n+1 – La extinción de la Escuela y la formación del Hombre Social

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«El niño de ‘Armonía’ ([1]) a los tres años será más inteligente y apto para la industria que muchos niños de ‘Civilización’ a los diez, que a esa edad sólo sienten aversión por la industria y las artes. La educación de ‘Civilización’ no hace surgir en el niño de cuna más que manías antisociales; todo el mundo se ejercita en deformar sus sentidos, esperando la edad en que se deformará su mente» (Charles Fourier, La teoría de los cuatro movimientos, 1808).
«¡Prohibición del trabajo infantil! La abolición total del trabajo infantil es incompatible con la existencia de la gran industria. Su aplicación sería reaccionaria porque, si se tomaran medidas de precaución para la protección de los niños, la unión oportuna del trabajo productivo y la enseñanza sería uno de los medios más poderosos para transformar la sociedad actual» (Karl Marx, Crítica del Programa de Gotha, 1875).
«La enseñanza es inútil excepto donde es superflua» (Richard Feynman, La física de Feynman, 1963).
Una premisa indispensable
La mayor parte de la producción pseudo marxista del siglo XX sobre educación aporta poco a las investigaciones realizadas en el ámbito puramente burgués, y además contamina sus resultados con ideologismos que nada tienen que ver con Marx. Uno de los últimos ejemplos fue Suchodolski, fallecido en 1992, autor de un ensayo titulado Fundamentos de la pedagogía marxista, pero también coautor de los reaccionarios programas educativos de la UNESCO.
La corriente materialista estalinista vulgar y la corriente idealista-culturalista fundada en Gramsci tienen en común un tipo de filosofía más que de investigación científica; la corriente sindicalista, que en Italia está representada por la CGIL-Scuola, no sale de un bajo perfil reformista-reivindicativo, «docente-céntrico». Como verdaderas hijas de la filosofía, las diversas corrientes pedagógicas «establecidas», como el positivismo, el estructuralismo, el pragmatismo, el funcionalismo, el constructivismo, el conductismo, etc., también deben ser tratadas con recelo. Todas ellas adolecen de ese vicio fundamental del conocimiento burgués que es el reduccionismo unilateral.
Pongamos un ejemplo: nos parece obvio que estructuras y necesidades determinan las formas de acción (Piaget); que la función determina la forma (Bruner); que hay predisposiciones al lenguaje y al aprendizaje (Montessori, Lorenz, Chomsky); que la praxis activa es fundamental (Dewey); que el hombre vive una especie de educación permanente y que hay que pensar en el hombre del futuro (Suchodolski, UNESCO); etcétera. Pero éstas son trivialidades, si se toman una por una. O pedanterías, si cada una de ellas se convierte en un caballo de batalla especializado sobre el que escribir decenas de libros. Un discurso aparte merecería la colosal producción estructuralista, catalogadora y aparentemente universalista de Piaget, ya que «parece ciencia, sin serlo», como solía decir Feynman cuando se enfrentaba a demasiadas palabras, pero ciertamente no es el lugar para hacerlo.
Más interesantes son los antiguos, los utopistas, los universalistas del Renacimiento, los científicos de los siglos XVII y XVIII y, por último, los eclécticos no adscritos a alguna corriente de los dos últimos siglos, algunos de los cuales, maltratados en vida, son hoy considerados «clásicos» de la pedagogía y la educación. Entre ellos hay quienes tuvieron intuiciones que hoy están plenamente confirmadas por la neurobiología y las ciencias de la información. Para nuestro artículo nos hemos basado, además de en los autores citados anteriormente, sobre todo en los trabajos de los eclécticos anticipadores, de los que hemos extraído los aspectos que, en nuestra opinión, están más relacionados con nuestro programa de trabajo.
Cabe hacer una precisión sobre la habitual división, en esta serie de artículos, entre «Hoy» y «Mañana»: aquí se encontrará en la primera parte un poco de historia de la escuela durante la Revolución de Octubre, que, en rigor, formaría parte de una sección titulada «Ayer», mientras que en la sección «Mañana» se encontrarán incluso ejemplos de sociedades muy antiguas. La aparente incongruencia se explica fácilmente por el grado de desarrollo de la sociedad, que a medio plazo no se corresponde con el calendario: de hecho, creemos que la escuela actual está atrasada con respecto a la prevista en la Carta de la Escuela Fascista de 1939, y que los experimentos de educación extraescolar del período revolucionario ruso están más avanzados que la Carta Fascista, a pesar de los ochenta años transcurridos. Creemos también que la antigua sociedades de otra transición, la que se produjo entre el comunismo primitivo y el urbanismo clasista, pueden ofrecer un buen ejemplo para hacerse una idea de lo que podrá ser el «mañana» de la educación cuando hayan desaparecido, como entonces, las clases y la propiedad.
HOY
Fábrica de herramientas ideológicas para el dominio de clase
Continuando nuestro viaje en torno al «programa inmediato de la revolución proletaria», abordamos el último punto del esquema de hace medio siglo, que utilizamos como guía:
«Obvias medidas inmediatas, más cercanas que las políticas, para someter al Estado comunista la escuela, la prensa, todos los medios de difusión, de información y la red del espectáculo y el entretenimiento» (Reunión de Forlì del PCInt., 1952).
En este número de la revista nos ocuparemos de la escuela, mientras que el tema tan actual de la información y el espectáculo se abordará en un próximo artículo. Digamos de inmediato que nos ocuparemos de la escuela de una manera un poco particular: para deshacernos de ella. Dado que en la sociedad futura no habrá ni división social del trabajo ni Estado, no tendrá razón de ser un aparato estatal llamado «escuela» especializado en la educación de los niños y los jóvenes. Sin embargo, antes de entrar en el meollo del tema, es indispensable recordar que cada punto de la lista de Forlì, y en particular este último, lleva una impronta puramente « bolchevique», en el sentido que tenía el término antes de la bolchevización forzada de la Internacional, es decir, antes de que se impusiera a todos los partidos afiliados la táctica —ruinosa para el afianzamiento del comunismo— que se derivaba de la situación rusa de doble revolución y que culminó en la definitiva rusificación estalinista. En cada uno de ellos, la función de la dictadura del proletariado parece circunscribirse a una serie de medidas totalitarias específicas para el control de los diversos sectores de la actividad humana. Por lo tanto, nos encontramos de nuevo ante una práctica muy directa, el control social por decreto respaldado por la «guardia roja», cuya necesidad es indiscutible cuando la sociedad aún no ha desarrollado soluciones maduras.
Hoy en día, la sociedad capitalista moribunda nos muestra (como siempre en negativo) muchas posibilidades de la nueva sociedad, por lo que, como veremos, las medidas revolucionarias de la dictadura proletaria serán en mínima parte puramente coercitivas, mientras que la energía del proletariado se dirigirá a la liberación de la fuerza social, hoy totalmente frenada. Notamos, en passant, que en el punto de Forlì, donde se dice que se tomarán «medidas inmediatas obvias, más cercanas a las políticas para someter al Estado comunista la escuela, la prensa, etc.», el atributo «comunista» se ha escapado evidentemente debido al lenguaje de entonces. De hecho, el Estado no existirá en la sociedad comunista. Se puede hablar de Estado babilónico, romano, feudal o burgués; puede ser un instrumento de una clase para la transición al comunismo, por ejemplo, el «Estado proletario», en manos del partido comunista; pero no se puede decir: «Estado comunista». Es comprensible que al redactar los puntos de Forlì los viejos compañeros se hayan deslizado en esta definición: vivieron la formación de la I.C., su degeneración, el estalinismo y la reposición de las bases revolucionarias del comunismo; aunque eran muy sensibles al uso correcto de los términos, se veían afectados por su propia historia y esta, quisieran o no, tenía una fuerte matriz rusa.
Por lo tanto, «Estado comunista» es una expresión de impronta bolchevique que ha entrado en el lenguaje común como tantas otras que, habiendo sobrevivido hasta esta época decadente, ya no tienen el significado que tenían antaño. Dado que en nuestro programa de trabajo también figura el compromiso de depurar el léxico que utilizamos, eliminando en la medida de lo posible los términos ambiguos o desgastados por la historia, en el curso de la crítica a la escuela actual (y sobre todo en el curso de la descripción de los procesos de formación del hombre en la nueva sociedad) evitaremos contraponer a la escuela burguesa una «escuela comunista» o, peor aún, una «educación comunista». Son expresiones que, más allá del problema escolar, indican concepciones estatistas y no orgánicas de la sociedad futura.
Si nos detenemos en la realidad inmediata de la escuela italiana, de la red de comunicaciones y del espectáculo, de la cultura actual, del «derecho al ocio», etc., tenemos ante nuestros ojos un escenario caracterizado por polémicas sensacionalistas y luchas sin cuartel entre las diferentes facciones de la burguesía, que se reprochan mutuamente querer controlar la escuela y los medios de comunicación, instaurando así una dictadura partidista. ¿Y cómo podría ser de otra manera? No podemos pensar que una clase en el poder —representada por la derecha o la izquierda, da lo mismo— pueda renunciar a armas de este tipo. La situación no es exclusiva de Italia, es la misma en todos los países, aunque en algunos se manifiesta de forma más llamativa. Por ejemplo, en Estados Unidos, donde el aparato escolar y el de la comunicación son auténticas armas de guerra al servicio del Estado (aunque en la mayoría de los casos sean de capital privado). Por lo tanto, estamos hablando de un sector que forma parte integrante del sistema que comprende el ejército, la magistratura, la policía, los servicios secretos, etc., como se ha visto claramente en el despliegue de la estrategia global actual. En la escala de instrumentos de dominio de clase, integración y homologación, la escuela está por delante de los destinados al mundo «adulto». Es una fábrica para producirlos. Por lo tanto, es una emanación directa del dominio de clase. En una sociedad que no se base en este dominio, también debe desaparecer su principal instrumento, ya desde el período de transición.
Cultura y dominio de clase
El Estado actual ejerce sobre la escuela, la información y el espectáculo una dictadura tan perfeccionada que ya no basta con cambiarle el signo, sino que es necesario dar un salto a otra dimensión de la formación humana. Y no pensemos que solo se trata de ideología en sentido político o económico: toda la epistemología burguesa, incluso en el mundo científico (y diríamos que especialmente en él), se basa en supuestos ideológicos. Por eso este punto de Forlì, más que otros, parece inexorablemente superado por los hechos, exactamente como ocurrió con el programa inmediato que Marx y Engels incluyeron en el Manifiesto. La sociedad burguesa es la más dinámica de la historia y tritura cualquier programa inmediato. El contexto ya no es el de la revolución rusa, que debía introducir ex novo un factor de control social diferente al casi exclusivamente policial de la sociedad autocrática derrotada. En el Occidente capitalista desarrollado, donde ya existen elementos de control social en abundancia, bastará con apoderarse de ellos, transformando lo que sea necesario en un medio útil para la transición. Más que formar nuevos aparatos, la nueva sociedad se ocupará de eliminar los antiguos mientras se destruye el Estado burgués. También en este caso comprobamos que las bases de la nueva sociedad ya no hay que «construirlas», como se decía aún para Rusia, basta con derribar los obstáculos que impiden la explosión de la fuerza productiva social.
La escuela no es solo un aparato estatal para la educación. Es sobre todo un instrumento de reproducción de la ideología dominante a través de un método preciso. Este hecho, cuya enunciación demasiado concisa podría parecer una de las frases hechas habituales del comunismo común, es el resultado de la división social del trabajo y, al mismo tiempo, el medio más poderoso para conservarla y consolidarla. Toda la superestructura de dominio del Capital se basa en este mecanismo de conservación, por lo que toda la potencia de fuego de la revolución deberá dirigirse contra esta monstruosidad, que por sí sola ocupa, entre profesores, empleados y alumnos, a cientos de millones de personas en todo el mundo, quemándoles el cerebro.
En el Congreso Juvenil de Bolonia de 1912, los jóvenes del PSI se rebelaron contra el enfoque «escolar» que el partido quería imponer a sus secciones juveniles, llegando a promover la transformación de L’Avanguardia, el combativo periódico de lucha de los jóvenes, en una herramienta «cultural». En su moción, la respuesta fue muy clara:
«Considerando que, en el régimen capitalista, la escuela representa un arma poderosa de conservación en manos de la clase dominante; que no se puede confiar en una reforma de la escuela en sentido laico y democrático; que el objetivo de nuestro movimiento es oponerse a los sistemas educativos de la burguesía; afirmamos que la educación de los jóvenes se realiza más en la acción que en el estudio y, en consecuencia, exhortamos a todos los adherentes al movimiento juvenil socialista a reunirse para discutir los problemas de la acción socialista, comunicándose los resultados de sus observaciones y lecturas personales y acostumbrándose cada vez más a la solidaridad del entorno socialista».
Precisamente en L’Avanguardia aparecieron ataques rigurosos y coherentes contra la concepción culturalista de la lucha de clases. En 1913, por ejemplo, se publicó uno de los artículos más acertados y apasionados sobre la función del entorno socialista y proletario en la formación anti escolar del proletario (Un programa, el entorno). La propaganda, se escribía allí, nunca ha calado en el cerebro, sino en el sentimiento, en la disposición a la lucha, en el odio de clase hacia una sociedad infame. Solo un entorno ferozmente anticapitalista puede ser nuestra «escuela» y solo así lograremos liberarnos de la esclavitud impuesta por las ideas del adversario. En esos textos nunca se habla de una «escuela» alternativa a la burguesa y mucho menos de reformar esta última. Al contrario: en otro artículo (La nostra missione), también de 1913, se señala a los “culturalistas” del PSI que
«Es un prejuicio creer que la burguesía domina mediante la ignorancia: domina, en cambio, mediante su cultura».
De ello se deduce que la cultura burguesa, de la que la escuela es depósito y dispensadora, es un objetivo contra el que lanzar la fuerza de la nueva sociedad representada por la vanguardia revolucionaria marxista. Gramsci pensaba de manera muy diferente, ya que, a pesar de haber seguido (y traicionado inmediatamente) a la Izquierda Comunista en la formación del Partido Comunista de Italia, defendía incluso la necesidad de “crear” una capa intelectual de proletarios especializados dentro de una masa considerada fisiológicamente inadecuada:
«Si se quiere crear una nueva capa de intelectuales, hasta las especializaciones más elevadas, a partir de un grupo social que tradicionalmente no ha desarrollado las aptitudes adecuadas, habrá que superar dificultades inauditas» (Investigación del principio educativo).
La escuela después de Octubre
Como señaló Trotsky durante la consolidación de la revolución de Octubre en los primeros años veinte, la propia revolución y la posterior guerra civil habían absorbido toda la energía social y no había habido tiempo para ocuparse de forma sistemática de la escuela, la educación, la familia y la vida cotidiana en general. Por otra parte, incluso antes de la toma del poder, Lenin, al igual que los jóvenes marxistas italianos, se burlaba de aquellos que imaginaban la revolución como un hecho cultural y pedía que se concentraran todas las energías en la fuerza del proletariado organizado y en la guía representada por el programa de su partido.
La actitud anti culturalista es perfectamente coherente con las tareas revolucionarias y es un tema útil para trazar una línea divisoria entre el determinismo materialista y el idealismo. Toda cuestión relativa a la “escuela” debe tratarse teniendo en cuenta el fin y no el instrumento en sí mismo. Este último resultará adecuado o no solo en relación con lo que se pretende alcanzar. El instrumento «escuela burguesa» solo puede ser un depósito de «cultura» burguesa, no la sede de un conocimiento humano que supere las clases. Por otra parte, no puede haber «escuela proletaria», porque el proletariado, al derrotar a las demás clases, también se elimina a sí mismo como clase. Lenin, significativamente, nunca se ocupó directamente de la escuela rusa. En los 45 volúmenes de sus Obras completas es raro encontrar referencias a ella, y cuando las hay se refieren sobre todo a los cursos extraescolares para obreros y campesinos revolucionarios. Sin embargo, ante la falta de profesores comunistas, también en este campo tuvo que luchar contra la fuerza de las viejas ideologías:
«Los intelectuales burgueses han considerado los nuevos institutos de enseñanza para obreros y campesinos como terreno para sus fantasías personales, haciendo pasar banales extravagancias como novedades y cultura proletaria»,
dijo en la inauguración del primer congreso sobre educación extraescolar. En cambio, dedicó mucho tiempo a recuperar los libros dispersos por Rusia, muchos de los cuales habían sido robados de colecciones privadas, especialmente las de los nobles y terratenientes, que fueron blanco del saqueo de los campesinos. El llamamiento para recogerlos fue acogido con entusiasmo. No solo se entregaron libros, sino también valiosas obras de arte que milagrosamente fueron recuperadas. La preocupación de Lenin por el destino de los libros estaba justificada: durante la guerra civil, las pocas imprentas disponibles se destinaron a la impresión de periódicos y boletines, único medio para conectar los inmensos territorios, y no había papel. El Estado estaba trayendo del extranjero libros en lenguas extranjeras para las bibliotecas, pero muy pocos podían leerlos.
El patrimonio de conocimientos no individuales que contenían los libros era la única base posible para constituir el núcleo de las futuras bibliotecas públicas, y estas, durante muchos años, fueron un recurso insustituible para la formación. La autoeducación generalizada se convirtió, con diferencia, en la forma “escolar” predominante y, al menos al principio, ya no la escuela. La orden de abrir la biblioteca imperial y proceder inmediatamente al intercambio de libros entre bibliotecas, tanto rusas como extranjeras, fue emitida por Lenin un mes después de la toma del poder. Parecía otra locura del «loco de Abril», pero funcionó. Más que la red de distribución interbibliotecaria soñada por Lenin, y abandonada con gran enfado por la imposibilidad material de comunicación, se volvió fundamental la antigua red clandestina que los obreros e intelectuales habían creado desde 1879 para hacer circular por toda Rusia los libros prohibidos por el zarismo. En 1918, Lenin envió un enérgico comunicado al responsable de educación, Lunacharski, para que dejara de subestimar el problema de la red bibliotecaria y resolviera definitivamente el acceso a los libros según el consolidado «sistema suizo-estadounidense».
El valor real y simbólico que se atribuía a los libros queda patente en un episodio ocurrido en Petrogrado durante la guerra civil: en una de sus incursiones, la guardia blanca se ensañó con algunas bibliotecas creadas por los bolcheviques y quemó sus libros. Era la época en la que, impulsadas por el movimiento futurista, las representaciones teatrales habían salido de los teatros y se celebraban en fábricas y plazas; por lo tanto, se organizó una representación callejera en la ciudad en la que participaron miles de personas. Los restos carbonizados de los libros fueron recogidos, expuestos durante varios días y colocados en el centro de una «representación proletaria», con honores militares de la Guardia Roja y un funeral ilustrado en desprecio al oscurantismo. Hoy en día, un evento de este tipo parece increíblemente ingenuo y de “mal gusto”, pero la nueva educación se basaría en la biblioteca más que en el profesor de profesión, por lo que el libro adquirió un verdadero carácter de tesoro.
Lenin ya había abordado el problema de las bibliotecas en un artículo de 1913, ¿Qué se puede hacer por la educación pública? No se refirió en absoluto a la escuela zarista, como podría sugerir el título, sino a la biblioteca de Nueva York y, sobre todo, a la sala de lectura para niños, frecuentada allí por más de un millón de pequeños lectores cada año. Para Lenin, la autoeducación no era en ningún caso un proceso individual que debiera dejarse a la buena voluntad del individuo, sino una de las funciones de la sociedad. En 1920, en un discurso dirigido a la juventud, precisó que la prensa impresa y la inteligencia individual no lo eran todo; ningún libro podría sustituir jamás a la historia productora de libros, ningún individuo podría abarcar las infinitas relaciones que unen los libros entre sí y ningún maestro podría sustituir la experiencia de la vida material de quien lee los libros, el trabajo útil a la colectividad y realizado en su seno.
« Declaramos abiertamente que la escuela ajena a la vida y a la política es una mentira y una hipocresía », había dicho en 1918, en el primer congreso de educación, y en 1920 se enfureció con Lunacharski cuando este, contrariamente a lo acordado, defendió en un congreso del Proletkult la tesis de la cultura proletaria en sentido estricto y clasista. Por lo tanto, redactó un proyecto de resolución para corregir el error: el marxismo, leemos, se ha convertido en la doctrina revolucionaria mundial no porque haya rechazado el conocimiento de la época burguesa, sino porque, por el contrario, lo ha incorporado, reelaborándolo, junto con todo el desarrollo milenario del conocimiento humano. Por otra parte, desde 1909 Lenin insistía en que los futuros animadores del Proletkult (Bogdanov y otros compañeros) dejaran de lado las tonterías intelectuales que se hacían pasar por “cultura proletaria”:
«Al formular en su plataforma la tarea de elaborar una supuesta filosofía proletaria, una cultura proletaria, etc., el grupo Vperiod defiende de hecho al grupo de literatos que propagan ideas antimarxistas en este campo».
En Páginas del diario, 1923, Lenin reitera la necesidad de redirigir los fondos malgastados en el aparato escolar estatal, «que pertenece a la vieja época histórica», a favor de la creación de grupos de obreros que se enviarían al campo para la educación elemental del campesinado. En este contexto, también reiteró la necesidad de «llevar el comunismo» al campo, pero se apresuró a dejar claro que con ello no se refería a la propaganda ideológica, sino a «la base material del comunismo», a estructuras de conocimiento para conseguir que los campesinos superaran su secular condición infrahumana.
Lenin admitió que no estimaba el arte figurativo y la música modernos, amaba la pintura tradicional y era un devorador de clásicos literarios, que discutía animosamente, pero nunca hizo siquiera el intento de frenar o, peor aún, “estatalizar” las diversas corrientes artísticas de vanguardia. Sin embargo, le molestaban claramente los intelectuales y artistas que tendían a formar camarillas de salón, y más aun los que teorizaban sobre la “creación” de una cultura proletaria. El problema no era tener una educación proletaria, sino un proletariado educado. Cuando en 1918 quedó claro que los institutos no podían hacer frente a la entusiasta demanda de admisión de los obreros, escribió un borrador que podría parecer un disparate si no fuera una indicación de cómo pensaba resolver los problemas escolares: si las plazas no son suficientes,
«Deben tomarse medidas urgentes para garantizar que todos los que deseen estudiar puedan hacerlo. No debe haber privilegios de hecho ni de derecho. Para los proletarios y los campesinos deben garantizarse estipendios a gran escala» (Sobre la admisión en las instituciones superiores, 1918).
Garantizar la posibilidad de asistir a escuelas con plazas muy limitadas a todos los que lo desearan e incluso pagarlas podría parecer una broma: significaba en cambio romper la lógica de la escuela tradicional y presionar para la creación de nuevos institutos ampliados, y de hecho nacieron en ese periodo las “facultades obreras”, que poco a poco se convertirían en institutos técnico-agrícolas muy eficaces. Lenin era especialmente partidario de la educación politécnica, es decir, de una educación que combinara la destreza manual y los conocimientos transversales de todas las actividades productivas humanas, con la posibilidad real de que los muchachos, en un hipotético sistema educativo, pudieran pasar libremente de una rama industrial y del saber a otra.
