La crisis de la Monarquía Hispánica: siglos XVI y XVII
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Marx nos recuerda que aunque la producción capitalista se estableció ya en los siglos XIV y XV en los países del Mediterráneo, la era capitalista tiene sus orígenes en el siglo XVI, a través de los procesos de expropiación de la tierra y expulsión campesina que ven en Inglaterra su ejemplo clásico. A ese factor habría que sumarle:
“Los descubrimientos de los yacimientos de oro y plata en América, la cruzada de exterminio, la esclavización de las poblaciones indígenas, forzadas a trabajar en el interior de las minas, el comienzo de la conquista y del saqueo de las indias, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros, son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista (…) Las riquezas apresadas fuera de Europa por el pillaje, la esclavización y la masacre refluían hacia la metrópolis donde se transformaban en capital” (Marx, El Capital, Tomo 1, “La acumulación originaria”) .
De este modo, el mercado mundial, ampliado con la colonización castellana y portuguesa de América, transforma en Europa el dinero en capital lo que anticipa el inicio de la producción capitalista. Las transformaciones de las relaciones sociales en Europa van de la mano del pillaje de las riquezas en América y en África. España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra se suceden como los centros mundiales de dicha acumulación. A los procesos de transformación de las relaciones sociales en el campo, con la expulsión de los campesinos de las tierras, el cercamiento y el nacimiento de la moderna clase de los trabajadores asalariados, el saqueo resultante de la obtención del oro y la plata de América, Marx añade la deuda pública y el sistema impositivo. Todos estos factores son los vástagos del moderno sistema de la gran industria, del capitalismo como relación social dominante a escala mundial.
En estas páginas vamos a estudiar los efectos de este proceso sobre los territorios dominados por la Monarquía Hispánica en los siglos XVI y XVII. Dos modos de producción chocan de forma catastrófica, las nacientes relaciones sociales capitalistas con el oro y la plata que llegan de América, el desarrollo de las manufacturas urbanas o las expropiaciones de los baldíos campesinos en el sur de la actual España, el desarrollo de una modernísima contabilidad pública en la Casa de Contratación sevillana frente al poder de la vieja Monarquía imperial de los Habsburgo interesada en el mantenimiento de su reputación a costa de unas guerras permanentes en Europa, cuya financiación incrementará, hasta niveles insostenibles, la deuda pública y el sistema impositivo a costa de los campesinos y los grupos no privilegiados.
El choque catastrófico entre estos dos modos de producción conllevará una auténtica hecatombe durante todo el siglo XVII hispánico, en el que la decadencia de la monarquía de los Habsburgo irá de la mano del empobrecimiento brutal de la población, del caos monetario y de continuas y constantes revueltas sociales. La primacía del carácter feudal de las relaciones sociales desangrará las bases de la economía castellana con el objetivo fundamental de pagar las operaciones militares que el imperio de los Habsburgo llevará a cabo en el centro de Europa. A pesar de esto veremos aparecer innumerables signos del nuevo modo de producción y de las nuevas relaciones sociales capitalistas que estaban ya emergiendo. Desde ferias comerciales en el norte de Castilla como Medina del Campo o Villalón -auténticos centros modernos de centralización de capitales bancarios y comerciales-, a un sistema crediticio enormemente desarrollado en torno a banqueros alemanes, genoveses y posteriormente portugueses (los asentistas de los que hablaremos a lo largo del texto), o la búsqueda de formas modernas de contabilidad pública de los gastos e ingresos. A todo esto se sumará el desarrollo de una variedad de pensadores, los llamados arbitristas, para los que el problema por el que pasaba la “España” de la época era la ausencia de un nervio productivo, de un desarrollo de actividades productivas en torno al trabajo, que pudiesen transformar en capital las masas de oro, y sobre todo plata, que llegaban a la Península.
El siglo XVI
En torno al monopolio castellano de la colonización de América surge un moderno capitalismo comercial que encuentra su centro en la Casa de la Contratación de Sevilla. La Casa de la Contratación controla el monopolio del comercio con América de modo exclusivo y es un ejemplo del moderno capitalismo que emerge desde el siglo XVI. La rapiña de los recursos americanos (que gotea sangre y lodo por todos sus poros) se financia con modernas operaciones de crédito y con una muy avanzada gestión contable de los gastos y los ingresos de la Hacienda de la Monarquía. Como veremos se utilizan las remesas de oro y plata que llegan desde América para pagar y financiar la política imperial de Carlos V y de Felipe II. Se da de este modo una relación incesante entre los nuevos recursos que llegan de la expoliación americana, con las necesidades militares crecientes de los Habsburgo para mantener el dominio sobre Europa. Gastos que empiezan a crecer de modo exponencial y que suponen una disipación de energía y una retroacción positiva sobre todo el sistema de dominio imperial que acabará estallando durante el siglo XVII. En definitiva, la necesidad acelerada de obtener nuevos e ingentes ingresos acaba por carcomer la débil base del desarrollo de las fuerzas productivas castellanas. Y es que será Castilla la que mantendrá casi en exclusiva el ingente gasto militar y humano de la hegemonía imperial de la rama hispánica de los Habsburgo. Y ello debido a lo peculiar de la estructura política de la Monarquía. No un moderno y abstracto Estado capitalista sino una realidad jurídica y política compuesta, llena de peculiaridades forales y de derechos jurisdiccionales, donde el poder de los monarcas no era igual en todos los territorios. Mucho más fuerte en Castilla que en Cataluña, Portugal o incluso Nápoles, como las revueltas de la mitad del siglo XVII le demostraron a Felipe IV.
