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Contra la democracia Teoría

Gilles Dauvé y Karl Nesic: «Comunización»

Hemos realizado la traducción de este texto a partir de su versión francesa que se encuentra en la página www.troploin.fr. Existe otra versión, algo diferente, del mismo texto en inglés que se encuentra en la misma web.

 

Recomendamos vivamente, para seguir profundizando las temáticas que se abren aquí, la lectura del Comentario de un proletario a «Comunización» (Dauvé y Nesic, 2011).

 

 

 

¿Para qué debatir de la comunización si está tan alejada del imaginario dominante? se podría preguntar… Los riesgos de huida hacia adelante no son menores: cuando la realidad escasea, la teoría se ve tentada de colmar sus carencias. Sin embargo, esta reflexión se impone porque, pese a nuestra actual impotencia, un movimiento social actúa y se comprende en función de su objetivo: es éste el que ordena los criterios de análisis de una realidad. El análisis concreto es válido sólo en relación con un objetivo. Por ejemplo, especializarse en la exposición de las luchas, incluso con la intención de fortalecerlas, no lleva más que a una defensa (radical, en el mejor de los casos) del trabajo contra  el capital, lo cual ya es mucho, pero no hace avanzar al movimiento comunista que estas luchas pueden o no llevar.

Lo que entendemos por comunización ya se ha expuesto en Communisation : un appel et une invite (2004) y Le Tout sur le tout (2009), pero esta idea subyace a todo lo que intentamos hacer, ya que se trata ni más ni menos del contenido de una revolución futura, de su único contenido posible, y por ejemplo nuestra crítica de la democracia sólo adquiere todo su sentido con la perspectiva de la revolución como comunización (Au-delà de la démocratie, L’Harmattan, 2009). De la misma forma, el análisis de los movimientos sociales del pasado y del presente supone una comprensión del contenido de una revolución comunista, de la cual pueden estar cerca o muy alejados. Aquí se encuentra un punto y una línea divisoria fundamentales.

Desde hace unos años se habla mucho de comunización en los círculos radicales, más allá incluso de los llamados “comunizadores”. Criticar los diversos usos de la palabra y de la noción habría oscurecido nuestro propósito por el enorme número de puntos de vista que habría que analizar. En efecto, aunque nuestro interés por la comunización a veces hace que se nos clasifique entre los comunizadores, no nos sentimos más miembros ni menos de una familia comunizadora de lo que lo seríamos de otros individuos o agrupaciones comunistas que también hay que tener en cuenta. Cuando un determinado número de compañeros hablan de la comunización (usen o no el término) sin hacer realmente diferencias entre proletario, explotado, dominado, precario, excluido o incluso pobre, esta indeterminación influye en su forma de considerar la comunización. Por eso, este ensayo tenía que volver a lo que significa proletario trabajo. Pero no hemos querido hacer con esto una serie de refutaciones: hemos intentado en la medida de lo posible, aún criticando lo que entendemos que son errores, decir de manera positiva lo que nos parece verdad y exponer nuestra concepción lo más directamente posible. El lector comparará por sí mismo lo que debe ser (nuestra bibliografía da algunas referencias con este fin) y el movimiento social se encargará de hacer la criba:

El reagrupamiento y la unificación sólo se producirán con nuevas escisiones e intercambios de insultos más o menos fraternos. Habrá que tener los nervios de acero.

Trotsky, Carta a Alfred Rosmer, 24 de marzo de 1929

 

 

I. De la Izquierda Comunista a la comunización

 

Esto de lo que estamos hablando es más que una reflexión sobre unas ideas: se deriva de una experiencia.

Para todos aquellos que, como nosotros mismos, fueron empujados por su práctica de los años 60-70 a volver sobre el pasado revolucionario, la dificultad no estaba en encontrar información y documentos sobre lo que había pasado entonces, sino en conocer las situaciones históricas sin las cuales una teoría no es más que una opinión. Necesitábamos reapropiarnos del pasado y saber qué luchas y qué contradicciones habían animado a los proletarios más radicales en el periodo de 1917 y más tarde, porque no eran teóricos de salón: en 1920, lejos de ser un pequeño grupúsculo, la Izquierda Comunista alemana e italiana representaban una fuerza histórica. Por ejemplo, fuera de los errores que cometiera el KAPD (teorizados por Hermann Gorter), no se puede comprender nada de Anton Pannekoek si se le separa de Gorter y del KAPD, como si Pannekoek fuera el “buen” comunismo de consejos sin las ilusiones partidarias de Gorter. (Por cierto que aquí tenemos una de las razones por las que el consejismo es incapaz de comprenderse a sí mismo).

 

¿Qué herencia?

Este retroceso debe mucho a una experiencia de la que habría que decir algunas palabras, a sabiendas de que también otros en otros sitios del mundo y por vías diferentes, han llegado igualmente a la idea de comunización. Queremos aportar el ejemplo de lo que hemos vivido, no ponernos como ejemplo.

 Pueden ser útiles aquí algunas precisiones sobre el grupo informal llamado (más por otros que por sí mismo) La Vielle Taupe, en razón de la librería homónima en París fundada y animada por Pierre Guillaume entre 1965 y 1972, año en que cerraría definitivamente. Desde mediados de mayo hasta julio de 1968, este colectivo iba a ser no el inspirador y desde luego no el dirigente, pero probablemente el elemento más coherente de una experiencia original en el edificio universitario de Censier.

Si la mayor parte de los miembros de ese grupo acababan de ser expulsados de Pouvoir Ouvrier (PO) (escisión de Socialisme ou Barbarie cuando éste soltó las amarras marxistas) o de dejarlo, otras personas presentes en Censier hacían parte de una nebulosa sin otra organización que el hecho de compartir amistades (mezcladas a veces con rupturas) y negaciones comunes. Así, uno de los más activos en el comité RATP((Comité de acción durante la huelga en el Régie Autonome des Transports Parisiens, el consorcio de transportes parisino [N. de T.])) había estado dudando entre entrar en la Internacional Situacionista (IS) o en Socialisme ou Barbarie (SoB) (en la época en que la IS estaba influida por SoB, grupo en el que Guy Debord había sido miembro durante un año), antes de decidir que prefería no unirse ni a Debord ni a Castoriadis-Cardan. Otro ejemplo es que Fredy Perlman, del comité Citroën, asociaba una crítica de la izquierda americana y del socialismo yugoslavo a una relectura de Marx como enemigo de la mercancía y del Estado. Algunos miembros del GLAT, Groupe de Liaison pour l’Action des Travailleurs [Grupo de Enlace por la Acción de los Trabajadores], fundado en 1959 en la línea de la Izquierda alemana pero autónomo tanto de SoB y PO como de  Informations & Correspondances Ouvrières (ICO) [Información y Comunicaciones Obreras], fueron activos en las últimas semanas de Censier. Otra forma de definir a los que se encontraban en los confines del V arrondissement((París se divide administrativamente en distritos o arrondissements numerados mediante una espiral desde el centro de la ciudad y llegando hasta veinte. Habitualmente se habla de esta numeración en lugar del nombre de los barrios [N. de T.])): algunos quizá se proclamaban revolucionarios, pero ninguno hacía profesión de revolución.

Estas filiaciones ayudan a comprender una influencia, pero la mayoría de las personas que estuvieron presentes y que intervinieron en Censier no pertenecían a ningún grupo, ni siquiera informal, antes de mayo del 68. Su punto en común, y la razón por la que se encontraron “de manera natural” en fase con una minoría obrera radical es la crítica de la burocracia política y sindical, no como una mala dirección susceptible de ser reformada o remplazada por una buena, sino como algo contradictorio con los intereses de los proletarios y con el sentido de la emancipación humana. Esta crítica también era la de los países del Este como capitalismo de Estado. Esto que ahora puede parecer banal, o desprovisto de la cuestión práctica veinte años después de la URSS, no lo era cuando la distribución en la puerta de una fábrica de una octavilla siquiera moderadamente crítica con la CGT se saldaba en que te partieran la cara, y cuando casi la totalidad del izquierdismo celebraba la existencia de un socialismo ruso, chino o cubano, militaba para crear un partido y esperaba tomar un día la dirección de los sindicatos.

A modo de ilustración de lo que queremos y no queremos, se podría citar Notas para un análisis de la revolución rusa((Texto incluido en Gilles Dauvé y François Martin: Declive y resurgimiento de la perspectiva comunista, Espartaco Ediciones Internacional, que está disponible en Internet [N. de T.])), un impreso firmado por Jean Barrot (= Gilles Dauvé) y publicado por La Vieille Taupe a principios de 1968: su objetivo era mostrar cómo la parte más dinámica de los proletarios rusos en 1917-21 había intentado gestionar la producción y la sociedad, antes de que el partido bolchevique acabara de jugar ese papel en su lugar. Este análisis consejista reflejaba bastante bien nuestra base teórica común: no era la autogestión, que rechazábamos  porque estaba limitada al espacio laboral, sino la gestión obrera de toda la producción, y más allá de eso —en particular bajo la influencia de la IS— la gestión del conjunto de la vida, con los consejos obreros como instrumento para llevar esto a cabo. Antes de la huelga general, Pierre Guillaume era uno de los pocos que comenzaban a hacer una crítica de esta perspectiva: sin dejar de juzgar útil el texto firmado por Jean Barrot sobre Rusia, explicaba que prefería estudiar en qué consistirían las relaciones de producción comunistas.

 

Censier

A mediados de mayo del 68, una minoría obrera débil en número pero con resolución y a menudo impulsora de la huelga, se vio incapaz de evitar que los sindicatos acabaran controlando la dirección del movimiento. A diferencia de las ocupaciones de junio del 36, las de 1968 eran el producto de pequeños núcleos controlados por los sindicatos: el desinterés de la masa obrera expresaba una toma de conciencia de que la cuestión no estaba en apoderarse de la producción, pero de esa forma las bases dejaban el campo libre a la burocracia. Además, solo un lugar fuera de las empresas podía permitir encontrarse y coordinarse a la minoría radical. Censier aseguraba así una ligazón entre una especie de delegados (no elegidos, pero representativos) de una autonomía obrera en busca de sí misma. Su encuentro con la nebulosa evocada más arriba suponía una doble prueba de que nunca ocurre nada “espontáneo” y de que no sirve de mucho “organizar” por adelantado una vanguardia.

Censier no fue, ciertamente, el único punto de contacto entre trabajadores rebeldes contra el orden patronal y sindical. Muchos obreros insatisfechos con la gestión burocrática de la huelga, sobre todo jóvenes, salían de la fábrica por la tarde para venir a ver a “los estudiantes”. Eso ocurría en Hispano-Suiza, fábrica de motores de avión cerca de París, donde desde los años 50 un comité que reunía a obreros y técnicos (algunos provenientes del PCF) se había radicalizado y había evolucionado de un rechazo del reformismo del PC y de la CGT a la crítica de su función de conservación social. Pasaba igual en la SAVIEM, en Caen, donde cuatro meses antes una revuelta obrera habría anunciado Mayo del 68. Se ha dicho mucho que en el 68 “los estudiantes fueron (¡en vano!) hacia los obreros”, pero podría decirse igualmente que los trabajadores (minoritarios, por supuesto) habían estado buscando (en vano) fuera de la empresa la solución de un problema que a penas podían plantear, todavía menos resolver, dentro de ella. Las instituciones sindicales y políticas nunca perdieron en el 68 el control del mundo del trabajo. Algunas luchas, como en Nantes, expresaban un desbordamiento de los aparatos, pero dentro de un marco sindical que no se ponía en cuestión.

El azar y los límites de la época hicieron de un edificio universitario de París, cerca pero en el límite del Barrio Latino, uno de los pocos lugares donde pequeñas minorías obreras procedentes de diversas empresas, algunas muy grandes, podían encontrarse, debatir y actuar tan conjuntamente como era posible durante un tiempo suficientemente largo para que naciera de allí una convergencia y un principio de coordinación.

Al principio, había en los obreros una voluntad de llevar la huelga al máximo de sus posibilidades: CGT y PC fueron rechazados con el motivo (muy cierto) de que no ponían todos sus esfuerzos para la extensión y el éxito de la huelga. Ahí estaba el pequeño denominador común de la crítica inicial de los aparatos por parte de esos obreros. A esto se añade el rechazo de un gobierno de izquierdas, incluso de un eventual “poder popular”, que esta minoría sabía que no cambiaría nada esencial. Este rechazo se alimentaba de una crítica a menudo (aunque no siempre) explicitada de los regímenes llamados socialistas. En lo que respecta a los grupos trotskystas y maoístas, éstos eran percibidos como aparatos rivales de las estructuras burocráticas del momento. Por cierto, los militantes izquierdistas no hicieron prácticamente ningún esfuerzo para implantarse en un lugar en el que se sentían extraños. Los obreros que venían a Censier no estaban en busca de buenas voluntades que quisieran organizarlos, ni siquiera ayudarles a organizarse. No querían ni nuevos amos, ni sirvientes. Ante todo, deseaban actuar en pie de igualdad con los otros, obreros y no obreros. A excepción de las fábricas, Censier fue sin duda sociológicamente uno de los lugares más obreros de Mayo del 68, también uno de los lugares en que más raro fue el obrerismo (emanara o no de trabajadores manuales). El que no tenía las manos con callos no se ponía al alcance del proletario: hablaba con quien tenía a su alcance.

Finalmente, las únicas personas presentes, pero que deseaban mantenerse a distancia, eran los miembros de ICO que habían venido a Censier: en plena coherencia con su deseo de no imponer a la clase obrera las posiciones de un grupo minoritario, mantuvieron un papel muy discreto en las asambleas generales y los comités, prefiriendo por lo general reunirse en una sala a parte, confirmando lo que un año antes llamaba el número 11 de la IS elegir la inexistencia.

Pasadas unas semanas y habiendo pasado la GCT y el PCF de un rol de moderador al de rompehuelgas, el conjunto de los obreros presentes en Censier evolucionaron de forma semejante: en lugar de reprochar a la burocracia que saboteara lo que se suponía que tenía que llevar a cabo, constataban ahora que, cada vez más visiblemente, realizaba lo que le llevaba a hacer su función. Desde entonces la mentira más descarada (por ejemplo, acusar un día a nuestros compañeros del comité RATP y a los trabajadores más determinados de esta empresa de haber llamado a la policía) dejó de ser percibido para siempre como algo escandaloso y aberrante.

La radicalización se vio acompañada por un poco de discusión sobre lo que sería un mundo completamente distinto. Sin embargo, erraríamos si idealizáramos esta decantación, haciendo de Censier una reacción coherente y completamente a contracorriente de lo que atraviesa al conjunto de la sociedad. En la primavera del 68, el rechazo de los aparatos sindicales y del Estado, independientemente del profundo impulso que manifestara, se expresa y se organiza primero como la exigencia de hablar, de ser escuchado, de saber su opinión individual y colectiva hasta entonces reprimida. Todo el mundo se burla de la “participación” gaullista, cada uno desea participar. El 68 es el reino de la Asamblea General. El caso de Rhône-Poulenc (Vitry-sur-Seine) es ejemplar: la presión de la base había obligado a los sindicatos y a la patronal a establecer en la fábrica una estructura de discusión que llegó a plantearse una reorganización completa de la empresa, anunciando un poco la democracia participativa de hoy. Al institucionalizarse, el comité de acción de Rhône-Poulenc se murió por dentro: plantear reivindicaciones (incluso extremistas, al principio) en un marco semejante conduce rápido a discutir sobre la mejor o menos mala forma de asegurar la producción. Los meses y los años siguientes, el mismo proceso arrastró a algunos de los más virulentos del 68 a abandonar la CGT para entrar en la CFDT((Mientras que la CGT en Francia es equivalente a CCOO en España como sindicato mayoritario con fuerte presencia estalinista, la CFDT es un sindicato amarillo —uno de los cinco sindicatos más grandes del país— que nace en 1964 a partir de la Confederación Francesa de Trabajadores Cristianos (CFTC), que en el 68 tiene una acción muchas veces hermanada con la CGT y en las siguientes décadas se va haciendo cada vez más próximo a la patronal, primero con los gobiernos socialistas y más tarde y actualmente con los gobiernos de la derecha francesa [N. de T.])).

Al principio y durante la mayor parte de la ocupación de Censier, la inmensa mayoría de los participantes, obreros o no, habrían podido situarse en un eje cuyos objetivos serían el comunismo de consejos y el anarquismo. Básicamente su “programa” era la gestión obrera o la autogestión, y el medio de llegar a ello no era nada menos que el que la clase obrera y el conjunto del proletariado se apropiara de las luchas, de la huelga y de la insurrección, no sólo por fuera de partidos y sindicatos sino contra ellos. Lo que les unía se puede decir en tres palabras: democracia obrera, siempre que fuera auténtica, y autogestión, siempre que fuera generalizada. A partir de esas dos nociones —estrechamente ligadas— vendría rápidamente la reflexión crítica.

 

Maduración

Los comités de acción de Censier bien podían encontrarse entre los más resueltos ante el enemigo patronal, estatal y sindical, porque se revelaron como los otros adecuados a su función: ayudar a llevar la huelga hasta el final… que podía alcanzar “históricamente”. Su posterior declive, que para algunos duró varios años, no sin algunos regresos hermosos a las llamas, estaba escrito en el final de esta función. Algunos de entre nosotros esperábamos un florecimiento de organismos de base, nacidos precisamente de la toma de conciencia del papel de las estructuras burocráticas y de la necesidad de órganos autónomos, es verdad que minoritarios, pero que con un poco de coordinación conseguirían perdurar en el tiempo.

Puras ilusiones. En el espacio laboral ninguna organización permanente de proletarios puede mantenerse sobre la única base de algunas negaciones compartidas, por muy justificadas que estén. Uno sólo se reúne con constancia en el tiempo por objetivos accesibles o juzgados como tales.

Cuando Censier, como otros locales universitarios, volvió al control del Estado en el verano del 68, sus antiguos ocupantes tardaron en ponerse a buscar un nuevo sitio, que al principio fue una salita de la Mutualité. A veces había muchos participantes, pero generalmente no. Sin embargo, la diferencia esencial no estaba ahí: ese lugar que seguía siendo un hogar común de los trabajadores radicales hacía converger ahora más las ideas que las acciones.

El reagrupamiento que se produjo en Censier no tuvo más nombre que el de ese lugar, apelación por cierto más utilizada después que durante la ocupación. Al bautizarlo como Inter-Entreprises [Inter-Empresas], lo que vino después supuso un repliegue sobre el mundo del trabajo e implicó una visión ante todo obrera de la revolución. En completa coherencia con esta inevitable involución, una tarde, al principio de una de las primeras reuniones en la Mutualité, Henri Simon, uno de los principales animadores de Informations et Correspondances Ouvrières, distribuyó una hoja que sintetizaba las informaciones emitidas la anterior ocasión sobre las empresas representadas. Esa era la perspectiva del ICO: hacer circular “noticias para el buzón”.

Es entonces cuando un cierto número de compañeros, en particular los que llamaremos, a falta de algo mejor, “la Vieille Taupe”, comenzaron a comprender que una perspectiva como esa seguía razonando en términos de organización, pero (a diferencia de los leninistas) de una organización autoproducida, proveniente de la base. Según esta concepción, si los obreros no luchan hasta el final (=hasta la revolución) es porque ignoran que otros obreros también lo intentan o lo desean: igualmente la prioridad es la de difundir la información sobre las luchas, siendo esta información la condición nº1 de la autonomía obrera.

La huelga general de mayo-junio nos parecía que demostraba algo distinto. En muchas empresas la iniciativa de la huelga probaba la capacidad de los proletarios para actuar pese al monopolio sindical y oficial (hoy diríamos “mediático”) de la información. Si después los trabajadores de Renault se quedaron en el marco de una negociación, no es porque no supieran lo que hacían los trabajadores de Peugeot: tanto en Renault como en Peugeot se quedaron ahí porque globalmente ese marco les convenía. Un movimiento social se proporciona primero la información que necesita.

No había lugar después de mayo-junio del 68 para una organización obrera autónoma permanente que condujera las luchas reivindicativas por una línea de “lucha de clases”. En cuanto a los enfrentamientos cotidianos, los izquierdistas (un poco la Izquierda Proletaria, donde el componente obrero era muy antisindical, pero sobre todo otros como los trotskystas de Lutte Ouvrière) allí se entendían entre ellos infinitamente mejor que en Inter-Entreprises. En efecto, su práctica (“capitalizar” las luchas para construir una organización, es decir, la suya) permitía engancharse a los impulsos de la base, perpetuar una organización y reclutar militantes. Algunos trotskystas no se convirtieron para nada en responsables de las secciones sindicales de la CFDT en aquel momento, más tarde de la CGT y ahora de SUD. A los compañeros que les parezca fatalista nuestro análisis, les preguntaremos dónde y cuándo, desde el 68, una organización que se pueda calificar de revolucionaria ha creado y mantenido un grupo de fábrica más allá de un periodo de fuertes turbulencias sociales (por ejemplo, en Francia después de 1968-72 o en Italia después de los años 70). Y no es por no haberlo intentado.

Inter-Entreprises no se murió en unas semanas, pero se había perdido ya su dinámica. Sin duda Censier tuvo sus correlatos y prolongaciones en la Italia de 1969 y en otros muchos sitios, por ejemplo en el asamblearismo español de principios de los años 80. Desde América Latina hasta China, los años 60-70 estuvieron atravesados por huelgas de masas e insurrecciones, entre las cuales algunas contenían una carga crítica tan explosiva, si no más, como el Mayo francés. El grupo Vieille Taupe no tenía la pretensión de considerar la historia mundial a partir de un pequeño trozo de Europa. La crisis social del 68 en Francia no nos parecía en absoluto un ejemplo a seguir, sino como revelador de una realidad universal.

En concreto, lo que habíamos vivido en Censier echaba por la borda, si hubiera habido tal cosa, la creencia en la necesidad de un partido dirigente, pero también el miedo de acabar con la espontaneidad proletaria imponiéndole una organización.

A principios de 1969, François Martin (=François Cerutti) escribió lo que, tras discutirlo y transformarlo, sería publicado tres años más tarde como el nº1 de Mouvement Communiste. Su reflexión también aprovechaba su experiencia de obrero en una fábrica de zapatos autogestionada en Argelia después de la independencia.

Ante todo, F. Martin quería comprender de qué forma una revolución comunista suponía pero no era una acumulación de luchas reivindicativas autogestionadas, amplificándose en cantidad y transformándose en cualidad, fijándose pronto en enemigos políticos, en las fuerzas de represión estatales y después en los partidos, a continuación en el parlamentarismo, antes de terminar por enfrentarse a las relaciones sociales. Hay un abismo entre el momento de ruptura que supone el desencadenamiento de toda huelga “dura” (y de todo conflicto radical), el impulso fundamental que contiene, la brecha expuesta de esa forma, y el cierre que representa su final, incluso victorioso. La autoorganización (a veces breve) que nace de la ruptura inicial no solo no es un fin en sí mismo (lo que le conviene a cada uno) sino que depende de algo distinto a sí misma. El proletariado es lo que hace y lo que es depende de lo que hace. En otras palabras, la revolución nunca es un problema de organización.

 

Los obreros contra la burocracia

Una experiencia no prueba ni enseña nada por sí misma. La teoría revolucionaria no está ahí para (re)descubrirla como un tesoro intacto bajo gruesas capas de pasado: porque tiende a lo que el proletario tiene de más profundo y por tanto de más contradictorio, esta teoría está inevitablemente oculta pero también desviada por todas las variantes de la contrarrevolución. Apropiarse de la sustancia del movimiento proletario desde sus orígenes significaba tanto desarrollarla como restaurarla.