Si las escuelas superiores estaban en mal estado, las escuelas primarias y secundarias estaban aún peor, ya que antes de Octubre los niños eran tratados casi como fuerza animal en el campo, y en la mayor parte de Rusia ni siquiera existían las escuelas. Evidentemente, el problema sólo tenía solución en el ámbito extraescolar, y no sólo porque las escuelas tuvieran que ser desatendidas por razones de emergencia en el período del «comunismo de guerra»: La aparición de grupos dedicados a la autoeducación y la formación de bibliotecas locales recibieron una atención más directa -Nadezda Krupskaja se ocupó personalmente de ello- porque de forma totalmente espontánea respondían a las necesidades de la revolución. No se trataba sólo de enseñar a leer y escribir a los analfabetos, que eran la mayoría de la población, sino de romper un arma de la burguesía.
Reductos de conservación y avanzadillas revolucionarias
Si la escuela forma parte de la superestructura de toda dominación de clase y sólo puede ser un depósito de conocimientos con fines de conservación, cuando se destruye el aparato del Estado, también debe destruirse su escuela. La necesidad básica de una educación extraescolar podría ser la base de una nueva perspectiva. Por tanto, el problema de la educación tradicional no fue tanto subestimado como deliberadamente ignorado en casi todas partes en las acaloradas y caóticas reuniones políticas de los primeros años después de Octubre. No faltaron resoluciones, más a menudo bravatas, pero en la práctica se hizo muy poco, hasta el punto de que en las obras sobre la revolución rusa prácticamente no se menciona la política escolar bolchevique. Carr, por ejemplo, en su monumental y meticulosa obra sólo hace unas pocas menciones a ella y no menciona ni una sola vez los amplios experimentos extraescolares.
Por supuesto, en los diversos niveles del partido y de las organizaciones colaterales no faltaron posturas sobre el tema, como tampoco faltaron escuelas experimentales con sus rimbombantes pronunciamientos sobre el nuevo hombre soviético, aunque fueron muy pocas. Pero está muy claro que siempre se referían a una re-forma de la educación, nunca a una verdadera y fundamentada anti-forma sobre la maduración del hombre en la nueva sociedad. Además, incluso los documentos de la reforma se quedaron como estaban y, por increíble que parezca, la vieja estructura escolar zarista no fue tocada ni por Kerensky ni por los bolcheviques y permaneció inalterada durante años, con todo su personal que, por cierto, nunca colaboró con el poder bolchevique. Cuando el Estado pudo sustituir al personal docente, ya era demasiado tarde: la escuela, completamente estalinizada, siguió con la enseñanza tradicional. Es decir, siguió siendo nacionalista, patriótica, conservadora en todas las ramas del saber y, en esencia, imbuida de la ideología burguesa gran-rusa.
El Comisariado del Pueblo para la Educación, formado ya en noviembre de 1917 y presidido por Lunacharski, heredó el aparato zarista pero ni siquiera conocía su tamaño, desde el número de alumnos y profesores hasta la ubicación de las escuelas. Al no estar directamente en la línea de fuego de la revolución, la burocracia escolar zarista pudo defenderse mejor que la burguesía y los terratenientes, haciendo un vacío en torno a los comisarios rojos, que no estaban en absoluto preparados para hacer frente al sabotaje pasivo a nivel no militar. Las cifras de la ineficacia hablan por sí solas: en 1897, los analfabetos representaban el 77% de los rusos de entre 15 y 50 años; a finales de 1918, un año después de los primeros decretos contra el analfabetismo, sólo habían descendido al 70%. De ahí el llamamiento de Lenin: todo el que sepa algo debe enseñárselo a otro que quiera aprender, sin esperar a la escuela. Funcionó: a finales de 1919, sólo la educación extraescolar había reducido el número de adultos analfabetos en 6 millones, y el 1 de mayo de 1922, el Ejército Rojo declaró que ya no tenía ni un solo adulto analfabeto entre sus millones de soldados.
Durante los años de agitación revolucionaria y guerra civil, las escuelas primarias habían pasado a estar bajo la dirección del sindicato de maestros, dirigido por los mencheviques y los socialrevolucionarios democráticos, mientras que las escuelas medias y secundarias habían permanecido bajo el estricto control de la Asociación de Maestros, controlada a su vez por los Kadetes ( el partido de los constitucionalistas democráticos, antes de Octubre partidarios de una monarquía constitucional, único partido importante de la burguesía rusa). Mientras los bolcheviques habían entrado en polémica entre sí en el frente de la llamada “educación proletaria”, se había establecido una especie de coexistencia pacífica entre sus exponentes y el aparato escolar.
La revolución, todavía llena de energía a pesar de la hambruna y la guerra civil, no tuvo tiempo de esperar a los maestros: para facilitar la comunicación entre los grupos de autoeducación que se estaban formando, en pocos años se requisaron miles de locales en las estaciones de ferrocarril y sus alrededores. En mayo de 1919, cuando la escuela aún no había sentido el cambio revolucionario, en el primer congreso de estos grupos Lenin declaró:
«Estoy seguro de que es difícil encontrar en mundo laboral soviético otro campo en el que en año y medio se hayan logrado éxitos tan inmensos como en el de la educación extraescolar».
En 1922 se habían creado hasta 10.000 «puestos de liquidación de analfabetismo», la mayoría de ellos intercomunicados, suscritos al menos a un periódico, equipados con pequeñas bibliotecas y con profesores voluntarios que se desplazaban de uno a otro. Sin embargo, la escuela no se redujo. Incluso Nadezda Krupskaya, que fue quizá la voz más consecuente a la hora de reconducir la enseñanza de Lenin sobre la educación al terreno de las relaciones reales, acabó reconociendo en los años 30 un papel insustituible para la institución de la escuela como tal. Así, la finalidad de la educación extraescolar se convirtió en la práctica en un puente provisional para la inclusión de obreros y campesinos en la escuela ordinaria mediante exámenes de ingreso facilitados, becas, etc., y en resumen todas las herramientas de antaño.
Incluso la formación de soviets escolares, más que introducir cambios sustanciales, respetaba en su conjunto los formalismos democráticos, por ejemplo con la elección de los profesores (que en cualquier caso eran los disponibles) y la participación de los alumnos en la elaboración de los programas. No es cierto, como a veces se lee, que Krupskaya tuviera una concepción revolucionaria de la enseñanza. Chocó con Lunacharski por la sencilla razón de que éste, a pesar de su vasta cultura o tal vez a causa de ella, tenía una descarada concepción humanista burguesa de la escuela, como de toda la superestructura escolar y artística en general; Por otra parte, Nadezda también chocó con la mayoría de los bolcheviques por sus concepciones estatistas centralizadoras, en contraste con su inclinación a impedir que la escuela se convirtiera en un órgano del partido-Estado, como ocurrió cuando el estalinismo se impuso en toda la vida pública y privada.
Normalización estalinista
La formación de una Escuela única del trabajo, que nunca estuvo bien delineada, se quedó en el papel y no fue posible -salvo en experimentos aislados que fracasaron de inmediato- establecer centros en los que el trabajo dejara de concebirse
«como un trabajo al servicio de la conservación material de la escuela o sólo como un método de enseñanza, sino como una actividad productiva y socialmente necesaria» (cf. Bettelheim, Luchas de clases en la URSS pág. 134).
En los años inmediatamente posteriores a Octubre, las cuestiones de la agenda escolar eran cómo diseñar el sistema educativo “socialista” y cómo planificar la transición desde el sabotaje flagrante del sistema escolar inerte al nuevo tipo de escolarización, hasta la implicación de los colegios y universidades en la realización del plan. Había un dualismo evidente entre la tendencia “constructiva” oficial, representada por el Comisariado del Pueblo para la Educación, y el verdadero movimiento “destructivo” que movilizaba a millones de hombres. Sin embargo, los hechos demostraron que la escuela podía eliminarse y sustituirse por un ejemplo práctico de formación social del hombre centrado más en el aprendizaje que en la enseñanza. Podría argumentarse que en el proceso educativo ambos términos son perfectamente simétricos, pero esto no es exacto, como veremos en la segunda parte del artículo, cuando tratemos de los mecanismos de formación.
El núcleo de la llamada Escuela Única del Trabajo estatal era el antiguo profesorado zarista, implicado a la fuerza en el plan de reforma de la estructura existente, una reforma sobre el papel radical y aún digna de atención, dadas las dificultades, pero confiada a una clase real de la vieja sociedad que sólo podía enseñar lo que sabía. En su lugar, el centro de la educación extraescolar no fue un cuerpo docente comunista (que en cualquier caso habría sido inadecuado en número y preparación para la tarea revolucionaria), no fue un ejército de profesores, sino el cuerpo vivo de las clases campesinas y obreras, del gran y maltrecho Ejército Rojo, cuyo enorme tamaño fue impuesto por la guerra civil. La transmisión de conocimientos ya no se producía unidireccionalmente de arriba abajo, sino interactivamente, horizontalmente: el llamado profesor no se ganaba la vida así; para comunicar conocimientos tenía que adquirirlos, convertirse en parte activa de la calle de doble sentido entre él y los “alumnos”. Ya era otra cosa, porque servía de medio a través del cual se producía la transmisión horizontal entre alumnos, que a su vez se convertían en profesores. Al tener que establecer conexiones de todo tipo para un aprendizaje necesariamente relacional, al final el profesor era el que más aprendía. Y la demanda de conocimientos, que la revolución había elevado a un frenesí social, era incontenible. Sobre todo, la transmisión y los mecanismos que la regulaban eran un todo orgánico, presente ahora en el seno de una clase monolítica entendida no como aula sino como proletariado que había salido victorioso del choque social. La campaña por la educación extraescolar, fuertemente defendida por Lenin y seguida por Krupskaya, era ya una nueva estructura de la sociedad futura.
La normalización estalinista capitalista y patriótica la barrió. La escuela rusa pasó a ser como todas las demás, incluso peor, porque era un instrumento fundamental de la contrarrevolución, una guarida de fanáticos constructores del nuevo hombre soviético, estajanovista, científicamente desviada precisamente en las materias más delicadas como la pedagogía, homóloga a las escuelas fascistas y nazis en cuanto a su sensibilidad estética. La enseñanza secundaria y superior no sólo permaneció intacta en su estructura al menos hasta 1928, sino que siguió siendo elitista, excluyendo a obreros y campesinos a pesar de la martilleante propaganda. La escuela se tragó todo experimento revolucionario: cuando en el verano de 1918 el partido creó las primeras facultades obreras, pretendía con ellas producir en poco tiempo un cierto número de proletarios bien preparados, capaces de dar lugar a formas embrionarias de control obrero. Los comienzos fueron ilusionantes, pero ya a finales del mismo año, el Comisariado de Educación, obedeciendo a las terribles exigencias de la industria, comenzó a reducir la duración de los cursos suprimiendo la parte de educación general. Poco a poco, los institutos se transformaron en meros centros de formación profesional para trabajadores cualificados, similares en todo a los occidentales. Los graduados que salían de ellos podían ir a la universidad, pero sus carencias eran tales que muy pocos, durante los primeros años, lograban graduarse. En poco tiempo, todo el aparato educativo se redujo a una cadena de montaje para la producción en masa de asignaturas perfectamente estandarizadas, adecuadas para la “construcción del socialismo en un solo país”.
El batiburrillo ideológico culturalista
El estalinismo “construyó” naturalmente capitalismo, y además capitalismo moderno, pero fue al mismo tiempo una gigantesca y prolongada restauración de las relaciones “asiáticas” que engañó a los socialdemócratas de todas las tendencias, fácilmente engatusables. Es sabido que en el XX Congreso del PCUS, en 1956, Jruschov repudió a Stalin pero no al estalinismo, que volvió a triunfar durante otros treinta años y más (de hecho sobrevive, fuerte, incluso hoy entre los antiestalinistas). Esta audaz maniobra sociopolítica tenía como punto de apoyo la farsa de la abjuración contra el totalitarismo, identificado con la falta de democracia y de cultura, por tanto de civilización. Era la misma justificación histórica esgrimida por la socialdemocracia de la II Internacional en tiempos de Stalin: la dictadura proletaria no sería un instrumento específico de la revolución anticapitalista, allí donde estallara, sino una característica peculiar de la Rusia incivilizada. Jruschov, al adoptar la concepción socialdemócrata de que dictadura proletaria significaba estalinismo de marca específicamente rusa, suscribió necesariamente otra, aclamada en el XX Congreso: en lugar de “dictadura proletaria” debería escribirse en adelante: “Democracia, cultura, civilización, emulación”. Excepto recurrir a la dictadura, al terror y a la violencia cada vez que estuviera en juego el poder de los emuladores democráticos, aculturados y desestalinizados. Al igual que los inciviles estalinistas habían reprimido sangrientamente a los muy civilizados proletarios alemanes en Berlín en el 53, los desestalinizados masacraron a cañonazos a los no menos civilizados proletarios húngaros, sólo siete meses después de las grandes proclamaciones de democracia y civilización que deberían haber enterrado al estalinismo junto con la momia del difunto dictador.
Evidentemente, la vara de medir de la cultura y la civilización no es la más adecuada para valorar científicamente los hechos, ya que los fascismos fueron los mayores productos de ambas. La democracia, la cultura, la civilización, la emulación, la ciencia y en general toda la ideología del estalinismo siguió pasando a la sociedad a través del gigantesco entramado de tipo escolar, desde los niños matriculados en las “pioneras” hasta los viejos y poderosos profesores, desde las academias militares hasta la verdadera secta-escuela que fue la Cheka (más tarde GPU). Todo era una emanación directa del partido-Estado. La naturaleza burguesa (y no “proletaria degenerada” ni simplemente “burocrática”) del Estado ruso se demuestra no sólo por su persistencia, sino por la forma en que persiste: el Estado burgués, para cumplir plenamente sus tareas, necesita establecerse firmemente a lo largo del tiempo, implicar a muchas generaciones, separar adecuadamente a niños, jóvenes y adultos en compartimentos estancos, obligarles a absorber lo que un funcionario del Estado transmite sobre la base de un programa estatal casi inmutable.
El Estado ruso no podía llamarse Estado proletario porque no era en absoluto un instrumento transitorio de dictadura de clase para la eliminación de todas las clases, sino que había heredado el código genético para reproducirse a sí mismo. El problema de la educación del hombre no podrá tomar la vía estatal para evitar que el Estado se perpetúe a través de su órgano reproductor que es la escuela. La educación estatal conviene al reformismo socialdemócrata de la II Internacional, madre de los renegados de todos los tiempos, incluido el período estalinista de la Gran Restauración Rusa. Los renegados (especialmente los austromarxistas) acusaron a Lenin de “olvidar” la escuela y la cultura cuando afirmó que la revolución comunista en Rusia significaba “soviet más electrificación” (es decir, poder proletario más desarrollo de la base material del socialismo). Stalin, según ellos, había corregido el error añadiendo escuela y cultura con gran pompa patriótica, pero se había equivocado a su vez al mantener la dictadura.
Es necesario poner un poco de orden en este embrollo ideológico. Los críticos de Lenin se vuelven semicríticos con Stalin, a quien culpan no tanto de reforzar el Estado desde sus bases -digamos- reproductivas (la Familia, la Escuela, el Ejército Patriótico, etc.) como de esterilizar la democracia de los Consejos Populares, es decir, los Soviets. El embrollo tiene que ver evidentemente con un problema de coherencia lógica: estos socialdemócratas son enemigos del Estado totalitario pero quieren los medios para perpetuarlo; lloran por la esterilización de los soviets pero no se dan cuenta de que se vuelven estériles precisamente porque se reducen a parlamentos asamblearios, a “consejos”, de hecho, ya no órganos de la dictadura de clase sino de una democracia generalizada.
Según una versión socialdemócrata, la de Bauer, Deutscher y otros, estaba cerca un abrazo mundial de todos los socialismos, ya que Stalin habría podido ser aplaudido por los reformistas sólo con que hubiera sido democrático. Para nosotros, ya lo hemos visto, Stalin era efectivamente un demócrata, pero Bauer y Deutscher querían evidentemente también las apariencias, es decir, un parlamento tradicional. Sin embargo, reconocían que la Rusia estalinista había superado a la Rusia leninista ya que, además de los Soviets y la Electrificación, había implantado la Escuela. El pueblo ruso había sido instruido, educado, puesto al nivel tecno-ideológico occidental. Como éstas eran las premisas de todo sistema democrático, Stalin había abierto inconscientemente la puerta a la nueva Rusia socialdemócrata, liberal, parlamentaria, pluralista y electoralista. Una variante en apoyo de Bauer-Deutscher fue expresada por el secretario de la II Internacional, Adler, que veía a Rusia no tanto como una potencial democracia culturalizada, etc. sino como la única fuerza militar suficiente para salvar la democracia frente a los fascismos emergentes. Para Kautsky, sin embargo, las cosas eran distintas: hasta su muerte (1938) mantuvo que la dictadura era el mal absoluto y que la desfiguración rusa de la democracia sólo podría curarse con un ataque armado de los opositores democráticos, al igual que ocurriría contra los fascismos. Como puede verse, los Bauer-Deutscher eran más previsores que el hipocondríaco Kautsky y fueron atacados por éste («il sozio Bauer») por el optimismo demostrado en sus análisis de la Rusia culturalizada.
Los espejismos de la política oportunista no merecen una digresión, pero nos devuelve a nuestra habitual búsqueda de invariantes, es decir, de rasgos comunes a pesar de las diferencias. Tanto los posibilistas, que esperaban una evolución democrática del estalinismo sin darse cuenta de que la tenían delante de los ojos, como los pesimistas à la Kautsky, que arrasarían el Kremlin, estaban unidos en la concepción gradualista del advenimiento del socialismo. Para ambas corrientes, en los países de capitalismo maduros el socialismo llegaría por medios pacíficos, en formas que excluirían la dictadura del proletariado. En Rusia, en cambio, la situación de incivismo había conducido a una transición dictatorial (recuperable o no), de modo que se estaba produciendo una transición radicalmente distinta de la concebible en los países civilizados, es decir, escolarizados e imbuidos de cultura. Suena a chiste: quienes vivían el triunfo del totalitarismo fascista y keynesiano precisamente en los países más «civilizados», atribuían las determinaciones del estalinismo totalitario al atraso del zarismo, a la ignorancia del pueblo ruso, al primitivismo de los campesinos, un conjunto de factores que, con su peso decisivo, habían permitido el ascenso al poder del “déspota asiático” Lenin (una tesis del anticomunismo que ya es universal).
Lenin, a diferencia de Stalin, no se habría preocupado por tanto de la escuela, de la cultura del pueblo ruso, de la construcción de la civilización. Nosotros, por el contrario, conectando con el anticulturalismo de la juventud socialista de 1912-13, vemos, en el método riguroso que Lenin como individuo fue llevado a representar, la fusión del instinto revolucionario del proletariado ruso y la capacidad de su partido para adherirse a la línea del futuro internacional de la revolución. Cuando Lenin, al bajar del tren en la estación de Finlandia en abril de 1917, dio la espalda a los delegados del gobierno provisional y saltó al famoso furgón blindado, no gritó a los obreros que siguieran adelante con el programa socialdemócrata-burgués ruso, sino que su revuelta era la vanguardia de la revolución internacional.
El proletariado ruso, organizado en fábricas ultramodernas (eran las últimas en aparecer en escena) aún no corrompidas por la práctica suicida del reformismo, y por tanto capaces de expresar esa particular “espontaneidad” (determinada por su condición material), ya no de forma ciega contra los efectos del malestar social sino activa y racional contra sus causas, se había soldado al programa revolucionario y había sido capaz de arrastrar a 120 millones de campesinos a su lucha. Mientras los representantes de la cultura rusa, desde los monárquicos constitucionalistas hasta los socialistas revolucionarios, rastrillaban los restos de la cultura del pasado, los proletarios analfabetos derribaban las barreras que los separaban del futuro. Y “fabricaron” una anti-escuela.
El instinto revolucionario es inversamente proporcional a la cultura que cada hombre puede absorber en la sociedad actual. Era una locura imaginar que la reconstitución de la escuela por Stalin, con ambientes, programas e incluso edificios más monstruosos que los burgueses del resto del mundo, conduciría al “pueblo” ruso hacia el socialismo:
“En vano, pues, esa historieta de que Stalin emprendió el camino de la cultura escolar y con ello llevó al pueblo ruso al nivel del socialismo. De este modo, el pueblo ruso sólo fue elevado al nivel de la imbecilidad burguesa, erizada de tecnología y colegios académicos, con las hipócritas ceremonias de los modernos augures de la llamada ciencia que supuestamente avanza en un mundo que retrocede vilmente” (cf. Bordiga, Texto de Lenin sobre el extremismo…).
La burguesía había realizado una revolución grandiosa. Había roto la vieja inmovilidad e introducido una poderosa aceleración social. Lo había hecho en beneficio de una clase, pero también, objetivamente, para el futuro de toda la humanidad. Una vez logrado el resultado histórico, el proceso no era repetible por parte de la misma clase. Por tanto, el estalinismo no podía repetir la grandeza original, sólo podía “construir” escuelas, no socialismo. Físicamente, con obras y albañiles, no con un programa revolucionario. Para construir nuevos cascarones adecuados a la vieja cultura.
El destino de la escuela
La crítica democrática al concepto de “dictadura del proletariado” -por socialista, anarquista o izquierdista que sea- se basa en el mito ideológico de que los comunistas, en lugar de trabajar por una sociedad futura sin clases y finalmente humanizada, contradecirían su propio programa y se quedarían con el poder para ellos, como nueva expresión de clase. El hecho es que la ideología del adversario no puede salir del presente y concebir un mundo sin clases, a pesar de que la humanidad ha vivido durante millones de años sin conocerlas en absoluto. Cuando uno hace suya esta ideología sin ni siquiera intereses de clase que expliquen su rendición ante ella, significa que uno está realmente mal. No sólo se está doblemente encadenado a la vieja sociedad, sino que se está incluso más atrasado que la propia burguesía porque se rechaza incluso su descubrimiento más importante: las especies evolucionan a través de drásticas metamorfosis. Mutaciones. Revoluciones, en definitiva.
En vísperas de su revolución, la burguesía reivindicó las libertades elementales de enseñanza y aprendizaje, como programa en desarrollo de la sociedad capitalista. Ese programa aún no se había realizado en la primera mitad del siglo XIX y, por tanto, también fue recogido por Marx en el Manifiesto. Hoy, el devenir histórico ha hecho realidad no sólo esas reivindicaciones sobre la escolarización, que eran comunes a burgueses y proletarios, sino también sólidas anticipaciones de la sociedad futura en todos los campos, como la inmensa fuerza productiva social que permitiría, si se desencadenara, decir adiós al mundo de la necesidad, hacer trabajar a las máquinas en lugar de los hombres, utilizar la energía del sol, armonizar las relaciones entre el hombre y la naturaleza, etc. En consecuencia, las tareas de la dictadura proletaria son cada vez más “técnicas” y cada vez menos “políticas” (las comillas son indispensables: lógicamente para nosotros no hay oposición entre ambos términos), tal como predijo el propio Lenin en el enfrentamiento entre Rusia y Alemania en su época.
No tenemos razones de principio -no somos utópicos anarquistas- que nos lleven a rechazar el ejercicio del control por parte del Estado proletario en la fase de transición, incluso por medios coercitivos y totalitarios del tipo de los utilizados por la burguesía, si fueran necesarios para impedir los intentos contrarrevolucionarios de ésta. Pero, como se dijo al principio, el sistema capitalista está tan maduro históricamente que el problema del control de la producción y de la reproducción social ya no se plantea como negación, limitación, coerción, sino como liberación. Hasta tal punto que la vieja polémica libertaria contra los comunistas sobre el Estado ha perdido todo su sentido, como ha perdido todo su sentido la burda concepción de que la nueva sociedad avanza por decretos e imposiciones.