En definitiva, la modernidad e internacionalismo de los mercados colisionará con el estancamiento de las fuerzas productivas que se observa claramente desde 1590, por los múltiples y variados frenos de una economía que, en buena medida, sigue siendo feudalizante. La población española, según Jordi Nadal, crecerá en el siglo XVI un 20%, pasando entre 1530 y 1590, de 4´7 millones a 6´6 millones. Castilla tendrá en el año 1600 un 11´4% de la población urbana solo aventajada en Europa por Flandes e Italia. Esto para destacar el desarrollo capitalista que empezaba a germinar en la Castilla de la época. No solo en el mundo urbano sino también en el campo donde se da una generalización de la privatización de las tierras de pastos, de los baldíos y de las tierras comunales para su venta. Este proceso se da, sobre todo, en el centro y el sur de Castilla y Andalucía. Aumenta la media de la superficie de los cortijos andaluces, la producción agraria se incrementa a finales del siglo XV y principios del siglo XVI. Y, sin embargo, el mantenimiento de las relaciones señoriales en el campo castellano sigue siendo mayoritario lo que impide la continuidad del crecimiento y la innovación de los rendimientos agrarios que se encontrarán de cara con un estancamiento desde finales del XVI. La llegada del oro y la plata americana junto a las estrechas bases productivas causarán un incremento progresivo de los precios. Por ejemplo, el precio del trigo crecerá desde 1558 a 1605 un 97´4%, y entre 1550 y 1595 los precios agrícolas se multiplicarán entre 8 y 10 veces. El dinero fluye hacia el campo castellano y andaluz durante todo el siglo XVI y algunos ilustres banqueros de los Habsburgo, como los Fugger, se convierten en terratenientes capitalistas (como dice Marx en relación a Inglaterra, aquí también penetra antes el capitalismo en el campo que en la industria). Y, sin embargo, la permanencia de las rentas feudales, los censos, los créditos que contraerán los campesinos y la presión fiscal de los monarcas hispánicos supondrán un obstáculo infranqueable para este desarrollo capitalista del campo castellano. No es un choque de mentalidades como defiende la historiografía burguesa sino un auténtico choque entre dos modos de producción, uno que decae y otro que avanza de un modo inexorable y necesario, pero que aún tardará en imponerse definitivamente en España, donde la mayor parte de los campesinos quedó al margen de estas transformaciones.
Del mismo modo la industria conocerá un desarrollo a lo largo del siglo XVI, por lo menos hasta 1570-1580. Destaca sobre todo la industria textil y lanera en ciudades como Segovia, Palencia, Cuenca, Córdoba, Baeza, Úbeda… pero se encontrará limitada en su desarrollo por los gremios y su papel reglamentador, impidiendo de este modo su modernización capitalista. Segovia, como eje productivo textil, pasó de 12.500 habitantes en 1530 a 19.500 en 1591. En 1580 contaba aún con 600 telares activos que se mantuvieron hasta el período de 1625-1630 en que se hundirán, como veremos, por la combinación de la desfavorable coyuntura agricultura, los efectos de las alteraciones monetarias y la subida general de los precios. Este hecho, la necesidad y la prioridad del trabajo productivo, será precisamente uno de los caballos de batalla de los arbitristas españoles que defienden el carácter productivo de la agricultura y la industria. Desde 1595 se viven ya claros síntomas de retroceso y decaimiento a pesar de los intentos de producir en masa tejidos ligeros y baratos, pero que no pueden competir con los tejidos ingleses o flamencos que acabarán por monopolizar el comercio con América. Junto a los límites impuestos por los gremios para la modernización capitalista y la Mesta (la asociación de ganaderos castellanos interesados en la exportación de la lana a Flandes y que obstaculizaba su utilización en las manufacturas locales), hay que destacar el enorme alza de precios que se va a producir en la segunda mitad del siglo XVI en Castilla (no solo por la llegada de los metales sino también por la insuficiencia productiva local). Esta subida de los precios disminuirá la competitividad de la industria castellana, lo que favorecerá la importación de los tejidos ingleses y flamencos que, como decíamos antes, serán los que acaben por monopolizar el comercio con América. Cualquier economía circundante a Castilla se beneficia de una desigualdad monetaria a su favor de cara a las exportaciones de entre un 10 y un 33%. De este modo Sevilla se convierte en un puerto de circulación de mercancías que vienen del norte de Europa y de América pero Castilla queda relegada a ser el puerto de la circulación, de la exportación e importación de mercancías, y no un centro endógeno de producción de mercancías. A finales del siglo XVI se vislumbraba el carácter periférico que será muy evidente en la decadencia y crisis del XVII. Un predominio de la circulación de capitales (y del capital comercial y bancario) pero no de la producción de capitales. De ahí la importancia que adquirirán el crédito y la deuda en todo este período, punto central de nuestro argumento.
Moneda, crédito y deuda en el siglo XVI
La llegada del oro y sobre todo la plata americana será uno de los elementos claves a través de los que la Monarquía de los Habsburgo quería imponer su reputación sobre el resto de los Estados europeos. Y, sin embargo, será insuficiente. Hamilton nos habla de la llegada de 17´8 millones de pesos en el período de 1551 a 1560, 29´1 millones entre 1570-1580 y 69´6 millones desde 1580 a 1600. El período álgido acaba aquí, luego se reducen aunque a un nivel asumible para las necesidades de la Monarquía Hispánica hasta 1621-1630 (51´6 millones de pesos) y luego decae de un modo continuo durante todo el siglo XVII para no recuperarse hasta la llegada de los Borbones en el siglo XVIII. En total, entre 1503 y 1660, llegan 17.000 toneladas de metales preciosos, sobre todo plata procedente de Potosí y Huancavelica (10.000 millones de dólares de 1920).
Del conjunto de las llegadas de plata de América, la Monarquía se apropia de un quinto (llamado real). Es decir, un 20%, aunque a veces se apropia, por decreto, de la llegada de toda la plata, lo que obviamente será un acicate para abandonar el comercio por parte de los burgueses castellanos que se dedicarán a negocios más rentables como el préstamo del dinero a la Monarquía. La llegada de la plata será insuficiente para financiar unas necesidades militares que van creciendo de un modo exponencial. Para hacernos una idea, cuando Felipe II llega al poder, Castilla dedicaba 2 millones de ducados a asuntos bélicos, mientras que en 1598 se habían multiplicado por 5 las necesidades militares -10 millones de ducados-. Castilla gastaba 10 veces más que Inglaterra en sus necesidades militares y Felipe II llegó a absorber el 10% de la renta castellana para financiar la guerra. Los costes improductivos de mantener la hegemonía imperial sobre Europa irán desangrando la economía productiva castellana, marchitando sus iniciales semillas capitalistas.
Ramón Carande, en su libro Carlos V y sus banqueros, nos dice que de 1520 a 1532 Carlos V pidió a sus banqueros en forma de asientos (contratos que establecían las obligaciones y derechos de esos grandes préstamos) 5.379.053 ducados y a cambio desembolsó 6.327.371 en concepto del pago de los antiguos préstamos más intereses. Para hacernos una idea, a finales de su reinado, en el período que va de 1552 a 1556, los asientos recibidos fueron de 9.643.869 ducados y los desembolsos que tiene que hacer efectivos por los intereses de la deuda son de 14.351.591 ducados. Los intereses acumulados en su reinado pasan del 17´6% de los gastos al 48´8%. El total de sumas pagadas a asentistas (en su mayoría flamencos, italianos y alemanes) fue de 38 millones de ducados. Con el paso del tiempo, por lo imperativo de sus necesidades de financiación, la Corona autorizará la exportación de la plata (lo que se conoce como la licencia de la saca). Esto será un golpe a la yugular del comercio castellano y a los centros comerciales de la Castilla La Vieja, como Medina del Campo o Villalón.
