Notas sobre el sufrimiento emocional como determinación social
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Pero hace tanta soledad
que las palabras se suicidan
Alejandra Pizarnik
Nuestras vidas experimentan un deterioro generalizado. Un deterioro en lo comunitario, como espacio relacional humano; en lo ecológico, como dispersa relación con nuestro ser natural, y en nuestra propia percepción de las emociones y deseos. Un deterioro que cae como un mazazo en nuestro bienestar general y, como no podía ser de otra manera, en nuestro bienestar emocional.
Cada vez es más difícil sentirse a uno mismo y hacerlo de forma saludable. Y también sentirse socialmente en un proyecto histórico compartido. El pesar, la angustia, la tristeza extrema, el delirio, el vacío… nos acechan y lo hacen mientras estamos en la más absoluta de las soledades. Toda la violencia del mundo de la mercancía se cierne sobre nosotros repitiendo, como una única y diversa voz alucinógena, que todo es nuestra culpa. Por no llegar al estándar productivo y adecuado que nos corresponde, por no ser buen hijo, buen estudiante, buen trabajador, buen padre/madre, buen consumidor… O por ser un fracaso dentro de un mundo que nos fagocita.
En realidad, en el centro de todo está “el capital”, ese absoluto informe que determina y mide las relaciones humanas en función de su valor en la producción de mercancías. “El capital” es un todo impersonal que devora el mundo y a quienes lo habitamos. El dolor extremo del mundo del capital es también un dolor emocional y cada vez ocupa un lugar mayor, conforme su desarrollo tiende al vacío, arrastrándonos a una vida sin contenido.
La totalidad capitalista y el sufrimiento emocional que genera nos obliga a cuestionar términos como “salud mental” y “enfermedad mental”, sin que esto implique negar la base material sobre la que se erigen estos conceptos. Para nosotros no se trata de hacer una crítica separada (nunca se trata de eso) de un fenómeno como las “enfermedades mentales” que está adquiriendo una dimensión de plaga. Se trata de entender el sufrimiento emocional en el proceso histórico como parte y resultado del modo de producción imperante, inserto en su funcionalidad, y separarlo de las falsas críticas que solo pueden atender los síntomas sin entender las causas.
1. A los que sufren y a quienes tratan de entender y enfrentar el sufrimiento.
Por todo ello, todo nuestro respeto y solidaridad con quienes sufren doblemente el dolor emocional. Todos los humanos estamos expuestos al mismo dolor, que no puede ser propiedad de un grupo identitario, pero no deja de ser cierto que hay quienes sufren también de un diagnóstico y violencias psiquiátricas extremas. Ni mucho menos trivializamos este sufrimiento, tratamos de entenderlo más allá de las evidencias en que se expresa: camisas de fuerza farmacológicas, Terapia Electrocompulsiva, sujeciones mecánicas… Pensamos que, sin entender y criticar hasta la raíz aquellas desoladoras evidencias, nunca acabarán de desaparecer. A lo sumo se trasformarán en nuevas formas de violencia.
Todo nuestro respeto y solidaridad con las personas y colectivos de psiquiatrizados y expsiquiatrizados que tratan de entender, apoyarse y luchar por cambios y mejoras. Pero sabemos que esos cambios y mejoras son pan para hoy. Son castillos de arena frente al mar de la mercancía, que se levantan para ser tumbados por un mundo que no puede ser reformado, sino cambiado desde la raíz. Animamos a estos luchadores y críticos a ir más allá, a profundizar en la crítica y redundar en un debate necesario y complejo sobre la necesidad de la revolución y su preparación como única terapia definitiva contra el capital, este mundo de las mil opresiones.
Igualmente, nuestro respeto a familiares, amigos y trabajadores de la “salud mental” que, honestamente, y a veces en la mayor de las soledades, intentan respetar y acompañar el sufrimiento de los suyos, tratando de entender sus causas. A ellos/as también les pedimos un paso más, al compás de la historia, para enlazar con el hilo rojo de la revolución.
El capital funciona como una bomba emocional sin distingos y hace daño a todos los que habitamos el mundo de la mercancía. Pero eso no quiere decir que como mal emocional carezca de discriminantes clasistas. Los locos no son proletarios por estar locos. El sufrimiento emocional no nos convierte en sujetos revolucionarios. Ese sufrimiento ligado a nuestras condiciones de vida y subsistencia (algo que sin duda afecta más profundamente a los proletarios por serlo) no es una condición que por sí misma nos acerque a la subversión. El proletariado sufre por serlo. No es el único en sufrir las condiciones y categorías de este mundo, pero sí es el objeto primario de ese sufrimiento, por lo que no hará la revolución por loco, sino por proletario.
