Gilles Dauvé: «El feminismo ilustrado o el complejo de Diana» (1974/2015)
Constance Chatterley((Pseudónimo de Gilles Dauvé. El texto es recuperado, editado y publicado por Blast & Meor [N. de T.]))
Le fléau social, nº5-6, 1974
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Introducción
Decís que la sociedad debe integrar a los homosexuales,
yo digo que los homosexuales deben desintegrar la sociedad.
Françoise d’Eaubonne
El Front Homosexuel d’Action Révolutionnaire (FHAR) va a nacer al interior del Mouvement de Libération de Femmes (MLF)((Respectivamente, Frente Homosexual de Acción Revolucionaria y Movimiento de Liberación de las Mujeres [N. de T.])). Algunas lesbianas que huían o habían sido excluidas del club Arcadie (asociación pija homófila) se unieron en el MLF e invitaron a sus compañeros maricas a algunas reuniones. El acto fundacional que se recuerda generalmente es la alteración de la emisión de radio de Ménie Grégoire consagrada a la homosexualidad el 10 de marzo de 1971. Tras esta acción impulsada por el MLF se constituirá el FHAR. Entonces se hará evidente la alianza entre mujeres y homosexuales contra esta Francia falócrata, reaccionaria y casposa.
En abril un dossier publicado en el periódico Tout (número inédito) parodia el manifiesto feminista: «Somos más de 343 zorras, nos han dado por culo árabes y estamos orgullosos de ello». El primero de mayo, detrás del cortejo del MLF, una cincuentena de homosexuales se manifiestan en París con pancartas como ¡Abajo la dictadura de los normales! o Macho, hembra, ¡estamos hartos!. Como les seguía detrás el Comité d’Action Lycéen((Comité de Acción de Estudiantes de Secundaria [N. de T.])), uno de los eslóganes era ¡Qué monos son los estudiantes!. El mismo año publican en la editorial Champ Libre el mítico panfleto Informe sobre la normalidad.
El modo de funcionamiento del FHAR se copia del MLF, teniendo como única estructura asambleas generales informales en Bellas Artes. Pero esto «de facto da el poder a las celebridades. El caluroso entusiasmo del principio pronto deja lugar a la agresividad, que se vuelve un modo de funcionamiento» (Girard). De una treintena al principio (sobre todo mujeres) el número de participantes podrá alcanzar en algunos momentos hasta 600 personas (sobre todo hombres). Hay que decir también que el lugar es famoso por el ligoteo y las orgías.
Excesos y provocaciones están en el programa de acciones, como en los obsequios de Pierre Overney en 1972 —que fue quizá la causa de la marcha del trotskista libertario Daniel Guérin.
Teóricamente, el FHAR está enfangado entre la afirmación y la crítica de una identidad homosexual. Sociológicamente, reagrupa mayoritariamente estudiantes, profesores e intelectuales; la mayoría de los militantes provienen de grupos de extrema izquierda trotskistas o maoístas.
1972 es un año de transición para un FHAR joven y ya en crisis, «como los otros grupúsculos izquierdistas», admitirá el más guapo de sus líderes, Guy Hocquenghem, que añadía: «se nos atrapó en el juego de la vergüenza, que habíamos convertido en el juego del orgullo. Nunca fue otra cosa que dorar los barrotes de nuestra jaula. No somos homosexuales libres y orgullosos de serlo». Con el fin de mayo, cansadas por la misoginia de los tíos, algunas lesbianas constituyen las Gouines Rouges (Bolleras Rojas) y se alejan progresivamente del FHAR. En junio, el grupo 5 del FHAR publica el primer número de su periódico, Le fléau social (contra la familia, las organizaciones políticas «en el pozo de purines»); fuertemente influenciado por los situacionistas (sin que se pueda resumir en eso). Encontramos en este periódico las firmas de Françoise d’Eaubonne, Pierre Hahn y Alain Fleig. Este último será el principal animador del grupo y denunciará en particular el ghetto comercial homosexual (aún no gay), que comienza a instaurarse y que, para él, no es más que «la sumisión de la libido a la ley del valor».
Pero Le fléau es también la crítica radical del izquierdismo y del militantismo. En desacuerdo con esto, una parte del grupo 5 se une con el 11 y comienza la publicación de L’antinorm, periódico que se acercará a los trotskistas de la LCR. Respecto a la extrema izquierda, el FHAR deja «escapar dos corrientes, la de la rabia y la de la sumisión, respectivamente Le fléau social y L’antinorm» (Girard).
A partir del nº3, Le fléau toma distancia crítica con el FHAR y el MLF y va dejando progresivamente de hablar de homosexualidad.
El fin de la historia llega rápido, a partir de 1974, con el último número de Le fléau. En febrero, la policía toma Bellas Artes, abandonado desde hace ya tiempo.
Es difícil llenar el vacío dejado por un meteorito enfurecido. Lo intentan los grupos de liberación homosexuales (GLH), creados al principio por antiguos miembros de Arcadie y jóvenes del FHAR. Los GLH conocen numerosas escisiones, pero se multiplican fuera de la capital. El estilo es bastante distinto: abandono de toda pretensión revolucionaria, reivindicaciones específicas razonables (contra las discriminaciones), voluntad de dirigirse a todos los homosexuales, estrategia asumida de contracultura comunitarista, búsqueda de reconocimiento. Los GLH aportaron una idea nueva y fundamental: «el militantismo político homosexual trasciende la pertenencia a una clase social, a una ideología o a un partido» (Girard).
Al tener como objetivo desestabilizar la sociedad y abolir la normalidad sexual, el FHAR queda atrapado entre la apología del sujeto homosexual y su crítica: después de haber reconstituido el ghetto que había denunciado, sólo puede desembocar en una normalidad homosexual.
El artículo que sigue a continuación fue publicado en el último número de Le fléau social en 1974.
C.M.
(para Blast & Meor)
Sobre el FHAR y Le fléau social
—Jacques Girard, Le Mouvement homosexuel en France, 1945-1980, Syros, 1981 (¡muy recomendable!)
—FHAR, Rapport contre la normalité, Champ libre, 1971 (réédité par Gaykitschcamp en 2013)
—Alain Fleig, Lutte de con et piège à classe, Stock, 1977
—Frédéric Martel, Le Rose et le noir. Les homosexuels en France depuis 1968, Seuil, 2008
—Massimo Prearo, Le Moment politique de l’homosexualité. Mouvements, identités et communautés en France, Presses universitaires de Lyon, 2014
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El feminismo ilustrado
o el complejo de Diana
Los «revolucionarios marxistas» se garantizan el apoyo de las mujeres. La opresión de la mujer es real, una de las peores. Pero no es más que un aspecto de una realidad más amplia. Las mujeres deben unirse al movimiento revolucionario proletario.
El «movimiento de liberación de la mujer» se garantiza el apoyo de los revolucionarios. La opresión del proletario es real, una de las peores. Pero no es más que un aspecto de una realidad más amplia. Las mujeres tienen en cuenta su especificidad y se organizan de forma separada.
Según el punto de vista que escoja, cada uno/a tendrá razón eternamente en este debate, en el que se trata ante todo de no cuestionar sus bases. Ninguno de los protagonistas se pregunta en efecto la validez de los datos de partida: ¿qué es el «proletariado»? y ¿qué es la «mujer»? ¿Existe un «hombre»? Todo el mundo sale ganando. Sobre todo, a cada bando le costaría bastante no criticar las ideas del otro, sino explicar su función social, ya que estaría obligado a preguntarse sobre la suya propia. El «marxismo» de las organizaciones «revolucionarias» es el comunismo teórico transformado en ideología. Su «proletariado» no es el movimiento colectivo de negación de la sociedad mercantil, sino el de los trabajadores que instauran su democracia, representados por supuesto por sus organizaciones. El «Marxismo» ya rechazado en su día por Marx es hoy parte integrante de la ideología dominante, que lo recorta y no mantiene más que la parte descriptiva, de análisis de las contradicciones, para resolverlas mejor, y rechaza lo demás, visión del movimiento hacia la comunidad humana, que es el que da el sentido revolucionario al resto. Si los «revolucionarios» se reivindican así no es ni un azar ni un error. No hablemos ya de los PC oficiales, rechazados por todo el mundo: pero ¿quién comprende en el fondo su rol contrarrevolucionario, y que la revolución deberá destruir? A menudo no se les ve más que como una desviación. Pero las organizaciones «revolucionarias» (grandes o pequeñas, burocráticas o informales, poco importa) son lo mismo que el PC, pero a su izquierda. Ayudan a la sociedad a bloquear sus aspiraciones a un mundo nuevo, fijando su proceso en momentos limitados.
Por ejemplo, los obreros de LIP no eran revolucionarios (cf. Le fléau, nº4). Sólo utilizaban medios radicales para defender su lugar en el capital, lo cual, en algunos casos, precisamente puede reventar el capital, cuando éste no puede concederles dicho lugar. El izquierdismo explica a aquellos obreros que la verdadera solución a su problema no es la abolición del salariado, sino salvaguardar su empleo salariado.
No ver el comunismo
Es impactante ver hasta qué punto es parcial la crítica a los grupos llamados revolucionarios del mlf (designamos con mlf el movimiento en sentido amplio, no la organización llamada MLF). Les reprocha no ocuparse de las mujeres. Como el mlf no encuentra su lugar en el izquierdismo, lo rechaza. Igualmente, el mlf, tan predispuesto a denunciar las tendencias antimujeres en las posiciones «marxistas», toma finalmente este mismo marxismo de forma literal, incapaz de diferenciar entre él y el verdadero comunismo teórico. El mlf rechaza el movimiento revolucionario tradicional, sin ver como revolucionario nada más que este mismo movimiento. Critica el marxismo sin ver que su extinción como teoría revolucionaria ha producido, como reacción, otras posiciones auténticamente subversivas: la izquierda comunista después de 1917, por ejemplo (Bordiga, Pannekoek, Gorter, Sylvia Pankhurst, que va por cierto del feminismo al comunismo y víctima del silencio y de las falsificaciones tanto del mlf como de los «marxistas», etc.).
Porque también el mlf tiene necesidad de no ver el movimiento social comunista que se ha manifestado a lo largo de la historia y que reaparece. El mlf es a las mujeres lo que la política «revolucionaria» es al proletariado en general: una organización (= de numerosas organizaciones) que asume algunas reivindicaciones y lleva luchas, pero encerrando siempre a aquellos/as que encuadra en una esfera limitada. Rechazado, el mlf se formó aparte de los grupos políticos (incluida la extrema izquierda). Pero, igual que para ellos, su lógica es la de juntar a la gente para convertirse en un poder dentro de esta sociedad.
Puesto que se funda sobre una serie de reivindicaciones mínimas desde hace tiempo o desde siempre desatendidas por la política clásica (no rentaba lo suficiente), toma más bien el aspecto de un grupo de presión (también aquí, con diversas organizaciones).
Si no fuera más que un nuevo reformismo, sin embargo, no tendríamos nada en contra, todo lo contrario.
Al contrario del radicalismo… infantil, la posición revolucionaria consiste en apoyar toda lucha que tiende efectivamente a modificar las condiciones de existencia. Pero el problema no se para ahí, porque este neosindicalismo o lobbismo, como el viejo, juega un rol perfectamente conservador, ayudando a mejorar determinadas condiciones de vida al precio de reforzar la integración material e ideológica. Como lo ilustra el artículo sobre la sexualidad en este mismo número((Abel Bonard, «La danse de mort du sexe autour des couteaux glacés de l’ennui», págs. 15-19 [N. de E.])), la «liberación» sexual coexiste con la alienación completa, puesto que se lleva a cabo una emancipación puramente limitada a un dominio separado de los otros, y por tanto desprovisto de sentido y de universalidad. El intercambio de mujeres en EE.UU. (wife swaping) crea la pseudocomunidad sexual limitada donde «la mujer se vuelve una propiedad colectiva y ordinaria» (Manuscritos de 1844).
El reformismo saldrá siempre adelante manteniendo que él quería «más» que eso, que habrá que reivindicar aún más cosas, ir más lejos, etc. Pero en la medida en que no plantea e incluso oculta la verdadera emancipación, es forzoso considerar sus declaraciones como justificaciones. «Mañana nos afeitaremos gratis» permite no clarificar las cuestiones fundamentales y no prepararse para resolverlas. El mlf pertenece al viejo mundo como el resto de reformismos organizados. Como ellos, está obligado a oponerse a la revolución.
Sociedad de ghetto
El movimiento llamado revolucionario, con el pretexto de resituar el problema femenino en la sociedad total, lo aplasta en un nivel en que puede intervenir la política, búsqueda de poder. Se reduce la cuestión de la mujer a la de la mujer asalariada, con el objetivo de colocarla en el grupo de los «salariados» que, conjuntamente, verán desaparecer su opresión por una sociedad democrática gestionada por ellos mismos. El socialismo, según la ex-Liga((Se trata de la Liga comunista, organización trotskista disuelta en junio de 1973 y reconstituida algunos meses más tarde con el nombre de Liga comunista revolucionaria (organización autodisuelta en 2009 para dar a luz al NPA) [N. de E.])), es «la automatización más los consejos obreros». Ahora bien, lo que se le escapa al mlf es que esta forma de liquidar el problema femenino, de absorber lo que tiene de subversivo, se aplica igualmente al resto de cosas. Cada problema es asumido por los movimientos obrero, sindical, revolucionario, etc., que se supone que lo plantearán en términos generales. Pero no es más que una generalidad política, no humana (cf. el artículo de Marx sobre El rey de Prusia y la reforma social). Se razona a nivel de la sociedad presentada por encima de todas las relaciones reales, sociedad que una organización diferente del poder, de la forma de administrarlo, podría transformar. Se hace de la totalidad una abstracción que se pretende modificar por una gestión distinta. El salariado, la mujer, etc., se encuentra finalmente en el mismo aislamiento. El mlf no ve que al reivindicar sin cesar la especificidad de la mujer, perpetúa la separación mantenida de otro modo por los movimientos tradicionales, fundados sobre lo «general» (ilusorio, como hemos visto). El mlf basa todo sobre la particularidad, para quedarse en ella.
Es la sociedad del ghetto: obrero — intelectual — loco — underground — revolucionario — hombre — mujer — homosexual — cultural — estudiante de secundaria — etc., ahora todas las categorías tienden al reconocimiento capitalista en tanto que categorías separadas. El capital es capaz de aceptar comportamientos y sistemas de valores diferentes en su seno, sabiendo que su desarrollo se efectúa dentro de unos límites inofensivos para él. Reivindicar su diferencia es a la vez querer ser lo que se es y también continuar siéndolo y, por tanto continuar en un ghetto, rechazar la comunidad humana por una comunidad restringida. El capital concede esta diferencia puesto que nos autolimitamos a ella. Reformismo de nuevo tipo: habiendo colonizado todo, el capital ve nacer por todas partes reformismos, no ya solo el «obrero», sino en los aspectos de la vida «cotidiana».
Al igual que los sindicatos reunían a los obreros para mejorar su condición separándolos (en oficio y después por industria, pero ello no significó más que su organización por empresa y, por tanto, sobre el principio mismo del capitalismo), igualmente los movimientos actuales reúnen a las mujeres, negros, homosexuales, etc. aislándolos de los otros. En los dos casos nos encontramos con una comunidad que se corta aún más de la comunidad humana potencial. En los dos casos, eso va de la mano con el desarrollo de la comunidad humana como ideología. No tenemos más consideración por las profesiones de fe universalistas del mlf que por las declaraciones internacionalistas de los socialista de antes de 1914.
¿Liberación?
En el sentido estricto del término, una transformación radical de la vida no es una «liberación». La liberación es el hecho de despojarse de una constricción que pesaba sobre nosotros. El prisionero puede liberarse sin destruir todo el sistema carcelario. Una revolución profunda hace bastante más que liberarnos de las cadenas que nos obstaculizan, como si no se tratará más que de existir sin esas cadenas, pero ya no de abolirlas. Una revolución cambia todo y nos cambia a nosotros mismos. La noción misma de liberación, «nacional» o de «mujeres», elimina un aspecto de la sociedad guardando el resto, que finalmente cae sobre los «liberados» con todo su peso.
