito agrícola, la política del New Deal, representada por la Agricultural Adjustment Act (AAA), compartía muchas similitudes con las políticas fascistas y buscaba preservar los intereses del capitalismo industrial y de los grandes terratenientes. Esta ley fomentaba la reducción de áreas cultivadas con el objetivo de frenar la caída de precios de productos básicos como trigo, algodón y tabaco, y si era posible aumentarlos. La teorización de esta política de escasez, incluso en un periodo donde el hambre era generalizada, con la idea de «restablecer los precios de los productos fundamentales de las empresas agrícolas a un nivel que iguale su poder adquisitivo al de los productos agrícolas en el periodo base 1909-1914». Los métodos principales incluían: restricción de la producción agrícola mediante subsidios a los agricultores, destrucción de productos no vendidos, compra estatal de excedentes que saturaban el mercado y deprimían los precios, acuerdos entre cooperativas de productores y distribuidores para mantener y aumentar los precios, todo ello combinado con préstamos para exportación y aranceles a la importación.
Obviamente, una política de este tipo tendía a mantener un mercado para los productos industriales a expensas tanto del consumidor como del contribuyente; pero sus efectos sociales en el ámbito agrícola fueron aún más radicales.
Antes que nada, es sabido —y entre los primeros en reconocerlo se encuentran los escritores oficiales estadounidenses— que todo el sistema de distribución de subsidios a los agricultores para reducir ciertas producciones se concentró en manos de los grandes agricultores, quienes pudieron complementar la ventaja neta de una estabilización y, a menudo, un aumento de sus precios con el beneficio adicional de apropiarse de las porciones más grandes de los subsidios gubernamentales. Myrdal, en su famosa y ortodoxa investigación sobre los negros en América, señala que, según un estudio parcial de 246 plantaciones en el sur, el ingreso neto promedio de los plantadores por plantación en 1937 fue de 3.590 dólares, de los cuales 883 provenían de los pagos de la AAA. En contraste, el ingreso neto promedio de los arrendatarios en las mismas plantaciones fue de 300 dólares, de los cuales 27 provenían de la AAA; y algunos grandes propietarios llegaron a recibir hasta 10.000 dólares en subsidios. Además, al reducir la superficie cultivada de grandes cultivos extensivos (algodón, trigo, tabaco), al fomentar la mecanización de la agricultura y, más tarde, el cambio hacia cultivos más especializados, la política agraria del New Deal precipitó a masas cada vez mayores de arrendatarios a convertirse en meros jornaleros o directamente en parados, un proceso también favorecido por disposiciones que estipulaban que los subsidios debían ser cedidos parcialmente por el propietario al arrendatario, lo cual incentivó la anulación de contratos de arrendamiento. En realidad, la contradicción de esta política agraria, que por un lado exigía reducir la tierra cultivada y por otro fomentaba la difusión de maquinaria agrícola, tenía como consecuencia que la producción no disminuyera sensiblemente. Tras la declaración de inconstitucionalidad de la AAA en 1936, la administración Roosevelt pasó a aplicar nuevas normas, una de las cuales implicaba subsidios a los agricultores que aceptaran sustituir los cultivos tradicionales por otros más especializados y rentables e implementar prácticas de “conservación del suelo”. Otra disposición preveía la compra de excedentes de trigo y algodón como seguro contra las añadas de crisis, garantizando así a los plantadores un ingreso constante y la posibilidad de aumentar la producción y la exportación en los años de bonanza, como los de la guerra.
Del intervencionismo indirecto al directo
Hasta este punto, aproximadamente hasta 1936, el New Deal se presenta como un sistema de intervención flexible y reguladora de la economía en favor de los intereses generales de conservación de la clase capitalista y, en concreto, de las grandes y cada vez más concentradas oligarquías económicas. Los sistemas de financiamiento de este gigantesco aparato regulador siguen siendo “clásicos”: se mantiene el principio del “equilibrio presupuestario”, con gastos financiados por ingresos correspondientes. Pero la última fase del New Deal, tras los decretos de “inconstitucionalidad”, muestra un nuevo rostro: los economistas clásicos se sumergen en el keynesianismo. El problema del equilibrio presupuestario desaparece: ya no habrá límites al aumento de la deuda pública.
Por otro lado, el Estado no se limita a defender y fomentar la iniciativa autónoma de las categorías industriales, financieras y agrícolas —observemos, de paso, cómo la era rooseveltiana también marcó el periodo de máxima penetración capitalista en el sur, ya sea con la instalación de industrias promovidas por el Estado, la adquisición de tierras por parte de instituciones financieras del norte, o la enorme red de crédito hipotecario y la gestión de diversas formas de subsidio—: el Estado interviene creando nuevas industrias, promoviendo obras públicas e invirtiendo allí donde los capitales privados no son capaces de hacerlo o no tienen el equipamiento para lograrlo. Es el periodo en el que, por tierna piedad hacia los barrios marginales de las grandes ciudades industriales y las pequeñas comunidades agrícolas, el Estado construye viviendas reactivando el sector más golpeado de la economía —la construcción— y abriendo con el régimen de contratos y concesiones la era de las orgías de los “capitalistas sin capital”. También es el periodo en el que el Estado, que por primera vez en la muy democrática y progresista América había iniciado un sistema de asistencia económica a los desempleados con subsidios directos, se convence de que “rinde” más la asistencia indirecta, aquella que consiste en “crear empleos”.