Por último, debemos señalar que, aunque somos críticos con la ciencia en manos del capital, que la trasforma en aparato de producción mercantil e ideológica para su propia reproducción, afirmamos la necesidad humana de investigar y avanzar. Una necesidad que sobrepasa los límites impuestos y genera un verdadero saber. Una vez la ciencia sea liberada de las correas de la mercantilización, la humanidad podrá reconvertir y hacer plenamente suyo ese saber.
2. Génesis social de la enfermedad
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la salud es mucho más que la ausencia de enfermedades: “es un estado de completo bienestar físico, mental y social, estrechamente vinculado con el disfrute pleno de los derechos fundamentales del ser humano”.
Varios panfletos izquierdistas (léase izquierda por y para el capital) coinciden en hablar de una crisis de salud mental que afecta devastadoramente a personas vulnerables. De hecho, ahora todo grupo que se precie tiene su “reflexión” sobre el tema para seguir demostrando que son el vagón fantasma de un sistema que los necesita.
La misma preocupación vemos en muchos gobiernos. Alardean proyectando “estrategias y planes” que, en el mejor de los casos, tendrán un desarrollo efímero en el papel para acabar en el cajón de las palabras modernas y huecas.
Todos ellos, la OMS y la izquierda, los gobiernos y sus planes de salud mental…, están preocupados, en conformidad y reconocimiento de un gran mal pandémico que nos aqueja, por un problema de salud que afecta a una cosa llamada mente.
El concepto de salud en general no es un elemento exclusivamente “natural” que sólo tenga que ver con la biología humana. Su parte social se desarrolla en relación al mundo en que vivimos, a su organización y al modo de producción imperante. En consecuencia, está en función de los intereses del modo de producción realmente existente y cambia históricamente con él.
Para nosotros se trata de pensar el concepto de salud desde la comprensión de las determinaciones sociales, desde el método marxista, desde las posiciones del programa revolucionario, no como una imagen fija en un momento y lugar dado.
Como señalábamos, la comprensión de la salud está en función del modo de producción como forma totalizadora de la organización social. Comprensión que a su vez también está limitada por su antónimo: la enfermedad. Otro concepto que cambia en función del pensamiento humano en relación a su estado de eutimia o de estabilidad emocional, determinado por el tiempo histórico. Es cierto que en todas las lenguas existen vocablos afines a lo que en nuestro idioma se entiende por “bienestar”. Con este término se resume la compleja percepción de quienes disfrutan una vida cómoda, con sus necesidades básicas satisfechas y en buen estado físico. El bienestar (en toda su amplitud) sería ese estado deseable para el ser humano, imposible de desligar de sus condiciones materiales de existencia. Es decir, para que los seres humanos obtuvieran “el bienestar” deberían vivir en una sociedad cuya finalidad fuese procurárselo.
En cualquier caso, para hablar de medicina en relación a una concepción social de la salud como tal, tenemos que remontarnos al primer milenio antes de la era común (a.e.c.) El primer texto médico, el Caraka-Saṁhitā, fue escrito por Caraka, seguramente un médico de cámara del emperador Kaniṣka, en el Punjab, India. Aproximadamente un tercio del volumen se remonta al siglo VIII o IX a.e.c. y contiene información extensa sobre los deberes del médico, principales plagas, dieta, anatomía, diagnosis y terapia. Posteriormente encontramos en China los primeros elementos filosóficos sobre la salud, con una concepción holística y universalista. Asimismo, todos los grandes imperios (Mesopotamia, Egipto…) tendrán su concepto de salud.
La cultura grecolatina también recoge el término y tiene su sentido en un concepto de mesura y equilibrio. Desde Pitágoras a Galeno, pasando por Aristóteles, el concepto se remite a una clara influencia del predominio filosófico en alza, y del momento político que lo explica. Igualmente encontramos su rastro en el judaísmo, el islam o las culturas mesoamericanas.
En el periodo que convencionalmente los historiadores identifican como Edad Media, el saber y el ejercicio de la medicina continuaron sustentados en las ideas de Hipócrates y Galeno. Sin embargo, en el umbral del Renacimiento, impulsada por las expansiones a nuevos continentes, aparece una nueva clase ascendente: la burguesía. Al amparo de la necesidad de explicar el mundo a su imagen y semejanza en contra del Antiguo Régimen, empezó a desarrollarse el conocimiento científico como una fuerza productiva, y al mismo tiempo ideológica, que se separó progresivamente de la religión y la filosofía. En este proceso histórico, Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim (1493-1541), conocido como Paracelso, intuyó otros horizontes en la medicina después de observar cierta analogía entre los procesos fisiológicos y patológicos con algunas reacciones químicas examinadas en su rudimentario laboratorio de alquimia. Entramos en la antesala de farmacología.