Se habla de un mundo de hombres, pero ¿quién ha visto a un «hombre»? No hay más hombre que la naturaleza humana. La relación hombre-mujer es una relación doble, no unívoca, como la relación salariado-capital en otro plano. La heroína de Richardson, Clarissa Harlowe, describe así esta relación en el siglo XVIII: «la mitad de la humanidad que tortura a la otra mitad y que está torturada por esta tortura». Igualmente Déjacque en 1857: «¿Acaso no es el ser humano ser humano en plural y en singular, en femenino y en masculino? Para evitar todo equívoco, habría que hablar de la emancipación del ser humano. La mujer, sépase, es el móvil del hombre, como el hombre es el móvil de la mujer». G. Greer, a su vez, explica que la opresión familiar de la mujer es también opresiva para el hombre.
Hacer que todo dependa de la sociedad masculina revela una actitud mágica. No clarifica más que las perpetuas denuncias de los «capitalistas», incluso del «capitalismo», por las personas de izquierdas. La cuestión es la siguiente: ¿una sociedad se funda en la forma en que produce sus condiciones de vida, o sobre sus relaciones de dominación? Todo acredita que la dominación y sus formas provienen de la forma en que la sociedad se reproduce materialmente. No tenemos suficiente espacio aquí para tratar el paso al patriarcado y a la propiedad privada, que marca el principio de la esclavitud femenina. Los estudios de Morgan, Malinovski, etc., y los comentarios de Engels o Reich muestran el vínculo con la aparición de la sociedad mercantil.
No es el hombre el que oprime a la mujer. En última instancia, quien la oprime es el capital a través del hombre. Igualmente, los niños no están oprimidos por sus padres, que no sirven más que de representantes de la estructura capitalista. ¿No oprime la mujer a sus hijos? En ese caso, habría que hablar de una yuxtaposición de movimientos de «liberación» de unos y de otros. Pero precisamente se trata del deseo de esta sociedad de encerrar a cada cual en su estatus (cf. los «buscadores de estatus» estudiados por Vance Packart). ¿Y los ancianos, cuya condición es tan atroz como la de las mujeres? Se estima que cada año en Gran Bretaña por falta de calefacción, 500.000 viejos sufren una enfermedad caracterizada por una temperatura insuficiente del cuerpo, que es la principal causa de muerte de 50.000 de ellos. Con este razonamiento, cada uno oprime al otro. Oprimo al parado al que le quito el trabajo. La perspectiva revolucionaria consiste precisamente en mostrar en esto un efecto de la competencia y del aislamiento impuestos por el salariado y el intercambio, y no en dirigir un grupo contra los otros. La afirmación, correcta, de que no se puede ser revolucionario aceptando e interiorizando los roles impuestos por el capital, se vuelve absurda si se plantea como que previamente cada uno debe liberarse al interior de su propio engranaje, y luego (o en todo caso, al mismo tiempo) cambiaremos juntos la sociedad. Esta es la justificación de la separación.
Nostalgia de la familia
La revolución burguesa ha liberado el trabajo. Liberar a la mujer, sin más, sólo puede significar hacer de ella una completa mercancía. El arcaísmo de la situación femenina, como muchos otros, es que para el capital, la mujer no se presenta todavía como una inmensa acumulación de mercancías. Sin embargo se va convirtiendo en eso cada día. Fourier describía el amor burgués como un intercambio (cf. citas en La Sagrada Familia). Ahora la sexualidad y en particular la mujer también son una mercancía en concepto de imágenes. Cuando el capital dominaba la sociedad sin haberla conquistado completamente, la familia de tipo pequeñoburgués seguía siendo uno de los pilares ideológicos esenciales que se intentaba que compartieran los obreros, al menos una parte privilegiada de ellos (ya que un gran número en el siglo XIX vivían al margen del matrimonio y no conocían realmente una vida familiar), como expone Reich. La dominación total del capital sobre la sociedad mediante la generalización del consumo de mercancías, es también el hundimiento de la antigua pequeña burguesía y la aparición de la familia nuclear (padre + madre + hijos), en lugar de la familia extensa de la que se encuentran ejemplos todavía en las zonas atrasadas de Europa (cf. G. Greer sobre Italia). Este nuevo tipo de familia está penetrada desde el interior por el intercambio. Cuando se paga al hijo por un servicio que ha realizado, la familia lo toma un poco como un juego, pero también está claro para todo el mundo que así el niño aprende que todo se paga. La reivindicación del trabajo doméstico pagado, como el resto de trabajos, lanzada por una parte del mlf, intenta hacer reconocer una producción que debe ser remunerada como el resto. Al contrario de lo que se dice, la «crisis» actual de la familia no proviene de que se habría vuelto más opresiva, o que se sentiría más opresiva, sino de su hundimiento como comunidad protectora. Esto es incluso una de las causas de existencia del mlf, cuya explicación no puede reducirse a las reivindicaciones económicas o políticas. La familia nuclear, destruida como marco vital por el intercambio y el salariado modernos, ya no ofrece el necesario refugio como compensación a la atomización social (la misma evolución transcurre en la pareja).
En todo el discurso antifamilia, hay que leer la nostalgia de la «verdadera» familia. Nos esforzamos en encontrar familias de sustitución en los diferentes ghettos evocados más arriba: por ejemplo, el medio «jóvenes», en diferentes estratos separados, pero unidos en el mismo consumo mercantil. La mujer también se ve tentada (por la constricción de la necesidad de relaciones con los otros) por la comunidad de mujeres. Se busca una nueva comunidad cuando las otras han quebrado, a excepción de aquellas toleradas, es decir organizadas, por el capital.
Ningún movimiento, sea cual sea el horror de la opresión que lo hizo nacer, puede ser revolucionario si actúa y piensa en la perspectiva de una comunidad limitada. El judío no se emancipa en tanto judío, incluso si pretende inscribir como tal su movimiento en un movimiento general, y aún menos si pretende jugar un papel de motor: el mesianismo no tiene nada que ver con el comunismo.
Al menos en EE.UU., esta evolución ha coincidido con una degradación del lugar de la mujer en la vida activa. Entre 1870 y 1950 la posición relativa de la mujer se había elevado en la vida profesional, sobre todo hasta 1920. La circulación del valor creaba posibilidades de empleo e incluso una promoción para las mujeres en las nuevas capas medias. De 1950 a 1970 se produjo un relativo declive del lugar de las mujeres, cuyo estatus profesional cayó al de 1920 (American Journal of Economics and Sociology, julio de 1973). Los dos factores se juntan en los comienzos del mlf.
La búsqueda de una identidad comienza por el contacto con aquellos/as que se nos parecen. Pero si se queda en este estadio, no se encuentra más que a sí misma, su propio reflejo. No es casual si la práctica de la discusión entre mujeres ha tomado en el mlf una importancia desmesurada. Siendo al principio un medio de superarse, de romper una serie de mecanismos de autorrepresión, se acaba volviendo un medio de dar vueltas y vueltas. Cada mujer es para la otra un mero espejo que le devuelve sus propios problemas, sin afrontar la raíz de la cuestión. El movimiento social es más que una intersubjetividad. Este recurso a la comunicación no es específico de las mujeres. Los medios underground, descompuestos, «revolucionarios», hacen el mayor uso de ella. Cuando se está aislado, no se puede hacer nada más que «conversar». A menudo el mlf hace también otras cosas, pero la «toma de conciencia» pesa con fuerza en su práctica. En nuestra época se trata cada vez más de «decirse», del «discurso del cuerpo», etc., todas ellas fórmulas que expresan una parte de una realidad y de un proceso necesarios para la revolución, pero que también muestran un encerrarse en el lenguaje. La representación toma el lugar de la transformación.
Nuestro tiempo está apasionado por el lenguaje, porque experimenta la dificultad de hacer lo que dice. Sólo es posible una identidad en la comunidad humana. Para tomar otro ejemplo, la opresión de las regiones y nacionalidades es real, y el comunismo no es universal en el sentido de la uniformidad. Pero esta opresión sólo terminará mediante un movimiento que supere las regiones y las naciones, y no mediante su afirmación y constitución en esferas autónomas «liberadas». No se puede colocar uno después de otro una serie de movimientos cuya totalidad constituiría la «revolución». El movimiento comunista es otra cosa.
Los revolucionarios hacen gala efectivamente de «chovinismo masculino» cuando reprochan a las mujeres que se organicen entre ellas, e incluso que no permitan la entrada de hombres a sus reuniones y grupos. Esta voluntad de retirarse es en un primer momento, dado el desprecio que se profesa en realidad a las mujeres, una necesidad imperiosa, condición de la actividad. Cuando tenemos en cuenta hasta qué punto los grupos «revolucionarios» reproducen a su interior la represión de estos sujetos, es normal que al principio las mujeres se organicen a parte (igual que los negros). El problema es saber si esta separación existe solamente en la organización (y por tanto es provisional), o es por principio, en la perspectiva de una solución femenina a la cuestión de la mujer. En este último caso, lo que se hace es perennizar el aislamiento de las mujeres, organizado por el capital e intensificado por el mlf.
Proletaria y mujer
El comunismo teórico no es la teoría ni de la alienación, ni de la explotación de los obreros, sino del movimiento que permite acabar con esto. La posibilidad positiva de la emancipación humana reside en la formación de recuperar una clase que sea «la pérdida total del hombre y por tanto, sólo recuperándolo totalmente ha de ganarse a sí mismo» (Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel). Marx insistía sobre los «obreros» (hoy habría que extender esta noción a los nuevos sectores productivos) sólo porque únicamente el trabajo asociado, colectivo, creación del capital, da los medios para emanciparse. El comunismo no es un asunto de la industrialización, aunque sí supone un umbral en que el trabajo se ha vuelto suficientemente común para que se pueda suprimir la «economía separada» (Marx). La revolución sólo es un problema «obrero» (empleamos aquí el término con las susodichas reservas) porque los obreros son, por su función, el medio central para llevarla a cabo, y no porque en sí el obrero estaría más alienado o constituiría un ideal social.
El obrero no está más «alienado» que, por ejemplo, la madre de familia. Si su actividad le lleva a volverse extranjero de sí mismo, también lo es para la madre. La noción de trabajo, salvo si se razona en términos capitalistas y se la toma en su sentido mercantil, recubre toda actividad que modifica el entorno y a uno mismo. Tener un niño es, en ese sentido, un trabajo. Por cierto que en el comunismo, el amor, los niños, la cocina, etc., estarán entre los «trabajos» más importantes. Ahora bien, en este momento tener y criar un hijo se convierte en una operación comercial: se calcula lo que costaría y beneficiaría el hecho de quedarse en casa o el de ir a trabajar. En el cuidado del hijo entra una preocupación mercantil, en la que se escoge lo más rentable. Por añadidura, se cría al hijo en la perspectiva de una promoción social de los padres a través de él. Se forma una fuerza de trabajo de la que se espera que se venda bien, y que los padres se beneficiarán de la imagen de esta fructífera operación. Como el obrero, la madre trabaja por tanto para algo distinto a su propia actividad. A su vez, su hijo hará lo mismo. Siempre hacemos algo por otra cosa: alienación. Se ve aquí cuál es el sentido de los «derechos» conquistados bajo el capitalismo. El control natal permite tener hijos cuando se quiera, pero ¿qué es «querer»? Si no es la libertad de elegir en una alternativa capitalista en la que se sufrirá de todas formas la relación mercantil.
Sólo hemos obtenido la libertad de adaptarnos lo mejor posible a una vida mercantil que se ha vuelto más flexible, y por tanto más eficaz.
Antes invertíamos en nosotros mismos al tener hijos capaces de cuidaros en la vejez. Hoy, se invierte para que los hijos se conformen en una imagen de éxito social. El comunismo teórico no dice que la mujer y el obrero están en un mismo plano, ni que la mujer debe apoyar la lucha del obrero, sino que la emancipación del uno y del otro tiene un centro de gravedad que gira en torno al obrero: pero no en tanto que obrero, simplemente en tanto que su función le da unos medios indispensables que la mujer no tiene.
La fuerza del comunismo teórico no está en que describe mejor el horror del mundo, conocido por todos, incluso por San Francisco de Asís, sino en mostrar el mecanismo de la emancipación. La emancipación de la mujer será obra del proletariado, siendo éste a la vez más y menos que los famosos «obreros». Más, porque el proletario no se define de forma sociológica, sino dinámica: está obligado de destruirlo todo porque él no es nada, para existir. En este sentido, hay proletarios más allá de los «trabajadores», pero sólo los proletarios productivos pueden darse los medios de la lucha. Menos, porque una parte de los obreros se opondrá a la revolución. Sólo puede plantearse el problema en estas bases, no buscando a los/as más oprimidos/as. Es verdad que todas las mujeres están oprimidas: igual que todos los niños, todos los no-blancos, todos los viejos, etc. El capital engendra desigualdad. Pero las burguesas no se desharán de su opresión por una una acción dirigida específicamente contra esta opresión, sino por una revolución comunista que resolverá su situación de burgues-as al liquidar la burguesía. No decimos que esta liquidación hará desaparecer automáticamente la opresión de la burguesa en tanto que mujer. Sólo el marxismo vulgar sostiene que el cambio de «economía» conlleva el resto de cambios, cuando en realidad hay que destruir precisamente la economía en tanto que «economía». Pero la liquidación de la relación mercantil y el salariado es la condición indispensable para lo demás. De todas formas, pocas burguesas son y serán revolucionarias. Como para el «proletariado», la cuestión no está solo en comprender lo que sufren las mujeres, sino la manera en que lo sufren, y las condiciones que permiten luchar para acabar con ello.
Neoleninismo
Al contrario, si se considera que «la dominación de la mujer es a la vez el eslabón más complejo y el más fundamental» de las cadenas de la esclavitud, entonces queda permitido el chantaje más horrible (S. Rowbotham en The body politic, de próxima publicación en francés). La demagogia feminista se ha vuelto tan repugnante como el resto (excepto la demagogia obrera, fuera de toda comparación). Con justificaciones diferentes, el izquierdismo feminista se acaba asemejando al izquierdismo habitual. El texto mismo, poco conocido pero que provee de una base teórica a todo el mlf con pretensiones radicales, sostiene que «los movimientos se desarrollan en el proceso de su comunicación» y que «las formas de comunicación definen así considerablemente su forma y su dirección». Se tendría que haber ligado la expresión a la naturaleza del movimiento: para empezar, ¿qué es nuestra sociedad?
El problema de la expresión se vuelve esencial precisamente cuando el movimiento es débil o decae: movimiento revolucionario integrado tras 1871, o movimiento de «todo el mundo» o «todo el pueblo» actualmente. El lenguaje plantea problemas cuando ya no hay comunicación porque los individuos están separados. No se resuelve el problema encontrando un medio de comunicación, sino suprimiendo la raíz misma de la separación. Poner por encima la cuestión de la expresión es caer en la trampa de la sociedad, que favorece la sustitución de la expresión frente a la transformación real. Al contrario, el movimiento comunista es aquel que abole las condiciones de existencia, actualmente el que las ataca.
Hacer de la expresión el problema número 1 es el objetivo de la II Internacional: Lenin, después de Kautsky, quiere remplazar la ideología burguesa por la ideología obrera socialista. Se justifica así una organización exterior al proletariado. Paradójicamente, los izquierdistas supuestamente «liberados» de leninismo, pero que razonan siempre en los mismos términos de toma de conciencia, van a dar con el mismo efecto que los burócratas, igual que el izquierdismo feminista, cuando justifica un mlf separado en nombre de una toma de conciencia específica y de una liberación de la expresión. Para los leninistas tradicionales, la organización separada proporciona la conciencia. Para los otros, deja intacto y autónomo el proletariado (o aquí: las mujeres), le tiende el micro, le da la palabra. Se hace hablar / se deja hablar: las dos caras de la misma moneda. Pero llegue la palabra a los/as interesados/as o salga de ellos/as, está siempre el mismo factor supuestamente esencial de una palabra para expresar: se imponga el intelectual (colectivo [= partido] o individuos «autónomos») o se limite a ponerse como intermediario, en cualquier caso justifica así su rol, y como rol primordial: por la palabra se define el movimiento. Se le reduce así a un movimiento de la conciencia, ya se tome la conciencia desde el exterior, ya necesite este movimiento que se exprese su conciencia para que pueda existir.