Como se ve, la llegada de los metales preciosos de América no basta para sufragar los gastos militares del Imperio. De ahí la enorme presión fiscal que acompaña el incremento del endeudamiento que llevará a cabo la Monarquía. Por ejemplo, los asientos recibidos por Carlos V desde 1520 a 1556 (los grandes préstamos que conceden los banqueros flamencos, genoveses y alemanes) suponen el 91´4% de las remesas procedentes de América. La deuda en general no deja de crecer porque además los gastos financieros, en concepto de intereses de la deuda, eran muy altos. A los asientos hay que sumarle el coste de los juros (que eran créditos sobre todo de particulares castellanos y que se financiaban adscribiéndoles a un impuesto que cobraba la Monarquía). Así cuando muere Felipe II en 1598 el 46´7% de los ingresos se ven afectados sólo por el pago de los juros.
El pago de este volumen creciente de gastos se llevará a cabo mediante una presión fiscal ingente que arruinará a los pecheros castellanos. Es decir, a aquellos que sí pagaban impuestos (a diferencia de la nobleza y el clero). Impuestos indirectos como la alcabala, destinado al consumo y que en principio gravaba el 10% del producto, los derechos de aduanas interiores y exteriores que se extendían a todo el territorio, maestrazgos de órdenes religiosas e incluso distintos ingresos que la monarquía va a obtener como cesiones de la Iglesia. Así, no bastarán los asientos, y los grandes banqueros serán cada vez más importantes porque garantizaban un ingreso líquido inmediato para las necesidades bélicas de los reyes. Esto se convertirá en una auténtica sangría dineraria que cercena las posibilidades de inversiones productivas. En los Países Bajos, desde 1561 a 1648,, la Monarquía invertirá casi 130 millones de ducados para detener de modo infructuoso la Revolución holandesa. Esos gastos consumen todas las rentas ordinarias y extraordinarias que es capaz de generar la economía productiva castellana. Lo que es importante destacar es que las exigencias financieras lo van a condicionar todo. Esto supondrá un obstáculo insuperable para el desarrollo del capital productivo castellano a diferencia de Holanda e Inglaterra que, desde bien pronto, contarán con bancos nacionales para estimular y concentrar el desarrollo del capital. Castilla dependerá, sin embargo, de los banqueros, primero alemanes y luego genoveses, para financiar en exclusiva su esfuerzo de guerra.
Entonces los impuestos ordinarios y extraordinarios no bastan, con lo que la Monarquía va a crear nuevos y odiados impuestos para los campesinos y las clases explotadas: los millones. Este impuesto que consistía en dos millones de ducados anuales sobre el vino, la carne, el aceite y el vinagre, obviamente iba dirigido contra los sectores más explotados de la sociedad pues gravaba bienes de primera necesidad. Con el tiempo se ampliará su capacidad de ingresos, porque gravarán nuevos productos y porque se ampliará en el siglo XVII en dos millones anuales más. Su cobro se hacía, como otros impuestos, por medio de intermediarios, que arrendaban los tributos a cambio de la anticipación del ingreso a la monarquía. Los arrendadores del tributo hacían negocio con su cobro con lo que descargaban sobre las víctimas un coste aún mayor. Este aspecto de la compra-venta de los tributos, de su enajenación a terceros, va a ser una práctica habitual de la monarquía. Nos indica, por una parte, el carácter predominante feudal del Estado de los Habsburgo, es decir, no era el Estado el que con su burocracia cobraba los impuestos, de modo proporcional a los ingresos, sino que vendían a terceros los privilegios de cobrar esos impuestos: sectores de la nobleza, banqueros extranjeros, oligarquías urbanas…, que a cambio de donar el dinero prometido a la Monarquía obtenían unos beneficios extraordinarios a través de los derechos jurisdiccionales de cobrar esos impuestos a costa de la población más explotada de la sociedad. El mundo feudal, aún en su etapa tardía, estaba constituido por un entramado enmarañado de derechos particulares, donde poder político y poder económico convivían de modo inseparable. La población pechera (no privillegiada) estaba sometida, de este modo, a una infinidad de tributos, no solo del Estado “público”, sino de una miríada de poderes privados, desde la nobleza a la oligarquía urbana sin olvidar la Iglesia. Lo lucrativo del negocio de la deuda y del préstamo de capital a la monarquía en forma de juros y de asientos va a desincentivar la inversión productiva de capitales e incluso del comercio directo con América en favor del rentismo parasitario del cobro de impuestos o del préstamo de dinero a la Monarquía de los Habsburgo. Una Monarquía que igualmente miraba por sus intereses particulares y patrimoniales, como Familia supranacional, y que no se consideraba en absoluto, porque no lo era, encarnación del poder público de la nación, en el sentido capitalista del término. Para los Habsburgo la Hacienda Pública no es sino su Hacienda privada y particular. Y, en este caso, las necesidades de la Casa de los Habsburgo no eran sino las de su prestigio y poder imperial. Para ello movilizarán una cantidad ingente de recursos económicos y financieros. Recursos que si bien a corto plazo hundirán las posibilidades de desarrollo capitalista de la Península Ibérica, serán un estímulo inapreciable para pasar el testigo del desarrollo del capitalismo al norte de Europa. Flandes y luego Inglaterrá se constituirán en los nuevos centros y vectores de su crecimiento, tal y como indicaba Marx.