Tres siglos después de que William Harvey (1578-1657) desarrollara las investigaciones que permitieron comprender la circulación de la sangre, Claudio Bernard introdujo la medicina al mundo de la ciencia. Entre las reflexiones acerca de la salud que documenta en su libro Introducción al estudio de la medicina experimental, como aproximación al concepto de salud señala que la condición necesaria para la vida no se encuentra ni en el organismo ni en el ambiente externo, sino en ambos. Si se suprime o altera alguna función del organismo, la vida cesa, aun cuando el ambiente permanezca intacto. Por otro lado, si se modifican los factores del ambiente que se asocian con la vida, esta puede desaparecer, aunque el organismo no haya sido alterado. Además, señala que en los seres vivos el ambiente interno es producto del funcionamiento del organismo, preservando la relación necesaria de intercambio y equilibrio con el ambiente externo.
Es preciso reivindicar la necesidad y el esfuerzo humano para la comprensión del ser humano y su entorno, con todo lo que puede contener de positivo como parte de esa necesidad por la mejora de la vida social y las condiciones de vida en general, es decir, con lo que el conocimiento científico tiene de humano en su sentido comunitario. Al mismo tiempo, no podemos negar que la medicina y el concepto de salud están atravesados de parte a parte por el modo de producción existente y no puede menos que responder a sus necesidades y estar determinado por su interesada concepción del mundo.
Es lógico señalar que en el comunismo primitivo no podía hablarse de salud como concepto médico y biológico, aunque existiera el dolor, las enfermedades y los accidentes, puesto que ni la ciencia se había desarrollado como ámbito específico (pero también separado) del saber, ni el ser humano había sido escindido de la naturaleza como sus condiciones materiales de existencia. Por tanto, el concepto en sí carecería de sentido. En el comunismo integral y a diferencia del capitalismo, en el que se socavan y mercantilizan los tiempos para los cuidados, el “no tengo tiempo para cuidar de los míos” carece de sentido. Al contrario, ese cuidar está en su propia génesis de la sociedad emancipada. Es su tarea social primordial y comunitaria.
En el capitalismo, sin embargo, la esfera de la reproducción y los cuidados está separada del resto de la actividad social, restringida al ámbito privado de la familia, convertida en un nicho de mercado y tratada como materia de intervención estatal, con sus reglas abstractas y criterios impersonales, burocráticos e inhumanos. El capitalismo no se preocupa por la reproducción de la vida, sino por la reproducción de la fuerza de trabajo. Este hecho esencial determina socialmente lo que se comprende por salud y enfermedad en él. Las necesidades humanas están subordinadas y sacrificadas en el altar de la producción de mercancías, y solo se atienden como una cuestión social si se ve mermada la capacidad de la fuerza de trabajo para producirlas. En la medida en que esta lógica social es ella misma una fuente de dolor y malestar físicos y emocionales, no se puede buscar en ella la solución. Bien al contrario, tanto el mercado como el Estado solo pueden proporcionar parches y remedios parciales que a menudo se revelan peor que la enfermedad, independientemente de la voluntad y la conciencia de los trabajadores que se especializan en procurarlos y que están sometidos a las mismas exigencias de la producción mercantil. Se entenderá así por qué la lucha comunista contra la economía política implica una trasformación radical del concepto de salud, como bienestar social, en una comunidad mundial.
De esta forma, al igual que pasa con otras enfermedades, que hay que entender en el marco del modo de producción específico en que surgen, el concepto de enfermedad de la “mente” no siempre ha existido como tal y puede fecharse su descubrimiento.
Sobra decir que siempre ha habido delirantes, angustia, tristezas profundas, sensaciones de vacío. Que han existido con un sentido material frente a la pérdida y la muerte, frente a las privaciones básicas, frente al trauma, como ese mal sublimado que nos escinde de la realidad como mecanismo de defensa (¿qué es la psicosis si no?). Lo que es nuevo, lo que inaugura el capitalismo en la modernidad y exalta la posmodernidad en forma de identidad, es la conceptualización de la experiencia del sufrimiento psíquico como un algo biológico y desprovisto de sus determinaciones sociales, como una mercancía individualizada al alcance de todos los que se puedan pagar un diagnóstico o que lleguen al punto en que el Estado decida intervenir para dárselo. Lejos de ello, este sufrimiento no es simplemente un fenómeno cotidiano, ahistórico, ligado a la vida y sus avatares, sino como que es inseparable de una forma vacía y absurda de subsistencia, frente a una vida privada de sí misma.
Así, si hablamos de “salud mental”, nos referimos a una “especialidad” mucho más moderna, mucho más capitalista, que aparece como término unido a explicaciones y tratamientos en los albores del capitalismo, al amparo de las primeras políticas “sociales” basadas en el confinamiento y/o eliminación de los marginales y unido a conceptos como “enfermedades del alma”, “trastornos del humor” o “alienación”… El concepto de “mente” llega después, como un reflejo práctico y material del alma, como una modernización formal de la misma.
