Mitchell: Crítica de la génesis de los partidos de la Tercera Internacional
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Publicado originalmente en dos partes en Communisme nº16 y nº17, la revista de la izquierda comunista belga entre 1937 y 1939.
CRÍTICA DE LA GÉNESIS DE LOS PARTIDOS DE LA TERCERA INTERNACIONAL (MATERIALES PARA LA ELABORACIÓN DE UNA PLATAFORMA FRACCIONAL)
A menudo, durante el análisis crítico de los acontecimientos pasados, nos hemos encontrado con la objeción de que «es inútil querer rehacer la Historia». Es cierto. No “rehacemos” la Historia, sino que se trata de algo diferente: de no repetir experiencias que fueron mortales para el Proletariado, extrayendo de la experiencia histórica las lecciones que fecundarán los nuevos principios de la lucha proletaria.
Ciertamente, las futuras batallas de clases se toparán con otros “errores” derivados de problemas aún no resueltos. Hasta la desaparición de las clases, el proletariado pagará así el precio de su emancipación. Derrotas y victorias se alternarán hasta el establecimiento del comunismo mundial. Así, el peligro no reside en el error en sí (inevitable), sino en incorporarlo a la doctrina y de esta forma desnaturalizarla. Además, cuando hablamos de errores, nos referimos únicamente a “reflejos” teóricos y prácticos (tácticos) derivados de cierta deficiencia experimental, y no a las manifestaciones de un mal funcionamiento del cerebro de los individuos, ni siquiera a las de un oportunismo consciente y camuflado. Si el error no perdonó a ninguno de los grandes luchadores proletarios, ni a Marx, ni a Engels, ni a Lenin, ni a Rosa Luxemburg, ni a otros, fue bajo el peso de las “incógnitas” históricas. Sin embargo, cada vez que se reconoció y corrigió el error —y es deber del verdadero revolucionario hacerlo si es posible— se abrió el camino para un mayor progreso en la lucha proletaria.
Las directivas de los primeros congresos de la Internacional Comunista (IC) obviamente no podían escapar a esta necesidad salvadora. Por lo tanto, no se puede imaginar un método más desastroso que el promovido por la iniciativa aventurista, amparada bajo el pomposo nombre de la Cuarta Internacional, consistente en retomar en bloque, sin discriminación alguna, las tesis y resoluciones de los cuatro primeros congresos de la IC, en erigir en dogmas aquellas directivas que los acontecimientos han invalidado, y en consecuencia, en empujar al proletariado hacia nuevas y, quizás, decisivas catástrofes.
Por el contrario, nosotros reivindicamos el otro método, el que pretende extraer del conjunto de formulaciones aquellas que puedan insertarse definitivamente en el programa de la revolución mundial y rechazar las demás como caducas o erróneas.
Con la perspectiva histórica, ahora es más fácil descubrir las causas que influyeron en la formación de la IC y los partidos que la constituyeron. Estas pueden resumirse en cuatro principales:
- La inexistencia, al final de la guerra imperialista de 1914-1918, de fracciones marxistas sólidas (con excepción de la creada por los bolcheviques), situación vinculada al mecanismo propio de la Segunda Internacional como producto del confusionismo teórico que allí predominaba.
- La complejidad y el carácter acuciante de la tensión internacional de 1917-1920, que contribuyó a desenfocar la elaboración ideológica en plena fermentación mientras el ritmo acelerado de los acontecimientos favorecía que se precipitara el proceso de constitución de los partidos.
- El papel decisivo de la socialdemocracia de izquierda en la desintegración de los cimientos de la naciente ideología comunista. La duplicidad de esta izquierda, que negociaba su adhesión a Moscú mientras, por otro lado, maniobraba hacia una Internacional “centrista” (la Dos y Media). La discriminación arbitraria que operaba la IC entre el “centro” y la “izquierda” de la socialdemocracia, que también contribuyó en gran medida a las desviaciones políticas y tácticas.
- Los contrastes que presidieron la vida inicial del Estado proletario en un ambiente capitalista, así como la envergadura y complejidad de los nuevos problemas de gestión de la dictadura proletaria, que absorbieron en gran medida las preocupaciones de los líderes rusos (a la vez líderes virtuales de la IC) y los incitaron a priorizar, a menudo inconscientemente, las cuestiones específicas de la revolución rusa y la preocupación por su defensa. De ahí la tendencia a la polarización de la lucha internacional en torno al Estado soviético. De ahí también las desviaciones que se imprimieron en las directivas que el centro internacional dio a los partidos, inspiradas por las necesidades internas de la URSS. En la fase de la guerra civil de 1919-1920, se impulsó la creación “espontánea” de partidos para llevar a cabo rápidamente las luchas insurreccionales, y la retirada de la NEP dio lugar a las consignas de «ir a las masas», del Frente Único y del «Gobierno Obrero». Por otra parte, estas directivas generales tenían un gran peso sobre las que emanaban de los propios partidos y se sumaban a las distorsiones ya inherentes a sus bases ideológicas, que eran aún confusas. Esto explicaba su interpretación mecánica y escolástica de las consignas provenientes de la IC.
En este documento necesitaremos, en particular, hacer un balance de los materiales políticos que sirvieron de base a los partidos de la Tercera Internacional.
A. La Segunda Internacional y la Izquierda marxista.
Ya sabemos que solo en la socialdemocracia rusa, gracias a la actividad de los bolcheviques, se encuentran rastros de un trabajo fraccional persistente y metódico. Pero, lamentablemente, observamos que este trabajo no logra trascender el marco del partido ni adquirir relevancia internacional. Ciertamente, no faltan corrientes en el movimiento socialista. La izquierda intenta afirmarse a duras penas en algunos sitios: en Alemania, esta corriente, agrupada en torno a Rosa Luxemburg y Mehring, llevará la crítica teórica del oportunismo muy lejos, sin lograr trasladarla al terreno de la lucha fraccional. En Holanda, los «opositores» del Tribune, al ser excluidos del partido, se convertirán en una secta sin influencia sobre las masas. En Bulgaria, al mismo tiempo que se formaba la facción bolchevique en el Congreso de Londres de 1903, la izquierda, los «estrechos», se separó del partido oficial de los «amplios». Al igual que en el partido ruso, se oponían dos concepciones del partido: el partido de masas y el partido centralizado, este último apuntando a la precisión teórica y a la firmeza política.
Más allá de estos casos notables, es el espíritu “unitario” el que generalmente prevalece en los partidos de la Segunda Internacional.
La unidad formal resistirá hasta 1914, con gran beneficio de las múltiples corrientes oportunistas que cubrirá con su ala protectora.
Por un lado, veremos a la facción bolchevique, casi aislada, cosechando los frutos de su intransigencia principista en octubre de 1917. Por otro lado, todos los partidos se esforzarán por seguir los pasos del «partido de masas» alemán, paralizando o frenando así la maduración de las corrientes marxistas.
En este sentido, conviene resumir brevemente las características de la fusión que tuvo lugar en Gotha en 1875 entre los lassalleanos y los eisenachianos, lo que nos permite recordar la opinión de Marx sobre las modalidades de la formación del partido proletario. Conocemos la desenfrenada especulación que surgió en torno a la famosa frase con la que denunció esta operación de confusión: «Cada paso adelante, cada movimiento real, es más importante que una docena de programas» (Carta a W. Bracke).