Querer revelar lo que se mantiene «escondido en la historia» (título de una obra de Rowbotham) sólo es útil si no se busca una conciencia NECESARIA para actuar. La ignorancia no es más opresiva que el saber como ideología. El educacionismo es tan reaccionario como el oscurantismo. Sufrimos la «dictadura de las Luces». Poner como principio la necesidad de un desvío por el conocimiento, o la decisión como momento privilegiado (democracia), participa en el mismo error: inevitablemente, los que entienden la educación o la autoeducación como algo fundamental, hablan también siempre en términos de tomar un PODER.
Es la idea de siempre del intelectual que viene a ayudar; después de los obreros, las mujeres. Se reinventa el leninismo, esta vez democratizado. Todos pueden expresarse, la gran mayoría habla de manera igualitaria, la minoría consciente lleva los periódicos del movimiento y escribe los libros. Se invierte totalmente la relación social. Finalmente, ya no es ni siquiera la clase (aquí las mujeres) las que se expresan a través de estos nuevos mediadores, es la intervención de éstos la que les hace expresarse. Visión del profesor. Por cierto, podría mostrarse cómo los teóricos de la expresión, cuando se «expresan», no dicen lo esencial. Incluso los extremistas del mlf inglés hablan del comunismo de izquierdas en Inglaterra (S. Pankhurst) para no decir nada (cf. Rowbotham, Feminism and revolution). Quieren hacerse la voz del silencio y no se dice nada. Sin duda, existe una «escuela feminista de la falsificación».
Derechos y deberes
De todas formas, nada es más falso que ver en el movimiento femenino u obrero un factor en sí de emancipación humana. En Inglaterra, por ejemplo, el feminismo ha producido en 1917-1924 uno de los mejores componentes del movimiento comunista inglés. Pero, proveniente como S. Pankhurst del sufragismo, la otra ala del feminismo ha producido uno de los mejores aspectos de la contrarrevolución, enrolando a los obreros al nacionalismo en 1914 y denunciando a los revolucionarios. Especialmente el sufragismo ha vehiculado la ideología democrática, la cual comenzamos a comprender que fue el gran enterrador de la aspiración revolucionaria que siguió a 1917 (y sobre todo en su centro: Alemania). Es totalmente antihistórico hacer del mlf un movimiento inherentemente radical. Sólo se vuelve radical si sale de sí mismo, de su ghetto.
Luchar por los «derechos» de la mujer no es en sí subversivo. La propia noción de derechos/deberes supone una sociedad que no es capaz de cuestionarse a sí misma. Tampoco la conquista de derechos es más revolucionaria que imponer a la burguesía «deberes», como quería hacer el viejo movimiento obrero de antes de 1914: estos deberes se aplicaron enseguida a los obreros (si la sociedad es solidaria y debe tratar bien a los obreros, ellos deben ser solidarios a su vez).
Igual ocurre con los derechos: la igualdad hombre/mujer, como la solidaridad burgués-obrero, implican derechos y deberes recíprocos en la propia sociedad.
Acabamos en una situación en que el Estado impone sacrificios a la vez a los burgueses y a los obreros, a los hombres y a las mujeres, manteniendo a la vez una opresión agravada (por ejemplo, de la Alemania nazi).
En una época en que el capital domina todo, reivindicar para la mujer la liberación (la responsabilidad social) de las tareas domésticas, se parece a contentarse con limitar el tiempo de trabajo, puesto que el capital ha conquistado todo, trabajo y placer, tiempo «libre» y no libre. Con la prolongación de la vida y la reducción del número de hijos, la mujer consagra menos del 10% de su vida al nacimiento y al cuidado de los hijos jóvenes en lugar del tercio de su vida que dedicaba antes. De ahí la reivindicación de una liberación del tiempo que ahora está disponible: pero no hay «liberación» del tiempo en el mundo del capital. El ser humano no se emancipará de la dictadura del tiempo fragmentario hasta que se emancipe del capital.
Reformismo y tragedia
De hecho los periódicos del mlf traducen o traicionan una cierta lucidez ante estas realidades, por su emoción, su tono patético e incluso trágico (en el sentido de una contradicción sin solución —por ahora), y esta afirmación repetida de que hace falta más que palabras, que hay que actuar. Sin hacer conjeturas sobre el futuro, donde la evolución del mlf está y estará determinada por algo que no será ella, no podemos evitar pensar en aquellas mujeres, como S. Pankhurst u otras, más atrás en el tiempo, en una época en que no se esperaba ninguna revolución, animadas por una pasión que se quema a sí misma, devorando su sujeto por no llegar a su objeto, y luego sin saber dónde existir: ella era… Las organizaciones del mlf (el MLF por ejemplo) escapan de ello ideologizándose y volviéndose reformistas progresivamente. Terminan por mantener con «la revolución» la misma relación mistificada que la extrema izquierda contra la que habían aparecido. Unas veces entran en el reformismo tradicional, otras se integran al izquierdismo (NOW en EEUU, Choisir en Francia, MLF). El mlf formal e informal reacciona mediante una agresividad que es todavía una fachada, un truco para aguantar y evitar cambiar, profundizar, cambiarse.
Las protestas, incluso violentas, refuerzan el capital si no atacan sus fundamentos: le indican las contradicciones que debe organizar, y le permiten ganar a aquellos a quien conceda privilegios (movimiento obrero «duro» antes de 1914). Las sufragistas son la prueba de que se puede ser violento y no revolucionario. El vigor de la actividad de las sufragistas testimonia algo más que los objetivos que afirmaba, una insatisfacción profunda, una aspiración a algo distinto. Pero la actividad y el militantismo tenían como función social agotar esta energía, hacerla gastar sin riesgo para el orden establecido.
Reorganización del capital
El capital ha entrado hoy no en descomposición, sino en una gigantesca reorganización, y dispone de buenas bazas para salir vencedor una vez más.
Aunque puedan estallar dentro de unas semanas movimientos revolucionarios, la mejor forma de prepararse no es esperar que estallen obligatoriamente en este plazo. Es tan inútil, en este contexto, abdicar de todo punto de vista crítico con el mlf, como odioso es prolongar en el movimiento subversivo el desprecio de la mujer latente en la sociedad. El mlf parte de reivindicaciones particulares, como todo movimiento social. Nadie se alborota por lo universal. Pero ya ha alcanzado la fase de la transformación de sus organizaciones en grupos de presión replegados sobre su problema y que reaccionan como competidores de los otros. Dispone aún de vitalidad, quizá para largo, pero aunque en él se den tantos actos subversivos como el resto del izquierdismo, no por ello tiene un rol menos integrador. La presencia en su interior de elementos radicales y activos constituye una prueba de su carácter revolucionario tanto como la de Luxemburgo en el SPD((Partido Socialdemócrata de Alemania. Rosa Luxemburgo animaba entonces el ala izquierda, que se convertirá en el Partido comunista en 1919 [N. de E.])) antes de 1914. En este dominio, sólo es decisiva la función global de la organización.
Era inevitable que la gran mayoría del mlf evolucionara en este sentido, en ausencia de un impulso revolucionario. Las que rechazan el reformismo sólo pueden romper con él abandonando las organizaciones oficiales del mlf, sin cesar por ello de intervenir como puedan, inclusive en el plano inmediato. El mlf opone el particular al todo: el movimiento revolucionario no opone el todo a lo particular. No luchamos contra «el capitalismo» en general. El comunismo no es un maximalismo. No hace profesión de radicalidad. Teniendo como único enemigo «el capital», estas mujeres caerían en la falsa generalidad (política o teórica —por la abstracción). El capital también es las instituciones y la «vida» a nuestro lado. Pero la lucha por reformas no tiene sentido revolucionario más que como experiencia, no por la concesión efímera que arranca.
Con dos guerras mundiales y unas cuantas más, y el totalitarismo en ascenso, sabemos que el único realismo es la revolución; y que encerrándose en la conquista de reformas cada vez más PLANIFICADAS por el capital, se refuerza el Estado y las estructuras de encuadramiento (sindicatos, partidos, etc.). Vamos a medir la eficacia del «realismo» reformista comparándolo por ejemplo con los programas del Women Liberation Workshop en 1970 y de la Women’s Emancipation Union en… 1892: tras 80 años de reformismo, todavía estamos esperando la satisfacción de las reivindicaciones más elementales. El capital concede de todo… excepto lo que le refuerza en su control social.
¿Y las necesidades inmediatas?, se preguntará. Por todas partes hay mujeres oprimidas luchando: ¿qué hacer con/por ellas? No se puede dejar todo al «mañana de la revolución» (Kautsky). Es verdad. Pero la cuestión de la distancia entre la emancipación real (incluida la emancipación personal) y la acción que se puede llevar a cabo hoy no sólo se le plantea a las mujeres. Un nuevo militantismo (en el que esta vez las mujeres lucharían por la verdadera causa, por la revolución, pero la buena) que disocie la actividad de los problemas inmediatos, sería tan reaccionario como el antiguo. La actividad actual supone romper tanto con el militantismo como con la pasividad complaciente (que esconde un sufrimiento real bajo una máscara teórica y/o agresiva).
A las mujeres que responden: todo esto está bien, pero ¿qué proponéis? Sólo se les puede decir: vuestra reacción muestra que para vosotras, una vez más, el mlf —como otros movimientos para otras personas— ha sido un refugio, una solución fácil, una nueva familia de la que esperabais todo. Justamente: la cuestión de la actividad «revolucionaria» es muy simple si se la aborda correctamente. Es un misterio si se espera todo de un movimiento colectivo sin ser uno miso un elemento que interviene y se ve modificado. No hay solución a las contradicciones sociales, incluida a la existencia de estos seres llamados revolucionarios en ausencia de la revolución. Más bien, la solución es la propia revolución. No hay atajos. Los y las que exigen desde ahora un certificado de éxito pueden olvidarse de ello. En cualquier caso, un proletariado que hoy no luchara contra las «usurpaciones del capital» (Marx) dejaría escéptico sobre su capacidad de hacer una revolución.
No se trata de que la mujer olvide que es mujer, abandonando su problema y sus exigencias para participar en el movimiento revolucionario. ¿Por qué teme tanto verse estafada? S. de Beauvoir no ha sido «timada» más que porque se ha lanzado a la política, y a veces la más despreciable. Esta obsesión por la «recuperación» es una prueba todavía de debilidad. La mujer no ha sido más traicionada por los movimientos anteriores que los «hombres» al perder de vista sus problemas al integrarse al capital. Habiendo empezado con la lucha contra sus condiciones de existencia, los proletarios han acabado por arreglarlas, por defender el Estado y el capital.
No es el movimiento revolucionario masculino el que ha absorbido al femenino, es la sociedad capitalista la que les ha absorbido a ambos. Los movimientos anteriores no han fracasado por haber ignorado a las mujeres. Han ignorado a las mujeres —y al resto— porque estos movimientos han fracasado. Las mujeres no han sido las únicas engañadas. Han servido de masa de maniobra para algo que no era su emancipación, exactamente como el proletariado en su conjunto. Y es lo que se reproducirá para los unos y las otras, si los proletarios no atacan las bases de la sociedad en los próximos movimientos. El mlf hace un pobre favor a las mujeres al contribuir a oscurecer la perspectiva comunista.
Masculino-femenino
En los fracasos precedentes tiene su parte la subestimación de la cuestión femenina, pero no es la causa. Pongamos las cosas en su sitio. En lugar de distinguir, como Proudhon, los aspectos «buenos» de los «malos» en la condición femenina en la China actual (Feminism and revolution), más valdría comprender qué es China: un país capitalista con un desarrollo original (como otros).
Algunas constricciones sobre las mujeres allí son menores, otras bastante peores que aquí. Es interesante, pero en el fondo normal, ver al izquierdismo feminista encontrar en la condición femenina china aspectos positivos que denunciaría como «fascista» si un político osara sugerirlos en Occidente.
El feminismo no podía faltar entre los que caen en todos los carteles del izquierdismo, extasiándose ante la guardería modelo, la democracia directa, las asambleas obreras, cuando el Estado es el de los «trabajadores». Lo más grave es que al final el mlf no apoya los países llamados socialistas, lo cual permitiría al menos atacarlo en este punto. Los acepta, simplemente, como experiencias, como otros aceptan otras cosas.
Este movimiento que se inició para clarificar y poner las cosas en su sitio, no resuelve nada decisivo, sino que mejora. También acepta por completo «la revolución» y «el socialismo», incluso está a favor, sin profundizar en ello, a condición de que se le deje luchar por su lado, paralelamente al «proletariado», por supuesto (ya sabemos dónde se cortan las paralelas). Que cada uno luche y la unificación se terminará dando. Se actúa como si el movimiento revolucionario fuera la adición de una serie de luchas diferentes, que no pueden más que chocarse las unas con las otras, no concordar entre sí ni apoyarse.
Regodearse con la condición femenina es tan reaccionario como regodearse con la condición obrera. Ni la igualdad ni el control sobre nuestra vida son revolucionarios, ya que se trata de transformar estas condiciones de vida.
Asistimos desde hace algunos años al nacimiento de un montón de interpretaciones del mundo a partir de un solo punto de vista: visión homosexual, femenina, joven, tercermundista, etc. Igualmente, después de 1871 en el movimiento socialista se reinterpretó ampliamente la historia a la luz de los trabajadores y del trabajo, hasta entonces pasados por alto. En los dos casos, no se trata de ir al fondo para ver el camino de una emancipación total, sino de dar a los trabajadores — mujeres — coloniales — … un lugar más amplio que el que les es dado en la misma sociedad, en el mismo mundo, encadenándoles a él aún más.
Hemos visto por qué el comunismo teórico insiste en aquellos que pueden disponer de los medios de producción: no porque tengan un derecho especial o una virtud original, ni porque el comunismo sea el trabajo generalizado. En ningún caso se debe ceder al chantaje de la condición obrera, femenina, homosexual, tercermundista o cualquier otra. No tenemos por qué recibir de nadie lecciones de sufrimiento. La miseria no es para nosotros un dato cuantificable que medir para determinar al más oprimido, y por tanto al potencialmente más revolucionario. No somos sociólogos de la miseria. Allí donde se imponen distinciones, es con el fin de demostrar el «cómo» de la revolución futura. Es más, el/la que cae víctima de este chantaje de la máxima explotación, o quien ejerce una demagogia semejante, muestra que todavía necesita una justificación o una garantía. Su necesidad de revolución debe de ser bastante débil: la glorificación del obrero en tanto que obrero, de la mujer en tanto que mujer, del homosexual en tanto que homosexual…, tantos medios para romper la aspiración a una comunidad humana.
*****
Cuarenta años más tarde…
conversación con Constance
Encontrar a Constance Chatterley no fue muy complicado. Los azares de la vida y los «círculos» nos ayudaron cuando nos estábamos preparando para reeditar su artículo.
Observaciones recogidas en un bar de Ménilmontant una tarde glacial de enero de 2015.
En tiempos de Le fléau
Blast & Meor: ¿Entonces fue usted quien escribió en 1974 El complejo de Diana, el artículo aparecido en el último número del periódico Le fléau social? ¿Participaba habitualmente en este periódico y en el grupo que lo animaba, originariamente el grupo 5 del FHAR((Grupo 5: grupo del FHAR del V Departamento de París [N. de E.]))?
Constance: Yo no era miembro del FHAR, pero conocía a Alain Fleig, que era el animador del periódico. Proveniente del FHAR, Fleig posicionaba con lo que calificaremos, a falta de algo mejor, como la ultraizquierda. Le fléau social trataba evidentemente de la sexualidad y la homosexualidad, pero a su manera, en un tono que no dejaba de chocar, que era lo que se buscaba. Se difundieron algunos números con más de diez mil ejemplares, pero aquello no duró. Cuando salió del FHAR, Alain Fleig era un aislado. Lo que expresaba Le fléau social era demasiado complicado para la gente.
En la efervescencia de ideas y grupos de la época, ¿qué distinguía al FHAR?
El hecho de intentar hacer un puente entre la revolución «sexual» y «social». Otros se dedicaron a eso en los años 20 y 30, Reich especialmente, con mérito pero sin éxito. La derrota de la revolución social hacía el fracaso inevitable, tanto antes de la guerra como en 1970.
Le fléau social era pretendidamente agresivo y provocador. Su artículo tiene como objetivo la crítica al feminismo, pero también a la extrema izquierda. ¿Qué es lo que le diferenciaba de ellos y qué le permitía esta crítica?