El hecho de conferir un inicio histórico a la salud mental y a su reconocimiento como un problema médico nos alerta, aún más si cabe, de su especificidad como “ciencia” del capital. Difícilmente se puede buscar un inicio histórico a la rotura de un brazo, a la primera fiebre…, y en cualquier caso carecería de sentido real hacerlo, porque el sentido de conferir historia propia al propio concepto de salud mental es una falsa conciencia de la realidad ya que se hace desde las mismas categorías del capital.
No nos cansaremos de repetir que esto no implica negar la existencia del dolor emocional, del sufrimiento emocional. Todo lo contrario. Cada vez más se revela como una realidad social abrumadora, como un fenómeno que crece conforme el capitalismo se agota históricamente y pone en cuestión toda perspectiva de futuro. Lo que criticamos hasta la médula es su explicación idelogizante, sus soluciones mercantiles, su funcionalidad sistémica para modernos y posmodernos. Y, por supuesto, negamos la noción de “enfermedad mental” como un concepto desligado de sus determinaciones sociales, como algo meramente biológico que atravesaría todos los modos de producción y sería ajeno a este que, como todos aquellos que se fundan sobre la existencia de clases sociales, no se alza sobre lo que nos hace especie, sino sobre lo que lo niega.
3. La mente capitalista
Si más arriba decíamos que la salud es un concepto en relación indisoluble con el modo de producción existente, esa “mente” como forma sin contenido aún enriquece más este planteamiento. Salud y mente unidas nos abocan a una disociación plena de la realidad histórica como especie, a la construcción de un sujeto, “el enfermo mental”, que es el reflejo en estado puro de la realización exacta del capital como ser social, como disociación pura de lo humano.
Decíamos que la mente adolece de una conceptualización ligada a la metafísica. Una de las definiciones que encontramos en el diccionario es “potencia intelectual del alma.” Y ya puestos, si buscamos alma encontramos que es un “principio que da forma y organiza el dinamismo vegetativo, sensitivo e intelectual de la vida. […] En algunas religiones y culturas, sustancia espiritual e inmortal de los seres humanos.” La “mente” capitalista viene a ser un continuo con la visión social del ser humano en las sociedades de clase, una visión escindida desde el momento en que la división y la explotación separa radicalmente al ser humano como especie del mundo en el que vive (naturaleza), de su ser comunitario en favor de la mercancía, de sí mismo en relación a su producción social (alienación).
Si en el esclavismo esto se da a través de la apropiación del cuerpo del esclavo y en el feudalismo se hace a través de la expropiación del producto del trabajo del vasallo, en el capitalismo se realizará a través del contrato de trabajo, dando apariencia de libre decisión a lo que no es más que un chantaje radical: o vendes tu tiempo y fuerza de trabajo por un salario o te condenamos a la miseria, la cárcel o el manicomio.
El capitalismo ahonda en todos los sentidos en esa escisión y lo hace tratando de convencernos “científicamente” de que su realización no solo es inevitable, sino que además es socialmente necesaria y naturalmente determinada. No por casualidad la enfermedad mental se nos presenta de la misma manera como algo insalvable, de naturaleza genética y con perspectiva de cronicidad. Definiendo la enfermedad mental, el sistema se define a sí mismo. A fin de cuentas, lo que está planteando es una de esas variables por las que un proletario puede dejar de ser potencialmente productivo, sin dejar de ser proletario, y esa variable es la otra cara de la moneda de los sanos mentales.
No podemos dejar de vincular la fragilidad emocional que nos abruma con fenómenos propios de nuestra época, que es la de un capitalismo en crisis, con lo que implica de extrañamiento del propio cuerpo, del culto a los objetos, de la mercantilización de las emociones a través de las redes sociales… En el capitalismo estamos sanos si somos productivos y no generamos problemas de carácter sistémico, es decir, si nuestros problemas pasan a ser de índole médica o social. Así el concepto de mente, pretendidamente científico, pero absolutamente ideológico y deudor de la metafísica, apoya la creación de un antisujeto histórico.
4. El individuo solo, el antisujeto
La soledad social es ese aislamiento intrínseco a la lógica misma del valor, en la que la única comunidad real es la del dinero y la mercancía, y que está ligado a la atomización democrática. Básicamente la democracia se nos presenta como una forma de tomar las decisiones entre todos, cuando en realidad es una forma individualizada de no decidir nada. Es una formalidad que evita “lo común” como espacio político, que sublima al individuo como instancia de decisiones vacías y crea un antisujeto social en conflicto con su sociabilidad orgánica y natural como especie humana.
El antisujeto capitalista (el individuo, el ciudadano, el enfermo…) es una entidad aislada capaz de hacerse lo mismo que el capital le hace.
Como decimos arriba, la sociedad de clases (y de todas ellas el capitalismo con mayor eficacia) es capaz de dividirnos de tres formas complementarias:
- De nuestro ser social, de la comunidad como génesis de nuestra humanidad.
- Del entorno, de la naturaleza, contemplada como un ente extraño al que dominar y someter.