Kautsky, en particular, no dejó de aprovecharlo para intentar señalar en su introducción a El capital de 1924 (Edición Costes ― traducción de Bracke-Desrousseaux), «que un marxista que llevara una diferencia teórica hasta el punto de provocar una escisión en una organización de combate proletaria no actuaría conforme a la doctrina de Marx». Añadió que «los obreros saben perfectamente la fuerza que les aporta su unión. Esta supera a sus ojos toda claridad teórica y maldicen cualquier discusión teórica si amenaza con conducir a una escisión». Ahora bien, Kautsky no pronunció una sola palabra sobre la protesta de Marx contra el mercadeo de principios llevado a cabo en Gotha en nombre de esta «unión»: «El mero hecho de la unión satisface a los obreros, pero se equivoca quien piensa que este resultado inmediato no se paga demasiado caro» (Carta a W. Bracke). Por lo tanto, no hay ambigüedad posible: Marx se oponía a la fusión de Gotha y, además, criticaba duramente el programa que servía de base teórica al nuevo partido. Por otro lado, se adhería a los acuerdos prácticos que no se basaran en la confusión política. Prefería la mínima actividad real a doce programas confusionistas, pero nunca, ni en 1875, ni antes ni después, estuvo en su intención erigir la «acción» en un dogma que subordinara toda «claridad teórica». Al contrario, para él lo consciente siempre prevalecía sobre lo inconsciente.
Y Lenin no haría más que inspirarse en su ejemplo durante los quince años de encarnizadas luchas fraccionales que condujeron a la Revolución de Octubre.
De hecho, todas las crisis del partido ruso, empezando por la de 1903, no giraron en torno a cuestiones personales, sino a problemas políticos relacionados esencialmente con la naturaleza, el modo de formación, la organización y el papel del partido proletario, a las nociones de clase y partido, a la cuestión de si el partido debía ser un «partido de masas», es decir, una amalgama inflada de corrientes heterogéneas, o si, durante mucho tiempo, sería solo una minoría consciente del proletariado que se asignaría la tarea de elevar constantemente el nivel político de la mayoría de la clase —después de haber forjado él misma una teoría revolucionaria— siempre a través de la práctica de la lucha de clases, pero nunca exclusivamente en el terreno de la pura propaganda.
Es evidente que, en comparación con la cuestión central de construir un auténtico partido proletario, todas las demás controversias que alimentaban las luchas dentro del partido ruso pasaron a un segundo plano. Esto ocurrió en particular con las cuestiones de organización (centralismo autoritario con cooptación o centralismo democrático con el principio electivo, dictadura de los líderes o preponderancia de las bases, etc.), que inevitablemente surgieron del ambiente de la época (ilegalidad, emigración, la existencia fáctica de dos centros).
Ahora bien, resulta que la polémica entre Luxemburg y Lenin se centró en los principios organizativos que regirían la formación del partido, sin detectar un desacuerdo fundamental sobre las nociones marxistas de clase y partido. De esta polémica se desprende claramente que Luxemburg y Lenin apreciaban de la misma manera la evolución dialéctica de la lucha de clases, puesto que ambos se basaban en el materialismo histórico, mientras que sus divergencias en cuestiones organizativas solo reflejaban las diferentes condiciones ambientales que regían su actividad. Pero vemos, por ejemplo, cómo oportunistas y detractores del partido proletario se arrogan el derecho a proclamarse seguidores de Luxemburg para combatir las concepciones «dictatoriales» de Lenin.
Cabe decir que los falsificadores y confusionistas encontraron un filón al oponer la concepción del «partido proceso» atribuida a Rosa Luxemburg a la otra concepción del partido de los «revolucionarios profesionales» introducida en el pensamiento de Lenin. Para favorecer sus pretensiones, naturalmente tuvieron que hacer abstracción de las particularidades sociales que marcaron las formas de expresión, así como las preocupaciones teóricas, de estos dos gigantescos pensadores proletarios.
Si fuera cierto —lo cual dudamos— que Luxemburg se preocupara por enfatizar la espontaneidad de la lucha proletaria, mientras que Lenin, de hecho, enfatizaba la conciencia de esta lucha, es fácil explicar esta aparente contradicción: Luxemburg estaba obsesionada con la disciplina mecánica y férrea del partido y los sindicatos, que realmente paralizaban el movimiento obrero alemán. Lenin quería evitar que la poderosa presión de las vastas acciones de masas del proletariado ruso dislocara las formaciones embrionarias del partido, que lo espontáneo sepultara lo consciente. Pero nada en su obra permite afirmar que pusiera el partido por encima de la lucha de las masas, mientras que en ¿Qué hacer?, en particular, trazó con rigurosa precisión científica la verdadera relación que debía establecerse entre lo espontáneo y lo consciente.
Además, Luxemburg, al afirmar que «lo inconsciente precede a lo consciente y que la lógica del proceso histórico objetivo precede a la lógica subjetiva de sus protagonistas» (marxismo-reformismo), no se diferenciaba teóricamente de Lenin, para quien «lo espontáneo era solo la forma embrionaria de lo consciente». Ninguno de los dos concebía una simple yuxtaposición de acción y doctrina; al contrario, buscaban su síntesis en la lucha política del proletariado por la conquista del poder.
El partido no era nada sin las masas, pero las masas, privadas del partido, seguirían siendo presa del capitalista. Esta verdad marxista impregnó profundamente la actividad militante de Lenin y Rosa Luxemburg, aunque se expresó en diferentes ritmos: Lenin fundó el partido bolchevique, artífice de la victoria de Octubre; Rosa Luxemburg fundó más tarde (demasiado tarde) el Partido Comunista Alemán, y el programa de «Espartaco» anuló la supuesta concepción «luxemburguista» del partido.
Sin embargo, el aislamiento de los bolcheviques dentro de la Segunda Internacional había creado condiciones desastrosas para la construcción de una Internacional Comunista llamada a presidir el destino de la revolución mundial.
B. Socialdemocracia y comunismo
En octubre de 1917 los bolcheviques derrotaron teórica y prácticamente la ideología socialdemócrata, pero a escala nacional. Esta victoria no fue casual, como lo demostró la historia de su actividad fraccional. Solo quedaba trasladar la derrota del capitalismo al campo de batalla internacional de la lucha de clases.
Al tiempo que, junto con el partido bolchevique, algunos núcleos marxistas establecían un primer hito en marzo de 1919, sentando las bases de la nueva Internacional, el ascenso revolucionario continuaba en todo el continente, a pesar de los primeros estallidos sangrientos de enero y marzo —en Alemania— que aniquilaron a valiosos referentes del proletariado como Rosa Luxemburg, Liebknecht o Tycho [Leo Jogiches]. Era el período en que se contaba con que los partidos comunistas surgirían “espontáneamente” de una guerra civil internacional durante la que el capitalismo se derrumbaría bajo el impulso elemental, pero genuino, de las masas.
