La acampada Sol: una interpretación desde la teoría del valor
Una vez acabado el ciclo de movilizaciones que tuvo lugar desde abril-mayo de 2011 hasta marzo de 2014 en buena parte de España, se hace necesario reemprender un análisis más sosegado de los límites de tal ciclo. Si bien este parece cerrado y todo lo que ha sucedido desde entonces y sucederá más adelante es y será ya algo distinto, la crisis de régimen sigue abierta, en búsqueda de recomposiciones precarias e inestables, que tampoco es seguro si alcanzarán un punto definitivo de estabilidad, al menos a corto plazo.
Uno de los aspectos que es necesario volver analizar, y no dejar de hacerlo, para descubrir todas y cada una de sus determinaciones, es la experiencia del 15-M desde sus distintas vertientes. En este caso queremos hacer una aproximación, quizás peculiar, pero que sin embargo nos parece fructifera: pensar el 15-M desde la teoría del valor de Marx.
Quisiéramos arrancar nuestro análisis reconociendo las aportaciones críticas de un colectivo como Cul de Sac que, mostrando en su opúsculo sobre el 15-M como la mayoría de los que allí participaban se conformaban con volver a la situación anterior a la crisis; como el movimiento estaba impregnado hasta el fondo de una ideología ciudadanista e incluso consumista; afirmando (con razón) las dificultades de articulación de un movimiento que nace en plena subsunción real en el capital y en el Estado, incapaz por tanto de pensar más allá de estos, y como esto genera la construcción de «sujetos rebeldes consumidores de objetos [o mercancías] revolucionarios», pretendió poner en tela de juicio de arriba a abajo lo que el 15-M significó. Bien, asumido todo esto, nos parece que una crítica como la de Cul de Sac es unilateral.
En primer lugar, de lo que fue la Acampada Sol, nos gustaría resaltar un hecho pocas veces (por no decir ninguna) explicitado: en un mundo mediado de parte a parte por la mercancía, en un mundo donde la mercancía es el medio socializador por excelencia, resulta que en una pequeña plaza, erigida en símbolo del consumo… la mercancía fue desplazada del centro de la vida social. Expliquemos esta afirmación:
La mercancía organiza nuestras vidas
¿En qué sentido la mercancía1 es el medio socializador por excelencia? En tanto que buena parte de nuestras relaciones y prácticas cotidianas están determinadas por ella. Desde la ropa que nos ponemos, hasta el café que tomamos, la mayoría de las cosas que tenemos en casa, que llevamos encima, que usamos a menudo, son producidas por otros y otras, y tenemos que pagar por ellas. Es prácticamente imposible pensar una sociedad como la nuestra, sin dinero. El alquiler o hipoteca que pagamos, el metro que cogemos, la ropa con la que vestimos o las cañas que nos tomamos, toda nuestra vida esta mediada por ese constante vaivén de dinero. Y, por supuesto, una mercancía más en este juego es nuestra propia capacidad de trabajo, que vendemos a nuestro empleador a cambio, una vez más, del dinero que nos permitirá comprar esas cosas, acceder a esos servicios.
Como la producción es privada y se distribuye a través de la venta, la fórmula capitalista exige para funcionar de que haya algo capaz de equiparar cada objeto, cada servicio al que accedemos, lo cual no puede ser sino algo que tengan todos los objetos y servicios en común. ¿Qué tienen en común una cuchara y un masaje, una guitarra y una comida en un bar? Nada, sólo trabajo, trabajo abstracto, trabajo medido en tiempo: tiempo de trabajo socialmente necesario. Este ejercicio tan ingenuo de recordar la teoría del valor muestra algo no tan ingenuo: que la faceta abstracta de la mercancía, el valor, que no es otra cosa que la absorción del trabajo vivo en la mercancía, organiza nuestras vidas. Pero lo más brutal de ese hecho, es que dentro de la ley del valor caemos los seres humanos y la naturaleza que nos rodea, absorbidos por esta máquina satánica como cualquier otra mercancía.
Frente a las diferencias cualitativas y concretas de los objetos producidos por el trabajo social (entre ellos los seres humanos como seres sociales), la ley del valor, a través de la abstracción de todas las cualidades diferenciales de cada producto, «las fluidifica», las hace iguales, como la geometría euclídea produce volúmenes (que son sencillamente un número), allí donde antes había figuras.