Las personas como yo se oponían a dos corrientes fuertemente implantadas en aquel tiempo, y por cierto en concurrencia, como eran el izquierdismo y el feminismo «burgués», sobre todo el norteamericano: el primero se quería el portavoz de los obreros, el otro el representante de las mujeres, cada uno para construir a partir de ellos su organización y su poder.
Alrededor de los grupúsculos((Grupúsculo: término peyorativo que designaba las organizaciones de extrema izquierda (trotskistas y maoístas), muy numerosas en la época. Los más conocidos eran la Ligue Communiste (LC) o la Gauche Prolétarienne [N. de E.])), como se decía entonces, se agitaba un izquierdismo difuso, muy presente en los medios de comunicación, en la universidad y en los institutos. Intelectuales, periodistas y profesores citaban a Marx, hablaban de la clase obrera, del socialismo, y debatían de una alternativa a la sociedad capitalista.
Del marxismo, la mayor parte de las feministas de 1970 sólo conocían sus versiones osificadas, la del PC, opuesto durante mucho tiempo al aborto, aquellas igualmente limitadas del izquierdismo, que rechazaba claramente la cuestión de las mujeres o la disolvían dialécticamente en «la clase». Por reacción, o por elección, el movimiento de las mujeres se mantenía ajeno a Marx y al marxismo. Hay que decir que la ultraizquierda de entonces contribuía a ello, puesto que la mayor parte de sus grupos eran indiferentes o incluso hostiles no sólo al feminismo organizado, sino incluso a la «cuestión de las mujeres». No recuerdo que la IS [Internacional Situacionista] hubiera abordado estas cuestiones, pero era antes del mlf, sin o con mayúsculas.
Se ha dicho a menudo que lo que caracterizaba a Le fléau social, lo que lo diferenciaba de un periódico como por ejemplo L’antinorm, era precisamente la influencia de la ultraizquierda en sus análisis. No perdonaban nada, ni siquiera la lucha de Lip.
No me arrepiento en absoluto de lo que decía sobre el Lip, que hoy en día está casi santificado. Si hoy volviera a escribir ese artículo, no cambiaría gran cosa, especialmente sobre las mujeres, pero hablaría de otra forma sobre el trabajo. Es una cuestión nominal, y más que nominal. Al dar al «trabajo» el sentido de actividad (genérica), como en el joven Marx, haciendo como si hubiera que dar un sentido comunista al trabajo, estaba reproduciendo una confusión. El trabajo es una actividad alienada. No hay que liberar el trabajo, sino liberarse de él.
Su artículo era muy crítico con el MLF, pero sin embargo fue publicado en un periódico fundado por el FHAR. Hoy esto sorprendería a muchos.
Sí, sin el MLF el FHAR sin duda no habría existido, y sin el FHAR ciertamente tampoco habría existido Le fléau social, que se separó del movimiento homosexual que Alain Fleig cnosdieraba demasiado polarizado sobre la cuestión sexual… u homosexual. Le fléau se negaba a considerar al conjunto de «homos» como una comunidad específica cuyos miembros tendrían intereses comunes y por tanto reivindicaciones políticas particulares —y de hecho separadas del conjunto del programa revolucionario, un programa que para Alain Fleig tenía que ser aún precisado, como por cierto para mí.
No llegamos a imaginar bien un texto como el suyo escrito en nuestros días. ¡Su autor sería inmediatamente acusado de defender el patriarcado!
En aquel tiempo, no teníamos miedo de criticar nada, incluido el MLF. Quizá entonces era más fácil escoger un bando, al menos sobre las cuestiones sexuales. Hacia 1970, en materia de costumbres, los conservadores, por no decir los fachas, aunque cada vez más recibían una mayor respuesta, aún dominaban los espíritus y los comportamientos. Cuarenta años después, en un país como Francia la desigualdad hombre/mujer ha retrocedido y es posible vivir cada vez más una sexualidad «minoritaria». El matrimonio homosexual finalmente ha sido autorizado, cuando la sociedad ha comprendido que la homosexualidad no era ninguna amenaza para el matrimonio, ni para nada por cierto, excepto para los valores innecesarios al capitalismo democrático moderno (que no reina en todo el planeta, eso está claro). Evidentemente, sigue siendo muy difícil ser homosexual en una ciudad pequeña o en algunos círculos, sean burgueses o populares. Pese a todo, el discurso oficial e incluso el gubernamental, así como la mayor parte de los medios de comunicación, celebran la igualdad, la apertura y las normas y el respeto a las diferencias. De pronto, son «los fachas», diferentes a los de 1970 pero activos e influyentes, los que se hacen los inconformistas. Las personas como yo se encuentran atrapadas entre el obligatorio respeto de lo políticamente correcto, convertido en ideología dominante, y su cuestionamiento por los defensores de la familia «papá + mamá». No tengo ganas de escoger uno de los dos. Qué se le va a hacer si eso me supone incompresión y calumnias. Hoy en día, como los homosexuales recurren a la reproducción asistida y la gestación subrogada, si uno no reivindica el derecho a ellas parece un homófobo. Como dice Marie-Jo Bonnet, con el matrimonio para todos el matrimonio se ha vuelto de izquierdas((Referencia al libro de Marie-Joseph Bonnet, Adieu les rebelles ! [¡Adiós a los rebeldes!] (publicado en Flammarion en 2014). La autora, antigua miembro del MLF, FHAR y Gouines Rouges (Bolleras Rojas), ha sido atacada por militantes LGTB por sus posiciones sobre el matrimonio gay y la gestiación subrogada)). Eso no es para mí.
La crítica al militantismo (en este caso, militantismo feminista) entonces era habitual en los círculos más radicales. El tono que empleaba, sin embargo, era muy diferente del resto de la ultraizquierda. ¿Qué le distinguía de ellos?
Simplemente mi interés por la relación hombre/mujer como una cuestión de fondo. La mayoría de los grupos de ultraizquierda criticaban al mlf o al MLF sin tomar seriamente aquello de lo que se ocupaba el feminismo. Con el pretexto de situar el problema de las mujeres en un problema general, de poner la parte en el todo, simplemente la disolvían: pero es que sin esa parte, el todo ya no tenía realidad ni sentido. Es la eterna tendencia a reducir a las mujeres a asalariadas. Se negaban a admitir que la opresión de las mujeres no es una consecuencia de la lucha de clases, sino que data de mucho antes. Pero en el mundo capitalista en que vivimos, la opresión de las mujeres es reproducida por el capitalismo. La dificultad está en mantener los dos aspectos a la vez.
Pero usted le da la prioridad a la lucha de clases.
¡No! La lucha de clases no es más que un medio, el terreno en el que estamos obligados a ser y actuar. Mi objetivo (que también es nuestro problema) no es señalar o alentar la lucha de clases, sino que la revolución comunista ponga fin a esta lucha. Son los profesionales de la negociación entre las clases quienes necesitan una lucha de clases eterna. El NPA y la CNT tienen necesidad de la lucha de clases, viven de ella, pero yo no.
Pero eso es volver a reducir la cuestión de las mujeres a la cuestión de las asalariadas, como en general han hecho los marxistas…
Es verdad que los anarquistas lo han hecho menos, porque la anarquía está más cerca de lo inmediato, más sensible a las condiciones de vida, a las opresiones específicas, y por tanto también a la de las mujeres. Pero siendo así, hay más puntos en común entre el marxismo y el anarquismo de lo que se cree: todo irá mejor cuando nos deshagamos del salariado (para los marxistas) y de la autoridad (para los anarcas). Entonces, ya no habrá ni dominación ni opresión: será la armonía, incluida la armonía hombre/mujer.
En los revolucionarios, marxistas o anarquistas, esta ceguera mezclada con desprecio solamente comenzó a atenuarse a partir de los años 70, cuando la cuestión del comunismo comenzó a plantearse socialmente (por minorías, se entiende), y con ella la cuestión de la dominación masculina.
¿A partir de los años 70, no antes?
Nadie es más inteligente que su época. Engels dice cosas sobre la homosexualidad que ningún comunista escribiría hoy. En el episodio adúltero de Marx con su amante Helen Demuth, lo peor sin duda es que su hijo Frederick jamás fue criado con el resto de hijos de la familia. Algunos surrealistas no ocultaban que frecuentaban los burdeles. Un siglo más tarde, se ha vuelto impensable un comportamiento semejante en la gente que tiene una mínima pretensión de radicalidad. Pero no nos creamos superiores a ellos. Es absurdo juzgar las prácticas de una época según los valores que se han convertido en un consenso en la época siguiente. Si nuestra mirada ha cambiado sobre la sexualidad, la familia y la prostitución, eso tiene menos que ver con las luchas o con la maduración de las conciencias que con el declive de la respetabilidad familiar, debido a la evolución de la familia y de la sociedad. Eso no quiere decir que antes socialistas, comunistas y anarquistas ignoraran estas cuestiones, pero sólo un sector, generalmente libertario, comprendía su importancia.
Hoy
Pero ya no es el caso. No se puede negar una evolución.
Salvo que la evolución concierne sobre todo al discurso, en particular a los que viven del discurso. Cualquier grupo de extrema izquierda debe inscribir un párrafo antisexista en su programa, al mismo título que el antirracismo, la antihomofobia, la antislamofobia, y por supuesto la ecología. Ni siquiera la propaganda electoral del PS olvida a las mujeres, no menos que a los discapacitados o a la selva amazónica en riesgo. La causa de las mujeres es a partir de ahora un tema oficial y gubernamental.
No todo es discurso. La desigualdad entre el hombre y la mujer retrocede, realmente…
¿Está pensando en el salario? Si confiamos en las estadísticas, a jornada completa los franceses ganan «solamente» un 16% más que las francesas. Y en general, juntando todos los tipos de jornada, los franceses cobran un 31% más, porque hay mucho trabajo a tiempo parcial entre las mujeres. Un 31% es mucho, pero menos que hace cuarenta años. Son cifras de 2013. Qué nos apostamos a que en 2050, si el salariado existe todavía, la brecha se reducirá al 15%. ¡Menuda conquista!
Pero estas diferencias salariales se deben principalmente a los trabajos que ejercen las mujeres, a menudo menos cualificados y por tanto menos pagados. Hoy, para un mismo puesto de trabajo, la diferencia es bastante menor. Y además la lucha tiene efectos. Eso me recuerda a We want sex equality, una película que sin duda conoce usted y que trata de una huelga victoriosa de obreras en Ford que reivindicaban salarios iguales a los hombres. Esto ocurría en 1969.((We want sex equality: película de Nigel Cole que salió en 2010))
Sí, y esa película está basada en hechos reales. Lo que no dice, es que a cambio de un aumento salarial los obreros tuvieron que aceptar un aumento de los ritmos, el trabajo obligatorio en domingo, etc. ¡La obrera gana el derecho a sufrir lo que sufre el obrero! En Francia, la mitad de la población llamada activa es femenina. Por supuesto que quiero luchar por la igualdad, pero jamás será un avance para las mujeres ser tratadas tan mal como los hombres. El feminismo que yo atacaba 1974 era el que tiene como objetivo para las mujeres «corregir la brecha», acceder a la condición masculina en lo peor que tiene. Y el feminismo que predomina en 2015 apenas hace otra cosa.
¡Eso no estaría tan mal!
Para usted quizá: «a igual trabajo, igual salario»… Yo sigo estando por la abolición del salariado.
En todo caso, la persistencia de la desigualdad salarial no quiere decir que no haya cambiado nada. No sólo está el mundo del trabajo. Los roles sexuales o sexuados parecen estar en crisis, debe de alegrarse por ello.
En crisis, pero ¿qué obtenemos de ello? La sociedad occidental puede presumir de pelearse con las barreras del género, pero está muy lejos de una circulación libre o fluida del que ha nacido con un pene y de la que ha nacido con una vagina, entre las actividades, comportamientos, imágenes que dejarían de ser el privilegio forzado de uno y otra. Seguimos atrapados en los respectivos roles obligados que nos definen, pese a nosotros mismos, a uno como hombre y a otra como mujer.
A veces me pregunto en qué mundo estoy. Si escucho la radio, si leo alguna revista, todo está hecho para persuadirme de que tengo la suerte de vivir una época cada vez más luminosa y emancipada, en un país en vías de liberarse de una diferenciación sexual de la que su propia escuela enseña que hay que desprenderse. Se puede leer en el manual escolar Belin: «Cada uno aprende a volverse hombre o mujer según su entorno y la educación recibida. Hay otro aspecto aún más personal de la sexualidad: la orientación sexual. Puedo ser un hombre atraído por mujeres. Pero me puedo sentir también 100% viril y sentirme atraído por los hombres».
Por otro lado, si miro a mi alrededor la diferenciación «tradicional» de los sexos es más que visible. Al salir de una clase políticamente correcta sobre el género, el estudiante de secundaria mira a unas chicas desnudas en su iPhone. En la calle, pasa delante de anuncios con modelos sin ropa. En su casa, tendrá a su disposición una infinidad de cuerpos femeninos virtuales. En cambio, la inmensa mayoría de las imágenes que verá de hombres serán cuerpos en lucha (reportajes de guerra, películas violentas, videojuegos) o en competición deportiva. ¡No está muerto el estereotipo! La jerarquía sexual va por delante constantemente, al mismo tiempo que se niega en el discurso público y oficial. El siglo XXI denuncia la pedofilia y pone en escena (y sobre el escenario en el caso de los concursos) niñas hipersexualidazadas. Vivimos en una esquizofrenia permanente.
¿Esquizofrenia? ¿No se trata en realidad del signo de un conflicto? ¿Una fuerte tendencia que provoca reacciones y resistencias? Como por ejemplo el matrimonio gay. Sólo se recuerda la amplitud de la Manif pour tous((La manif pour tous, ‘la manifestación para todos’, es el nombre del conjunto de asociaciones en Francia que organizaron a partir de 2012 una serie de manifestaciones masivas contra el matrimonio homosexual y la adopción por parte de parejas homosexuales. Está ligada a organizaciones de derecha y ultraderecha, siendo un abrevadero para el Frente Nacional con Marine Le Pen [N. de T.])), pero parece que se olvida que el matrimonio homosexual ha sido votado favorablemente y que una mayoría de franceses lo aceptan.
Estas desoladoras manifestaciones testimonian un movimiento profundo, como en Estados Unidos la fuerza de la derecha moral conservadora. Expresan y explotan una angustia sobreactuada pero real: la familia es lo que queda cuando la mercancía ha conquistado todo. Al menos es lo que quieren creer: en los hechos, el dinero siempre ha penetrado y regido la vida familiar. La escenificación de estos miedos aún no ha dejado de sacar a la calle a un montón de gente. Esto no quita que se trate de una resistencia que tampoco invertirá el curso de lo que usted llama precisamente una tendencia fuerte. Más de la mitad de los americanos ya tienen acceso al matrimonio homosexual. En Francia, la Manif pour tous se oponía a una ley que finalmente fue votada y que no podrá poner en cuestión un regreso de la derecha al poder. Los «fachas» no triunfan donde creemos: en 2014, el mismo día, los electores suizos decidieron limitar la inmigración y rechazaron hacer más difícil el aborto. Hay que ser un izquierdista para ver un «regreso del orden moral» en Europa o en Estados Unidos. Las recientes elecciones para el ayuntamiento de Nueva York han enfrentado a una lesbiana declarada con un candidato casado con una negra orgullosa de su pasado lésbico. Cada vez más personalidades políticas y grandes empresarios están haciendo y harán su coming out [salida del armario]. Lo que antes era infamatorio se está convirtiendo en una prueba de apertura, un buen punto democrático. Evidentemente, esto sería impensable en Rusia, en el África negra y en los países musulmanes, y durante un tiempo seguirá siendo más fácil organizar una Gay Pride en Berlín que en Sarajevo. Pero la reacción está a la altura de la amplitud de las evoluciones.
Sí, y en España se ha visto recular al gobierno con su proyecto de poner en cuestión el derecho al aborto, en particular ante la movilización de las mujeres.