- De nosotros mismos, dividiéndonos entre cuerpo y alma, objeto y sujeto. En fin, reduciéndonos a una dicotomía solitaria e incomprensible.
El individuo solo, como antisujeto y continuador de la violencia sistémica, es capaz de romperse y escindirse. Es capaz de apartarse de una realidad brutal, generando otra realidad no menos brutal, una cápsula delirante que reproduce otro mundo “real” (el mundo delirante) que también lo expulsa.
El individuo aislado se relaciona con la totalidad a través del sufrimiento. Es ese sufrimiento lo que centrará el sentido de su existencia y al que debe una recuperación, una rehabilitación para volver a la norma, algo (la norma) tan patológico y doloroso como sus márgenes. El individuo solo y “enfermo”, apartado del resto de los hombres y mujeres, de la “salud”, de la producción, del ocio y en un estatus marginal respecto a la mercancía, no deja de ser mercancía en la medida que carece de vida y futuro, en que no puede, sin el concurso del resto de proletarios, convertirse en sujeto histórico.
Su marginalidad le otorga un carácter torcido e inconcluso, convirtiéndolo en una mercancía estropeada de cuya reparación se ocupa la “ciencia psiquiátrica”.
5. El capitalismo como trauma
La medicina, como ciencia aplicada para la consecución de lo que el capitalismo entiende por “salud”, es una vía para la recuperación de esas mercancías averiadas que pueden ser reparadas para su consumo. En psiquiatría esa capacitación para la adaptación del inadaptado es lo que tiende a llamarse terapia o intervención terapéutica.
En la mayoría de los casos, está acompañada de tratamientos farmacológicos, tan nocivos (aunque sí es cierto que pueden solapar/aliviar síntomas dolorosos) como rentables para la industria farmacéutica. Y a la postre tan inevitables, no ya por la ausencia de otras terapias, si no por la presencia de un contexto social que solo puede reproducir el sufrimiento emocional.
Así las intervenciones psiquiátricas, incluyendo los paradigmas más posmodernos de la recuperación, donde el deseo del paciente cobra una supuesta relevancia y que se conjuga con el tratamiento farmacológico, tienden a convertirse en un hospital de campaña. Un hospital de campaña es un hospital sobre el terreno que cura a los soldados, no con la intención de preservar su bienestar, sino con la intención de que sean válidos para volver a la guerra, a la causa que los llevó allí y que inevitablemente acaba con su vida.
Mucho se habla y se critica la medicación como moderna camisa de fuerza química, pero poco se critica a las nuevas corrientes psicodinámicas. Si bien el psicoanálisis trataba de arrojar luz a la comprensión del sufrimiento psíquico y podía tender puentes con las teorías sociales que entienden al “hombre” como sujeto histórico y revolucionario, los hijos tontos del psicoanálisis esbozan lecturas e intervenciones tan modernas como sistémicas. Volviendo al nuevo paradigma de la recuperación, acompañada de ese término mugriento del empoderamiento, donde supuestamente se pone en primer plano el deseo del individuo, cabría preguntarse: ¿qué podemos desear realmente en un mundo que nos vacía de deseo, más allá de la propia reproducción de este mundo? Desear ser mercancía útil, ser producción y valor variable, ser explotados normalizadamente y consumidores capaces de tragar buenas dosis de mierda cosificada para ser lo que comemos.
El mundo del capital, el de los nuevos esclavos encadenados al trabajo, el consumo absurdo, el saber idiota, el mercado de las emociones…, es un mundo sin sentido, que genera daño directo a quienes lo padecemos, que se pudre un tanto más a cada vuelta de la crisis histórica y cuyas soluciones taponan heridas que acaban por abrirse en otro sitio.
En todo caso, el único paradigma para el mundo del capital pasa por la adaptación a pastillazos recetada por los técnicos de la recuperación-rehabilitación. Difícilmente y rara vez se plantea desde estas instancias la superación (es decir, la crítica radical y revolucionaria como punto de partida) de este mundo como única y real medida posible para poner límite o poder empezar a tratar de tú a tú al sufrimiento emocional.
Y si bien al principio criticábamos a los voceros del sistema, también a los situados a su izquierda, por tratar el tema de la “salud mental” como una epidemia, todos ellos construyen su propaganda electoral sobre una base real, y es que cada vez el sufrimiento emocional y psíquico es mayor, más doloroso e incontrolable. En la tónica de un mundo en crisis, de un sistema que en su realización más perfecta nos acerca a la catástrofe total y al vaciado de todo lo humano trasformado en mercaderías, toda esa nada es rellenada de dolor significado, de dolor reconocido por el propio sistema que amasa estadísticas de suicidios, de jóvenes empastillados, de violencia explícita de pobres contra pobres…, y de la necesidad de ejércitos de psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales, educadores, etc., para lidiar con un problema que de otra forma amenazaría el suministro de trabajadores funcionales para el capital, así como a la propia cohesión social y sus promesas de que con suficiente esfuerzo y sacrificio la felicidad está al alcance de todos.