Un primer toque de atención es la quiebra de la Hacienda de Felipe II en 1557, durante su primer año de reinado. En realidad una quiebra heredada de su padre. En realidad esas quiebras no son sino renegociación de la deuda, la primera de las 9 que conocerá la Monarquía Hispánica desde Felipe II hasta la muerte de Felipe IV en 1665. Además de la de 1557, Felipe II conocerá otras dos, en 1575 y 1596. De lo que se trata es de reconvertir la deuda con los asentistas extranjeros (alemanes y genoveses) en juros a largo plazo. O sea reconvertir deuda flotante en deuda perpetua o a largo plazo que suponía además disminuir sus tasas de interés. Mientras que los banqueros obtenían por sus asientos unos intereses que iban del 10 al 15% de beneficios por los juros solo obtenían de un 5 a 7%. En definitiva, un negocio no muy lucrativo que va a ir disminuyendo los estímulos para seguir prestando dinero líquido a la Monarquía de los Habsburgo por parte de los asentistas extranjeros. De hecho, en esta crisis de 1557, los banqueros alemanes (los Fugger y los Welser fundamentalmente) tenderán a retirarse a plazas más seguras y tranquilas y sus puestos como grandes prestamistas de los Habsburgo será ocupado por una miríada de familias genovesas. A cambio los Fugger obtendrán las ricas minas en mercurio de Almadén (cerca de Ciudad Real) y los Welser toda una zona de la actual Venezuela como derechos jurisdiccionales a cambio de sus servicios pasados.
¿Qué beneficios obtenían los banqueros para seguir prestando dinero a pesar de las bancarrotas continuas? En efecto no era un negocio seguro. De hecho tras la quiebra de Felipe IV de 1627 el testigo genovés pasará al de los banqueros portugueses marranos (judíos conversos), con mucho menos capital que las familias genovesas. Las continuas bancarrotas arruinaron a muchas familias no solo genovesas sino a las ramas castellanas de los Fugger, debido a la arbitrariedad en el cambio de las normas que llevaron a cabo los monarcas del siglo XVII atosigados por sus necesidades financieras. Y, sin embargo, eran un negocio muy apetecible. La Monarquía de los Habsburgo tenía remesas permanentes de oro y sobre todo plata como aval (se calcula que en el siglo XVII más de la mitad de la plata que circulaba en Europa procedía de las posesiones coloniales castellanas), una Hacienda capaz de obtener muchos recursos a través de su sistema impositivo que consigue multiplicar los ingresos con el paso del tiempo. Y, sobre todo los Habsburgos hispánicos lideran el sistema monetario internacional. El real castellano en plata estaba sobrevalorado (lo que es evidente por el déficil continuo de la balanza de pagos, por ejemplo del 75 al 80% de los productos que se exportan a América desde Sevilla son mercancías extranjeras) pero precisamente por ello terminó por convertirse en la moneda más aceptada y apreciada de los mercados internacionales. La “silverización” de la circulación monetaria internacional, en torno a la plata castellana, supuso una hecatombe económica para la competitividad de la agricultura e industria castellana, pero para la Monarquía suponía prestigio político y económico y, sobre todo, banqueros, comerciantes y capitalistas dispuestos a aceptar la plata de los reyes hispánicos. Pero lo que empezó como una cuestión de prestigio y de poderío castellano acabó convirtiéndose en uno de los motivos más importantes de la ruina. La plata, como ya hemos visto más arriba, empieza a escasear durante el siglo XVII, no sigue los ritmos del XVI. Lo que no basta con las necesidades crecientes de los Austrias. Y los Austrias se niegan a devaluar el símbolo más preciado de su poder monetario, los ducados de oro y los real de plata, y es que ese poder monetario (como en el caso del dólar norteamericano de hoy, salvando las indudables diferencias) le garantizaba una remesa continua de créditos para financiar una deuda pública cada vez más creciente. Toda su voluntad estaba movida por la necesidad de obtener ingresos líquidos para hacerse cargo de los gastos de la guerra y de la máquina burocrática de la monarquía en el mundo. Lo que a su vez arruina las posibilidades de la economía productiva para la obtención de ingresos. Un círculo vicioso que se expresará con la fuerza de los hechos durante el siglo XVII porque se trataba de un nivel de deuda que la Monarquía era incapaz de pagar a partir de los ingresos reales que era capaz de obtener. El dinero se empezaba a convertir en el verdadero rey en ese choque entre modos de producción y era el gran disolvente de la presunta potencia y reputación de los reyes hispánicos.
Crisis y decadencia del siglo XVII
El sistema monetario castellano (no hablamos aquí del de otros reinos que tenían otras monedas como Cataluña o Valencia) tenía su origen en la Reforma de 1497 de los Reyes Católicos. Se trataba de un sistema trimetálico aunque con el paso del tiempo el oro desapareció de la circulación. 1 ducado (oro) era igual a 375 maravedíes (era la unidad de cuenta) y la moneda de plata era el real, su valor era de 34 maravedíes. El vellón (moneda solo de cobre desde las reformas de Felipe III que veremos a continuación) era igual a medio maravedí. En realidad el vellón (cobre) se convirtió durante el siglo XVII en la moneda circulante para los pagos dentro de Castilla (hacia 1640 suponía el 92% de la moneda circulante y desde 1660 hasta 1680 el 95%) y la plata en el medio de pago para financiar los créditos con los asentistas extranjeros. Esta situación va a ocasionar una permanente inestabilidad financiera que vamos a estudiar durante este período. Con una tendencia a la depreciación del vellón y a la inflación de precios. Lo que implicará, por otra parte, una revalorización de la plata, conocida como premio de la plata, que obligará permanentemente a la Monarquía a reconocer lo que le impone el mercado en contra de su voluntad, con el consiguiente incremento de los costes de la deuda (y además del atesoramiento de la plata que prácticamente desaparecerá como medio de circulación). En otras palabras, el vellón será el medio de circulación para la economía local y la plata el medio de pago para los deudores extranjeros. Esta doble circunstancia es muy importante para entender el inexorable hundimiento del XVII hispánico.