Yo más bien diría que hoy ese es el único tema que moviliza por la causa de las mujeres. Al ser el feminismo mayoritariamente un movimiento por la igualdad, una vez que las mujeres se convirtieron en electoras, directoras de empresa y jefes de Estado, ya no queda más que el aborto para movilizar aún a la multitud de mujeres (y de hombres) cuando se ve amenazado, como recientemente en España. Pero yo constato que las manifestaciones de apoyo en Francia no han desplazado a mucha gente. Sólo hay un mlf activo (sin mayúsculas) allí donde los derechos de las mujeres son pisoteados, por supuesto a condición de que puedan luchar, lo que por cierto es casi imposible en muchos países.
Pero allí donde se han conquistado derechos, o al menos lo parece, en Francia o en Estados Unidos por ejemplo, parece que un movimiento de mujeres específico no tiene sentido: como si el éxito aparente del feminismo lo agotara. Son sus victorias, sus conquistas (como se dice hoy), las que causan su debilidad. Las sucesivas satisfacciones de sus reivindicaciones le hurta su dinámica, de ahí su despolitización.
Pero no se trata sólo de derecho o de una igualdad formal. No puede negar la enorme diferencia entre la vida actual de las mujeres y la que tenían por ejemplo en los años 1950.
La comparación no tiene apenas más sentido que preguntarse si un obrero francés «vive mejor» en 2015 que en 1950. Una mejor salud, una mayor esperanza de vida, ciertamente, pero también una mayor productividad de unos proletarios mejor «mantenidos». Si el obrero (o la obrera) francés de 2014 produce más riquezas que el de 1950, de creer la medida de la productividad horaria, eso se debe a la eficacia de las máquinas, pero también al hecho de que el trabajo esté mejor tratado. Para mantenernos en las mujeres, se encuentran —relativamente— liberadas de las constricciones de la maternidad, y eso está bien, pero quiere decir que se encuentran libres de ir a trabajar fuera del hogar. ¿Acaso el trabajo libera?
No vayamos tan rápido. Sé que usted está a favor de una sociedad sin trabajo, acaba de decirlo, y llegaremos a ello. Pero las mujeres de 2015 están menos encerradas en un rol que en 1950, en Francia.
Todo depende de qué estemos hablamos.
Una conquista (relativa) del feminismo de los años 60-70 fue dejar de definir —o definir menos— a las mujeres como madres, al mismo tiempo que las mujeres adquirían una libertad incontestable gracias a la contracepción. Cincuenta años después, la opinión dominante estima que a la mujer sin hijos le falta algo, mientras hace como si ya no fuera así, como si las mujeres fueran libres para elegir. La evolución de la familia, el declive de la figura paterna y la igualación de principio entre los sexos no han mermado el lugar siempre central de la maternidad. Simbólicamente, ésta toma quizá incluso una mayor importancia. Al dejar de ser obligatoria, se vive como una «elección», y el niño se convierte en algo todavía más preciado, el objeto de atención que da sentido a la familia. Ese era por cierto el objetivo de los promotores oficiales de la libertad de contracepción, Planning Familial((«Planificación Familiar», organización civil que nace en Francia en 1956 con el fin de despenalizar el aborto y que continúa existiendo en la actualidad)) e izquierdistas iluminados como Lucien Neuwirth. La reproducción asistida, la gestación subrogada y la voluntad de un gran número de lesbianas (o en todo caso, de las organizaciones que hablan en su nombre) de tener hijos hoy en día, significan un regreso a la definición de «la mujer» mediante la maternidad. En los años 70, las lesbianas feministas se oponían —lo cual va de suyo— al hecho de que la maternidad se impusiera a las mujeres (en particular, pero no únicamente, a la prohibición del aborto que duró hasta 1975), pero también al hecho de considerar (y de que las propias mujeres llegaran a considerar) que no se es verdaderamente mujer hasta que se crían hijos, sea cual sea su origen: concepción y nacimiento «tradicionales», fecundación in vitro, reproducción asistida, gestación subrogada, incluso adopción. Ahora el deseo de niños parece evidente y cada uno debería tener el derecho de satisfacerlo, y el simple hecho de sorprenderse por ello hace que te traten como a un facha. Políticamente, es un retroceso.
En los hechos, el «matrimonio para todos» es en primer lugar el matrimonio gay, un matrimonio homosexual masculino.
Todo será siempre más fácil para los hombres. La homosexual no será nunca «la igual» del homosexual. Una mujer que viva en pareja con otra mujer será socialmente aceptada a condición de que dé a luz o de que adopte a un niño. Si no lo hace, no será una mujer «como las otras».
Conozco a padres abiertos, tolerantes y de izquierdas que no tienen ningún problema con la homosexualidad de su hijo o hija, pero que desearían nietos, sobre todo de su hija. De hecho, la familia ejerce sobre la hija lesbiana una presión implícita, pero fuerte. La madre ya no le dice a su hija que su destino es encontrar un marido: la empuja a rechazar el no tener un hijo. La culpabilidad siempre está ahí, simplemente ha cambiado su objeto. Con el fin del patriarcado, la constricción sexual se vuelve indirecta e insidiosa. La verdadera cuestión nunca ha sido con quién se hace el amor. La cuestión es la familia.
¿La familia va tan mal como cuando usted escribía sobre ella en 1974?
Es cierto que hay un regreso de la familia, pero ¿es que había desaparecido? Vivir en concubinato o divorciarse no abole el modelo «papá + mamá + dos hijos». Se puede apostar que una buena proporción de manifestantes en la Manif pour tous se divorciarán antes o después: eso no les impide salir en masa a la calle. Anticuados pero numerosos. «Trabajo, familia, patria» hacía reír en 1974, pero por cómo se ve el estado del mundo, y el ascenso de las religiones y del nacionalismo, yo hoy sonreiría menos.
En los progresistas, la tendencia dominante no es suprimir la familia, sino vivirla de otra forma, con flexibilidad, la familia zen. En eso no hay divergencias entre mainstream y radicales, conformistas y desfasados. Si piensa en los años 60-70, esta gente dice: «¡Hemos ganado! La familia opresiva heteronormativa y patriarcal ha quedado atrás. Viva la familia reconstituida, homosexual, abierta, etc.»
Por cierto, la crítica de la familia casi ha desaparecido actualmente en los círculos más radicales. Incluso quizá sea vista por algunos pensadores como uno de los últimos obstáculos a la mercantilización del mundo. Pienso en personas como Jean-Claude Michéa o Christopher Lasch, de moda ahora en la extrema izquierda… y en la extrema derecha.
Lo que permite la recuperación de Michéa y de Lach es su ambigüedad sobre la relación entre pasado y presente, el tropismo del ¡«Las cosas eran mejor antes» o «menos malas»! Yo nunca he sido un nostálgico de las comunidades precapitalistas, aunque solo sea porque eran y son patriarcales.
Una de las razones de la dificultad de una crítica radical del mundo es que debe atacar a la vez a sus formas y fuerzas conservadoras (o reaccionarias) y, al mismo tiempo, a las más progresistas y modernizadoras, ya que ambas tendencias se combinan oponiéndose la una a la otra. Por ejemplo, nuestra crítica sólo tiene sentido si tiene en cuenta tanto el ascenso (o el resurgimiento) de repliegues identitarios y étnicos, como la promoción del antirracismo como ideología dominante, con un discurso oficial de tolerancia y diversidad.
En cuestión de costumbres y de sexualidad, ante el neoconservadurismo, muy fuerte en Estados Unidos, y ante la pujanza religiosa casi universal, se erige la reivindicación de una libertad total y del derecho de cada uno de construirse a su gusto. La utopía de la liberación sexual de los años 70 a menudo era irrisoria, a veces imbécil, pero expresaba una aspiración colectiva… raramente acompañado de un comienzo de práctica. Lo que domina ahora es el espejismo del individuo soberano, capaz de vivir sus fantasmas al menos en la pantalla, si no con prótesis tecnológicas, y lo que sueña con realizar debe ser plano, limpio y finalmente sin enjundia. Por mi parte, sin añorar las constricciones de antaño (que no han desaparecido, ¡nada más lejos!), no me sumo a aquello que hace parte de la ilusión capitalista de un individuo autocreado: «no hay nada natural, todo es cultura, todo es posible, y todo lo que trastorna la tradición es subversivo…» Por ejemplo, intervenir en el propio cuerpo mediante la cirugía o la química supone técnicas, saberes y tecnología punta: ¿cómo conciliarlas con la crítica al poder médico? Sólo planteo la pregunta.
La respuesta es que por desgracia cada uno se consagra a una crítica particular, separada. Uno se especializa en la denuncia de la tecnología y de la ciencia, otro en las cuestiones de sexualidad, otro en la defensa de los sin papeles, etc.
A sabiendas de que entre los adeptos de una transhumanidad y los defensores de la tradición, no hay una tercera vía viable: no se supera jamás dos errores tomando un poco lo bueno de cada uno.
Respecto a la mercantilización de la familia, en el Manifiesto comunista describía su evolución hacia «simples relaciones monetarias», ¡en 1848!
Dicho en esos términos, eso no es verdad. La familia es más bien un lugar, un vínculo, y más aún en un período de crisis donde provee al individuo una protección, un refugio que difícilmente encontrará en otro sitio. Es una paradoja inevitable: cuanto más se pide a la familia, más contradicciones se le imponen… sin embargo, consigue mantenerse.
En 1897 chocaba un poco la frase de Gide de «Familias, os aborrezco»: hoy en 2015 ni siquiera se tomaría en serio. Constato una regresión. En 1970 Barbara Loden realiza su única película, Wanda, donde interpreta el papel de una madre de familia casada con un minero, que desatiende a sus hijos, se lanza a la carretera y va encontrando hombres de azar. De su pasado, sus motivaciones, su punto de llegada, no se sabe nada, su marido parece más bien un tipo valiente pero desarmado. Ella se va y eso es todo, y lo que le ocurre no es ni alegre ni triste. Una película semejante tendría una mala recepción hoy en día. Al público le gustan las mujeres en lucha, a condición de que sea por una buena causa, fácilmente identificable: un marido odioso, un padre incestuoso, un patrón explotador… O al menos que sea divertido para el espectador: pero Wanda no es ni trágica ni divertida. Que una madre simplemente y sin un motivo explícito tenga ganas de salir de ese rol, de «desconectar», sigue siendo una de las cosas más difíciles de admitir.
¿Haría Louis Malle en 2015 El soplo al corazón (1971), donde un adolescente se acuesta con su madre sin que ninguno de los dos quede desequilibrado o sea infeliz? El día del Orgullo Gay una pareja homosexual es libre de pasearse con ropa sadomasoquista en París y después ir a casarse, pero hay películas que mejor no hacerlas, ideas que se desaconseja pensar…
Pero, ¿son compatibles para usted capitalismo y patriarcado? Y, por otro lado, ¿utiliza los términos «patriarcado» y «dominación masculina» como sinónimos?
El capitalismo socava al patriarcado y reproduce la dominación masculina. Se basa en la igualdad de las mercancías, y por tanto también entre la igualdad entre los seres humanos cuya mercancía es el trabajo. Tiende a transformar todo (cosas y seres humanos) en elementos intercambiables cuando se respeta la igualdad entre dos equivalentes, de cuyo portador en principio es indiferente si es blanco o negro, hombre o mujer, cristiano, mahometano o ateo, virtuoso o libertino. Cuando todo debe ser llevado a cabo como si pudiera ser intercambiado por cualquier otro producto (objeto o servicio, felación o corte de pelo), cualquier comprador o compradora debe poder tratar libremente con cualquier vendedor o vendedora.
Si el capitalismo no fuera nada más que eso, nos podríamos permitir no hacer ninguna diferencia entre un asalariado y una asalariada, entre un burgués y una burguesa. Pero el capitalismo no es un modelo «puro», funciona como una sociedad, en un mundo que transforma sin reducirlo nunca a un simple intercambio mercantil ni siquiera a una simple relación trabajo asalariado / capital. El capitalismo saca provecho de las diferencias: a veces ocurre que un jefe contrata a una directora de recursos humanos no para pagarle menos, sino para beneficiarse de sus supuestas «cualidades naturales», o que una empresa apueste por la «comunidad gay» como mercado y escaparate.
El capitalismo supone que toda su sociedad se reproduzca mediante la propiedad privada, y en primer lugar la de los medios de producción: los que los detentan hacen trabajar en su beneficios los que no los detentan. Algunos de sus lectores dirán que el marxismo está ya viejo: sin embargo, es tan verdadero y fundamental en 2015 como en 1848, de ahí el rol de la familia. Y quien dice familia, dice apropiación de las mujeres, debido a su papel en la reproducción social: la de los hijos y también la de la transmisión del patrimonio. Por supuesto, el propietario de una fábrica privada ha desaparecido en favor de la sociedad de acciones y del «capitalismo colectivo». Ya no estamos en el siglo XIX. Uno de los aspectos del fin del patriarcado es que el jefe de una empresa ya no transmite su hilandería o su acería a su hijo (preferentemente su hijo mayor). El patrimonio legado no es una fábrica, ni siquiera una empresa, sino capital financiero, móvil, transnacional, que ya no está ligado a una producción particular.
Sin embargo, la burguesía no ha desaparecido, ni la necesidad de transmitir el capital en las mejores condiciones para los burgueses. El capital no está ni suspendido en el aire ni virtualizado.
Vivimos como en Un mundo feliz de Huxley, donde la reproducción se desarrolla en una fábrica-laboratorio, donde los niños son fabricados y después condicionados. Incluso nuestro contemporáneo más capitalizado no vive como un átomo ni separado hasta tal punto de los otros que sólo iniciaría relaciones con los otros mediante el intercambio mercantil con el dinero como mediador de todo, incluidas las relaciones afectivas, amorosas, conyugales y parentales. Dejemos a la ciencia ficción imaginar un mundo del individuo absoluto. El liberal-libertario es muy favorable a la despenalización de las drogas, pero raramente lo es a la supresión de la herencia. La familia asegura la custodia y la transmisión de la propiedad privada. No hay nada sorprendente en que el derecho a heredar dinero y bienes sea una de las grandes cuestiones de los contratos de unión civil y de los matrimonios homosexuales. Si el patriarcado cae, el patrimonio seguirá estando aquí.
Explica muchas cosas por la transmisión del patrimonio, pero la mayor parte de la gente no tiene valores que legar a nadie.
Es verdad, pero el rol de la propiedad privada no se detiene ahí. El control de los medios de producción por parte de la clase burguesa funda la división de clases. La propiedad privada estructura nuestra sociedad e impone su lógica a todos. Incluso aquellos —muy numerosos, se lo concedo— cuya fortuna se resume a 1.000€ en una libreta de ahorros, viven en general dentro de una unidad social que les protege y les encierra, la familia, donde 1.000€ son tanto más preciosos si el grupo no dispone de otras reservas, y cuya existencia gira en torno al mantenimiento y la educación de los hijos. No es porque lleven los niños al mundo que las mujeres están constreñidas a un papel subordinado, sino porque este hecho (la maternidad) se produce en el marco enclaustrado y enclaustrante de la familia, que las especializa por la fuerza en tareas específicas, indispensables y subestimadas. Que en América del Norte y en Europa la desigualdad en el hogar sea menos la regla que antes, con las tareas domésticas y el cuidado de los hijos mejor repartidos entre los hombres y las mujeres, cambia muchas cosas pero nada de fondo: las mujeres continúan atrapadas en su función tradicional de madre, y ven todavía cómo se les impone un rol dominado y a los hombres… un rol dominador. Mientras que la familia sea la unidad social de base, la dominación masculina persistirá… atenuada, en el mejor de los casos.
¿Minimiza usted la importancia de la reproducción de la fuerza de trabajo?
Esa importancia no es contradictoria con lo que acabo de decir. Toda sociedad debe controlar la reproducción de sus miembros. Hasta ahora, casi todas lo han hecho obligando a las mujeres a un rol de sumisión. En una sociedad regida por el trabajo en el sentido moderno, el trabajo asalariado, es la reproducción de la fuerza de trabajo la que organiza la dominación masculina. Desde hace mucho tiempo el marido ha sido el instrumento de esta apropiación del cuerpo femenino: hoy esta apropiación ha pasado de ser individual a colectiva y socializada en gran medida. Una parte de las tareas femeninas se llevan a cabo mediante guarderías, escuelas, comedores, servicios sociales, etc. El capitalismo no suprime el rol de la familia, pero el capital garantiza globalmente al menos tanto como ésta la renovación de la fuerza de trabajo.