Una vez vencida política y militarmente (incluso con la revuelta de sus propios hombres y estructuras armadas, como en todas las revoluciones), la burguesía tendrá pocas posibilidades de dar la vuelta a la historia. Hoy, las redes de educación son órganos consolidados de la sociedad burguesa y, con las redes de información, comunicación y transporte, forman su cerebro colectivo, su sistema nervioso. El movimiento revolucionario heredará la industria y las infraestructuras, pero no los aparatos educativos o de información. Maestros, profesores, estudiantes, periodistas, artistas, etc. se alinearán con los distintos polos en que se dividirá la sociedad y, al hacerlo, desintegrarán los aparatos de los que ahora forman parte, dejando paso a los nuevos que vendrán.
Al abordar el problema de la educación y la formación, hay que ir mucho más allá del campo de la escolarización en sentido estricto. En cierto sentido, uno se ve obligado a ello. No se puede hablar de educación refiriéndose simplemente a la enseñanza y a la necesidad de que el nuevo Estado proletario controle la educación. La escolarización hace tiempo que es una realidad útil para el control estatal a través de la perpetuación, es más, la fosilización de la ideología dominante, y no puede reciclarse como una nueva superestructura. Por otra parte, se podría argumentar, debe existir algún tipo de estructura adecuada para el conocimiento de la especie. Sin duda la habrá, como veremos, pero no será ni un aparato específico ni una educación autogestionada, como desearían algunos libertarios. No habrá escuela virtual, gravitando en torno a una colección de inmensos conocimientos del mañana, como ocurrió con la Enciclopedia de la Ilustración burguesa. Las nuevas generaciones no tendrán que extraer conocimientos de una fuente libre, a lo Rousseau, que quería que el individuo se enfrentara a sus sentidos, a sus instintos, a su conciencia, individualmente, para formarse sin prejuicios y sin coacciones, como el hombre primordial. No hay vuelta atrás en absoluto. La pedagogía de Rousseau ya había sido enterrada por sus colegas enciclopedistas (especialmente Diderot), y hoy el conocimiento es más que nunca un hecho social, de interdependencia entre los hombres; tiene sus propias leyes, estructuras, dinámicas, y produce enormes efectos en la naturaleza que nos rodea.
Las unidades del Ejército Rojo durante la guerra civil cantaban -significativamente y sin contradicción- la Marsellesa, llevadas a ello por el hecho de que eran el instrumento de dos revoluciones en una: la burguesa y la proletaria; las unidades de la nueva revolución, si alguna vez necesitan cantar, no irán ciertamente a coger las canciones de la revolución del campo enemigo.
Anticipaciones en bruto, pero siempre hacia adelante
En la primera fase, la burguesía actúa dentro de la sociedad feudal introduciendo cambios reales, y con sus manufacturas, sus trabajadores y sus mercados rompe efectivamente su cerrazón. Es a la vez producto y factor de cambio. Posteriormente, convertida ya en clase vencedora, atraviesa una etapa reformista-democrática y realiza su programa de clase. Por tanto, en su historia actúa de una manera muy particular: primero realiza la producción libre y el mercado; después, cuando estos logros chocan con los límites de la sociedad feudal cerrada, reivindica las libertades democráticas e institucionales frente al poder establecido; por último, pasa de reivindicar a realizar, consolidar, internacionalizar con el mercado mundial. Cada una de sus realizaciones se convierte inmediatamente en la base de una nueva reivindicación de la parte más avanzada de la propia burguesía, porque esta clase, en su fase ascendente,
«no puede existir sin revolucionar continuamente los instrumentos de producción, por tanto las relaciones de producción, por tanto la totalidad de las relaciones sociales» (Marx, Manifiesto).
Cuando la lucha contra los restos de la vieja sociedad feudal sigue su curso y se forma el Estado burgués moderno, las reivindicaciones de la burguesía y del proletariado tienen muchos puntos en común. En el periodo de consolidación del poder burgués se abre una breve fase en la cual las fracciones de la burguesía se polarizan en torno a dos posicionamientos fundamentales: por un lado la pura y simple conservación del poder, y por otro la continuación de la marcha a través de las mejoras del sistema. En este estadio, que corresponde a los orígenes del movimiento proletario de clase, las reivindicaciones de este último tienen puntos en común sólo con la parte avanzada de la burguesía, como en el caso del Manifiesto:
“Educación pública y gratuita para todos los niños. Abolición del trabajo en las fábricas para los niños en su forma actual. Unificación de la educación con la producción material […]. Actitud de los comunistas frente a los diversos partidos de la oposición: […] los comunistas trabajan en todas partes por la conexión y el entendimiento entre los partidos democráticos de todos los países”.
Pero poco después, en casi todas partes, el movimiento proletario inicia su batalla histórica contra los reformistas. Las reivindicaciones proletarias de reforma, antes justificadas por la inmadurez del movimiento, pronto se convirtieron en “reformismo” y quienes las apoyaban ya no formaban parte de la “derecha” obrera, sino de la “izquierda” burguesa infiltrada en las filas del proletariado. La reivindicación de reformas sociales -que a menudo se imponen con duras luchas- pierde gradualmente importancia a medida que se desarrolla la lucha de clases. Pronto engullida por el avance del sufragio universal y el parlamentarismo, pierde toda conexión con las necesidades reales del proletariado en general, y más aún con las de los socialistas primero, y los comunistas finalmente. A partir de entonces es un seguidor de la burguesía reformista cualquiera que pretenda sustituir la etapa dictatorial tras la conquista del poder por una simple política de refundación de la sociedad. Esto también se aplica a la escuela, aunque sea solo en el período de rodaje de la nueva sociedad, durante la aplicación del programa inmediato.
El apogeo del activismo reformista burgués se ha manifestado en el apogeo del poder social del capitalismo. En esta última fase, cuando la sociedad burguesa ha asumido todos los aspectos del fascismo, el capital expresa formas de control central sobre la economía en las que la producción y la distribución son planificadas en parte por el Estado, y la educación sale de las escuelas para convertirse en la educación general del hombre capitalista. No sólo marchas y concentraciones, indicativos de sociabilidad primitiva, sino también consejos, congresos, conferencias y cursos de todo tipo marcan en definitiva el nacimiento de “escuelas” exteriores a la Escuela propiamente dicha, agregación de individuos que producen información y educación, especialmente a través de los ya tradicionales canales de comunicación. Este es el programa de «aprendizaje permanente» de la UNESCO, que puede resumirse del siguiente modo: (a) jardines de infancia y guarderías para los rudimentos prácticos y las primeras formas de socialización fuera de la familia; (b) educación de los padres para educar mediante canales institucionales especiales y programas de los medios de comunicación de masas; (c) escuela reformada según las modernas teorías pedagógicas y didácticas con la introducción de tecnologías informatizadas; (d) perfeccionamiento escolar de los adultos; (e) mejora de la educación indirecta a través de los medios de comunicación de masas; (f) uso masivo de la psicología y de las técnicas de educación programada.
No dudamos en declarar que consideramos el programa de la UNESCO como una propuesta de reforma cripto fascista, y que quienes más se acercan a tal plan son los izquierdistas reformistas y chapuceros, con nuestros Berlinguer y De Mauro (los de la terrible reforma anterior a Moratti). Siempre hemos dicho que el fascismo con respecto a la democracia no es una vuelta al pasado, al contrario, expresa al mismo tiempo un salto adelante y una continuidad, realizando dialécticamente las viejas instancias reformistas y, a riesgo de escandalizar a algunos, democrático-populares. Esta verdad, tantas veces reafirmada -y demostrada- por nuestra corriente, es reconocida por la misma burguesía que, al unirse al fascismo, demostró que el movimiento no era una simple mezcolanza de figuras impresentables, sino un moderno movimiento social mundial de autodefensa del capitalismo. Un jerarca profundamente fascista como Bottai, responsable de la escuela, del llamado patrimonio cultural y de las manifestaciones artísticas, se afanaba en recordar a los idólatras del cretinismo parlamentario y a sus propios camaradas que el fascismo, lejos de ser un régimen del pasado, había superado a la sociedad burguesa implantando la “verdadera” democracia. ¿No había logrado la eliminación de los conflictos de clase al poner a todos los hombres al mismo nivel jurídico? ¿Dejando de enfrentar a patronos y obreros para unirlos hacia el mismo objetivo en el Estado corporativo? ¿Lanzando el sistema de seguridad social que estaba en el programa socialista y que los partidos obreros nunca habían conseguido implantar?
Todo esto, por supuesto, son tonterías burguesas al mismo nivel que todas las demás tonterías escupidas por un régimen democrático parlamentario, pero vienen históricamente después de la democracia. Las oposiciones internas en el seno del Partido Fascista se centraban también en las formas de la superestructura, ya que Bottai trabajaba tanto en el frente de la prensa “cultural”, tratando de evitar la homologación de “estilo” fascista, como en el frente propiamente educativo. En la base del nuevo programa educativo, que debía empezar desde abajo e implicar a las universidades en último lugar, debía estar
“la voluntad de sustituir una escuela burguesa por principio y por política, por una escuela popular, que pertenezca verdaderamente a todos y que responda verdaderamente a las necesidades de todos. La escuela debe ser educativa en grado sumo: de ahí el injerto total del trabajo en el estudio y del estudio en el trabajo” (Carta Escolar).
No se habla de reforma, sino de una sustitución, y además, la última frase refleja el programa de Marx de forma paradójica y exacta. El programa idealista e inspirado por Croce de la reforma de Gentile, aún no fascista, fue desechado en favor del programa “activista” de Dewey. El hombre no debía ser esclavizado por la máquina, sino servido por ella, y era el Estado el que proporcionaba los medios educativos para «llevar el pensamiento del trabajador más allá de su herramienta de trabajo». La guerra bloqueó la realización del programa fascista para la escuela; de hecho, después de 1945 hubo una regresión a Gentile (y a Croce, a Gramsci… y al 68, que descubrió treinta años después ese nocionismo que Bottai quería eliminar con la Carta Escolar). Mientras la escuela se consolidaba como aparato, insensible a cualquier cambio real, en reacción florecieron durante el siglo XX, con Dewey como fundador, nuevas teorías que unían inextricablemente el conocimiento y el trabajo práctico, la desescolarización y la autoformación, en intentos oficiales o heréticos de individuos que luchaban por romper la inmovilidad de la escuela de su época, como Decroly, Claparède, Steiner, Makarenko, Montessori, Piaget, Suchodolski, Illich, Ausubel, Bruner y tantos otros.
Licenciar el Estado, y por ende la escuela
Por supuesto, para encontrar una concepción verdaderamente no “escolástica” (en el sentido actual del término) de la formación del hombre, debemos remontarnos al comunismo primitivo, a las utopías o islotes comunitarios creados por la Iglesia durante su historia milenaria, antes de que el propio organismo social inventara la escuela moderna. Pero al leer que el fascista Bottai, en el contexto de una reforma del estado burgués, planea crear una conexión concreta entre el método evolutivo basado en las relaciones dinámicas organismo-entorno de un Dewey y la eliminación de la dicotomía entre estudio y trabajo de Marx (desconocemos cuánto sabía de este último, pero sin duda consultó con el deweyano Volpicelli), no podemos evitar la comparación con los demenciales proyectos burocrático-empresariales y meritocráticos de Berlinguer-De Mauros, con la ayuda del séquito parasitocrático de la CGIL Scuola, en comparación con los cuales la capacidad de devastación del pobre Moratti es infantil.
Hemos recordado que el anarquismo rechaza la dictadura del proletariado a través del Estado y el partido, con el argumento de que, en lugar de extinguirse, el Estado y el partido se perpetuarán a sí mismos y, por lo tanto, perpetuarán su propia dictadura; pensar que podría suceder de otra manera sería una utopía. Estamos acostumbrados a las paradojas y, por lo tanto, no nos extraña que los utópicos nos llamen utópicos, pero un conocimiento mínimo de los procesos históricos debería llevar a cualquiera a comprender, al menos, el fenómeno de la transitoriedad de las formas sociales. De hecho, es evidente, incluso para el sentido común, que no son eternas. Si, como hemos visto, la realización de ciertos elementos de la transición ya se está dando en las sociedades más desarrolladas, entonces la función del Estado se acercará cada vez más a la de administrador concursal de la vieja sociedad, para liquidarla.
Para que el Estado, durante el período en que sea necesario, no tenga tareas “constructivas”, sino únicamente la de gobernar la transición a la nueva sociedad desarrollada, será necesario que, ya en la fase de transición, los organismos de planificación industrial y social a todos los niveles se constituyan dentro de la estructura orgánica de la sociedad y no en un organismo separado. Por lo tanto, la dictadura del proletariado empleará la fuerza militar y el terror allí donde las condiciones materiales para la defensa del poder político exijan una poderosa coerción; pero, una vez concluida la obra, el Estado será destituido y nunca volverá. Lo mismo es aplicable al partido, a menos que imaginemos su función futura no como un órgano de lucha contra otros partidos, sino como una de las formas en que puede manifestarse el nuevo cerebro social (Tesis de Nápoles del PCInt., 1965). Con mayor razón, todo esto es aplicable a la escuela.
En la medida en que la sociedad burguesa necesita cada vez más del Estado (a pesar del tan cacareado liberalismo), su creciente presencia en las actividades de la vida social conducirá a una situación en la que, habiendo cumplido ya su función centralista, planificadora y reguladora económica, tenderá a desaparecer como tal, dejando las funciones organizativas a las nuevas estructuras sociales. El ejemplo que presentamos en el número 5 de la revista sobre la agricultura, que ahora se ha convertido en un servicio nacional de alimentación (como lo son el Cuerpo de Bomberos, el Cuerpo Forestal o el Istat en sus respectivos campos), también se aplica a la educación, el entretenimiento y la cultura. Como expresión de la ideología de la clase dominante, son servicios homologados al Estado. En la medida en que el Estado se apodere de ellos, la dictadura del proletariado tendrá una tarea menos destructiva y una base más sólida para comenzar a desarrollar la nueva sociedad.
Una reforma imposible
¿Qué es exactamente la “escuela”, esa institución que hoy todos querrían reformar (y no pueden) y que la revolución rusa no logró eliminar? ¿Qué es este monstruo que absorbe una inmensa cantidad de energía social, inmovilizando a miles de millones de personas durante años en guetos particulares sin permitirles participar en la producción y reproducción social? ¿Qué es esta fábrica de homologación que también produce exclusivamente la exaltación y la falsa crítica de sí misma? Nada en el mundo ha producido tanto material autorreferencial, metascolástico, como la escuela, desde San Agustín hasta hoy.
La escuela generalizada es una institución exclusivamente burguesa y, además, bastante reciente, dado que tal como la conocemos ahora aún no tiene doscientos años. En Italia, la primera ley que establecía la escuela primaria pública gratuita fue promulgada por Murat en Nápoles en 1810, pero no tuvo tiempo de aplicarse debido a la Restauración. El propio sistema de escuela pública fue introducido por Piamonte en 1859: extendido a todas las anexiones posteriores, resistió hasta la reforma gentilicia de 1923. En otros países, su historia no es muy diferente.
El propio capitalismo, por lo tanto, introdujo la educación popular y gratuita. Posteriormente, la hizo obligatoria, como el servicio militar. Más o menos con las mismas motivaciones que se utilizan para el ejército voluntario actual, se está volviendo sustancialmente voluntario y “profesional”. Así como el soldado ya no se queda en los cuarteles, tras haber invadido la sociedad militarizada donde la guerra y la paz son la misma cosa, la escuela ha abandonado las aulas y se ha extendido por el “territorio”, impregnando la industria, los servicios y el sindicato: esta es la sociedad de los “cursos de formación”. Uno se pregunta por qué un joven, después de veinte años de escuela, sigue sin estar formado. No seguiremos las diversas teorías escolásticas sobre la escuela, ni las ortodoxas ni las heréticas. Necesitamos una fenomenología realista, derivada de lo que observa la industria, que necesitaría personas capaces de producir, y de lo que han descubierto algunos científicos valientes, no necesariamente dedicados a cuestiones sociales, que han tenido que luchar contra la escuela.
La primera consideración se refiere a la educación obligatoria. En la década de 1960, existía una corriente bastante popular —cuyo exponente más conocido era Ivan Illich— que proponía la “desescolarización de la sociedad”. Es decir, proponía eliminar la hipocresía de la escuela para todos, haciéndola completamente privada y gravando sus ganancias, dejándola en manos de los descendientes de la burguesía y pensando en estructuras alternativas para la autoformación generalizada de los demás miembros de la sociedad, que se registrarían en una tarjeta de crédito educativa. Esta corriente, que parecía olvidada, resurge tras la actividad educativa extraescolar, que aparece (pero solo aparece) como una concreción tardía de sus presupuestos teóricos. Aún estamos en el terreno de la reforma: junto a la escuela normal para la burguesía, deberían surgir núcleos populares de autoeducación. La hipótesis podría intercambiarse con la de los núcleos educativos extraescolares rusos, pero es todo lo contrario. No se puede obligar a una sociedad a ser lo que no es: si no desarrolla una revolución, la sociedad se ve obligada a reproducirse de cualquier forma. Esta veleidad reformista se desenmascara fácilmente recurriendo a la paradoja lógica identificada por Bateson, Watzlawick y otros como generadora de esquizofrenia: ordenar a un niño “¡Sé espontáneo!”, “¡Ve a jugar!”, “¡Debes quererme!”, puede a la larga causar graves problemas para la psique. Es como ordenar al mercado: “¡Sé libre!” y aprobar una ley totalitaria contra la tendencia natural del capitalismo al monopolio. Después de todo, incluso el sistema estalinista se basaba en una paradoja lógica de enorme poder devastador, dado que el hombre soviético, desde la cuna hasta la tumba, estaba sujeto a la orden: “¡Sé comunista!”, mientras su vida cotidiana era un continuo consumo de basura anticomunista como la emulación estajanovista, la sagrada familia, el santo trabajo, el patriotismo, el partido-iglesia con su liturgia, los campos de concentración, etc., hasta los juicios y fusilamientos de la vieja guardia bolchevique. Todos estos son ejemplos de situaciones sociales en las que la obligación choca con la naturaleza de la acción. La Revolución rusa había generado una sincera oleada de entusiasmo por el problema de la educación como base para la formación del hombre nuevo. El obrero y el mujik que aprendieron a leer y escribir entraron en un mundo de nuevas relaciones y se lanzaron a las pobres bibliotecas de Lenin, ávidos de material para ampliar este mundo. Pero se había producido una ruptura revolucionaria con el pasado. Sin ella, el mecanismo no funciona. Hoy en día hay bibliotecas por todas partes con millones de volúmenes para pedir prestados cuando se quiera, pero ninguna se convierte en un centro de autoformación, ni lo sería ni siquiera con un decreto gubernamental más.
Conocimiento-mercancía e inversión escolar
La segunda consideración se centra en la capacidad de la escuela para autogenerarse. Debe ser muy poderosa si las bayonetas del Ejército Rojo revolucionario, las mismas que acorralaron a cinco ejércitos de la Guardia Blanca rusa y cuatro de naciones extranjeras (dos de la Entente, uno alemán y uno polaco), no fueron capaces de producir un antídoto proletario dictatorial. No fue una distracción, sino una verdadera imposibilidad contra una fuerza objetivamente superior, aunque se presentara como un problema secundario. Lunacharski tuvo que soportar las reprimendas de Lenin, pero nunca dio la orden de poner fin a la escuela y su reforma.
La escuela es muy similar a la Iglesia o al partido estalinista. Aunque es una emanación del Estado, representa una comunidad autónoma, de hecho, autorreferencial. Pretende ser universal, porque el conocimiento pertenece a todos, por encima de las generaciones, pero es un instrumento de clase en esta sociedad. Se supone que es responsable de la enseñanza orientada al trabajo, pero, como ya hemos dicho, de hecho se necesitan veinte años para producir materias mediocres con las que el mundo de la producción no sabe qué hacer y debe reeducar (las excepciones casi siempre se producen por la interacción del “estudiante” con el mundo extraescolar, capaz de determinar la autoformación). Tiene sus mitos, sus liturgias, sus padres fundadores y sus referentes externos. Se divide en corrientes, cada una con sus propias y hermosas hipótesis sobre su función y estructura, incluidas algunas heréticas. No es simplemente una herramienta para impartir educación a los jóvenes, es un reservorio de ideología. Sobre todo, también sirve para reproducir el engaño de la democracia y la igualdad. El gran físico Feynman, en su diario, relata una conferencia universitaria sobre “La ética de la igualdad en la educación”, donde un jesuita repetía obsesivamente que el problema central en este sentido era la “fragmentación del conocimiento”. Y se burla de ello, porque la educación debe producir separación, desigualdad y universalidad al mismo tiempo. Así como las células madre (universales) del embrión producen células diferenciadas de órganos con distintas funciones, la fragmentación del conocimiento es inevitable en una sociedad orgánica, ya que nadie podría pensar en asimilar todo el conocimiento humano por sí solo. La solución, como siempre, no reside tanto en el individuo, sino en organismos sociales que conocen o pueden representar la síntesis de las fragmentaciones y desigualdades indispensables.
Debería ser evidente para cualquier observador razonable que en la escuela no se produce nada de lo que se dice que se produce, desde el conocimiento hasta la capacidad de afrontar la vida social. Como todas las iglesias o partidos burgueses, la escuela, además de generar sus mitos, los utiliza en un circuito cerrado: para formar parte de la estructura es necesario absorberlos y que luego otros los absorban, de modo que el individuo atrapado en el círculo vicioso se vuelve completamente incapaz de relacionarse con la realidad externa (y nunca un adjetivo fue más rico en significado). Al igual que la sociedad de la que es expresión, no produce elementos orgánicos en su conjunto; por lo tanto, el conjunto jamás podrá hacer orgánico lo que no lo es, incorporándolo, transformándolo, utilizándolo. Como cualquier circuito cerrado de la sociedad, se dota, en su interior, de procedimientos para invalidar las reacciones y comportamientos individuales destinados a desenmascarar el engaño de la democracia y la igualdad. Si no todo marcha bien, todo el sistema escolar, desde el individuo hasta los grupos y las corrientes, teorizará que no ha hecho lo suficiente para lograr el resultado y contribuirá a fortalecer la liturgia, la ideología, a sí mismo en su conjunto. Querrá asemejarse más a la sociedad “productiva”. Por ejemplo, querrá transformar las escuelas en empresas y a quienes enseñan en ellas en obtusos cultivadores del mercado. Querrá la meritocracia entre profesores y alumnos, atribuyendo deudas o créditos a un nocionismo cuantificado. Y entonces es obvio que la escuela-empresa no tendrá, en sus estructuras, más que directores-gerentes, profesores-funcionarios del Capital y una masa de millones de estudiantes-consumidores con su acaudalada cartera de títulos monetarios.