Pero por decirlo con las palabras de Trotsky en La Internacional Comunista después de Lenin [Stalin, el gran organizador de derrotas], «los plazos no coincidieron. La ola revolucionaria de después de la guerra se retiró antes de que los partidos comunistas en lucha contra la socialdemocracia hubieran crecido y se hubieran reforzado suficientemente para dirigir la insurrección». De hecho, solo quedaban unos pocos pequeños partidos y agrupaciones de tendencia comunista que habían aceptado la plataforma de 1919: el partido «Espartaco», fundado en enero de 1919 —en vísperas del asesinato de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht—, que reunía a marxistas y ultraizquierdistas con tintes anarquistas; el grupo marxista de los «tribunistas» en Holanda; en Francia, el Comité de la Tercera Internacional, que agrupaba a marxistas y sindicalistas revolucionarios; en Italia, la corriente de Bordiga, dentro del partido socialista afiliado en bloque a Moscú; en Inglaterra, el British Socialist Party, sin ninguna consistencia marxista real; en Estados Unidos, dos pequeños partidos comunistas sin influencia apreciable; las pequeñas organizaciones nórdicas y balcánicas; finalmente, en Bélgica, un núcleo formado por antiguos jóvenes guardias socialistas.
En el intervalo entre el I y el II Congreso de la IC, se amplió la brecha entre la fuerza de los elementos objetivos (el ascenso de clase y la crisis capitalista) y la debilidad del factor subjetivo (el partido). De ahí la caída de los soviets húngaros y la República de Bela Kun; la victoria sobre Kapp, obtenida por los obreros alemanes en marzo de 1920, pero robada por los verdugos socialdemócratas; mientras que, en cambio, el proletariado ruso se acercaba victorioso al final de la guerra civil, al tiempo que alcanzaba el límite de sus fuerzas vivas.
Fue en este punto cuando Lenin, como preámbulo del Segundo Congreso de la IC, lanzó su ataque contra el «infantilismo de izquierda», cuyo motivo fundamental era contrarrestar la amenaza que representaba para las bases proletarias de la joven Internacional la ideología «antipartido» y antisindical expresada por las izquierdas comunistas alemana y holandesa. Recordemos que a principios de 1920 la situación era la siguiente: en Alemania, el Partido Comunista Obrero (KAPD) acababa de fundarse en abril, tras una escisión del partido «Espartaco» en el Congreso de Heidelberg. Al igual que los «tribunistas» holandeses, rechazaba la idea del partido «en el sentido tradicional y habitual del término» y el centralismo; repudiaba el trabajo en los antiguos sindicatos y abogaba por una amplia autonomía para los órganos de base y la creación de nuevos sindicatos agrupados en una «Unión Obrera» dirigida por la «minoría revolucionaria» (KAPD).
Pero si allí estábamos en presencia de un peligro solo en formación, un peligro que acompañaba la inevitable crisis de crecimiento del movimiento comunista, había un peligro aún mayor en sobreestimar las desviaciones de esta tendencia izquierdista, mientras, por otra parte, se consideraba derrotada la ideología socialdemócrata pese a que aún estaba terriblemente activa y se revitalizaba constantemente gracias a la realidad corruptora de una sociedad capitalista que había conservado sus fuerzas vitales a pesar de la brecha de Octubre.
Para Lenin, «la vanguardia proletaria estaba teóricamente conquistada» y ahora se trataba de unir rápidamente a las masas en torno a la plataforma comunista, deshaciéndose del «doctrinarismo de izquierda». Aquí reside el origen de la contradicción que llevaría a Lenin a rechazar, de hecho, los métodos políticos que habían generado la victoria del proletariado ruso. « Para los bolcheviques de Rusia constituyó una felicidad singular el hecho de que dispusieran de 15 años para luchar de modo sistemático y hasta el fin tanto contra los mencheviques (es decir, los oportunistas y los “centristas”) como contra los “izquierdistas” con mucha antelación a la lucha directa de las masas por la dictadura del proletariado. Esta misma labor debe hacerse ahora en Europa y América “a marchas forzadas”» (La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo, las cursivas son nuestras).
Así, bajo la presión de los acontecimientos, se invocó la imposibilidad de las fracciones comunistas de forjar metódicamente una doctrina y marcos sólidos, de operar progresivamente como lo hizo la facción bolchevique en la II Internacional. El hecho de que la visión de un revolucionario brillante, como Lenin, se viera oscurecida por la tumultuosa maraña de situaciones no debería eximirnos de subrayar enérgicamente la importancia decisiva que había adquirido el ejemplo histórico de los bolcheviques. De hecho, relegar este ejemplo a un segundo plano condujo a ocultar la realidad de la correlación de fuerzas sociales tras la eventualidad de una rápida conquista de las masas, lo que equivalía a olvidar que debían crearse las condiciones políticas y subjetivas para dicha conquista. De modo que la obsesión por «ir rápido» determinó, en particular, una profunda modificación de las directrices precisas establecidas en el Congreso de 1919 respecto al «centrismo» socialdemócrata. En su manifiesto, «la lucha contra el centro socialista era la conclusión indispensable del éxito de la lucha contra el imperialismo». En aquella época, la izquierda socialista no era considerada todavía un factor de masas capaz de fortalecer el comunismo, sino más bien como un “barómetro” del estado de ánimo de los trabajadores todavía bajo la influencia de la demagogia izquierdista.
El problema central era, por tanto, agrupar a estos últimos, así como a las otras capas más atrasadas del proletariado, en torno a las agrupaciones y partidos comunistas existentes, sobre la base de las escisiones surgidas de los contrastes de la lucha de clases y no mediante la fusión de ideologías antinómicas que abrieran la puerta de la IC a los traidores de 1914.
Es cierto que lo que impulsó a Lenin a formular su táctica de compromisos en su panfleto de 1920 fue su constante preocupación por combinar el realismo político con la teoría revolucionaria, y no pudo medir el colosal bombo oportunista que surgiría en torno a su directiva. No es menos cierto que, puesta al servicio del desarrollo de la organización comunista del proletariado, así como de la acción práctica de las masas, la política de compromisos resultaría desastrosa. En esto, cabe señalar que la responsabilidad de Lenin es inequívoca y que su postura negaba lo que defendió durante veinte años de luchas fraccionales.
La preocupación por no aislar a la vanguardia, por no confinarla exclusivamente al terreno de la propaganda, por conectarla con las masas, llevó a la IC a permitir que se mantuviera el crédito político de la socialdemocracia de izquierda. ¡Un error garrafal!
Para justificar los compromisos con el socialismo de izquierda, Lenin utilizó el argumento de Engels contra los blanquistas que querían alcanzar el objetivo «sin etapas intermedias» y «transformar su impaciencia personal en argumentos teóricos», mientras que los verdaderos comunistas «a través de todas las etapas intermedias y compromisos creados no por ellos, sino por la marcha del desarrollo histórico, vieron claramente y persiguieron consecuentemente su objetivo final».
Pero ¿qué pretendían los líderes de la IC sino convertir su «impaciencia» por ver a la revolución internacional apoyar a la Rusia soviética en un «argumento táctico» que inevitablemente distorsionaría los principios ya probados por la experiencia en la formación de la conciencia proletaria y, en consecuencia, condicionaría toda la evolución posterior de la lucha comunista? Para la IC, la etapa intermedia debería haber consistido en superar la necesaria fase de consolidación ideológica de los partidos comunistas y no en abandonar el capital político ya constituido a la socialdemocracia mediante compromisos.
Para que estos compromisos fueran plausibles, era necesario, por tanto, ver la realidad con optimismo, lo que llevó a Lenin a declarar que «el ala izquierda, el ala proletaria del Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania [USPD], libraba una lucha implacable contra el oportunismo y la falta de carácter de Kautsky, Hilferding, Ledebour», aunque posteriormente se demostró que Daumig y Stocker, los representantes designados de esta ala izquierda, se parecían extrañamente a Kautsky y sus semejantes en la teoría y en la práctica. Todo esto equivalía a confundir, una vez más, a los obreros revolucionarios con las corrientes contrarrevolucionarias que seguían influyéndolos y dirigiéndolos.
