Notas sobre el matrismo y el comunismo primitivo
Una constante de las comunidades organizadas bajo el comunismo primitivo es el papel social predominante que juega en ellas la mujer. Esta unión íntima entre el comunismo y la mujer que observamos en la prehistoria —la barbarie, como la reivindicará Engels— nos impide hablar de matriarcado, cuyo componente léxico -arc- (del griego ἀρχή, arkhé) indicaría una jerarquía que resulta impensable en una sociedad sin clases. El término matrismo parece entonces más adecuado, en la medida en que establece una predominancia ontológica, un ser esencialmente femenino de estas comunidades, sin que ello se traduzca en relaciones de dominación entre mujeres y hombres.
Pero como revolucionarios, lo que nos interesa no es simplemente constatar que durante la prehistoria, allí donde el disfrute de los medios de producción y consumo era colectivo, la mujer constituía la columna vertebral de la comunidad. Lo importante para nosotros es saber si esta constatación, este vínculo íntimo entre comunismo y matrismo en la prehistoria, se debió a unas meras circunstancias coyunturales o si hay algo de invariante que permita pensar el fin del patriarcado y del capitalismo con un regreso de la predominancia comunitaria de la mujer. Esta pregunta, formulada así en su polo positivo, nos obliga a pensar también su componente de negación: ¿cómo luchar contra el patriarcado y el capitalismo de manera no separada? Si comunismo y matrismo mantienen un lazo invariante, una hermandad profunda, ¿no lo tienen también patriarcado y sociedad de clases, cuya última y más perfecta expresión es el capitalismo? ¿En qué consiste ese lazo?
Para ir comenzando esta reflexión, nos apoyaremos en Le patriarcat (1975) de Ernest Borneman y en las descripciones que realiza de las comunidades matristas de la prehistoria europea y del Asia Menor, región que denomina como el Mundo Antiguo. Partiendo de Morgan y Engels, pero también de Gordon Childe y George Thompson, Borneman afirma que las sociedades matristas son una constante universal de nuestra especie antes de la aparición de la propiedad privada. En ellas, hay cuatro características fundamentales: consanguineidad, matrilinealidad, uxorilocalidad, y disfrute común de los medios de producción y reproducción de la comunidad.
Con respecto a la matrilinealidad y la uxorilocalidad, hay que recordar que hasta hace muy poco, era imposible afirmar con total seguridad quién era el padre de los hijos que daba a luz una mujer. Aún más, en los primeros momentos de nuestra especie seguramente ni siquiera se tuviera conciencia de que los hombres jugaran algún papel en la reproducción, puesto que hasta que no se tuvo un contacto mucho más continuado con otras especies animales gracias a su domesticación, el vínculo causal entre el coito y, nueve meses después, el parto, no podía ser evidente. El Paleolítico comienza en Europa hace unos 800.000 años. La domesticación de los animales aparece seguramente hace 10.000-5.000 años. Así, es muy posible que durante cientos de miles de años la capacidad reproductiva de la mujer se viera como un don, una virtud divina que haría de la mujer la creadora de vida por excelencia. Esta idea vendrá reforzada con la llegada de la agricultura, donde veremos nacer el culto a la fertilidad de la mujer en vínculo directo con el de la naturaleza, incluso en aquellas comunidades que ya están en transición al patriarcado y a la sociedad de clases. Por otro lado, si entendemos que la monogamia no es una característica inherente al ser humano, sino un fenómeno histórico, en el comunismo primitivo no existía el concepto mismo de “padre”, tal y como lo entendemos hoy. Lo más próximo a esto sería el hermano de la madre, que es el único varón —junto con los propios hermanos— del que se puede asegurar un lazo consanguíneo, mientras que los demás serían a lo sumo los compañeros sexuales-afectivos de la madre. Por otro lado, es muy posible que no hubiera una sino varias madres, es decir, que la maternidad fuera vivida colectivamente en estas comunidades, puesto que aunque se reconociera el vínculo de consanguineidad con una de ellas, la inexistencia de monogamia y de familia hacía de la crianza y el cuidado de los niños una actividad colectiva de las mujeres.
Así pues, este hecho determina un sistema de parentesco matrilineal, donde es la mujer quien establece la línea de descendencia. Pero el clan es una forma de organización social basada en los vínculos consanguíneos, por lo que en el momento en que se establece el tabú del incesto —que Borneman data del Paleolítico medio (100.000-50.000 a.C.)— y, por tanto, la reproducción al interior del clan queda prohibida, el hombre se verá obligado a acudir a otro clan para mantener relaciones sexuales. Este fenómeno que llamamos uxorilocalidad (del latín uxor, ‘esposa’), por el cual la mujer determina la comunidad en la que se mantendrá la descendencia, es un elemento clave para comprender que, en esta forma de organización social, el hombre tiene un papel secundario en la comunidad con respecto a la mujer: ya sea porque es alguien ajeno al clan, ya porque, si permanece en su propio clan, será siempre el hijo de su madre, el hermano de su hermana o el tío de sus sobrinos.