Eso nos conducía a revisar el “bagaje” teórico de una generación que, como reacción al estalinismo y de forma casi natural, hacía una prioridad del rechazo de la burocracia, ya fuera de Estado, de partido o de sindicato. En 1972, en el posfacio a una reedición en La Vieille Taupe de Las relaciones de producción en Rusia((Primer volumen del libro de Castoriadis La sociedad burocrática en Tusquets [N. de T.])), artículo de P. Chaulieu (=Castoriadis) para el segundo número de Socialisme ou Barbarie (1949) y uno de los textos fundadores de esta revista, Pierre Guillaume mostraba las consecuencias de «la caracterización del capitalismo ruso como capitalismo burocrático: […] al programa anticapitalista le sustituía un programa antiburocrático, donde la autogestión, la autonomía y la democracia jugaban un papel determinante. Toda la concepción comunista se encontraba allí completamente transformada. El papel del proletariado en tanto que comunidad viva, negadora en sus actos de la comunidad material del capital, deja de ser central. El comunismo deja de ser la única alternativa potencialmente presente en las relaciones de producción capitalista. La burocracia es una amenaza, una tendencia humana permanente a la que se opone otra tendencia humana, la autonomía. La noción misma de proletariado y de comunismo se ve aquí transformada por completo».

El desarrollo de la huelga general que acabábamos de vivir nos obligaba a dejar de considerar los binomios democracia/burocracia y mayoría/minoría como herramientas de análisis pertinentes o como criterios decisivos. En mayo del 68, cuando algunas decenas de jóvenes obreros bloqueaban las puertas de la fábrica para empujar a cientos de trabajadores a la huelga, no les estaban “forzando”, estaban tomando la iniciativa de un movimiento rápidamente reconocido por los otros como suyo. A la inversa, hacer que las bases votaran cada día la continuación de la huelga es una táctica burocrática ya probada para usar la energía de esas bases. En casi todos los casos, ante una práctica minoritaria, no existe ningún medio formal de saber si esta minoría obliga a la mayoría o toma simplemente la delantera. El mismo gesto (soldar las puertas, por ejemplo) contendrá sentidos opuestos según el contexto.

Nuestra crítica a la democracia no consistía en decir que “poco importa si algunos deciden en algún momento en contra de la mayoría, puesto que solo cuenta el objetivo: destruir el Estado, el beneficio y la mercancía”, porque ese objetivo sólo es realizable si participa en él lo que el Manifiesto llamaba «la inmensa mayoría». La extinción del trabajo y de la economía no se decreta, ni se organiza desde arriba. No nos estamos haciendo “bordiguistas”. Hasta sus últimos días, Amadeo Bordiga justificó la dictadura de los bolcheviques sobre el proletariado ruso no en nombre del comunismo que los bolcheviques habrían instaurado en Rusia (Bordiga sabía que no lo habían hecho), sino en nombre de una revolución mundial que los bolcheviques habrían impulsado desde Rusia, cuando de hecho Lenin y su partido se encontraron de pronto siendo los gestores del fracaso revolucionario, tanto en Rusia como en otros sitios. Al optar por la dictadura contra la democracia, no solo Bordiga no comprendía que en Rusia los proletarios habían perdido rápidamente todo poder después de 1917, sino que además se mantenía en el terreno de una revolución primero política y después social.

François Martin fue uno de los primeros en afirmar que en mayo del 68 casi todo el mundo se había comportado como partidarios de la democracia, incluida la IS cuando exigía la democracia de los consejos. Ciertamente, nadie confunde la democracia directa generalizada, que desborda los muros de la fábrica para afectar a la totalidad de la vida, con el parlamentarismo burgués. Pero en tanto que forma de organización, la democracia directa es impotente para crear el contenido que nos importa, bien al contrario es la realización de este contenido la que será susceptible de realizar lo que pretende llevar a cabo la democracia, y que es indispensable: hacer circular las ideas, promover el debate, tener en cuenta la diversidad de opiniones, crear las instancias que necesita el movimiento, controlar a nuestros representantes, etc.

 

Crítica de la Izquierda Comunista

Como ya se ve, nuestra reflexión era tan crítica con la Izquierda alemana como con la Izquierda italiana, con Pannekoek y Gorter como con Bordiga. Cuando François Martin publicaba, a partir del proceso concreto de la lucha de clases, la Contribución a la crítica de la ideología de ultraizquierda((Gilles Dauvé: Leninismo y ultraizquierda (Contribución a la crítica de la ideología de ultraizquierda), Zero Zyx, disponible en http://blog.vela-do.net/wp-content/uploads/2013/10/74189056-Dauve-Gilles-Jean-Barrot-Leninismo-y-ultraizquierda-1969.pdf)), escrito en 1969 y firmado por Jean Barrot, enfocaba este texto gracias a un desvío por la herencia teórica de la Izquierda Comunista, que este texto confrontaba a nuestra práctica en mayo-junio del 68. Añadamos que el desvío pasaba también por la IS. En efecto, al extender la gestión obrera a todos los dominios de la vida, los situacionistas habían aportado —en parte a su pesar— los elementos que permitían hacer estallar el marco gestionista. La gestión de todo supone más que la mera gestión.

Se distribuyeron algunos ejemplares del texto en dos reuniones organizadas por iniciativa del ICO, una cerca de París en la primavera de 1969, después una segunda, ésta internacional, en Bruselas ese verano. No fue discutido ni en una ni en otra.

Cuarenta años después, algunos camaradas leen nuestra crítica como una apertura hacia una teoría postobrera o postproletaria de la revolución. Esta interpretación es contraria al objetivo del texto, que quería ser una tentativa, no para refundar, sino simplemente para retomar la teoría del proletariado. En 2011 tanto como en 1969, una perspectiva postproletaria supondría un postcapitalismo, el cual existirá quizá un día, pero hoy no es el caso.

Lo que intentamos decir es que el comunismo no es un capitalismo a la inversa, donde el salariado sería dirigido por los asalariados y donde tendríamos el trabajo sin el capital. (Vemos aquí un punto crucial del que hemos tenido que renunciar a debatir con los herederos de la izquierda alemana). En consecuencia, la revolución comunista es un momento de exacerbación de la lucha de clases —lo cual no significa ríos de sangre, sino en todo caso combates que no seguirán siendo solo verbales— para que las cuestiones clave sean puestas sobre la mesa y que hace posible pensar en el fin de las clases. Antes de llegar a un cierto umbral de conflicto, la existencia y la legitimidad de las clases jamás serán puestas en cuestión. Pero este paroxismo de la lucha social sólo es comunista si desde sus principios se pone en marcha el final de las clases: tampoco la lucha propiamente política, la destrucción del Estado, tiene sentido si no es con la comunización. Si no, encerrada en su radicalidad, tanto los enfrentamientos armados con el Estado y las fuerzas conservadoras como en la virulencia de sus debates internos, la revolución terminará por girar sobre sí misma y fracasaría. (Esto es lo que siempre hará que los herederos de la izquierda italiana nos califiquen de semianarquistas).

 

Hacia una síntesis

Decimos una síntesis, y no la síntesis, porque solo un espíritu religioso cree que pueda existir un momento tan excepcional como para que la historia pudiera desvelar la totalidad de su sentido (en un análisis que también sería excepcional).

Nos falta espacio para un análisis de conjunto, pero la evolución no se produjo de la nada, sino que sufrió en concreto dos “choques” en los siguientes años. Si en Portugal la autonomía obrera se mostró capaz de mucho en 1974-1975, no bastó para producir un antagonismo con el capital, y a menudo tomó vías muertas, sobre todo autogestionarias. Más tarde, en Polonia, aunque haya sido el principal agente de la caída de la burocracia, probando de forma brillante “la centralidad del trabajo” en las sociedades modernas, la clase obrera ayudó igualmente a resucitar lo que creíamos muerto: la nación, el pueblo o una democracia que renovara del Estado. Ahora bien, durante decenios y contra el comunismo oficial, contra las ciento y una variantes de reformismo, contra el pensamiento que cuestiona todo y el mundo intelectual, toda una parte de la crítica radical había afirmado la fuerza revolucionaria de la clase obrera y extraído en 1968 nuevos argumentos en este sentido. Los acontecimientos en Portugal y Polonia obligaban a comprenderlos un poco mejor. La solución (la clase obrera) hace parte del problema histórico que hay que resolver, pero este problema solo la clase obrera es capaz de afrontarlo, y eso implica que tiene que ajustar cuentas también consigo misma. Porque hacen funcionar el capitalismo, los proletarios también pueden hacerlo caer.

En la Alemania de 1919, la mayoría del proletariado dio su apoyo, al menos pasivo, a la contrarrevolución armada dirigida por un gobierno socialista. Pero en Portugal y en Polonia fue la acción de los obreros, incluido cuando escapaba al control de los aparatos sindicales y de partido, la que tomó el camino de la reforma. Por muy importante que fuera, la burocracia no era el obstáculo nº1 ni el candado que impedía a los proletarios forzar la puerta de la revolución, puesto que ellos mismos mantuvieron cerrada esa puerta.

Con una constatación como esa, algunos como Invariance (después de que Jacques Camatte hubiera contribuido de forma importante a clarificarnos sobre la importancia de la Izquierda italiana y de Bordiga después de 1945) concluían que los proletarios no actuaban ni actuarían nunca más que como clase del capital y para él.

Otros, entre los que nos encontrábamos, pensábamos al proletariado como una contradicción histórica que sólo él era capaz de resolver… o no:

Primero, hay una relación entre el contenido de la transformación y el grupo social del que la contiene: el proletariado es la disolución potencial de la sociedad moderna. Por otro lado, la naturaleza del que la contiene no produce automáticamente ese contenido: en dos siglos de lucha, esta fuerza de disolución que llevan consigo los proletarios no la han puesto aún en práctica para pasar al comunismo. Ya se habrá comprendido que no queremos “refundadores”.

Para resumir, se nos permitirá retomar lo que ya habíamos expuesto en otro sitio: la Izquierda “alemana” (en sentido amplio, incluyendo a muchos holandeses, sin olvidar a los herederos un poco lejanos, algunos deliberadamente ingratos como Socialisme ou Barbarie) nos había enseñado a comprender la revolución como autoactividad, autoproducción por los explotados de su emancipación. De ahí la necesidad de rechazar toda mediación: parlamento, sindicato o partido.

La Izquierda “italiana” (y de nuevo aquí, más allá de Italia, en concreto en Bélgica con la revista Bilan entre 1933-1938) recordaba que no hay comunismo sin destrucción del sistema mercantil, del salariado, de la empresa como tal y de toda economía como esfera especializada de la actividad humana.

Lo que Bordiga y los bordiguistas recordaban como programa a realizar una vez destruido el poder político burgués, la IS mostraba que no puede triunfar sin comenzar inmediatamente el proceso de extinción del intercambio mercantil, del salariado y de la economía, mediante una transformación de todos los aspectos de la vida, que no se llevará a cabo en una semana o siquiera un año, pero no tendrá ni impacto ni éxito si no se hace desde el principio de la revolución.

Esquemáticamente, la Izquierda alemana ayuda a ver la forma de la revolución, la Izquierda italiana su contenido, y la IS el único proceso que puede realizar ese contenido.

Decir que la izquierda alemana se funda sobre la experiencia proletaria, la izquierda italiana sobre el futuro y los situacionistas sobre el presente, basta para mostrar en qué se contraponen esas contribuciones, a riesgo de perdernos entre tantos espejos. Pero esta convergencia ayuda a comprender la revolución como comunización: no se trata ni de tomar el poder ni de pasar por encima, sino de destruirlo al mismo tiempo que se transforma el conjunto de las relaciones sociales, cada momento del doble proceso donde lo uno refuerza a lo otro.

 

Algunas palabras sobre la palabra

Por lo que sabemos, el primer texto donde la palabra comunización aparece en la acepción que nos interesa es en Un monde sans argent, escrito por Dominique Blanc y publicado en 1975-76 por la Organisation des Jeunes Travailleurs Révolutionnaires, que ya había editado antes en 1972 La militancia, fase suprema de la alienación((Disponible en https://fr.scribd.com/document/261967594/La-militancia-fase-suprema-de-la-alienacion)), texto que se volvió más tarde en un clásico. (Algunos miembros de la OJTR participarán más tarde en King Kong International y después en La Guerre Sociale). Después de que la idea circulara en el pequeño entorno de La Vieille Taupe, D. Blanc —entonces habitual de la librería— es el primer en haberla puesto públicamente en el centro de la perspectiva revolucionaria:

Insurrección y comunización están íntimamente ligadas. No se producirá en un primer momento la insurrección y después, gracias a esta insurrección, la transformación de la realidad social. El proceso insurreccional extrae su fuerza de la propia comunización.

En ese sentido, Un monde sans argent es un texto fundador, retomado y desarrollado por otros en los años siguientes: citemos solo À bas le prolétariat. Vive le communisme (Les Amis du Potlatch, 1979).

 

 

II. Comunización: ¿quién? ¿qué? ¿cómo?

Se presentan dos dificultades. Primero, el rechazo de la civilización capitalista conduce al absurdo si se limita a desmarcarse para deducir de ello el “programa” opuesto, que sería el del proletariado. Además, contra esta civilización sólo lo hemos visto en la práctica algunos esbozos revolucionarios, como en la España de 1936. «Las palabras de las que disponemos para describir una sociedad no tienen previsto que esta sociedad pueda ser comunista» (Bruno Astarian: Activité de crise et communisation, 2010). Por muy rigurosa que se quiera, la reflexión sobre la comunización avanza hipótesis que la creatividad proletaria superará con sus actos, sobrepasando lo que hoy parecen conceptos audaces. Nadie se sorprenderá entonces si este ensayo desarrolla algunos aspectos de la comunización, si otros simplemente se esbozan y otros son dejados a posteriores reflexiones.

 

No un programa

No se trata de un proyecto que realizar algún día, de un programa que aplicar, es verdad que conforme a los intereses vitales del proletariado, pero que les sería “externo”, como una casa existe antes en la cabeza de un arquitecto antes de adquirir su propia existencia una vez construida. La comunización tiene que ver con lo que es y hace el proletario.

Lo que distingue a  Marx (y a otros) del socialismo llamado utópico no es que el autor del Capital siguiera un método científico o que se negara a anticipar el futuro. La diferencia esencial es que Marx va a buscar la solución a las relaciones de explotación. Cuerpo y corazón del capitalismo, el proletariado es también el vector posible del comunismo. «Sin reservas», al contrario del siervo o del aparcero, el proletariado no mantiene sus condiciones de vida sin su relación con el capital: si  éste deja de comprar su trabajo, el proletario ya no es nada. Además, toda grave crisis social abre la posibilidad para el proletariado de inventar “otra cosa”. Sea cual sea el origen de la lucha, ya obtenga concesiones o acabe asfixiada, aplastada o desviada, a menudo se ve acompañada de esfuerzos y a veces tentativas para producir esa “otra cosa”.

Se manifiesta una posibilidad de ruptura cada vez que la relación de explotación se ve atrapada en una crisis histórica mayor, que para el proletariado no coincide necesariamente con lo que la burguesía determina que es una gran crisis económica. Desde ese punto de vista, y en la medida en que un año sirve como símbolo, 1929 nos importa menos que 1919, y 1974 (el principio del fin de los “30 Gloriosos”) menos que 1968. En las crisis de la relación salarial, donde los proletarios actúan en condiciones que dependen en parte de ellos (solamente en parte), se juega una contradicción fundamental que la teoría comunista tiene la función de clarificar: indica que lo que el proletariado «estará obligado a hacer históricamente» (Marx), no en qué momento —y menos aún en qué único momento— se verá obligado.

Es por eso que podemos y debemos hablar de la comunización a la vez en el pasado y en el presente. Se trata de algo diferente a un ideal. Imaginar una sociedad futura no sirve de nada sin un análisis de la que la habrá precedido, y del paso de la una a la otra. Para evitar describir un bello futuro inaccesible, hay que reflexionar a la vez sobre lo que sería el comunismo, cómo hacerlo llegar y sobre quién será el mejor situado para eso.

 

¿Una novedad?

Si el capitalismo en su naturaleza es invariante, aunque sus lógicas actúan de forma diferente en función de la evolución histórica, igualmente las modalidades de aplicación del comunismo dependen del momento que le vio nacer. En tanto que movimiento de emancipación, el comunismo es anterior al proletariado moderno y ya actuaba en tiempos de Espartaco, de los müntzerianos o los cavadores [diggers]. Cincuenta años antes de Marx, Babeuf le debía poco a la industrialización. Esos movimientos y otros tantos estaban animados de un deseo de vivir algo distinto a lo que la clase dominante proponía e imponía. La parte de invarianza se atiene a lo que el proletariado es desde el origen y será hasta su final, separado radicalmente de los medios de producción, y por tanto de los medios de vida. Esta desposesión es la condición de que se pusiera a trabajar al proletario en provecho del capital. Pero implica también que, desde sus principios, el proletariado debe ser capaz de una revolución que superará la propiedad, las clases, el trabajo separado, y llevará a cabo la emancipación humana.

Lo que designa la palabra comunización es por tanto tan antiguo como las luchas de proletarios cada vez que han intentado emanciparse.

«Retomar el estudio del movimiento obrero clásico de forma desengañada», como invitaba la IS en 1962 en su nº7, no significa tomar lo opuesto del mito del proletariado que tiende sin cesar hacia el comunismo, para pensar que los obreros siempre reivindican un capitalismo más suave, glorificando el trabajo, adhiriéndose mejor que la burguesía a la ideología del progreso, y cuyas luchas más radicales se reducen a querer crear un imposible capitalismo obrero. Esta reconstrucción histórica remplaza un mito por otro. Olvida que lo menos bueno y lo peor que los proletarios han aceptado, lo han hecho por su voluntad y forzados a ello.

Igualmente, se tergiversan los hechos cuando se corta la historia del movimiento proletario desde principios del siglo XIX en dos fases: la primera (que terminaría, por ejemplo, hacia finales del siglo XX) durante la cual el proletariado y la casi totalidad de sus teóricos, no habrían sido capaces de elevarse sobre una conciencia y una práctica que habría que calificar como capitalistas; y la segunda (hoy) donde ese programa capitalista se volvería imposible y no le quedaría al proletariado más que la elección entre la revolución comunista y la barbarie.

En tanto que ha sido —y es aún hoy— vivo, ofensivo, antiestatal, el movimiento proletario se ha dado implícita y a veces explícitamente un proyecto donde estaba presente el comunismo, y que no se reducía a remplazar la explotación del hombre por el hombre por la explotación de la naturaleza por el hombre. Los comuneros, los proletarios españoles del verano de 1936, los obreros turineses en 1969 no tenían por lógica ni por intención “desarrollar las fuerzas productivas”, ni hacer funcionar las mismas fábricas sin patrones. Fue su derrota la que alejó los objetivos comunitarios y fraternales, la que barrió las perspectivas de unión entre el hombre y el resto de la naturaleza, y la que impuso lo que permitía y llamaba el dinamismo capitalista. Si, hasta ahora, los proletarios han podido iniciar prácticas comunistas en el sentido fuerte de la palabra, es decir, prácticas que afectaban la estructura social y la vida cotidiana, raramente han ido más allá de la fase insurreccional, puesto que la mayor parte de los levantamientos han sido aplastados o asfixiados. Cuando los insurgentes lo consiguieron, a veces intentaron vivir algo distinto a un capital gestionado por el trabajo. Y los límites —estrechos— de estas tentativas, por ejemplo en la España de 1936-39, no se debían solamente a una carencia del programa social, sino al menos en la misma medida al hecho de haber dejado el poder político al Estado y a las fuerzas antirrevolucionarias.

No llegamos a ponderar lo suficiente lo que deben nuestras teorizaciones a nuestros fracasos. Si la Comuna de París fue un avance gigantesco, en ciertos sentidos aún no superado, también indicaba el callejón sin salida del comunalismo. Rusia ha ilustrado ya la suerte de una insurrección que se limita a una toma del poder, y España mostró lo que ocurre a las socializaciones cuando se deja intacto el Estado. Pero en cada ocasión la “lección” es negativa, la contrarrevolución se fija y consolida el contenido de lo que ha intentado el proletariado.

 

Estancamiento y progresión en la teoría revolucionaria

¿Por qué ha esperado hasta finales del siglo XX un proyecto “comunizador”, presente desde hace tanto tiempo, para hacerse preciso?

Antes de 1848 empezaron a nacer en el seno de un capitalismo poco desarrollado algunos fulgores teóricos comunistas. Los Manuscritos de 1844 expresan el filo de la crítica social de entonces, avance teórico que ni su propio autor pensó que era útil hacerlo conocer (tardará más de un siglo en ser publicado). A continuación, consolidándose contra la burguesía triunfante, la intuición gana en capacidad de demostración lo que pierde en profundidad visionaria, y su contenido sufre una involución: las medidas concretas propuestas en el Manifiesto (1848) son las de una democracia radical en la que subsisten Estado y dinero, el Libro I de El capital (1867) sólo de forma implícita llega a exponer un programa comunista, el cual aparece apenas en la Crítica del programa de Gotha (1875). Queriendo inscribirse en el movimiento que llevará a cabo lo que ya intuye él, Marx investiga las leyes de la historia y su crítica de la economía política lo lleva al camino de una economía política crítica.

En cambio, sin que sin embargo haya una correspondencia automática, cuando un asalto proletario sacude en sus cimientos la sociedad, se encuentra implícitamente fulgores pasados hasta entonces olvidados, y fuerza la teoría a “avanzar”: la Comuna le muestra a Marx que el poder del Estado, hasta entonces admitido como instrumento utilizable por el proletariado, debe ser destruido y remplazado por otras formas políticas, las únicas adecuadas a la revolución.

A su vez, la “lección” que Marx extrae de la Comuna acaba siendo olvidada por un movimiento obrero cada vez más fuerte, pero con fuerza para reforma, no para la revolución.

Y como un nuevo giro, a principios del siglo XX el nacimiento de los soviets ayuda a “redescubrir” lo que afirmaba Marx en 1871: «El combate del proletariado no es simplemente un combate contra la burguesía, para el poder del Estado como objeto, sino que es también un combate contra el poder del Estado. […] El contenido de esta revolución es la destrucción y la disolución de los medios de acción del Estado mediante los medios de acción del proletariado» (A. Pannekoek, Acción de masas y revolución, 1912).

Como Gide en Los monederos falsos (1929), Marx habría podido decir: «Sólo escribo para ser releído».