Sin embargo, para justificar aún más la política constructiva de la IC, Lenin llegó incluso a citar la historia del partido bolchevique, que abundaba en compromisos con otros partidos, incluso burgueses. Pero independientemente de las condiciones históricas que presidieron el desarrollo de la facción bolchevique en un momento en que la socialdemocracia era la única expresión política del movimiento obrero —condiciones que, en consecuencia, no podían trasladarse a la realidad de 1918-1920—es importante destacar sobre todo que, en sus relaciones con otras corrientes, los bolcheviques, y en especial Lenin, siempre actuaron de forma que salvaguardaran la experiencia teórica, política y orgánica de la fracción. Nunca dudaron en tomar medidas, incluso antiestatutarias o antidemocráticas, cuando era necesario preservar al grupo de cualquier componenda política.
El ejemplo del bloque político formado después de octubre de 1917 con los revolucionarios socialistas de izquierda está lejos de ser concluyente ya que, rápidamente, bajo la presión de los contrastes sociales, los socialistas revolucionarios (SR) se vieron obligados a desenmascararse y demostrar a los trabajadores que solo el partido comunista estaba calificado para concentrar todo el poder en sus manos.
De febrero a octubre de 1917, en Rusia, la influencia bolchevique sobre las masas creció gradualmente. Y Lenin se preguntó: «¿Por qué en Alemania la misma tendencia de exactamente la misma naturaleza entre los trabajadores no condujo al fortalecimiento inmediato de los comunistas, sino primero al del partido intermedio, los “Independientes”, aunque este partido nunca tuvo una idea política propia, ni una política independiente, y nunca hizo otra cosa que oscilar entre Scheidemann y los comunistas?».
Es en verdad una lástima que, en su respuesta, se limitara sumariamente a rechazar toda responsabilidad por esta situación, haciéndola recaer en los «errores» de los comunistas de izquierda y pasando por alto el error colosal del Ejecutivo de la IC, que consistió en acreditar ante las masas a los «Independientes», esos mismos de los que el propio Lenin decía que eran independientes… de la lucha revolucionaria.
Porque no ignoraba lo que había ocurrido después del I Congreso de 1919.
Desde diciembre de 1919, en su Congreso de Leipzig, el Partido Socialista Independiente había decidido abandonar la Segunda Internacional y entrar en negociaciones con Moscú «porque los obreros habían obligado a sus dirigentes a dar un paso adelante» (Zinoviev); en realidad, porque se trataba de que los oportunistas de izquierda mantuvieran su control sobre esos obreros radicalizados. Desde entonces, el Ejecutivo de la IC les había repetido tantas veces que los miembros del Partido Independiente eran comunistas ¡que habían concluido que era completamente inútil abandonar ese partido y que era mejor trabajar allí con vistas a convertir a la mayoría a la idea soviética!
Este estado de ánimo estaba también en perfecto acuerdo con los «consejos» que emanaban del Ejecutivo para que se enderezara la línea política de los socialistas independientes, aunque ello tuviera que pasar por alto a ciertos dirigentes «de derecha», porque la unidad del proletariado revolucionario exigía la fusión del partido con el de «Espartaco» (carta del 5 de febrero de 1920).
Además, esta directiva no se refería específicamente a Alemania, sino que encima expresaba la intención de «ampliar» la Tercera Internacional para incluir a los partidos que manifestaban veleidades de romper con la socialdemocracia.
Desde el I Congreso de la IC, se reveló una grave contradicción entre la plataforma comunista formulada y las modalidades de constitución de partidos basadas en ella; y el II Congreso, lejos de resolverla, la profundizó. Vemos, de hecho, que si bien las tesis sobre el partido enriquecen considerablemente la doctrina marxista, por otro lado, la política practicada por la IC dista mucho de inspirarse en ella.
De estas tesis, extraigamos las formulaciones clave: «Mientras el poder gubernamental no sea conquistado por el proletariado, y mientras este no haya consolidado definitivamente su dominio e impedido todos los intentos de restauración burguesa, el partido comunista incluirá en sus filas organizadas solo a una minoría obrera. Hasta la toma del poder, y en la época de transición, el partido comunista puede, gracias a circunstancias favorables, ejercer una influencia ideológica y política incontestable sobre todas las capas proletarias y semiproletarias de la población, pero no puede organizarlas en sus filas. Solo cuando la dictadura proletaria haya privado a la burguesía de medios de acción tan poderosos como la prensa, la escuela, el Parlamento, la Iglesia, la administración, etc., solo cuando la derrota definitiva del régimen burgués sea evidente para todos, todos los trabajadores, o al menos la mayoría, comenzarán a unirse a las filas del partido comunista».
También se especificó que era necesario «acelerar la Revolución, sin provocarla artificialmente antes de una preparación suficiente». Además, se advirtió sobre el peligro de ver el organismo internacional invadido por grupos que no habían roto realmente con la ideología de la Segunda Internacional. Se enfatizó la trágica lección de los Soviets húngaros, apuñalados por los traidores socialistas. Se exigía imperativamente y «sin discusión» una ruptura total con el «Centro» socialista.
Pero la práctica fue muy diferente.
Había que concentrar los esfuerzos en el fortalecimiento político y orgánico de las minorías comunistas ya constituidas, ayudarlas a crear cuadros sólidos mediante la selección natural que se realiza en la propia lucha de clases, hablar a las masas exclusivamente a través de estos organismos. En realidad, en Francia, Alemania, Italia e Inglaterra, se pidió al centrismo y a la izquierda que estaban en los partidos socialistas «de masas» que se convirtieran en los vendedores ambulantes del comunismo ante los trabajadores.
Era necesario proseguir con las escisiones políticas y con una rigurosa clarificación ideológica. Se llevaron a cabo fusiones orgánicas (Halle — Tours) sobre la base del cumplimiento formal de las 21 condiciones, aceptadas con tanta mayor facilidad cuanto que, tras el aplastamiento de las revoluciones húngara, alemana y bávara, el problema de la revolución ya no se planteaba de inmediato.
El método que había dado sus frutos en Rusia debería haberse aplicado con mayor rigor, pues se trataba de derrotar a una burguesía mucho más poderosa y concentrada. En cambio, se perseveró en el catastrófico camino emprendido en Hungría.
Con la aceleración de los acontecimientos, se tendió a considerar la necesidad de crear lo antes posible partidos comunistas «conectados» a las masas. Había que conquistar a la «mayoría» de los trabajadores. La obsesión de las masas condujo al objetivo del «partido de las masas», a la necesidad de desplazar al mayor número posible de trabajadores de los partidos socialistas a los partidos comunistas. Como «no había tiempo» para acompañar la evolución de los acontecimientos, los partidos y la Internacional se construyeron con la impronta de la improvisación y, sobre todo, de la confusión.
Por supuesto, la propaganda pura no era suficiente. Había que aplicar una estrategia y una táctica que no estuvieran separadas de la experiencia de las masas, que se adaptaran a la correlación real de las clases. En cualquier caso, el resultado no podía ser la desintegración de las bases programáticas y orgánicas de los partidos.