Ya hemos visto como, desde el siglo XVI, se va ir dando un lento declive de las bases productivas de la economía castellana que se agudizará desde 1590. Las necesidades imperiales, a las que obliga la geopolítica de los Habsburgo, funcionarán como un succionador de las posibilidades de acumulación productiva de capital de la agricultura y la industria. Las necesidades militares siempre crecientes serán un vector que estimulará el creciente gasto público de los Habsburgo. ¿De dónde podían sacar los recursos? En primer lugar, de un aumento siempre creciente de los impuestos. Ya sabemos que la racionalidad capitalista no operaba a nivel impositivo. Es decir, para los monarcas la Hacienda Pública no era sino la Hacienda de su casa familiar. Tenían un concepto patrimonial de carácter feudal, que combinaba de modo inseparable las cuestiones económicas y políticas. Por lo tanto, debido a las necesidades crecientes de liquidez a la que les obligaba la guerra, van a realizar todo tipo de operaciones para obtener dinero contante y sonante: enajenación de impuestos a nobles y a la nueva burguesía urbana, venta de oficios municipales, de baldíos y bienes comunes, cesión de minas… De este modo, los monarcas querían afrontar sus necesidades económicas inmediatas pero al mismo tiempo segaban la fuente permanente de sus ingresos. Lo que a su vez repercutía en contra de los campesinos y artesanos que tenían que pagar la mayoría de los impuestos. Si la monarquía vendía sus alcabalas a particulares a cambio de 1 millón de ducados, los beneficiarios de los impuestos, a su vez, descargaban una cantidad mayor sobre los campesinos para poder obtener un beneficio. Y, por si fuera poco, la Monarquía necesitaba, con el paso del tiempo, nuevos impuestos para poder obtener la liquidez que la venta de impuestos había enajenado. Así, Felipe II creó el odiado impuesto de los millones sobre bienes de primera necesidad con el fin de conseguir los ingentes recursos con los que financiar el dominio hispánico sobre Europa. Asistimos así a un círculo vicioso donde la fiscalidad ordinaria y extraordinaria agota los recursos productivos y no se basta a sí misma para financiar las necesidades político-militares de la monarquía. Ésta se encuentra cada vez más subordinada al dinero que tiende a disolver su fortaleza. La introducción de los millones será el resultado de una práctica fiscal depredadora, contra los grupos no privilegiados de la pirámide feudal, además de generalizar de nuevo la práctica de dejar a los grupos privilegiados y a las oligarquías urbanas el cobro no solo de las alcabalas sino también del nuevo impuesto de los millones. La monarquía contaba con solo algunos centenares de funcionarios para cobrar los impuestos, pues, como hemos visto, la mayor parte de estos se enajenaban. De este modo, no nos tiene que sorprender lo que decía uno de los arbitristas españoles (aquellos pensadores y funcionarios del Estado que en el siglo XVI y XVII intuyeron el conflicto entre modos de producción y apostaron por el trabajo productivo de capital frente al orden feudal y la economía de papel) González Cellorigo: “la carga [fiscal] es un obstáculo insalvable para sustentar las costas de la labranza”. Domínguez Ortiz calcula que la imposición fiscal suponía el 11% de la renta castellana pero no nos tienen que engañar las cifras. Y es que esa presión iba dirigida en exclusiva contra los grupos sociales más explotados (campesinos, artesanos…), hacia los pecheros que pagan impuestos casi en exclusiva. Además, la compraventa de impuestos elevaba la presión fiscal por encima de ese porcentaje. Y a todo esto habría que añadir los derechos jurisdiccionales de los nobles y los diezmos eclesiásticos. En definitiva, y como dijeron los contemporáneos más avispados, una auténtica carga insalvable para el desarrollo de las actividades productivas en sentido capitalista, en la agricultura y la industria.
Pongamos un ejemplo concreto. Banqueros genoveses importantes (como la familia Espinola) manejarían hasta 1617 las finanzas de Felipe III y muchos de ellos serán miembros del Consejo de Hacienda de los Habsburgo (a propósito del carácter pluriterritorial de la monarquía, no se amoldaba a los criterios nacionales de los Estados capitalistas modernos). Este poder de los banqueros genoveses será fundamental para que la monarquía realice sus ventas de deuda a juristas particulares con lo que consigue transferir la mitad del débito (unos 6´5 millones de ducados) y además venden rentas reales (sobre todo las alcabalas) a particulares para hacerse cargo del pago de los asientos genoveses. Entre los años 1610 y 1619 se produce el mayor volumen de ventas de los siglos XVI y XVII. Existe una innumerable venta de oficios municipales, baldíos, tierras comunales… con los que la monarquía pretende hacerse cargo de los gastos de la deuda. Los banqueros genoveses exigen su cobro porque se encuentran en dificultades crecientes debido al hundimiento de su sistema financiero por la pujanza holandesa. Se estaba dando ya el desplazamiento como centro del desarrollo capitalista desde el Mediterráneo al norte de Europa.
La monarquía necesitaba descubrir nuevos ingresos que complementasen a los tradicionales. Ya hemos visto el peso de la deuda pública a través de los asientos a banqueros extranjeros por medio de los juros de inversores locales. Si nos atenemos a los juros, el coste de éstos no deja de crecer a lo largo de todo el siglo XVII. Por ejemplo, cuando llega al poder Felipe III (1598) su coste suponía 4.634.293 millones de ducados; en 1623, con Felipe IV, ya en el poder desde 1621, su coste era 5.627.000 ducados; en 1637 suponían 6.418.746; en 1654, 6.648.000 y al inicio del reinado de Carlos II, en el año 1667, la cifra se había disparado a 9.147.000 millones de ducados anuales. Con el tiempo y la desesperación se obliga a los altos funcionarios y a los particulares más “acomodados” a invertir en juros sus salarios e ingresos de un año (por ejemplo en el año 1631) para hacer frente a las necesidades de la monarquía. Aquí hablamos solo de juros, si tuvieramos que referirnos a los asientos, por ejemplo, en los primeros 20 años de reinado de Felipe IV (1621-1641) su coste sería de 175.775.000 millones de ducados según la Contaduría Mayor de Cuentas, tal y como recoge Domínguez Ortiz. Estamos hablando de cifras astronómicas para la época que sobre la monarquía será incapaz de enfrentar. Por eso emprenderá una huida hacia delante que agotará los recursos de los que disponía para financiar sus gastos.
Impuestos, enajenación de rentas y bienes, endeudamiento… Y nos faltan las alteraciones monetarias que se llevarán a cabo desde Felipe III y que terminarán por disolver todo el aparato productivo y económico. Felipe III y su valido el Duque de Lerma, como unos izquierdistas modernos, pensaban que la emisión monetaria (desligada de la producción de valor) era riqueza en sí misma. Pensaban que bastaba imprimir o sellar moneda, en su caso, para incrementar la riqueza del reino y la posibilidad de hacerse cargo de los gastos militares crecientes. Los efectos inflacionistas a lo largo de casi todo el siglo XVII (por lo menos hasta 1686) serán terribles. Veámoslo detenidamente en el próximo epígrafe.
Las emisiones de vellón
Cuando Felipe III llega al poder en el año 1598 la deuda consolidada de los Habsburgo es de 80 millones de ducados. Recordemos que dos años antes su padre, Felipe II, había declarado una bancarrota con los asentistas. 80 millones de ducados suponían 8 veces los ingresos anuales de la Hacienda Real. Sólo el pago de los intereses de los títulos (juros) ascendía anualmente a 4´6 millobes de ducados, una cantidad muy cercana al coste de las rentas ordinarias del monarca, o sea con aquellas con que podía contar Felipe III con certeza. El impuesto de los millones, en principio extraordinario, acabó siendo una renta ordinaria que de dos millones de ducados anuales pasó a cuatro con Felipe IV.