¿Es o no necesaria la familia para el capitalismo?
No. Pero como está ahí, como resultado de milenios de historia humana, se acomoda a ella, se aprovecha de ella, la mantiene y la remodela a su manera.
¿Entonces el capitalismo jamás conllevará la igualdad entre los sexos?
No. Para eso habría que imaginar una sociedad compuesta por un flujo circulante de valores sin soporte material, que habría reducido a los seres humanos a individuos únicamente intercambistas, un capitalismo impensable hoy, si no es en la abstracción teórica… o en la ciencia ficción.
No sólo la multiplicación de divorcios, la descomposición y recomposición familiares, el PACS((Pacte Civil de Solidarité, contrato que formaliza desde 1999 en Francia los derechos y obligaciones de las parejas de hecho [N. de T.])), el matrimonio homosexual, sin olvidar la reproducción asistida o la gestación subrogada, etc., no afectan a la persistencia de la «célula familiar», sino que en mi opinión la consolidan.
Exit Foucault
Su análisis es a veces un poco simplista. Parecería que para usted, las obras de Foucault no han existido nunca…
En el momento en que escribía en Le fléau social, estaba naciendo la biopolítica: parte de constataciones justas e importantes, pero que no son nuevas más que en relación a un marxismo esterilizado, el único que Foucault y sus amigos conocían.
Las obras de Foucault muestran que a partir del siglo XVII el poder se ejerce mediante un control sobre la población, el cuerpo y el modo de vida. Uno de los momentos clave en Francia sería el que teoriza como «el gran encierro» de delincuentes, locos, enfermos, vagabundos… grupos susceptibles de obstaculizar la instauración del orden burgués. Desde entonces, cuanto más social se hace el Estado, más interviene en nuestra vida cotidiana, en la salud, en la intimidad. Es completamente correcto. El aburrimiento está en rescribir dos o tres siglos de capitalismo a la luz de un análisis que pone el control y sus mecanismos en el centro de todo. La vulgata marxista explicaba la totalidad de la historia, desde la Edad Media al siglo XIX, por el ascenso de la burguesía y del capitalismo. En Foucault, «el gran encierro» funciona como una causa de la que el capitalismo sería un efecto.
Para él ya no es el trabajo asalariado (y su control, y los conflictos que nacen de ello) el que determina la evolución social, sino el conjunto de los dispositivos de control. Cuando estas teorías se interesan por el trabajo es para decir que ya no es explotado esencialmente en la empresa, sino en todos sitios, operándose producción y reproducción en todo lugar, explotando ahora el capitalismo (si el término aún sirve) menos el trabajo que el conjunto de nuestra vida, nuestra afectividad, nuestra energía. Contra este condicionamiento universal, la solución pasaría por una revuelta un poco por todos lados: en lugar de una revolución, millones de subversiones.
Estas tesis están aún a la moda cuarenta años después. La derrota de los proletarios de los años 60-70 ha favorecido por un lado un repliegue sobre la esfera privada, el consumo individual, el cuerpo, el desarrollo personal, etc., y por otro lado la búsqueda de nuevas comunidades potencialmente capaces de cambiar el mundo, gradualmente y con suavidad. Este es el caldo de cultivo de las filosofías posmodernas. Por escoger, prefiero la inocente «revolución sexual» de 1970. Nos ponemos exquisitos con Reich, pero era más claro, es decir: más visiblemente ilusorio.
Exit Foucault… pero hay cuando menos dominantes y dominados, ¿no?
He acabado por hartarme de oír hablar de dominación. A parte de los sádicos, nadie domina por el simple placer de dominar: hace falta aún que ese placer se alimente de beneficios concretos, entre otros, materiales. La dominación masculina sólo ha sido instaurada y sólo perdura porque produce algo, y no sólo niños. No se puede comprender la división del trabajo si no se incluye la división sexual del trabajo: pero esta última sólo se comprende por su rol en el conjunto de la división del trabajo. La cuestión que se plantea aquí, raramente planteada por el feminismo, es la de las relaciones de producción, sabiendo que en ellas se incluye la dominación y la explotación.
Desligada de la producción, la dominación parece crearse y perpetuarse ella sola. Se la percibía en el binomio jefe/empleado, ciertamente, pero tanto como en los binomios blanco/negro, orientación sexual mayoritaria/minoritaria, profesor/alumno, médico/paciente, viejo/joven, Norte/Sur, cultura elitista/popular, padre/hijo, válido/minusválido, y desde luego hombre/mujer, estando obligado cada uno de nosotros a ocupar sucesivamente varias de esas posiciones. En un día, la misma persona será dominada por su marido en casas, su jefe en el trabajo y un madero en la calle, y dominante ante un subalterno en la oficina y a su hijo de regreso a casa. La dominación sólo tiene sentido si actúa en todos sitios, y la fuerza del concepto tiende a su dilución.
Las teorías de la dominación han venido a primer plano cuando entró en crisis la crítica del Estado, incluida la crítica «reformista», que intentaba conquistar posiciones dentro de las instituciones. A partir de entonces, el problema ya no sería tomar el poder central, y todavía menos destruirlo, sino actuar conjuntamente sobre el conjunto de los comportamientos cotidianos y de las prácticas de control o de gestión.
¡Estaba muy a la moda hace algunos años, en particular con el libro de John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder!
… pero sin destruirlo tampoco, según Holloway. Creyendo enriquecerse, la perspectiva revienta. Al ver el capitalismo, el poder y el Estado por todos sitios y en ninguno, se pierde de vista sus centros y, por ello, los focos de las contradicciones esenciales. El reformismo de la vida cotidiana que se anunciaba en el ’68 se ha agravado desde entonces. Se comienza diciendo que el capitalismo es omnipresente y capilar (teoría de la fábrica social), y puesto que está por todas partes se deduce que ningún ámbito ni lugar es más importante que otro.
Y ese «por todas partes» se reduce a menudo a la vida cotidiana, a la esfera privada, a lo inmediato, al cuerpo, a cuestiones de comportamiento o de sexualidad, concebidas como elecciones libremente realizadas. Uno se repliega a la esfera privada, donde se imagina tener cierto control.
Como autoriza la teoría de la dominación: si la relación dominante/dominado es determinante, no hay jerarquía sino continuidad y complementariedad entre la dominación ejercida por un jefe sobre su empleado y la dominación de las normas sexuales sobre mi sexualidad o de la disciplina escolar sobre el cuerpo del alumno. Sólo hay una maraña de relaciones de poder sostenidas las unas por las otras.
No tengo nada en contra del concepto de dominación, que identifica una realidad. Pero la teoría de la dominación es algo distinto, una visión de conjunto que pretende explicar el mundo, y también un programa político. Luchar «contra la dominación» sólo puede tener un sentido: quitar poder o incluso todo el poder a los que lo acaparan, para devolvérselo a aquellas y aquellos que están privados de él, en lo concerniente a las mujeres: crear una igualdad hombre/mujer. Y mientras subsista la dominación masculina, igualar sólo puede ser un sinónimo de legalizar. Por ejemplo, reivindicar la paridad.
«La mujer es el proletario del proletariado», escribía Engels. Para usted, ¿se puede decir que el marido explota a su mujer y que, colectivamente, todos los hombres se aprovechan de la explotación de las mujeres?
De hecho Engels tomó prestada la frase a Peregrinaciones de un paria de Flora Tristan. Estoy de acuerdo con decir que en la familia el marido explota a la mujer, a condición de precisar lo que significa aquí el verbo explotar. Es abusivo describir la familia como lugar de una explotación donde el jefe de familia haría las veces de patrón: incluso si «explota» a su mujer, el marido no es un patrón. Saca una ventaja material que podría evaluarse en dinero, pero no valoriza un capital que compite con otros capitales y que produce una mercancía que se pone en venta en el mercado. Al extender hasta ese punto el concepto de explotación, se disuelve la especificidad del concepto de capital. Así proceden la mayoría de las teorías que retoman a Marx para evacuarlo. Se absorbe la explotación en la dominación, en este caso, de un sexo sobre el otro. Todo se convierte en trabajo, todo se convierte en explotación, todo se convierte en reproducción social: resultado, ya no se sabe sobre qué se funda la sociedad.
Cuando la explotación capitalista (digo capitalista, ya que el capitalismo reina en Túnez como en Shanghai) se extiende sobre el planeta como nunca antes, en ese momento su concepto está en riesgo de disolución. Curioso, ¿no?
Género, palabra y concepto
Acaba de hablar de dominación «de un sexo sobre el otro». Ya había notado la ausencia de género en su artículo de 1974. Es lógico para la época, y por cierto tengo la impresión de que es una de las raras cosas que usted modificaría en ese texto, en cierta forma para actualizarlo.
No lo creo. Para eso la palabra —el concepto— tendría que aportar algo… pero confieso aquí mi perplejidad.
¡¿Cómo?!
Para empezar, me sorprende que unas feministas tan predispuestas a descubrir los signos de sexismo o de posición antimujer hayan acogido con los brazos abiertos una noción defendida por la mayoría de los poderes, incluidos los poderes masculinos. Me sorprende también que se le conceda tanto crédito a algo que es en realidad una producción universitaria. ¿Desde cuándo los pupitres de la facultad y los coloquios de sabios son focos de subversión social, o incluso de un feminismo radical? No tengo nada contra los investigadores y las investigadoras, hay formas peores de ganarse la vida, pero cuando la universidad promueve un concepto o una teoría, por fuerza es para atenuar su crítica punzante.
¿Cómo es que el género ahora hace parte del consenso culto y que lo leemos en tanto Elle como en los manuales escolares y en las octavillas de los partidos de izquierda? Incluso la OMS, célebre por su persistencia en tratar la homosexualidad como una enfermedad, ha terminado por unirse al coro. En cuarenta años, oponer la identidad social sexuada («el género») a la diferencia biológica («el sexo») casi se ha vuelto un hábito, si no una obligación, en el discurso dominante, en política, en los medios de comunicación, en la universidad y la escuela, casi incluso en la calle, y cada vez más en los círculos radicales. Consenso y crítica social raramente encajan bien.
¿Qué prueba eso? El concepto de clase también ha sido utilizado por Stalin y por universitarios… Eso no le impide a usted retomarlo.
Para empezar, clase y lucha de clases son palabras y nociones cargadas de ambigüedad. Le remito a lo que decía de ello al principio de nuestra entrevista. Pero no pongo en el mismo plano clase y género. Que Stalin se haya reivindicado de la lucha de clases, que la noción de clase sirve habitualmente de herramienta sociológica despojada de todo alcance revolucionario, es algo evidente. Eso no quita nada a la potencia del concepto, indispensable para una comprensión del mundo.
¿Es el caso del género? No soy el único en plantear la cuestión. Hay que señalar que este concepto, el género, se ha impuesto con dificultad en Francia. Sólo es omnipresente desde hace una década, y sólo muy progresivamente los gender studies han remplazado a los feminist o women’s studies, haciendo desparecer la palabra «mujeres». Un buen número de investigadoras y teóricas feministas han expresado al menos sus reservas sobre su utilización y su banalización. Pienso por ejemplo en Geneviève Fraisse, Françoise Colin o Nicole-Claude Mathieu. Algunas feministas veían en ello una forma de disolver la cuestión de las mujeres en el género creyendo fundarla y ampliarla, y yo estaría de acuerdo con ellas.
Su reticencia me sorprende. ¡Admita que la diferencia entre sexo biológico y género social, iluminar y conceptualizar esta distinción, es importante! Nos permite pensar la posibilidad de salir de los roles impuestos. Es inimaginable en esta sociedad, pero la cuestión se plantea para la revolución. ¿A veces se habla de esta «abolición de los géneros» como el quid de la cuestión? Basta con hacer de ello un concepto útil, incluso necesario diría.
Para estar seguros, tendría que demostrarse lo que añade de esencial a esa frase tan potente de Simone de Beauvoir: «No se nace mujer, se llega a serlo». El feminismo radical ha estado de acuerdo durante mucho tiempo con esto, sin utilizar por ello la palabra «género». Lo que ésta designa —el sexo social— ha sido pensado mucho antes de que llegue la palabra. Pero si una palabra se impone, y con ella una percepción del mundo, es porque responde a una necesidad. Nuestra época ha producido el concepto de género para racionalizar un problema que es incapaz de afrontar. El patriarcado correspondía a una sociedad donde la familia (padre + madre + hijos) era la célula socioeconómica de base (campesina o artesanal) donde el hombre (el padre) era la cabeza de familia. El hombre dirigía la familia por su posición dirigente en la granja o en la tienda.
En menos de dos siglos, el capitalismo industrial ha cambiado todo.
La novedad no es el trabajo de las mujeres (que a menudo trabajan incluso más, en tanto que asalariadas y amas de casa), sino el hecho de que su trabajo ya no está ligado a la actividad del hogar. Tienden también a ejercer las mismas profesiones que los hombres, lo que no era el caso de las sociedades agrícolas, ni en la fábrica hace un siglo. El salariado crea una sociedad infinitamente más fluida y móvil con un derecho y una tendencia neta a la igualdad entre sexos, hasta en la policía y el ejército.
Sin embargo, la división sexual del trabajo persiste. Puede ver mujeres conduciendo un autobús, pero raramente al volante de un camión. Elección de oficio, imagen, salario, posición de mando… la jerarquía sexual no ha muerto.
Es ahí donde la noción de género encuentra una utilidad social muy poco subversiva. Los roles sexuales del mundo preindustrial obedecían a unas normas rígidas, a las que a menudo se daba la vuelta, pero que eran conocidas y reconocidas. Estas normas ya no funcionan, o funcionan mal. Muchos niños tienen un padre «natural» y viven bajo la autoridad de un hombre que ocupa el lugar de padre social, de segundo padre. Una alta funcionaria puede mandar en su lugar de trabajo, incluso mandar sobre hombres, pero se la trata en inferioridad en la calle o quizá en casa. Esta contradicción crea un desdoblamiento mental entre un factor biológico innegable (llamado sexo) y una realidad histórico-social (llamada género desde los años). De ahí la distinción entre un sexo natural y un género social.
La noción género es lo que ayuda a la sociedad, es decir, un poco a todo el mundo, desde el periodista hasta el profesor de instituto pasando por la madre de familia, a pensar la relación hombre/mujer cuando dejan de parecer naturales, fijos, como si fueran más o menos de suyo. Antes se hablaba de «naturaleza» para resignarse a la desigualdad de sexos, ahora se habla de «género» para creer que se la puede reducir.
Finalmente, lo que dice el concepto de género es que no hay naturaleza humana, por tanto tampoco naturaleza masculina ni femenina. Francamente, yo ya lo sabía, y usted también.
Pero si el «género» es un argumento de orador sin contenido, ¿por qué esforzarse tanto en demolerlo? A riesgo de pasar por alguien peligrosamente reaccionario…
Porque dar prioridad al género desvía la atención de lo que puede llevar la sociedad a la revolución. ¿Es por azar si el impulso de los estudios de género coincide con el declive de las referencias a las clases? No es neutral referirse al «género». Un concepto reúne elementos separándolos de otros, inevitablemente aminorados. Por ejemplo, hablar de clase es atribuir un rol secundario a individuo, estrato, categoría, etnia, etc. Hablar de género es considerar prioritaria una actividad social a partir del criterio sexual (impuesto o escogido) y entonces poner en un segundo plano las relaciones de producción.
Si el género no aportara nada, como usted pretende, no suscitaría tanta hostilidad.
Si la noción de género sirve para vivir menos mal el trastorno de la moral contemporánea y en particular la crisis de la familia, ello no quiere decir que resuelva todo ni para todo el mundo. A veces ayuda. A veces también perturba. Cambiar por completo los roles asignados parece poner en peligro una familia que aparece como el último refugio. Por supuesto, no es el matrimonio homosexual o la teoría del género lo que hace tambalearse a la familia, sino el conjunto de las condiciones de vida, la precarización, el paro, «la crisis»… Pero enfrentarse con las causas supondría hacerlo con el capitalismo, lo que no es un asunto menor. Es más fácil denunciar la mercantilización de nuestras existencias en un solo ámbito, la familia, e inventar un peligro imaginario que la amenazaría, por ejemplo el matrimonio homosexual. En el fondo, los enemigos del concepto de género tienen un punto en común con sus defensores: la ilusión de que así se puede cambiar la sociedad en profundidad, los fachas para rechazarlo y los progresistas para fomentarlo.