Ahora bien, se consideraba que la conexión con la mayoría de los trabajadores tenía que conseguirse de manera orgánica, mediante una extensión cuantitativa del partido, en lugar de hacerse a través de la definición de una relación adecuada entre este y las masas, en particular mediante la penetración sistemática y perseverante en las organizaciones de base unitaria del proletariado, es decir, los sindicatos, como había defendido insistentemente Lenin.
Para validar más fácilmente la noción de «partido de masas», se la opuso a la concepción «infantil» del partido, a su carácter «sectario», de «pequeña minoría». Así, fue fácil eludir los verdaderos términos del problema, tal como los habían planteado previamente los bolcheviques: la construcción del partido mediante la construcción de su programa y sus cuadros, basándose en su incorporación integral a la lucha de clases (que era más bien lo opuesto al sectarismo).
La adhesión de las masas, que solo podía ser real y efectiva a través de la firmeza de principios y la obstinación activa de los comunistas, fue sustituida por la “adhesión” de las corrientes hostiles al comunismo, que crearon la ilusión asesina de que las masas estaban realmente ganadas, mientras que en realidad el oportunismo operaba un doble engaño: contra el partido, tras el escudo de las 21 condiciones, y contra las masas, convencidas de que estos traidores podían conducirlas por el camino de la Revolución.
Sólo vieron masas que se estaban “radicalizando” dentro de los partidos centristas, mientras perdían de vista el hecho de que era imposible disociar a los trabajadores de la ideología del partido del que seguían siendo miembros, que la ruptura y la selección política sólo podían lograrse mediante la destrucción de este partido, su desintegración y no mediante la fusión de una llamada izquierda proletaria con el partido comunista.
Cuando en una situación dada los trabajadores veían con claridad, esto solo podía significar una cosa: que bajo el impacto de los antagonismos sociales, con diez veces más posibilidades de intervención por parte del partido, la clase obrera se polarizó en torno al partido, se puso al nivel de sus consignas y las siguió. Pero esto no implicó necesariamente la entrada masiva de trabajadores al partido. Incluso si este fenómeno ocurriera, seguía siendo de una naturaleza diferente del método que consiste en lograr la fusión de ideologías opuestas. En el primer caso, la extensión y la fuerza del partido se lograron sobre la base de una unión masiva en torno a sus propias posiciones políticas, permaneciendo lo cuantitativo subordinado a lo cualitativo. En el segundo caso, estas posiciones se vieron más o menos profundamente socavadas por la dilución de lo cualitativo en lo cuantitativo. Los acontecimientos que siguieron al II Congreso no dejaron de demostrar que los “partidos de masas”, lejos de convertirse en los arquitectos de las victorias proletarias tras las derrotas iniciales de 1919 y 1920, contribuyeron por el contrario en gran medida a nuevos desastres que abrieron entonces la vía a la degeneración del movimiento comunista: la acción de marzo de 1921 en Sajonia; el “Viernes Negro” inglés de abril de 1921; la llegada del fascismo a Italia; el fin de la Revolución alemana en octubre de 1923.
¿Hace falta, decir que la socialdemocracia de la Segunda Internacional se había adaptado perfectamente a los partidos de masas, aprovechando todos los matices de la ideología burguesa? … Pero para el comunismo, un régimen así sólo podía ser fatal.
Queda por refutar la objeción de que nuestra crítica a la formación de partidos es errónea en su base, debido a que estos partidos no podrían haberse formado de otra manera más que centrándose en la izquierda de los partidos socialistas. Aquí el sofisma es demasiado burdo, pues si bien es cierto que los materiales para los nuevos partidos solo pudieron extraerse del contexto histórico de la Segunda Internacional, no cabe duda (al menos hoy) de que el crecimiento del comunismo tendría que haberse dado en torno a los núcleos marxistas que surgieron de la socialdemocracia.
Estos núcleos, más o menos sólidos, existían en marzo de 1919. Esto es un hecho. A partir de entonces, la solución central consistió en fortalecerlos política y orgánicamente, y esto es lo que planteamos al principio. Sin embargo, lo que presenciamos en Halle y Tours no fueron escisiones, sino compromisos perjudiciales para el movimiento comunista.
En el umbral del III Congreso de la I.C., ¿cómo se presentaron los partidos?
Sabemos que en el Congreso de Halle del Partido Socialista Independiente (octubre de 1920), Zinóviev pagó personalmente para conseguir el apoyo de los pseudoizquierdistas a las 21 condiciones. La escisión fue aclamada como «una revolución realizada en el seno de los partidos alemanes» y citada como ejemplo para todo el proletariado.
En Francia fue el Centro socialista de chovinismo disfrazado de internacionalismo el que confiere su verdadera fisionomía política al Partido Comunista creado tras la escisión de Tours en 1921. Solamente el Comité de la Tercera Internacional (Souvarine, Loriot, Monatte, Rosmer) albergaba el potencial para construir una verdadera conciencia comunista. Pero al carecer de un apoyo serio del Ejecutivo de la IC, no desempeñó el papel principal en la escisión (reservado por Moscú para figuras como Cachin y Frossard) y posteriormente se desintegró con bastante rapidez bajo la presión del oportunismo innato del nuevo partido.
En Italia, el problema se planteó de forma distinta. La escisión en Livorno (enero de 1921) dio origen a un auténtico partido comunista gracias a la derrota efectiva del centrismo (Serrati), que pudo unirse al partido que lo había rechazado a finales de 1922 gracias al IV Congreso del Comité Internacional y al método de los ultimátums.
En cuanto a Inglaterra Zinóviev afirmaba que «¡Se había encontrado la clave del movimiento obrero inglés, que había sido un enigma para Marx, Engels, la Primera y la Segunda Internacional!». Tras el Segundo Congreso se formó un Partido Comunista, el más débil ideológicamente de toda la Internacional. Se le ordenó integrarse en la inmensa maquinaria burguesa del Partido Laborista, pues debía ser considerado «como la expresión política de la voluntad de los trabajadores organizados de Gran Bretaña en su actual etapa de desarrollo político». Otra consecuencia desastrosa del ataque de Lenin al «sectarismo» de izquierdas y la opinión que formuló en el Segundo Congreso, según la cual unirse al Partido Laborista «no era colaboración de clases, sino la colaboración de una minoría avanzada con la gran mayoría de los trabajadores ingleses». Exactamente como si se hubiera aconsejado a los comunistas belgas unirse al POB con el pretexto de que aglutinaba a todos los afiliados sindicales a través de su estructura, que ofrecía numerosas analogías con la del Partido Laborista.
En realidad y por lo tanto la contradicción era flagrante entre el modo de conexión con las masas definido en las tesis del Segundo Congreso, con la fórmula de las fracciones sindicales de un partido proletario independiente, y la táctica de renuncia a la independencia orgánica, “condicionada” (?) por la “libertad de agitación, propaganda y acción política ” dentro de los partidos enemigos (Lenin). Al difundir tal táctica, el Comité Internacional solo pudo cosechar frutos podridos: el Comité Anglo-Ruso presidió la traición del magnífico movimiento de huelga general de 1926, cuyas consecuencias fueron posteriormente conjuradas con la consigna “clase contra clase”, que exigía a los comunistas una ya tardía retirada del Partido Laborista.