En 1903, al preguntarse por qué «vemos un frenazo semejante desde hace años en las teorías de Marx […] [ya que] la herencia de Marx se ha quedado sin cultivar», Rosa Luxemburgo respondía:

Cada época forma su propio material humano; que si un periodo realmente exige exponentes teóricos, el periodo mismo creará las fuerzas necesarias para la satisfacción de esa exigencia. ¿Existe una verdadera necesidad, una real demanda de mayor elaboración de la teoría marxista? […] Pero la creación de Marx, que como hazaña científica es una totalidad gigantesca, trasciende las meras exigencias de la lucha del proletariado para cuyos fines fue creada. […] Marx nos ha dejado mucho más de lo que resulta directamente esencial para la realización práctica de la lucha de clases. […]

Si, pues, detectamos un estancamiento en nuestro movimiento en lo que hace a todas estas cuestiones teóricas, ello no se debe a que la teoría marxista sobre la cual descansan sea incapaz de desarrollarse o esté perimida. Por el contrario, se debe a que aún no hemos aprendido a utilizar correctamente las armas intelectuales más importantes que extrajimos del arsenal marxista en virtud de nuestras necesidades apremiantes en las primeras etapas de nuestra lucha. No es cierto que, en lo que hace a nuestra lucha práctica, Marx esté perimido o lo hayamos superado. Por el contrario, Marx, en su creación científica, nos ha sacado distancia como partido de luchadores. No es cierto que Marx ya no satisface nuestras necesidades. Por el contrario, nuestras necesidades todavía no se adecúan a la utilización de las ideas de Marx. […]

Recién cuando la clase obrera se haya liberado de sus condiciones actuales de existencia, el método de investigación marxista será socializado junto con todos los demás medios de producción para utilizarlo en beneficio de la humanidad en su conjunto.((Rosa Luxemburgo: Estancamiento y progreso del marxismo, disponible en https://www.marxists.org/espanol/luxem/03Estancamientoyprogresodelmarxismo_0.pdf))

Para tomar sólo tres textos célebres escritos por un mismo autor, ¿Qué hacer? (1902), El Estado y la revolución (1917) y El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo (1920) expresan tres momentos fuertemente diferenciados de la lucha proletaria, refractados en el propio Lenin en tres caras: la socialdemocracia radical («jacobino indisolublemente ligado a la organización del proletariado consciente», dirá Lenin), el revolucionario que prepara la insurrección de Octubre y el jefe de un Estado supuestamente “obrero”  que justifica sus acuerdos y maniobras.

Dependiente de las circunstancias en que el movimiento comunista actuaba —o se perdía— en las organizaciones amplias, la teoría lo es más aún cuando ese movimiento se reduce a débiles minorías. Si la Italia de los años 1969-1977, el país que más se acercó en aquel momento a una ruptura revolucionaria, no dio lugar a que se explicitara la comunización, una de las razones es que la autonomía obrera italiana insistía (en la práctica y en la teoría) más sobre “el agente” o el sujeto de la revolución que sobre su contenido, contenido que deducía por cierto de la persona y de la acción de este sujeto: el comunismo terminaba por reducirse a la autonomía. (Este mismo hecho estaba ligado a los límites del operaísmo: querer crear o impulsar una organización). Más allá de hipótesis como esta, sería arbitrario explicar el detalle de las teorizaciones propias de un país por el curso general de la lucha de clases…

 

¿«Comunismo o barbarie»?

La única vía posible hacia la emancipación humana es la de una revolución que comunizará el mundo capitalista, porque ese mundo no producirá por sí solo una transformación que únicamente puede venir de la acción del proletariado: el capitalismo nunca se volverá por sí mismo caduco.

Si ese fuera el caso, si el capitalismo estuviera terminando lo que sería su “misión histórica”, la comunización se presentaría como algo bastante sencillo: extrayendo las consecuencias lógicas de la caducidad de un sistema que llega al final de su dinámica, la comunización aboliría con tanta mayor facilidad el trabajo, que habría dejado de ser esencial, eliminaría a las élites burguesas reducidas a un papel parasitario, eliminaría un intercambio mercantil que se habría vuelto absurdo por sus propios excesos, y neutralizaría sin muchos perjuicios los órganos de represión, privados ya del apoyo popular. No se trataría más que de realizar aquello de lo que el capitalismo habría establecido las bases.

Pero la historia no se deja analizar así.

Reflexionar sobre la historia exige periodizarla, y es una de las diferencias entre Marx y los socialistas o comunistas utópicos, pero todo depende de cómo se periodice.

En los siglos XVIII y XIX se impuso en Occidente un esquema progresista: la historia se asimilaba en él a una sucesión lineal de etapas donde cada una era superior a la anterior, al mismo tiempo que preparaba la siguiente, supuestamente más estable, más próspera, más justa y pacífica. Esta supuesta superioridad (una de cuyas condiciones, según este esquema, es la invención de técnicas que liberan al hombre poco a poco del trabajo manual) da a la nueva fase la fuerza histórica que le permite ocupar el lugar de la precedente, antes de que ésta agote su dinámica y que, a su vez, otra —aún mejor— deba sucederla.

Hasta que la guerra de 1914 lo tiró por los suelos, este mito se estuvo nutriendo del ascenso de la burguesía…

…retomado desde finales del XIX por el marxismo de la II Internacional, que lo coronó de una última etapa: la historia iba a producir, gradual e inexorablemente, las condiciones favorables para el socialismo. Sociedad arcaica, precapitalismo, protocapitalismo, capitalismo liberal, monopolista, imperialismo… cada fase, a la vez inevitable y necesaria, se suponía que tenía que aproximar el momento en que la clase obrera haría su revolución (versión radical) o socializaría el capitalismo sin violencia (versión reformista).

Entre estas dos versiones, entre el paso pacífico al socialismo y la revolución violenta desencadenada por la crisis mortal, había un punto en común: la certeza de la inevitable llegada de un periodo que abriera la vía al socialismo o al comunismo, como ningún periodo anterior lo había hecho ni lo había podido hacer.

En cambio, ni antes de 1914 ni en plena crisis del 29 probaron los teóricos marxistas de una “última fase del capitalismo”, la de su “crisis mortal”, lo que habían querido demostrar: un límite estructural a la continuación de la relación capital-trabajo, límite que se remitía a la naturaleza de la reproducción ampliada del capital, cuyo mecanismo en una fase determinada terminaría lógicamente por producir la imposibilidad de reproducirse. Probaron algunas contradicciones fundamentales pero, como decía Marx, contradicción no quiere decir imposibilidad. Más vale comprender la dinámica del sistema que deducir de su definición un punto de bloqueo programado. El único obstáculo histórico a la renovación de las condiciones de equilibrio indispensables para el capitalismo vendrá del proletariado. No hay una época durante la que la revolución sería imposible, seguida de otra en la que se volvería posible-necesaria. Sólo una revolución comunista nos autorizaría para decir: acabamos de derribar el capitalismo, porque hemos provocado y visto sus últimos días. Ningún momento-bisagra de un sistema puede ser considerado como final antes de que ese sistema haya encontrado su fin.

El catastrofismo marxista es un progresismo a la inversa: en lugar de llevar a la liberación gracias a las máquinas, a la ciencia y a la educación, la civilización industrial-mercantil-capitalista va a suicidarse en una gigantesca crisis económica (hoy, los partidarios de una visión así añaden que esta misma civilización se hace imposible por la destrucción de su medio natural).

Sin embargo, sean cuales sean sus errores y sus méritos, esas teorías expresaban la esperanza concreta —es decir, encarnada en las luchas— de millones de proletarios que habían sido conducidos a preguntarse si el capitalismo no dejaría más elección a la humanidad que entre la autodestrucción y el comunismo:

Decía Engels: “La sociedad burguesa se encuentra ante un dilema: o avance hacia el socialismo o recaída en la barbarie”. ¿Qué significa “recaída en la barbarie” en el nivel actual de la civilización europea? […] El triunfo del imperialismo conduce al aniquilamiento de la cultura; esporádicamente, durante la duración de una guerra moderna, y definitivamente, en el caso de que el período iniciado de guerras mundiales haya de seguir su curso sin obstáculos hasta sus últimas consecuencias. Hoy nos encontramos, como Engels pronosticaba ya hace una generación, hace cuarenta años, ante la alternativa: o el triunfo del imperialismo, el ocaso de toda civilización y, como en la vieja Roma, despoblamiento, degeneración, desolación, un enorme cementerio; o victoria del socialismo, es decir, de la lucha consciente del proletariado internacional contra el imperialismo y su método: la  guerra. Este es el dilema de la historia mundial; una alternativa, una balanza cuyos platillos oscilan ante la decisión del proletariado con conciencia de clase. El futuro de la cultura y de la humanidad depende de que el  proletariado arroje con varonil decisión su espada de lucha revolucionaria en uno de los platillos de la balanza.((Rosa Luxemburgo: La crisis de la socialdemocracia (1915), disponible en www.omegalfa.es/downloadfile.php?file=libros/la-crisis-de-la-democracia.pdf))

La alternativa “socialismo o barbarie” tenía tanto —si no más— el valor de una exigencia como la fuerza de un análisis (lo cual también era), ya que desde que fue lanzada en plena carnicería industrial de 1914-1918, el siglo XX excedió en barbarie lo que Rosa Luxemburgo describía e imaginaba en 1915. Al declarar caduco el sistema capitalista, el proletariado en lucha no quería decir que moriría por sí mismo, sino que no era inmortal, ya que los mismos proletarios eran capaces de derribarlo mediante su acción revolucionaria. No eran agnósticos o relativistas en materia de revolución: actuar por el comunismo supone pensarlo como posible. Su error no era considerar el periodo en que vivían favorable para la revolución, sino contar más con el apoyo de un determinismo histórico (la “crisis final” de un capitalismo al final del túnel) que con su propia práctica, como si hubieran tenido que probar la inexorabilidad del comunismo.

(Añadamos a esto que, desde un punto de vista comunista, la “caducidad” de este sistema no sólo se mide por el empobrecimiento y la devastación que provoca, por sus hecatombes, sus prisiones y torturas, sino también por lo que impone “pacíficamente”, por lo que nos acostumbra a ser, a creer, a desear. Ciertamente, se vive mejor como funcionario europeo en Bruselas que como mingong((Mingong se llama en China a la persona que tiene que migrar del campo a la ciudad, en un proceso esencial para el capitalismo que provoca la sangrienta proletarización del campesinado a partir de la privación de sus tierras —por múltiples medios, desde la violencia directa del Estado hasta el endeudamiento y el consiguiente embargo de las mismas, o la disminución progresiva de la propiedad de la tierra hasta que resulta imposible su uso para una agricultura de subsistencia— y que Marx denominó como acumulación primitiva. Gracias al buen hacer del Partido “Comunista” de China, como ya hiciera previamente su homólogo en Rusia, este término surge con el éxodo del campo en las últimas décadas del siglo XX [N. de T.])) en Shangai, y el lector de este texto preferirá sin duda el confort de un jacuzzi al lodo de los arrabales, pero no transformaremos el real o supuesto “buen lado” del capitalismo si no eliminamos lo que tiene de peor… y viceversa).

Dos Passos cuenta esta reflexión de un obrero americano hacia 1916-1920:

Si solamente nos hubiéramos apropiado de los medios de producción cuando el sistema era todavía joven y débil, lo habríamos desarrollado lentamente en nuestro provecho, haciendo a la máquina esclava del hombre. Cada día que dejamos pasar nos hace la tarea más difícil.

A principios de este siglo, los estragos comprobados en el medio ambiente y las catástrofes anunciadas, incitarían a muchos de nuestros contemporáneos a superar este plan para juzgar imposible la transformación de un sistema ya incontrolable, abocado al exceso y la destrucción de todo, incluido a sí mismo.

Los comunistas de 1848 tenían la tendencia, legítimamente, a simplificar la cuestión revolucionaria. Pero en plena guerra de 1914-1918 y con mayor razón un siglo más tarde, es inevitable preguntarnos si no sería ya “demasiado tarde” , como hacía este obrero, o si (a la inversa) la presente época no ofrece en definitiva el único momento históricamente favorable, el “ahora o nunca”.

Siempre es tentador hacer depender la revolución social de un nivel concreto del desarrollo capitalista. O bien se cree posible la revolución, incluso inevitable, ahora y sólo ahora, cuando antes habría sido irrealizable, o bien, como este obrero hace ya un siglo, se cree superado el umbral en que era realizable. En el primer caso, la revolución se ve excluida en tanto que las condiciones del comunismo no están maduras. En el segundo, cuando el capitalismo haya alcanzado y después superado su madurez, se pudrirá destruyendo todo poco a poco, incluida la posibilidad de la revolución. En los dos casos, se trata de creer en “leyes” de la historia que harían obligatorio o prohibirían un acontecimiento en cierta etapa histórica y no en otra. Es biologizar la historia de las sociedades, asimilada a la evolución de un ser que crece, madura y después inexorablemente llega a las últimas o cae en la decadencia.

Esas tentaciones históricas son tan inevitables que es necesario cuidarse de ellas: la revolución no es más imposible hoy (a causa de la dominación total del capitalismo) que posible solamente hoy —y no ayer— (a causa de la misma dominación total del capitalismo).

¿Cómo una clase, cuya lucha por sus intereses inmediatos es una condición esencial de su emancipación, tiene un día la capacidad de transformar radicalmente el mundo, a la vez apoyándose en esta lucha y superándola? A menos de regodearnos con bellas frases, sólo podemos plantear la cuestión, y debemos planteárnosla…

…sin olvidar la imposibilidad de responderla hoy. Un corpus teórico no saca su legitimidad de su coherencia interna, sino de su confrontación “dialéctica” con la realidad social que le hizo nacer. Solo una revolución comunista pondrá fin a la separación entre crítica social y crítica práctica del mundo, confirmado algunas ideas para rechazar otras. Hoy en día ninguna hipótesis relativa a la revolución y al comunismo ha sido validada socialmente, y las verdaderas certezas que tenemos a nuestra disposición son negativas: comprendemos mejor de qué se desprenderá una revolución comunista, qué no hará, qué será incapaz de llevar a cabo y a qué se opondrá, qué no sabemos cómo se le dará hacerlo y aún menos en qué desembocará. En esas condiciones, las divergencias teóricas tienen menos importancia que la forma de abordarlas, afirmarlas, espetarlas o atrincherarse en ellas, sin olvidar las ganas o las pocas ganas de debatir con los unos y los otros. Ni ecuménicos ni polemistas, pensamos que es inútil la discusión con nadie que oculte bajo el abrigo un revólver o un piolet, aunque sea simbólico.

 

Salarización no es proletarización

La transformación de la propiedad privada fragmentaria, fundada sobre el trabajo personal de los individuos, en propiedad privada capitalista es, naturalmente, un proceso incomparablemente más prolongado, más duro y dificultoso, que la transformación de la propiedad capitalista, de hecho fundada ya sobre el manejo social de la producción, en propiedad social. En aquel caso se trataba de la expropiación de la masa del pueblo por unos pocos usurpadores; aquí se trata de la expropiación de unos pocos usurpadores por la masa del pueblo.

Estas son las últimas frases del penúltimo capítulo («Tendencia histórica de la acumulación capitalista») del Libro I de El capital (1867), capítulo que, según Maximilien Rubel, proporcionaría la verdadera conclusión de la obra.

Antes incluso de la muerte de Marx, el movimiento socialista explotó estas líneas (y otras interpretables en el mismo sentido) para explicar que un capitalismo organizado en empresas cada vez más interdependientes mundialmente tarde o temprano tenía que escapar a la vez a la propiedad privada y a la anarquía de la producción: bastaba por tanto con que los representantes de los trabajadores remplazaran a los patrones burgueses, y el socialismo llegaría por sí solo, sin revolución, siendo su llegada propia de un fenómeno casi natural.

La historia ha demostrado lo contrario. No solo no ha conducido la socialización capitalista a la revolución, sino que al salir de la Gran Guerra la clase obrera tuvo contra sí al resto de la sociedad, siendo la pequeño-burguesía la que más respaldaba la reacción. Al menos el comunismo, muy minoritario, tenía entonces la ventaja de poder identificar a sus enemigos declarados.

Un siglo más tarde, la salarización generalizada favorece la ilusión de una sociedad que circula en el magna de una clase medio sin orillas. Lo que domina los ánimos y muchos comportamientos es el modelo de la pirámide teorizada por Cardan [pseudónimo de Cornelius Castoriadis, N. de T.] hacia 1960, en los últimos años de Socialisme ou Barbarie: en la cúpula, un puñado de personas que toman las decisiones; abajo, una suma casi infinita de ejecutantes, desde el directivo al ama de casa, pasando por sutiles gradaciones donde el obrero se codea con el maestro (pero, por supuesto, estas dos palabras han desaparecido ya) y el estudiante asalariado con el enfermero no-funcionario, donde la diferencia visible ya no se deriva del oficio y de la categoría social, sino de tener un contrato temporal o indefinido, donde incluso el vocabulario se vuelve opaco, donde a menudo cuesta trabajo saber quién manda a quién, donde el adversario es anónimo e inaccesible, donde por tanto la situación de cada uno ya no parece tener una causa identificable en la que intervenir.

Si insistimos en ello es porque una parte del medio radical actual retoma el esquema aclasista tipo Cardan, queriendo ponerlo al servicio de un objetivo opuesto al de Cardan: ya no, como él, para rechazar la idea de revolución, sino al contrario para fundarla sobre una buena base. La tendencia a la fusión de las clases no crearía un magma pasivo, sino una masa activa apta al cambio, dado que (1) es mucho más numerosa que la clase obrera de antes, (2) está unificada por su función y su estatuto, y sobre todo (3) es capaz de una acción colectiva más “comunista” que la de los obreros cualificados y los no cualificados: en efecto, contrariamente a los obreros, esta masa no se sostiene en la mera defensa del trabajo y un programa de “desarrollo de las fuerzas productivas”. Lo que es más, (4) esa amplia agrupación cambiará la sociedad sin instaurar un Estado dictatorial ni perderse en una guerra civil. Así será superado el “clasismo” en el que se encerraron los obreros.

Esta falsa teoría tiene a su favor encajar bien con las apariencias contemporáneas.

Para comprender primero que todo el mundo no es más o menos proletario, y después que no todos los proletarios tienen la misma capacidad (y aún menos la misma voluntad) comunizadora es un trabajo al que hay que volver.

 

La comunización como autocrítica del trabajo asalariado

El mundo en que vivimos sigue estando estructurado por la relación capital-trabajo. Es imposible un capitalismo sin trabajo vivo y “directo”. Tenemos de ello una prueba negativa en la crisis de cualquier país donde la relación entre trabajo vivo y trabajo “muerto” (fijado en equipos e infraestructuras) está desequilibrada, mientras que a Alemania le va mejor porque la industria conserva allí un lugar en primer plano. Si una realidad como el salario o el trabajo se hubiera vuelto insignificante, difícilmente se comprendería que el capitalismo se obstinara en encerrar al proletariado en talleres y oficinas, como en la India y en China se obstina en poner ante las máquinas y en cadena a decenas de millones de personas. No solamente las viejas metrópolis capitalistas están lejos de eliminar de su territorio el trabajo directamente productivo, sino que una parte de sus empleos industriales han sido transferidos a los llamados países emergentes.

Este hecho, que es crucial, obliga a pensar una cuestión igualmente crucial: si el trabajo se defiende en tanto que trabajo ante el capital, como lo hace hoy en Asia y en otros lugares, ¿cómo pasará de ahí a la crítica del trabajo? Incluso si lucha con empeño por sus intereses, en tanto que se afirma como trabajo asalariado, el trabajo se perpetúa como el enemigo irreductible del capital, pero también como su socio forzado. Es ilógico que una lucha del proletariado fundada únicamente en lo que es (y que sigue siendo central), es decir, el trabajo, desemboque en la abolición del trabajo. Si se trata de reivindicar un mejor salario, de obtener que la empresa contrate siempre más y produzca siempre más, eventualmente con derecho para el personal de supervisar la organización del trabajo, este tipo de acción, aunque se lleve en plena autonomía y sin concesiones, no se sale del marco capitalista. El “reformismo armado” es una realidad más extendida de lo que imaginamos: incluso los sindicatos estadounidenses más conservadores han recurrido a la violencia, sin recular ante lo que se llamaría hoy “terrorismo” (cf. Dynamite de Louis Adamic). En tanto que las luchas se mantengan ahí —y globalmente, hasta ahora, se han mantenido ahí— no hay revolución ni comunización.

Aunque indispensable, una constatación como esa no basta.

La lucha del trabajo asalariado contiene más que la defensa del salariado, y la afirmación del obrero ante su empresa contiene más que la aceptación de la empresa. Generalmente latente, ese “más” se manifiesta raramente en antagonismo con el conjunto del sistema social pero, cuando explota, muestra cómo los proletarios son portadores de otro mundo. La lucha del proletariado no se convierte en una lucha por el comunismo cuando supera las condiciones iniciales que la han desencadenado, para a continuación superar ella misma sus propios resultados.

Un gran número, si no la mayor parte de las luchas proletarias, nacen sobre el terreno del trabajo: las que se califica a justo título como antitrabajo raramente lo eran al principio, y no toman esa dirección más que en el curso del movimiento. En consecuencia, a menos de esperar unas luchas que tendrían la buena suerte de ser comunistas desde el principio, y que pondrían en cuestión de entrada nada menos que el trabajo asalariado, sólo partiendo de su condición y por tanto de su implicación en el mundo del trabajo (tengan o no un empleo) iniciará el proletariado un camino en el que acabarán comunizando la sociedad y a sí mismos. En ese proceso, la ausencia de reivindicación explícita, al tiempo que testimonia una radicalización, no garantiza nada por sí misma. Primero uno se levanta contra la condición que se nos pone, a continuación, ese negativo es susceptible de transformarse en positivo si la lucha insurreccional contra los patrones y el Estado se enfrenta al salariado y desemboca en otras relaciones sociales. El proletariado está obligado a comenzar afirmándose como trabajadores antes de criticarse a sí mismos como trabajadores. Que el paso de lo uno a lo otro sea la excepción es evidente, aunque esas excepciones hayan marcado la historia, y ésas son las brechas que nos importan, pero ni su estudio más fino revelará el secreto de las pasadas derrotas,  ni la certeza de una futura victoria.

Ciertamente, todo sería más simple si el capitalismo resolviera el problema por nosotros, haciendo imposible la defensa del trabajo, suprimiendo el empleo con una extensión inaudita del paro, vaciando de sentido la actividad asalariada, no volviendo a realizar ninguna concesión y privando así de fundamento a la acción reivindicativa, no dejando ningún espacio a la organización de los proletarios o, en definitiva, socavando por adelantado las bases de todo lo que resume una vieja palabra: reformismo.

Puede que alguien se haya preguntado, por ejemplo, si la derrota o el retroceso de la clase obrera desde hace una treintena de años, con el fin de la contrasociedad obrera y del movimiento obrero tal y como había vivido durante más de un siglo bajo múltiples formas (socialdemocracia, estalinismo, sindicalismo norteamericano, etc.), si este declive no sería en el fondo positivo, porque al eliminar la solución falsa despejaría el terreno, y que haciendo imposible el reformismo no dejaría prácticamente otra vía que la de la revolución, o al menos su intento.

Para decirlo con otras palabras, ¿un capitalismo que tiende (al menos en ciertos países) a deshacerse del trabajo vivo favorece la crítica comunista del trabajo?

La respuesta es no. La experiencia (la caída de la II Internacional, especialmente) nos ha demostrado que, al sumar los triunfos reivindicativos y al mejorar su suerte mediante la lucha, los proletarios no se acercan necesariamente a la revolución. Pero sería igualmente falso creer que, a la inversa, la acumulación de derrotas y la agravación de su suerte los conducirían a ella inexorablemente.

El movimiento comunista no es algo que “se construye” de forma acumulativa, de menos a más, como se sube una escalera, por gradación de la huelga reivindicativa a la insurrección. Pero no hay tampoco un “todo o nada” histórico que permita salir al final del dilema reforma/revolución y con el que el proletariado vaya de derrota reivindicativa a derrota reivindicativa hacia la revolución. En los dos casos, el error consiste en buscar la situación (la fase del capitalismo) que daría por sí misma las condiciones de la revolución.

No hay un periodo en el que los proletarios no se reunirían más que para afirmarse en tanto que trabajo en el binomio capital-trabajo, seguido de otro en el que pondrían en cuestión dicho binomio. También reivindicando se organizan y luchas los proletarios. Nadie se organiza nunca solo por (y el día de) la revolución.