El servicio que se puede vender es la enseñanza: esta es la mercancía que sale de la escuela; el aprendizaje ya no existe, es un problema individual que se resuelve después de haberlo comprado. Bien podríamos tomar nota de ello: no necesitamos la escuela para asegurar que todos puedan aprender. Por lo tanto, no hay reforma, solo eliminación. En el programa inmediato de la revolución no puede haber nada más. Un aparato basado en la momificación del conocimiento en una ficción de enseñanza y aprendizaje (colocados uno frente al otro como mundos separados, personificados por profesores y alumnos que se identifican con el rol, perdiendo toda relación con el mundo de la vida y la producción) es insalvable. Nos encontramos en la televisión escolar, donde el transmisor decide qué emitir y el espectador absorbe con la única posibilidad de hacer zapping entre programas que son todos iguales. Un estudio del sociólogo Ivar Berg (The Great Training Robbery) sobre la eficiencia social de la escuela en Estados Unidos ha demostrado que no existe relación alguna entre las asignaturas que un estudiante ha cursado y los resultados que obtiene al encontrar un trabajo relacionado con ellas. La única relación observable y cuantificable es la que existe entre la cantidad de dinero gastado en “educar” a una persona y los ingresos que tendrá en su vida postescolar. La escuela es, por lo tanto, un servicio que la sociedad en su conjunto paga para que una parte de sus miembros pueda acceder a una forma especial de inversión de capital en la que la ganancia es proporcional al capital invertido, independientemente de la competencia adquirida. Este sistema produce estudiantes inculcados en el principio de la rentabilidad económica. Este efecto se materializa plenamente con la proliferación de cursos corporativos, regionales, provinciales, municipales y privados, a menudo de pago y en muchos casos puras estafas. En estos casos, la relación inversión-beneficio es inmediatamente visible, mientras que la expansión del centro escolar fuera de los edificios designados es mucho menos visible. Más allá de los años establecidos por ley, la obligación formal ha desaparecido para los años restantes hasta los 32 años, edad hasta la cual el joven puede ser contratado con contratos de formación, pero la obligación sustancial se mantiene, dado que antes de esa edad el joven no encuentra empleo remunerado y debe seguir viviendo con su familia.
MAÑANA
Educación y fisiología del aprendizaje
El programa comunista no permite la supervivencia de la división del trabajo ni la migración continua de los hombres hacia los medios de producción. Son estos últimos los que deben adaptarse al hombre, no al revés. Por lo tanto también el sistema de aprendizaje, o mejor dicho, el sistema integrado de conocimiento, tendrá que seguir esta inversión general de la práctica mañana y adaptarse al hombre, tanto en sentido biológico como social. Hoy, la máxima del reformismo escolar consiste en adaptar las nuevas metodologías de enseñanza y aprendizaje a la escuela existente.
Hemos visto que la escuela, pública o no, es estatal. La escuela privada vive en gran medida de la venta autónoma de sus propios bienes, pero en cuanto a independencia ideológica es nula, dado que los programas escolares, incluso cuando no se elaboran en las oficinas del Estado, son en cualquier caso producto de la sociedad que los expresa. La escuela popular moderna, en cualquier caso, nació estatal. En Italia, como ya hemos mencionado, la ley que estableció la escuela primaria pública gratuita y obligatoria data de 1859, aunque hasta la llegada del fascismo (la reforma de Gentile tuvo lugar en 1923) esta obligación fue ampliamente ignorada. Marx, en uno de los Discursos de la Primera Internacional, señaló que la escuela primaria pública gratuita en Estados Unidos era una realidad que el proletariado alemán debía tomar como ejemplo para su programa. Hoy, en todo el mundo, el Estado es el principal gestor de la escuela y ya no hay ejemplo que pueda copiarse. Es el Estado quien elabora los programas escolares, quien establece lo que debe enseñarse a un par de miles de millones de niños, niñas y jóvenes, quien codifica los programas aprobados por la ideología dominante, incluidos aquellos que parecen menos sospechosos, como los “científicos”.
Dado que el tipo de conocimiento transmitido por la escuela es una de las formas de la superestructura general de todo modo de producción, es evidente que las transformaciones en la estructura del conocimiento siempre han requerido tiempo, nunca menos de una generación. Pero las herramientas para imponer el cambio pueden activarse de inmediato: lo que se sabe hoy sobre el aprendizaje y las relaciones entre el cerebro y el mundo exterior a través de los sentidos es sin duda suficiente para un cambio radical de rumbo en el campo de la educación humana; por lo tanto, una vez que los comunistas hayan llegado al poder y tengan que afrontar el programa inmediato de la revolución, ya no necesitarán “descubrir”, basándose en la nueva situación, qué será útil para tomar medidas revolucionarias. El conocimiento actual ya indica el camino, pues con él es posible trazar un esquema de enseñanza-aprendizaje basado en las mismas determinaciones materiales que nos han formado tal como somos.
Para la especie humana de la sociedad liberada del Capital, una fisiología del aprendizaje (estudio de la estructura de los órganos sociales en función del conocimiento de la especie) no puede ser muy diferente de la fisiología biológico-social que acompañó a la llamada hominización, desde el primer australopiteco, fabricante ocasional de piedras talladas, hasta el hombre capaz de planificar su propia existencia. El mismo proceso que dio origen a la especie homo durante millones de años se condensará en un tiempo infinitamente menor y formará al niño, al niño, al hombre, al anciano en una “escuela” que, como el trabajo, coincidirá con la vida.
Descartes expresó uno de los aforismos más famosos de la historia del conocimiento: pienso, luego existo. Separando el cuerpo de la mente. Si lo tomamos literalmente, como sigue siendo costumbre hoy en día, representa el reverso exacto de la realidad, tanto en lo que respecta a la hominización y el desarrollo social, como en lo que respecta a la estructura del cerebro humano y, por lo tanto, al aprendizaje: el hombre es, luego piensa. Comprender cómo “funciona” el cerebro nos ayuda a comprender en qué consiste realmente el problema de una teoría del conocimiento y la formación del hombre. El cerebro puede estudiarse según el reduccionismo cartesiano en cuanto a sus partes constituyentes y sus funciones, pero nunca, en ningún caso, por separado del cuerpo y la sociedad de la que forma parte. Esto es un hecho comprobado.
Al estudiar la estructura del cerebro humano, lo primero que llama la atención es la dialéctica de la cantidad que se transforma en calidad: la corteza cerebral por sí sola está compuesta por cien mil millones de células y catorce mil millones de neuronas, capaces de activar un billón de conexiones a través de una red neuronal con 900.000 kilómetros de recorridos. Cada sensación física o emocional activa una parte de esta masa de materia conectada y entra en relación con una realidad “interna” compuesta de herencia genética e información memorizada. Todo lo que fluye hacia el cerebro se compara con la red neuronal que ya reside allí, y el conjunto forma un nuevo contexto capaz de producir más información. Todo el cuerpo participa en este contexto, hasta el punto de predisponerse automáticamente a ciertos escenarios, incluso ante unas pocas señales externas; escenarios predecibles que, por lo tanto, permiten el procesamiento anticipado de comportamientos futuros, incluso de tipo no inmediato (grandes proyectos y no meras reacciones instintivas a hechos contingentes). Nuestra inteligencia se compone de relaciones.
Desde un punto de vista fisiológico, el aprendizaje extenso, o lo que nos hace humanos, no es más que la interacción entre miles de millones de células, entre estas y la información externa, y sobre todo entre la información de nuestro bagaje genético y la que hemos adquirido. El cerebro es capaz de producir células madre neuronales, es decir, células que aún no están especializadas, pero que pueden especializarse tras la información recibida o la experiencia. En resumen, el cerebro es capaz de automodificarse con la práctica y también de autorrepararse, dentro de ciertos límites, en caso de un accidente traumático o clínico. La estructura del cerebro reproduce así la realidad externa que lo determina: se divide en partes especializadas, pero, al mismo tiempo, alcanza sus objetivos funcionando como un todo. El conjunto de funciones sociales se desarrolla en los lóbulos frontales: la conexión entre sensaciones y emociones, la clasificación de errores y resultados, las actividades cognitivas en relación con la acción (voluntad), la conciencia espacio-temporal del propio cuerpo en el presente y en la historia individual.
En los primeros años de vida de un niño entran en juego neuronas especializadas capaces de desencadenar la emulación y la imitación; por lo tanto, desactivar, con la violencia de una escuela unidireccional, la necesidad fisiológica de interactividad social es como manipular negativamente la gran capacidad de aprendizaje de la edad formativa. La dopamina, la serotonina y otras moléculas con nombres impronunciables no son una especie de “esencia” de la actividad y el bienestar, como leemos en los periódicos, sino elementos fundamentales que forman parte de la complejidad biológica de los factores del aprendizaje y la renovación continua de la información adquirida.
Se multiplican las obras de científicos burgueses que estudian la sociedad humana como un superorganismo biológico, y a menudo nos hemos referido a ellas. Entre atisbos de futuro y auténticos disparates de la nueva era, podemos vislumbrar el esfuerzo de la humanidad por comprender su propia naturaleza como especie. La escuela no se corresponde con ninguno de los módulos orgánicos detectables en esos estudios. Ni siquiera podemos abordar aquí las enormes ambigüedades y contradicciones en las que han caído muchos de quienes han abordado el problema de la escuela, o mejor dicho, de la pedagogía, el aprendizaje y la formación social del hombre desde la infancia. Un problema que nos interesa solo en la medida en que algunos estudiosos, no demasiado inmersos en la ideología dominante, han anticipado el futuro de la sociedad. La pregunta esencial, por lo tanto, no es cómo transformar la escuela en la próxima fase revolucionaria de transición, sino qué práctica adoptará la nueva sociedad en lugar de la representada por la vieja escuela burguesa, que deberá ser destruida.
Como siempre, si la pregunta se formula correctamente conduce por sí sola a la respuesta: ningún programa, ningún decreto de la revolución proletaria, que representa la entrada en la era de la superación de la práctica y las relaciones orgánicas entre las especies, puede estar en contradicción con los mecanismos fisiológicos, genéticos y psicológicos del aprendizaje, tanto en lo que respecta a las relaciones entre los hombres como al medio ambiente. Como veremos, el aprendizaje, no la enseñanza, será el eje de la formación del hombre. Porque desplazaremos nuestra atención desde la metafísica de Rousseau y su estudiante ideal (libre para ser niño y enfrentarse a la realidad sin la contaminación de los maestros, para poder autoformar su carácter) a la física de las interacciones reales dentro de la materia de la que estamos hechos y dentro de la sociedad, compuesta de innumerables individuos y elementos ambientales.
Trabajo, lenguaje, aprendizaje
Reiteramos: el programa inmediato de la revolución proletaria, definido por el Partido Comunista en tanto representante de la especie, no puede sino ser armonioso con la formación del hombre, producto de millones de años de evolución. Ahora bien, en el proceso de aprendizaje de la especie, bien identificado por Engels y confirmado por estudios modernos, el hombre primigenio desarrolló su inteligencia, su capacidad de expresarse y comunicarse, a través del trabajo. Es el trabajo el que produjo al hombre, y no al revés (véase Dialéctica de la Naturaleza). Los conocimientos actuales sobre la función de las áreas cerebrales, sobre las predisposiciones genéticas propias de nuestra especie y sobre la acción del trabajo en la formación del hombre y del lenguaje, tanto en sentido evolutivo como educativo, no solo validan las intuiciones de Engels, sino que profundizan en el argumento. La propia burguesía ha capitulado ante el hecho incontrovertible de que el hombre se ha convertido en lo que es al atravesar diferentes etapas en las que desarrolló el lenguaje como herramienta de trabajo y producción, a la vez que desarrollaba el trabajo mismo.
La secuencia histórica va de la acción práctica al lenguaje, y finalmente a la capacidad de memorización racional y abstracción que solemos llamar “pensamiento”. El hombre primitivo comenzó a producir herramientas de piedra muy temprano, hace unos dos millones de años (las de madera probablemente antes, pero obviamente no han sobrevivido). Estas herramientas evolucionaron según las zonas, pero cada cultura llegó invariablemente a la producción de un sílex “bifacial”, tallado en forma de almendra (amígdala), también llamado impropiamente «hacha de mano». Impropiamente, porque hasta ahora se desconoce el propósito de este objeto, tan diferente de otras herramientas contemporáneas de uso comprobado, como buriles, raspadores y cuchillos de sílex u obsidiana.
Todas las funciones atribuibles a la amígdala pueden ser realizadas por objetos más sencillos y, en la mayoría de los casos, más prácticos. Además, las señales de microdesgaste encontradas en sus superficies indican que prácticamente no se utilizaba como herramienta. Y, sin embargo, fue el resultado de un trabajo que requería una serie de operaciones sobre un material que debía conocerse, o mejor dicho, comprenderse. El tallado de piedra no es como la escultura, en la que el material se retira gradualmente hasta alcanzar la forma deseada, más o menos perfecta: la astilla se produce por la onda expansiva que un solo golpe del percutor provoca en el material; cada golpe corresponde a una sola astilla, y la extracción de múltiples astillas deja un núcleo más o menos masivo. Las astillas y los núcleos se refinan posteriormente extrayendo astillas más pequeñas, y de ellas se obtienen, respectivamente, diversas herramientas y amígdalas.
El balance energético para la construcción de este último objeto —el único parámetro científicamente viable que tenemos— es completamente desfavorable, dado que requiere, incluso en los ejemplos más rudimentarios, mucha más energía de la que se ahorra con su uso. La conclusión a la que han llegado muchos paleoantropólogos es que la amígdala no era una herramienta. Al conectar la forma, el trabajo que contiene y su improbable uso como hacha u otro objeto, consideran que se trataba de un medio simbólico de producción, más pertinente para la formación del lenguaje que para la caza u otros usos.
La aplicación de técnicas complejas, transmitidas entre los hombres durante tanto tiempo, implicó el refinamiento de la sensibilidad manual, la transmisión de estímulos a través del sistema nervioso y el desarrollo de áreas específicas del cerebro. Desde hace dos millones de años, el Homo erectus fue, por lo tanto, la primera especie en utilizar herramientas hechas con sus propias manos de forma sistemática y continua, diferenciándose de otros primates hasta el punto de desarrollar, gracias al trabajo y la comunicación, una característica peculiar del cerebro que se encuentra impresa en cráneos fósiles: las áreas de Broca y Wernicke, estudiadas en el hombre moderno y responsables del lenguaje articulado.
Así pues, no solo tenemos la demostración científica de la hipótesis de Engels, sino también y sobre todo el hecho de que el aprendizaje es posible gracias a la unión inseparable de características determinadas “a priori” respecto al individuo consciente: 1) la herencia genética de la especie; 2) la acumulación de conocimientos previa al nacimiento del individuo y depositada en la sociedad; 3) la existencia de un lenguaje capaz de transmitir información, tanto la que proviene del pasado como la que se dirige al futuro; 4) la capacidad específicamente humana de abstracción y planificación.
El individuo, al llegar al mundo, no puede evitar formar parte de la realidad que lo preexiste y, a través del lenguaje (comunicación), interactuar con ella. Aprender, por lo tanto, es algo diferente a simplemente “ir a la escuela”. Dentro de la sociedad capitalista, la propia burguesía sabe que los niños que no reciben formación en el trabajo y la actividad física aprenden mucho más despacio y con mayor dificultad. Al privilegiar la enseñanza de materias compartimentadas según una descarada división social del trabajo, al separar al individuo de la práctica productiva y, por lo tanto, de la interacción con otros individuos en el proceso más socializado existente, al limitar el uso intencionado de la mano, los sentidos y las comunicaciones nerviosas que conectan el exterior con el cerebro, y viceversa, al formar al individuo común como un simple receptor pasivo, no cabe duda de que la burguesía produce hombres con cierto déficit en el desarrollo cognitivo. En Estados Unidos, el país a la vanguardia de todo, la escuela es especialmente vulnerable a este déficit, hasta el punto de atemorizar a los propios responsables de la educación.
Educación, lenguaje, política
La cuestión de la formación del hombre, para una sociedad humana, debe estar en el centro de su programa de armonización de la especie con la naturaleza. En última instancia, para nosotros la “política” es esto. Y “hacer política” significa abordar la característica específica del hombre, es decir, la comunicación inherente a la capacidad de planificación y las relaciones —es decir, la comunicación bidireccional— entre las especies y el resto de la biosfera. Es la inversión de la práctica, la forma verdaderamente humana de relacionarse con la naturaleza, una forma ajena a los animales y casi desconocida incluso para el hombre mismo, incluyendo el capitalismo (solo una pequeña parte de las actividades humanas es el resultado de un plan consciente).
¿Qué clase de escuela es la actual, que no permite a los niños organizarse, sino solo sufrir? Quienes no saben organizarse y viven sus vidas pasivamente no son hombres, son bestias. El hombre está genéticamente equipado para utilizar todas las formas de comunicación, ya que las modernas y tecnológicas no son más que la expansión de las biológicas. Pero toda la comunicación, o universalmente el lenguaje, si es un medio de producción, no se reduce a un teléfono, un software o una máquina herramienta; es mucho más que estas herramientas: la transmisión de información entre los miembros de la sociedad también es formación en el momento mismo en que ponen en práctica el conocimiento, primero genético y luego adquirido. Nunca hay separación entre el sujeto y el objeto de su conocimiento: entre los átomos sociales, cada observador es actor en cualquier proceso; participa en él como niño, cuando pasa de los primeros actos instintivos al reconocimiento e interacción con el mundo “externo”, y como adulto, cuando interactúa con este mundo de forma compleja y social, con el trabajo, etc.
Por lo tanto, la formación del hombre es la manifestación y el desarrollo de su lenguaje: el que lleva dentro, impreso en su código genético, y el que desarrolla al recibir y transmitir información-producción. Convertir al hombre en un mero receptor es como serrarlo por la mitad, es decir, matarlo. La capacidad lingüística es común a toda la especie humana, en el sentido de que es casi la misma para todos sus miembros, pero se activa de forma distinta en cada uno, dependiendo de las condiciones que el individuo encuentra en el entorno en el que crece, es decir, en el complejo sistema del que forma parte y que, al ser un mundo de relaciones, se convierte a su vez en parte del propio individuo. Por eso decimos que el individuo, tal como lo imaginan los idealistas, no existe. Su historia no se compone de una serie de hechos que suceden fuera de él, como en una película: consiste en la introducción continua de herramientas preparadas por quienes lo precedieron, que interactúan con las genéticas, que son en parte comunes a quienes se encuentran en el entorno circundante y en parte diferentes, adquiridas en una historia distinta, pero siempre capaces de hacerle comunicarse a través de un lenguaje compartido.
La concepción marxista del individuo y la especie no tiene nada que ver con ideales colectivistas especiales. La concepción orgánica del devenir, de las relaciones sociales y de la organización es fruto de una realidad biológica, y Marx nunca dijo haber inventado teorías, sino haber descubierto leyes y relaciones. Estar sujeto a las leyes de la naturaleza y a las relaciones es una condición común a todos los aún no nacidos al ser concebidos y continúa siéndolo después del nacimiento, cuando entran en relación con la red social existente, con su historia y su devenir. Es el hombre capitalista quien se encuentra completamente colectivizado, homologado, precisamente porque se ha separado de la naturaleza orgánica y se ha convertido en un consumidor pasivo de bienes, televisión y escuela. El hombre comunista, en cambio, disfrutará de su diversidad y hará que otros la disfruten, ya que solo podrá presumir de una “individualidad” en relación con su trabajo conectado con otros; una sociedad compuesta por trabajos “iguales” sería absurda.
Este aspecto de la naturaleza humana no puede reconciliarse con la “escuela”, una institución que le es profundamente antitética. El individuo no puede modificar su propio bagaje genético, que le proporciona la información, el instinto y la intuición necesarios para enfrentarse al mundo, ni el resto de la información acumulada a lo largo de la historia, aquella que al nacer encuentra ya transmitida por otros. Pero al mismo tiempo, además del bagaje “innato”, nace como parte de una especie en evolución; por lo tanto, tiene la tarea, junto con otros hombres, de utilizar el conocimiento existente para incrementarlo, refinarlo y, sobre todo, cuando se presenten circunstancias históricas favorables, transformarlo. Para que esto sea posible, se requiere justo lo contrario de un enorme aparato de homologación y conservación. El orden establecido, la Academia, la fosilización de la enseñanza son lo opuesto a lo que se necesita para la dinámica de la formación humana.
La formación del hombre como ontogénesis completa
Ontogénesis, o el proceso de desarrollo de los organismos vivos. Este proceso, desde el punto de vista de la invariancia o, si se prefiere, del principio de no contradicción entre el hombre biológico y el hombre social (el hombre social no es más que la evolución “externa” del hombre biológico, dice Leroi-Gourhan), incluye la capacidad de aprender, innata o adquirida. Una debe complementar a la otra y, como demuestra el niño, no existe una “verdad” preestablecida que se sostenga; el aprendizaje es una unión indisoluble de teoría y práctica. Entonces, ¿por qué la escuela debería separarlas? ¿Por qué debería existir una institución especial, custodio de la verdad y encargado de difundirla con el fin de formar al individuo, su personalidad, su disciplina, según el orden establecido (social y epistemológico)?
Galileo ya nos enseñó que el conocimiento debe ser tratado como un límite. Podemos saber, pero poco a poco, mediante aproximaciones sucesivas, incorporando gradualmente los resultados pasados a los nuevos. Es absurdo elevar estructuras inmensas como la escuela e imaginarlas como dispensadoras de conocimiento “finito” para incluirlo en los programas escolares y transmitirlo al alumnado mediante un complejo sistema de normas y directrices. Ningún aprendizaje, en el sentido amplio del término, puede surgir de una estructura que convierte en pasivos a quienes forman parte de ella y a quienes la utilizan. El aprendizaje es una práctica exquisitamente activa, como siempre demuestra el niño, una práctica que se vuelve interactiva cuando la acción se enmarca en un contexto que no solo contiene la información solicitada o necesaria, sino también los medios para obtenerla. El contexto es la biblioteca de Lenin con la revolución que la rodea; es la biblioteca de Borges elevada a un inmenso hipertexto, como se está convirtiendo Internet con sus miles de millones de páginas y neuronas electrónicas, pero en manos de otra sociedad.
La escuela no puede ser “formación”, porque engaña al individuo haciéndole creer que puede “elegir” su camino entre muchos, cuando en realidad todos están predeterminados, son callejones sin salida. El estudiante frente a la escuela es como el consumidor frente a la máquina expendedora de refrescos: inserta la moneda y solo puede obtener lo que hay en el envase, lo toma o lo deja; no puede permitirse desmontar los botones, cambiar el cableado, poner sándwiches en lugar de bebidas, etc. Muchos hablan de una escuela “constructiva”. Pero este no es el problema: el hombre se “construye” a sí mismo, comenzando desde las primeras células embrionarias y luego no hace más que continuar. La inversión de la práctica, la actitud activa y no pasiva ante el proceso de formación del hombre, consiste, ante todo, en comprender que la información acumulada y la que está en progreso (lenguaje, comunicación) son una sola cosa con el desarrollo del embrión; son su entorno, líquido amniótico, placenta, cordón umbilical, etc. El hombre se forma —o, si se quiere, se “construye” a sí mismo— dentro del desarrollo de las características de la especie, Mientras tanto, se realiza la verdadera “naturaleza antropológica del hombre, que es la industria” (Marx) y que algunos aún llaman “cultura”.
No solo tiende a conocer la realidad, sino que desea conocerla para modificarla, y de forma masiva, al menos desde que se autoproclamó (con poca modestia) sapiens, tras haber pasado por las fases del homo habilis y del homo simplemente sapiens. Su manejo del mundo circundante ya no se produce mediante la intervención predominante del instinto, es decir, de estructuras cognitivas genéticamente fijadas, sino mediante un vasto equipamiento, desde el lenguaje hasta la tecnología. Obviamente, todo organismo que se desarrolla se “autoconstruye” a partir de estructuras biológicas, pero, en lo que respecta al hombre, la ontogénesis va más allá del proceso puramente biológico e instintivo. Nuestra especie necesitaba —y se dotó— de estructuras lingüísticas (gestuales, procedimentales, figurativas) capaces de poner en marcha nuevas redes celulares hasta el punto de literalmente “construir” “con las manos”, en el sentido que hemos visto, nuevas áreas neuronales dedicadas a tareas específicas.