Debido a su estructura interna, la Internacional Comunista celebró su Tercer Congreso (julio de 1921) bajo auspicios que ya predecían fuertemente su destino. Además, se encontraba en un ambiente internacional de reflujo revolucionario, mientras que, bajo la presión de la “retirada” de la NEP y los contrastes que acompañaban la gestión del Estado proletario, los intereses de este último comenzaban a distanciarse de los del proletariado mundial. No es casualidad que en ese momento también se iniciara una fase de ataque contra la izquierda comunista, en forma de la prohibición de facciones que atacaban especialmente a los partidos ruso y alemán. Esta ofensiva del Tercer Congreso se vio encubierta por una redoblada denuncia dirigida al centrismo, naturalmente reforzada dentro de los partidos desde el Segundo Congreso.
En realidad, la I.C. permaneció prisionera de la contradicción que había creado: se vio obligado a registrar un crecimiento de las tendencias oportunistas, al mismo tiempo que aprobaba la actividad del Ejecutivo con vistas a la formación de “grandes partidos de masas”, actividad que precisamente había favorecido la expansión del oportunismo.
Por un lado, “la entrada de los obreros convertidos en revolucionarios en el campo comunista se había producido bajo la dirección de dirigentes que aún no habían superado sus tendencias centristas y que no estaban en condiciones de llevar a cabo una agitación y una propaganda comunista eficaces entre el pueblo, que incluso temía esta propaganda porque sabía que conduciría a los partidos a luchas revolucionarias”.
Pero, por otro lado, se exaltó “el gran partido de las masas revolucionarias que era el Partido Comunista Alemán” y se creó la ilusión de que en Francia “los comunistas habían conquistado la mayoría dentro del partido socialista”.
¡Sabemos que el Tercer Congreso fue el que se colocó bajo el signo de la consigna “a las masas” que los “partidos de masas” debían difundir!
Ciertamente, Lenin y Trotsky no dejaron de advertir contra la posibilidad de distorsionar esta consigna, especificando que se trataba de interpretarla en el sentido de una marcha «hacia la conquista del poder mediante la conquista previa de las masas». El Manifiesto final del Ejecutivo del Congreso también recordaba que el principal terreno donde los agentes de la burguesía serían derrotados era el movimiento sindical. Pero es evidente que la nueva directiva se encontraba atada en sus resultados por las bases políticas que se habían asignado a los partidos comunistas.
El Tercer Congreso también esbozó un cambio sustancial en la estructura orgánica de los partidos. Se creía que la diferenciación con la socialdemocracia sería más decisiva si se efectuaba antes que nada en el ámbito organizativo. Por lo tanto, esta se trasladó de lo geográfico a lo económico, del grupo local a la célula empresarial. En realidad, la confusión se había introducido en el partido al identificar sus formas de actividad con sus órganos propiamente dichos. La célula empresarial se consideraba el órgano político básico, mientras que era solo un instrumento de trabajo y ejecución, al igual que, por ejemplo, la fracción sindical y la fracción parlamentaria. No más que estas, la célula empresarial no podía considerarse el centro vital de la vida política del partido, sino solo como su producto.
La célula empresarial fue la premisa de la bolchevización, otro factor de descrédito para la Internacional Comunista. Lenin presentía esto; en el IV Congreso (diciembre de 1922), en un momento en que numerosos fenómenos sociales lo preocupaban y lo impulsaban a revisar la información sobre numerosos problemas (en particular, las relaciones entre el Estado proletario y el partido), comentó lo siguiente respecto la resolución sobre la organización y la actividad de los partidos, elaborada en el III Congreso : «Esta resolución es excelente, pero tiene un marcado carácter ruso; es decir , todo está tomado del desarrollo ruso. Esto es lo bueno de la resolución, pero también lo malo… Ningún extranjero la entenderá precisamente porque es demasiado rusa… Si, por excepción, un extranjero la entiende , no podrá llevarla a cabo… Mi impresión es que hemos cometido un gran error con esta resolución, porque hemos bloqueado el camino a un mayor progreso… ».
Este IV Congreso, sin embargo, demostraría su incapacidad para liberarse del rumbo lógico e irresistible que los métodos y la orientación iniciales habían marcado al movimiento comunista. De hecho, lejos de impulsar una lucha implacable contra el oportunismo, promulgó directrices que solo podían conducir a su triunfo definitivo. Con la táctica del Frente Único entre partidos se agravó la confusión ya creada entre estas dos nociones fundamentales: clase y partido, aunque ya estaban claramente definidas en las tesis del II Congreso. Fue el desarrollo consecuente de lo que Lenin había propugnado en su política de compromisos anunciada en 1920. Declaró así «que los comunistas están dispuestos a negociar en la lucha diaria con los líderes traidores de la socialdemocracia y de Ámsterdam» (Zinoviev).
La otra consigna de “Gobierno Obrero“, que no era más que la consagración última de la primera, consistía en la colaboración de las clases bajo la bandera del “frente único de todos los trabajadores y la coalición política y económica de todos los partidos obreros contra el poder burgués para el derrocamiento definitivo de éste”, es decir, la negación de la dictadura del proletariado.
La Internacional Comunista, tras haber perdido de vista la perspectiva histórica y la estrategia correspondiente delineada en 1919, se vio atrapado en una política de cambios radicales: se construía sobre hipótesis y, cuando estas no se materializaban, se reconstruía sobre otras hipótesis, y así sucesivamente. Se oscilaba entre la política de izquierda y la de derecha sin, sin embargo, lograr liberarse del oportunismo.
Así, en el V Congreso (julio de 1924), hubo que registrar una vez más las “desviaciones de derecha” atribuidas a las “deformaciones” del frente único y a las tácticas del “gobierno obrero“, olvidando subrayar el carácter reaccionario de estas consignas: “las tácticas del frente único, mediante la deformación de derecha, han llevado en ocasiones a la degeneración de los partidos comunistas”. Y, de nuevo: “las desviaciones de derecha crecen con los partidos de masas”. Estos resultados fueron tanto más significativos cuanto que solo reflejaban el balance de victorias acumuladas por la burguesía internacional entre el III y el V Congreso, que este último tampoco pudo ocultar.
Sin embargo, la lección que extrajo de las derrotas sufridas en 1923 en Alemania fue la bolchevización, «llevada a cabo según la voluntad de Lenin» y que se convirtió en la expresión de la lucha contra los «peligros de la derecha», partiendo del supuesto de que el «cambio de formas organizativas [célula de empresa, nota del editor] era la garantía de la calidad social de la militancia del Partido y aseguraba su carácter proletario». Como podemos ver, la definición del Partido proletario se simplificó: reveló su naturaleza por la «calidad social» de sus miembros y ya no por su programa. Únicamente se “olvidaba” el precedente histórico que trajo la Segunda Internacional, compuesta por partidos de mayoría proletaria, pero dominados por la ideología burguesa. En este caso, podríamos decir que «la historia se repetía» para mayor salvaguardia de una sociedad moribunda.
C. Algunas lecciones
- El principio de la necesidad del partido proletario deriva directamente de la realidad de una sociedad dividida en clases y no de una representación convencional o arbitraria de esta realidad.
Para triunfar, el proletariado debe crear su partido , y ningún subterfugio “teórico” puede eludir esta tarea fundamental. Tampoco puede violar ciertas reglas que rigen el desarrollo de su conciencia de clase, es decir, la formación de su partido, tal como se han definiendo con la mayor precisión a través del contacto con la experiencia histórica.
El mérito de la III Internacional es haber incorporado en las tesis de su 2º Congreso principios definitivos sobre la naturaleza y el papel del partido, marcando un enorme paso respecto a las formulaciones anteriores y respondiendo verdaderamente a las necesidades de la lucha proletaria en el período de guerras y revoluciones.