No hay ni habrá una fase del capitalismo en que, como el trabajo no podría defenderse del capital, no le quedaría más solución que atacarlo.

Hoy en día la represión más feroz y la dominación más brutal del capital no impiden una autodefensa creciente de los trabajadores en las fábricas de Asia, incluido en la China dictatorial, la reemergencia de un reformismo y de un populismo en América Latina, el encuadramiento sindical de un gran número de luchas y el ascenso de una “izquierda de la izquierda” en Europa, el encauzamiento religioso y nacional de movimientos sociales, sin olvidar la persistencia de la democracia tanto moderada como radical. La reforma está lejos de haber agotado su dinámica histórica. Se podría hablar de una imposibilidad del reformismo hoy en día sólo si en su conjunto el proletariado hubiera hecho socialmente la crítica de los callejones sin salida prácticos y teóricos a los que se ha adherido y en los que se ha encerrado desde hace más de 150 años, y si esta crítica se manifestara mediante actos y con un mínimo de toma de conciencia (a menos de estimar que la conciencia y las tomas de posición no cumplen ningún papel). Sin embargo, no se constata una evolución semejante. La tesis de la imposibilidad del reformismo sólo es sostenible a condición de reducir al proletariado al objeto de una realidad social que lo supera, lo domina y lo empuja hacia adelante. Una visión parecida puede permitirse no tener en cuenta lo que hace el proletariado, puesto que en ella lo que no hace o lo que ya no hace (construir grandes sindicatos como la CGT y el CIO estadounidense, partidos como el PCF o el Labour, o animar una cultura obrera relativamente autónoma de la burguesía) anuncia con fuerza lo que va a hacer (la revolución).

En realidad, mientras que existan el capital y el trabajo, persistirán también la reivindicación y un mínimo de concesiones. De la crítica hecha por el trabajo para su defensa ante el capital, y no de la ausencia de esta defensa hecha imposible, podrá (podrá, aunque ninguna “ley” de la historia le garantiza su avance) venir la crítica de la propia relación trabajo-capital. Esta crítica supone que cada categoría supera su interés particular. Si no, los proletarios no superan su división: entre parados y contratados, entre los precarios de Ouistreham descritos por Florence Aubenas y los que están “en estatuto” de EDF, entre los obreros que despide Continental en Clairoix y lo que Continental contrata en Timisoara. ¿Cómo podrían hacerlo, dado que es raro que unos intereses a corto plazo sean convergentes? La llamada al altruismo tendrá poco efecto contra la competición entre la mano de obra de Francia y de Rumanía, y solo una lucha sobre un objetivo común de los trabajadores de los dos países los reunirá, lo cual implica a menudo un cierto grado de violencia. Paradójicamente, es más fácil unirse en torno a objetivos radicales. Un signo de la emergencia de una corriente “comunizadora” entre los proletarios será una tendencia en ese sentido.

Quien dice crítica comunista dice crítica del dinero y crítica del trabajo, y la convergencia de las dos nunca va de suyo. En la primera mitad del siglo XIX, cuando el trabajo aún no estaba masificado, muchos comunistas, incluidos algunos teóricos, son artesanos, conservan un control relativo sobre su trabajo, y tienden a identificar comunismo y reino del trabajador, como lo harán a continuación los militantes obreros de la gran industria. Eso no impidió en el siglo XX la persistencia y riqueza de una crítica del trabajo, a menudo llevada a cabo por obreros, como Hermann Schuurman (El trabajo es un crimen, 1924; cf. también el libro de M. Seidman Obreros contra el trabajo sobre los años 30). Pero no lo olvidemos tampoco, desde que los proletarios intentan mejorar su suerte mediante la reivindicación, lejos de trabajar más o por ellos, uno de los medios de acción privilegiada es la huelga, por tanto parar de trabajar, por el placer de escaparse, y por la convicción de tener algo mejor que hacer. La popularidad de expresiones como aller au chagrin((Literalmente ir a la pena ir a penar cuando se quiere decir que se va a trabajar. Una expresión semejante, más relacionada con la etimología latina (trepaliare, ‘torturar’) puede encontrarse en el español peninsular con la relación entre ir a currar currar a alguien [N. de T.])) revela la poca adhesión del trabajador a lo que está obligado a hacer. Las cooperativas obreras de producción, por cierto poco numerosas, no tienen en su origen una voluntad de crear un capitalismo obrero, sino suplir el incumplimiento del patrón: nadie se vuelve miembro de una cooperativa con la esperanza de fundar un nuevo orden social, sino de salvar su empleo (como con la autogestión en otras situaciones). Hay muy pocos ejemplos de luchas en que los proletarios hayan mostrado un esfuerzo de producir mejor y con más eficacia que la que impone el patrón. Como indicaba Daniel Mothé en sus artículos-testimonios de Socialisme ou Barbarie, las mejoras aportadas por los trabajadores en el proceso de trabajo tienen como prioridad la búsqueda de su tranquilidad y de un trabajo menos duro, aún cuando los propios trabajadores eran conscientes de que las mejoras propuestas acababan beneficiando a la empresa. Si las huelgas llamadas “inteligentes” (hacer funcionar gratuitamente un autobús o un tren) son escasas es porque en lugar de ir a trabajar de otra forma, el ferroviario o el conductor de bus prefiere no venir a trabajar de ninguna manera.

Hoy en día, el salariado domina todo a tal punto que no deja otra alternativa que la de vegetar en el paro, ir de un trabajillo al otro, o encontrar un empleo a menudo muy alejado del “trabajo” en el viejo sentido del término: una práctica manual o intelectual que transforma algo. La “cajera” del supermercado se aferra más a su trabajo que a las virtudes del trabajo y al progreso gracias al crecimiento económico: ese pragmatismo no basta para acercarla a una crítica comunista del trabajo.

Nada indica que el nivel desarrollo capitalista determina directamente el umbral de su crítica radical.

 

¿(Casi) todos comunizadores?

El proceso comunizador no obliga solamente a preguntarse qué hacer, sino también ¿quién lo hará?, ¿quiénes serán los iniciadores? Más allá de la complejidad del mundo, ¿existe un sujeto histórico, categoría social o clase, que pueda realizar (y más que otros) una transformación radical?

 «Los proletarios, por tanto un poco todo el mundo», responden en resumen muchos compañeros para los que el capitalismo, sobre todo globalizado, transforma a la inmensa mayoría de los seres humanos en proletarios a los que se les promete, en el mejor de los casos, un trabajo no cualificado y desnudo de todo significado, en el peor el paro, incapaces de adherirse tanto a la dignidad del trabajo como al “desarrollo de las fuerzas productivas”, privados de compensaciones en el consumo por la bajada general de los salarios, privados también de la posibilidad de defenderse cotidianamente, puesto que los sindicatos sufren un declive irreversible, proletarios por tanto, ante los cuales la posibilidad de acudir al reformismo está irremediablemente cerrada. La comunización ya no estaría obligada a partir del trabajo para abolirlo, ya que éste se habría convertido en banal, vacío de función y de sentido para el propio capitalismo. En consecuencia, las categorías sociales no jugarían ningún papel motriz específico en la comunización, habiendo fundido la evolución capitalista a la inmensa mayoría de seres humanos del planeta en un conjunto de “sin reservas” con interés en la comunización y susceptibles de participar en ella. Los espacios laborales habrían perdido su centralidad: hacerse con la central eléctrica o con la plataforma logística no importaría entonces más que ocupar la calle o la universidad. Al habernos universalizado potencialmente la proletarización, la comunización sería tan benéfica para casi todos que sólo un grupo de burgueses, su pandilla y sus matones opondrían una resistencia sin futuro.

Esta teorización sólo profundiza en lo que sería el comunismo… oscureciendo el camino para llegar a él: un interés incrementado por el contenido del comunismo se paga con una pérdida de la comprensión de la realización posible de este contenido. En efecto, si ya no hay clases, solo una infinidad de grados diferentes de dominación y de servidumbre, ningún grupo social tiene vocación de un rol histórico distinto: al verse proletarizado casi todo el mundo, y al estar abocada la inmensa mayoría de proletarios a la precarización (hace unos años, se decía pauperización absoluta o relativa), la cuestión del sujeto revolucionario específico ya no se plantea.

Nosotros pensamos, bien al contrario, que la autonegación del proletariado será obra de los hombres y las mujeres que están aún en el mundo del trabajo… o no será. En su autoabolición como asalariados, exasalariados o asalariables, la relación colectiva que les liga al capital será a la vez un apoyo y un obstáculo. ¿Contradicción? Sí, y condensa la dificultad de un cambio tan amplio y profundo como la revolución comunista. No podremos escapar a eso. En todo caso, ciertamente no creyendo que antes de la revolución el capital nos prepararía la tarea desligando él mismo a los proletarios del trabajo, y por tanto del capitalismo en su conjunto. La comunización no será la obra de una masa de individuos previamente liberados de las cadenas del trabajo, ya creadas por el capitalismo como individuos sociales, puesto que: (1) el capitalismo se erige sobre la reunión conflictiva de dos clases, (2) el trabajo no ha desaparecido y la clase del trabajo tampoco, (3) existe claramente una clase diferente a otras. Por muy mistificante que fuera, la idea de un mesianismo proletario tenía el mérito de recordar que un grupo social particular es capaz de jugar un papel particular. Por cierto, también es importante admitir que se trata de un presupuesto fundado en la teoría, demostrable, pero cuya única verificación será práctica. El proletariado puede ser sujeto de su propia historia y de la del mundo: también puede no tomar ese rol. Para que lo tome, cientos de miles de proletarios tendrán que elegir (y qué se le va a hacer si alguien ve idealismo en este verbo) tomarlo, individual y colectivamente, ya que entonces las dos dimensiones tenderán a convertirse en una sola.

Si presentamos este papel como estructuralmente inscrito en el desarrollo capitalista en un momento determinado (su fase final), renunciamos a que “la emancipación de los trabajadores sea obra de los trabajadores mismos”, puesto que no harán más que jugar un papel asignado por la historia, lo cual supone objetivar su realidad y su combate. El proletariado ya no sería actor de su destino, sino “actuado”, como con los marxistas de antaño. (Con una diferencia: Kautsky y Lenin querían educar y dirigir al trabajador, que a sus ojos estaba dirigido por naturaleza al reformismo, mientras que ahora esta dirección ni siquiera sería necesaria, ya que la evolución capitalista le estaría retirando ella misma al trabajador la posibilidad del trabajo, de organizarse, de reivindicar, de reconocerse en ese trabajo, de vivir de él y de compensar su explotación mediante el consumo. Así se encontraría suprimida ipso facto la necesidad de un partido que dirigiera a la clase, puesto que esta clase sería empujada de forma natural hacia la revolución. Pero en los dos casos, la realidad de la vida de los proletarios, de sus tentativas de comunidad de lucha, sus avances y retrocesos, esta realidad está vaciada de sustancia. Para Lenin, las luchas recibían su sentido del partido. Aquí, ese sentido lo daría por adelantado la evolución histórica).

Lo que el teórico de la crisis final espera de ella es que el empobrecimiento material y afectivo del proletariado lo nivele y por tanto lo unifique en clase preparada para abolirse a sí misma. Sin embargo, el capitalismo jamás hará la labor en nuestro lugar: ni suprimiendo el trabajo, ni extendiendo una miseria negra que haría vana toda reivindicación y nos empujaría a la revolución.

El capitalismo no crea un desierto social cada año más grande y más profundo, condenando a unos a aturdirse con un consumo vacío y a otros a empobrecerse hasta el punto de morirse de hambre, en un proceso de proletarización universal que iría desde Oakland hasta Bangalore y desde Glasgow hasta Gaza, donde ni en la piscina del rico ni en la pocilga del pobre se puede vivir nada ni se ha vivido nada, en un mundo donde no ocurre nada, tan inhumano que ya no les quedaría a los seres humanos otra solución que la de cambiar este mundo.

Lejos de estar en vías de desertificación social, el mundo sigue siendo complejo y estando diversificado. Por citar sólo un ejemplo, el estado de precariedad no predispone mejor (tampoco es obligatorio que predisponga peor) para una acción y una conciencia comunes que el del salariado “protegido”. La solidaridad entre proletarios nunca es producto simplemente de la condición que les impone el capital, ni de la presión que ejerce sobre ellos.

Ser víctima del capitalismo no basta para convertirse en un actor potencial de la comunización. Los proletarios comunizadores no actuarán como una masa indiferenciada.

 

«Deber histórico» & «límites objetivos»

 «No se trata de saber lo que tal o cual proletario,
o aun el proletariado íntegro, se propone momentáneamente como fin.
Se trata de saber lo que el proletariado es
y lo que debe históricamente hacer de acuerdo a su ser»

(La sagrada familia, 1844).

 

Tal y como lo expone Marx aquí, el «deber histórico» no nos lleva a un periodo particular en que el capitalismo no le dejaría otra vía al proletariado que la de hacer la revolución: Marx no privilegia una fase del capitalismo, solamente afirma (lo que ya es mucho) la naturaleza profunda del proletariado que le permite emanciparse, pese a las diversas vicisitudes y derrotas. No es una sorpresa que esta frase haya sido “redescubierta” con las grandes conmociones sociales: después de 1917 con Georg Lukács (cf. Conciencia de clase (1920), recogida en la selección de textos de Historia y conciencia de clase) y después de 1968. Pero este “ser” histórico no depende de un momento determinado: existe desde que existe el proletariado, aunque sólo pueda manifestarse en el caso de una grave crisis.

Si hay «límites objetivos» en las luchas sociales, su objetividad no tiene nada que ver con la de un muro infranqueable ante el cual estaría forzado a detenerme, al menos provisionalmente. En efecto, ese obstáculo me es exterior, ya que su construcción y su mantenimiento no dependen de mí, mientras que los “muros” con los que choca el proletariado son en gran medida el resultado de su acción o de su inacción. Una situación social se construye con las mujeres y los hombres a los que les concierne, y es susceptible de ser superada por sus actores. Contrariamente  al cemento y el ladrillo, el límite de aquí es humano, y también depende de límites que respetaremos… o no.

  

Crítica del trabajo en su punto más moderno

 Ya hemos expuesto la hipótesis de que la coyuntura más favorable para una revolución comunista no se situaba ni en lo peor ni en lo mejor, ni en el peor punto de la crisis, cuando el trabajo sufre de lleno el paro y la pauperización, ni en la cúspide de una “prosperidad” reconquistada, cuando el ciclo de los negocios permite contratar y satisfacer las reivindicaciones. El principio de la inversión de la dinámica estaría en una situación favorable: las ventajas de la reconstrucción o de la reestructuración comienzan a agotarse, la rentabilidad se consigue con dificultad, el paro vuelve a aparecer, los beneficios del consumo se vuelven menores que los aspectos negativos. La crítica comunista del mundo es posible con el regreso de un ciclo de desarrollo que está entrando en las dificultades de su madurez.

 Esas condiciones hoy no parecen estar reunidas. La reestructuración que se inició hacia 1980 se ha fundado y sigue estando fundada en bases inestables. La reducción de los costes de producción es una constante del capitalismo, pero la búsqueda de la máxima productividad no es viable más que si el capital trata el trabajo al mismo tiempo como un coste y como una inversión. Que la clave de bóveda del sistema sea la fabricación en China de objetos comprados a crédito en Estados Unidos —incluso si la economía mundial no se reduce a eso— demuestra una “drogadicción por el crecimiento”, sea cual sea la progresión innegable de los índices de producción y de intercambio. La hegemonía (más confirmada que desmentida desde la crisis de 2008) de la burguesía financiera sobre el conjunto de la clase burguesa es otro índice del carácter artificial de la expansión en los últimos treinta años.

 En los años 70, la burguesía se encontró ante un verdadero problema: aplacar la insubordinación del trabajo en los viejos países industriales. Lejos de dar una respuesta con el inicio de un nuevo ciclo de producción, lo resolvió con una falsa solución: las deslocalizaciones, huida hacia adelante que desplaza la causa sin tratarla.

 En esta situación, el trabajo —sobre todo en Asia— reivindica una mejora de sus condiciones. Pese a la crudeza y la determinación de un cierto número de luchas, tanto en sus objetivos como en sus métodos, globalmente, intentan más hacerse un lugar en el capitalismo que ponerlo en cuestión. Los proletarios que luchan, incluido en China, son el producto de un ciclo de desarrollo que no termina de mostrar sus límites históricos y sociales, sus luchas se yuxtaponen sin converger y no emerge de ellas un potencial comunizador.

 En el pasado, a cada gran fase del capitalismo, los proletarios en el centro de su dinamismo se vieron empujados a jugar un papel igualmente central al poner en cuestión el sistema. Los que producen lo que el capitalismo tiene de más fuerte en una época determinada, de más cargado de fuerza motriz y de imagen social, por tanto también de más alienante, son los principales agentes del sistema al que están atacando. Sin remontar al artesanado proletarizado de las manufacturas inglesas del siglo XIX, ni a los obreros profesionales de la gran industria berlinesa un siglo más tarde, la experiencia de finales del siglo XX confirma esa paradoja: los que mejor hacen funcionar la máquina capitalista son los más capaces de bloquearla y, eventualmente, de transformarla radicalmente. En torno a 1960-1980 los obreros que fabricaban en el taylorismo los coches, los electrodomésticos, el equipamiento de las oficinas y los instrumentos de comunicación de entonces, fabricaban también así los símbolos sociales de la época, y su revuelta, por supuesto en sus aspectos minoritarios, atacaba a lo más esencial de su tiempo. El obrero no cualificado de Turín, proveniente del campo, obligado a pasar la noche en una casa o un dormitorio miserable, incluso a dormir en la estación de tren, para después producir los objetos de una modernidad de la que apenas podía disfrutar él mismo, objetos cuya abundancia estaba sostenida por la producción en cadena, se encontraba entre dos mundos, y de esta forma, era capaz de rechazar a la vez el viejo y el nuevo, y de arrastrar tanto al obrero especializado como a otras capas sociales. Tengan o no un empleo, regular o no, los proletarios que están más cerca del punto de encuentro entre el capital y el trabajo, en particular del trabajo más productivo de valor, del trabajo vital para el capitalismo de una época determinada, parecen estar en el corazón de las tensiones más agudas, y por eso parecen ser los más capaces de derribar este sistema.

Hasta ahora y pese a la amplitud de las luchas que se han producido en casi todos los continentes, no se ve la emergencia de categorías situadas así en el choque de dos universos. En Asia, e incluso en Grecia de otra forma, luchan más los sobrexplotados que sufren una sumisión “formal” al capital (salario de miseria… que a veces no se paga, horarios con alargador, patronal arbitraria y represión sistemática) que los proletarios empleados en unas condiciones más modernas. Sin embargo, la crítica del salariado, el “antitrabajo”, nace de la conjunción del rechazo de la sobrexplotación, y de la rebelión contra una explotación compensada por algunas ventajas (en consumo, en protección del empleo, en representación sindical y en imagen social), cuando esos efectos compensadores se agotan. La revolución comunista es posible cuando las revueltas contra la miseria se encuentran con el rechazo de una abundancia falaz y degradada.

Esta conjunción está ausente hasta ahora. Con los años 70, se acabó un período iniciado una veintena de años más tarde: daremos dos fechas simbólicas restringidas a Italia, con los enfrentamientos en la Piazza Statuto en Turín en julio de 1962 y el fracaso de la huelga en Fiat en 1980. Desde entonces, y pese a que hay nuevas huelgas y revueltas por todas partes en el mundo, ningún nuevo ciclo de luchas ha tomado el relevo de los años 1960-1980, cuyo corazón habían sido los obreros no cualificados, ya que hasta ahora ningún movimiento aparece como portador de un proyecto antagonista al capitalismo, como podía serlo a su manera el antitrabajo que animaba a una minoría de obreros, y por tanto resonaba el eco en diferentes sectores de la sociedad.

 

Por ello, no hay nada desesperante en la debilidad de una corriente consecuente que tiende a la comunización entre los proletarios de hoy. Pasaron varias décadas entre la introducción del taylorismo  y las grandes revueltas de obreros no cualificados: en particular, lo que fabricaban esos obreros tuvo que volverse central en la producción y en la vida de la sociedad.

El análisis que resumimos aquí ha sido desarrollado en varios textos nuestros, en particular Demain, orage. Essai sur une crise qui vient (2007) y Sortie d’usine (2010). Lo consideramos como una hipótesis que tiene todas las posibilidades de ser acertada pero, si fuera desmentida, renunciaremos a ella de muy buen grado, puesto que para nosotros no es lo esencial. La base teórica es el proletariado y la revolución como comunización. Al tiempo que intentamos analizar nuestro propio periodo, no hacemos depender nuestras perspectivas de un análisis del periodo, y aún menos de un análisis que periodizaría el capitalismo con el único fin de mostrarlo como fase terminal.

 

Experiencia y memoria

La evolución histórica del capitalismo —y del proletariado— no tiene una linealidad que llevaría del nacimiento a la madurez, y después al declive y a la muerte, sino una muerte positiva para el proletariado, puesto que coincide con la revolución comunista y por tanto se abre para él hacia una vida nueva. La historia no es una cadena de acontecimientos en la que cada eslabón temporal que se va sucediendo generaría un efecto trinquete y bloquearía el mecanismo, prohibiéndole volver atrás… sin impedirle volver a ponerse en marcha en algún momento hacia el fin previsto.

El siglo XX ha combinado bastante modernidad y reacción, como por ejemplo bajo el nazismo, y la actual globalización provoca la reemergencia de bastantes arcaísmos nacionales o religiosos, para evitarnos el creer en un progreso que iría despejando el terreno y solamente dejaría enfrentados cara a cara el capitalismo y el comunismo. Incluso un capitalismo que esté contra la espada y la pared tendrá más de una cuerda en su arco histórico, y en medio de los enfrentamientos el reformismo no dirá nunca su última palabra, inclusive en los países emergentes.

La lucha de clases se parece más bien a una sucesión de comienzos, dado que el proletariado en su conjunto no extrae apenas conclusiones efectivas de su práctica, ya sea esta pasiva, activa, reformista o subversiva, o incluso insurreccional. Al día siguiente de 1848, 1871, de la capitulación del socialismo ante la guerra del 14, de 1917-1921, de los Frentes Populares, de 1939-1945 y del final del fascismo, del periodo 1960-1980, igual que después de la caída de las dictaduras militares o del capitalismo burocrático, las ”lecciones de la historia” no tienen realidad más que para las minorías, cuyo vínculo con la masa de proletarios y su influencia sobre su lucha generalmente es muy débil. Aunque la gestión obrera de la producción se haya mostrado como un callejón sin salida desde hace mucho tiempo, renace en periodos de crisis cada vez que los trabajadores encuentran un interés en volver a poner en marcha las empresas abandonadas por el jefe. La democracia bien puede haberse mostrado mil veces como ilusoria y opresiva: los más explotados, los que menos tienen que ganar, no son los últimos en movilizarse para instaurarla o restablecerla. El proletariado ha vivido  prácticamente todas las experiencias, incluida la toma (y la pérdida) del poder, todas excepto la revolución comunista. Imaginarse que irían aprendiendo poco a poco lo que deben y son capaces de llevar a cabo, que después bajo la presión de las derrotas perderían lo aprendido antes de recuperarlo más rico aún gracias a nuevos impulsos históricos, y que por ensayo y error irían avanzando en la vía de su emancipación, es tomar el movimiento comunista por una escuela. (El aprendizaje de las lecciones históricas supone por supuesto profesores, algunos malos —los dirigistas—, y otros buenos, los que fomentan la autonomía del alumno. No es necesario irse muy lejos para encontrar gente, a veces valiosa, que al mismo tiempo que rechaza “dirigir a la clase” se ve investida de una misión: hacer que se conozcan las luchas, difundir, transmitir la memoria, poner en contacto… cosas que tienen su utilidad, a condición de no creerse indispensable para llevarlas a cabo).