De este modo podemos entender que en 1607 Felipe III declarara una nueva bancarrota (default), la única de su reinado. Las remesas de las Indias empezaban a bajar desde entonces, un descenso que será continuo a lo largo de todo el siglo XVII. En este contexto, unos años antes, en el año 1602, Felipe III decide que el vellón (una moneda fraccionaria de cobre ligada con la plata) se fabrique solo exclusivamente en cobre. En septiembre de 1603, Felipe III obliga a ir a las cecas de moneda para resellar al doble de su valor el vellón en poder de los particulares. De este modo la Corona se queda con la parte duplicada y entrega el mismo valor nominal a los particulares. Nos podemos hacer una idea de las consecuencias que serán cada vez mayores en la medida en que su hijo, Felipe IV, utilizará este expediente innumerables veces con la hiperinflación concomitante.
Las consecuencias inmediatas de esta medida serán la inevitable expulsión del comercio local de la moneda buena (la plata). Ya habíamos visto que a mediados del siglo XVII el 95% de la moneda circulante en Castilla era el cobre. En los años 1600-1606 se envían anualmente a Flandes entre 3 y 4 millones de ducados. Todo esto tenderá a aumentar el premio de la plata con respecto al cobre del vellón, es decir, el vellón tiende a devaluar su precio en el mercado en relación a la plata, que tiende a atesorarse y a no circular en el mercado local. Los monarcas hispanos tenderán a ir reconociendo los movimientos del mercado que reforzaban el valor de la plata, a pesar de los cambios oficiales de la monarquía. El dinero como manifestación del ser social del capital se imponía a la voluntad de la monarquía imperial.
Felipe III muere en 1621 dejando una deuda muy importante. Había acuñado en 1617 800.000 ducados y en 1618 un millón más. Felipe IV continúa con la política de su padre y quiere continuar la financiación de la deuda con la de la acuñación de más vellón (cuatro millones de ducados en junio de 1621). En 1623 la deuda total supone ya 112 millones de ducados, esto es, el total de diez años de ingresos totales de la Hacienda castellana. Por eso la monarquía se lanza a acuñar moneda de vellón como si no hubiera un mañana para hacerse cargo de una parte de la deuda y tratar de rehacer de modo ficticio los déficits presupuestarios. El total de las acuñaciones a inicios del siglo XVII incrementa la oferta nominal de tres a diez millones de maravedíes, con lo que la plata se atesora como activo financiero y se exporta (treinta millones de ducados en el año 1626). En 1625, la plata en circulación es solo del 16%. Ya vimos que en la década de los 40 supone sólo el 5%. La hiperinflación era solo cuestión de tiempo debido a la emisión de oferta monetaria extraordinaria en forma de vellón. En los años 1623-1624, esta aparece ya de un modo claro. La venganza de la inflación fue la consecuencia de los intentos de taponar la deuda a través del fetichismo monetario. Como vemos se puede establecer un claro paralelismo con los tiempos presentes de ocaso del capitalismo. El fetichismo del dinero, a pesar de las apariencias, no supone creación de riqueza por sí mismo. Da igual que fuera en la épocas de los Habsburgo o en nuestro presente de crisis estructural capitalista. El dinero no es sino una forma fenoménica del valor, del trabajo abstracto, sin creación de riqueza derivada del trabajo y expresado a valor. Lo que tenemos es dinero sin valor, es decir, aire que antes o después estalla, tal y como escribieron los arbitristas españoles de la época.
Varias son las medidas impotentes que Felipe IV va a tratar de aplicar a través de su valido el Conde Duque de Olivares al inicio de su reinado. Hablaremos de dos de ellas.
La primera es el intento de crear un erario público para no depender de los asentistas genoveses, cuyo modelo estaba basado en los Monte di Pietà italianos. Lo que pretende el Conde Duque de Olivares es canalizar el ahorro de los particulares castellanos privilegiados hacia los erarios. Todo ello se hacía a cambio de una tasa de interés del 3% y prestar ese dinero hacia otros particulares y a la misma monarquía a un 5%. La tentativa fracasó pues suponía acabar con toda la trama de intereses del cobro de alcabalas, millones, venta de cargos… En definitiva, liquidar a la nueva burguesía parasitaria que vivía de la deuda pública del Estado y que succionaba una producción material cada vez más escasa. Debido a este entramado de intereses el modelo de los erarios no se concretó jamás y los intentos reformistas fracasaron de modo estrepitoso.
El segundo intento reformista es el esfuerzo por restringir, entre 1627-1628, la circulación del vellón con la intención de suprimir la inflación subyacente de los precios y eliminar el premio de la plata que la encarecía. Con esto se pretendía además atenuar los gastos de la deuda de la monarquía (ya que a los asentistas genoveses se les pagaba en plata). En 1624 el premio de la plata pasó a ser del 20% y en 1628 suponía ya del 60%. En todo ese lustro se habían labrado 19.728.000 millones ducados de vellón, de los que la monarquía había sacado presuntamente un beneficio de 13.152.000 ducados tras el descuento de los gastos. Esta política generará un desorden permanente durante todo el reinado, a través de una inflación galopante desde la década de los 40´y el incremento continuo del premio de la plata. Lo que la reforma de 1628 pretende hacer es reducir a la mitad el valor nominal de todas las piezas de vellón. De este modo las monedas de 2 vellones pasan a valer 1, las de 4 pasan a 2… Y así sucesivamente. La restricción del circulante monetario pretende reducir la oferta monetaria para lograr una deflación de precios que incremente el valor del vellón de cobre y estabilice el premio de la plata. En 1637 y 1642 Felipe IV tratará de realizar políticas semejantes para lograr una deflación de los precios y una reducción del premio de la plata pero ambas fracasarán de modo estrepitoso. Y es que las necesidades de financiación inmediata a causa de los gastos de la guerra azuzaban la necesidad de dinero líquido. En 1636 Felipe IV triplica la moneda de vellón con un nuevo resello, y el premio de la plata continúa subiendo. Incrementos paralelos de oferta monetaria se van a dar en los años 1641, 1643, 1651, 1654 y 1658. Se obtienen ingresos momentáneos pero el ascenso de los precios y el aumento del premio de la plata ocasiona a medio plazo problemas mayores. Y es que estas medidas suponen un descalabro económico ocasionado por la hiperinflación y por el aumento de la deuda que origina la subida del premio de la plata (los asentistas exigen que se les pague en plata). Felipe IV ordena incluso sacar toda la plata que estuviera en el Palacio del Buen Retiro para fundirla y financiar la deuda con los asentistas. Multitud de burócratas y funcionarios la sacan de donde pueden, camas, platos, fuentes… En 1641 el premio de la plata supone ya un 50%, en 1642 sube a 170% y poco después se dispara a un 200%.