Matrilinealidad y uxorilocalidad, por tanto, son sin duda dos de los factores que hacen de la mujer la columna vertebral de las comunidades bajo el comunismo primitivo. Luego hay otros elementos. La división sexual del trabajo es una constante que encontramos en todas las sociedades humanas conocidas[1]. Así, en el Paleolítico medio y superior, donde las comunidades son nómadas o seminómadas y esta división se da entre caza y recolección o, mejor dicho, entre la caza mayor por un lado y la recolección y la caza menor por otro, las mujeres son quienes garantizan en múltiples aspectos la continuidad de la comunidad. Esto es así ya no sólo por ser las productoras de vida, sino porque la recolección y la caza de pequeñas presas constituye la mayor parte del aprovisionamiento de alimentos, siendo la caza mayor enormemente azarosa e incierta. Por otro lado, ellas se encargarían también de la construcción de los asentamientos provisionales, de la crianza y socialización de los hijos y, dado su papel vertebrador de la comunidad, de la transmisión cultural de generación en generación. Por último, es importante recordar que la matrilinealidad y la uxorilocalidad suponían que las mujeres eran literalmente la continuidad de la comunidad. Así, lo que más tarde serían las religiones de la Gran Madre que veremos extenderse por todo el neolítico, comenzarían como el recuerdo de las primeras madres del clan, de los ancestros femeninos que en un segundo momento serían divinizados.
Otro elemento que caracteriza a las comunidades matristas es su componente fuertemente colectivo, lo cual se ve bien expresado en sus actividades estéticas. Así, por ejemplo, la Venus de Willendorf no sólo es expresión de un culto a la fecundidad, que haría que los órganos femeninos fueran predominantes frente a lo demás, sino que también reflejan el enorme desinterés de estas comunidades por representar las particularidades individuales de cualquiera de sus miembros; así, el realismo artístico nacerá sólo con el auge del individuo, que se dará mucho más tarde, como en la Grecia clásica o más prototípicamente en el helenismo. Esto no se puede reducir, como hace el pensamiento burgués, al hecho de que la lucha por la subsistencia supone una mayor interdependencia y por tanto una menor conciencia individual, puesto que encontramos este mismo carácter colectivo en las comunidades matristas del Neolítico, con un mayor desarrollo tecnológico y excedentes de producción. Por un lado, de forma evidente, la ausencia de propiedad privada y por tanto el disfrute colectivo de la producción y el consumo fomentan un ser comunitario y relacional en los miembros del clan. Por otro lado, incluso cuando se empiezan a dar de manera incipiente procesos de individuación, hay otros factores propios del comunismo primitivo y del matrismo, como es la ausencia de guerras y por tanto de guerreros, o el peso menor que tiene la caza frente a la recolección y más tarde la agricultura, que permitirán retener estos procesos manteniendo la predominancia del ser comunitario frente al individual. Tampoco es de despreciar el peso que pudo jugar aquí la maternidad social, que supondría unas prácticas de cuidados colectivas y un pensar orgánico y afectivo mucho más desarrollado de lo que podemos vivir hoy. En cualquier caso, no es absurdo suponer que una sociedad que tiene en el centro de su sistema de valores la reproducción de la vida perciba esta misma como un hecho social y no individual: por necesidad, sí, pero no por falta de desarrollo tecnológico, sino como una necesidad ontológica de la especie hacia el ser en común. Sólo una sociedad que ya no está focalizada hacia la vida sino hacia la muerte, como la sociedad de clases, puede pensar a los miembros de una comunidad como seres individuales, aislados, independientes, puesto que la vida se hace en común y la muerte se vive en soledad.