El movimiento proletario no posee la memoria acumulativa que construye, mantiene y modifica un individuo a lo largo de su vida. Si se puede hablar de memoria social, ciertamente no es comparable a la de un banco de datos que tendríamos que mantener, restaurar o actualizar. Como otras veces en el pasado, pero con la fuerza de un movimiento mucho más profundo que en 1871, 1917 o 1968, un periodo revolucionario nos obligará a volver a plantear las cuestiones esenciales con las que se chocaron las experiencias anteriores.

 

Inevitable subjetividad social

No habrá comunización si no existe previamente en el imaginario colectivo la posibilidad, inevitablemente multiforme y confusa, de otra forma de vivir, donde “trabajo”, “salario” y “economía” dejen de ser algo evidente. Las ideas no hacen la historia, pero la fuerza (o a la inversa, la debilidad) del movimiento comunista depende también de una voluntad subjetiva en los proletarios, y de la capacidad de una minoría para tomar iniciativas, tanto colectivas como individuales. Una revolución viene precedida de fenómenos que la anuncian. ¿Es el caso de hoy? Por todos lados se denuncia el capitalismo, pero la perspectiva comunista está muy poco activa en los ánimos y los comportamientos.

«La revolución está determinada por circunstancias favorables, pero éstas crean una ocasión que hay que aprovechar, y para esto se necesita un deseo colectivo de hacerlo que supere las contingencias de la explosión social. No se puede encontrar ninguna causa última que explique por qué en 1919 cientos de miles de obreros berlineses no participaron en la insurrección espartaquista: ninguna, si no es el hecho de que no sentían socialmente la necesidad. La voluntad no lo es todo, pero sin voluntad no hay nada», escribíamos en 2009 en Le Tout sur le tout.

Sin duda es poco satisfactorio decirse que en la Alemania de 1919 no hubo ninguna revolución porque la gran mayoría de obreros alemanes no querían. Por desgracia, no hay manera de evitar esa insatisfacción intelectual: la inexistencia de una “naturaleza humana” no impide que el comunismo sea un asunto eminentemente humano, ya que concierne a actos y voluntades, no a un deber histórico que se le impondría en orden a unas leyes que un método científico sería capaz de revelar. La cuestión que se nos plantea es saber si y cómo puede llegar la revolución. El resto es mera especulación, a veces útil sin duda para nuestra supervivencia en este mundo, pero cuya necesidad no se debe teorizar, y aún menos su prioridad.

Por ejemplo, y por limitarnos a un hecho masivo, ¿por qué el país más profundamente capitalista desde hace un siglo, los Estados Unidos, ha sido y sigue siendo pese a sus intensas luchas sociales tan poco favorable al movimiento comunista?

No somos los primeros que nos planteamos esta pregunta, y no haremos un inventario de respuestas. En todo caso, explicar el fracaso por la inmadurez del capitalismo —que no habría creado antes las condiciones de la revolución, pero que actualmente ya las estaría creando, o si acaso dentro de muy poco— retoma la visión (más marxista que marxiana) de un capitalismo que progresa por etapas hasta el momento en que alcanza el umbral de desarrollo que obligará a plantear la cuestión comunista. Hace cien años la etapa final supuestamente era la socialización de un capitalismo que escaparía de las manos de los burgueses para ser gestionado por trusts y cartels, preparando así “naturalmente” el camino hacia la gestión de la economía y de la sociedad por los obreros. A principios del siglo XXI, como sindicatos, partidos socialistas y partidos estalinistas se habían demostrado como los peores enemigos de la revolución, ahora se teoriza lo opuesto: ya no una última etapa que forzaría a la burguesía a pasar el relevo a unos administradores obreros, sino la etapa (siempre la última) que eliminaría la posibilidad de que exista un movimiento obrero dentro del capitalismo. La condición obligada de la revolución sería una dominación capitalista no solamente real, sino además, esta vez totalmente real, cortando toda escapatoria reformista a un proletariado abocado a hacer el comunismo… o morir.

Aunque se crea un producto teórico (y por supuesto uno de los mejores) de la lucha de clases en su ciclo actual de luchas, esta construcción mental es testigo de una necesidad de garantías, de una voluntad del revolucionario de demostrarse a sí mismo la certeza de una revolución próxima. Una necesidad así es comprensible: el error está en teorizarla. Y si muchos radicales tienen ganas de sentirse así más tranquilos, se puede ver en ello uno de los signos de la poca existencia actual de un ciclo de luchas radicalmente nuevo.

Otto Rühle escribió que en la Alemania de 1918-1920 «sólo faltaba una tontería con la que el marxismo vulgar, naturalmente, nunca contó: la voluntad subjetiva, la confianza en uno mismo, la valentía para innovar. Pero esa tontería lo era todo» (Fascisme brun, fascisme rouge, 1939). Esta frase lapidaria se aproxima mejor a la realidad que muchos de los análisis más refinados, porque O. Rühle tenía en cuenta lo que el proletario deseaba y temía hacer, cómo se sitúa en el mundo existente y su devenir posible.

«El capital es una contradicción en proceso», o en otras traducciones, «en acto» (Grundrisse): en esta dinámica histórica, sus dos clases fundamentales tienen cada una un papel obligatorio, pero nada anuncia cómo los van a jugar. La realidad objetiva es una evidencia, pero las reacciones que suscita son diversas, con frecuencia opuestas, raramente previsibles, y solamente en parte explicables a posteriori. «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen […] bajo circunstancias elegidas por ellos mismos» (El 18 Brumario de Luis Bonaparte, 1851).

Si el dilema objetividad/subjetividad fuera resoluble por el manejo de una dialéctica imparable, no tendríamos ninguna decisión que tomar sobre nada, sino que se tomaría sin nosotros y la elección se impondría ella sola sin alternativa. Ya no habría una reflexión necesaria o posible, ni conflicto, ni por cierto historia, ya que la historia está hecha de contradicciones, siendo resuelta cada una de ellas con la práctica de quienes están implicados, no por el bloqueo de uno de sus dos términos.

Ahora bien, el proletario es también una contradicción social, y el papel específico del proletariado en la comunización pone en juego al mismo tiempo la objetividad y la subjetividad. Porque está a la vez en el capitalismo y fuera de él, el proletario es capaz de luchar para defenderse y de defender intereses aparte de los suyos, intereses más generales que su propia condición, que son los de la humanidad. No es un mero partero de una gestación ya emprendida, sino el sujeto de una transformación que es producto de sus propia lucha.

Esta definición vale por su totalidad, y no tiene sentido si no designa un conjunto social totalmente diferente al resto, que no es ni solamente clase del capitalismo, ni solamente algo que ya está fuera.

Si durante casi la totalidad de la historia del capitalismo, de la revolución industrial a finales del siglo XX, el proletariado sólo hubiera sido una clase necesaria para el capitalismo, y dejara de serlo hoy por la incapacidad de la relación capital-trabajo para reproducirse, eso convertiría al comunismo en la conclusión de un capitalismo progresista que habría creado a su pesar las condiciones necesarias para la transformación comunista del mundo. La revolución dejaría de ser una ruptura radical, social y humanamente asumida, para ser el fin lógico de la historia, culminando una evolución ya efectuada de la que derivaría sus consecuencias socialmente inevitables. (En caso de fracaso de la revolución, en lugar de una nueva vida, tendríamos entonces un aborto, algunos siglos de capitalismo que no produjeran nada más que una barbarie sin duda definitiva. Por fortuna, el fracaso de la revolución apenas es pensable en una visión de la historia por la que no se puede ir sino a mejor).

 

 ¿Transición?

 Si el concepto de “transición” se resumiera en decir que una transformación histórica no se produce del día a la noche, no se podría contestar nada a semejante evidencia. Pero el concepto contiene mucho más que eso: la idea de una sociedad de transición, de un “mientras tanto” que ya no sería capitalista pero tampoco sería aún comunista, durante el cual la clase obrera continúa trabajando por una remuneración (con bonos de trabajo no intercambiables y no tesaurizables, preveía Marx), pero bajo su propia dirección, durante el cual desarrolla las fuerzas productivas hasta el momento en que las masas puedan disfrutar por fin de los frutos de una industrialización llevada hasta el final. Ese no es el contenido de una revolución comunista. No lo era antes, y hoy en día lo es aún menos.

 Se piense lo que se piense de la solución visualizada por Marx en 1875 (los bonos de trabajo, que acreditarían el trabajo realizado por cada cual y que le darían el derecho a una cantidad de consumo que correspondería a su contribución personal, “derecho” que Marx afirma que es desigual, como todo derecho), su Crítica del programa de Gotha describía una sociedad sin dinero y por tanto sin salario. Cuando los socialdemócratas y los bolcheviques retomaron la idea de transición, fue renunciando a ese objetivo (desplazado a un futuro indefinido) para concentrarse en la administración de una economía planificada. El anarquismo, por su parte, insiste en la gestión mediante comunas federadas y/o sindicatos. En el mejor de los casos, la supresión del salariado sólo es el efecto de la socialización de la producción, no una de sus bases. En la práctica, la teoría de un “periodo de transición” ha servido de ideología para justificar la dominación de burócratas y que la clase obrera sólo se “erigiera en clase dominante” afirmándose por y en el trabajo, en realidad trabajando para beneficio de aquellos.

 La idea de un periodo que no sería ni capitalismo ni comunismo, sino que tendría un poco del primero mientras prepara el segundo… esta idea es típica de un movimiento no revolucionario que se mistifica a sí mismo, como si mistificara al avanzar un programa doble, uno “mínimo” (el único que se tendría en cuenta) y otro “máximo” (reservado al discurso dominical). La noción del periodo de transición es un sinsentido: suponiendo que la clase obrera ejerciera de manera efectiva un papel dirigente, extendería su poder sobre  lo que existía antes y continuaría existiendo —el capitalismo— y se comportaría como antes de ella el resto de clases dominantes. Pero, mientras que la sociedad se volvió burguesa cuando la burguesía consiguió tomar el poder político, no funciona igual con el proletariado: su llegada al poder, aunque sea gracias a “soviets por todas partes”, no basta para cambiar las relaciones sociales.

 Hablar de comunización es decir que la revolución no puede ser comunista si no transforma el conjunto de las relaciones sociales en relaciones comunistas, suprimiendo aquello en lo que se sostienen nuestras sociedades desde al menos doscientos años: la compra del trabajo por parte de una empresa y la omnipresencia del intercambio mercantil, así como las instituciones políticas que mantienen ese estado de cosas.

 Lo que el neologismo comunización designa es una revolución que crea el comunismo, no las condiciones del comunismo.

 Un proceso de esta amplitud no se terminará en unas semanas: hará falta una generación al menos para llevarlo a escala planetaria. Hasta entonces, no se extenderá como una oleada irresistible, sino que conocerá avances, sufrirá retrocesos y seguirá siendo vulnerable a una destrucción violenta del exterior o a una desagregación interna, en tanto que los diversos países y regiones no desarrollarán esas nuevas formas de vida al mismo ritmo. Ciertas zonas estarán rezagadas durante mucho tiempo, otras caerán temporalmente en el caos. Por ejemplo, la supresión de la moneda no creará solamente relaciones sin dinero, fraternales y sin beneficio económico, sino que a veces también surgirá de ello también el trueque, o incluso el mercado negro. No se sabe con qué formas concretas pasaremos de la falsa abundancia capitalista a otras maneras de vivir, pero el paso no se hará sin sacudidas y raramente lo hará con suavidad. Aquí y allí, se producirán inevitables cortes de abastecimiento que conllevarán una escasez provisional y que los partidarios del viejo mundo explotarán contra nosotros. Todo eso está claro, pero lo esencial es que el proceso comunizador comienza desde el primer día: desde ese momento, la manera en que los huelguistas tratan el espacio de su (ex)trabajo, en que se llevan las batallas callejeras, y en que los insurgentes afrontan cómo alimentarse y desplazarse los siguientes días, esta manera indica opciones que ya se han tomado. Cuanto más pronto comienza la transformación comunista de las relaciones sociales y de la vida cotidiana, más profunda es desde el principio, y más grandes serán las posibilidades de triunfar.

¿Qué tendremos que desarrollar, frenar, interrumpir y emprender…? Como se decía hace casi cuarenta años, deberemos cerrar la mitad de las fábricas, sin olvidar que se detiene más fácilmente una cadena de montaje de automóviles que una central nuclear, cuyos desechos seguirán siendo radioactivos durante miles de años. Igualmente, es más sencillo transformar o cerrar una fábrica de transformación del plástico que limpiar la contaminación en los océanos de millones de trozos de plástico. El paso de la agroindustria a un mundo en que dominará la agricultura de subsistencia no será fácil. La tarea será tanto más complicada cuanto que ahora toda una parte del “ámbito de la reforma” se dice ecologista, antiproductivista, y reclama una planificación ecológica, incluso un ecosocialismo o, en otras palabras, un altercapitalismo.

No modificaremos nuestra alimentación si no modificamos nuestros gustos: el cambio de circunstancias será concomitante con el de la mentalidad. No ambicionamos la creación de un hombre nuevo, virtuoso, siempre razonable en sus costumbres y en sus deseos, respetando día tras día sus reglas dietéticas. En Le Monument (2004) Claude Duneton cuenta hasta qué punto constituía la castaña un alimento básico para los campesinos de la Corrèze hace menos de un siglo: un régimen así parece poco atractivo en comparación con la variedad a la que nos hemos acostumbrado. Pero el futuro no está escrito en ninguna parte. Nada nos impedirá (re)encontrar el placer en una gama de alimentos más restringida que la abundancia vendida actualmente en el supermercado.

Hay una forma de hablar de comunización que calca las realidades (y los sueños) del capitalismo contemporáneo. No, no vivimos en un mundo postobrero o postproletario. Para empezar, no estamos más allá del trabajo. Después, lo que tenemos que transformar (o eliminar) no es solamente un sector terciario hoy valorizado, sino también, lo que será más complejo, los oficios duros, peligrosos, a menudo manuales, y a actualmente poco valorizantes porque son susceptibles de ser ejercidos por el primero que viene.

Partir del principio de que los límites de la técnica que se presentan hoy como insolubles tienen causas y consecuencias sociales, y pueden encontrar entonces una solución, no proporciona a la comunización una capacidad para resolver todo lo que se encuentre.

Uno de los principales obstáculos del comunismo es que se cree que es imposible por los defectos de la “naturaleza humana”: egoísmo, gusto por el poder, tendencia a acaparar… pese a los innumerables ejemplos contrarios que demuestran una capacidad de solidaridad, al apoyo mutuo y a la comunidad. Uno de los problemas principales a los que se enfrentará la comunización será ir más allá de los impulsos iniciales de entusiasmo colectivo y mantenerse en el tiempo.

 

Violencia y destrucción del Estado

 No solo es artificial la división entre lo social y lo político sino que, aún más grave, su teorización —como la de un “periodo de transición”— es un signo añadido de ideologización de un movimiento socialista que no hacía lo que decía y decía lo que no hacía. Si lo político es sinónimo de un poder central que se ramifica en el conjunto de la sociedad (a diferencia del poder del jefe, limitado a su empresa), y lo social es sinónimo de relaciones entre los individuos y entre los grupos en el día a día, en el trabajo, etc., en ese caso, ningún movimiento histórico de gran amplitud ha sido nunca únicamente político o únicamente social, sino las dos cosas a la vez. Nuestros fracasos del pasado no han sido políticos o sociales, sino ambas cosas. El poder bolchevique no se habría convertido en un poder sobre los proletarios si éstos hubieran transformado las relaciones sociales, y después de 1936 las “socializaciones” en España no habrían terminado en una derrota si los obreros hubieran conservado el poder conquistado en la calle en julio del 36.

 

La clase obrera sustituirá la antigua sociedad civil por una asociación que excluya a las clases y su antagonismo, y no existirá ya un poder político propiamente dicho, pues el poder político es precisamente la expresión oficial del antagonismo dentro de la sociedad civil.

Mientras tanto, el antagonismo entre el proletariado y la burguesía es una lucha de clase contra clase, lucha que, llevada a su más alta expresión, implica una revolución total. Además, ¿puede causar extrañeza que una sociedad basada en la oposición de las clases llegue, como último desenlace, a la contradicción brutal, a un choque cuerpo a cuerpo?

No digáis que el movimiento social excluye el movimiento político. No hay jamás movimiento político que, al mismo tiempo, no sea social.

Sólo en un orden de cosas en el que ya no existan clases y antagonismo de clases, las evoluciones sociales dejarán de ser revoluciones políticas.

(Miseria de la filosofía, 1847)

Lo que quiere decir comunización es que no habrá primero una toma (tampoco una demolición) del poder político y después una transformación social. No se trata solamente de hacer, sino de ser la revolución, según la fórmula de Ursula Le Guin en su novela Los desposeídos (1974).

Admitiendo este principio, un cierto número de compañeros, anarquistas o marxistas, son reticentes si no hostiles a la idea de comunización, temiendo que se limite a modificar el tejido social sin enfrentarse al poder del Estado. Sin embargo, en el sentido en que la entendemos, la comunización es hecha de practicas y de medidas sociales, es decir que afecta a la forma en que vivimos el día a día, en la que producimos, vivimos, nos alimentamos, aprendemos, viajamos, etc., pero esta dimensión social no es apolítica, ni siquiera política solamente por su cuenta, por sus meros efectos. Por su naturaleza y en sus intenciones, y para que triunfe, la comunización tiene una dimensión política: implica, otra vez desde el principio, una lucha, también armada, para echar abajo los órganos públicos y privados de represión. La revolución es violenta.

El Estado es «una relación determinada entre los seres humanos […] que destruiremos iniciando otro tipo de relaciones, comportándonos de forma diferente» (Gustav Landauer, 1870-1919), y afrontando las fuerzas de cuyo uso no se privará ese Estado para prohibir o acabar con esas nuevas prácticas.

La comunización sólo tiene sentido en una sociedad ya trabajada y sacudida por paros de trabajo masivos, cientos de miles de manifestantes en la calle, la ocupación de edificios públicos y de lugares de producción, una huelga general, disturbios, tentativas insurreccionales, una pérdida de control del Estado sobre porciones cada vez más grandes del territorio, en definitiva, por un movimiento suficientemente fuerte como para que las transformaciones sociales sean más que unos cuantos cambios.

Cuando J. Holloway declaraba en el Foro Social Mundial de Caracas en 2006 que «el problema no es abolir el capitalismo, sino dejar de crearlo», exponía bien un aspecto de la comunización que consiste efectivamente en iniciativas y prácticas de masas, pero le quitaba a ese proceso de toda eficiencia que pudiera negar su antagonismo con el Estado. Holloway se ha hecho famoso por su frase de «cambiar el mundo sin tomar el poder». Igual que él, nosotros tampoco queremos tomar el poder. Contrariamente a él, sabemos que el poder del Estado no morirá tranquilamente, sino que desplegará todos los medios que tenga a su alcance para defender el mundo existente: por tanto, la revolución deberá destruirlo. La revolución comunista no es apolítica, sino antipolítica. (Por cierto que los partidarios de «cambiar el mundo sin tomar el poder» no esperan que un amplio número de prácticas sociales baste para neutralizar y suavizar la fuerza estatal, sus instituciones y fuerzas armadas: su objetivo no es liberarse del Estado, solamente eliminar sus peores aspectos).

La comunización no seguirá el esquema marxista clásico, perfectamente resumido por Amadeo Bordiga en 1920: «Para que la revolución pueda cumplir con su tarea económica, es necesario derribar primero el sistema político que centraliza el poder». Sea la obra de un partido, como quería Bordiga, o de una organización democrática de los trabajadores (tipo consejo), en todo caso esta visión parte del principio de una división entre los planos político y económico, y de ahí deriva la sucesión de fases política y después socioeconómica.

Al contrario, la comunización combinará las dos dimensiones, “social” y “política”. Una dinámica insurreccional no se limita a ocupar edificios, cortar calles y liarse a tiros hoy, para mañana no preocuparse más que del abastecimiento y de la vivienda. Una revolución implica algo más que la mera espontaneidad y unos efímeros agrupamientos ad hoc. Es indispensable un mínimo de continuidad. Está claro que un cierto número de insurgentes seguirán disponibles y unidos en grupos armados. Incluso si el comunismo no significa un oficio de por vida, nadie tiene talento ni gusto para todo.

Una revolución obliga a desmarcarse constantemente, y su desarrollo modifica sin cesar las líneas divisorias, pero también habrá inevitablemente personas al otro lado de la barricada, es decir, contra nosotros. La revolución comunista triunfará más neutralizando a sus adversarios que matándolos, subvirtiendo más que eliminando, no será una guerra, un ejército frente a otro, pero supondrá inevitablemente una parte de violencia, de lucha armada, de riesgo a morir. Una visión cándida preferiría que todos y cada uno salieran ganando en el proceso revolucionario: en última instancia, es verdad, pero solamente en última instancia.  Cuanto más se rechace el mito de una guerra de clases, tanto más hay que recordar que una revolución obliga a enfrentarse a personas y grupos: nuestro objetivo son las relaciones sociales, pero una relación social sólo existe materializada en seres de carne y hueso. Por ejemplo, una parte de las fuerzas del orden pasarán a nuestro lado u optarán por la neutralidad: lo que les decidirá no será solamente constatar que el comunismo va a proporcionarles una vida mejor, sino también la presión de una violencia revolucionaria cualitativamente superior. Uno deja de dar y recibir golpes cuando el fin tiene cada vez menos sentido.

Por el contrario, si la lucha armada solamente estuviera asegurada por grupos de cuerpos cerrados y especializados en ese papel, detentando de hecho un monopolio de la violencia, ese sería un signo innegable de que la revolución se ha congelado. Pronto nacería una fuerza de “policía proletaria”, al servicio de un “gobierno revolucionario” apoyado sobre un “ejército popular”.

Un periodo insurreccional no se desarrolla en una sola noche, sino que se extiende a varios meses, y probablemente años: nada está decidido definitivamente, el control del espacio es inestable y el empleo de las armas (o con más frecuencia la amenaza de recurrir a ellas) viene acompañado de confusión y realineamientos en todos los sentidos. Algunos miembros de las fuerzas del orden se vuelven a sus casas o pasan a nuestro lado. A la inversa, se forman bandas privadas contrarrevolucionarias ligadas a los restos del aparato represivo, así como a métodos que son tanto más cruentos cuanto que esos grupos a menudo se escapan a la autoridad de aquellos que en teoría les dirigen. En semejantes condiciones, es muy posible que algunos miembros de categorías sociales privilegiadas o de cuerpos represivos susciten entre cierto número de proletarios un rechazo violento que puede llegar hasta el asesinato. En un periodo de guerra civil —y la comunización tendrá sin duda aspectos de una guerra civil— las posiciones y las oposiciones de clase no se simplifican ni se resuelven de un día para otro. Tanto el policía como el obrero del metal tienen mucho que ganar en la revolución comunista, pero no tienen inmediatamente el mismo interés en ella. La superación de las clases no pasa por poner en práctica una indiferenciación social efectiva desde el principio: al principio, se verán pocos abogados de negocios y pequeños empresarios en la calle y en las asambleas, y muchos menos directivos que empleados. ¿Y qué significará la subversión —y la no eliminación “física”— de la policía para un compañero cuyos amigos acaban de ser torturados por unos policías? La única garantía que tenemos para que no ceda a la venganza es que la presión del movimiento sepa disuadirlo, pero está claro que no siempre funcionará eso.