La administración federal cesa de conceder pasta a los Estados para la asistencia directa a los desempleados y, con el Emergency Relief Appropriation Act de 1935, inaugura una política de obras públicas para los trabajadores válidos, limitando los subsidios directos a los inválidos. Otro autor no sospechoso, Mitchell, señala que, con este sistema, el Estado obtenía la doble ventaja de «pagar salarios (de seguridad) más altos que los subsidios, pero generalmente más bajos que los habituales en el empleo privado», y construía carreteras, realizaba trabajos de saneamiento, creaba plantas y centrales eléctricas, con una explotación intensificada de la fuerza de trabajo que se contabilizaba como… beneficencia. Abría “campamentos de emigrantes” para las familias campesinas desarraigadas de las grandes plantaciones del sur y trasplantadas a nuevas áreas de cultivo, con la ventaja de que todo el programa de “migración interna” costaba apenas 75 dólares al año por familia, frente a los 350 de la asistencia directa, permitiendo abrir zonas “vírgenes” a la actividad económica y, una vez cultivadas, adjudicarlas a los especuladores de tierras y a los industriales de la transformación agrícola. Con la Farm Security Administration (1937) decretaba, al estilo fascista, fijar a los antiguos arrendatarios proletarizados a la tierra mediante préstamos de “rehabilitación” destinados a la creación de pequeñas explotaciones autosuficientes en tierras compradas por el Estado. Organizando los Civilian Conservation Corps, canalizaba a la juventud desplazada, sin trabajo y potencialmente rebelde, hacia “servicios de trabajo” al estilo hitleriano. Finalmente, con su obra más gigantesca, la Tennessee Valley Authority, transformaba mediante inversiones ciclópeas un valle de pequeños agricultores y pastores en el mayor reservorio de energía eléctrica de los Estados Unidos. Allí, centrales de construcción y propiedad gubernamental pero de gestión capitalista (es decir, cedidas a empresas privadas que no disponían de capital propio y que pagaban al Estado intereses y amortizaciones por el uso del capital fijo, quedándose con el producto y, por tanto, con el beneficio), producían energía barata para las pequeñas explotaciones campesinas, pero sobre todo para las grandes industrias de transformación surgidas en la zona. Entre otras cosas, la energía del Tennessee, esta “comunidad” que entusiasma a nuestros reformistas y socializadores, se demostró posteriormente un elemento esencial en la expansión de los establecimientos atómicos de Oak Ridge y de las fábricas de aluminio de Alcoa. Con su intervención, el Estado actúa, en resumen, como estimulador de todo el ciclo económico: “crea empleo”, es decir, multiplica las posibilidades de extorsión del plusvalor.
¿Sacamos conclusiones de esta rápida síntesis de las medidas rooseveltianas? El Estado interviene con el doble objetivo de operar una estabilización económica y social: provee al rescate de industrias en peligro, financia su expansión y mantiene sus precios. Para consolidar aún más esta política conservadora, las obliga a controlarse y disciplinarse. Cuando la terapia ha surtido efecto y las grandes empresas concentradas muestran que pueden sostenerse por sí mismas, el Estado, no sin preparar propagandísticamente el terreno con una campaña… antimonopolista, va más allá: se convierte en empresario y, parcialmente, gestor. Es decir, crea industrias, inaugura iniciativas económicas y genera nuevas posibilidades de trabajo que, ya sea a través del régimen de contratos, de la venta a bajo precio o de la apertura de “zonas vírgenes” y “áreas deprimidas”, volverán fácilmente al reducido círculo de los “apropiadores de los productos del trabajo humano” (que, como en el caso de la TVA o de las empresas nacionalizadas de todos los países y, en general, en todas las formas de capitalismo de Estado, no son necesariamente “propietarios de los instrumentos de producción”). En el ámbito agrícola, sostiene los precios y el “poder adquisitivo del pequeño agricultor”, pero en realidad proletariza las clases intermedias en beneficio de la gran propiedad burguesa. Almacena productos agrícolas excedentes y constituye ese gigantesco “granero” que permitirá a América, después de haber estabilizado sus precios y mantenido artificialmente altos los del mercado mundial, revender los excedentes de su sobreproducción a los aliados de guerra y comprar, con sus “generosos dones”, a los siervos de la posguerra. En el ámbito social, no elimina el desempleo, sino que lo “redistribuye”. No aumenta el salario promedio por persona, pero asegura un salario mínimo a la reserva de desempleados (o trabajadores) parciales. Reconoce legalmente los sindicatos para atarlos a la política general de la clase explotadora.
¿Quién ha pagado y paga esta organización multilateral de defensa de la oligarquía dominante americana? La ha pagado y la paga todo el mundo. La han pagado y la pagarán las generaciones contemporáneas y futuras de los contribuyentes americanos. La deuda pública federal, del año fiscal 1929-1930 al 1941 —en la víspera de Pearl Harbor—, subió de 16.000 a 58.000 millones de dólares. ¿Quién puede calcular la deuda internacional hacia los Estados Unidos? El New Deal, progresista e intervencionista, democrático en sus formas políticas como fascista en su política económica, fue la premisa necesaria de la mayor máquina de explotación de la fuerza de trabajo (americana y mundial) que la historia del capitalismo haya conocido: el imperio “no colonialista” de Wall Street.
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[1] El intermedismo fue el término que usaron los compañeros del PCInt en la época para llamar a los teóricos del Tercer Campo que, como se explica en El capitalismo de Stalin en barbaria.net, creían que la URSS no era ni capitalista ni comunista [NdT]