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Arco histórico Teoría

Alain Bihr: «La formación de la individualidad capitalista» (2006)

Traducimos el siguiente epígrafe del libro La préhistoire du capital de Alain Bihr por su valor de síntesis en lo que respecta a la formación del individuo capitalista, los rasgos propios de su subjetividad y las prácticas que la provocan y reproducen. Nos parece interesante dentro de una reflexión más amplia, que da cuenta de cómo el capitalismo tiene en su lógica la completa disgregación de la comunidad a partir de la categoría histórica del individuo, cómo la afirmación de éste como algo antagónico a la comunidad es la afirmación de la lógica capitalista, cómo la definición misma de esta categoría es la «personificación del capital». El comunismo anárquico superará esta oposición destruyendo al individuo —corazón de la democracia— para afirmar nuestras individualidades en común.

 

El desarrollo precedente permite ver con toda claridad que las diferentes formas del capital mercantil medieval se distinguían muy poco las unas de las otras —lo cual es sin duda un signo de su carácter juvenil. En efecto, a menudo son los mismos (individuos, familias, compañías) los que, a partir de la acumulación monetaria conseguida gracias al comercio mayorista, practican la usura, se asocian a las operaciones bancarias de crédito público o privado, arriendan impuestos, cierran contratos de seguros y se lanzan (¡ya!) a especular sobre los títulos privados o públicos, a lo cual incluso se añade a veces el desarrollo de actividades protoindustriales bajo la forma de manufacturas, ya sean fragmentadas o concentradas. Para ellos se creó el término comerciante-banquero y Jean Favier no dudó en hablar de «hombres de negocios»[1]. La expresión podría parecer anacrónica si no señalara un fenómeno sociológico indudable y de una gran importancia: la formación de la individualidad capitalista. Se trata de un tipo nuevo de individuo que es «la personificación del capital» (en aquel momento mercantil), para retomar los términos con que Marx lo define, es decir, un individuo que se dedica en cuerpo y alma a la valorización y a la acumulación del capital, entregándole a este último la voluntad, la imaginación y la inteligencia sin las cuales esta valorización y esta acumulación serían imposibles. Un individuo cuya subjetividad, lejos de reducirse meramente al auri sacra fames (la maldita sed de oro) en busca del beneficio y del lucro, se muestra compleja y presenta diferentes facetas contrarias o incluso contradictorias.

En primer lugar, esta subjetividad contiene el espíritu de aventura. Ya hemos visto que los vikingos supieron mostrar tanta audacia en sus empresas comerciales como en sus conquistas guerreras, tanta tenacidad en el comercio como en el saqueo. Sin duda los primeros comerciantes terrestres fueron también, al menos en parte, aventureros, siervos que escapaban del mando de su señor feudal, vagabundos desarraigados, personas errantes, que no dudaban en hacerse en un momento dado ladrones o saqueadores, como el Godric de Finchale cuya epopeya es narrada por Herni Pirenne[2], que pasa de vagabundo a vendedor ambulante, después a ser un rico comerciante primero terrestre y luego marítimo, y a hacerse finalmente un eremita que será santificado tras su muerte. Este espíritu de aventura continúa mucho después de aquellos tiempos heroicos en que los comerciantes, seguramente no sin cierta vacilación, se lanzaban una y otra vez a nuevas empresas donde a menudo arriesgaban su fortuna personal e incluso su vida —cómo no recordar aquí la figura legendaria del veneciano Marco Polo. Volveremos a encontrar este espíritu en los «grandes descubrimientos» del final del siglo XV, que serán obra también de navegantes comerciantes o de navegantes impulsados por la perspectiva de abrir nuevas vías comerciales.

Si el comerciante-banquero no es un aventurero, al menos debe poseer un espíritu de aventura y no quedar prisionero de la tradición y sus convenciones. Esto supone que no puede enredarse con demasiados escrúpulos, ni recular ante la posibilidad de un buen negocio, aunque éste choque con las costumbres, la moral general o incluso la ley religiosa: una guerra, un tiempo de carestía o una epidemia pueden ser una oportunidad para enriquecerse tanto como la paz y la prosperidad públicas. Esto no puede sino alimentar la suspicacia en la que se tiene públicamente a los comerciantes y multiplicar las condenas a la que se exponen tanto éstos como el comercio en sí por parte de la Iglesia durante toda la Edad Media (homo mercator nunquam aut vix potest Deo placere: el comerciante nunca será grato a los ojos de Dios aunque quiera), lo que reúne en una misma condena la avaricia, el gusto exclusivo por el enriquecimiento y el lucro, el beneficio comercial, la usura, la especulación, todo ello para elogiar el «justo precio», la pobreza e incluso el ascetismo —lo cual no va a impedir a algunos de sus ministros, y no pocos, a entregarse al tráfico de bienes materiales y espirituales (la simonía)… Esta condena por parte de la Iglesia de la práctica del comercio y del beneficio comercial se irá atenuando con el tiempo, para en el siglo XIV acabar refiriéndose nada más que a la usura propiamente dicha.