Otros antes de nosotros han pensado en esto: «Lejos de oponerse a los llamados excesos, deben emprenderse actos de odio ejemplar contra edificios individuales o públicos a los cuales acompaña odiosa memoria, sacrificándolos a la venganza popular; tales actos, no sólo deben ser tolerados, sino que ha de tomarse su dirección» (Circular del Comité Central a la Liga Comunista, marzo de 1850). En 1850, Marx y Engels se situaban en la hipótesis de una revolución democrática que la clase obrera debería obligar a superar, sin embargo la cuestión sigue vigente.

Entre capitalismo y revolución comunista, el enfrentamiento es asimétrico. Para ganar, a los burgueses les basta con no perder, con “mantenerse” en la tormenta, esperando a reconquistar a continuación el terreno perdido, a cambio del sacrificio de algunas fortunas y el rejuvenecimiento de las élites dirigentes. El comunismo debe tomar la iniciativa. Ganará más socavando las bases sociales del bando contrario que oponiéndole una fuerza militar “frente contra frente”, pero socavar no será siempre suficiente, y habrá que combatir también con las armas lo que la comunización no haya podido neutralizar.

No hay que negar la violencia revolucionaria, ni creer que lo resuelve todo, ni tampoco buscar una respuesta intermedia mediante una represión “moderada” de las intrigas contrarrevolucionarias y la construcción de prisiones más “humanas”. Ninguna fórmula organizacional garantiza el control de la violencia proletaria que puedan ejercer los propios proletarios. (Igualmente, a menos que se suprima toda delegación, no hay normas de procedimiento que garantice por anticipado el control de los mandantes sobre sus delegados).

La solución dependerá de las respuestas que se den a preguntas bien concretas, por ejemplo el uso que haremos de los expedientes de la policía que estén en nuestras manos. Habrá voces que pidan que se utilicen, en pro de la eficacia. Contra esta tendencia, la revolución no se privará de recurrir a ellos por principio moral, porque así estaría imitando al Estado que se está rechazando, sino que hará valer el hecho de que no los necesite —o los usará si acaso en situaciones excepcionales—, ya que no combate contra sus adversarios como combate la policía contra los revolucionarios. El fin de la revolución da también sus medios: no intenta identificar a los objetivos para excluirlos de la sociedad metiéndolos en prisión o llevándolos al cementerio. El comunismo es integrador, y no persigue a monstruos antisociales.

Sean cuales sean las formas que tomen la destrucción del Estado y la invención de nuevos hábitos de administración, ese proceso irá a la par de la comunización. O bien convergen, o bien fracasan juntos. Si permiten que continúe la policía, el ejército, los partidos y el parlamentarismo, las actividades sociales más fraternales e innovadoras acabarán siendo destruidas desde el exterior por la fuerza, o asfixiadas por falta de espacio. A la inversa, si los insurgentes se limitan a consolidar un poder político-militar queriendo superar al del Estado, su eficacia no será más que aparente, puesto que lo combatirán poniéndose en su terreno: reducido a un duelo entre dos bandos, la revolución perderá el partido porque habrá renunciado a su dinámica social.

En los primeros momentos, sería absurdo esperar de una insurrección liberadora, incluso de masas, que se limitara a gestos pacíficos. Después, si los insurgentes transforman en profundidad sus relaciones sociales y sus comportamientos, no se encerrarán en el hábito de la violencia y de la muerte, cuya persistencia coincidiría con la pérdida de lo que la revolución tiene de más emancipador. En todo caso, la comunización no transcurrirá como un río en calma. Violencia y creatividad social son inseparables: el control de los proletarios sobre su propia violencia sólo es posible si es tan destructora como creadora.

 

Local y global

En democracia, manifestarse amablemente una tarde por el bulevar no desencadena ninguna intervención de las fuerzas del orden. Ocupar refinerías ya es otra cosa, y conlleva una respuesta proporcional. La reacción estatal no depende del carácter “corporativo” o no de un movimiento, sino del grado de amenaza que dicho movimiento representa para la economía de la que es garante el Estado. Si las violencias campesinas están claramente menos estigmatizadas y reprimidas que las de los obreros no es por razones electorales, puesto que los agricultores de Francia, Gran Bretaña o Alemania constituyen hoy en día una pequeña minoría de la población, sino porque el bloqueo o la perturbación de la industria golpea en el punto clave de esos países: el salariado, la producción, la circulación.

En Argentina la mayoría de las empresas que se volvieron a poner en marcha mediante la autogestión de sus propios trabajadores habían sido abandonadas en 2002 por los empresarios. Aunque fuera ilegal, un acto de ese tipo no pone en cuestión el fundamento del sistema, el cual puede tolerarlo y encuadrarlo a la vez. En algunos casos, como la compra y después la autogestión de los trabajadores de la mina galesa de Tower Colliery, el proyecto se beneficia de un amplio apoyo de la opinión pública, con tanta más facilidad cuanto que no se trata de empresas en las que se quiera invertir un capital: la reacción de la burguesía y del Estado es totalmente diferente cuando los proletarios se salen de la legalidad para parar los flujos de producción o poner en peligro los beneficios de la empresa.

Un periodo revolucionario libera toda la gama de ideologías y reagrupamientos, de los manifestantes más violentos a los reaccionarios declarados, y la comunización no se salva de esto: durará varios años, atravesando problemas y evoluciones en todos los sentidos, y por tanto también confusiones. En esas condiciones, la capacidad del capitalismo para aceptar una cierta dosis de prácticas alternativas, a riesgo de vaciarlas de sentido, cortarles el suministro de víveres o eliminarlas brutalmente si encuentra la fuerza para hacerlo, no está carente de consecuencias para la comunización. Prácticas aparentemente idénticas encubrirán sentidos diferentes, y muchas no mostrarán su sentido definitivo hasta el final del proceso. Hasta entonces, muchas transformaciones seguirán en la cuerda floja, susceptibles de ir hacia el punto irreversible del comunismo o de caer al otro lado. No habrá criterios absolutos. Incluso una ausencia de circulación de dinero podría mostrarse provisional, si el intercambio mercantil se vuelve a introducir como mediador entre actividades. La única garantía será la extensión más amplia posible de las relaciones sociales comunistas: su capacidad de englobar cada vez más ámbitos de la vida y de extenderse en territorios cada vez más amplios.

Esta dinámica nos obliga a volver a plantear la cuestión del trabajo, del tipo de trabajo que determina el funcionamiento de la sociedad, y de las categorías que participan en él. Comunizar es romper evidentemente con el productivismo, por ejemplo el cultivo de tomates en la fabulosa sierra de Andalucía, recolectados para ser comidos 48 horas más tarde en el Pas-de-Calais. Comunización significa desacumulación, desmundialización, y reapropiación de los lugares donde vivimos para transformarlos. Tiene una dimensión local, de vecindad. Sin embargo, privilegiar este aspecto hasta el punto de obviar los otros acabaría condenándonos a corto o largo plazo. Una empresa a pequeña escala, a escala humana como se suele decir, que produjera pequeños objetos o que trabajara en el sector terciario, se presta más fácilmente a la cooperación que un complejo siderúrgico que emplea a 2.000 personas. Aunque no proponemos un “plan acero” hoy para el futuro, tampoco imitaremos los altos hornos del Gran Salto hacia Adelante maoísta de 1958. Pero una comunización que se limitara a lo “local”, que iniciara mil proyectos pioneros en materia de educación, de software fáciles de usar, de fabricación artesanal y de redes de alimentación de proximidad, sin regular la cuestión siderúrgica, una comunización así sería un “alternativismo” a gran escala. Por cierto que hay muchos que nos invitan a esto: soluciones locales para un desorden global, se repite (como la película con ese nombre((Se trata del documental francés Solutions locales pour un désordre global (2010) de Coline Serreau))), sin siquiera darse cuenta del flagrante ilogismo de dicha fórmula. El capitalismo también se sostiene sobre formas de cooperación. Su plasticidad le permite integrar todo lo que no ponga en peligro la centralidad del salariado: en el momento en que ese núcleo vital para él está garantizado, puede acomodarse a formas que reducen la jerarquía y le hacen un sitio a la autonomía, incluso al igualitarismo, a condición por supuesto de que sigan siendo minoritarios y se estén en su sitio, preferiblemente en “lo social”. Hoy, lejos de amenazar el capitalismo, la economía solidaria y el mutualismo palían algunas carencias. En un periodo de intensas luchas sociales asistiremos al desarrollo de este sector, sobre todo por la creación de pequeñas unidades que harán como si fueran más allá del capitalismo, cuando en realidad lo estarán democratizando mediante la deliberación, la gestión colectiva y la igualación de salarios. Una de las dificultades de la comunización será conseguir superar y absorber esa economía social  que seguirá siendo economía, ese trabajo que seguirá siendo todavía un trabajo, esa empresa que funcionará aún como un polo de valor.

 

Cambiar la vida

Sin lugar a dudas, se tratará de cambiar la vida cotidiana, desde la cocina hasta la forma de comer, pasando por la forma de desplazarse, habitar las casas, aprender, viajar, leer, no hacer nada, amar, no amar, tener hijos, debatir y decidir nuestro futuro, etc., a condición de darle un sentido pleno al término “vida cotidiana”. Sin embargo, lo más frecuente, sobre todo desde que el término se puso de moda en el 68, es que se limite lo cotidiano al espacio-tiempo fuera del trabajo, como si se renunciara a intervenir en la economía y el salariado, resignándose a no modificar más que los pequeños actos y gestos, nuestros afectos, el cuerpo, la familia, la sexualidad, la pareja, la alimentación, el ocio, las relaciones de amistad…

La comunización, bien al contrario, tratará las “pequeñas” cosas de la vida como aquello que son: una manifestación de las “grandes”. Dinero, salariado, empresa como unidad separada y polo de acumulación de valor, tiempo de trabajo separado del resto de nuestra vida, producción para el beneficio económico, órganos de Estado que mediatizan la vida social y sus conflictos, separación entre aprender y hacer, circulación al máximo de todo y de todos por sistema… cada uno de esos momentos y de esos lugares no debe ser simplemente gestionado por un colectivo o reconvertido en propiedad pública, sino remplazado por formas de vida solidarias, sin dinero, sin beneficio económico, sin Estado.

Puesto que la relación capital/trabajo estructura y reproduce la sociedad, la abolición del salariado es condición de todo lo demás, pero no habrá que esperar a que la abolición completa de la empresa, del dinero y del beneficio para comenzar a actuar. Comunizar, por ejemplo, es transformar nuestra relación con la técnica. Sin regresar a la medicina antigua, nos alejaremos de la hipermedicalización y de las prácticas que curan más la enfermedad que al enfermo. La persistencia de la jerarquía hospitalaria sería un signo evidente de la ausencia de una revolución. Igualmente, una sociedad como la de hoy donde proliferaran los psicólogos estaría probando nuestra incapacidad para tratar las tensiones individuales y los conflictos interpersonales por medio de las relaciones sociales, puesto que seguiríamos necesitando profesionales de la psique.

Comunizar es tirar abajo los aparatos represivos al mismo tiempo que se instauran relaciones sociales no mercantiles, yendo cada vez más hacia lo irreversible: «A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar» (Kafka).

Citemos nuestra Más allá de la democracia:

Hacer circular materias primas y productos sin la mediación del dinero también requiere eliminar los muros de los estrechos apartamentos que están adaptados a las normas de la familia nuclear, o plantar verduras en una calle o sobre un tejado. Supone romper la escisión entre un universo urbano mineralizado y una naturaleza cada vez más reducida al espectáculo y el ocio, donde un viaje de trekking de diez días en el desierto compensa la obligación de hacer las compras en coche cada sábado; practicar en una relación social lo que pertenecía a una actividad privada y remunerada, incluso en el voluntariado (porque ahí también se paga todo, nada puede ser gratuito); no volver a tratar al vecino como un extraño, pero también dejar de considerar el árbol de la esquina como un elemento decorativo mantenido por los empleados municipales. Supone, en definitiva, una relación diferente con los otros y con uno mismo, en la que la fraternidad no proviene de un principio, sino de una práctica que incluye una lucha, incluso violenta, incluso armada.

La huelga general y los disturbios suspenden los automatismos y la reproducción social, y obligan a los proletarios a inventar algo distinto, lo cual implica subjetividad y libertad, ya que hay elecciones que hacer y eso obliga a cada uno a encontrar un lugar, ya no el del individuo aislado, sino en una interacción que produce una realidad colectiva. El paro laboral generalizado abre la posibilidad para los ferroviarios de pasar a una actividad diferente decidida en común: en lugar de cruzarse de brazos, poner en funcionamiento los trenes con un objetivo opuesto al del Estado y los jefes, dejar de creer que el “AVE está bien porque va rápido”. Las prácticas concretas no están ligadas directamente al papel que se tenía antes en la producción, es decir, la conductora de autobús no decidiría sola lo que hacer con el bus. El hecho de que apenas ayer fuera ella quien estaba al volante no dejará de tener importancia: durante cierto tiempo, sabrá conducir y mantener la máquina mejor que otros. Una cosa es poner el autobús atravesado para bloquear una calle, o prenderle fuego, y otra cosa distinta es hacerlo circular gratuitamente, lo cual supone en concreto neutralizar a los controladores y a los policías de tráfico. Al principio del periodo (indispensable) en que los proletarios toman posesión del conjunto de la producción, los que antes trabajaban o tenían experiencia en una actividad determinada juegan un papel específico, pero provisional: lo superaremos a medida que las determinaciones sociológicas pierdan su importancia, lo cual supone preguntarse si tenemos necesidad y ganas de tener AVE y autobús, cuál de los dos y para ir dónde.

 

Jerarquía y aprendizaje

Desde hace milenios, la división social del trabajo pasa por una división técnica. En democracia, o mejor aún en “meritocracia”, la jerarquía de clases se presenta como un reparto razonable e inevitable de competencias, y todo sirve para reproducir esta desigualdad: puesto que los estudios que permiten ser cirujano son un poco inaccesibles al hijo de un obrero, se volverá un enfermero bajo las órdenes del cirujano que sabe “naturalmente” más que él. Igualmente muchas acciones están prohibidas a los subalternos que sin embargo tienen capacidad para llevarlas a cabo, porque la cadena de mando reserva la exclusividad de ellas al designado como jefe, de la misma forma que un montón de actividades necesitan actualmente una larga formación sancionada obligatoriamente por un diploma. Tanto en la autoescuela como en la universidad, la institución de aprendizaje funciona tanto, si no más, para perpetuarse como para transmitir conocimientos.

En el momento en que se borre la separación sistemática de hoy entre aprender y hacer, la adquisición de prácticas y de actividades se abrirá y amplificará en muchos más ámbitos de los que somos capaces de imaginar.

Sin embargo, no todo el mundo será cirujano, traductor de árabe o astrofísico, y la mejor educación o autoeducación jamás hará de nadie un virtuoso. Para que este problema no se convierta en un obstáculo, la comunización tendrá en cuenta las asimetrías de gustos y de competencias. En este caso, como en otros, nos liberaremos de hábitos y servidumbres milenarias… sin ser excesivamente inocentes. Hay invariantes de la especie y de la condición humana. El placer que a menudo se siente aprendiendo no conlleva que aprenderemos siempre divirtiéndonos. No se puede tocar a Mozart o escribir un poema sin haber asimilado antes el solfeo o la escritura, y no se puede controlar el solfeo componiendo una sinfonía inmediatamente después de haberlo aprendido, no más de lo que se puede leer y escribir abriendo el libro de La sociedad del espectáculo a los cinco años. La comunización no abolirá la necesidad de un tiempo de aprendizaje (ni tampoco de una edad: la danza clásica se adquiere desde la infancia). Con lo que sí dejará de hacer será encerrar a la juventud en un aula durante quince o veinte años. La sociedad contemporánea es consciente de ello, pero en vano, porque esa separación depende de otra más profunda y estructural al capitalismo, entre trabajo (asalariado y productivo de valor) y no-trabajo (actividades domésticas, educación, formación, ocio, etc.). Sólo la superación del trabajo en tanto que esfera separada transformará el conjunto de aprendizajes, y entonces los roles de profesor y alumno dejarán de estar fijados, podrán cambiar de persona e incluso de lugar.

Al contrario que los proyectos utópicos y las pretensiones de diversas dictaduras modernas, la comunización no ambiciona crear un hombre o una mujer nuevos, siempre iguales a sus semejantes en talentos, capaces de asimilar todo, y cuyos deseos se armonizarían obligatoriamente con los del otro. Rechazar la jerarquía y la división de tareas y de funciones no impedirá que un cierto grado de especialización siga ligado al desarrollo del arco de conocimientos humanos. No hacemos un modelo de Leonardo da Vinci, que era a la vez artista, filósofo, ingeniero, inventor y… amigo de príncipes. De todas formas, la proliferación de ramas del saber ha hecho este ideal inaccesible y el siglo XX nos ha enseñado a desconfiar de todólogos y expertos en complejidad. La comunización no realizará el universal, solamente tenderá a él con formas que ciertamente nos sorprenderían si pudiéramos adivinarlas.

 

El proletario y el ecologista((En el original, Le prolo & l’écolo, dos formas coloquiales y a veces despectivas para denominar a ambas categorías sociales [N. de T.]))

 La comunización llevará a cabo lo contrario de lo que escribía Victor Serge (por entonces bolchevique) en 1921: «Toda revolución es un sacrificio del presente en nombre del futuro».

Uno de los temas más fuertes y uno de los logros de los años 60 y 70 es el rechazo de una revolución que estaría siempre aplazando su realización a un futuro indefinido. El deseo de un cambio tangible y vivido de manera efectiva se apoyaba en un regreso a Marx, al “joven Marx” en particular. Contra el utopismo que supera la realidad con sus planes de sociedad ideal, el autor de los Manuscritos de 1844 insistía en una práctica social que tendiera a transformar la sociedad a través de una ruptura revolucionaria que avanza profundizando sus conquistas. «Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que ha de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual. Las condiciones de este movimiento se desprenden de la premisa actualmente existente» (La ideología alemana, 1845)

Después de 1968 el agotamiento de la oleada de protestas despojó de toda veleidad subversiva a esa exigencia de aquí y ahora para reducirla a modificaciones parciales y continuas de nuestra vida cotidiana, algunos arreglos favorecidos por la omnipresencia de las lógicas mercantiles y salariales que permite abrir en ciertos lugares inofensivos espacios de libertad. Cualquiera se ve autorizado a presentar la autogestión de toda o de parte de su empresa, de su barrio, de su escuela, de su sexualidad, de su alimentación o de su vivienda (gracias al feng shui) como algo que contribuye a un “movimiento real” de transformación social, e incluso pretende que sea más “real” que la revolución de antaño. Al tradicional reformismo del y en el trabajo se añade un reformismo de la vida cotidiana, individualista y colectivo a la vez, y democrático, pero de una democracia participativa y/o deliberativa, horizontal, de barrio, de redes, de asociación, donde los participantes se imaginan que están anulando la separación entre representantes y representados.

Después del 68, en contra del estalinismo y el izquierdismo, para los que estaba a la moda la creación de un partido a la espera del Gran Día, nos veíamos obligados a combatir la reducción de la revolución a una toma de poder, y el aplazamiento de los cambios efectivos a un futuro que nunca llegaba.

Treinta años más tarde, cuando la revolución (política o no) como ruptura histórica parece un sueño abocado a convertirse en pesadilla (“¡Mirad a Stalin! ¡Mirad a Pol Pot!”), se ha desarrollado la creencia en un posible cambio progresivo de la vida cotidiana, una toma del poder social que se extendiera como una mancha de aceite, y que a fuerza de ocupar cada vez más espacios locales triunfaría sobre el plano global y la institución estatal se extinguiría por sí misma. Esta concepción, aunque no suele referirse al comunismo porque lo juzga como algo superado, y por tanto raramente habla de comunización, retoma o desvía la idea de comunización en lo que ésta tiene de crítica de la revolución política, creyendo así que lucha por un verdadero cambio social inmediato.

Un capital omnipresente puede permitirse empujar a un consumo cuyos excesos denuncia (incluso se ha inventado ya el “Día sin compras”) y obligar a trabajar mientras tolera ciertos márgenes fuera del trabajo. Para los que tienen poco dinero se aconseja hacer de la necesidad virtud… comprando poco. Para decenas de miles de europeos es posible (es decir, obligatorio) vivir sin cobrar un salario, igual que para los uno o dos mil millones de seres humanos para los que sigue siendo muy difícil de encontrar un empleo estable. En cuanto a los que tienen la suerte de ser empleables, el hedonismo contemporáneo le da la vuelta a la frase de V. Serge: «No sacrifiquéis el presente al futuro, construid intensamente situaciones, vivid aquí y ahora unas relaciones sociales diferentes». Ahora cada ciudad de Europa y de Norteamérica (y desde hace poco en Asia) tiene sus asociaciones, sus alternativos, sus ecologistas radicales, su cooperativa ecológica, sus márgenes tolerados mientras no molesten a nadie, sus okupaciones…

Comunizar es experimentar diferentes formas de vivir, pero es más y algo distinto a extender al máximo los márgenes de autonomía que nos concede esta sociedad, puesto que si no nos limitaríamos a ser una multitud que siempre se hace a un lado, una secesión generalizada, una suma de negaciones.

La misma práctica e incluso la misma lucha pueden encubrir realidades muy diferentes, a veces opuestas, según el medio empleado y el objetivo al que se apunta.

En Detroit hay huertos obreros((En francés, el término jardin ouvrier, que traducimos como ‘huerto obrero’, hace referencia a pequeñas parcelas de tierra que a partir del siglo XIX proporcionaba la administración pública a los obreros como una forma de complementar el salario mediante el cultivo de subsistencia [N. de T.])) que a veces se hacen en antiguos terrenos industriales ya en desuso y que a menudo son cultivados en común por negros en paro. Las mentes biempensantes ven en ello un medio para que las personas desfavorecidas estrechen lazos y se rencuentren supuestamente con sus raíces afroamericanas, cuando en realidad no se trata más que de una economía de subsistencia. Pero esta comunidad de la miseria, hoy necesaria para sobrevivir, en otro contexto podrá tomar un sentido radical, cuando el cultivo de espacios urbanos entre en conflicto con los poderes establecidos, de manera que un gesto que hoy es marginal porque se realiza fuera del trabajo (y para paliar esas carencias) ayudará a la superación del trabajo como actividad separada y participará en la reapropiación del espacio y del tiempo llevada a cabo por colectivos de proletarios asociados.

Hoy en día el obrero del neumático, cuyo interés es que su empleo y por tanto la contaminación del automóvil sigan existiendo, parece irresponsable ecológicamente. Por el contrario, el que consigue sobrevivir con sus verduras y producir su propia electricidad disfruta de una imagen positiva. Sin embargo es la acción intempestiva del obrero “estrecho de miras” la que será susceptible de cambiar el curso de las cosas, mientras que la “feliz austeridad” del ecologista no pone en riesgo ni el capitalismo en general, ni a la EDF((EDF, Électricité de France, es la mayor industria eléctrica de Francia [N. de T.])) ni la circulación del automóvil en particular. La comunización será un periodo en el que una sacudida iniciada por luchas como las del obrero del neumático empujarán al ecologista más allá del marco individual o local al que hasta entonces se limitaba su imaginación innovadora, contribuyendo así a un nuevo modo de vida.

