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Actualidad

Los árboles del turismo no dejan ver el bosque

Traducido al catalán

La visión ideológica de la izquierda del capital es idiosincrásicamente la de la expulsión de los rasgos “negativos” del capitalismo para mantener un capitalismo pequeñoburgués, sin sus contradicciones internas, sin crisis, sin grandes empresas ni concentración de capital, al fin y al cabo un supuesto retorno a un capitalismo menos “salvaje”.

Con esta base de pensamiento, el análisis de la izquierda no es capaz de hacernos entender la causa real del empeoramiento de nuestras condiciones de vida. Por tanto, hay que hacer un análisis marxista que diste de esas posiciones y visiones alejadas de las nuestras a la hora de entender el mundo en el que vivimos y su superación.

Este verano ha habido una serie de discusiones en torno al turismo, además de manifestaciones en las localidades con una mayor masa de turismo y donde la centralidad del capital se adquiere de este sector. Expresión de esto son las manifestaciones a mediados de abril en el archipiélago canario, reuniendo a decenas de miles de personas, las manifestaciones a inicios de julio en Barcelona o en las Islas Baleares a finales de julio.

Estas manifestaciones son expresiones de una problemática real como puede ser el aumento cada vez más agudizado de la pobreza, la precariedad laboral, el coste cada vez más elevado de los bienes de subsistencia; entre ellos el precio de la vivienda, el cual ha llegado a crear situaciones como la expulsión de más de un millar de personas de un camping ilegal en Ibiza por el elevado precio de la vivienda en la isla.

A partir de estas problemáticas reales, la izquierda del capital, mediante un análisis vago y erróneo, construye su discurso ideológico, estableciendo al turista como el culpable de la miseria de los residentes y las soluciones en medidas a tomar por parte del estado contra la masificación turística.

Para empezar el análisis hay que entender que ni el turismo ni los turistas son la causa de las problemáticas que nos impone el capital, sino que son consecuencia directa de sus dinámicas mismas de desarrollo, que solo traen miseria y destrucción de este mundo.

El desarrollo del capital tiende a la concentración de este, es decir, a medida que el capitalismo se desarrolla se da un proceso de concentración del capital, que se da también de forma geográfica, llevando a que las zonas donde el desarrollo de las fuerzas productivas es menor, acaben mercantilizando el propio espacio metropolitano o vaciándose. Ejemplo de esto pueden ser la turistificación de la Europa mediterránea y en el caso español la “España vaciada” como contraejemplo. El impacto de este proceso sobre la vivienda es inmediato, porque la mano de obra va allí donde se concentra el capital, en busca de empleo. De esta forma, las ciudades que consiguen atraer capitales de alto valor agregado y tener un dinamismo económico ven subir rápidamente los precios de la vivienda porque el proletariado acude a ellas en busca de un salario estable. Las que salen perdiendo en la competencia entre regiones solo tienen dos opciones: venderse o morir. Aquellas que tienen un patrimonio natural o cultural, como ocurre con las ciudades y pueblos de la costa mediterránea o con las islas, se venderán como mercancías turísticas. Las que no consigan estar ni en el primer ni el segundo caso, como ocurre con la mayor parte de Castilla o con las zonas golpeadas por la desindustrialización, empezarán a despoblarse. Si el precio de la vivienda no sube por la demanda de proletarios en busca de vender su fuerza de trabajo, lo hará por los alquileres vacacionales o el desarrollo hotelero. La única forma en que puede no subir es en el contexto de la depresión económica. Así, cuanto más se desarrolla el capitalismo, cuanto más avanza la crisis del valor y con ella el paro y la precariedad, más tiende a su concentración en puntos concretos del territorio, en perjuicio de otros, y más tiende a subir el precio de la vivienda, haya o no un aumento del turismo en esas zonas. El capitalismo no tiene punto medio: consiste en crecer o morir. Pero en ambos casos, la situación de la mayor parte del proletariado empeora. No tenemos un mal menor que elegir, ni un modelo económico capitalista que proponer frente a otro.