Las consecuencias económicas son terribles, no solo por lo que hemos dicho (por el caos económico y por el pago a los asentistas), sino por las consecuencias para aquellos que tenían rentas fijas (en forma de juros por ejemplo) y que veían devaluados siempre sus ingresos. La inseguridad económica acabará por desencadenar un golpe definitivo a la producción artesanal y agrícola. En este contexto se suceden las revueltas, no solo en el sentido de fragmentar la unidad de la Monarquía, como en Cataluña y Portugal (que alcanzó definitivamente su independencia en 1668). O por medio la República Napolitana de 1647, revuelta azuzada por la inflación galopante y la creación de nuevos impuestos. O las revueltas del hambre de Andalucía del año 1647, expresión de una auténtica guerra social contra el poder señorial y monárquico.
Veamos a partir de un ejemplo concreto las consecuencias materiales de las políticas inflacionistas causadas por la devaluación del vellón. En noviembre de 1651 se provocó una devaluación para obtener un beneficio líquido de nueva riqueza. Pero lo que ocasionó, como siempre, fue un desequilibrio económico brutal en las transacciones comerciales. En abril de 1652, una barra de pan costaba más de lo que un trabajador podía ganar en una semana. Se suceden el caos económico, el aumento de la deuda pública, la hiperinflación galopante, revueltas sociales, asaltos a las casas de los nobles y burgueses y epidemias de peste. La peste de 1649 mató en Sevilla a más de 60.000 personas, casi el 50% de su población. El choque entre modos de producción tenía efectos devastadores y catastróficos, el dinero disolvía el mundo feudal sin desarrollar aún la producción capitalista de valor.
Una cierta estabilización monetaria no se logró hasta las reformas de 1680-1686 durante el reinado de Carlos II, bajo los auspicios del duque de Oropesa y el conde de Medinaceli. Entonces una nueva reducción del valor nominal de las monedas de vellón logró frenar la inflación galopante y estabilizar los precios finalmente. La moneda de vellón de ocho maravedíes pasaba a valer dos. Esta pérdida de valor -un cuarto de la riqueza acumulada- logró frenar la tesaurización de la moneda de plata y detener la alteración incontrolada de los precios. En realidad la explicación no es monetarista, la actividad económica, sobre todo en la zona mediterránea, volvía a estabilizarse y a crecer después de la ingente destrucción de las actividades agrícolas, artesanales y comerciales en el siglo XVII. De este modo se preparaba el crecimiento económico del XVIII que anticipó la “revolución burguesa desde arriba” del siglo XIX.
Para terminar esta parte queremos hablar de las quiebras de la Hacienda de Felipe IV a lo largo de su reinado. Ya hemos visto las tres quiebras de Felipe II y la de 1607 de Felipe III. Con Felipe IV la monarquía entra hasta cinco veces en quiebra, durante los años 1627, 1647, 1652, 1660 y 1662. Como vemos la crisis de la década de los 40´del XVII tendrá efectos importantes. La primera quiebra de 1627 verá la sustitución de los banqueros genoveses por los marranos portugueses. El estímulo a prestar dinero por parte de los banqueros genoveses iba en descenso en la médida en que se acrecentaban las dificultades de financiación de la Corona. Las diferentes familias genovesas que prestaban dinero a los Habsburgo: los Espínola Centurión, Pallavicini, Piquinoti, Strata, Balbi, Imbrea… están siempre menos dispuestas a insertarse en los asuntos de la Monarquía hispánica debido a la insolvencia, la mala fe, la continua ruptura de los pactos por parte de Felipe IV, la conversión de los asientos en juros… Muchos de ellos acabaron arruinados como en el caso de los Imbrea. Arruinados, en este último caso, por la suspensión de pagos de 1662.
Los banqueros genoveses empiezan a ser sustituidos, desde 1627, por los judíos conversos portugueses. Familias como los Méndez Brito y los Núñez Saravia pero que no tenían la misma disponibilidad de recursos que las familias genovesas. La sustitución de los genoveses por los portugueses no expresaba sino la manifestación de la ruina de los Habsburgo y la desconfianza que el mundo del dinero tenía de cara a su poder y reputación.
La impotencia de los arbitristas
Esta situación será analizada por diferentes pensadores y funcionarios de la época. Éstos intuirán que el motivo de la decadencia económica hispánica derivaba de la necesidad de superar los paradigmas feudales y nobiliarios. Su análisis, aunque contradictorio, no es meramente mercantilista, es decir, no reducen toda la problemática al déficit de la balanza de pagos castellana, a la salida de la plata al extranjero, sino que indican claramente que el problema es de productividad. En el siglo XVI destacan Tomás de Mercado, Azpilcueta y Luis Ortiz. Este último es un contador de Felipe II que escribe un informe en el año 1557, no casualmente el año de la primera quiebra de la monarquía. En un período aún de transición, entre auge y decadencia, entre optimismo y pesimismo, Luis Ortiz señala la importancia de introducir el fundamento del trabajo, eliminar toda ociosidad y abolir los prejuicios contra los oficios mecánicos. En definitiva una defensa contra la holgura y a favor de la productividad. Un auténtico manifiesto del capitalismo naciente y en contra de la improductividad feudal (desde el punto de vista de la racionalidad económica capitalista, por supuesto). Ortiz quiere acumular capital para que se invierta productivamente, le interesa el oro y la plata que viene de América en caso de que se ponga en valor, en caso contrario entiende perfectamente que es un motivo de ruina (como efectivamente fue). Propone medidas de mercantilización de las tierras, desamortización de los bienes de la Iglesia, supresión de aduanas… En definitiva, un programa en consonancia con el nuevo modo de producción capitalista que avanza.
El teólogo sevillano Tomás de Mercado, que estuvo también en América, se interroga por la sensación de pobreza en medio de la aparente riqueza monetaria, del porqué de la salida de la plata. Es consciente de que el origen y la explicación no es solo monetaria sino que deriva de la falta de competitividad castellana. Existe una pirámide de empréstitos, deudas y censos que carcome además las bases productivas castellanas. De los efectos de un aumento del premio de la plata que hace que la moneda sea más estimada en el extranjero que en Castilla y tienda a huir de aquí. Existe una auténtica maldición del oro sino se acompaña de actividad productiva. Tomás de Mercado sabía que esto no podía durar.