La escuela ha sido sin duda un poderoso medio, en la historia de la humanidad, para la creación de áreas neuronales específicas del cerebro social, desde las antiguas transmisiones orales hasta la biblioteca de Alejandría (que era un lugar de aprendizaje y no simplemente un depósito de libros o un taller para hacer copias por encargo), desde la Enciclopedia (que era un arma y no un libro) hasta Internet. No está claro cómo puede permanecer estancada en su función actual, y ni siquiera está claro cómo puede reformarse, mientras ese tipo particular de autoconstrucción, ese “ movimiento real hacia…” que llamamos comunismo, explota. No es casualidad que Lenin otorgara enorme importancia a la educación primaria, no solo por la gran preocupación del analfabetismo, sino también por la tarea de formar al cachorro humano:
«En nuestro país, el maestro de escuela primaria debe ser colocado a una altura en la que nunca ha estado —y no está, ni puede estar— en la sociedad burguesa. Esta es una verdad que no requiere demostración» (Páginas del Diario, 1923).
Superado el concepto de “enseñanza escolar”, tras establecer que la formación del hombre consiste en aprender en relación con otros hombres y con un programa acumulado a lo largo de la historia de la humanidad, especificamos que por “aprendizaje” nos referimos al proceso que, desde las primeras etapas, lleva al individuo a formar parte del todo social. Un proceso que no puede delegarse ni al propio individuo ni al “maestro” como emisario de la sociedad “externa”, dado que esta sociedad, con sus comunicaciones nerviosas —tanto materiales como los trenes como electrónicas como Internet—, no es “externa” en absoluto, sino una continuidad lógica de la evolución animal del hombre. Las herramientas y las personas que reemplazarán a la escuela y a los “maestros”, desde los primeros años de vida, desempeñarán la función de autocatalizadores del proceso, en el sentido utilizado, por ejemplo, por Kauffman en el libro sobre el origen de la vida, reseñado en otra parte de la revista. Existen procesos de transición entre la materia inerte y la vida biológica en los que la búsqueda activa de nuevos conocimientos y la selección interactiva entre caminos útiles y superfluos o perjudiciales actúan simultáneamente.
Kauffman afirma:
«Los biólogos aún tenemos que comprender cómo razonar sobre sistemas gobernados simultáneamente por dos fuentes de orden: la autoorganización y la selección» (En casa en el universo).
Un nuevo entorno educativo podría representar esta unión. Las herramientas que la nueva sociedad adoptará para este propósito (una vez que las fuerzas sociales se liberen del capitalismo) tendrán, por lo tanto, la propiedad de reproducir la formación del hombre según la naturaleza y también de acelerar, expandir e incluso revolucionar su capacidad natural de aprendizaje. Esta capacidad —enorme en el niño— está hoy aniquilada en el adolescente y peor que nunca en el adulto. En una sociedad diferente, permanecerá a lo largo de la vida del individuo, poniéndolo en armonía con el entorno en el que vive.
Parafraseando un conocido pasaje de Propiedad y Capital (PCInt.), decimos que el problema de la práctica comunista no es conocer el futuro, que sería demasiado poco; ni desearlo, que sería demasiado; el verdadero problema reside en saber cómo integrarse con la dinámica real del futuro de la especie, fusionando la evolución biológica que tardó millones de años en “formar” al homo actual con la continuidad natural de esta evolución, ahora fuera del cuerpo y el cerebro del individuo de carne y hueso. Es dentro de esta dinámica donde la actividad comunista evita caer en el activismo vulgar. Incluso en lo que respecta a la escuela.
Un futuro antiguo
¿Qué reemplazará a la escuela en la sociedad futura? Como siempre, para no caer en esquemas utópicos, partamos del pasado para investigar el futuro; es decir, veamos cómo las sociedades urbanas que conservaron características del comunismo primitivo y que nos han legado rastros legibles resolvieron el problema de la transmisión del conocimiento y, por lo tanto, de la autoformación. No se trata de copiar de los antiguos —la historia nunca retrocede—, pero es útil saber que durante decenas de miles de años la humanidad no necesitó la escuela como institución escolar.
Es totalmente intuitivo pensar que la transmisión del conocimiento no fuera, en una sociedad sin la familia nuclear, la propiedad privada ni el Estado, una institución en sí misma, separada de la sociedad misma. Y es notable la confirmación del proceso de formación del individuo como parte integral del proceso metabólico social. En las excavaciones realizadas en los yacimientos de las formas sociales más antiguas, los arqueólogos no han encontrado evidencia de la “escuela”, entendida como un lugar donde un maestro imparte instrucción colectiva a los estudiantes; En cambio, encontraron en gran abundancia ejercicios de “estudiantes” y depósitos de diccionarios, tratados, catálogos y escritos que registraban temas de enseñanza. Cuando se encontraron ejercicios y “libros” en gran número en un mismo lugar, los arqueólogos aventuraron la denominación “escuela”, pero en toda la historia de la arqueología solo existe un ejemplo de una sala posiblemente utilizada para la enseñanza colectiva (en el antiguo estrato babilónico de Mari). Sin embargo, incluso en este caso, las estructuras de ladrillo que evocan “bancos” son difíciles de usar, ya que son demasiado estrechas incluso para niños.
Los textos sapienciales más antiguos son listas de prescripciones que transmitían más un método de vida que nociones. Su contenido se transmitía oralmente hasta la aparición y generalización de la escritura, lo que demuestra que se prestaba más atención a familiarizar al individuo con el método de aprendizaje que a enseñarle “temas”. El individuo ciertamente estaba en contacto con un “transmisor” de conocimiento, pero se desconoce en qué entorno se desarrolló dicha relación. De los escritos que nos han llegado, surge primero el padre-maestro, luego el escriba y el escriba-sacerdote. Sin embargo, las traducciones son tan controvertidas que aparecen diferencias notables entre los distintos autores.
Debió de existir una amplia forma de educación, ya que existe unidad estilística, tanto en el texto como en la forma de los caracteres, en obras halladas a gran distancia entre sí. Se han recuperado listas léxicas y gramaticales de evidente origen educativo en estratos mesopotámicos del 2600 a. C. En Ebla se descubrió uno de los archivos más extensos de la antigüedad, con textos claramente producidos para la transmisión del conocimiento, en múltiples copias, con la grabación de simposios internacionales e intercambios de “maestros” entre Estados. Esto sugiere que no solo en Ebla, sino en toda Siria, Mesopotamia y Egipto, en el tercer milenio a. C., floreció una actividad social educativa, con relativa recopilación, transcripción, procesamiento y traducción a diferentes lenguas del conocimiento para su difusión. Algunos centros, ubicados en los nodos de la red de caravanas (como Ebla), se convirtieron en centros de atracción de conocimiento que, elaborado y ordenado, reverberaba a través de la red hacia otros nodos, como, mucho más tarde, Edfu, Philae (donde se han encontrado listas de otras bibliotecas) y, por supuesto, Alejandría. En textos mesopotámicos y egipcios del segundo milenio a. C., aparece una forma de institución colectiva para la educación, pero incluso en este caso se desconoce la “escuela” como tal, ya que los autores solo hablan de sí mismos y del maestro.
Ningún niño puede saber por sí solo.
De las “escuelas” egipcias, tenemos los ejercicios de los alumnos (fragmentos de piedra caliza, papiro, tablillas de arcilla, etc.), a menudo de notable valor estilístico, pero casi siempre presentes en los hogares, nunca en contextos “escolares” tal como los entendemos hoy: el aprendizaje casi con certeza se desarrollaba al aire libre y los niños llevaban el material a casa. Sin embargo, en su mayor parte, los hallazgos disponibles han sido separados para siempre de su contexto por los saqueadores de tumbas y los comerciantes del siglo XIX, de modo que solo tenemos información sobre lo que ellos mismos dicen.
Sabemos por las más remotas “misceláneas escolásticas” mesopotámicas y egipcias que el “maestro” tenía el poder de imponer la disciplina con la vara. La falta de una institución escolar capaz de inculcar, con su propia existencia como sistema, una autoridad despótica, y la libertad de la que disfrutaban los estudiantes, significaba que la disciplina era personificada por el maestro. Aunque severa, no impedía que los estudiantes alabaran al dispensador de conocimiento, su capacidad para abarcar todo el conocimiento de la época, su estilo de vida y sus características humanas, que no eran estrictamente “escolásticas”. Dado que a pesar de la vara la disciplina dejaba mucho que desear, como lo demuestran las tablillas sobre el libertinaje de los “estudiantes”, es plausible que el maestro no fuera, de hecho, el maestro de una estructura escolar, sino un “forjador de hombres”, y que los “estudiantes” no sufrieran una enseñanza forzada, sino que fueran “aprendices” libres. Los textos muestran cómo existía una continuidad de dirección y disciplina entre el padre y el maestro. Se sabe poco o nada sobre las primeras dinastías, mientras que para el período comprendido entre los siglos IV y X parece que existía una “casa de los hijos del rey”; sin embargo, la expresión no significaba que solo asistieran los hijos de los faraones, ya que también se usaba para designar a personas cercanas a la familia real. Las noticias sobre una escuela propiamente dicha aparecen mil años después, desde el Imperio Medio. Pero incluso en este caso, la clave para comprender la enseñanza egipcia reside en evitar la interpretación burguesa del término “escuela”. Encontramos, por ejemplo, esta antigua “enseñanza”: «Ningún niño alcanza el conocimiento solo» (Ptahhotep, dinastía V); y creemos que es correcto que se necesite un conocimiento estructurado basado en los clásicos, que solo la escuela puede proporcionar, con maestros, etc.
Pero no existía tal escuela; especialmente en el caso de la transmisión de padres a hijos, sobre todo en el reino antiguo, el objetivo era el conocimiento armonioso y no la acumulación de nociones. Los textos sapienciales transmiten un método; son a los libros escolares lo que enseñar a pescar es a dar un pez: el hambriento resuelve el problema para siempre, en lugar de hacerlo de vez en cuando. El faraón Merikare escribió que había alcanzado la grandeza gracias a las enseñanzas de su padre, quien le dijo así:
«Imita a tus padres, que fueron estimados antes que tú. Mira, sus palabras se conservan en los libros. Abre, lee e imita al que sabe. Así, quien está listo para aprender, se educa» (La religión del antiguo Egipto).
El antiguo egipcio sabía muy bien lo que ahora comenzamos a estudiar: no es tanto el maestro quien enseña, sino el niño quien aprende. La diferencia es enorme. La educación, incluso con la vara, no era más que el contexto para asegurar que el aprendizaje se produjera orgánicamente. El conocimiento recibía apoyo, mientras que su contenedor corpóreo estaba sujeto a la iniciación. El niño aprendía, pero el tutor no enseñaba materias, sino cómo aprender con lecciones de vida:
“En el templo (es decir, el lugar donde se aprende, nota del editor), el hombre dominado por las pasiones es como el árbol silvestre que crece al aire libre: termina en los astilleros o encendiendo fuego; el hombre disciplinado es como el árbol que crece en el jardín: florece, madura dulces frutos, su sombra es agradable” (ibid.).
Para el egipcio antiguo, el orgullo individual por alcanzar la meta no era un pecado contra la divinidad, era peor: una pérdida del sentido de la proporción, una ruptura del orden armonioso de las cosas, del cual solo se aprende a alcanzar la meta. El poder del método para el éxito, es decir, para alcanzar la meta, no reside en el camino salvaje (en el arribismo, diríamos hoy):
«Si tratas con personas con mentes y acciones desordenadas, déjalas a su antojo, el netjer sabrá cómo responder» (ibid.).
El netjer, a menudo traducido como “dios”, es más concretamente la entidad divina que, en un tiempo y lugar específicos, supervisa la armonía entre un hombre en particular y el orden de las cosas cuando emprende una acción para lograr un resultado. No sabemos si un egiptólogo estaría de acuerdo con nosotros al considerarlo un programa, pero nos parece bastante adecuado como concepto de antigua inversión de la práctica.
En el Egipto post neolítico (es decir, después de la X dinastía, a partir del 2130 a. C., según algunos estudiosos), el aprendizaje organizado se generalizó, aunque se les negaba a los agricultores, no tanto por una cuestión de clase, sino porque no lo necesitaban, ya que disfrutaban de una buena organización de la tierra cultivable, poseían un profundo conocimiento de la medición del tiempo, de los métodos para explotar mejor el suelo cubierto anualmente de limo y del ciclo vital de animales y plantas. Los “empleados” (a quienes muchos llaman esclavos, aunque estos aún no existían) podían, en cambio, participar en la educación, lo que explicaría las tablillas y papiros “escolares” encontrados en los hogares, que no eran “tareas escolares”, sino que se producían durante la interacción entre educador y alumno.
La sociedad egipcia de los siglos posteriores, desde el Imperio Medio en adelante, es mejor conocida. Cuenta con una escuela para escribas (casa de la escritura), donde se aprenden artes prácticas (escritura, matemáticas, geometría), y una escuela más exclusiva, la llamada “casa de la vida”, estrechamente vinculada al templo, para un conocimiento más amplio, probablemente esotérico (también era un “taller de libros”, lo que plantea una pregunta: ¿no eran los escribas los que producían los libros?). Hoy en día es difícil comprender el verdadero significado tanto de “casa de la escritura” como de “casa de la vida”; y sobre todo de “templo”, que, como ya se ha dicho, ciertamente no era una iglesia.
Es importante describir la transmisión del conocimiento en la antigüedad preclásica, aunque se base en criterios difíciles de descifrar hoy, porque es esencial para comprender qué ocurrirá en la sociedad futura. El hombre antiguo no asimilaba las “materias escolares” mediante la comunicación de elementos discretos. O, más bien, racionalizaba de esta manera solo las bases para un conocimiento más amplio. Todos los pueblos que nos han legado grandes obras poseían un conocimiento tan empírico de la transformación de la materia, comparado con los medios de la época, que hoy resulta asombroso. Sin embargo, este hecho es más que normal si se asume que la sociedad desconoce el valor del tiempo, de la fuerza de trabajo y de la materia misma. Este dominio del mundo físico se adquirió en el contexto de la acción y mediante modelos heredados a lo largo de milenios. No tenía nada de individual, era como si formara parte del programa genético social.
Por lo tanto, la escritura y la enseñanza se dirigían al individuo únicamente como intermediario social; de hecho, nada se le transmitía separado de la vida, y él no podía transmitir nada de otra manera. Toda la existencia del antiguo egipcio estaba dominada por símbolos, y no era necesario saber leer para comprender las estructuras de los edificios, el significado de las estatuas, los bajorrelieves, los netjer y sus hogares (los templos).
El maestro, padre, escriba o sacerdote, era solo un canal de conocimiento, no algo que se enseñara desde afuera, desde una institución donde se entraba ignorante y se salía sabio. Hoy prevalece la absurda costumbre de separar arte y ciencia, pero en la antigüedad (y, a decir verdad, también en la Edad Media y el Renacimiento) lo que llamamos arte era la producción normal; coincidía con la vida productiva y reproductiva de la sociedad. La escuela rodeaba al hombre, y cada detalle, desde el de la naturaleza hasta el creado por el arte, contribuía a “enseñar” algo. El entorno pedagógico del hombre antiguo era comparable al jeroglífico: es una representación de una realidad cualitativa y, al mismo tiempo, un signo de información cuantitativa, como un carácter. El jeroglífico funcionaba de la misma manera que un jeroglífico moderno, donde la imagen contribuye a construir la oración alfabética; todas las civilizaciones que han llegado a la escritura alfabética han pasado por este proceso unificador.
Esta observación sobre la unidad de la información cualitativa-cuantitativa debe conectarse con lo dicho anteriormente sobre la ontogénesis humana y social. Sobre todo, nos será útil más adelante, cuando nos enfrentemos al proceso de aprendizaje permanente en la nueva sociedad, que referiremos al mismo principio. Así como no puede haber contradicción entre el niño y la sociedad infantil, tampoco puede haber contradicción entre el adulto y la futura sociedad desarrollada.
De la comunidad formativa a la escuela institucional
Incluso en el contexto judío, la escuela se entendía más en sentido figurado que como institución. Una prueba informática sobre el texto de la Biblia (la llamada versión “de Jerusalén”) revela que el término “escuela” es muy poco común, al igual que “aprender” y términos similares, que aparecen únicamente en libros “didácticos” y “proféticos”, así como, por supuesto, en el contexto grecorromano tardío de los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas Paulinas. El término “enseñar” con sus derivados es mucho más frecuente, pero se refiere casi exclusivamente a la palabra de Dios. El índice analítico detallado de la versión de los Testigos de Jehová solo menciona el término “escuela” dos veces, tanto en el contexto reciente de los Evangelios como de los Hechos, y no aparece en el Antiguo Testamento.
La escuela judía, que se desarrolló junto a las estructuras del Templo, se verá afectada por la experiencia de las sectas comunistas hasta la destrucción de Jerusalén, y algunos rasgos de esta se transmitirán al cristianismo primitivo. La transición, es decir, el impacto de la antigua sociedad tribal con la sociedad esclavista romana, fue de una violencia excepcional. Cuando Roma arrasó Jerusalén, exterminando a sus habitantes, algunas comunidades judías aún conservaban características antiguas, el recuerdo de grandes comunidades, cuyas estructuras sociales eran propicias para la vida comunitaria: su condición de “escuela” incluía el conjunto de construcciones colectivas con sus ocupantes, viviendas, cocinas, baños rituales, laboratorios y biblioteca-escritorio, como lo demuestra, por ejemplo, el yacimiento arqueológico de la comunidad de Qumrán (siglo II a. C.). Los esenios vivían en comunidades del mismo tipo y los zelotes nos han legado la evidencia arqueológica de Masada, donde los edificios, alcanzados mediante la renovación de un palacio herodiano, ocupan los módulos comunitarios de Qumrán (y donde toda la comunidad, de 960 hombres, mujeres y niños, decidió autoexterminarse antes que caer en manos de los soldados romanos). Cristo mismo, heredero místico de los esenios y zelotes, basará su lenguaje comunicativo en los tres niveles de aprendizaje original comunes a todas las sociedades pre clasistas: la invitación persuasiva o propedéutica, la difusión pública o exotérica y la profundización esotérica reservada a la comunidad formada. Dicho en términos de la progresión del aprendizaje en el niño: la introducción al mundo circundante, la verificación de las relaciones con él, la profundización en la realidad para transformarla. En este método, Pablo basará su acción dirigida a la internacionalización del movimiento cristiano, de una pequeña secta local a un partido internacional que sancionó el fin de la transición (Flavio Josefo, el narrador judío del fin de Jerusalén, se convirtió significativamente en romano al adoptar el patronímico de los Flavios).
Mucho antes de que la expansión del Imperio arrasara con toda sociedad “primitiva” en su territorio, el término “escuela” significaba tanto en griego (scholé) como en latín (schola) “no actividad”, equivalente: otium, en contraposición a negotium, la actividad práctica que privaba de tiempo libre, el tiempo que, por lo tanto, podía dedicarse al estudio. En el contexto griego clásico las escuelas propiamente dichas se formaron a partir de los siglos VI-V a. C. con los sofistas, dirigidas por profesores privados que cobraban una cuota a los alumnos. Esparta merece ser estudiada en particular en comparación con el resto de Grecia, dado que toda la sociedad resistió durante siglos como escuela de tipo puramente comunista-militar. En Roma existían escuelas privadas, como en Grecia, a las que, a partir de Vespasiano, se unieron algunas financiadas directamente por el Estado. Gradualmente, se convirtieron en instituciones públicas en todo el mundo grecorromano. Parecen haber sido de dudosa eficacia, según las crónicas contemporáneas, que ya lamentaban una “crisis de la escuela”, desvinculada de la sociedad y tendiendo a una vida propia. La educación oficial seguía siendo prerrogativa de un reducido círculo de ciudadanos romanos, mientras que el antiguo autoaprendizaje, mediante el crecimiento y el trabajo era la norma, para los más ricos acompañados de un tutor, a menudo esclavo y griego.
Tenemos, por lo tanto, en las sociedades más antiguas, un sistema de aprendizaje social organizado que perdura durante milenios como una estructura no piramidal ni clasista. Esta situación persiste incluso en el mundo clásico y luego en el cristiano, donde religión y educación se reunirán, como en la sociedad preclásica, pero asimilando la lección surgida entretanto de la secularización grecorromana. La nueva religión, 400 años después de su aparición, adoptará la forma escolástica de enseñanza colectiva de maestro a alumnos, aunque al principio muchos, como Agustín, seguirán tratando con el magister al estilo antiguo, privilegiando el concepto de “maestro interior”. Con Eusebio, Ambrosio y Agustín se fundarán las primeras comunidades de religiosos dedicados al estudio y al esfuerzo, mientras que Benito introducirá por primera vez, junto con el estudio, el trabajo manual como viático para el alma de los monjes. La Iglesia, que con su afirmación necesitaba una escuela, es un buen ejemplo de la ontogénesis completa de un organismo: a partir de creencias previas, procede a la autoformación de su propio cuerpo y su propio conocimiento; con los sacerdotes de las primeras formas de monacato, procede al ordenamiento y la memoria de su propio programa; con las abadías productivas procede a unir el trabajo con el conocimiento, descubriendo que del trabajo asalariado se genera plusvalía. Del paganismo al misticismo, del combate armado al populismo, pasando por reiteradas formas de herejía comunista, todo es experimentado por esta sociedad en sociedad, desde hace siglos ya un instrumento de pura conservación. La escuela se sitúa junto a la Iglesia como instrumento laico pero tanto en la autoconservación como en la conservación de lo existente está muy cerca de ella.
Un ejemplo comunista de la formación del hombre
Hubo sociedades, no tan antiguas en términos de tiempo como en términos de desarrollo, que conservaron fuertes características comunistas, mucho más visibles que en las sociedades que hemos considerado brevemente. En México, por ejemplo, los niños aztecas comenzaban a trabajar junto a los adultos en labores ligeras desde muy temprano, generalmente dentro de la familia extensa. Los primeros preceptos sencillos provenían de sus padres, quienes aplicaban normas detalladas de vida social, como el racionamiento de alimentos, no por necesidad, sino por autodisciplina. Más tarde, la educación, obligatoria para todos, pasó de la familia a la sociedad. Existían dos estructuras para la educación de los jóvenes aztecas que abandonaban el hogar: el calmecac, una organización vinculada al templo donde los niños eran confiados a los sacerdotes, y el telpochcalli, “casa de los jóvenes”, dirigida por maestros elegidos entre guerreros expertos.
El hecho de que existieran dos instituciones, destinadas a diferentes funciones sociales (el calmecac preparaba a los jóvenes para ser enviados al sacerdocio o a altas funciones estatales, mientras que el telpochcalli reunía a todas las demás), indica que nos encontramos ante un caso típico de transición, como en el Egipto del antiguo reino; la diferencia radica en que sabemos mucho más sobre los aztecas gracias a las crónicas directas de la época. Una de las principales preocupaciones de la sociedad azteca era la educación de los jóvenes y, en lugar de los primitivos ritos de iniciación, iguales para todos, ya se habían consolidado formas colectivas de educación diversificada (aunque las niñas se educaban invariablemente en el templo). No se trataba de escuelas, sino de comunidades especiales que no preparaban especialistas en una “materia”, sino hombres completos capaces de llevar a cabo las tareas específicas asignadas, además de las comunes a todos. Dado que la guerra entre los aztecas era uno de los aspectos más importantes de la vida social (sin embargo, la “guerra” tenía aspectos ceremoniales tan claros que el término resulta impropio), los jóvenes de estos “colegios” eran llevados a una vida colectiva de tipo “militar” donde la propiedad se sentía incluso menos que fuera de ella. Cada año, las comunidades de calmecac y telpochcalli participaban en una guerra simulada, y aunque la sociedad imponía la tolerancia mutua en su interior, se cultivaba el antagonismo simbólico entre enemigos.
