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Arco histórico Teoría

Reseña de «Miedo a los espejos» de Tariq Alí

Que nadie se equivoque, no obstante: la verdad se abrirá camino, el día de la verdad está más cercano, mucho más cercano de lo que piensan los señores del Kremlin. El día en que el socialismo internacional juzgará los crímenes cometidos en el curso de los diez últimos años, está próximo. Nada será olvidado, nada será perdonado.

Las reflexiones que aparecen tras la lectura de ciertos textos, el visionado de según qué películas o la contemplación de algún cuadro; su extensión más allá de lo estrictamente material, su incorporación vital, casi fantasmagórica, a la realidad de quien disfruta son cualidades que muy pocas obras consiguen. Lograr una solidez, una potencia tal que, pese a y gracias a ella, permee en el receptor no es tarea fácil; es habitual caer en pequeños o grandes errores que la desvían de su objetivo. Por eso, al encontrarse con una de estas obras que calan, uno puede notar que orbitan durante algún tiempo alrededor de nuestra persona. Y Miedo a los espejos es una que ha logrado cautivarnos profundamente.

Antes de continuar debemos aclarar que, como todos nuestros textos, esta reflexión no es un producto terminado, sino uno semielaborado. Le acompañarán nuevos matices, nuevas ideas, perspectivas y apuntes frutos del debate y la conversación, de la relectura y del tiempo. Estas líneas no son más, por tanto, que un esbozo de lo que esperamos sea una puerta hacia una reflexión mucho más amplia de la que puedan aquí plantearse.

 

En efecto, Vlady cavilaba si alguna lucha de ese siglo había valido para algo. La Revolución Rusa y la resistencia épica de los vietnamitas habían terminado de rodillas ante el mercado financiero de Nueva York.

Resulta evidente determinar al terror contrarrevolucionario como eje vertebrador de toda la novela, que nos conducirá a lo largo del s. XX sirviéndose de una familia alemana, afín de un modo u otro a lo que, simplificando, podemos denominar comunismo, exponiendo qué implicaciones ello les acarreará. Por supuesto, la fagocitación del término y su uso contrarrevolucionario será repensado y matizado a lo largo del libro, indagando en la psique de sus protagonistas, agobiados por el terror estalinista e impotentes ante la confusión vivida durante la mayor parte del siglo, incapaces de entender de qué modo la concatenación de causas-efectos les ha conducido hasta ese punto.

Así es como se establece uno de los aspectos más interesantes de la novela: la comparativa entre las tres generaciones que se intercalan constantemente. De un lado, el indómito Ludwick, contumaz revolucionario participante directo de la Revolución de Octubre; Vlady, nacido durante los convulsos años que precedieron a la II Guerra Mundial y que vivió su adultez en la RDA, sometida a la órbita directa de Moscú; y Karl, el hijo de Vlady, que termina convirtiéndose en un reformista del SPD. Gracias a este árbol genealógico será sencillo observar las consecuencias de la contrarrevolución personificada en Stalin pero resultado de un proceso histórico que va mucho más allá de él[1]. La destrucción de todos los principios que fundamentaron la lucha de clases y que dieron como resultado el ciclo revolucionario del 17, su sustitución por una fraseología pretendidamente marxista que permitió la instauración de un régimen del terror mucho más espantoso que los del pasado, pues se presentaba como revolucionario, como aliado de la clase obrera, para señalar como contrarrevolucionarios a los auténticos compañeros, asesinando y encarcelando a miles de personas, anulando, en definitiva, al sector más avanzado de la clase y, con ello, perdiendo la dirección que debía señalar cómo extender la lucha y evitar la degeneración contrarrevolucionaria. No serán pocas las veces en las que los protagonistas se pregunten si toda la sangre y sacrificio han servido de algo. La impotencia de Ludwig al ver cómo asesinan, uno a uno, a todos sus antiguos camaradas; el optimismo traicionado de Vlady que termina derivando en resignación; o la asunción directa de la lógica capitalista por parte de Karl, incapaz de comprender las motivaciones de su padre

Otro aspecto relevante, aunque apenas sugerido, será el de la permisividad con respecto a la consolidación fascista por parte de los denominados Aliados durante la II Guerra Mundial, y más aún, el interés de sus burguesías por los métodos y la perspectiva que ofrecían. Y es que no debemos olvidar que para entender el final de la I Guerra Mundial es imprescindible reconocer la preponderancia que mantuvo la conflictividad social, en donde países como Alemania y, especialmente, Rusia pusieron en jaque la totalidad del sistema. De esta forma, y aunque para finales de los años 30 toda esta potencia se había disipado -con la salvedad que representó la España del 36, esperanza para muchos de estos revolucionarios-, el miedo de la burguesía no lo había hecho en absoluto. Es así cómo se nos introduce otra idea fundamental: la falsa dicotomía entre fascismo y antifascismo, entendiendo al primero como capitalismo exaltado, su expresión más vehemente en momentos de máxima ionización social, producto de la encarnizada lucha entre el proletariado y la clase capitalista; y al segundo como su contrapartida democrática, no menos burguesa ni criminal para con nuestra clase.