Más tarde, en el año 1600, González de Cellorigo dirige un memorial a Felipe III que dibuja perfectamente la situación en sus problemas esenciales. Casi parece hablarnos de la situación de capital ficticio que asola hoy en día al capitalismo: “Que el mucho dinero no sustenta a los Estados, ni está en él la riqueza de ellos” sino que supone un empeño de los Estados vía deuda. Y añade: “Y el no aver tomado suelo procede de que la riqueza ha andado y anda en el ayre, en papeles y contratos, censos y letras de cambio, en la moneda, en la plata y en el oro”. En definitiva, una comprensión intuitiva de la necesidad de inversiones productivas sin las que el dinero no es nada, un dinero sin valor que no representa la riqueza sino el origen de la ruina económica de los estados, como diría con su lenguaje aún contaminado de pasado.
A fin de cuentas, son autores que piensan la realidad de su época más desde el futuro que se impone, el capitalismo como modo de producción, que desde el pasado que se está disolviendo. Y tratan de estimular aquellos factores de acumulación originaria del capital que Marx trataba en El Capital y que recordábamos al inicio, factores que habrían puesto a “trabajar”, en el sentido capitalista, los recursos en oro y plata tomados a sangre y fuego de las minas americanas. El lodo y la sangre del Imperio necesitaba, a su vez, de esa humanidad desnuda, suspendida en el aire, del proletariado moderno que produjese el necesario contravalor para el dinero metálico que llegaba de América. Pero esa historia se desplazó más hacia el norte, como nos recuerda Marx en El Capital, y la Península Ibérica tomaría un lugar periférico en el movimiento del dinero triunfante, en ese comercio, de carácter triangular, que discurría entre Europa, África y América.
Otros pensadores del siglo XVII como Pedro de Valencia, Pérez de Herrera, Lope de Deza, López Bravo, Navarrete o Sancho de Moncada serán partidarios del desarrollo industrial y en algunos casos fisiócratas ante litteram, auspiciando un desarrollo productivo de la agricultura castellana.
Así, por ejemplo, a López Bravo le obsesionaba el origen de las verdaderas riquezas. Criticaba la ociosidad y exaltaba el trabajo. En definitiva, y nuevamente, una política en pos del desarrollo capitalista que por supuesto condenaba la ociosidad, la mendicidad, los mayorazgos que impedían la puesta en valor de la tierra, su conversión en mercancía en definitiva. Un choque entre las clases productivas de la sociedad (agricultores, ganaderos, comerciantes, banqueros…) contra los improductivos que viven en la ociosidad. Casi nos parece estar escuchando a Saint Simon. La consigna era clara y meridiana: “que ninguna ociosidad pase sin tacha y ninún oficio sin reputación”.
Como dice el historiador Fernández Albaladejo el combate de los López Bravo, Sancho de Moncada, Cellorigo, o Pérez de Herrera es en defensa de la mercancía, del dinero que surge de la actividad productiva. No defienden el status quo, o la actividad agraria en sí. Al contrario, lo que defienden es la subordinación del mundo rural a la actividad mercantil. Y, por eso, serán partidarios de la supresión de los mayorazgos y del uso productivo de las actividades rurales. Se trataba de recuperar el comercio y las manufacturas desde una lógica de la producción de beneficios que era lo único que podía “recuperar a España”.
Estos hombres combaten en línea con el mundo que surgía pero fracasan en sus objetivos inmediatos. La decadencia, el despoblamiento y el empobrecimiento que temían para Castilla no pudo ser frenado.
Conclusiones
En definitiva, asistimos en estos dos siglos al choque de dos mundos, dos modos de producción. Lo que en la literatura nos transmitió también una de las formas literarias del nuevo mundo, la novela, a través de El Quijote de Cervantes. Las ensoñaciones del Quijote, sus intentos de emular las novelas de caballería y actuar como un noble caballero chocan con el nuevo mundo que se impone, mucho más pragmático y realista a su modo, el mundo del dinero, del capital. Cervantes se despide del feudalismo con ironía, con una combinación de sarcasmo pero también ternura, no hay crueldad en la pluma de Cervantes. Es ese choque de modos de producción el que hemos reflejado en esta parte de nuestro texto. Un mundo catastrófico donde los procesos de privatización de los baldíos y las tierras comunales se combina con la persecución a los vagabundos, con la figura de los pícaros que también reflejan novelas de la época como El Lazarillo de Tormes o El Guzmán de Alfarache. Los pícaros no son sino esos niños suspendidos en el aire por los procesos sociales de descomposición de las relaciones feudales y que preparan el capitalismo moderno con la futura clase proletaria. Niños que se buscan la vida como pueden, usando su inteligencia práctica para poder sobrevivir. Humanidad superflua para la sociedad de clase del momento y que la literatura o la pintura sevillana de alguien como Murillo retratará con maestría.
Y cómo no ver en todo esto un paralelismo con nuestros tiempos presentes, un paralelismo fractal. Hoy, como ayer, asistimos al desarrollo de una humanidad superflua en crecimiento geométrico. Una expresión concreta del límite interno alcanzado por las relaciones sociales capitalistas, con el proceso de expulsión del trabajo vivo de las actividades productivas y su sustitución por trabajo muerto. Hoy, como ayer, humanidad superflua aunque en condiciones y mundos muy diferentes. Hoy, como ayer, dinero sin valor, sin contravalor en mercancías. Masas ingentes de deuda pública que asolan a los Estados pero con evidentes límites de valorización y de pago de la deuda. Hoy la expulsión del trabajo vivo de los procesos productivos convive con la multiplicación exponencial de un capital ficticio que representa un castillo de naipes suspendido en el vacío. Cualquier golpe de viento amenaza con derrumbar al castillo, como está ocurriendo ahora con la crisis del coronavirus. La deuda acabó hundiendo a la monarquía de los Habsburgo por la incapacidad de pago debido a la impotencia de su sistema de producción, esencialmente feudal aún. De una manera paralela, las enormes masas de deuda pública y privada, que se extienden en la actualidad en el capitalismo, no son una muestra de su fortaleza y poderío. Son los claros síntomas del agotamiento de su mundo, del mundo del valor y del capital, del mundo del dinero.