En definitiva, en cada caso el comerciante-banquero debe ser calculador en todos los sentidos de la palabra. Es decir, tiene que personificar el capital también en su dimensión de racionalización (en el sentido de la racionalidad instrumental) de las relaciones mercantiles y, en general, de las relaciones económicas[3]. Así, está obligado a mesurar los pros y los contras, las ventajas y los riesgos inherentes de un negocio, y no lanzarse a ciegas, lo cual supone atemperar el espíritu de aventura ya mencionado y cultivar una cierta prudencia y autocontrol. Igualmente, necesita estar constantemente informado no sólo del estado de los mercados en que opera o del curso de las monedas que manipula, de las innovaciones técnicas y de la evolución de los gustos del público, sino también y más en general informarse del transcurso de las situaciones sociales y políticas que pueden repercutir sobre los mercados. Para ello mantiene un intensa correspondencia con sus administradores o ayudantes establecidos en las diferentes ciudades y utiliza verdaderas listas de precios para ver el precio de los productos presentes en un mercado y su evolución a corto plazo.

Pero también necesita medir y comparar los valores que compra para su actividad con aquellos que vende (o espera poder vender) y en consecuencia medir y comparar igualmente los productos que sirven de soporte a dichos valores, evaluar su cantidad así como su calidad. En otras palabras, debe reducir todo, cosas y hombres, a la universal abstracción mercantil y monetaria, la del valor. Con esta finalidad tiene informes y libros de cuentas y realiza su contabilidad en los «libros de razones», como hemos visto; informes y libros en los que lleva a cabo regularmente recapitulaciones, lo que le permite extraer lecciones de los errores pero también de los buenos negocios del pasado, relacionando antecedentes y consecuencias, causas y efectos, para según el caso evitar su repetición o favorecerla.

Calcular es en última instancia intentar prever el futuro para poder anticiparse a las buenas y malas coyunturas y sacar provecho de ellas. Para esto es imprescindible mantenerse tan informado como sea posible sobre el transcurso de los acontecimientos, las transformaciones sociales y culturales, la evolución de los mercados, las coyunturas económicas y financieras, de tal forma que se puedan reducir en lo posible la incertitud de un mundo que los hombres aún no controlan bien.

Todas estas prácticas exigen del comerciante-banquero medieval una instrucción al menos elemental que permitirá reforzar la experiencia conseguida en el oficio. Debe saber leer y escribir para tener una correspondencia con sus clientes y asociados, para consignar informaciones y conocimientos, para construirse una documentación. También debe saber calcular (en el sentido matemático del término) para mantener su contabilidad y para llevar a cabo operaciones de crédito, ya sea como acreedor o como deudor, y es bueno que conozca las costumbres y las formas de comportamiento en los asuntos públicos de las diferentes regiones en las que despliega su actividad. Tampoco es casual que nazcan en las grandes ciudades comerciales flamencas e italianas desde finales del siglo XII las primeras escuelas destinadas a los hijos de los comerciantes, en una época en la que la instrucción todavía está reservada en gran medida a los clérigos, ya sea como profesores o como alumnos. Esta escuelas van a emanciparse progresivamente de la tutela de la Iglesia tanto en sus programas (en los que se enseña principalmente asignaturas profanas y ya no las Santas Escrituras) como en sus agentes (los laicos remplazan al clero). Todo esto contribuye de manera más general a la laicización del pensamiento, preludio y condición de las revoluciones intelectuales del Renacimiento.