 

Transformar prácticas comunes ya existentes

En el pasado, contrariamente a lo que cuenta la historia oficial, que ha estado denigrando durante mucho tiempo los siglos preburgueses como tiempos de ignorancia y de miseria, existieron formas de cooperación, de administración colectiva de tierras comunales, de reparto periódico más o menos igualitario de una parte de las tierras entre las familias, así como hábitos de autonomía local, de debate y de toma de decisiones por grupos de campesinos, algunos de los cuales siguieron existiendo incluso en el siglo XX, como por ejemplo en España. En su viaje a Indonesia a finales del siglo XX, Gabrielle Wittkop describía el gotong-royong, «un sistema de cooperación […] de vital importancia», «apoyo mutuo comunitario de origen típicamente rural», que «entra en vigor en el momento en que hay que apagar un incendio, almacenar una cosecha o reparar un dique». Hoy en día, en las zonas sacudidas por un capitalismo salvaje o emergente, en América Latina, África y Asia, la resistencia a la penetración industrial y mercantil revivifica antiguas prácticas colectivas: autoorganización del barrio, solidaridad rural, asociación de luchas obreras, cooperativas de producción o de consumo, escuelas y hospitales populares…

Además de testimoniar lo que sería «otro mundo posible», esas prácticas participan en una transformación del mundo que no pueden llevar a cabo ellas solas. Hace un siglo, el mir((El mir o la obschina eran los términos dados a la comuna rural rusa, con características muy semejantes a las relatadas más arriba por los autores de reparto equitativo de la tierra, rotación cada cierto tiempo, trabajo en común, etc., como un resto del comunismo primitivo que se encontraban hasta hace muy poco en múltiples lugares del planeta [N. de T.])) ruso no tenía la fuerza —ni la intención— de revolucionar la sociedad, ya que la cooperación y la autonomía rurales dependían de un sistema social y de un orden político que superaban con mucho el marco campesino. En nuestros días, millones de cooperativas jamás conseguirán competir contra las multinacionales. Lo que es más, ese “otro mundo” sigue siendo inimaginable en una sociedad individualista donde cada uno tiende a ver en su vecino un peligro potencial, si no ya directamente un enemigo. The Ax (1997) de D. Westlake((Novela sin traducción al español que sería adaptada en 2005 al cine por Costa-Gavras con la película francohispana de Le Couperet [N. de T.])) imagina que después de su despido, un técnico altamente cualificado identifica y elimina uno después de otro a sus competidores en el mercado laboral antes de conseguir volver a ser contratado en otra empresa. Ciertamente se trata de ficción, pero cuando reina la propiedad privada, la solidaridad y la comunidad se mantienen frágiles y no se imponen sin que haya luchas. Aunque la mayor parte de los seis mil millones de seres humanos no poseen gran cosa, y muchos solamente una fuerza de trabajo apenas monetarizable, tanto más tendemos cada uno de nosotros a agarrarnos a lo poco de lo que somos propietarios.

Para no citar más que dos ejemplos, la Cabilia y Oaxaca en México han mostrado cómo podían resurgir asambleas y vínculos colectivos y servir de medio de resistencia. La comunización pasará también por la revitalización de antiguas formas comunitarias, a condición de que al resucitarlas sean más de lo que se ha perdido. No se modelará sobre lo que, en nuestra sociedad, ya se puede identificar de prácticas comunes, sobre la existencia o la reemergencia de bienes detentados colectivamente, o de uso compartido, la tierra por ejemplo: sólo encontrará en ellas un apoyo si las transforma. Es el alcance final de la lucha lo que da su contenido a una actividad.

 

Comunidad

«El bien común o la comunidad de bienes»: con esta fórmula Sylvain Maréchal resumía el objetivo de los seguidores de Babeuf (El manifiesto de los iguales, 1796). «El pueblo se administra sin intermediarios, reuniéndose simplemente en comunas o en fracciones de la comuna, para votar según las decisiones útiles para el grupo. Todo ejercicio indispensable de autoridad, toda dirección del trabajo depende del voto, y la misión así conferida debe ser, al final de un breve período, renovada de la misma forma. Como esta república ideal es comunista, fundada en la supresión del dinero y la organización del único trabajo necesario para la vida, su funcionamiento no necesita más complicaciones. El centro federal […] se componía sin embargo de delegados temporales, pero con mandato imperativo y restringido estrictamente a las instrucciones de la comuna. […] Algunas de las principales disposiciones: socialización de los bienes inmuebles y de los medios de producción, legislación directa realizada por ciudadanos iguales en comunas independientes, pero federadas, trabajo impuesto a cada hombre válido bajo la dirección de jefes elegidos, provistos de mandatos limitados y temporales» (Arthur Rimbaud, Proyecto de Constitución Comunista, agosto de 1871, tal y como nos lo referirá más tarde su amigo Ernest Delahaye).

En La sociedad futura, Sylvia Pankhurst explica en 1923 que «la riqueza de la comunidad, es decir la tierra, los medios de producción, de distribución y de transporte, son propiedad común, y […] la producción es motivada por las necesidades y no por el provecho. […] La abolición total del dinero, de la venta, de la compra y del salariado […] la comunidad debe darse por tarea abastecer, desde la demanda y un poco en exceso, todo lo que cubre las necesidades y deseos de sus miembros».

En 1931, en medio de la mayor avería económica de la historia capitalista, Otto Rühle escribía esto a los proletarios: «Lo que quieren es simplemente que la economía vuelva a su primitivo papel de abastecer de bienes a todos los hombres. Quieren intercambiar pan por trabajo. Hoy se les priva de trabajo y se les pide dinero por el pan; y como no tienen dinero, no se les da pan. Pero si el dinero que hoy está entre el productor y el consumidor desaparece del proceso de intercambio, el producto del trabajo pertenecerá al productor, que se convertirá en consumidor en base a su trabajo. Esto es lo que se llama una economía destinada a la satisfacción de las necesidades. […] Es verdad que para adaptar la producción a la medida de las necesidades, esta nueva forma de la economía tiene que poder disponer de los medios de producción. De ahí la necesidad de poner los medios de producción en manos de la comunidad» (La crise mondiale, ou : vers le capitalisme d’État, libro publicado con el pseudónimo de Carl Steuerman, edición francesa de 1932((No conocemos la existencia de una traducción al español, de forma que traducimos directamente del francés [N. de T.]))).

Escogidas casi al azar entre cientos de ellas, estas citas ilustran una visión que podría sintetizarse así:

comunismo =

democracia directa =

satisfacción de las necesidades =

comunidad + abundancia

Prácticamente el proyecto de Rimbaud proporciona un resumen del comunismo tal y como ha sido pensado durante más de un siglo: puesto que el sujeto histórico del futuro será la comunidad humana autoorganizada, la gran cuestión es saber cómo va a organizarse. ¿Quién manda? ¿Todo el mundo… o nadie? ¿Quién decide? ¿Todos colectivamente… o solo algunos? Inspirado en la experiencia de la Comuna de París, Rimbaud describe una democracia comunalista a la vez coordinada y descentralizada.

No repetiremos aquí la crítica de la democracia que hemos tratado ya en otros textos, solamente queremos señalar un punto central: porque la inmensa mayoría de revolucionarios (anarquistas o marxistas) consideraron ante todo el comunismo como un nuevo modo de organización de la sociedad, su primera preocupación era la de definir las “buenas” instituciones, ya fueran fijas o evolutivas, complejas o simplificadas al máximo. (El anarquismo individualista, por cierto, es también una forma de organización reducida a una sumatoria de egos… iguales porque independientes).

Para nosotros, al contrario, el comunismo concierne tanto a la actividad de los seres humanos como a la organización de las relaciones que tejen entre ellos. Asegura las producciones, no tiene necesariamente miedo de las instituciones, y sin embargo no es ni institución, ni producción, sino ante todo actividad: «la comunización remplaza la circulación de bienes entre los “productores asociados” por la circulación de los individuos de una actividad a la otra» (B. Astarian).

Para llegar a ello, a través de avances, retrocesos y fases de latencia, el impulso comunizador se verá contrapesado por la usura, las ganas de quedarse como se está, de ponerse en las manos de los otros, y el único antídoto para esta tendencia a la inercia vendrá del deseo social de vivir de otra forma, lo cual nos hace volver a la subjetividad…

…y a la singularidad. La comunización no será la obra de una masa informe de proletarios que comienza a no serlo. Habrá personas indiferentes, atendistas((Término poco común en español, pero utilizado en ciertos ámbitos para referir a las personas que esperan (attendre en francés, de ahí la palabra attentiste empleada en el original) de brazos cruzados a que algo llegue, especialmente en lo referido a la revolución [N. de T.])), algunas bienintencionadas y otras malintencionadas, e incluso hostiles. A menos que creamos en un capitalismo que no dejara más alternativa que el “comunismo o la catástrofe”, y por tanto en soluciones que se impondrían por sí mismas, no podemos evitar afrontar lo que haremos cuando haya minorías significativas que intenten continuar viviendo como antes.

Hará falta mucho tiempo antes de que se pueda considerar la comunización casi como seguramente irreversible. Hasta entonces, no habremos ganado nada. Los que la víspera estaban comprometidos con un oficio (hablamos de una actividad que estimarán como algo útil los comunizadores) no lo transmitirán en unas pocas horas: la interpenetración de las categorías y las competencias tomará su tiempo. El capitalismo crea ciertas condiciones del comunismo, pero no las crea todas, y además multiplica las condiciones que se le oponen y no dejará de hacer surgir nuevas. La comunización será un proceso histórico, no un fenómeno natural que con la fuerza irresistible de una inundación vendría a ahogar al viejo mundo, al que ya nadie querría. Los párrafos que siguen aportan solamente algunos elementos sobre cómo podría el trabajo transformarse en actividad.

 

Gratuidad

Comunizar no es hacer gratuito y accesible a todos lo que ya existe hoy, desde la telefonía móvil a la central eléctrica, pasando por la casa de la cultura y la panadería de la esquina. Si no, guardaríamos los medios de producción y modos de consumo liberándolos sencillamente de su carácter mercantil: llenar el carro de la compra sin abrir el monedero, llenar el depósito de gasolina sin sacar la tarjeta Visa… la misma vida, en definitiva, menos la cajera, el bancario, el recaudador de impuestos o el vigilante.

Es frecuente oír cómo se explica la existencia del dinero por la necesidad de disponer de un medio de reparto de bienes por desgracia demasiado escasos para ser distribuidos “a ojo de buen cubero”: el champán tendría un precio porque se cosecha y produce muy poco. Sin embargo, aunque haya miles de pañuelos en Tati [tienda de ropa francesa, N. de T.], debo pagar al menos 2 o 3 euros para llevarme uno. Hay que buscar río arriba y, en lugar de atenerse a la producción, ascender hasta su fuente, la actividad humana. La existencia del dinero presupone la del trabajo.

Más que un instrumento cómodo y/o detestable, el dinero materializa la forma en que las actividades humanas se refieren las unas a las otras, y los seres humanos entre sí. Hoy en día se miden sin cesar los objetos entre ellos, se les compara e intercambia según el tiempo de trabajo medio que tienen incorporado o que se supone que tienen incorporado, lo cual nos lleva a pensar también de esta forma los actos y las personas.

En términos marxistas, el binomio valor de uso/valor de cambio nace de una situación en que cada actividad ha dejado de vivirse y recibirse por lo que tenía y producía en concreto, ya sea pan o un plato. A partir de este momento, ese pan y ese plato existen ante todo por y para intercambiarse el uno con el otro, y son tratados a partir de lo que tenían en común: ser los dos resultados diferentes pero comparables de una misma práctica, el trabajo, susceptible de ser reducido a un dato universal y cuantificable, el esfuerzo humano medio necesario para producir ese pan y ese plato. Trabajo cristalizado, el dinero solamente da una forma material a esa sustancia común.

Incluida nuestra época, las sociedades sólo han encontrado este medio, el trabajo, para organizar su manera de vivir en común, y el dinero sirve para conectar lo que separa la división del trabajo. Al extender el salariado a todo el planeta, al generalizar la condición de proletario, mercancía sobre la que reposan el resto de mercancías, la dominación capitalista crea la posibilidad de relaciones sociales donde la circulación de seres y de cosas ya no necesita comparar y cuantificar las actividades para ser universal.

La comunización no consistirá por tanto en eliminar el valor de cambio mientras se mantiene el valor de uso, puesto que los dos van a la par. En cuanto entremos en la fase insurreccional, ya no se intercambiarán mercancías reducidas cada una a una cantidad de algo comparable a otra cantidad. La circulación descansará en el hecho de que cada trabajo es específico y ya no tiene que referirse a otro para existir.

La crítica superficial del capitalismo denuncia las finanzas y valoriza la llamada “economía real”, pero un coche o el trigo tienen hoy un uso porque se cuenta (y actuamos conforme a) su coste: “¿cuánto vale…?” En el mundo actual, para que los objetos, las actividades y las competencias circulen, tienen que ser comparadas, llevadas a un elemento o sustancia que les sea a la vez común y cuantificable. Hay una diferencia entre garantizar el número de ladrillos necesarios para construir una casa, lo cual no dejará de hacer el comunismo, y establecer un coste fijo de la vivienda. La comunización también será habituarse a contar las realidades físicas sin hacer contabilidad con ellas.

A partir del momento en que los proletarios comunizadores comienzan a producir, la cuestión ya no es tanto la gratuidad como la transformación radical de la actividad, de todas las actividades. […] Poner por delante la actividad y no su resultado.

(B. Astarian)

Quien dice transformación, dice proceso conflictivo, del que al principio sólo tomará la iniciativa una minoría. La inmensa mayoría de la que habla el Manifiesto se comprometerá con la comunización progresivamente, no desde el principio, y si cada uno se servirá sin pagar, ese principio no regula todo. Una era de transformación desarrolla la inventiva, pero también comportamientos que sólo tienen en común con el verdadero cambio social el vocabulario. Si vemos desconocidos que acumulan bienes (comida, ropa o frigoríficos) en un camión y rechazan explicar por qué ni dónde se los llevan… mientras se reivindican de la “abolición de la mercancía”, no les dejaremos marcharse con sus bellas palabras. ¿Se trata de un empresario que pone su stock en un lugar seguro?, ¿de una banda que se prepara para el mercado negro?, ¿de acaparadores?, ¿de personas muy preocupadas que temen la carestía para sus allegados?, ¿o de compañeros con buenas intenciones? Eminentemente positivo en un primer momento para romper los muros de la mercancía, los saqueos no darán después la mejor fórmula para repartir los bienes disponibles, aún menos para producir otros.

 

Comunismo y tiempo de trabajo

La cuestión del trabajo y del tiempo obliga a abordar el proyecto de los comunistas de consejos holandeses (GIC) a partir del texto Principes fondamentaux de la production et de la distribution communistes (1930)((Principios fundamentales de la producción y de la distribución comunistas. Que sepamos, no hay traducción al español [N. de T.])). Por falta de espacio, digamos rápidamente que este proyecto tuvo el enorme mérito de plantear concretamente la cuestión del comunismo, pero sobre una base falsa.

En 1966, en una nota autobiográfica, el principal redactor Jan Appel (1890-1985) resumía su principio: los consejos obreros harían de «la unidad de la hora de tiempo de trabajo medio [la] medida del tiempo de producción y de todas las necesidades y servicios tanto en la producción como la distribución».

El error es querer poner la teoría marxista del valor al servicio de la gestión del comunismo. La noción del tiempo de trabajo social medio, y menos aún su cálculo, no son unos instrumentos utilizables como lo sería una carretilla o una fresadora: son la sustancia del capitalismo, y su empleo no es separable de la función que es obligatoriamente la suya. Al principio de los manuscritos de 1857-1858 (Grundrisse), en unas páginas que siguen siendo una de las más profundas aproximaciones al comunismo, Marx criticaba ya los planes de este tipo y mostraba la imposibilidad de organizar la sociedad sobre la base de un cálculo directo del tiempo de trabajo medio, es decir, sin que de él naciera de nuevo el dinero: no se puede «eliminar el dinero mientras el valor de cambio siga siendo la forma social de los productos»((Karl Marx: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, ed. Siglo XXI, vol. 1., pág. 71)), ya que tarde o temprano el equivalente general se materializará, volviendo a nacer una variante cualquiera del dinero. Todo el mundo sabe que, pese a sus aspectos a veces simpáticos, el trueque está basado en una cuenta implícita, un intercambio de dinero invisible (nadie trueca una moto en buen estado por un gorro de natación). Mientras el producto tenga una doble existencia de objeto concreto y de valor de cambio que sirve para comparar e intercambiar, seguiremos estando en la sociedad mercantil y el capitalismo. Una contabilidad directa en tiempo de trabajo crearía un equivalente general invisible: incluso con el mecanismo compensatorio descrito por Paul Mattick en 1934, acabaría por desembocar en productos medidos como mercancías sin que circulen como mercancías, y en trabajadores que consumirían según su trabajo sin recibir salario. Se vería resurgir rápidamente las formas clásicas de un capitalismo cuyos fundamentos jamás habrían desaparecido en realidad. Sólo un mercado donde se enfrentan las empresas es capaz de sancionar el cálculo de tiempo de producción.

Es evidente que no existe nada intrínsecamente común entre las zanahorias y las camisas, excepto la cantidad de trabajo necesario para producir ambas. Pero el intercambio mercantil, y aún más el capitalismo, necesita ese patrón de comparación: «La dependencia mutua y generalizada de los individuos recíprocamente indiferentes constituye su nexo social»((Op. cit., pág. 84)).

El comunismo no será indiferente a la cantidad de recursos (humanos y de otro tipo) necesarios para cualquier actividad. Construir una casa y plantar lechugas no exige el mismo esfuerzo ni los mismos elementos materiales, y el comunismo lo tendrá en cuenta, pero no será necesario partir de la abstracción (incluso si está calculada directamente) de un gasto de energía comparable contenido en esas dos actividades. Contará y confrontará cantidades, y los eventuales despilfarros que se produzcan serán muy inferiores a los que impone el cálculo de una suerte de tiempo universal de producción.

Una vez supuesta la producción colectiva, la determinación del tiempo, como es obvio, pasa a ser esencial. Cuanto menos es el tiempo que necesita la sociedad para producir trigo, ganado, etc., tanto más tiempo gana para otras producciones, materiales o espirituales. Al igual que para un individuo aislado, la plenitud de su desarrollo, de su actividad y de su goce depende del ahorro de su tiempo. […] Economía del tiempo y repartición planificada del tiempo del trabajo entre las distintas ramas de la producción resultan siempre la primera ley económica sobre la base de la producción colectiva. Incluso vale como ley en mucho más alto grado. Sin embargo, esto es esencialmente distinto de la medida de los valores de cambio (trabajos o productos del trabajo) mediante el tiempo de trabajo.(( Op. cit., pág. 101))

Si las sociedades humanas se abandonan desde hace algunos siglos a una medida cada vez más precisa y rigurosa del tiempo, es para economizarlo para reducir los tiempos de producción. La obsesión de “ganar” tiempo y el miedo terrible a “perderlo” son indisolubles con el capitalismo. Bien al contrario, los seres humanos para los que la búsqueda desbocada de la productividad no es un imperativo, no tienen ninguna necesidad de medir en cada cosa los minutos y segundos necesarios para producirla. El comunismo no hará necesariamente de la lentitud virtud, pero ir rápido para producir, desplazarse o informarse será una elección, no una obligación.

Sea cual sea el fin del cálculo y su método, una sociedad fundada sobre el tiempo de trabajo supondría que el trabajo es distinto del no-trabajo, y se mantiene separado del resto de actividades (sino, ¿qué y cómo medir?). En su deseo de presentar el comunismo como un modo de producción superior, y de mostrar unas cifras que apoyen el hecho no solamente de que emancipará a la humanidad, sino de que “puede funcionar”, los compañeros holandeses olvidaban la crítica marxiana y obrera del trabajo (aunque 1930 tampoco era el momento más favorable para sacarla a la luz…)

 

Abundancia, necesidades… e igualdad

Para un gran número de comunistas (de nuevo, anarquistas y comunistas entremezclados) lo que hizo posible la explotación del hombre por el hombre fue la escasez, que permitió a una minoría hacer trabajar en su beneficio a la mayoría. Afortunadamente, al desarrollar la producción el capitalismo marcaría el fin de la escasez y de la necesidad: así, podrían desaparecer la lucha por la vida, el deseo de acaparar, de explotar, de dominar, y la tendencia milenaria del hombre a comportarse como “un lobo para el hombre”.

En consecuencia, el objetivo ampliamente compartido por casi la totalidad de las tendencias del movimiento obrero era realizar la abundancia. Contra el capitalismo que nos hace trabajar sin satisfacer nuestras necesidades, y reparte lo que produce de manera desigual, habría que organizar la producción masiva e igualitaria de bienes útiles que disfrutaremos todos.

No estamos tan lejos de las tesis abundantistas y de la economía distributiva de Jacques Duboin (1878-1976), que publicó en 1932 La grande relève des hommes par la machine [La gran sustitución de los hombres por las máquinas]:

 

Imaginemos que bruscamente el hombre deja de producir para el lucro y que se propone únicamente la satisfacción de sus necesidades. […] Ante la profusión de productos que colman todas las necesidades y todos los deseos humanos, ya no se trata ni de comprar ni de vender, sino de tomar. ¿Cómo hablar entonces de intercambio allí donde todo está a disposición de todos? El intercambio se concibe solamente entre personas entre las que uno desea lo que no tiene y que otro posee, deseando este otro directa o indirectamente lo que tiene el primero y que él no tiene. Es decir, que todo intercambio y por tanto toda negociación con dinero supone una carencia, una privación, en una palabra: pobreza. Allí donde existe la abundancia, no queda más que distribuir. Y distribuir gratuitamente.

 

(Gustave Rodrigues, Le droit à la vie, 1934)

 

Si explicáramos como estos autores el dinero por la escasez, es lógico que para eliminar el dinero haga falta crear la abundancia… permitida precisamente por el crecimiento industrial. Pero entonces se plantea la cuestión de la gestión (democrática o no, con instrumentos contables o no) y del modo de reparto. La respuesta generalmente propuesta por los libertarios y comunistas no leninistas consiste en una sociedad de “productores asociados”, pequeños productores de tipo artesanal o, preferiblemente, colectivos de trabajadores. En otras palabras, una economía diferente, pero que sigue siendo economía, es decir, que se sigue sosteniendo la vida social en la necesidad de utilizar en el mejor de los casos recursos para producir bienes (en el interés de todos, esta vez).

Nadie niega que haya que comer para vivir. Sin jugar a ser antropólogos, sencillamente negamos que la vida humana consista en satisfacer necesidades o, con mayor exactitud, los seres humanos sólo satisfacen (o no) sus necesidades dentro de relaciones sociales que evolucionan, por lo que estas necesidades son históricas. La “concepción materialista de la historia” no dice que la economía rija el mundo, sino que las relaciones sociales dependen de la producción de condiciones materiales de vida, lo cual es muy diferente.

Una de las objeciones más frecuentes contra el comunismo se puede aplicar también a la comunización: al comenzar desde el principio a producir y vivir sin dinero, lo cual perturbará al menos en parte los circuitos habituales de abastecimiento, ¿cómo hacer ante las urgencias de todo tipo que se plantearán? ¿No nos arriesgamos a la escasez y a un caos del que se aprovecharán los partidarios del viejo mundo?