En cualquier caso, aunque la base de esta división aparentemente rígida entre ambos sistemas educativos era la necesidad de preparar a los jóvenes para los diferentes estratos sociales, su origen no importaba. Todos los ciudadanos, sin distinción, podían alcanzar las más altas esferas. La educación recibida en el calmecac era severa y rigurosa: la autodisciplina, el sacrificio y la abnegación eran la base de la enseñanza. La vida en la “casa de la juventud” era menos austera: quien entraba en el telpochcalli también estaba sujeto a una férrea disciplina y, además, debía realizar todas las tareas de la comunidad, como cortar leña, barrer las instalaciones comunales, reparar zanjas y canales, y cultivar las tierras comunales; pero al atardecer, todos los jóvenes iban a cantar y bailar a un lugar llamado “la casa del canto” hasta altas horas de la noche, y quienes tenían amantes se acostaban con ellos (las jóvenes participaban en el sistema educativo y eran admitidas oficialmente en la comunidad, donde circulaban libremente).
La educación de las nuevas generaciones estaba, por lo tanto, completamente socializada. El contraste con la anarquía que existió en este ámbito en el mundo europeo durante la Antigüedad y la Edad Media, hasta el fortalecimiento del aparato estatal propiciado por la revolución burguesa, es evidente. Y, en cualquier caso, la enorme diferencia entre la escuela de cualquier época y la estructura social formativa del hombre azteca es evidente. Los aztecas formaron su personalidad en un entorno puramente comunista capaz de moldearlos para el resto de sus vidas. Y la vida de cada persona, tanto en las guerras como en las tareas cotidianas, se consideraba parte de la comunidad y se le ofrecía sin problemas. El concepto de muerte individual no pertenecía al mundo precolombino. El comunismo no solo estaba inscrito en el código genético social del individuo, sino que también se le “enseñaba” a través de la participación social.
Por supuesto, el entorno estrictamente formativo para los jóvenes no fue el único en el que la humanidad, aún comunista, tuvo la oportunidad de desarrollarse. En todas las primeras formas urbanas, y esto es sin duda una constante, existían numerosas oportunidades para la vida social. El trabajo útil para la comunidad, las decisiones “políticas”, los banquetes y, en general, los momentos de ocio en común se situaban a menudo bajo el signo de lo que hoy llamamos “religión”, que entonces no era más que un vínculo de la especie con la naturaleza. Siguiendo con los aztecas, sabemos que los ciudadanos vivían en el calpulli, término que los españoles tradujeron como barrio, pero que en realidad era el territorio de una comunidad urbana restringida (o de una familia extensa); un cierto número de núcleos familiares lo dividían según criterios establecidos y lo administraban de forma autónoma, bajo la dirección de un líder electo y la protección de su propio templo. En cada “barrio” de la ciudad había varios telpochcalli, administrados por los “maestros de los jóvenes”, funcionarios laicos independientes. En cambio, los calmecac estaban distribuidos por todo México bajo control azteca, pero solo donde había un gran templo, y eran administrados por sacerdotes que dependían del gobierno central.
Estas no son peculiaridades del Nuevo Mundo, sino determinaciones comunes a muchos desarrollos de las civilizaciones urbanas. Entre los latinos existía algo muy similar: la curia. En Grecia correspondía a la fratria, una institución similar que se ha constatado desde el siglo IX a. C. El sustrato de parentesco surge claramente del término fratria, más que del término curia, cuya etimología más acreditada, co-viria, parece aludir al “consejo” de una parte del pueblo en armas. Por lo tanto, el latín curia parecería recordar estrechamente a la andreìa de los cretenses y espartanos (es decir, el grupo de quienes participaban en las comidas comunitarias) y a la vereias de los oscos. Este fue el contexto en el que se formó el hombre de las primeras sociedades urbanas. Es difícil imaginar que existiera allí una “escuela” como institución separada de las estructuras internas tan fuertemente imbuidas del comunismo.
El niño no es un recipiente vacío
Tolstói, buscando ejemplos para “su” escuela en Yásnaia Poliana, se horrorizó al observar los métodos pedagógicos alemanes de la época, basados empíricamente en el concepto de que “el niño es un saco vacío que hay que llenar”, a pesar de las teorías alemanas ligeramente superiores (por ejemplo, la de Herbart, que inspiró teóricamente la pedagogía en las escuelas de la época), y los juzgó indudablemente peores que los rusos. Incluso Wilhelm Reich atacó con vehemencia la concepción autoritaria de la escuela, derivada de la educación forzada de la familia alemana.
El concepto del niño como un recipiente vacío que hay que llenar es una concepción mecanicista reciente. Incluso la sociedad medieval profundizó en el problema del conocimiento, ofreciéndonos ideas prácticas útiles para el futuro; solo la sociedad capitalista parece haberse eximido de esta tarea, manteniendo la práctica escolar alejada de las propuestas de los mismos eruditos burgueses, salvo los experimentos de grupos aislados. Tras haber sentado las bases materiales para el salto definitivo de la prehistoria a la historia, dejó de dar importancia a la necesidad de fijar una teoría del conocimiento en la ideología. Le bastó con investigar la estructura existente, el conjunto formado por cerebro, psique, entorno y comportamiento, y, obviamente, criticar, desde la cúspide de su pseudomaterialismo, la sutil capacidad de autoorganización de la materia, tal como la vislumbró Engels y como lo demuestran ampliamente hoy la paleoantropología, la etología y la ciencia del lenguaje. Hoy, la academia burguesa acusa a la teoría de la formación y fijación genética de caracteres moldeados por el neokantismo y el innatismo, precisamente cuando una de sus corrientes eclécticas revela profundas conexiones entre la materia autoorganizada, es decir, viva, su pasado biológico-social y su devenir. A pesar de la ideología, la ciencia verifica que el autoaprendizaje relacional se encuentra en todos los niveles biológicos, comenzando por el genoma que nos programa, ya que en cada uno de ellos encontramos actuando regulaciones, es decir, estímulos y retroalimentación que “construyen” el cuerpo y su inteligencia.
¿Qué es la mente?, se preguntaban los grandes materialistas del siglo XVIII; y la respuesta, aún no desmentida, es: la capacidad de la materia para conocerse a sí misma (Diderot). Así pues, en el niño-saco no hay “vacío”, ni de materia ni de conocimiento. Si no fuera así, se necesitaría una divinidad creadora para llegar a lo que vemos a diario. La incapacidad de ser plenamente materialistas impide a la mayoría de los estudiosos del saber admitir la autoorganización de la materia, porque tienen en mente algún sustituto de la divinidad: el Big Bang para los físicos, el azar para los biólogos moleculares, el maestro para los pedagogos, la escuela para los sociólogos. Siempre debe haber algo o alguien que represente el motor, la voluntad. Es la misma corriente activista que pretende “hacer” partidos y revoluciones, la cual permanece atónita ante el fenómeno, tan normal, de la disolución de Rusia y todo su “comunismo”. Sesenta años de escuela comunista omnipresente, de propaganda comunista asfixiante, de emular el trabajo comunista, de familia comunista, de Estado comunista, etc., etc., etc., no han dejado el más mínimo rastro de comunismo en la sociedad rusa. Había cientos de millones de “bolsas vacías” que llenar y no se recogió absolutamente nada. Si basáramos una teoría del conocimiento en la capacidad de los maestros y su escuela para inculcarla en los estudiantes, estaríamos en problemas. Por esta razón, Lenin no pudo tolerar el disparate del Proletkult bogdanoviano y no permitió que se convirtiera en escuela.
La Iglesia no podía concebir la teoría del niño como una bolsa vacía. Desde la Edad Media, había sentido la contradicción entre el alma innata y el conocimiento racional que la completaba, pero había intentado no conformarse ni con el alma ni con su inspirador divino como ideología. El alma se sustentaba en la razón y el libre albedrío; el niño no nacía animal para convertirse en hombre. Sin embargo, para ayudar al alma y a la razón, primero salvó más libros de los que quemó y restableció la memoria exhumando la Biblioteca; luego, creó una sociedad en torno a los núcleos del conocimiento conservado. El tipo de conocimiento de la sociedad medieval retomaba, en un nivel diferente, todas las enseñanzas de la antigüedad clásica. La estructura de soporte de la Iglesia era el medio compartido, la teología su lenguaje. No era posible hacerse entender por un científico sin asumir el lenguaje teológico como propio: Abelardo era formalmente teólogo, pero eso no le impidió ser el padre racionalista de la lógica occidental. Bernardo, su adversario, usó el mismo lenguaje para alabar la impalpable comunidad con Dios sin intermediarios materiales, la simplicidad de los orígenes monásticos; pero al mismo tiempo fue el líder super enérgico de un movimiento revolucionario que rozaba la herejía, introdujo el trabajo asalariado generalizado, recuperó media Europa de los pantanos y desiertos, construyó 750 abadías y finalmente entregó su gobierno a las órdenes monásticas combatientes de los Templarios y los Caballeros Teutónicos, quienes ciertamente no se limitaban a rezar.
Unidad, separación, unidad
Las relaciones vinculadas, los recuerdos del comunismo y la sociedad escolar no cesaron en absoluto a lo largo de la Edad Media; hubo efervescencia, no siglos oscuros ni vacíos. El aprendizaje en la sociedad medieval se desarrollaba a través de las estructuras de la Iglesia: seminarios, pero sobre todo abadías y conventos, siempre comunidades, grandes o pequeñas, que combinaban vida, estudio y trabajo. O en corporaciones, aún comunidades de aprendizaje y trabajo. Es en la sociedad burguesa donde se empieza a separar teoría y práctica, vida y trabajo, estudio y vacaciones. Es importante subrayar el carácter no escolar de la educación durante siglos y siglos. La escuela propiamente dicha estaba reservada a los sacerdotes, y ni siquiera a todos, ya que la aceptación casi siempre se producía tras la adquisición de beneficios o títulos por parte de personas poderosas. El resto de la educación se desarrollaba en una sociedad donde, si bien es cierto, todos dependían de alguien más, pero no a través de un vínculo pasivo por parte del subordinado, sino con formas de iniciación activa y duradera; no la escuela, sino simplemente una forma de vida, donde el “estudio” no era más que la práctica diaria del niño, el músico, el científico, etc., y donde el subordinado era a menudo el maestro del “patrón”.
En cuanto a la educación, desde el siglo XIII en adelante la teología se basó principalmente en Tomás de Aquino: se puede aprender pasivamente del maestro a través de las palabras (signos) que este difunde, o se puede aprender activamente, poniendo en práctica los propios recursos para aprender sin enseñar. En este caso, se reconoce la acción del maestro interior agustiniano, pero con una diferencia sustancial: mientras que Agustín no admite que los signos puedan realmente enseñar algo (cada signo solo puede explicarse con otro signo, como demuestra cualquier diccionario), Tomás afirma que se puede aprender de un maestro, incluso a través de los signos, porque la razón del individuo es capaz de interactuar con ellos, relacionarlos y obtener conocimiento de ellos. La educación siempre se logra cuando la razón se usa correctamente. Nadie más puede usar nuestra razón, por lo que, en última instancia, el factor determinante en la educación es siempre el maestro interior.
En la teología medieval el niño se entiende por lo tanto como un ser con propiedades innatas, aunque de una manera muy diferente a cómo entendemos el bagaje genético que llamamos instinto. Lo que nos interesa aquí, sin embargo, es que esta concepción, hasta el Renacimiento, representa la base de la formación del hombre medieval, que sigue siendo un hombre antiguo a pesar del desarrollo de las fuerzas productivas: ningún maestro podrá darte lo que no tienes o no sabes construir con el material que te rodea; la vida y las obras cuentan más que las palabras (y, por supuesto, Dios, etc.).
La verdadera y propiamente dicha escuela nació entretanto con las universidades, en los siglos XI y XII, en Salerno, Bolonia y París. Corporaciones de profesores y estudiantes privados, vinculados por contrato con un compromiso de pago, obtuvieron estatus y reconocimiento oficial. Nacieron el profesor con toga y los goliardos, signos de la separación de un mundo que aborrece el trabajo y el uso de las manos. El médico ya no tocará al paciente para no mancharse y dejará las tareas de cortar, extraer muelas, etc. al barbero o al herrero. Con la afirmación de la clase burguesa, el materialismo vulgar se abrirá paso y la escuela se convertirá en el lugar al que acudirán los estudiantes como recipientes vacíos que deben llenarse. El cerebro se convertirá en un recipiente transportado por un cuerpo que actúa como medio de transporte. Por lo tanto, la universidad no solo anticipa la escuela que se impondrá en los años venideros, sino sobre todo su pedantería, su inmovilismo, su academicismo, su aislamiento de la sociedad.
Jamás una persona antigua olvidaría que la mente está bien cuando forma un todo con el cuerpo. Y una inmensa parte del conocimiento humano que ha sobrevivido del pasado, el oriental, brutalmente asediado tanto por el materialismo consumista como por el fagocito de la nueva era, nos recuerda que mente y cuerpo son interdependientes y que cuando la voluntad se aplica al cuerpo, el resto surge como resultado. La formación del hombre futuro no puede ignorar este hecho, es decir, en última instancia, el trabajo: el programa comunista de educación parte del papel que desempeña el trabajo en la formación del hombre y lo integra en el mundo del aprendizaje. La escuela actual no prepara para el trabajo en absoluto y sería un error simplemente invertir el rumbo, es decir, convertir el trabajo en el entorno de la escuela, como en las estructuras de los Salesianos, los Hermanos de La Salle o en las mentes de educadores que han malinterpretado a Marx. La sociedad futura no considerará a los niños como cajas que llenar, sino como células vitales de su propio cuerpo social, incluyendo el cerebro. Al igual que la sociedad antigua, no podrá ignorar los mecanismos del aprendizaje para generar estructuras adecuadas para la formación. Por lo tanto, será necesario reconstruir, dentro de la sociedad, el camino del aprendizaje fisiológico, ontogenético y filogenético, es decir, el relativo a la evolución de la especie y su cerebro colectivo.
Liberación de la energía social
Dijimos anteriormente que sería inconcebible separar al hombre en formación de la experiencia disponible que le proporcionan las formas impregnadas de comunismo que ya se ha dado a sí mismo en la historia. Pero tampoco es posible separarlo del futuro de la especie, anticipado durante un breve período de la después fallida Revolución de Octubre. El conocimiento, la escuela, la comunicación, el entretenimiento, el arte, son todos aspectos de la actividad humana a los que el ímpetu revolucionario había desarrollado en un breve período de entusiasmo. Y así volverá a ser, con resultados superiores, dado que Octubre combinó auténticas explosiones revolucionarias, anticipatorias, con torpes intentos, ingenuidades descabelladas e incluso errores garrafales, como el de querer reformar la escuela zarista en lugar de barrerla como el Estado autocrático. Por lo tanto, el camino está trazado, si uno es capaz de identificarlo entre todos los obstáculos. El mayor obstáculo que enfrentamos hoy, antes de que la revolución se encargue de hacer evidentes las cosas incluso a los ciegos y sordos, es la comprensión de la dialéctica revolucionaria.
Toda revolución tiene sus soldados, su programa y su estética. Pero ¿de dónde provienen, si el sistema que la revolución tiene la tarea de demoler impone su propia ideología, su propia cultura, su propia ciencia, etc.? Vieja cuestión: ningún giro revolucionario es posible sin el partido de la revolución, pero su programa, lo que sus soldados deben asimilar, es el fruto de esa revolución. ¿Dónde está la solución a la paradoja? Después de Octubre, Trotsky tuvo que responder varias veces a preguntas sobre la cultura proletaria, el arte proletario, la ciencia proletaria, la doctrina militar proletaria. El proletariado no era dueño de todo esto, no podía construirlo con los escombros de la vieja sociedad y aún no existían los ladrillos ni los andamios para la nueva. Los bolcheviques, incluyendo a Trotsky, tendían a responder que la tarea consistía en construir con los escasos materiales nuevos sobre los escombros de la vieja sociedad; al escalarlos, se alcanzaba mayor altura y se podía vislumbrar un horizonte más lejano. El desarrollo de la “ciencia proletaria” llegaría más tarde. Esto también aplicaba a la escuela. La Izquierda Comunista “italiana” nos enseñó que la respuesta completa es que la dialéctica inherente a la dinámica hacia la nueva sociedad provoca que surjan anticipaciones de la futura desde la vieja sociedad; por lo tanto, que surja el partido histórico que las conecta entre sí y forma las herramientas adecuadas para la ruptura catastrófica del viejo sistema mientras el nuevo se impone. La escuela, como todo lo demás, está involucrada en ello, y las contradicciones dentro del viejo sistema no son más que síntomas de su enfermedad fatal.
La burguesía exalta la individualidad del genio, del científico, del artista que surge de sus academias (si es un buen comerciante de sí mismo, especialmente si gana dinero, incluso el autodidacta vale para eso); La revolución, sin necesidad de genios ni dirigentes, trajo y traerá la ciencia a los hogares y el llamado arte a las fábricas, burlándose de la autoridad de los críticos del momento.
La burguesía exalta su arte hasta el punto de exhibir “mierda de artista en lata” y diversas burlas, pero en Rusia solo ve realismo socialista y edificios fascistas-estalinistas, pasando por alto fácilmente la explosión de arte que no cuelga de la pared, sino que se incorpora a objetos cotidianos (antes de Stalin). La ideología censura con fines propagandísticos, pero la cartera burguesa abre y hace crujir el fajo cuando se trata de guardar un folleto futurista, un cuenco suprematista[2], una silla constructivista en la colección (o en la caja de seguridad).
La burguesía exalta la producción en masa, la democracia homologadora, la escuela para el pueblo, el libre acceso a la Cultura —con mayúscula, por supuesto— para las multitudes; incluso teoriza sobre la sociedad desescolarizada en favor de las redes de autoaprendizaje; pero mientras tanto, cría a sus hijos en escuelas exclusivas y crea monstruos escolares vastos como ciudades.
La burguesía, ávida de tecnología y productividad, exalta la ciencia y la búsqueda de nuevos conocimientos, erige catedrales de conocimiento universalizado y absoluto, pero luego anhela ganancias, aplicaciones, logros, rentabilidad económica. Y no le conviene si no está segura de obtenerlos. Así, el físico termina, a los treinta años o más, calculando los efectos de frenar un estúpido coche para que un compañero suyo, con los sentidos embotados por la discoteca, reduzca la probabilidad individual de matarse y evite pagar una cantidad excesiva a la compañía de seguros.
Mientras el sistema burgués avanza hacia el desorden total, hacia la incontrolabilidad de los sistemas y subsistemas, en resumen, hacia su máxima entropía, hacia la muerte térmica, la revolución trabaja para remover aún más terreno bajo sus pies: vacía la escuela de todo contenido y prepara el terreno para su demolición final. No se puede congelar a un joven entre la escuela y el desempleo durante treinta años con impunidad. No se puede destruir impunemente la ancestral relación circular que debe vincular al niño con el joven, al adulto, al anciano, de vuelta al niño, y así sucesivamente, sin pagar las consecuencias de una fosilización de la sociedad, dinámica desde un punto de vista productivo, pero nada desde un punto de vista humano. De hecho, traduce la relación circular de producción y reproducción en una relación lineal que va del niño que genera ganancias con los pañales que consume, al consumidor joven y adulto que induce y produce aún más, y al anciano que es una bendición para las industrias farmacéutica, hospitalaria y de residencias de ancianos donde está aparcado.
Si el capitalismo hace que el camino sea lineal, al final solo puede haber muerte. Nos viene bien. La nueva sociedad reintroducirá el movimiento circular infinito; el nuevo cerebro social nacido de las cenizas de la antigua se reconectará con las antiguas formas de conocimiento a través de la mediación científica y tecnológica, limpio de la escoria de la ideología actual. Hoy en día, la infancia se prolonga en el tiempo, oficialmente hasta los treinta y dos años; consume juguetes innombrables, diseñados por locos a quienes no les importa un niño (y de hecho, los niños, incluso rodeados de ellos, a menudo ni siquiera los miran; los más grandes no juegan con ellos, sino que los exhiben con orgullo como símbolos de estatus), y más tarde, playstations, ordenadores, teléfonos celulares…
La formación del hombre capitalista no tiene nada de natural, y menos aún sigue la autoconstrucción del hombre biológico y social, de la que hemos hablado. La sociedad futura no se apropiará de la escuela, sino de la red de comunicaciones, del conocimiento acumulado y del cerebro social primitivo para romper, ante todo, con la incomunicación inhumana. Conquistas tan presumidas como la interactividad, la interdisciplina, el conocimiento de la complejidad y las redes, las teorías del todo, no son más que destellos: apenas han tenido tiempo de manifestarse y han sido inmediatamente absorbidas por la rutina del lucro y el agujero negro escolar del que ni siquiera emerge la luz. Y, sin embargo, son potencialidades que deben ser liberadas. En lugar de un sistema unidireccional –en el que el niño crece, el adulto produce y el anciano espera la muerte, y todos se comunican sólo dentro de sus respectivos grupos de pertenencia, recibiendo únicamente lo que dispensa la ideología dominante– se creará un sistema formativo que involucrará a todos, y cada uno existirá en función de los otros.
“Lector in fabula”
El niño posee una enorme capacidad de recepción e interacción con el entorno y, en cambio, se ve obligado a absorber lo que los adultos le transmiten, de forma unidireccional. ¿Con qué conocimiento interactúa? ¿Con qué material “genético” puede desarrollar? La estructura unidireccional de la comunicación se manifiesta en todos los niveles, pero especialmente en la escuela primaria, precisamente donde la afirmación del principio biopedagógico explicado anteriormente sería más necesaria. Si bien este fenómeno contradictorio es absolutamente insuperable para la burguesía, la nueva sociedad lo afrontará con elegancia científica: simplificando. Al eliminar la escuela como estructura fija, como campo en sí mismo, como gueto condicionante, la liberación de las exuberantes fuerzas interactuantes ya se habrá logrado en sí misma. Al reducir considerablemente el tiempo perdido en lo que hoy se denomina, sin ironía, “estudio”, reemplazado por el complejo de actividades formativas no desvinculadas de la vida, se ampliará enormemente la posibilidad de realizar, a lo largo de la existencia del individuo, la primera exigencia del hombre “humano”: la inversión de la práctica, la acción consciente con un propósito.
La imposibilidad de acceder a la escuela oficial en Rusia la paralizó durante años, mientras que las comunas de educación extraescolar, sus bibliotecas precarias, sus laboratorios, sus comunas agrícolas e incluso sus fábricas proliferaron: imaginen lo que no podrá suceder en la era de la alta tecnología, de las bibliotecas infinitas, de las computadoras, de internet, de las inmensas posibilidades de memorización. Con miles de jóvenes, ya no enfermos del analfabetismo civilizatorio, sino vanguardias de las multitudes que romperán los lazos con las viejas instituciones, deseosos por transmitir sus conocimientos, mejorarlos al hacerlo, transmitirlos aún más.