El sufrimiento psíquico extremo no es un ente diagnosticable, es la realidad social bajo la que vivimos. En función de su disfuncionalidad recibirá un diagnóstico y un tratamiento, pero nunca una solución, imposible de aportar por quienes forman parte del problema.
6. La insuficiencia y la falsa crítica de la realidad
Hay quienes han intentado e intentan atender esa necesidad de superación de lo existente ocupándose del sufrimiento psíquico. Hay diferentes críticas y críticos que han tratado de enfrentar el mundo desde el espacio “privilegiado” (privilegiado como balcón con vistas al sufrimiento más extremo) de la “salud mental”.
En primer lugar, y siguiendo un sentido cronológico, lo hizo el movimiento antipsiquiátrico de los años 60, 70 y 80. Un primer intento que debemos diferenciar de otros inventos posteriores donde aún queda algo del eco de la antipsiquiatría, pero tamizado por la posmodernidad identitaria.
Este movimiento nació como un esfuerzo por entender el sufrimiento psíquico desde otro lugar y enmarcarlo en una lucha por la superación y liberación del ser humano. Un esfuerzo que debemos entender en su momento histórico, sus carcasas ideológicas y sus limitaciones de base para hacer una crítica radical de la realidad.
Entendemos las luchas masivas de los años 60, 70 y 80 como luchas muy importantes, en el sentido de que trataron de romper con la camisa de fuerza antiproletaria de la contrarrevolución. Sin embargo, seguían configurándose en un periodo contrarrevolucionario presidido por las ideologías del capitalismo de Stalin y del marxismo-leninismo como política exterior del estalinismo, o en sus formas sublimadas y tercermundistas (como el foquismo o el maoísmo), así como el leninismo en sus distintas formas de izquierda del capital.
La antipsiquiatría, como reflejo del complejo y contradictorio movimiento de contestación social, no es un movimiento uniforme. No obstante, comparte ciertos parámetros comunes:
– La crítica al modelo biomédico y en algunos casos al concepto de salud mental y etiquetas como la “esquizofrenia”.
– El rechazo a las instituciones psiquiátricas y el cuestionamiento de los psicofármacos y de las medidas coercitivas.
– La percepción de la persona psiquiatrizada como un sujeto social en sí mismo, con capacidad de cambio y, en algunos casos, con centralidad histórica junto a otros colectivos “marginados”.
De este caldo beben y emergen las pócimas de la antipsiquiatría que se bifurcan en dos senderos (que no son puros y se cruzan de forma constante):
- La reproducción del discurso contrarrevolucionario del viejo y nuevo leninismo vestido con los ropajes de una nueva protesta (luchaarmadismo, tercermundismo…) que, en todo caso, esboza una crítica insuficiente cuando no castrada por su deuda con los capitalismos del este o de las emergentes burguesías tercermundistas. Y es que criticar la institución manicomial, aunque sea algo necesario, no deja de ser escaso, si no concebimos el mundo del capital como una muñeca rusa donde una institución está contenida en otra, formando un todo. Al final, como en otros aspectos, si solo criticamos una parte salvamos el resto. Si parcializamos la lucha dejamos de luchar, porque nos alejamos de la totalidad que debe ser impugnada. La ausencia de una crítica a la totalidad precede al fracaso de los movimientos que no fueron capaces (en ese periodo contrarrevolucionario) de entroncar con el programa revolucionario histórico. En esta línea, entre otras muchas formas de la corriente de la psiquiatría comunitaria, se dan expresiones de carácter reformista como la de F. Basaglia y su lucha por las leyes antimanicomiales. Otro ejemplo, presuntamente radical, sería el de los exabruptos armados del Colectivo Socialistas de Pacientes, en la línea “combatiente” de la RAF alemana.
- La recreación de paraísos locos, comunas lisérgicas y similares vías escapistas de huida de un capitalismo que siempre las acompaña, que se nos pega a la piel, que no deja de salirles al paso como totalidad que es. Dichos proyectos, siempre presentes en las utopías “anticapitalistas” (pero no necesariamente revolucionarias), responde a la perfección a la reproducción del capital por otras vías, por caminos novedosos y “creativos”: forman parte del Silicon Valley de la “salud mental”, ese manicomio alternativo, laboratorio de prueba desde donde lanzar nuevos productos al mercado. Una de las principales autoridades en este terreno de la locura psicodélica sería el psiquiatra y filósofo de la posmodernidad F. Guattari.
Ambos caminos no están exentos de deseos nobles y de potencia crítica, pero son limitados. Están avocados al fracaso no por sus excesos (que los hubo), sino por ser históricamente incapaces de ligar la lucha contra la continuidad del sufrimiento emocional a la lucha por la liberación real de la humanidad. En fin, no entendieron nunca que los locos no eran repudiados por locos, sino por ser disfuncionales en un sistema mercantil y productivista que mide al ser humano por su capacidad para alimentar la máquina de producción ilimitada de valor.