Una fortaleza de la teoría del género es integrar a las mujeres en un conjunto.
En todo caso se presenta como un medio de refundar el feminismo superándolo, lo cual explica su éxito público. Al parecer absurda una solución meramente femenina a la cuestión de las mujeres, nos esforzamos en resituar a las mujeres entre otros grupos dominados o inferiorizados: por supuesto el mundo del trabajo, al igual que las minorías de color, de edad, de estado (enfermedad o minusvalía), de religión, de etnia, de orientación sexual, etc. Como se hace difícil hacer converger situaciones tan diferentes, el género tiene la ventaja de hacer el vínculo, ya que nos concierte a todos. Queda por ver qué conjunto se reúne de esta forma. Y ahí, yo soy escéptico. Hace 40 años me negaba a disolver el problema de las mujeres en el de las asalariadas. Ahora temo que se hunda a las mujeres en el género creyendo defenderlas. Es una ilusión creer que el reconocimiento público u oficial del género beneficiaría por fuerza a la causa de las mujeres. La sociedad india no es famosa por ser favorable a las mujeres, y sin embargo se acaba de dar un estatuto legal a los transgénero, que a partir de ahora no son ni masculinas ni femeninas. Ciertamente, un progreso para las personas concernidas, pero algo perfectamente compatible con la dominación masculina.
¿Femino-marxismo?
Pero ¿no está usted confundiendo la crítica de un concepto con la corriente política que da una prioridad a los géneros? Un concepto que permite por cierto enriquecer el análisis marxista.
Yo no soy quien está confuso. Usted conoce por supuesto a Christine Delphy, una de las fundadoras de lo que yo llamaría el femino-marxismo. Muchos se inspiran en ella, tomando distancia con su tesis sobre un modo de producción doméstico que coexiste con el modo de producción capitalista. Lo que se nos propone aquí es desdoblar la teoría marxista: al modo de producción capitalista se le añade otro; a la clase de los proletarios, se añade una clase o un grupo de mujeres.
Comprendo el atractivo que ejercen los esfuerzos de construir una teoría feminista racional donde Marx ya no sería ni rechazado ni refutado, sino rebajado y calcado. Pero ¿era necesario todo este lío para darnos cuenta de que se combinan dos explotaciones y que la salariada está doblemente explotada? Sobre todo si la conclusión política es que el grupo de los proletarios lucha contra el grupo de capitalistas para abolir el capitalismo, y el grupo de las mujeres contra el grupo de hombres para abolir el patriarcado. Queda saber cómo harán las mujeres proletarias para enfrentar dos enemigos diferentes y dos luchas separadas.
Nadie se arriesga a explicárnoslo.
Eso supondría barricadas por todos los lados… A las teorías que critico les inspira una voluntad por completo legítima de integrar la reproducción de los seres humanos en el mecanismo general de la reproducción social. Queda saber cómo articular ambas.
Ahora bien, la reproducción de la especie humana se hace al interior de la reproducción social. Una mujer que da a luz no es solo eso, sino también una madre, con todo lo que impone la maternidad según el país y la época (muy diferente por ejemplo en Suecia y en Yemen). El acto biológico de dar a luz es tan social como natural. La reproducción social determina las condiciones de la reproducción de los seres humanos, lo cual no quiere decir que la condicione totalmente, ni que la segunda fuera un simple efecto de la primera. Por tanto, lo que estructura la sociedad capitalista es la división capital/trabajo asalariado, no la división (real, por cierto) hombre/mujer.
Si se decide definir las clases con respecto a la reproducción de la especie humana (por tanto a la reproducción de todo ser humano, sea burgués, proletario u otra cosa), entonces hay lógicamente una clase de mujeres y una clase de hombres: al garantizar las mujeres un trabajo (mantenimiento del hogar, de los hijos, etc.) gratuito del que están exentos los hombres, aquéllas forman un grupo asimilable a una clase, puesto que juega un rol específico en la reproducción social. En mi opinión, es a lo que conduce la revista Lies.
Si al contrario, como yo pienso, las clases derivan de relaciones de producción, no hay clase de mujeres, al poder ser ocupada la función de burgués o de proletario por un hombre o una mujer.
«Clase» o no clase… es una cuestión de vocabulario, una discusión bizantina.
Pues no. Lo que está en juego es comprender la sociedad donde vivimos y su revolución posible. En el fondo, para los que mantienen la tesis de una «clase» de mujeres, dominación prima sobre explotación.
Yo no niego que un grupo (los hombres) domina sobre otro, ni que los proletarios hombres sacan provecho de ello. La gran burguesa siempre será discriminada como mujer. Pero no todo tiene el mismo peso en lo que hace funcionar una sociedad, ni en su revolución. Sólo «emancipándose» la gran burguesa de su burguesía podrá el comunismo emanciparla del machismo, y eso no será posible más que mediante la acción de proletarios hombres y mujeres.
Pero ¿lo que usted llama «femino-marxismo» pone de alguna manera en pie de igualdad géneros y clases, como dos explotaciones… entremezcladas?
«Femino-marxistas», ¿lo encuentra usted insultante? Si hablo de femino-marxismo, es porque el feminismo tiene allí su parte. Es legítimo calificar como feminista una posición que pone en primer plano la cuestión de las mujeres, y claramente este es el caso.
Aunque sigue estando ligado al feminismo, el femino-marxismo quiere distinguirse de él: considera como primordial la división hombre/mujer (aquí vemos el punto común con el marxismo), pero tratándola como la división en clases (y aquí la diferencia). Cuidado, como no quiere decir aquí que se establece obligatoriamente un signo = entre las dos divisiones. La proporción entre género y clase varía según se incline hacia el feminismo o el marxismo. Pero todos los partidarios del femino-marxismo se ponen de acuerdo sobre una base común: género y clase, los dos, determinan la historia. Ya no es la relación trabajo asalariado/capital lo que está en el centro del mundo moderno, sino una mezcla de relaciones de producción y de relaciones de género. Todo el arte del teórico consiste entonces en encontrar un equilibrio creíble entre los dos. No se preocupe, al contrario que el funambulista, el dialéctico raramente se hace daño al caer.
El interés de su posición es cuando menos partir de lo que hay en común entre todas las mujeres porque mujeres, sea cual sea su posición social.
Sí, y es ahí donde se patina. Sheryl Sandberg es Directora de Operaciones de Facebook. Su fortuna —estimada en un mil millones de dólares— no le impide ser discriminada a veces como mujer. Tiene por eso un interés común con todas las mujeres en luchar contra una dominación masculina, que también pesa sobre ella. Es decir, en obtener la igualdad entre hombre y mujer, sea cual sea su posición social, como dice usted.
Ahora bien, incluso en este marco, los intereses divergen. Cuando el combate por la igualdad refiere al salario, S. Sandberg, en tanto que burguesa, tiene necesidad de la desigualdad de salarios entre hombre y mujer, así como entre permanente y precario, nacional y extranjero, etc. La lucha por la igualdad choca con un límite de clase. De suponer que una perfecta igualdad salarial entre hombres y mujeres exista en Facebook, lo que por cierto sería excelente para la imagen de la empresa, sólo se aplicaría al personal de Facebook stricto sensu, no a la mujer de la limpieza de una empresa subcontratada que limpia las oficinas. Una clase dirigente siempre tiene necesidad de dividir a los que domina.
Para creer en la realidad de un «grupo de mujeres», habría que creer que S. Sandberg y esta mujer de la limpieza tienen más en común —su opresión innegable en tanto que mujeres— que lo que las diferencia e incluso las opone. Los hechos nos muestran lo contrario, pero el feminismo está convencido.
El femino-marxismo también: se sitúa bien en una problemática feminista, y ahí añadir «materialista» no cambia nada, puesto que constituye a las mujeres como un conjunto social al que se le supone dotado de una coherencia y capaz de una acción histórica específica, conjunto llamado clase (en Ch. Delphy por ejemplo) o grupo de mujeres (en otros).
Francamente, me aburren las discusiones que intentan saber lo que habría que privilegiar o adicionar: ¿clase?, ¿género?, incluso ¿raza? No se trata de escoger entre los obreros y las mujeres. No pongo “la clase” antes o después del género, lo repito, no estoy a favor de la lucha de clases, sino de que termine. Creer que el mundo en que vivimos está estructurado por la relación capital/trabajo, y por tanto la lucha de clases, no quiere decir ni que las clases sean la única realidad de este mundo, ni siquiera que la lucha de clases sea el aspecto más importante de una revolución que tendería al contrario a superar las clases.
¿Las investigaciones que enriquecen a Marx mediante el análisis de la reproducción social y del trabajo de las mujeres no tienen entonces interés para usted?
¿En qué investigaciones piensa usted? No estoy de acuerdo con todo lo que escribe Paola Tabet, pero su aportación es considerable cuando desmonta la desigualdad sexual y analiza lo que llama el intercambio económico-sexual. Para un montón de otros trabajos, no tengo ningún desprecio, pero a lo largo de esas miles de páginas, pese a las observaciones pertinentes y los rechazos que comparto, me ocurre a menudo no saber de qué me están hablando. La cuestión no es añadir una dosis de feminismo para hacer una teoría menos coja o más sexy.
Me pregunto qué parte hay de provocación en su propuesta.
La provocación al menos tiene el mérito de dejarnos descansar de lo Políticamente Correcto. Figúrese que he sido testigo de una discusión sobre la falda y la minifalda para decidir cuál de las dos era la más machista. Eso me recuerda a una vieja película italiana que distinguía entre lo que era la derecha (el baño) y la izquierda (la ducha). No sonría. La teoría también tiene su lado Políticamente Correcto.
Virgine Despentes, por ejemplo, no se pretende una teórica, pero me ayuda a reflexionar. Cuando leo la Teoría King Kong, encuentro una forma directa de abordar las cuestiones.
Identidad obrera e identidad gay
Usted quiere una revolución que se apoya sobre la lucha de clases para superar las clases. Sin embargo, algunos dicen que ya se ha terminado con la identidad de clase ¡y que es mucho mejor!
Soy tan crítico de la identidad obrera como de la identidad «mujer». En 1974, muchos camaradas creían hacer entrar la identidad femenina en la identidad obrera, asalariada, proletaria. El esquema era simple: un grupo, la clase obrera, tenía la capacidad de revolucionar la sociedad y de emancipar a la humanidad: cuando todo el mundo se hiciera trabajador, el trabajo dejaría de ser un trabajo, cuando ya no quede una sola clase ya no habrá clase, ni capital, eliminando ipso facto todas las opresiones, entre ellas la de las mujeres. El comunismo será el poder de los trabajadores asociados. Visión que se puede llamar «clasista».
La cuestión de la opresión de las mujeres debía, en ese esquema, resolverse tras la victoria del proletariado…
Sí, como una simple consecuencia, lo cual vendría solo. Hoy, si el clasismo está de capa caída es en parte porque los proletarios comenzaron a hacer la crítica del trabajo en los años 70. Es también, y por desgracia sobre todo, debido a la evolución del capitalismo: nuestra sociedad da más que nunca al trabajo asalariado un lugar central, siendo incapaz al mismo tiempo de asalariar a millones de seres humanos. Es una de las causas mayores de la crisis del movimiento obrero. Ahora bien, antes la identidad obrera polarizaba a su alrededor un conjunto de intereses y de combates específicos, especialmente de mujeres, no sin conflictos, rechazos y menosprecios por supuesto. El estallido de la identidad ligada al trabajo, en particular obrero, tuvo como efecto liberar identidades que han cesado de depender del mundo del trabajo y de deber definirse en relación al él, incluso contra él. Nuestro tiempo es el de la competición y del crecimiento de identidades huérfanas del eje central en torno al cual se suponía que gravitaban. Cada uno se repliega sobre un grupo que sirve de comunidad de sustitución.
Pero la comunidad gay es bien real. Igual que, de forma muy minoritaria también, un real movimiento LGTB…
Hay homosexuales, y en los círculos más diversos. Hay también lo que aspira a ser una comunidad gay visible y afirmada, que sólo reagrupa una minoría de homosexuales masculinos, generalmente blancos y más bien de clase media: eso es un hecho. Pero ¿hay una real comunidad gay y lesbiana? Lo dudo mucho, y si es así la parte lésbica no tiene ni la visibilidad, ni el peso de la de los gays. Eso dice mucho de la persistencia de la dominación masculina… Pasemos a lo siguiente. No basta con ir una vez al año al Día del Orgullo Gay. Por el contrario, no existe ninguna comunidad LGTB, sólo militantes y grupos LGTB.
La contradicción de lo que recubre el siglo LGTB es quererse a la vez visible e invisible. Es sin duda un efecto de la sociedad actual, pero lo que me sorprende es que el que busca escaparse de las normas opresivas pide el reconocimiento público de su diferencia, ¡reivindicando a la vez dejar de ser tratado de forma diferente al resto de miembros de la sociedad!
Esto tiene dos consecuencias. En primer lugar, una carrera permanente a la redefinición. Constantemente se tiene que subdividir y volver a destacar, con neologismos sin fin: FtM, M+F, MtF, MtN, etc.((Female to Male, Male + Female, Male to Female, Male to Neutrois [N. de T.])), como si delimitar una categoría fuera a proteger una forma de vivir. La «Q» añadida a menudo a «LGTB» y que significa queer para unos y questioning (la categoría fuera de toda categoría) para otros, obliga a desarrollar LGTB en LGTBTTQQIAA, para no olvidar a nadie.
Como segunda consecuencia está una necesidad de protección que obliga a descubrir sin cesar nuevas discriminaciones que sancionar: a imagen de la legislación antirracista y antisexista, se exigen leyes contra la homofobia, ahora la transfobia y la lesbofobia, y verá usted cómo la lista se prolonga al infinito. En democracia, hay siempre una minoría mal tratada. Estos grupos se relacionan como extraños, a veces solidarios, tan rivales como aliados. Cada conjunto se define menos por lo que es que por el hecho de ser «el otro» del conjunto de al lado.
¿Estas cuestiones de identidad le parecen hoy tan problemáticas?
Conozco gays y lesbianas que tratan al o a la bi como un aliado un poco sospechoso, considerando que no ha hecho más que la mitad del camino, sin atreverse a romper completamente con el modelo hetero. Un poco como el obrerista tiene tendencia a ver un «pequeño-burgués» en el profe que milita en su mismo grupo, sobre todo el día en que un desacuerdo estalla entre ellos.
Por cierto, ¿qué es un homosexual? Una vez encontré a un gay al que le costaba reconocer como a uno de sus semejantes a un chico atraído por los hombres pero que nunca pasaba a la acción. Sin embargo, el mismo gay no dudaba en clasificar entre los heteros a un adolescente atraído por las chicas que aún no se había acostado con ninguna. ¡Los criterios se vuelven exigentes cuando se trata de delimitar comunidades! En algunos grupos que aspiran a ser los más radicales, hay una nueva tendencia que parece rechazar a los bi, y remplazar la sigla LGTB por la de TMB o TBM (Trans Marica Bollo o Trans Bollo Marica). Sin duda alguna es una reacción a la institucionalización creciente de las asociaciones LGTB.
¿Qué hacer?
Usted critica todo, pero ¿qué propone? ¿Ve un cambio posible, y cómo?
Esa es la cuestión fundamental. Es innegable que hasta el presente, la dominación masculina se ha perpetuado en las revoluciones, o las tentativas de revolución proletaria: después de haber tomado parte en la acción, a menudo tanto como los hombres, tarde o temprano las mujeres dejan el campo de batalla, es decir, se les obliga a dejarlo para regresar a sus tareas sexuadas. En la España de 1936-1937 no hizo falta mucho tiempo para que fueran excluidas de las filas combatientes y devueltas a las tareas tradicionalmente femeninas, como por ejemplo enfermeras.
Por supuesto, si muy pocas mujeres participaran en la lucha armada, no se podría hablar ni siquiera de revolución comunista. Pero tampoco una participación femenina masiva garantizaría nada.