No fueron estos principios los que hubieran podido causar el fracaso de la Tercera Internacional. Por el contrario, debe atribuirse sobre todo al desconocimiento de las modalidades que deberían haber regido la constitución de los partidos comunistas, pues su eficacia se había comprobado experimentalmente en la Revolución de Octubre.
De la flagrante contradicción entre el procedimiento adoptado y las tesis desarrolladas resultó otra grave inconsistencia: la intransigencia política que había permitido a los bolcheviques forjar el partido de la victoria de los obreros rusos sobre una burguesía históricamente débil, fue abandonada cuando se planteó el problema de crear organizaciones proletarias llamadas a derrocar a los Estados capitalistas poderosamente organizados y puestos al servicio de una burguesía animada por una conciencia de clase muy evolucionada y que disponía de enormes medios económicos, políticos e ideológicos, capaces de prolongar la resistencia al asalto revolucionario, de encauzarlo y sofocarlo.
- Del punto 2 de las tesis citadas se desprende que no hay contraste entre, por una parte, la imposibilidad para el partido de organizar en su seno a todos los obreros, sino sólo a una minoría de ellos -y esto quizá hasta el umbral del comunismo- y, por otra parte, la posibilidad que adquiere, en sus situaciones revolucionarias , de ejercer una influencia preponderante sobre la mayoría del proletariado y conducir la Revolución a un resultado victorioso .
El hecho de que estos dos fenómenos puedan coexistir demuestra que es necesario establecer constantemente la distinción fundamental entre clase y partido.
Por otra parte, la confusión entre estos dos factores contribuye sin duda a distorsionar la naturaleza y la función del partido y, en consecuencia, a obstaculizar y desintegrar el progreso y la propia clase. Esto es lo que el punto 3 de las tesis no deja de enfatizar.
De esta premisa debemos deducir lo siguiente:
La estructura orgánica del partido, su capacidad política y de acción dependen esencialmente de su capacidad para conectar con la clase y determinar con precisión la relación que debe prevalecer entre lo “espontáneo” y lo “consciente”. Esta relación solo puede surgir de una apreciación precisa de la realidad histórica, impulsada por la dialéctica materialista.
En consecuencia, si el partido se integra de forma íntima e indefectible en la dinámica social, si experimenta una constante interacción, esto no debería llevarnos a considerar que su vitalidad sea directamente proporcional al número de sus afiliados. El partido no se presenta como un conglomerado de individuos unidos por la identidad de su situación social —una definición que se ajusta a las organizaciones unitarias de masas— sino que es, sobre todo, una guía para la acción obrera y el pensamiento proletario y, como tal, un centro de desarrollo político que solo puede funcionar eficazmente en condiciones bien definidas. Es incluso más que una guía. Es la afirmación del proletariado como clase que logra situarse concretamente en la evolución mediante la percepción de su papel histórico. El partido es la síntesis ideológica del proletariado como categoría social que emana directamente del mecanismo de producción capitalista. En eso se diferencia fundamentalmente de otros partidos obreros que, al expresar únicamente la yuxtaposición de los intereses particulares de los trabajadores, permanecen prisioneros de la ideología burguesa.
Para citar el Manifiesto de 1847:
“Los comunistas no se diferencian de los demás partidos obreros más que en dos aspectos:
- En las diversas luchas nacionales de los proletarios, éstos plantean y afirman los intereses independientes de la nacionalidad y comunes a todo el proletariado ;
- En las diferentes fases de la lucha entre proletarios y burgueses, éstos representan siempre y en todas partes los intereses del movimiento integral.
Basándonos en las experiencias de la II y la III Internacionales, debemos añadir que el partido proletario se opone a los partidos de tipo socialdemócrata no por su modo de organización sino por su mecanismo de conexión con las masas. Es la verdadera emanación del proletariado, con la condición no solo de organizar en sus filas al mayor número de trabajadores con conciencia de clase, sino de expresar constantemente sus intereses finales en el proceso de la lucha de clases, basándose en un análisis crítico y dialéctico de los fenómenos sociales.
Los criterios organizativos sólo son válidos en la medida en que condicionan el desarrollo de reglas políticas capaces de impulsar la actividad del partido y también en la medida en que contribuyen a sanear las relaciones entre el partido y la clase.
La célula empresarial innovada por la Tercera Internacional no pudo alcanzar estos objetivos, porque al presentarse como una base orgánica tendía precisamente a desintegrar el mecanismo político del partido; a dispersar su labor de investigación sintética en organismos que, por su naturaleza, incitaban debates y actividades particulares. La célula solo podía concebirse como un agente de penetración y propaganda, no como un centro vital del partido.
- De lo anterior se desprende que el carácter de masas del partido no puede derivarse simplemente de su importancia numérica. Se manifiesta, ante todo, en el fortalecimiento de la capacidad combativa del proletariado, basado en el aumento de su conciencia de clase, mediante la extensión de la influencia ideológica del partido entre los trabajadores. De ello se desprende que la premisa del verdadero partido de masas reside en la construcción del programa de la Revolución, en la coordinación de reglas teóricas y tácticas que respondan permanentemente a los verdaderos intereses de la lucha proletaria.
Cada etapa del movimiento obrero plantea nuevos problemas que exigen soluciones acordes a situaciones en constante evolución. Estas soluciones no son fruto de un día sino de un proceso más o menos accidental, del cual el aumento del capital teórico del partido bolchevique ha proporcionado un ejemplo notable.
No es que la llegada de una situación revolucionaria coincida necesariamente con la culminación del programa proletario que sintetiza todo un período; al contrario, la historia ofrece numerosos ejemplos de partidos fundados sobre bases ideológicas demasiado débiles porque, con demasiada frecuencia, el desarrollo de la conciencia proletaria quedó rezagado respecto a la maduración más rápida de los contrastes sociales. Pero en este caso, esto significó que el proletariado se enfrentó a la lucha en condiciones que, de alguna manera predeterminaron desfavorablemente su resultado.
Es cierto que la Tercera Internacional se formó con un programa claramente dirigido contra el oportunismo. Únicamente quedaba la aplicación de este programa a la lucha de clases…y esto solo fue posible mediante partidos que lo asimilaron y adquirieron la fuerza política para superar el oportunismo. Pero esto solo podía lograrse por un camino: el ya trazado por los bolcheviques, que condujo a una progresiva consolidación ideológica de los partidos en el curso mismo de la lucha de clases.
Pero la experiencia ha demostrado ampliamente que la creación de partidos en forma de improvisación ―con el pretexto de adaptar su ritmo de crecimiento al de los acontecimientos― conduce inevitablemente a compromisos con el enemigo y a derrotas decisivas del proletariado .
El partido no puede concebirse como una creación espontánea, ni siquiera bajo la presión de situaciones revolucionarias extremadamente imperativas. Su formación está sujeta a las reglas de la «biología social», a las leyes de la evolución materialista y dialéctica, y no a los dictados de la taumaturgia ni a métodos arbitrarios y mecánicos.
Es cierto que el partido no puede fundarse únicamente mediante la pura propaganda, ni independientemente de la verdadera relación de clases, sino únicamente mediante una polarización de las masas en torno a sus posiciones políticas, que debe expresarse en la lucha mucho más que en la afiliación masiva al partido. Esto no puede en modo alguno resultar en una fusión con corrientes oportunistas que, bajo el signo de la “conquista de las masas”, lleve a la alteración de las bases programáticas del partido: el aumento de su militancia siempre depende de su firmeza de principios y del crecimiento de su capacidad política.