En definitiva, la sociedad actual es capaz de tolerar no pocas “excentricidades”, siempre que caigan del lado de la mercancía y tengan la cualidad de valorizarse. En el caso de la “locura”, el capital necesita enfrentarse a ella no para suprimir el sufrimiento emocional que la causa, sino para paliar sus elementos más disruptivos para la producción y el consumo de mercancías. Lo hace con su propia lógica, mediante el mercado, en forma de una amplia gama de terapias desde las más convencionales a las más excéntricas, y en forma de una potente industria farmacológica que produce tantos diagnósticos como nuevos productos químicos saca a la venta. También lo hace ideológicamente mediante la democracia, dando pábulo a la búsqueda de reconocimiento político y ciudadano de la identidad “loca”, a caballo de la penúltima moda rebelde asumible por ser una separata identitaria irreconciliable con el partido histórico de la revolución y el sujeto que lo encarna: el proletariado.
De aquellos fangos… El fracaso de la antipsiquiatría como teoría deudora de su tiempo contrarrevolucionario dio paso a la actual falsa crítica de la “enfermedad mental”, a una nueva-vieja mentalidad que cuestiona la totalidad “inalcanzada” del programa comunista y estrena un relativismo del día a día, una vieja fórmula revestida de psicología positiva e idiotez elemental. La posmodernidad da una nueva-vieja dimensión al antisujeto capitalista. Le da una identidad positiva, donde la opresión y el sufrimiento pasan de ser un “mal” que hay que cambiar a un elemento de valorización, y nunca mejor dicho, ya que sustancialmente conforman valor en su sentido esencial.
Como vaticina Guillermo Rendueles:
Respecto del utilitarismo, esa visión contemporánea del mundo en la que los individuos «se comunican» sus deseos y los negocian según sus intereses, tiene una procedencia tan cercana al mercado, que apenas hace falta insistir en lo común del vocabulario. Parece que aquel mal sueño de que las leyes económicas no dejasen nada de la sociabilidad tradicional, es ya una realidad en la cual el hombre económico no logra prescindir de sus «estrategias» en el dormitorio y en la que la relación intimidad-vida pública acaba siendo un continuo en el que las relaciones laborales se psicologizan y las relaciones humanas se instrumentalizan, con el éxito y la eficacia —en la oficina y en la cama— como único valor.
No se trata de entender la opresión para liberarse de ella. Se trata de hacer de la opresión una identidad que por sí misma nos pone de nuevo en el mercado (ideológica y económicamente) en competencia con otras opresiones, reproduciendo todas juntas una rentabilidad del sufrimiento en el mismo mercado (pastillas, terapias, intervenciones sociales y médicas…). Y no es que no exista el sufrimiento producido por el propio sistema que lo atiende. No nos cansaremos de decirlo. Es que solo se le da una dimensión si el capital puede explicarlo para sí y atenderlo en sus propios parámetros productivos.
En tercer y último lugar, podemos hablar de las “nuevas” terapias como elementos “científicos” que pueden aliviar el sufrimiento. Quizás la cuestión está ahí, en que son “honradas” cuando solo pretenden ser un alivio, no una solución.
En cualquier caso, el consorcio terapéutico debe hacerse (y sus empleados también), cuando menos, las siguientes preguntas: ¿puede la terapia cumplir su función, entendida como ayuda libremente demandada? ¿Qué entendemos como un buen resultado terapéutico? ¿Reducir el sufrimiento, acompañarlo hasta que disminuya? ¿Puede eliminarse el sufrimiento psíquico, que tiene una base social, sin modificar las condiciones estructurales que lo crean? ¿Puede contribuir la intervención terapéutica a una toma de conciencia que acerque al individuo a su yo comunitario y a la conciencia de clase y revolucionaria?
Estas son preguntas que las nuevas terapias (más democráticas, más progresistas) rara vez se hacen, y si lo hacen corren el riesgo de entrar en crisis. Porque su concepción terapéutica no dista en gran medida de las viejas terapias, es decir: favorecer el proceso adaptativo al capitalismo de aquellos que el mismo sistema expulsa de la normalidad, para volver a acogerlos en el marco abstracto de la salud y en el concreto de los sistemas de salud mercantiles.
¿Y cómo se puede contribuir a un cambio de lo realmente existente sin hacerse esas y otras preguntas? Simplemente no se puede.
7. ¿Sueña la mercancía con deseos vacíos?
La mercancía no sueña, pero sí provoca pesadillas donde los deseos se hunden en la formalidad y la apariencia. Vivimos en un mundo vacío. Los “sueños” húmedos de la mercancía son su reproducción humana, la humanidad mercantil. En este marco de frivolidad, la pasión más libidinosa solo puede ser la posesión de objetos sin pasión.