Fundamentalmente, el conjunto de prácticas precedentes implica una modificación de la relación del hombre con el tiempo y, por ello, una modificación de la concepción misma del tiempo. Los imperativos de la valorización y de la acumulación de capital (mercantil) sobreponen frente al tiempo cíclico de la naturaleza y de la liturgia un tiempo lineal que comienza a ser medido, ya que la práctica del comercio, ya sea del comercio de mercancías o de dinero (el crédito) supone que se pueda medir el tiempo tanto como el espacio (la longitud, la superficie, el volumen) y el trabajo humano tanto como la masa de los cuerpos que son sus productos. Esto implica hacerse por fin con un patrón y un instrumento de medida fiable: el siglo XIII verá así la puesta a punto del reloj mecánico y los primeros relojes públicos aparecerán a lo largo del siglo siguiente en el norte de Italia y en Flandes. Estos relojes permitirán asegurar la indispensable concordancia de tiempos, de los horarios de individuos ligados a trabajos privados cada vez más separados y heterogéneos entre sí y que sin embargo deben combinarse.

Estos mismos imperativos no sólo requieren medir el tiempo, sino contraerlo, reducirlo lo máximo posible. El ideal del capital (mercantil) será así «circular sin tiempo de circulación», como dice Marx[4], ya que para el capital el tiempo de circulación siempre es tiempo perdido, tiempo de costes sin obtener nada a cambio: para el capital en circulación el tiempo que pasa es dinero perdido. Así vemos cómo los manuales destinados a los comerciantes-banqueros les recomiendan no dejar su dinero sin uso, fuera de la circulación, así como que estén constantemente activos para acelerar esta circulación y hacerla lo más segura posible —en consecuencia, que nunca se queden sin hacer nada y que planifiquen sus actividades cotidianas.

Así podemos constatar que no había que esperar la aparición de ciertas corrientes radicales de la Reforma para ver dibujarse el tipo de subjetividad característica del mundo capitalista. Si el «ascetismo intramundano» propio de estas corrientes consolidó de manera incontestable la formación de esta subjetividad, “endureciéndola” y haciéndola más funcional a las exigencias de la acumulación capitalista, como mostró bien Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, éste no constituye su matriz. Dos siglos antes de la Refoma, en los círculos del patriciado mercantil medieval, ya se pueden identificar algunos de los rasgos in statu nascendi de esta subjetividad específicamente capitalista. El propio Weber lo había dejado entender, incluso si no dio continuidad a su intuición.

En cualquier caso, no solamente toma forma a lo largo de la Edad Media central la individualidad capitalista en su sentido más estricto, sino que lo hace también la individualidad a secas, que emerge como producto del desarrollo de relaciones mercantiles y monetarias. Ya que la individualización, en el sentido de la afirmación de la autonomía individual, del individuo como centro autónomo de acción, de decisión y de pensamiento, está en el corazón del proceso de subversión de las relaciones feudales de las que trata este capítulo, así como condición y como consecuencia. La autonomía individual se afirma de esta forma, aún de manera tímida y frágil, para bien y para mal, como consecuencia del relajamiento de las relaciones de dependencia personales propias del feudalismo, así como de las solidaridades colectivas que estas relaciones a menudo conllevaban, relajamiento en el que participa a su vez esta afirmación. Los indicios se multiplican a partir del siglo XII y más aún en el siglo XIII. Se pasa de la sustitución del juramento por el contrato, como modo de asociación entre los hombres, a la aparición y la multiplicación de la autobiografía, espejo y retrato individual, pasando por la separación creciente del espacio privado respecto al espacio público y por la diferenciación interna del primero a través de la elección de un patronímico, de la institución del testimonio como prueba en el procedimiento penal y de la confesión individual en la práctica litúrgica, etc. Sin embargo esta afirmación de la autonomía individual no deja de entrar en contradicción y, en consecuencia, a veces en conflicto con las estructuras comunitarias (familias, comunidades rurales, corporaciones y guildas, comunas urbanas) de las que los individuos siguen siendo miembros y de las que aún no pueden emanciparse de modo individualista.

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[1] Jean Favier: De l’or et des épices. Naissance de l’homme d’affaires au Moyen Age, Fayard, 1987

[2] Henri Pirenne: Les villes du Moyen Age, PUF, 1971, págs. 86-87

[3] Sobre los diferentes aspectos de este espíritu de cálculo del comerciante medieval, cf. la síntesis que presenta Henri Jorda en Le Moyen Age des marchands, en L’Harmattan, 2002, primera parte, con una perspectiva muy weberiana

[4] Fondements de la critique de l’économie politique, Anthropos, 1967, tomo 2, pág. 171

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