Existe una lectura clásica de El Capital, potente pero limitada, que (como el propio Marx) pone en el centro del problema la relación entre aquello por lo que se paga al trabajador (su fuerza de trabajo) y el trabajo que realiza. La idea era sencilla y brillante: si nuestras sociedades se rigen por el trabajo socialmente necesario, si el trabajo ha sido instituido como el modo de medir lo que valen las cosas, entonces el trabajador está perdiendo. Porque él o ella produce un bien para su empleador y recibe menos de lo que ha producido. Mediante el salario, el empleador proporciona al trabajador sus medios de subsistencia, y a cambio obtiene un trabajo que excede en valor a estos medios de subsistencia. Lo esencial para Marx era mostrar que, dado que esta relación se reproducía de manera constante, la clase obrera era una clase explotada y dominada. Sin embargo, habiendo hecho cuentas con los distintos episodios revolucionarios que ha habido hasta hoy, y con una pérdida del arraigo material de la propia clase obrera (aunque las condiciones de explotación permanezcan), lo esencial es que cuando la clase obrera tomó el poder, no pudo acabar con la explotación. Y esto, porque para acabar con el capital hay que acabar con la ley del valor, la mercancía, el trabajo asalariado y el Estado.
La mercancía expulsada de Sol
Una vez comenzó la acampada, sucedieron varias cosas bastante impactantes. Muchas personas empezaron a donar materiales para que la acampada siguiera adelante. Si no me acuerdo mal, hubo intentos de donaciones de dinero, pero la realidad es que ante la ausencia de una institución que pudiera gestionarlo, estas fueron rechazadas. Lo que caracterizó a la acampada (que no tanto a sus asambleas) fue la capacidad de auto-producción. No había trabajo asalariado, no circulaba la mercancía, no se vendía ni se compraba nada. Esta capacidad de auto-organización, este empeño por organizar la vida, contrasta y choca con una sociedad organizada a través del mercado. Sol era una tremenda antítesis de ese sujeto automático llamado capital que organiza nuestras vidas.
Ahora bien, Sol tenía importantes límites derivados de la ausencia de claridad programática. Esta debilidad programática pasaba, en primer lugar y antes que nada, por la incomprensión de qué era eso que organizaba nuestras vidas, es decir, el dinero, la mercancía, el Capital, el Estado. La primera imposibilidad para que sobreviviera cada una de las asambleas fue que jamás intentó arrebatar ni un ápice de poder material al poder burgués. Y decimos material en el sentido más vulgar: ¿cómo puede sobrevivir un movimiento como aquél, si no es capaz de tomar en sus manos las condiciones materiales de su vida? No se puede renunciar a la mercancía, si no tomamos en nuestras manos aquellos medios con las que son producidas.
El ciudadanismo
Muchos marxistas han considerado la ideología ciudadanista de Sol como una clara expresión del supuesto carácter pequeño-burgués del movimiento. Sentimos no estar de acuerdo. Lo cierto es que el carácter pequeño-burgués de una movilización nos interesa un comino, como de hecho nos interesa un comino el carácter obrero de una movilización. Nos interesan más bien los límites de sus lógicas. De hecho, realizar una lectura sociologista de esta ideología sin atenerse al momento histórico puede confundir más de lo que aclara. El carácter ciudadanista de la movilización remite a los límites históricos del movimiento en el periodo neoliberal, del mismo modo que la defensa del trabajo, del salario y del Estado intervencionista ha sido la muestra más clara de la ideología obrera subsumida en el capital. La socialdemocracia, como partido histórico de los países industrializados, era el partido de la clase obrera que quería seguir siendo clase obrera, que no había tomado las riendas de su vida. Es por tanto una ideología capitalista, aunque su carácter sea obrero2. La ideología ciudadanista corresponde del mismo modo a un periodo histórico en el que la subsunción real de la fuerza de trabajo es profunda, y a la vez, esta forma de subsunción tiende a agudos procesos de atomización de la fuerza de trabajo derivados de la generalización de la mercancía en todos los ámbitos de la vida. La fuerza de trabajo, como primera mercancía, vive este proceso en primera persona. De esta esta atomización de la fuerza de trabajo se deriva una relación plenamente democrática. ¿En qué sentido democrática?
La democracia es la relación en la que se jurídicamente hablando se parte de que somos sujetos libres e iguales, y en esa misma medida soberanos de nosotros mismos3. La ideología ciudadanista responde a nuestras condiciones atomizadas de existencia. Como efecto de esta ideología democrática, nos quedamos también entrampadas en esa ideología organizativista, que considera que para que los procesos tengan un buen funcionamiento (como por ejemplo una asamblea) lo esencial es buscar metodologías que favorezcan que se expresen las mayorías y las minorías, llegar a acuerdos, el consenso… esta ideología organizativista sigue entrampando a muchos compañeros, obsesionados con que los procesos sean suficientemente democráticos. Pero es que no se trata, como el propio 15-M nos llegó a mostrar, de que haya más democracia, sino de apropiarnos de la vida en común, algo que está muy lejos de la democracia. La democracia nos toma como átomos, para luego reunirnos en una unidad.