 

Para que la Unión Soviética y el movimiento obrero internacional en su conjunto no sucumban definitivamente bajo los golpes de la contrarrevolución abierta y del fascismo, el movimiento obrero debe desembarazarse de Stalin y del estalinismo. Esa mezcla del peor de los oportunismos —un oportunismo sin principios—, de sangre y de mentiras, amenaza emponzoñar el mundo entero y aniquilar los restos del movimiento obrero.

De lo más rico también será —pues no olvidemos de que hablamos de una novela— la soltura con la que Tariq Ali[2] presenta su alegato, envolviendo su vitriólica crítica sirviéndose de un apasionante relato de espías y conspiraciones, protagonizada por un variopinto abanico personajes inolvidables, que aun cuando no son más que un esbozo sirven para reflexionar o puntualizar ciertas cuestiones —como Hans, cuyo padre sería asesinado durante un ataque antisemita, promesa humanista para Félix, el hijo de Ludwick; o Kedrov, típico arribista carente de principios que representa a toda una generación criada durante los juicios de Moscú—. Otro tanto podemos decir de aspectos formales, como la decisión del autor de abordar la redacción cambiando constantemente el registro: desde el epistolar, pasando por la tradicional narración en primera o tercera persona; cambiando de perspectivas y personajes para ofrecernos una panorámica amplísima desde la que poder observar la Europa del s. XX.

Pero no debemos pensar en Miedo a los espejos como una obra de héroes y villanos, nada de eso correspondería con la visión del autor. Por contra, nos presenta la mundanidad de personas que, aunque tremendamente valerosas, quedan reducidas a la nada cuando desaparece el cataclismo revolucionario, cuando las ideas, estructuras y potencias son cooptadas por el enemigo, por la clase capitalista. Cómo la más fervorosa de las voluntades es estéril frente a la desapasionada realidad, que debe ser comprendida y asumida si se busca incidir en ella. Los chantajes, matanzas, detenciones y tergiversaciones que comenzaron en los años 20 tuvieron tal calado que aún hoy empaña la visión de lo que realmente la revolución, y en concreto la revolución comunista, es. Y es que nadie es impermeable ni infalible, la fuerza del comunismo radica en su constitución como movimiento social, como una lucha de clases en la que el todo es más que la suma de sus partes; y cuando esa unidad de clase se rompe no queda de esta más que átomos desperdigados, con mejor o peor intención, más o menos formados, pero inevitablemente empujados al ostracismo y marginalidad.

 

Los comunistas somos muertos que están de permiso

¿Y cuál debe ser la actitud del revolucionario en estos casos? Bien, este será otro de los temas planteados en la novela. Las opciones, aunque limitadas, pueden marcar una diferencia fundamental, tanto para nuestra clase como para el propio sujeto. No es la intención de estas líneas desvelar los aspectos más relevantes de la trama (que no necesita de grandes giros para hacerse valer), pero sí podemos señalar el rumbo general de dos de los personajes principales, Ludwick y Gertrude. Ambos combatieron como revolucionarios durante el Octubre Rojo, y ambos terminaron al servicio del Partido que se consolidó tras su victoria. Los dos fueron, a horcas caudinas, colaboradores de un régimen del terror, que destruyó todo por lo que ellos, sus amigos y compañeros lucharon. Sin embargo, salta a la vista el posicionamiento del primero, cada vez más consciente del termidor en el que participa y del que cada vez se siente más ajeno, hasta que en un determinado momento decide renegar de él. Gertrude en cambio opta por —¿y no sería acaso la decisión que tomaríamos muchos?— tratar de mantener la vida, por esquivar el filo de la hoz que segaba la cabeza de cualquier mínimo disidente, comprometiendo su persona en el proceso y volviéndose sicofante de la joven que un día combatió ese mismo sistema; trágica decisión que la conduciría años más tarde al suicidio.

Habría que recalcar también que estamos ante una novela histórica, que tampoco es el fruto caprichoso en el que su autor pueda pontificar desde la comodidad de la ficción sus puntos de vista. Por contra, imbricar acontecimientos reales dentro de una historia que a muchos sonará familiar. Señalar entonces cómo a través de ciertas obras, todas ellas ficcionadas pero desarrolladas en un maremágnum social, político y económico que las marca de un modo u otro, es posible observar y reflexionar sobre estos mismos aspectos; cómo ofrecen una fotografía, aunque inevitablemente incompleta, que abre la posibilidad de volver a ellas, encontrar nuevos matices y llenar con ellas el espíritu. Piezas que, en definitiva, nos ayudan a transformar el mundo. Porque, como le dirá Vlady a su hijo:

La esperanza, a diferencia del miedo, no es una emoción pasiva

 

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[1] Se puede leer al respecto en nuestro cuaderno: El estalinismo, bandera roja del capital

[2] Es necesario mencionar que Tariq Ali es un izquierdista británico ex trotskysta de origen paquistaní del que nos separa todo un programa de clase. Este posicionamiento político no resta, sin embargo, valor a la novela que merece ser leída y reflexionada por cómo recorre acontecimientos decisivos del siglo XX

 

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