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Actualidad Serie: Pandemia

El capital mata

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Sacrificio, resistencia, moral de victoria, unidad (entre empresarios y trabajadores). Estas palabras constituyen el mantra que repite de modo machacón el presidente de España, Pedro Sánchez, desde el inicio de la pandemia. Su uso no es casual: quieren que los proletarios y proletarias veamos nuestras necesidades amordazadas, que no luchemos por nuestros intereses, en un momento en que nuestra vida se ve amenazada.

Sacrificio, resistencia, moral de victoria y unidad son sinónimos de pasividad, de dejarnos matar como carne de cañón, sometiéndonos a las necesidades del gobierno y del capital, de su lógica de acumulación.

En la primavera de este año murieron decenas de miles de personas en el Estado español y más de un millón de personas en todo el mundo, aunque los datos reales son siempre muy superiores a los oficiales. En esa ocasión fue flagrante cómo todos los Estados pusieron las necesidades de la economía nacional por encima de las vidas y la salud. De hecho, el gobierno de España, en el inicio del verano, llevó a cabo un desconfinamiento acelerado para impulsar el turismo y la hostelería, una de las principales actividades económicas de un capital local cada vez más en crisis. Los telediarios locales dedicaban más de la mitad de su duración a enseñarnos las terrazas de los bares repletos. Los noticiarios empezaban su emisión saludando a los turistas alemanes que llegaban a Mallorca de nuevo. El gobierno anunciaba triunfante que «habíamos vencido al virus». El sacrificio, la resistencia, la unidad y la moral de victoria habían ganado. Y, sin embargo…

Sin embargo, era muy fácil prever que no iba a ser así, que el virus volvería con la fuerza de la reanudación de la producción y circulación mercantil. Y mucho antes de lo que ningún experto había previsto. Sucedió ya durante el verano, primero en Aragón y Cataluña, y desde agosto en Madrid.

Y sin embargo el Estado no tomó medidas, y no es casual. Lo que interesa al Estado es que la economía avance y crezca, porque es de ese modo que se alimenta el capital, que nos devora y nos hace víctimas colaterales pero necesarias. A finales del verano, desde la televisión, asistimos con machacona insistencia a la necesidad de abrir las escuelas, a toda costa, cayese quien cayese. La ministra de Educación, Celáa, llegó a anunciar en El País que los beneficios de su apertura eran superiores a los riesgos (o sea la enfermedad y muerte de trabajadores y familias). Los beneficios consistían en que la máquina siguiese funcionando, que la sociedad siguiese produciendo y consumiendo y para ello los alumnos debían estar confinados en las escuelas. Las luchas que surgieron frente a la apertura de las escuelas, como la que se dio en Madrid, fueron importantes pero muy minoritarias. A día de hoy ya hay al menos un docente muerto que sumar a las frías estadísticas de los caídos en combate. Todo ello bajo el nombre de la unidad, resistencia y moral de victoria.

Poco a poco se anuncia un segundo confinamiento domiciliario. La enfermedad no deja de crecer y con ella los hospitalizados, ingresados en UCI y muertos diarios. Víctimas colaterales de la moral de victoria, carnes de cañón del capital. Y, sin embargo, un segundo confinamiento será muy diferente al primero. De hecho ya lo es. Porque no hay soluciones dentro del capital: confinamiento significa, dentro de los parámetros capitalistas, paro y pobreza, miseria y hambre, despidos y precarización laboral. Por eso es falsa la polarización entre partidos de izquierda y de derecha. Si no hay soluciones dentro del capital, los políticos, sin importar el bando en el que estén, no pueden más que administrar el desastre y mandar a la policía cuando protestamos. Y entre ellos, la izquierda lo hace mintiendo. El gobierno más progresista de la historia de España, como le autodenominaron sus followers con el histrionismo que caracteriza a la izquierda progre, dijo por boca de su vicepresidente segundo que no iban a dejar a nadie atrás. Pero ya se sabe, las palabras son palabras y no valen nada. Lo que sí vale son las necesidades de la economía nacional, que se expresan en miles de desahucios semanales, cientos de miles de despidos al mes, millones de personas en la pobreza y miseria.

Ese es el material inflamable que alimentará las hogueras, presentes y futuras, de la rabia social. La rabia ya ha empezado. Se ha expresado en las movilizaciones de estos días, de un modo muy confuso, con una participación cierta también de grupos de extrema derecha, pero no podemos dejar que los árboles nos impidan ver el bosque. Lo que hay es una enorme rabia social que se acumula y se acumulará cada vez con más fuerza. De fondo asistimos a un mundo que ya no da más de sí, que ha agotado su base propulsora (la acumulación de capital en forma de valor) y que a eso añade una acumulación catastrófica de crisis, desde la pandemia al cambio climático. Es importante analizar estos disturbios y manifestaciones en perspectiva, no en la fotografía del momento, sino en proceso. La instantánea no nos permite reconocer la secuencia de los acontecimientos, éstos solo se pueden entender dentro de la dinámica más general del capitalismo. Y esta dinámica es catastrófica.

Estamos entrando en el final de una larga historia, en la crisis de supervivencia del capital. Con ello no afirmamos que el camino sea fácil o sencillo, todo lo contrario. Nos encontraremos con mucho material inflamable durante estos años, material que despertará luchas y polarizaciones sociales. Lo decisivo es que estas luchas adquieran una dirección y sentido de clase. Y para ello debemos constituirnos en un cuerpo unido de combate —esto es, en clase— contra todos nuestros enemigos. Y eso incluye a los fascistas pero también al izquierdismo socialdemócrata en todas sus variantes.

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