- El programa de la Revolución se enriquece constantemente con las nuevas aportaciones de la experiencia histórica. Sin embargo, el motor de este progreso doctrinal solo puede ser el partido proletario, que desarrolla en la lucha los nuevos principios y las nuevas tácticas. En otras palabras, la ideología del partido en proceso de formación siempre se desarrolla siguiendo una línea progresiva en relación con la de los partidos precedentes y sin cesar en su avance.
Marx, Engels, Lenin se posicionaron constantemente como oponentes acérrimos de los métodos que desvirtuaban la función fundamental del partido, que es elevar la conciencia de los proletarios y no adaptarse a ella ; de las fusiones que, bajo el disfraz de la unidad proletaria en la acción, conducían a la negación de esta unidad y al mantenimiento de la esclavitud de los obreros.
La experiencia ha desarrollado una directiva imperativa: los materiales ideológicos de los nuevos partidos no pueden tomarse del arsenal de aquellas fuerzas políticas a las que los acontecimientos han trasladado del el campo del proletariado al de la burguesía.
Además, su formación sólo puede concebirse a través de la destrucción de los viejos partidos obreros y no a través de la asimilación de corrientes de etiqueta radical pero de contenido reaccionario.
Existe una concepción según la cual toda corriente obrera contiene aspectos positivos, aspectos que correspondería a los grupos comunistas sacar a la luz para mayor beneficio de la lucha proletaria. En realidad, esta forma de abordar la selección política es claramente antidialéctica, a pesar de las apariencias. La dialéctica materialista se traduce en la lucha de fuerzas opuestas y el triunfo final de una de ellas, pero nunca en la duplicación de la naturaleza de estas fuerzas, en una especie de separación arbitraria entre su “lado bueno” y su “lado malo”. Ocurre que una categoría social cambia de naturaleza (este es el caso de los partidos socialistas y los partidos comunistas transformados en fuerzas capitalistas); pero no es posible oponer su “lado bueno” a su “lado malo”. Como no es posible querer sacar a la luz, en estas condiciones, el “lado bueno” del capitalismo.
«Lo que constituye el movimiento dialéctico es la coexistencia de los dos lados contradictorios, su lucha y su fusión en una nueva categoría. Con solo plantear el problema de eliminar el lado malo, interrumpimos el movimiento dialéctico». (Marx. Miseria de la filosofía).
Cuando planteamos la existencia de “lados buenos” dentro de las corrientes enemigas estamos olvidando esto: que el movimiento ya ha logrado, antes de que estas corrientes cambien su naturaleza, es decir, traicionen, una síntesis (la nueva categoría) mediante la creación en la lucha fraccional del núcleo comunista.
Mientras continúe dicha lucha y hasta la fundación del nuevo partido, es ciertamente imposible que la facción de izquierdas afirme que solo ella tiene la clave de las soluciones buscadas. Pero es importante enfatizar que el debate solo es posible con corrientes de la misma naturaleza que se afirman en el mismo plano histórico y se mantienen allí.
No es el caso de las formaciones políticas que no lograron cruzar el umbral de octubre de 1917, ni de las que se reencontraron directa o indirectamente con la socialdemocracia, ni, finalmente, de los grupos surgidos del movimiento comunista pero que, al calor de las guerras en España y China, adquirieron una función contrarrevolucionaria al negar las nociones marxistas del partido, del Estado y de la guerra.
Con mayor razón no es posible para el partido del mañana fusionarse con ninguna de estas formaciones.
- La Oposición de Izquierda, dirigida por Trotsky, repitió en mayor escala y de manera aún más oportunista y bajo formas aventureras, la práctica nociva adoptada por la Tercera Internacional para la constitución de partidos.
Ni la ausencia de condiciones históricas favorables, en el sentido de una maduración a escala global de los antagonismos sociales, ni la falta de premisas teóricas fecundadas por el análisis crítico de las experiencias del movimiento de la Tercera Internacional y concretadas en la existencia de fracciones de izquierda en los países más importantes, ni finalmente la falta de cuadros sólidos, pudieron hacer que la Oposición renunciara a la empresa charlatana de la Cuarta Internacional y a la creación artificial de partidos viciados por un oportunismo congénito.
El error de la Tercera Internacional fue táctico, ya que se trataba únicamente de que la izquierda socialista se adhiriera a la plataforma comunista existente, aunque esa adhesión sólo podía perjudicar el capital político que se había construido.
El error de la oposición fue de principios porque el desarrollo del nuevo programa se basó en la colaboración y unión de corrientes históricamente opuestas.
En realidad, tal método significó la admisión de la bancarrota ideológica y política de la Oposición internacional. Fue solo el recurso al que se vio obligada debido a su incapacidad para reunir para las organizaciones del futuro los nuevos materiales aportados por la experiencia de Octubre, incapacidad que creyó poder compensar con la exigencia dogmática de las formulaciones de los primeros cuatro Congresos de la III Internacional.
La desastrosa experiencia de la Oposición comunista ha demostrado una vez más que la formación de organizaciones proletarias no depende únicamente de la voluntad de individuos o grupos, sino, sobre todo, de las condiciones reales de la evolución de las clases; que no está al principio, sino al final de un proceso cuyo ritmo está regulado por las capacidades del proletariado de reconocerse en la maraña de sus experiencias afirmando su programa de clase.
En el terreno de la construcción de los partidos de la Internacional, la realidad histórica ha dejado huellas de directivas imperativas que el proletariado no puede ignorar.
En cuanto a la Internacional, no es otra cosa que la elevación a escala mundial de la función de clase de los partidos nacionales. Su creación responde únicamente a ciertas posibilidades y necesidades que emanan directamente del mecanismo de la lucha de clases.
Cuando el Manifiesto Comunista habla de una «lucha proletaria nacional en su forma, pero no en su contenido», significa que si bien cada proletariado formula soluciones específicas que responden a las demandas y condiciones particulares de su propia lucha, todas estas soluciones se inspiran, simultáneamente y exclusivamente, en los datos esencialmente internacionalistas del materialismo histórico. La Internacional es, pues, la síntesis de estas soluciones y no su suma más o menos heterogénea. Por lo tanto, no se trata de polarizar a sus componentes (los partidos miembros), por ejemplo, en torno al Estado fundado por cualquiera de los proletarios, como ocurrió cuando la Tercera Internacional tuvo que determinar las modalidades para la constitución de los diferentes partidos.
La génesis de la Internacional del mañana solo puede ser la prolongación cronológica de la génesis de los nuevos partidos. Y estos deben ser obra exclusiva de las fracciones de izquierda que actúan en la órbita del movimiento comunista más allá del Octubre de 1917.
A una confusión ideológica sin precedentes que verdaderamente asfixia al movimiento proletario, debemos responder urgentemente creando fracciones de izquierda, a las que les corresponde la pesada tarea de llenar los vacíos teóricos y las derrotas políticas de la Oposición de Izquierda.
En principio, se plantea el problema de crear nuevos partidos y una Internacional verdaderamente comunista. Pero estos instrumentos de la victoria obrera solo pueden surgir de las profundas convulsiones sociales del futuro y siempre que el proletariado haya forjado sus armas teóricas en el fuego de la crítica intransigente de las experiencias surgidas de la Revolución Rusa.
La Barre (Mitchell)