En un mundo semejante, donde el deseo de vida no solo ha sido aplastado por la lógica mercantil sino en el que ni siquiera podemos reconocer nuestro deseo real, la disociación es una garantía.
No podemos olvidar que el capitalismo nos concibe como individuos aislados y democráticos, desligados de la comunidad, de la especie, como entes sin sentido histórico, singulares en la medida en que somos presente sin perspectiva ni pasado.
Parece claro, aunque no por ello fácil, que la solución está en oponernos como fuerza histórica a ese proceso de disociación, volver a asociarnos, a unirnos como humanidad y deshacernos del trauma capitalista (expresado en mil formas de abuso) para ser individuos que gozan de bienestar colectivamente.
Sabemos que esto es imposible en la sociedad actual sin tumbarla definitivamente, que dicha realización humana solo llegará con el comunismo, con la abolición de las clases sociales y la destrucción del Estado, con la impugnación de todas las categorías fundamentales del capital (el patriarcado, el valor, la mercancía…) y sus elementos de sostén: la policía, las cárceles, los ejércitos, los nuevos y viejos manicomios….
Y sabemos que este cambio no se puede dar a pequeños pasos, amontonado diminutas victorias arrancadas al sistema hasta llegar al día de la liberación… El capital ha demostrado concienzudamente que no es reformable, que solo concede reformas para recuperarlas mil veces más retorcidas en su lógica de acumulación. Sabemos que la revolución no se construirá con pequeñas conquistas. Explotará desde las contradicciones mismas del sistema y será dirigida por su mayor contradicción: el proletariado (esa mayoría inmensa).
Y con esto no tratamos de negar dos evidencias:
Por un lado, es absurdo oponerse a los tratamientos, negar la posibilidad de mejora parcial en el mundo presente. Sería absurdo y prepotente plantear que las personas que sufren no puedan acudir a terapias, que, aunque insuficientes y funcionales, puedan aliviar el dolor emocional. Utilizar esos tratamientos, incluso los farmacológicos (¿por qué podemos usar pastillas cuando nos duele la cabeza y no cuando sufrimos una angustia intensa?), pueden ser de utilidad en lo inmediato y no lo vamos a negar.
No se trata de amparase en supuestos paradigmas militantes en forma de coherencia o contradicción. Nuestro ser proletario no es una elección caprichosa, es una determinación social, una imposición plagada de contradicciones. No podemos, ni queremos, imponer a los nuestros una “coherencia” que en sí misma no cambia nada y ahonda en su sufrimiento.
Lo que buscamos es una reflexión más profunda sobre sus causas y sus posibles soluciones radicales, pero sin dejar de entender y cuidar a nuestra gente.
Por otro lado, sabemos que ese sufrimiento no puede esperar a la revolución. No queda en suspenso, aun a sabiendas de que sin destruir las causas que lo crean no es posible poner fin al mismo, o mejor dicho poder empezar a hacerlo. Podemos abordarlo ahora, a través de la solidaridad y la lucha, parcial pero resueltamente.
Sabemos que esas luchas, que estallan aquí y allá, por ahora son pequeñas. Sabemos que esos grupos que tratan de prepararse para la revolución clarificando en la práctica las potencialidades del tiempo presente, son por ahora pequeños. Sabemos que en esos espacios es donde se prefigura la sociedad comunista como comunidad de lucha. Lo sabemos porque lo vivimos y lo hemos visto, porque esos espacios son lugares privilegiados para enfrentar la soledad y el dolor que este mundo produce. Y también sabemos que la lucha contra lo existente es terapéutica.
No se trata de participar en organizaciones que reproducen la alienación, la organización militantista típica del izquierdismo, sino de verdaderas experiencias de lucha y vida colectiva en el curso de la lucha comunista.
La lucha de clases y la militancia revolucionaria (ya esté expresada en movimientos masivos o en la minúscula cotidianeidad militante) desplaza la concepción del individuo aislado. El hecho de ligarnos colectivamente los unos a los otros en proyectos que van más allá de la propia subjetividad nos ayuda a enfrentar las separaciones del capital que generan tanto sufrimiento emocional y señala el camino que, a través de la revolución, nos devolverá a nuestro yo como especie. Un proyecto de lucha, como un proyecto de trascendencia más allá de todo lo que nos niega, muestra la potencia de lo que el comunismo hará realidad al superar estas relaciones sociales.
Hemos visto y reconocido, en movimientos reales (aún insuficientes, aún lejos de la revolución) como huelgas o movilizaciones masivas, a personas con diagnóstico fundirse con el contenido humano en proceso, dejar de ser contingentes, ser acogidas y acoger como una sola identidad, la humana. Posiblemente el principio de todo pasa por criticarlo todo colectivamente (a ello invita este escrito) y reiniciar esa búsqueda colectiva hacia un mundo y una vida con sentido.