La interactividad actual del profesor con el alumno y viceversa, a pesar de las palabras elegantes, tiene el mismo poder de retroalimentación que un termostato común: si no lo sabes, te doy un cinco; si lo sabes, te doy un siete, reprobado, aprobado, otro fuera. Un mono buscando plátanos representa un “sistema” más inteligente. El nuevo entorno educativo incluirá una integración profesor-alumno (aunque la terminología no es adecuada) como un todo dinámico en el acto de autoaprendizaje, es decir, de autoconstrucción. El organismo humano, en su complejidad, posee capacidades de interacción con sus semejantes inmensamente superiores a las del termostato y el mono. La tarea de la sociedad futura, empezando por el niño, será aprovechar al máximo esta interactividad.
En su Obra Abierta, Umberto Eco analiza el lenguaje, su potencial de transmisión y recepción basado en la interactividad que se establece, por ejemplo, entre el escritor y el lector (la obra de arte abierta, es decir, como fuente de información complementaria obtenida a través del caudal de conocimiento del usuario). De hecho, al examinar el problema también desde la perspectiva de la teoría (matemática) de la información, Eco concluye que es el lector quien, en gran medida, “construye” el texto que lee. De hecho, no puede leerlo sin la información que posee; no puede evitar elaborar escenarios basados en lo que sabe y puede relacionar con la escritura. El lector-alumno es, por lo tanto, al menos tan activo como el escritor-profesor, si no más.
El autor retoma este concepto en un texto de veinte años después, Lector in fabula, donde la transmisión y la recepción, en función mutua, son el centro de la relación cooperativa escritor-lector, de la red prácticamente ilimitada de relaciones que el lector puede construir con otros libros, con su vida, con el conocimiento acumulado. Ahora bien, el escritor no se diferencia de un locutor de televisión: escribe un libro como una antena emite un programa, sin saber a priori quién lo leerá. No puede identificarse con el lector; solo puede tener una opinión vaga, si quiere escribir para él y no para sí mismo. El lector se encuentra en una situación completamente diferente. Ha elegido el libro, aunque no lo encuentre acorde con sus expectativas. Lo lee sosteniéndolo físicamente en sus manos. Así, conoce al autor a través de lo que escribe. No interactúa con la persona, sino con la parte que queda en blanco y negro, y puede usarla para todas las conexiones que desee, como en un gran hipertexto mental. Es ya mejor que una relación con el profesor si este simplemente enseña una materia y no aprende la manera de enseñarla y hacerla aprender.
Pero un marxista pregunta: ¿qué biblioteca, qué enciclopedia, qué hipertexto tiene en mente el lector? La respuesta es que ahora tiene los que ofrece el convento, es decir, los de la ideología dominante, porque todos dejamos la escuela y nos vemos afectados por un mundo que también surgió de ella, por una ciencia, una música y una estética codificadas.
Imaginemos romper este estado de cosas algún día. Imaginemos eliminar, con el Estado, también la escuela. Será un caos, como en Rusia, porque la escuela codifica, ordena, normaliza. Pero será precisamente el fin del orden estatal y escolar establecido lo que representará el fin de la conservación y la reacción. El orden, por su naturaleza, se opone a cualquier evolución, más aún a cualquier revolución. Si la vida biológica estuviera regulada por un ADN inmutable, seguiríamos siendo bacterias unicelulares. Solo del caos puede nacer un nuevo orden, en el sentido de que el caos siempre es solo aparente, oculta procesos deterministas y, por lo tanto, un orden oculto. El comunismo es el orden que emerge del caos; no es un modelo, es una dinámica. Una obra abierta, si usamos el término de Eco, que no nos resulta simpático. Una obra capaz de integrar in fabula, en un proceso unitario, no solo al lector, no solo el mero discens, sino al homo discens, el hombre que aprende no por aprender, sino por ser útil a su propia especie.
En lugar del Estado y de la escuela
En dos artículos, de 1895 y 1898, sobre las escuelas-empresa propuestas por los populistas, Lenin ironiza sobre un tal Yugiakov que, en un minucioso programa símil-realista que oculta el habitual utopismo anticuado, proponía la creación de centros estudiantiles donde se unificaran el estudio y el trabajo, y el producto del trabajo, una vez vendido, fuera útil para el autosostenimiento de las comunidades. Se burla de él citando “el excelente libro de Antonio Labriola”, La concepción materialista de la historia (1896), en el que el socialista italiano escribió:
«A las formas de utopía rusa contra las que lucharon los maestros hace cincuenta años, se ha añadido otra: la utopía burocrática y fiscal, es decir, la utopía de los idiotas».
En 1920, Anton Makarenko, aprovechando la ola de formación de comunidades para la educación extraescolar, fundó una comuna productiva para jóvenes delincuentes, una experiencia que fue seguida por otras. En los volúmenes de las obras completas de Lenin, Makarenko nunca es nombrado, pero el camino que conduce a la comuna experimental es el mismo que lleva a la formación de los centros antes mencionados, confiados a Nadezda Krupskaya. Así que Lenin ciertamente apoyó o habría apoyado la labor de Makarenko, quien describe así el ambiente revolucionario:
«Después de Octubre, se abrieron ante nosotros, los pedagogos, maravillosas perspectivas y estábamos tan embriagados que casi perdimos la cabeza».
¿Por qué los centros educativos propuestos por Yugiakov se clasificaron entre las utopías de los idiotas, mientras que los fundados por Makarenko —y por muchos educadores revolucionarios— debían ser apoyados y ayudados, si en última instancia todos se basaban en la unión del estudio y el trabajo? Anton Makarenko era un marxista que no militaba en el partido; educado en las revoluciones de 1905 y 1917, había aplicado a la comuna de formación productiva la experiencia adquirida durante la construcción de los ferrocarriles en la época zarista, donde enseñaba a los hijos de los obreros en las obras. La situación particular le había permitido adoptar un programa no oficial, en el que los padres eran considerados uno con los alumnos y la escuela, fuera del control del estado zarista:
«Nuestra comunidad de trabajadores, francamente proletaria, tenía la escuela firmemente en sus manos».
Es decir, la escuela se había transformado en una no-escuela. Los centros de Makarenko, y otros establecidos sobre la misma base, eran muy diferentes de los propuestos por el populista Yugiakov: los primeros eran comunas nacidas de la revolución, los segundos eran empresas nacidas de la imaginación de un individuo; las comunas no eran “escuelas”, mientras que las empresas lo eran en todos los aspectos. Los experimentos de Makarenko tuvieron éxito en una primera fase, se encontraron con la oposición de la escuela pedagógica oficial de la URSS (la “pedagogía soviética”) en una segunda y, finalmente, cuando ésta cayó en desgracia en 1936, se integraron en la normalización estalinista general como elementos de la “construcción del hombre soviético”, incluyendo la emulación, el estajanovismo y el colectivismo estatal. Algunas de sus obras tuvieron gran éxito también fuera de Rusia.
Pero lo que más nos interesa ahora es la forma no escolástica que asumió el problema del aprendizaje durante la revolución e inmediatamente después. No estamos del todo de acuerdo con los métodos de Makarenko, ya que aún están demasiado influenciados por la atrasada sociedad rusa, pero cobran forma con la revolución y no pueden sino presentar aspectos acordes con lo que decimos: primero se forma la comunidad educativa, luego viene el estudio del educador a medida que avanza la experiencia, y finalmente se establece la teoría, desde la cual partir de nuevo para comprender la realidad. El proceso dialéctico seguido por Makarenko es el mismo que el del aprendizaje del niño (y el adoptado por Marx, descrito en el Método de la Economía Política, 1857). Por ello, de forma natural y determinista, no hubo un solo Makarenko victorioso, sino legiones de ellos, mientras que la pedagogía oficial y libresca no hizo más que acumular fracasos.
La utopía de los idiotas, aplastada por Lenin a finales del siglo XIX, se materializará y oficializará a partir de 1928 con la escuela estatal del estalinismo. Sin embargo, durante el período revolucionario surgieron numerosas comunas, más o menos espontáneas, donde el estudio y el trabajo coexistían, y el producto del trabajo entraba en el circuito del llamado comunismo de guerra, por lo tanto, en la esfera directa de la necesidad, sin pasar por el mercado. Todo de forma muy primitiva, pero aquellos experimentos representaron una evidente superación tanto de la educación “natural” del individuo, al estilo de Rousseau, como del marco cultural domesticado típico de la escuela burguesa, incluso bajo la forma aparentemente moderna de la interdisciplinariedad, del trabajo manual formativo, de la educación permanente, con el sello de la UNESCO, de la desescolarización social y de todas las diversas fórmulas ideadas por la pedagogía del siglo XX. Aquí no estamos en una fábrica que produce piezas, aquí producimos hombres —exclamó Makarenko con entusiasmo ilustrado—, y no se permite el desperdicio de ni un solo individuo: si la comunidad tiene como propósito la vida de estudio y trabajo, entonces el éxito debe ser del 100 %.
Con la fase dictatorial de la transición, y habiendo desaparecido el Estado burgués y su apéndice escolar, la producción ciertamente permanecerá, adaptándose lo más rápido posible a la nueva sociedad, pero el problema de la educación se planteará de una manera completamente diferente. De hecho, no podrá “adaptarse” gradualmente, dado que, al igual que el Estado burgués, la escuela será destruida. Mientras que el Estado proletario será una máquina similar al anterior, pero a la inversa (Marx: estará sometido a la sociedad en lugar de subyugarla), la escuela será reemplazada por la sociedad entera como el contexto en el que tendrá lugar la “educación permanente” del hombre.
La expresión que hemos entrecomillado es la misma adoptada por la UNESCO y ya la hemos visto, resumiendo el significado que le otorga el organismo cultural de las Naciones Unidas. Ahora bien, si no adoptamos este significado del Gran Hermano orwelliano, permanece el del sentido común: por “educación continua” solo podemos referirnos a la necesidad de profundizar continuamente en nuestro conocimiento de la naturaleza y sus leyes; el crecimiento del hombre social en el sentido que hemos explicado anteriormente; el perfeccionamiento de técnicas y métodos; el refinamiento de programas que le permitan revolucionar la práctica, planificar su propia existencia con el dominio de las pasiones o con su dirección racional, junto con la creatividad del instinto y la intuición. Se trata de proposiciones tan antiguas como el mundo, recogidas en los textos de sabiduría egipcios, en la Biblia, en el conocimiento grecorromano, en las propuestas del obispo Comenius.
Es una lástima que no podamos detenernos aquí en la obra de este último (especialmente en la Gran Didáctica de 1632). Su proyecto de dar educación universal a todos no se puede clasificar bajo una lógica rigurosa como pedagogía, sino como una transición entre la utopía renacentista y la realidad del mundo moderno: el conocimiento debe ser la síntesis de cada rama específica y debe universalizarse, porque cada individuo debe sentirse parte de la totalidad del mundo. La educación debe ser siempre integral: el proceso educativo no será lineal, sino cíclico, por grupos de edad, y la transmisión del conocimiento global se compatibilizará con el grado de asimilación potencial del niño. Comenius poseía una erudición inmensa para su época y comenzó a describir las relaciones entre las distintas esferas del conocimiento, las correspondencias, las referencias cruzadas, las analogías y las superposiciones, sin lograr completar su proyecto, que puede definirse como una anticipación no solo de la enciclopedia de la Ilustración, sino también de ese inmenso hipertexto que es internet. Para él, enseñar “todo y completamente” no significaba saturar el cerebro con nociones separadas, es decir, estériles, aunque pudieran contener todo el conocimiento del mundo; cada individuo debía contar con principios y métodos para que pudiera acceder a este conocimiento por sí mismo; cada disciplina debía estar orgánicamente conectada con las demás, para que el conocimiento siempre fuera unitario. Evidentemente, la humanidad retorna a sus problemas fundamentales: Marx también sostenía que se llegaría a una ciencia única.
En este punto, nos encontramos en una encrucijada entre los clichés (educación permanente, desescolarización social, cultura proletaria, iconización de los clásicos del marxismo, etc.) y el verdadero camino revolucionario en los albores de la sociedad futura. Intentemos evitar el lugar común, siguiendo el hilo del camino recorrido hasta ahora, para unir la pedagogía de los inicios con los atisbos vislumbrados por los modernos a través de las etapas intermedias: Agustín, Comenius, los logros del Octubre soviético. Lo que obtenemos de ello no es una escuela, sino una sociedad que aprende por sí misma y se dota de los medios para hacerlo. Los equipos rusos de educación extraescolar, afectados por la guerra civil, la pobreza extrema, la falta de transporte y el hambre, requisaron conventos, villas, fincas, fábricas, estaciones y establos. Las comunidades que surgieron, con diversas capacidades, crecieron con entusiasmo, construyendo sus propios medios “didácticos”: locales, mobiliario, carreteras y fábricas. La tercera comuna fundada por Makarenko inventó el taladro eléctrico portátil y construyó cámaras tipo Leica, la cúspide de la tecnología de la época.
Ante esta experiencia, la sociedad futura tendrá tareas más fáciles: si durante la Revolución rusa se obtuvieron resultados sensacionales sin contar con un poder productivo social comparable al actual, hoy existen suficientes, incluso sobreabundantes, medios materiales para revolucionar el mundo entero. La nueva sociedad, desde el principio, dispondrá no solo de millones de locales libres de las actividades típicas del despilfarro capitalista, como bancos, oficinas contables, comerciales, de representación, jurídicas, profesionales, etc., sino también de fábricas enteras que ahora producen bienes inútiles o están infrautilizadas, con todas sus oficinas, almacenes y equipos. Todo esto se transformará, cuando no simplemente demolido, en la nueva red de —¿cómo llamarlas?— unidades de formación productiva continua (o producción formativa continua), extendidas por toda la sociedad y no afianzadas como un cuerpo separado de dominación de clase. Una red integrada con la de comunicaciones, transporte y depósitos de conocimiento. Niños, jóvenes, adultos y ancianos no serán confinados en compartimentos sociales estancos, sino que formarán parte del proceso unitario y orgánico de educación-producción, sin fracturas entre estudio, trabajo y vida. Todo está listo, solo hay que aprovecharlo.
El partido de la sociedad orgánica
Según algunos lectores, confiaríamos demasiado en las tecnologías modernas como remedio para los males de la humanidad. Y también exaltaríamos los supuestos automatismos en la fase de transición, que serían posibles gracias a la presencia, en la sociedad actual, de anticipaciones de la sociedad futura que, en realidad, serían muy débiles y casi irrelevantes. Por lo tanto, menospreciaríamos la función del partido y la dictadura del proletariado. Simplemente respondemos que la pregunta está mal planteada. No se trata de tener fe o no en la tecnología. La cuestión es que el funcionamiento de los organismos biológicos, de toda la biosfera y de los hombres en particular, y por lo tanto del partido de su revolución, es orgánico o, dicho de otro modo, “cibernético”, que en la antigüedad significaba simplemente “ciencia de la guía” o de gobierno; como el timonel guía un barco interactuando con los vientos y las condiciones del mar, o como el termostato habitual regula el entorno interactuando con las condiciones que allí se encuentran (y ni siquiera somos demasiado modernos, dado que el término, al igual que la noción que explica, proviene de Ampère, primera mitad del siglo XIX). Si el termostato tuviera más funciones, en lugar de mantener la temperatura, produciría un clima acorde con las necesidades de quienes lo rodean, como en la Atlántida de Francis Bacon. El partido es un órgano bio-cibernético, producto y factor a la vez de información-acción.
Todo sistema biológico o social es obviamente mucho más complejo que un termostato, tan complejo que a veces se vuelve “inteligente”, es decir, capaz de discernir entre muchas opciones y decidir. El partido representa el elemento catalizador que dota de inteligencia al sistema, es decir, un programa. No creemos en la ciencia burguesa, al contrario. Pero los hechos materiales nos muestran cómo la sociedad ha alcanzado un alto nivel de capacidad de autoorganización, completamente desperdiciado por el estúpido sistema capitalista que se sobrevive a sí mismo. Una vez abolido el capitalismo, no es nuestra “confianza” lo que cuenta, sino la estructura material liberada la que finalmente funcionará, obviamente para fines distintos a los actuales. La dictadura del proletariado no sale disminuida en absoluto, sino fortalecida, y también lo hace el partido: representando la inversión de la práctica, dispondrá de un enorme material en el que apoyarse y aplicar su “voluntad” (en Rusia, las condiciones eran muy diferentes, por lo que los aspectos de la transición, tanto el asalto revolucionario en Occidente como las perspectivas internas, al fracasar, terminaron en una simple conservación).
Comprender este hecho es también comprender la necesidad de la desaparición de la escuela, pues no es en absoluto una institución “cibernética” con retroalimentación positiva (regulación o gobierno para la adquisición y acumulación de nuevas posibilidades), sino con retroalimentación negativa y conservadora (regulación o gobierno para condiciones de estancamiento). Decir “escuela revolucionaria” al estilo de Bogdanov o Lunacharski es por lo tanto erróneo, ya que toda revolución rompe la inmovilidad y activa una dinámica de aceleración violenta de los hechos sociales.
Nuestra corriente, con un lenguaje diferente, ha aplicado estos conceptos al partido revolucionario, definiéndolo como orgánico. Su naturaleza y función derivan de la naturaleza y función de la sociedad futura y, por lo tanto, es un acelerador “cibernético” con retroalimentación positiva (todos los aparatos de control, es decir, de equilibrio, tienen, en cambio, retroalimentación negativa). Si es el partido revolucionario, como sin duda lo será, quien dirige los acontecimientos en el momento de la ruptura revolucionaria, entonces no se puede tener una concepción del partido basada en criterios que lo desvaloricen frente a las tareas a realizar. Desde esta perspectiva, si erróneo es hablar de una escuela revolucionaria, es aún más erróneo hablar de la independencia de la escuela frente al partido: la educación-trabajo-vida implicará al partido así entendido, y viceversa. Esta, entre otras cosas, fue la concepción de Marx y Lenin. El primero la expresó como una indicación de la Primera Internacional (el primer partido internacionalista) para la escuela, en 1866; el segundo, al dar la espalda, durante la revolución, a la escuela estatal y al Proletkult en favor de la red autoconstructiva de educación permanente junto con la red del partido. El fracaso debido a la contrarrevolución no invalida la exactitud del supuesto revolucionario.
Autoaprendizaje del cerebro social
Las consideraciones mencionadas de los santos Agustín y Tomás sobre los signos, su interpretación y la función del maestro real e interior (o la energía latente de Montessori, que puede dirigirse, pero nunca crearse), los llevaron a investigar un problema que ahora está científicamente resuelto: los animales se comunican solo de forma “analógica”, es decir, de forma continua y cualitativa, mientras que los humanos también lo hacen de forma “numérica”, es decir, de forma discreta y cuantitativa. El desarrollo del cerebro social y del conocimiento acumulado e integrado conduce a la unidad entre la comunicación analógica y la numérica; de ahí también la unidad en el proceso de reemplazo de la especie, el ciclo de nacimiento-hijo, vejez-muerte del individuo. Un ejemplo ayudará a aclarar los conceptos. Cualquiera que haya observado a un gatito habrá notado que aprende muy bien a ser un gato sin “escuela” de comportamiento. Basándose en su instinto genético, imitará el comportamiento del adulto hasta interactuar con otros adultos en la sociedad felina: marcará territorio, librará peleas sexuales, irá de caza o se servirá en la mesa de la cocina. Cuando lo vemos raspar inútilmente el suelo mientras cava un hoyo para sus necesidades intestinales y luego hace el gesto de cubrir el resultado, no lo mueve la intención de cavar un hoyo, sino un automatismo genético. Cuando le ponemos el arenero a nuestra disposición, no hacemos más que alimentar este automatismo y, muy impropiamente, decimos que ha “aprendido” a usarlo.
Toda la información que recibe el gatito es de tipo analógico; su felinidad no comprende en absoluto el lenguaje numérico, ya que ningún gato “habla”. Cuando ronronea, no dice: “soy feliz”, sino algo mucho más complejo, relacionado con situaciones y relaciones, una condición “en función de…”. Incluso el niño, al principio, tiene una relación analógica con la realidad que lo rodea, pero pronto su humanidad comprenderá el lenguaje numérico. No lo posee, lo aprende. Pero no puede aprenderlo mediante la enseñanza verbal y numérica; solo puede hacerlo mediante el lenguaje analógico, el único con el que, si fuera una caja vacía, estaría equipado. Por lo tanto, parece correcto concluir que la humanidad del hombre se realiza en dos niveles distintos: uno innato y otro externo. Pero esto, para quienes defendemos el continuum, es decir, para una “teoría social de los campos” de influencia, es evidentemente un sinsentido: la humanidad del hombre forma parte de una especie que, debido a condiciones particulares, ha comenzado a comunicarse con un lenguaje numérico y ha memorizado esta facultad a nivel biológico (el área cerebral de Broca) y social (comunidad de acción y comunicación con otros hombres).
La conexión entre el lenguaje analógico y el numérico es, de hecho, la sociedad. No la escuela, que impone la instrucción numérica en detrimento de la instrucción analógica, como el domador impone ciertos gestos al animal. Si ponemos a un niño frente a una radio encendida, en un entorno aislado, con la esperanza de que aprenda a hablar (es decir, a expresarse mediante el lenguaje numérico), no conseguiremos nada, y de igual manera, nada ocurrirá si ponemos veinte. Pero el niño aprenderá muy bien si se encuentra inmerso en un entorno donde otros niños, adultos y ancianos interactúan y mezclan el lenguaje analógico de la vida cotidiana (gestos, actitudes, tonos, expresiones) con el lenguaje numérico (vocabulario y sintaxis) de la radio. Como se mezclaban en los jeroglíficos, que eran el espejo analógico (imágenes) y numérico (lenguaje alfabético) de nuestra infancia social. Una confirmación reciente (diciembre de 2003) de la hipótesis “auto-generativa” del lenguaje y su aprendizaje, como predijo Chomsky, proviene de experimentos conjuntos de la Universidad San Raffaele de Milán y la Universidad de Hamburgo.
La unión de los procesos analógicos y numéricos en relación con el lenguaje y el aprendizaje es el paradigma sobre el que la sociedad futura basará su sistema de aprendizaje. Hoy en día no tendría sentido soñar con otra utopía, la Ciudad del Sol, la Atlántida, la Biblioteca de Alejandría, una fábrica de “hombres soviéticos” u otras: basta con el paradigma y la experiencia empírica milenaria que contradice la escuela burguesa moderna. Cuando Tomás coincide con Agustín en que los signos por sí solos no pueden explicar otros signos (como en el ejemplo del niño frente a la radio) y que, por lo tanto, no se puede obtener nada de ellos excepto a través del maestro interior, añade que, sin embargo, la razón puede ordenar los signos y el maestro interior ayuda a organizarlos en un sistema de relaciones. Es fácil ver en la disquisición teológica el dictado del conocimiento social que toma los caminos apropiados para la época. Pero Tomás dice las mismas cosas “cibernéticas” que Bateson o Watzlavick sobre la teoría y la práctica de la comunicación y el aprendizaje humanos.