Borneman señala el proceso de individuación de los miembros de la comunidad como el germen del que nacerán patriarcado y sociedad de clases, poniendo este proceso en directa relación primero con la caza y más tarde con la ganadería. Así, el perfeccionamiento de los instrumentos de caza en el Paleolítico superior permitirá la caza individual y, con ella, se introducirán las primeras tensiones sociales en una comunidad en la que el consumo sigue siendo colectivo. Es más, pronto empezaremos a ver marcas en estos instrumentos para señalar que fueron hechos y utilizados por un individuo concreto, lo que más tarde derivará en que, en lugar de que las mejores herramientas permanezcan para su uso en la comunidad, comenzarán a ser enterradas con sus propietarios:
Cuanto más se iban perfeccionando las herramientas del hombre, más se apegaba éste a ellas y más orgulloso estaba de su obra. Por eso a partir del Mesolítico a menudo encontramos sus armas y herramientas preferidas en su tumba. Claramente, el clan había comenzado a aceptar la idea de que, no contento con tener derecho al disfrute de sus herramientas y armas, el hombre las poseía de verdad, y de una manera tan irrevocable que le pertenecían incluso después de la muerte (pág. 87)
Junto con la bisutería y la ropa, esta será la primera forma de propiedad privada. Sin embargo, ella sola no habría sido capaz de desarrollar el proceso de acumulación de bienes que genera las clases sociales, la guerra y el intercambio mercantil. Según Borneman, será la propiedad del ganado y más tarde de esclavos, antes incluso que la propiedad del suelo, la que iniciará este proceso.
Esto nos conduce al Neolítico. Se han inventado ya la agricultura y la ganadería, pero no necesariamente en las mismas comunidades. Mientras que aquellas que se decantan por la agricultura se convierten rápidamente en sedentarias —en el momento en que se descubre el cultivo de barbecho para evitar el agotamiento de los suelos—, aquellas que practican la ganadería permanecerán mucho más tiempo como nómadas o seminómadas. Con respecto a esta contraposición, Borneman se refiere a lo que él llama el Mundo Antiguo, describiendo por un lado las sociedades matristas de Creta, las islas Cícladas y del Asia Menor y, por otro, a las distintas tribus indoeuropeas provenientes de las estepas pónticas, situadas entre el norte del mar Negro y el sur de los montes Urales[2]. Así, mientras las primeras conseguirían mantener durante más tiempo una estructura social matrista, sin clases sociales, sin guerras ni protección contra ellas, las segundas habrían sido condicionadas por su medio natural, con mucha fauna pero poca vegetación y, por tanto, con una aportación menor de las mujeres en la división sexual de trabajo. Sería en estas tribus donde aparecería más pronto la propiedad privada, la herencia y la familia y, por esta vía, el patriarcado tal y como lo conocemos:
La práctica de la ganadería suscita el ansia de rendimiento mucho más que la de la agricultura. Pero la ganadería conduce a la idea de herencia también más fácilmente que la agricultura, puesto que un campo no es divisible al infinito: si las parcelas se vuelven demasiado pequeñas, pierden todo su valor agrícola. […] Pero el modo de propiedad así transmitido hereditariamente era muy diferente al de la ropa, las joyas y las herramientas más sencillas, ya que si éste sólo servía para el placer personal o la actividad del individuo al interior de la comunidad, aquél permitía la formación de una plusvalía[3]. […] Es un hecho innegable que el primer objeto de la propiedad privada no fue el suelo, sino el ganado, que los inventores de la explotación no fueron los agricultores sino los pastores. El ganado es como el dinero, se multiplica. (págs. 177-178)
Pero la práctica de la ganadería no sólo suscita un sentido de la propiedad privada y de su herencia, sino también de su categoría antagónica, el robo. El dios griego Hermes era tanto el protector de los pastores como de los ladrones. Mientras que la conquista de tierras era algo complejo, puesto que exigía no sólo más esfuerzo militar sino también una posterior colonización y permanencia en la tierra —algo no evidente para una tribu nómada—, el robo de ganado se podía hacer con mucho menos esfuerzo. En todo caso, al menos en las tribus indoeuropeas que darán en llamarse los griegos, el robo, los saqueos y más tarde la guerra como tal estarán indudablemente vinculados a la práctica de la ganadería. La Ilíada nos proporciona excelentes ejemplos de esto. Además, cuanto más se alejaban de sus tierras de origen, seguramente menos mujeres habría en las tribus y más se hacía precisa la toma de esclavas de guerra para la reproducción de la tribu. Es así como, a partir de la propiedad privada y del robo, la posesión de la mujer se fue naturalizando. Por otro lado, la propiedad privada y la práctica de la guerra van disgregando los antiguos lazos comunitarios de estas tribus, que comienzan a convertirse en sociedades de rangos para, unos milenios después, con su definitivo asentamiento y la consiguiente propiedad privada del suelo, convertirse en sociedades de clases tal y como las conocemos hoy:
El patriarcado no es simplemente un sistema de descendencia, un modo de definición del parentesco, un tipo de organización sexual y de legislación sobre la herencia, sino que también es una ideología del robo, una legitimación del saqueo disfrazada de moral, una glorificación del ataque armado y del acaparamiento de los bienes ajenos. Si queremos comprender el patriarcado, no hay que olvidar jamás que hunde sus raíces en el robo. […] Cuando el hombre descubre la propiedad privada —y no hay duda de que el “mérito” de este descubrimiento recae en el hombre—, comienza a considerar también a la mujer y a los hijos como “su” mujer y “sus” hijos. El ser humano se convierte en una propiedad. Es el comienzo de la reificación de la humanidad y con ella de la hostilidad entre los sexos (pág. 181)
Nos hemos detenido en esta digresión para poder perfilar mejor las diferencias entre las comunidades matristas que prosperan en el paleolítico y en buena parte del neolítico, y las tribus que caerán más rápidamente en el patriarcado y la sociedad de clases. De esta forma, retomando la característica que desarrollábamos anteriormente de un fuerte comunitarismo y una débil conciencia individual en las comunidades matristas, ahora nos es más fácil explicar en qué sentido éstas tenían en el centro de su sistema de valores la reproducción de la vida, por contraposición a las nacientes tribus patriarcales que darían lugar a las sociedades de clases. Así, por ejemplo, frente al parámetro patriarcal de dar predominancia al hijo mayor, es frecuente en las comunidades matristas que la más valorada sea la hija menor, lo cual «fundamenta la continuación de la vida en la rama del linaje materno que, siendo la última, también será la última en ser alcanzada por la muerte»[4].