En la región kurda, por ejemplo, existe una larga tradición de organización femenina, a veces feminista, a veces incluso autónoma, y las mujeres han sido obligadas a llevar luchas en su vida cotidiana a menudo tanto como las mujeres en los países llamados modernos. Es por ello que las mujeres kurdas combaten frecuentemente, con las armas en la mano, en unidades específicas o al lado de los hombres. Por otro lado, eso no basta para suprimir la dominación masculina en la sociedad kurda: aún hay que romper el marco estatal y capitalista en su conjunto. Nada menos que una revolución social, que dudo que esté en marcha en el Kurdistán. Hasta entonces, incluso armadas de un RPG((Lanzacohetes de origen soviético habitualmente usado por los kurdos en su lucha armada [N. de T.])), las mujeres no se emanciparán más como mujeres que como cuando van a la fábrica o a la oficina. Mi ideal es un mundo sin ejército y no la paridad en los ejércitos.
La diferencia entre las insurrecciones pasadas y la insurrección comunista es que ésta romperá con el trabajo en tanto que trabajo. Ahora bien, la división social del trabajo incluye la división sexual del trabajo, que va bien más allá del lugar de trabajo asalariado.
La insurrección comunista es a la vez abolición del salariado y de la dominación masculina, lo cual no se realizará en unas semanas o meses, pero habrá de comenzar ya en los primeros días. El fin del trabajo asalariado no es una causa cuya consecuencia sería el fin de la dominación masculina. Éste es un aspecto necesario de aquél, una de sus condiciones. Los dos tendrán lugar al mismo tiempo, o no tendrán lugar.
La separación entre el espacio-tiempo del trabajo asalariado y el resto de la vida es uno de los fundamentos del capitalismo: productividad y beneficio exigen que el tiempo trabajado sea distinto y esté separado de otros momentos, para controlarlo y medirlo con el fin de reducir el coste del trabajo.
Uno de los elementos de esta separación es la dualidad vida pública/vida privada que lleva a las mujeres a ocupar un rol de mujer, un rol familiar: incluso si trabajan fuera de casa, «en su casa» son primero ellas las que «mantienen la casa», cocinan, se ocupan de los hijos, etc. Y esta especialización forzada concierne mucho más que al hogar familiar: limita a las mujeres a un conjunto de tareas y de funciones, de la enseñanza a la sanidad pasando por el voluntariado, las asociaciones, el cuidado a los mayores, todo lo que resume la palabra care [cuidado], que tiene que ver con la proximidad y la afectividad, tareas para las cuales las mujeres tendrían una vocación «natural» que se derivaría, como es debido, de la maternidad.
Desmantelar la dualidad público/privado es la condición para que los hombres sean llevados a compartir y a tomar a su cargo actividades que a partir de entonces se reparten entre hombres y mujeres ya no según un criterio sexual, sino de competencia o de gusto. Se verá a las mujeres preferir disparar un fusil, y a hombres escoger ocuparse de los hijos. Las mujeres ya no actuarán como mujeres de proletarios, sino como proletarias mujeres. Si no es así, se encontrarán cuidando a los heridos mientras que los hombres afrontan los soldados del Estado y las bandas contrarrevolucionarias.
Por volver a la España de 1936-1937, incluso siendo diez veces más numerosas las mujeres más radicales, especialmente las Mujeres Libres anarquistas, ellas solas no habrían podido invertir el curso de la contrarrevolución. Porque después del levantamiento victorioso contra los militares en julio del 36, los revolucionarios, hombres y mujeres, aceptaron luchar contra el fascismo bajo la dirección del Estado democrático, por ello, perdieron el control de su propio movimiento. Porque los proletarios no iniciaron una transformación de la actividad productiva, porque no pusieron fin a la separación entre el lugar de trabajo y el resto del espacio social, ellos y ellas dejaron que se reinstaurara el conjunto de los fundamentos del capitalismo, incluida la jerarquía entre los sexos. La exclusión de mujeres de las filas de combatientes coincidió con la transformación de las milicias en ejército regular.
Estoy de acuerdo, pero eso no se hará solo. Habrá conflictos entre algunos hombres y algunas mujeres, sobre el reparto y la asunción de actividades.
Sí, por supuesto. Se cita a menudo la experiencia de los piqueteros, pero la de Oaxaca o México es igual de instructiva. Durante los seis meses que duró la insurrección de esta ciudad en 2006, a las mujeres les costó que se las aceptara como combatientes. Sin embargo, había barricadas mantenidas únicamente por mujeres, y fueron mujeres las que ocuparon por la fuerza la estación de televisión y organizaron la defensa del edificio. Pese a eso, como explicaba una insurgente, debían luchar a la vez contra el sistema, y contra los hombres al interior mismo del movimiento.
Los conflictos hombres/mujeres son inevitables. Pero si prevalecieran sobre la contradicción capitalismo/comunismo, sería una muy mala señal. Abolición del trabajo y abolición de la familia irán de la mano.
La revolución no está ni causada ni movida por la contradicción entre sexos, pero sólo tendrá éxito si afronta y resuelve esta contradicción. La dificultad está en comprender la relación entre las partes y el todo. El feminismo, incluido el radical, hace de la parte de las «mujeres» el todo. El marxismo habitual ahoga la parte en el todo. En mi caso, yo no sabría decirlo mejor que La ideología alemana: «que la supresión de la economía aparte no puede separarse de la supresión de la familia, es algo evidente por sí mismo».
Si he comprendido bien, la emancipación de las mujeres no es una simple consecuencia de la revolución, sino que la lucha de las mujeres es una condición de la revolución. ¿Estamos de acuerdo?
Así es.
Lo que no impide que, para usted, la revolución es un producto de la lucha de clases.
Sí. A condición de añadir que esta lucha de clases es también la lucha de una clase por su propia abolición y, a través de ello, por la abolición de todas las clases.
Pero, para volver al conflicto hombres/mujeres en la revolución, ¿cómo se resuelve? ¿Tienen que organizarse las mujeres entre ellas, de forma separada, al menos durante un tiempo?
Sí, pero autoorganización no quiere decir separación, y aún menos separación duradera. Si algunas mujeres sienten un necesidad legítima de encontrarse entre ellas para plantear mejor sus problemas específicos, ese momento sólo puede ser provisional. Hacer de ello un hábito (o peor aún, un principio) sería perpetuar la separación.
El paralelismo que se hace a menudo con el movimiento negro para justificar el carácter no-mixto se vuelve en favor de lo mixto. Cuando se organizaron y actuaron únicamente entre negros, los negros dieron prioridad a las actividades que concernían a la cuestión negro/blanco. Era previsible, y por cierto deseado por una parte de los negros: queriendo preservar su especificidad, se perpetúa una barrera. Aplicada por mujeres, lo no-mixto se cree la mejor forma de escapar a la posición dominante de opresores masculinos que, en un grupo mixto, mantendrían a pesar de ellos su poder sobre las mujeres, pese a ellas, inferiorizadas. El hombre es considerado como un enemigo… susceptible de volverse un aliado. Lo pienso a la inversa: lo que hombres y mujeres comparten como interés, acción y proyecto, es más importante que lo que las mujeres tienen en común entre ellas, y los hombres en común entre ellos. Las mujeres no serán emancipadas por los hombres, pero tampoco por fuera de los hombres, solamente con ellos y al mismo tiempo que ellos.
Regularmente, con la organización de debates, discusiones o manifestaciones no-mixtas, se plantea la cuestión de las categorías «admitidas». Los trans hacen parte de ellas, pero no siempre, ¿por qué? Eso nos lleva a demasiadas demarcaciones sutiles entre categorías, lo que acabamos de hablar.
Lo que voy a decir parecerá cruel: si las personas que aspiran a ser radicales no se sienten ya capaces de evitar hoy, en sus propias reuniones, que los hombres no se impongan, me pregunto cómo pueden esperar hacerlo mañana en una revolución. ¿Llevar puntualmente un FAMAS((Fusil de asalto del ejército francés, denominado por el acrónimo de Fusil d’Assaut de la Manufacture d’Armes de St-Étienne)) hará el debate más fácil?
En cuanto a una futura revolución, necesitará una autoorganización de mujeres tal que cuesta imaginar que se mantengan indefinidamente separadas, paralelas a los hombres proletarios, como si las mujeres tuvieran que encontrarse mucho tiempo entre ellas, reforzarse, a la manera de una deportista que ganara músculo antes de afrontar al adversario. Eso supone reducir la supresión de la dominación masculina al enfrentamiento entre dos bloques. Por cierto, de su lado, dejados a sí mismos, ¿no correrían el riesgo los hombres de reafirmarse también ellos en su particularidad, de animar las tendencias virilistas y machistas? ¡El final del combate sería cuanto menos dudoso!
Desde 1970 en Francia, una de las características del MLF era el carácter no mixto de las reuniones y las acciones. En esta voluntad de repliegue sobre sí, veo la necesidad de una protección finalmente tan poco eficaz como cualquier frontera. Tratar durante mucho tiempo a los hombres como extraños no es el mejor medio para las mujeres de no estar sometidas a ellos. En la misma época, otras personas, hombres y mujeres entre los que yo me encontraba, intentaban encontrarse y rencontrarse en tanto que proletarios. La palabra le hará sonreír a más de uno hoy, una sonrisa triste, pero hasta los peores días tienen un final.
Y en el comunismo, ¿existirán aún «hombres» y «mujeres»? Si es así, ¿no conllevará por fuerza una desigualdad y una jerarquía? Por tanto, y vuelvo a ello, ¿cuál es el quid de la abolición de los géneros?
Tenemos que ser claros. Hasta que llegue un nuevo orden, y probablemente durante un buen tiempo, una parte de los seres humanos (llamémosles las mujeres) nacen con un útero que les da la posibilidad de llevar y dar a luz a niños. Otros (llamémosles los hombres) nacen sin esta posibilidad. Sé que está mal, pero hagamos abstracción unos segundos de los hermafroditas y de los trans. Entre lo que llamo, por simplificar, hombres y mujeres, hay una diferencia digamos biológica, que evita la palabra «natural». Sobre esta diferencia, hasta ahora y un poco por todas partes, han construido las sociedades la dominación
masculina. Toda la cuestión reside en saber si esta diferencia supone obligatoriamente una jerarquía. Algunas feministas ven la causa de la dominación masculina en el hecho de tener hijos o de poder tenerlos. La inferiorización de la mujer derivaría de la maternidad, con todo lo que la acompaña. Si fuera verdad, la mujer estaría abocada a una eterna sumisión. Como en la Biblia: los hombres están condenados a trabajar y las mujer a dar a luz con dolor a sus hijos, es bien conocido, pero se olvida que Dios agrega: «tu deseo será para tu marido, y él tendrá dominio sobre ti».
Conclusión: o bien habría que resignarse, o las mujeres no deberían volver a ser madres. El día en que la técnica permitiera que los hijos ya no salgan de una mujer, y sólo ese día, podría cesar la dominación masculina. Terminada la maternidad, todo sucedería en el laboratorio… ¡No hay palabras suficientemente duras! Y tenemos razón contra el culto a la ciencia, la huida hacia adelante tecnológica, el poder de los expertos, la artificialización de la vida, el control del cuerpo femenino por la medicina… y se espera la solución de una prestación Hi-Tech quirúrgico-química. Me aflige que el feminismo, y el más radical también, pueda llegar a eso.
Y usted, la maternidad, los hijos, ¿qué haría de ello en el comunismo?
La biología no es un destino. No hay nada de eterno en el instinto maternal, los historiadores nos lo enseñan, nada tampoco de eterno en la condición materna, ni en la condición infantil por cierto. En el comunismo, los niños nacerán de diversas formas, sin duda, no pregunte cuáles, y no serán la propiedad de nadie, ni siquiera de sus padres, biológicos o no. ¿Qué relaciones vivirán con el conjunto de lo que se llama hoy los adultos? ¿Y con sus padres, biológicos o no? Ni una relación de indiferencia, ni de posesión, yo imagino al menos una relación privilegiada, pero quizá lo imagino mal, y nadie lo sabe tampoco.
¿Y mientras tanto?
¿Y hasta entonces? ¿Esperamos? ¿No participamos en las luchas?
¿Cuáles? Con los medios que tengo a mi alcance, participo en formas de resistencia que se podrá calificar de cotidianas, elementales, incluso de reformistas, por ejemplo contra los ataques al aborto. No soy adepto del «todo o nada».
De lo que no soy del todo partidario, en todo caso, es del activismo teórico en torno a lo que llamo femino-marxismo, que sólo sirve para alimentar la actividad de especialistas en teoría. Como había que imitar el marxismo en lo que de peor tiene, creyendo elevar por fin el feminismo al nivel de una visión total y científica de la evolución humana, y mejor aún, superar el marxismo en el terreno en que parece imbatible, el primado materialista.
Se deduce de ello una teoría complicada pero sin profundidad. Supongo que algunos y algunas tienen una absoluta necesidad de ello. Los unos, porque viven de ello: tanto su oficio como su pasatiempo, es producir ideas y textos. Las otras, porque una doctrina de apariencia rigurosa debe hacerles sentir mejor.
Está siendo muy vago y no cita los nombres de los grupos y autores que critica. Ellos se reconocerán en lo que dice, sin duda, pero al lector le costará algo más. ¡En 1974 era más polémico!
Hay gente que ya no leo. Estarían muy contentos de ser citados, y si bien no les quiero ningún mal, no tengo tampoco ninguna razón para darles el gusto.
Aún me cuesta situarle, Constance. Pienso por ejemplo en aquellos llamados comunizadores de los que parece estar cerca por determinados puntos, pero también con discrepancias, en particular sobre lo que han podido escribir sobre el género. El concepto de comunización, por cierto, apareció en los años 70 en los círculos que usted frecuentaba. ¿Qué piensa de esto?
¿Sabe usted que en Estados Unidos la comunización se enseña en la universidad? Preferiría seguir la línea de François Villon o Marceline Desbordes-Valmore.
Pero ¿entonces qué?
Llevo una hora hablando de la comunización. La comunización es el proceso mismo de la revolución. Ocurre que no he empleado la palabra, y seguramente será eso lo que me reprochen. ¡Pero ahora ya está hecho!
Precisamente, ¿cómo piensa usted que esta entrevista será recibida?
Como demasiado marxista para las feministas y demasiado feminista para los marxistas.
Y desde la escritura de este artículo en 1974, ¿qué ha hecho usted? ¿Ha continuado militando?
Desde entonces he hecho diversas cosas, eligiendo una cierta discreción. Yo no milito.
Entonces, ¿qué hace hoy en día?
Ahora mismo, escribo sobre el comunismo.
¿Y es el momento?
Tanto como en los años 70, pero de otra forma.
Sin embargo, le siento pesimista.
Los optimistas permanentes me cansan, es cierto. Pero sólo sería pesimista si el curso del mundo me persuadiera del declive tanto del feminismo como del conjunto del movimiento social.
Ahora bien, veo un poco en todas partes gente, proletarios, hombres y mujeres, que se rebelan. Ciertamente, muy poco en el sentido (perdón por la palabra) «revolucionario». Pero ¿qué sabemos nosotros? Nunca he fundado mi vida sobre previsiones. La historia nos reserva sorpresas, y no todas desagradables.
Le imagino leyendo y escribiendo sin cesar, sin salir más que raramente de su despacho, delante de un ordenador, en medio de pilas de libros llenas de polvo.
No, paseo. Principalmente paseo.
¡Y también ve películas! Cita bastante más que obras teóricas.
Nuestra época se expresa al menos tanto en las pantallas como en sus elaboraciones teóricas. La IS lo comprendía bien. Para permanecer en el tema de la entrevista, lo que muestra el cine es que no solo a nuestro tiempo le cuesta afrontar la sexualidad, eso es evidente, sino que también le cuesta representársela.
No sé si puedo permitírmelo, pero… algo me dice que usted no se llama Constance Chatterley.
Sí, pero no todos los días. Los artículos de Le fléau social estaban firmados con pseudónimos extravagantes o provocadores. Mi elección fue más literaria, y el azar tuvo su parte. Acababa de leer D. H. Lawrence, un personaje no muy simpático por cierto. En el libro, el nombre se abrevia en «Connie»: Constance me pareció más bonito. Si hubiera leído un poco antes Violette Leduc o Unica Zürn… Hoy escogería quizá Zoë Lund. Debo de sentir una atracción hacia la mujer enérgica de vida medio rota, algo que yo mismo no soy.
Decididamente, con usted nada es sencillo…