La autoproducción
Frente a la comunidad ficticia que instituye la ley del valor, a través de esta sociabilidad abstracta, el 15-M reclamó la potencia histórica de una autoproducción que no quería ser mediada por nada, sino sólo por sí misma. La ideología ciudadanista es la expresión del carácter atomizado de la fuerza de trabajo que ha sido profundamente subsumida en el capital. La obsesión por las metodologías para agilizar las asambleas muestra la ausencia de un programa de acción claro y efectivo, que no se resuelve porque nos pongamos a decidir democráticamente lo que debemos hacer. Participar, en sentido fuerte, no tiene que ver con cuestiones formales relativas a la toma de decisiones, sino con la apropiación de nuestras vidas. En este sentido, el contenido del proceso del 15-M no podía llegar a más sin cuestionar en primer lugar la mercancía, la propiedad y la fuerza de trabajo. La ausencia de la crítica a la propiedad se ha sentido hasta en el movimiento de la vivienda, que planteó desde el comienzo la diferencia entre activistas y afectados. ¿Acaso no somos todas afectadas por los precios de la vivienda y de los alquileres? ¿Acaso no nos ha afectado el agotamiento de nuestras costas a todas y a todos? ¿Acaso no deben ser las afectadas y los afectados también activistas? ¿No deben ser los primeros en comprender que el crédito ha sido la zanahoria al final del palo que ha permitido que la máquina siguiera funcionando? ¿Acaso no somos todas y todos los que luchamos, sea cual sea el frente, responsables de producir algo nuevo, distinto, antagónico?
Si la mercancía organiza la vida, es porque responde a una producción privada que va dirigida a unos consumidores privados. El único modo de organizar una sociedad así es a través del trabajo abstracto. Otro modo sería imposible, porque el capital exige una circulación fluida, esto es, desestimar las aristas de los valores de uso, de los medios, de la naturaleza y de las personas. Sólo a través del valor podemos conectar unos con otros de manera no planificada. Es este el límite también de Lenin (quizás deberíamos decir más bien del leninismo, por la propia complejidad del mismo Lenin), que entendió a la perfección que el Estado era un desorganizador de las clases explotadas, pero que no llegó a captar que la relación abstracta que nos rige a todas es independiente de que las clases explotadas construyan su propio poder, si no son capaces de reapropiarse de manera común de la vida. Allí donde esta reapropiación no tenga lugar, se instituirá una burocracia encargada de administrar la desorganización. El mayor ejemplo de esto fue la deriva de la producción autogestionada en Yugoslavia, que dio paso a una burocracia capaz de conectar todas esas células productivas. Del mismo modo, el propio 15-M, en su desorganización, constituyó esa pequeña burocracia laxa (de la que nosotros fuimos parte) en forma de comisiones, todo lo cual le dio ese curiosa forma que mezclaba elementos de polis griega, burocracia socialista y consejo de base. Del mismo modo sucede en cada partido y sindicato.
Por tanto, destruir el Estado, como desorganizador esencial, como poder de clase, es una parte necesaria del proyecto revolucionario, pero no basta. Es necesario, como dijo Castoriadis, cuando hablaba del contenido del socialismo, organizar la vida. A eso, nosotras y nosotros le llamamos comunismo. Y al sujeto que se autoinstituye en ese proceso de desmercantilización de la vida, lo llamamos, por cierta querencia histórica, proletariado, que ya no fue, ni es, ni será, clase:
La clase es definida por su camino y su tarea históricas, y nuestra clase, debido al arduo y dialéctico punto de llegada de su enorme esfuerzo, es definida sobre todo por la reivindicación de su propia y total desaparición cuantitativa y cualitativa (porque la desaparición ya en curso de las clases enemigas poco y nada representa).
(El falso recurso del activismo, Amadeo Bordiga)
Este texto ha sido escrito como material de debate para nuestra próxima sesión del seminario sobre el primer capítulo del capital.
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1 Incluimos aquí los servicios.
2 Incluidos la mayoría de los partidos comunistas de los que tenemos alguna idea.
3 En otro artículo explicaremos de manera más pormenorizada la relación entre democracia, mercancía y sujetos libres.