Lamarck y Darwin tardaron varios siglos en revolucionar los temas medievales, apenas rozados por algunos destellos de la Ilustración: antes de las teorías evolutivas, el pensamiento era la base de toda explicación del mundo biológico; después, el mundo biológico se convirtió en la explicación del pensamiento, que viene en último lugar. ¿Y por qué las escuelas deberían seguir poniéndolo en primer lugar? Sin el aprendizaje analógico, el pensamiento solo sería el depósito de una masa de nociones numéricas sin relaciones y, por lo tanto, sin sentido. Y es el trabajo el que constituye tanto la base biológica del pensamiento como la esfera humana (no animal) de las relaciones analógicas. Para demostrar cómo todo está conectado, usaremos otro ejemplo. Darwin ya había enunciado su teoría de la evolución cuando el naturalista Wallace, antes de su publicación, le envió un ensayo desde Indonesia que confirmaba su validez de otras maneras. Argumentaba, entre otras cosas no compartidas por Darwin, que el principio de la selección natural se correspondía con el de la válvula de Watt, que, añadimos, funciona según el mismo principio homeostático que el termostato habitual. No hace falta mucho para comprender que Wallace había enunciado primero el principio de generalización de la cibernética, extendiéndolo a la biosfera y luego a la sociedad.
Todo el sistema burgués se basa en la supervivencia del más adaptado, es decir, en la anarquía autorregulada por la violencia que lo asemeja a la jungla, donde la evolución es la regulación salvaje de depredadores y presas, de la masa biológica y del entorno que la nutre, y por lo tanto necesita autorregularse para no estallar. La escuela es su válvula de Watt, su termostato, el freno que la vuelve homeostática, es decir, inmóvil, contrarrevolucionaria. Es implícito que de vez en cuando, localmente, falta algún tipo de equilibrio y se desencadena una retroalimentación positiva (explosión de fenómenos) o negativa (reducción hasta la extinción). Así es como la naturaleza se conoce a sí misma. Pero el hombre, como producto de la naturaleza, se introduce en los procesos de autoconocimiento de la materia como portador de un formidable instrumento para revolucionar la práctica: la comunicación articulada por conceptos y cantidades. El hombre puede decidir si desencadena un proceso de retroalimentación positiva o negativa, o controla ambos, o planea introducirlos donde no existen. Al hacer esto, también incorporamos al ámbito de las teorías materialistas un aspecto que siempre ha sido prerrogativa del idealismo, es decir, el finalismo (todo proyecto es una actividad orientada a un fin). La inversión evolutiva ha cedido al determinismo el proceso de formación de la “mente” y esta, una vez formada, especialmente a nivel del cerebro social, cede a la inversión de la praxis, al proyecto, al plan de la especie de la sociedad futura.
Esto corresponde al partido histórico, y de hecho, por eso vemos la conexión entre el partido orgánico y el sistema educativo, al mismo tiempo que planteamos una crítica implacable al partido democrático y a la escuela. Pero esto también corresponde a la definición materialista, histórica y dialéctica del finalismo, que ya no es teleología (un propósito principalmente metafísico inherente a todas las cosas), ni teleonomía (un propósito inherente a los organismos vivos en evolución), sino que solo puede describirse con un neologismo, por ejemplo, teleodinámica, un propósito previsto y alcanzable mediante un proyecto consciente que también describe los medios para alcanzarlo. Como mucho, la escuela prepara a los individuos para un oficio (y hemos visto que también fracasa en esta tarea), no para el ser común (gemeinwesen) que puede afrontar armoniosamente el mundo en el que vive.
En La ideología alemana, Marx ataca la escuela de Stirner, que planteaba reivindicaciones de emancipación local e individual a través de las banales actividades de la vida cotidiana. El gran objetivo de la humanidad, la salida para la especie humana, no es este. No se trata de devolver al niño al trabajo del artesano, sino de insertarlo en un contexto en el que pueda contribuir específicamente a la producción global en relación con otros individuos. Al fragmentar la continuidad inherente a la naturaleza -y por tanto al conocimiento- en elementos parciales, como hace la escuela, nunca se podrá superar la concepción individualista de la enseñanza y del aprendizaje.
Crecimiento y Forma
En 1917 se publicó un estudio que en su momento pasó casi desapercibido y que posteriormente influyó indirectamente en más de una disciplina científica. Se trata de Crecimiento y Forma, de D’Arcy Thompson. Según admite el propio autor, se trataba de un ensayo que, si bien se sustentaba en un extenso trabajo experimental, pretendía basar la difusión de los resultados únicamente entre los teóricos. Si bien las investigaciones posteriores en los campos biológico, químico, físico y matemático, que habrían sido muy útiles, aún no estaban disponibles para este propósito, la obra de Thompson en general conecta admirablemente con los descubrimientos recientes en estos campos.
Muchas partes están completamente desactualizadas, pero la premisa central es más que válida: las formas de los seres vivos y su evolución dependen de leyes naturales, determinaciones materiales, expresables mediante las matemáticas o, en cualquier caso, mediante procedimientos científicos. Toda forma en evolución es una transformación que, incluso en límites extremos, conserva las invariantes de la forma anterior (o esta las transmite a la forma transformada). Leroi-Gourhan extenderá este concepto de “crecimiento y forma” al hombre social, a su evolución externa, ciudades, redes de producción y comunicación.
Hoy en día, la generalización ha ido más allá, comparando las formas complejas de los seres vivos con las sociedades o sistemas a los que da origen el mundo biológico. Este debate debería interesarnos mucho. El propio Marx compara los descubrimientos sobre la evolución biológica con el trabajo sobre la sucesión de formas económicas y sociales que él y Engels emprendieron. Marx nos dice directamente cómo el paradigma “educativo” surge de forma determinista a partir de la forma social moderna. En El Capital, Libro I, en el hermoso y nunca suficientemente leído capítulo XIII sobre las máquinas, escribe:
«Del sistema fabril, tal como se puede observar en detalle en Robert Owen, ha florecido el germen de la educación del futuro, que combinará, para todos los niños mayores de cierta edad, el trabajo productivo con la enseñanza y la gimnasia, no solo como método para aumentar la producción social, sino como el único método para producir hombres armoniosamente desarrollados en todos los sentidos».
Observemos: en la fase de transición —a la espera de eliminar la distinción entre trabajo y vida—, cuando las horas de trabajo se reduzcan a menos de la mitad de las actuales, etc., será fácil hacer que los niños participen en la producción social y resolver el problema de la formación del cuerpo y del conocimiento. En el pasaje citado, que aparentemente se refiere únicamente a la educación, se encuentra también la respuesta a una pregunta general: del sistema fabril surgirá no solo la educación del futuro, sino también la forma social que la posibilita. Antes de continuar, es necesario reiterar, para reforzar nuestras observaciones posteriores, un hecho que está más que arraigado en el trabajo de nuestra sociedad actual: en esta sociedad, tal como es, existen anticipaciones (que, por supuesto, esta sociedad niega) del futuro orden social. Así plantea Marx la dinámica del devenir incluso en el capitalismo:
“Si la ley sobre las fábricas, como primera concesión arrebatada por la fuerza al Capital, combina únicamente la educación elemental con el trabajo fabril, no cabe duda de que la inevitable conquista del poder político por parte de la clase obrera asignará un lugar en las escuelas obreras también a la educación técnica a nivel teórico y práctico, así como no cabe duda de que la forma capitalista de producción, y la situación económica del trabajador que le corresponde, se encuentran en las antípodas de estos fermentos revolucionarios y de la dirección en la que se encaminan: la supresión de la antigua división del trabajo. Pero el desarrollo de los antagonismos de una forma histórica de producción es el único camino histórico posible hacia su disolución y su metamorfosis. Ne sutor ultra crepidam! ¡Que el zapatero no vaya más allá del zapato!, este nec plus ultra de sabiduría artesanal se ha convertido en locura y maldición desde el día en que el relojero Watt inventó la máquina de vapor, el barbero Arkwright continuó el telar, y el orfebre Fulton el barco de vapor”. (ibíd.).
La sociedad capitalista ha exacerbado la división del trabajo, y la escuela es la principal fuente de esta división. Pero también la ha vuelto obsoleta en la práctica, porque no es que los estudiantes entren y salgan hombres más completos, sino que siempre produce estudiantes. Hoy podríamos continuar la lista de “inventores” que surgen de la división tradicional del trabajo multiplicando por mil los ejemplos de Marx, especialmente si observamos Estados Unidos, donde la academia está menos arraigada que en Europa. El conocimiento necesario para forjar “inventores” postcapitalistas está muy extendido, y esto también aplica a los trabajadores. Los individuos van más allá de la especialización artesanal y manufacturera, convirtiéndose en células de un cerebro social. Al igual que le sucede al trabajador parcial, un “inventor” inventa cada vez menos solo, formando parte cada vez más de una red global de educación extraescolar permanente.
Si algo se extrae del individuo burgués y se transfiere al cerebro social, no podemos sino sentirnos satisfechos, pues este será material que la nueva sociedad podrá explotar para la formación de los hombres, o mejor dicho, para su propia formación. Hoy en día, el individuo participa del conocimiento social mucho más que en el pasado. Lo que lo convierte en un ilota moderno no es la falta de conocimiento, sino el hecho de que no sabe qué hacer con él. El trabajador parcial se convierte en un trabajador global (Marx utiliza los términos colectivo, combinado, compuesto) tanto en el proceso de producción inmediato, al participar en el ciclo global (Capítulo VI inédito), como a lo largo de su vida, al resumir su condición de trabajador parcial en múltiples operaciones. Aquí también poseerá más conocimiento, estará más conectado a la red social que el maravilloso artesano que podía fabricar un carruaje perfecto por sí solo:
«El trabajador colectivo posee ahora todas las cualidades productivas en igual grado de virtuosismo y, al mismo tiempo, las ejerce de la manera más económica utilizando todos sus órganos, individualizados en trabajadores particulares o grupos de trabajadores, exclusivamente para sus funciones específicas. La unilateralidad e incluso la incompletitud del trabajador parcial se convierten en perfección en él como miembro del trabajador colectivo. El hábito de una función unilateral lo transforma en un órgano, actuando con natural seguridad, de esa función, mientras que el nexo orgánico del mecanismo general lo obliga a trabajar con la regularidad de una parte de una máquina» (ibid.).
Leonardo, el trabajador global y el hombre humano
Leonardo da Vinci solía decir que era un hombre miserable que sabía sin haber pasado por la experiencia. Pero, añadía, era un muy mediocre pintor que pintaba sin conocer la teoría de los cuerpos, el paisaje y la perspectiva. El cerebro social del Renacimiento necesitaba fijar el conocimiento en unos pocos elementos excepcionales que, en conjunto, definían la época; hoy, el conocimiento que posee el cerebro social es infinitamente mayor; el “genio” se ha extendido por un mayor número de células. Un niño de diez años posee, en promedio, una cantidad de conocimientos que un adulto de hace un siglo ni siquiera podía imaginar. Un trabajador que ha pasado algunos años en una fábrica “sabe”, en promedio, muchas más operaciones y conoce el proceso de producción mejor que el trabajador con el que Taylor tuvo que lidiar. Lo cierto es que tanto el niño como el trabajador no tienen la posibilidad de utilizar los conocimientos adquiridos, salvo en las fases individuales de estudio y en el ciclo de producción; no saben qué hacer con todo lo demás y lo olvidan. En este sentido, son ilotas modernos. Pero “moderno” significa transformado. La transformación del entorno productivo no puede sino ser una transformación de quienes lo habitan:
«La gran industria, al asignar un papel decisivo a las mujeres, adolescentes y niños, más allá de las actividades domésticas, en los procesos de producción socialmente organizados, crea la nueva base económica de una forma superior de familia y de relaciones entre los sexos… La composición de la fuerza de trabajo combinada por individuos de ambos sexos y de las más diversas edades, si en forma capitalista es una fuente pestilente de corrupción y esclavitud, deberá, en condiciones adecuadas, convertirse en una fuente de desarrollo humano» (ibid.).
Y en un aparte, tras este pasaje, Marx señala: «En la historia, como en la naturaleza, la decadencia es el laboratorio de la vida». Parece una frase pegadiza, que evoca un poco a Darwin y a Fabrizio de André, pero es la clave para comprender la dialéctica de los procesos capitalistas que fundamentan la trans-formación social o meta-morfosis (ir más allá de la forma, en latín y griego). Marx, en Miseria de la filosofía, identifica en el trabajador moderno dos almas dialécticamente opuestas, lo que, en una primera aproximación, representa, en nuestra opinión, una buena respuesta a la pregunta que a menudo se plantea sobre la dialéctica de las anticipaciones y la transición a la sociedad futura:
“En la sociedad moderna, lo que caracteriza la división del trabajo es la generación de especializaciones, de tipos y, con ellas, de la idiotez del oficio… [En este punto cita a Lemontey sobre el conocimiento universal de los hombres antiguos y renacentistas: ‘hoy cada uno planta su propio árbol y se encierra en su propio jardín. No sé si con esta fragmentación el campo se amplía, pero sé con certeza que el hombre se encoge’]… Lo que caracteriza la división del trabajo en la fábrica automatizada es el hecho de que el trabajo ha perdido todo carácter de especialización. Pero desde el momento en que falta todo desarrollo especial, la necesidad de la universalidad, la tendencia hacia un desarrollo integral del individuo, comienza a hacerse sentir. La fábrica automatizada borra las especializaciones y la idiotez de la “profesión”. (Miseria de la Filosofía, Cap. II.2).
¿Puede la escuela producir algo igualmente importante con respecto a los cimientos de la sociedad futura? Ciertamente no. La escuela no enseña, el estudiante no aprende, excepto lo necesario para asistir a la escuela. Lo mejor es que no hace falta ser marxista para notarlo: en el prefacio a sus clases de física, Richard Feynman cita esta frase de Edward Gibbon (1737-1794): «El poder de la instrucción rara vez tiene gran efecto, excepto en aquellas situaciones afortunadas en las que es casi superflua». Feynman es, en realidad, menos posibilista y afirma categóricamente, como informamos al principio de nuestro artículo: «La enseñanza es inútil, excepto en los casos en que es superflua» (citado por Piergiorgio Odifreddi en Repubblica, 5 de diciembre de 2003). Creemos haber demostrado en qué sentido la enseñanza es inútil. ¿En qué situaciones puede ser superflua?
El conocimiento social ahora nos permite ampliar las “situaciones felices” de conocimiento social extraescolar al estilo de Gibbons-Feynman, hasta tal punto que el aprendizaje se integra con la sociedad, y deja de ser un tema para ser encerrado en guetos especiales, junto con prisiones, hospitales psiquiátricos, cuarteles, conventos y…empresas, cuando estas se entienden no como simples lugares de producción, sino como expresiones del despotismo fabril. En Estados Unidos, la escuela secundaria es ahora un mero apéndice de la industria y se financia para su lucro. En esta sociedad hay tanta superestructura de esa superada (no solo la escuela), que la afirmación de Lenin se vuelve cada vez más cierta: la cáscara capitalista ya no se corresponde con su contenido.
Un futuro comunista anti-utópico
Los grandes utópicos como Moro, Campanella, Bacon, Fourier, Saint-Simon, Owen, del siglo XVI al XIX, describieron el ideal de la educación social de maneras muy diferentes, pero todas con algo en común, como si sintieran la necesidad de reiterar el mismo concepto: La formación del hombre nuevo siempre está ligada al trabajo, y el conocimiento es siempre una unidad de teoría y práctica, de memoria acumulada y nueva elaboración. A menudo, en las obras de estos utópicos, se describen sucintamente edificios comunes aptos para la formación de ciudadanos; la propiedad es igualmente común y la familia no existe; o, en cualquier caso, los niños y jóvenes no se ven afectados por ella porque la sociedad los cuida.
Owen, además de escribir sobre ello, creó extensas comunidades productivas. Hoy podemos ser más prácticos y concretos que el propio Owen, quien ya no era un chiste. La primera comuna juvenil de Makarenko había abandonado el asentamiento original y se había ido a ocupar una granja abandonada por terratenientes que se habían unido a los ejércitos blancos. La estructura central, los establos y los edificios de servicio eran de excelente calidad, pero todo había sido saqueado por los campesinos. Máquinas, animales, muebles, enseres, puertas, ventanas, tejas, incluso el huerto, habían sido robados. El primer comentario de los ocupantes fue contra la barbarie de quienes habían preferido esta destrucción salvaje para llevarse algunos fragmentos a sus miserables chozas en lugar de ocupar la granja, preservarla, expandirla y utilizarla. Todo esto lo hicieron los “estudiantes”, que se apoderaron de los edificios y el terreno. Se expandieron, fundaron otra “colonia” y luego una tercera. Ya eran una comunidad orgánica que actuaba como un todo complejo con un proyecto finalizado. Carecían de propiedades, eran antiguos delincuentes desarraigados de la sociedad y la familia, no tenían la oportunidad de ir a la escuela, estaban olvidados por el mundo circundante que libraba una guerra civil, luchaban contra una hambruna terrible y tenían un “maestro” que no tenía intención de “enseñar”, sino de vivir un poema pedagógico con ellos. Lograron resultados extraordinarios.
Lenin asistió una o dos veces a las reuniones de otros grupos y quedó impresionado. Casi nunca les hablaba a los chicos de la escuela, de la enseñanza y la cultura, sino de la guerra civil, de la electrificación, de las fábricas, de las máquinas, del futuro, del comunismo. Reanimado por estos resultados de la revolución, telegrafió a Lunacharski reprochándole haber transgredido las órdenes y le ordenó que se ocupara de enterrar la escuela de la sociedad muerta y borrar esa desgracia del Proletkult de Bogdánov y compañía.
«Desde abajo» decía, «es decir, desde la masa de trabajadores a quienes el capitalismo mantuvo alejados de la educación mediante la violencia o la hipocresía y el engaño, surge un poderoso impulso hacia el conocimiento y el aprendizaje. Tenemos derecho a enorgullecernos de ello, a saber cómo apoyarlo y a estar a su servicio. Pero sería un verdadero crimen ignorar que aún no hemos aprendido a organizar correctamente el aparato estatal de la educación» (La actividad del Comisariado del Pueblo para la Instrucción Pública, 1921).
Con «organizar correctamente», como hemos visto, Lenin no pretendía reformar la escuela, sino sustituirla por algo diferente. No fue posible, pero sabemos que la dinámica de la transformación iniciada en Octubre puede proyectarse hacia el futuro, tal como Thompson y Leroi-Gourhan proyectaron las formas biológicas y sociales al analizar el proceso evolutivo. En el capítulo “La vivienda del hombre” de la serie sobre el programa inmediato de la sociedad del futuro, describimos el determinismo de la arquitectura funcional y de algunas formas urbanas que surgen del paralelepípedo utilitario “afilando al hombre” a lo Le Corbusier, diseñado para el lucro. Las nuevas estructuras cuentan con un esqueleto de hormigón armado lleno de espacios con tabiques fácilmente desmontables. En las más modernas, los espacios se interpenetran hasta el punto de hacer inestable el concepto de “interior” y “exterior” en relación con el entorno. Observamos que, en muchos casos, las infraestructuras serían plenamente utilizables para fines colectivos, como, por ejemplo, grandes hoteles y residencias con cocinas, salas de reuniones, cines-auditorios multimedia, bibliotecas, ordenadores, internet, lavanderías, piscinas, instalaciones deportivas, etc. Sin embargo, incluso un simple conjunto de condominios construido sin demasiada especulación se transformaría completamente en una unidad de este tipo con poco esfuerzo, mientras que hoy la nueva planificación urbana avanza como una excavadora, destruyendo incluso los edificios recuperables (y mientras tanto, quizás construyendo escombros ultra especulativos en otros lugares).
En conclusión, debemos esbozar un escenario aproximado, absolutamente realista, para demostrar que hoy la utopía ha quedado obsoleta y podemos pasar a los hechos. Así pues, tenemos la teoría correcta y las premisas adaptables. Como los chicos de Makarenko, ocupamos estos últimos e iniciamos la transformación. Digamos que viviremos en los pisos superiores y reservaremos los más accesibles para actividades sociales. Si estamos cerca de una fábrica, estableceremos una conexión con ella para participar en la producción. O bien iniciamos una línea de producción en el sitio en los espacios disponibles, a menos que se trate de una acería o en todo caso de una producción voluminosa. Como dice Fourier, los niños se divertirán mucho y los chicos aprenderán a organizarlos. Dado que, según el programa, nos preocupamos por eliminar la contradicción ciudad-campo, nos conectamos con otros centros similares en un entorno agrícola si estamos en la ciudad, o urbano si estamos en el campo. Quizás con un intercambio de “estudiantes”, para dedicarnos al ciclo agroindustrial completo y aprender, además de organizar nuestro trabajo, a hacerlo en relación con otros grupos. Finalmente, al no ser anarquistas, nos conectamos con toda la red de estos grupos a través de estructuras de coordinación centralizadas, y también para controlar el número y la ubicación de los educadores-catalizadores, dado que ahora ya no hay “maestros” ni “profesores”, sino que quien sabe algo lo transmite a los demás.
En uno de los edificios requisados, hemos creado una biblioteca que forma parte de una red nacional que palidece ante los sueños más descabellados de Lenin, y que a su vez está conectada a la red internacional de bibliotecas (suponiendo que aún haya naciones en transición). Lo más importante es que la eliminación de la propiedad nos ha permitido implementar en todo tipo de soporte mnemotécnico (y conectarnos a través de internet) todo el conocimiento humano de todos los tiempos en todos los idiomas. Si resulta útil, incluso podemos acceder con un clic, por ejemplo, a un frágil incunable medieval, un papiro antiguo, un archivo completo de tablillas de arcilla en perfecta reproducción, con toda la documentación original del arqueólogo, el lingüista o el historiador adjunta. Desde el centro multimedia se puede acceder a la biblioteca con todo el material didáctico interactivo que se desee, y por supuesto, literatura, música, cine, etc.
Todos participamos en la producción y, por lo tanto, a todos los niveles tenemos algo que transmitir, organizar y memorizar, localmente o para todo el mundo. No hay distinción entre niños, ancianos, adultos, mujeres y hombres, salvo la derivada de la fuerza, las necesidades o la fisiología (por lo tanto, el concepto de la escuela como “casa de niños” de Montessori también está obsoleto, y en cualquier caso, el de la escuela como un lugar dedicado exclusivamente a la enseñanza). La información es accesible y no se acumula en un lugar específico; cualquiera puede “apropiársela” para expandirla, elaborarla y retransmitirla. En la división técnica del trabajo entre células de un mismo organismo, se forman órganos específicos, al igual que los particulares se forman a partir de células madre indiferenciadas. El sistema va más allá de la democracia e integra las diferencias, aprovechando al máximo el material que produce continuamente, ya sea en forma de documentos, etc., o de seres humanos aptos para las tareas, ya sean “profesores” o “alumnos”.
Podríamos continuar, pero nos detendremos. Una descripción más detallada se convertiría simplemente en narración y añadiría poco o nada a lo ya dicho. Una vez asimilado el método, recopilados los materiales y verificadas las condiciones sociales, el resto surge por sí solo: podemos continuar ordenando las piezas del gran mosaico educativo para definir mejor “la morada del hombre”. Porque de eso se trata, no de un nuevo tipo de gueto para profesores y estudiantes, sino de algo que la imagen esbozada hasta ahora excluye ser definido como “escuela”.
Lecturas recomendadas
- Bateson Gregory, Verso un’ecologia della mente, Adelphi, 1993.
- Bertoni Jovine Dina, Storia dell’educazione popolare in Italia, Laterza 1965.
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- Bottai Giuseppe, La Carta della scuola, Mondadori, 1939.
- Brizzi Vittorio, Paleoworking (tecniche di lavorazione della selce, utilizzo di strumenti scheggiati e formazione del linguaggio), http://www.paleoworking.org/
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[1] Armonía y Civilización son dos de los estadios históricos del sistema social de Fourier basado en la armonía universal (N. del T.)
[2] El suprematismo fue un movimiento artístico basado en formas geométricas fundamentales, formado en Rusia entre 1915 y 1916