Los Estados no solo no pueden detener el desarrollo del capitalismo, sino que además dependen de él. Las mismas dinámicas del capitalismo necesitan del Estado como árbitro de juego en el mercado, que velará por asegurar los intereses del capital en general aunque sea a costa de pequeñas regulaciones para controlar la anarquía de la competencia, pero siempre sin golpear la acumulación de capital ni por tanto modificar las tendencias más generales del mercado. Así, las soluciones regulatorias propuestas por la izquierda del capital contra el turismo no podrán evitar el ascenso del precio de la vivienda. Si son agresivas, conllevarán una restricción de la oferta y por consiguiente un aumento de los precios y una elitización del turismo que acuda a esas ciudades, pero no desaparecerá su presión sobre el precio de la vivienda y el uso del suelo. Si llegaran a ser todavía más agresivas, sencillamente acabarían con la principal fuente de recursos de la ciudad, entrando en crisis y expulsando a su población hacia lugares con más oportunidades de empleo.

El precio de la vivienda subirá independientemente del sector económico, ya sea por causa de la turistificación o de la concentración de proletarios en algún otro sector más desarrollado. La única forma en que puede bajar es mediante un proceso de despoblación, si la ciudad no consigue adaptarse al mercado en el proceso de competencia.

Debido a estos factores, las movilizaciones, manifestaciones y diversas acciones activistas llevadas a cabo este verano, demuestran una expresión de malestar social real dentro del proletariado, debido a una crisis cada vez más agudizada de este sistema caduco históricamente como respuestas ante el aumento del precio de la vivienda y en general del coste de la vida.

Por contraposición, aunque sean expresiones de malestar dentro de nuestra clase, el discurso ideológico que las vertebra solo ofrece soluciones vacuas. Un discurso equivocado en dos cuestiones esenciales.

Por una parte, las causas de la precarización de la vida; desde el encarecimiento de la vivienda, la alimentación y en general el coste de vida, una precarización e inestabilidad cada vez mayor en los centros de trabajo hasta la “gentrificación” de los inexpugnables y perfectos “barrios obreros” (léase con ironía). La causa de estos problemas no es ni el turista ni el turismo, sino el capitalismo en su totalidad, dado que es consecuencia del desarrollo del mercado y las consecuencias en la vida del proletariado, del agotamiento histórico cada vez mayor de esta forma de reproducir nuestra vida de forma enferma llamada capitalismo.

Por la otra, se individualiza en el turista el causante de la miseria, situando el problema en una forma de consumo específica y no en las relaciones de producción y explotación que vivimos, que además en este caso específico lleva a una diferenciación peligrosa entre los “locales” y los “de fuera”.

De esta forma la raíz de la crítica, en vez de ir al burgués, la recibe el turista que viene en Airbnb, el turista proletario que no tiene dinero suficiente para pagar un hotel y busca la opción más barata. De la misma forma, cuando la crítica se dirige hacia los expatriados en lugar de hacia el turista, se establece una diferencia entre la clase media y alta extranjera y la nacional, como si el aumento de los precios de la vivienda en los centros urbanos fuera mejor si responde a la demanda de los catalanes o de los mallorquines, en lugar de a la de los franceses o alemanes. En este tipo de críticas vemos dibujarse, una vez más, el viejo interclasismo nacionalista.

La expulsión de proletarios de los centros urbanos a causa de las razones anteriormente planteadas, lleva a una respuesta “barrionalista” por parte del izquierdismo, que ante la problemática saca lecciones no tan solo insuficientes, sino incongruentes y reaccionarias, basadas en la nostalgia de un barrio unido como una comunidad igual en intereses entre el proletariado y la pequeña burguesía local. La defensa del barrio se convierte así en la defensa del pequeño capital contra el grande y en la idealización del pasado, como si la vida de nuestra clase fuera mejor cuando era explotada por la fábrica o por el bar de toda la vida en lugar de por el McDonalds y la tienda de souvenirs. Los comunistas no queremos detener el desarrollo del capitalismo para una imposible vuelta atrás. Tampoco queremos defender un modelo de explotación del trabajo frente a otro. Queremos acabar con el capitalismo y por tanto con toda forma de explotación. Para hacer esto, es necesario abandonar las críticas que identifican al extranjero (turista o expatriado) y a determinadas formas de consumo como el enemigo, en lugar de entender que el problema se sitúa en las relaciones de producción de un sistema enfermo que solo incrementa tendencialmente nuestra miseria y empeora nuestras vidas.

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