Los escépticos no han esperado a la noción de comunización para poner en duda la capacidad del comunismo para satisfacer las necesidades humanas. En general, los comunistas responden mostrando la artificialidad de un gran número de necesidades actuales, que podremos y querremos obviar cuando vivamos de otra forma: sin duda el comunismo no será un paraíso, pero no se compensarán las imperfecciones con la escalada de consumo ni con el éxtasis religioso. Cuando en 1887 William Morris escribía que «la desaparición de los esclavos conllevará la desaparición de objetos que sólo los esclavos necesitan», pensaba en productos de mala calidad, pero la idea vale para una gran cantidad de objetos que se han vuelto “de primera necesidad” por la fuerza, como las inevitables herramientas contemporáneas de comunicación, prótesis cuya primera función es la de “ganar” un tiempo siempre demasiado corto y generalmente perdido, y cuya obsolescencia programada obliga a remplazar al final de uno o dos años. Se puede suponer que la extensión de los intercambios inmediatos y directos mediante la creación de situaciones concretas, por hablar como la IS, acabará con la sed de “comunicar” permanentemente y de estar instantáneamente informado de todo.

Sin embargo, esta respuesta no basta, ya que se aventura en el terreno —resbaladizo— de la diferencia entre naturaleza y artificio: pero el ser humano es a la vez natural y artificial, y es bastante difícil trazar la línea entre necesidad y deseo.

En un sentido más profundo, si el comunismo tiene en cuenta evidentemente las necesidades, y si garantiza una producción para satisfacerlas, no hace falta ni un punto de partida ni la base de la vida social. Como explicaba Hic Salta en 1998:

 

La necesidad natural de patatas no generará el desarrollo ciego de las fuerzas productivas de patatas, sino que encontrará formas de satisfacción donde la actividad primará sobre el resultado —al tiempo que se obtiene ese resultado. No se dirá “produzcamos patatas porque es nutritivo y hay que alimentarse”, sino “imaginemos una forma de encontrarnos y no aburrirnos que produzca patatas”. […] Que haga falta mucho más tiempo para producir la misma cantidad de patatas que en el capitalismo es una posibilidad que ni siquiera se evaluará, tan absurda parecerá la contabilidad del tiempo.

 

Una de las características de lo que desde hace algunos siglos venimos llamando “la economía” es producir bienes de forma separada a las necesidades (reales o ficticias, auténticas o manipuladas, que aunque tiene su importancia aquí es secundario), antes de proponer esos productos en un mercado donde serán comprados para ser consumidos.

A la inversa, lo que se ha llamado generalmente “socialismo” o “comunismo” parte de las necesidades (reales, esta vez, y decididas colectivamente) para producir en consecuencia y repartir equitativamente.

El comunismo no es una nueva “economía”, ni siquiera regulada, descentralizada, democratizada o autogestionada.

Este punto fundamental ayuda a abordar el dilema de la igualdad.

No existiría comunismo sin la indignación espontánea que sentimos ante el hecho de que un ser humano habite en un castillo y otro en una choza: «Reclamamos, queremos, el goce comunal de los frutos de la tierra: esos frutos son de todos. Declaramos que no podemos soportar por más tiempo que la inmensa mayoría de los hombres trabaje y sude al servicio y para el disfrute de la más ínfima minoría» (Sylvain Maréchal, Manifiesto de los iguales, 1796). Esta reacción, calificada de “primaria” por los poseedores, contiene la afirmación de una especie humana cuyos miembros sean iguales y vivan en común la humana condición.

La mayor parte del tiempo el rechazo de que una minoría privilegiada acapare las riquezas se limita a reivindicar la igualdad de forma humanista (“todos los hombres son hermanos”), acompañada o no de una exigencia de compartir vivida de un modo que tan pronto es religioso (“todos somos iguales para Jesucristo”) como social y político, a veces de forma extrema (coger al rico lo que le ha robado a los pobres para devolvérselo).

La comunización tiene que ver con esta exigencia de una fraternidad que implica el apoyo mutuo teorizado por Kropotkin, y la igualdad resumida en la frase de «ni dios ni amo, ni césar ni tribuno». Pero la fraternidad no es contabilizable y, mientras que se mida para “igualar”, la desigualdad reinará con toda seguridad. El comunismo no es un reparto (por fin) equitativo de las riquezas. Incluso si a veces, al principio, la primera preocupación será repartir las cosas con la mayor justicia, nuestro punto de partido no será la mejor forma de distribuir bienes, sino las relaciones humanas y lo que nuestras actividades producen.

Planteado esto, rechazamos hacer una prioridad del reparto, tanto como de la alternativa “abundancia o escasez”, pero todavía falta saber qué abundancia es la que rechazamos. Sabiendo que en ciertos países la esperanza de vida ha aumentado, mientras que se estanca o retrocede en otros a causa de epidemias (como la del SIDA), de la miseria y de la fuerte mortalidad infantil, sería curioso que los habitantes de esas regiones no intentaran acercarse a los niveles de salud y longevidad que han alcanzado las zonas llamadas modernas o más desarrolladas. La simplicidad voluntaria tan de moda en Occidente no es un ideal deseable por los casi mil millones de habitantes de la Tierra que sufren malnutrición.

No se ignorarán las barriadas ni las favelas. Para evitar comunizar la miseria, habrá que poner plazo a este tipo de barrios y crear nuevos, u ocupar viviendas existentes: si están habitadas ya, ¿cómo compartir su uso de manera provisional? Si los habitantes de favelas no encuentran por sí mismos los medios para transformar sus condiciones habitacionales, no se podrá hacer nada, tampoco si actúan solos. Sean cuales sean las soluciones adoptadas (transformar las favelas, abandonarlas, reconstruir algunas y/o reutilizar el terreno), los que viven actualmente allí serán la parte más importante del cambio apoyados por otros proletarios, apoyo que no se resumirá en la construcción de inmuebles modernos realizados por obreros y técnicos provenientes de empresas de construcción. El establecimiento de una comunidad y de una solidaridad universales se fundará en la capacidad de los colectivos y de los espacios que se puedan tomar. No se hace la revolución en lugar de otros, ni tampoco para otros. Si el comunismo se pareciera a un organismo planetario para casos de urgencia o de ayuda al desarrollo, los hambrientos se volverían dependientes de los que les enseñan la agricultura, los que viven en casas en malas condiciones  de los que les construyen las casas, y los analfabetos de los maestros de escuela. Los habitantes de las favelas seguirían estando desamparados, pero asistidos, como hoy se tiran las chabolas para realojar a sus habitantes en viviendas sociales. La revolución consiste, al contrario, en que el favelizado ya no sea uno, y que su condición (y el tipo de vivienda que le caracteriza) deje de ser una categoría particular. Igual que los que hoy trabajan en la industria del automóvil no decidirán por sí solos su futuro (por ejemplo, para fabricar vehículos “no contaminantes”),  tampoco el destino de las favelas y de las barriadas no incumbirá solamente a sus actuales habitantes. Tratar estos problemas supondrá nada menos que superar las separaciones entre los lugares de residencia, de trabajo, de consumo, de ocio, de desplazamiento. El debate y la práctica sobre lo que será un hábitat comunizado será largo y difícil, y consistirá en bastantes más cosas que en construir viviendas ecológicas —lo cual no impedirá disfrutar de la mejor de las experimentaciones en materia de casas pasivas, green building y ecoviviendas.

Comunizar será poner fin a la separación entre los lugares donde reina la falsa riqueza ofrecida por el capitalismo, y los que sufren la verdadera miseria.

 

Universalidad

¿De dónde saca el capitalismo su fuerza, su sorprendente flexibilidad evolutiva? De la explotación de la fuerza de trabajo, de su capacidad para aumentar la productividad, de la producción masiva de riquezas, ciertamente; pero también de su fluidez, su facultad para superar toda forma fija, su indiferencia relativa a las jerarquías, su desprecio de las conquistas, su capacidad de acomodarse a las ideologías y regímenes políticos más variados. Esta plasticidad sin par se deriva del hecho de que el capitalismo no tiene otro motor e imperativo que incrementar el flujo, acumular y poner en movimiento más bien cifras, antes que bienes.

La paradoja de un sistema que mineraliza la Tierra, construye máquinas como nunca antes, erige torres de Babel de 800 metros y nos inunda de objetos renovados sin cesar, es que está más cómodo en lo abstracto que en lo concreto. El mundo material que desarrolla el capital hasta la desmesura sirve para mantener su sed de lo inmaterial y su movimiento (que querría ser perpetuo) de creación de valor. Este aspecto ya se ha expuesto bastante, por lo que no insistiremos. Lo que importa aquí es que la civilización capitalista nos empuja a un individualismo desbocado al mismo tiempo que crea a su manera una universalidad, o por decirlo con otras palabras, una forma de libertad (cuya realización política viene dada por la democracia), un ser humano en principio desligado de los vínculos de la tradición, de la tierra, del nacimiento, de la familia y de las creencias establecidas. El “papel eminentemente revolucionario” atribuido en 1848 por el Manifiesto comunista a la burguesía no se limitaba a impulsar una industria abocada a satisfacer y a extender indefinidamente las necesidades humanas: ese papel consiste también en hacer estallar las normas y obligaciones familiares, de la patria, de la religión y de la moral. A principios del siglo XXI, la parisina se come un plátano de la Martinica (en la que ha pasado sus vacaciones la semana pasada), alquila un coche japonés, mira una película argentina, seduce en internet a una australiana y en su casa accede a todos los clásicos del arte, confrontándose con visiones del mundo completamente contradictorias. En una palabra, el capitalismo le vende una infinidad de posibles. Falsa riqueza, se dirá: así es, puesto que nos moldea en la pasividad y el espectáculo y no con una experiencia verdaderamente vivida, y sin embargo esta falsedad no tiene menos fuerza cuando suscita sensaciones y emociones.

Erraríamos si creyéramos que un periodo donde la comunización sea posible y se intente llevarla a cabo tendría la capacidad de eliminar automáticamente la atracción de las falsas riquezas. Doscientos años de evolución de capitalismo moderno nos han enseñado los recursos que sabe movilizar este sistema. En una era de agitación y revolución, la inventiva social no estará solamente de nuestro lado: el capitalismo también le dará importancia a lo auténtico y lo colectivo. También propondrá al individuo superarse. También hará una crítica a la democracia “formal”, reivindicará la Tierra como un patrimonio común, opondrá el “buen vivir” al “siempre más”, lo vivido a lo virtual, la cooperación a la competición, el uso a la apropiación, y hará como si todo cambiara, excepto la relación mercantil y salarial.

La perspectiva comunista siempre ha integrado el desarrollo de las potencialidades humanas. En el plano material: disponer en cualquier sitio de productos del conjunto del planeta. Y sobre el plano de los comportamientos: favorecer, armonizar y satisfacer aptitudes y deseos. Surrealistas (“libertad absoluta”) y situacionistas (“vivir sin tiempo muerto y disfrutar sin trabas”) no han sido los únicos revolucionarios que han exaltado las virtudes subversivas de la transgresión.

Hoy en día el capitalismo más moderno vuelve esta crítica contra nosotros: el reino de los buenos sentimientos y del consenso moral encaja bien con un elogio de la provocación, si no de la transgresión, generalmente verbal y a veces practicada. Basta con mirar las pantallas que nos rodean: comparada con lo que era en 1950, se ha difuminado la frontera entre lo sagrado y lo profano, lo prohibido y lo permitido, lo escondido y lo decible. Es evidente que un periodo conflictivo confundiría aún más las coordenadas. Al contrario que en los años veinte y treinta, la contrarrevolución no se reclamará tanto de un orden moral, sino que tendrá un regusto “liberal-libertario” y se mostrará permisiva y transgresora.

Ante esto, la comunización ganará al llevar a cabo formas de vida que vayan efectivamente (y no en imagen) hacia lo universal. Esto será posible porque los que hacen el mundo también pueden deshacerlo, porque la clase del trabajo es también la clase de la crítica del trabajo, porque a diferencia de los explotados antes del capitalismo, el asalariado puede poner fin a la explotación, porque el hombre mercantilizado puede abolir el reino de la mercancía. Se trata de la dualidad clase obrera/proletariado: una clase, como escribía Marx en 1844, que no es una clase y que tiene la capacidad de poner fin a la sociedad de clases.

Basta con formularlo así para comprender que esta dualidad es contradictoria. El conjunto de los que manejan los medios de producción más modernos y disponen por tanto de la capacidad de subvertir este mundo, son igualmente aquellos que por ello tienen interés en el “desarrollo de las fuerzas productivas”, incluidas las más destructivas, y que a menudo se ocupan en la defensa de la industria, el culto del trabajo y la mitología del progreso.

No hay otro terreno fuera de esta contradicción. Estalló dramáticamente cuando en enero de 1919 algunos miles de insurgentes espartaquistas lucharon en medio de la pasividad de varios cientos de miles de obreros berlineses. La comunización es el estallido y la resolución positiva de esta contradicción, cuando el proletariado salga de la crisis social “por arriba”. La comunización será también un ajuste de cuentas del proletario consigo mismo.

Hasta entonces, para contribuir a ello, la teoría comunista no dejará de girar en torno a esta contradicción, como no dejarán los proletarios en su práctica de enfrentarse a ella.

 

Bibliografía((Muchas de estas referencias no han sido traducidas al español. Cuando sí lo estén, reflejaremos directamente esa versión [N. de T.]))

 Textos de referencia sobre la comunización:

 —Organisation des Jeunes Travailleurs Révolutionnaires (OJTR): Un Monde sans argent : le communisme (1975-76), disponible en reocities.com/~johngray

—Bruno Astarian: Activité de crise & communisation (2010), disponible en hicsalta-communisation.com, que reproduce otros textos de B. Astarian, especialmente:

  • Communisme, tentative de définition (1996)
  • Astarian y Ch. Charrier: Histoire du capitalisme, histoire des crises & histoire du communisme, publicado en Hic Saltaen 1998

 

Algunos de nuestros textos en relación con la comunización:

 

«Le Roman de nos origines» en La Banquise, n°2, 1983, disponible en reocities.com/~johngray

Prolétaire et travail : une histoire d’amour ? (2002-2009)

Solidarités sans perspective & réformisme sans réforme (2003)

La Ligne générale (2007)

Le Tout sur le tout (2010)

Sur le rapport entre ouvrier et prolétaire : Sortie d’usine (2010)

Sur la Gauche Allemande : La Révolution ouvrière, et au-delà (2003)

—«Sobre la democracia: contribución a la crítica de la automonía política», en VVAA: Materiales para una crítica de la democracia (2009), ed. Klinamen y Comunización .

—G. Dauvé, K. Nesic: Más allá de la democracia (2013), Lengua de Trapo

Y por orden de aparición:

—Sobre el periodo de 1968, la Vieille Taupe, Censier, Inter-Entreprises… y su continuación: «Le Roman de nos origines», en La Banquise, n°2, 1983, disponible en reocities.com/~johngray

—Sobre Fredy Perlman, ver su biografía realizada por Lorraine Perlman: Having Little/ Being Much, Black & Red, 1989, y el relato de Fredy y R. Grégoire: Worker-Student Action CommitteesFrance May 68, Black & Red, 1991 (primera edición, 1969)

—El grupo (y sus publicaciones) de Informations & Correspondances Ouvrières existe hoy con la forma de Échanges & Mouvement

«Notas para un análisis de la revolución rusa», en G. Dauvé, F. Martin: Declive y resurgimiento de la perspectiva comunista (2003), ed. Ediciones Espartaco Internacional

—Sobre 1968, un estudio muy documentado en X. Vigna: L’Insubordination ouvrière dans les années 68. Essai d’histoire politique des usines (2007), P. U. de Rennes

—Sobre el comité de Hispano-Suiza: Ouvriers face aux appareils (1970), ed. Maspéro

—François Cerutti vuelve al tema de Censier en un libro de recuerdos: D’Alger à Mai 68 : Mes années de révolution, Spartacus, 2010.

—El n°1 de Mouvement Communiste (1972, también en el anexo de F. Cerutti) se reproduce en la recopilación de Rupture dans la théorie de la  révolution. Textes 1965-75 (2004), Senonevero

—«Contribución a la crítica de la ideología de ultraizquierda (Leninismo y ultraizquierda)» (1969), en G. Dauvé, F. Martin: Declive y resurgimiento de la perspectiva comunista (2003), ed. Ediciones Espartaco Internacional

—Sobre la Izquierda Comunista “alemana” e “italiana”, ver la presentación de D. Authier y G. Dauvé a VVAA: Ni parlamento ni sindicatos: ¡los consejos obreros! (2004), ed. Ediciones Espartaco Internacional

—Y algunas páginas web útiles: reocities.com/~johngray; collectif-smolny.org; sinistra.net;  pcint.org; dndf.org; left-dis.nl (contiene los estudios en profundidad de Ph. Bourrinet); y para los anglófonos: libcom.org

—Un gran número de textos, entre ellos muchos inéditos, fueron reproducidos en la revista Dis(continuité). Para su catálogo, escribir a F. Bochet a Moulins des Chapelles, 87800 Janailhac

—Sobre Socialisme ou Barbarie, recomendamos una vez más el libro de Ph. Gottraux (Payot-Lausanne, 1997). Ver la editorial del n°1 (1949) en soubscan.org

Y la crítica de SoB por Bordiga: La doctrina del diablo en el cuerpo (1951) reproducido en el Programa Comunista nº 50, septiembre de 2013; y Adelante Bárbaros junto a La Batracomiaquia, Graznido de la praxis y Danza de los fantoches (1953), que han sido reproducidos en el folleto de El Comunista Clase, partido y Estado en la teoría marxista.

Para otra crítica del consejismo, ver Pierre Nashua (= Pierre Guillaume): Perspectives sur les conseils, la gestion ouvrière et l’autogestion, Editions de l’Oubli, 1977. Panfleto integrado desde entonces en el catálogo de Espartaco Ediciones y disponible en raumgegenzement.blogsport.de

—Sobre Polonia: «Pologne, voir ailleurs», en La Banquise, n°1, 1983

—Sobre la revista Invariance ver en revueinvariance.pagesperso-orange.fr

A bas le prolétariat. Vive le communisme (1979): infokiosques.net

—Sobre la evolución posterior de P. Guillaume, ver «Le Roman de nos origines»

—W. Benjamin: Sobre el concepto de historia (1940)

—K. Korsch: De quelques prolégomènes à une discussion matérialiste de la théorie des crises (1933), disponible en bataillesocialiste.wordpress.com

—J. Dos Passos: Rocinante vuelve al camino (2003), Alfaguara (primera edición en 1922)

—Sobre la Italia de los años 1970, ver Paolo Pozzi: Insurrection (1977), Nautilus, 2010

Para contactar con Théorie Communiste, escribir a R. Simon al BP 17, 84300 Les Vignères, y en meeting.communisation.net

  • Entre otros textos, véase el artículo «Communisation vs. Socialisation. Le pas suspendu de la communisation», nueva versión de «La Perspective communisatrice», en Théorie Communiste, n°22
  • Danel: «La production de la rupture», prefacio a Rupture dans la théorie de la révolution. Textes 1965-75 (2004) Senonevero
  • (El artículo «Communisation» de Wikipédia [en francés] es en realidad un resumen de las posiciones de Théorie Communiste. La enciclopedia Larousse ha tomado algunas cosas de allí, así como la enciclopedia autogestionada)

—TPTG (Ta Paidia Tis Galarias o ‘Los chicos del Gallinero”, grupo de Grecia): The Ivory Tower of Theory : a Critique of Théorie Communiste & «The Glass Floor», disponible en libcom.org

Le pas non suspendu du communisme. Communisme, communauté vs. Mouvement ?, (2009) en patlotch.free.fr

—L. Adamic: DynamiteUn siècle de violence de classe en Amérique. 1830-1930 (2010), ed. Sao Maï (primera edición en 1931)

—Sobre la clase obrera contemporánea, ya hemos destacado el interés de diversos trabajos de Stéphane Beaud y Michel Pialoux. Añadamos también «Racisme ouvrier ou mépris de classe ? Retour sur une enquête de terrain», en De la question sociale à la question raciale ? (2009), La Découverte (primera edición en 2006).

—Después de los sociólogos, un historiador como Gérard Noiriel, en concreto Les Ouvriers dans la société française/19e-20e siècles (1986 y 2002) Seuil. La tentación «de borrar las discontinuidades, las rupturas», recuerda G. Noiriel, conduce a «un discurso homogéneo, sin fallas, que se apoya en una cronología en la que cada etapa puede ser considerada como la consecuencia lógica de la precedente y el anuncio de la siguiente»

—H. Schuurman: El trabajo es un crimen (2011), ed. Fractal (primera edición en 1924)

—M. Seidman: Obreros contra el trabajo. Barcelona y París bajo el Frente Popular (2014), Pepitas de Calabaza

—Sobre la teoría de la desertificación social, ver Appel (2004)…

—…teoría todavía más dura en La insurrección que viene (2009), ed. Melusina

—Para una crítica de este libro, véase J.V. & Clément H.: Critique de L’insurrection qui vient du Comité invisible (mais aussi de Tiqqun, L’Appel, Ruptures, A nos amis…) disponible en http://www.palim-psao.fr/article-34659700.html sur palim-psao.over-blog.fr

  • Construction identitaire & alternative existentielle disponible en https://infokiosques.net/IMG/pdf/iqv_-_construction_identitaire_et_alternative_existentielle.pdf

—Sobre el movimiento obrero y socialista en Estados Unidos, ver S. Lipset y G. Marks: It Didn’t Happen Here. Why Socialism Failed in the US (2001), Norton

—Sobre la situación presente del capitalismo, ver G. Balakrishnan: «Especulaciones sobre el estado estacionario» en New Left Review nº59, septiembre-octubre 2009, disponible en http://newleftreview.es/authors/gopal-balakrishnan

—N. Bujarin: Teoría económica del periodo de transición (1972), Pasado y Presente (primera edición en 1920)

Amadeo Bordiga: «Gli scopi dei comunisti», en Il Soviet, anno III, 29 febbraio 1920, reproducido en Le Prolétaire, n°497, juillet-octobre 2010 (Programme,BP 57428, 69347 Lyon Cedex 07).

Sobre anarquismo y comunismo, leer por ejemplo a Erich Mühsam: La Société libérée de l’Eta(1932). Ver también «Tous les textes de la bibliothèque libertaire» (tan abundante como ecléctica) en raforum.apinc.org((Esta página web no se encuentra ya disponible [N. de T.]))

—Sobre la revolución de lo cotidiano o la renuncia a la revolución, no sabríamos proponer nada mejor que R. Vaneigem: El estado ya no es nada, seámoslo todo, disponible en es.scribd.com

—Gabrielle Wittkop: Carnets d’Asie (2010), Verticales

—Entre los numerosos teóricos de “lo común” (en anglais commons), T. Negri, Produire le commun : revuedeslivres.net

—J.-J. Lefrère: Arthur Rimbaud (2001), Fayard (biografía muy documentada)

—Cl. Bitot: Un autre monde possible ? Retour sur le projet communist(2008), ed. Colibri

GIC: Principios fundamentales de la producción y la distribución comunista (1930), disponible en left-dis.nl y en castellano fue publicado por la Editorial Zyx (1976). Este proyecto lo retomará más en detalle (incluso en cifras) P. Mattick en el primer número de International Council Correspondence (octubre de 1934) con el título «What is Communism ?». Para una breve autobiografía de J. Appel, ver collectif-smolny.org

—Recomendamos confrontar esta perspectiva con la crítica de Marx al dinero-trabajo, ver Karl Marx: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, ed. Siglo XXI, vol. 1

—William Morris: «La sociedad del futuro» (1887) en La era del sucedáneo y otros textos contra la civilización moderna, ed. Pepitas de Calabaza

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