Otro elemento que nos permite pensar esta contraposición vida-muerte entre comunidades matristas y patriarcales es la cuestión de la espiritualidad[5]. Así, señala Borneman que la espiritualidad en el patriarcado, es decir, la religión, será siempre una apelación a algo superior, abstracto, que se encontraría en una vida mejor más allá de la muerte. Por el contrario, la espiritualidad en las comunidades matristas la encontramos siempre en referencia a la tierra, a la naturaleza, a lo más material de la vida —más correcto sería decir que, en estas comunidades, la materia y la idea no estarían aún escindidas. No es casual, por tanto, que mater en latín, que significaba madre, diera lugar a las palabras materia y madera. En este sentido, la divinización de las primeras madres de la comunidad y el culto a la Gran Diosa, que veremos extendido en las comunidades agrícolas del neolítico, suponen ya una transición hacia las religiones patriarcales. Será en esta misma transición donde emerjan los primeros sacrificios animales y humanos.
Cuando las tribus indoeuropeas comiencen atacar a las comunidades matristas originarias del Asia Menor y el Mediterráneo oriental, éstas estarán abocadas o bien a desaparecer, o bien a responder militarmente, lo que las llevará a sufrir toda una serie de transformaciones estructurales hacia la jerarquización social, la individualización de los miembros de la comunidad y, a través de esto, la introducción de la propiedad privada y el patriarcado. No hay que atribuir, sin embargo, sólo a agresiones externas estas transformaciones. Muchos autores coinciden en señalar la invención del arado como otro factor clave en el nacimiento del patriarcado, puesto que conlleva un gran aumento de la productividad de la tierra y, lo que es más importante, permite una práctica individual de la agricultura, frente a la exigencia de organización colectiva que suponía el cultivo por la azada. En la misma lógica que explicamos antes con respecto a las armas de caza, pero ahora asociado a la tierra, la práctica individual de la agricultura conlleva una serie de tensiones que facilitan la posterior apropiación individual de la tierra y, finalmente, su propiedad privada.
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[1] A excepción quizá del Paleolítico inferior, como señala Borneman, que sin embargo dura al menos 700.000 años. Se cree que en este período aún no existiría la caza —puesto que no hemos encontrado instrumentos de caza que daten de este período— y donde el dimorfismo sexual —las diferencias fisiológicas entre mujeres y hombres— era mucho menos pronunciado que hoy en día, por lo que no habría nada que determinaría tareas diferentes en función de los sexos
[2] Aquí Borneman sigue, sin explicitarla, la tesis de Marija Gimbutas sobre la cultura de los kurganes
[3] Aquí el autor confunde una categoría exclusiva del capitalismo y su régimen de trabajo abstracto, como es la plusvalía, con lo que en todo caso podríamos definir como plustrabajo
[4] En Bachofen: El matriarcado, ed. Akal, pág. 35 Disponible en https://archive.org/stream/ElMatriarcadoJJBachofen/El-Matriarcado-JJ-Bachofen_djvu.txt Citado por Borneman
[5] Distinguimos aquí espiritualidad de religión, por comprender esta última como la organización estatal y patriarcal de la espiritualidad. Esto no supone, sin embargo, que le demos un carácter positivo a la espiritualidad, puesto que no por ello deja de hacer reposar el sentido de la vida y del ser humano en un más allá fuera de sí
¿Existe alguna forma de encontrar el libro de Ernest Borneman en PDF? Saludos.