n+1 – La autonomía del Capital y sus consecuencias prácticas
Traducido por el Círculo Marx Lenin Luxemburgo
“Si el dinero es el vínculo que me une a la vida humana, que me une a la sociedad, que me conecta con la naturaleza y los hombres, ¿no es quizás el dinero la unión de todas las uniones? ¿No puede desatar o apretar cualquier vínculo? ¿Entonces no es quizás el disolvente universal?
(Marx, Manuscritos económicos-filosóficos de 1844)
“La especie humana, cuya Vida es la Historia, tiene un cerebro, un órgano construido a partir de su función milenaria, que no es la herencia de alguna Calavera o algún Cráneo. El saber de la especie, la Ciencia, más que el propio Oro, no son para nosotros herencias privadas, y en Potencia pertenecen íntegros al Hombre social”
(Amadeo Bordiga, Trayectoria y catástrofe de la forma capitalista en la clásica y monolítica construcción teórica del marxismo).
De la sociedad comunista original a la desarrollada.
El hombre capitalista “ha construido otras maravillas como las pirámides egipcias ” (Marx, Manifiesto), haciéndose portador de un modo de producción universal, con la capacidad de derrotar cualquier residuo del pasado y de socializar la producción a nivel planetario. Nada ha resistido a su avance. También la naturaleza, que asistió a la aparición de miles de especies y a su extinción, así como asistió al nacimiento y muerte de innumerables de civilizaciones humanas, hoy parece doblegarse al humano-industria, que también ha sido generado por ella. Mucho menos han resistido a la avanzada sociedad capitalista con apariencia de potentes pero atrasados, como los pseudo-socialismos ruso y chino. Y a la misma prueba se someterán todo régimen hibrido que quiera contrarrestar las necesidades totalizantes del Capital tras haber llegado a su fase suprema. Desde la Casa Blanca, y confirmados por ellos mismos, se han lanzado explicitas proclamaciones de guerra para hacer entender al mundo que no se tolerará otro régimen fuera del Capital, con franquicias en todas partes del mundo y con sede central en Washington.
Escribámoslo con la mayúscula, a la manera alemana, este sustantivo que da nombre a un sistema capaz de darse un arma de apariencia invencible, y que consiste no en desmontar a sus adversarios si no haciéndose ver de falsos, haciéndolos trabajar por sí mismo. Démosle una personalidad abstracta, como hace Marx, ya que se ha permeado en la comunidad humana imponiendo su propio orden. Reconozcámoslo como un único y verdadero agente con la capacidad de exprimir una voluntad subjetiva superior a la de los hombres, como veremos. Pero consideremos – debemos considerar – también como agente del traspaso a otra sociedad, con una capacidad de hacer necesario el choque final entre sus clases, las últimas de la historia.
Si tal conflicto es necesario, en el sentido determinista, entonces aquello que es verdaderamente inevitable es la dinámica que lleva a este conflicto y que llamamos Comunismo. A lo sumo parece imposible la desaparición de una red productiva que da la vuelta al mundo, conectada por miles de canales de comunicación, hecha de ferrocarriles, barcos, satélites artificiales y telemática, canales que traen consigo también “información”, la cual actúa de forma material y evoluciona como ser biológico, dando lugar a una ideología que se retroalimenta a la par que el Capital se apodera de la comunidad humana entera y moldea a todos al pensamiento burgués. Aún más imposible parece la derrota del aparato militar, jurídico y policial preparados para su defensa.
Aún así nos encontramos en el final de un proceso milenario, no hay ni un atisbo de duda. Por ello debe ser fácil encontrar, escondidos dentro de esta sociedad, la esencia de la sociedad futura, sin la cual es absurdo cualquier noción de un proceso evolutivo y termina siendo substituida por algún ideal místico de la creación (o de la eternidad de una forma social concreta). Y sería, sin ninguna duda, lo mismo para la creación, si esta esencia escondida fuese extraña a aquello que ya es, si existiese separada de alguna parte a la espera de su revelación. La solución de este problema aparente está en el proceso del devenir social, o sea en la metamorfosis del presente, como sucede en cada sociedad, la cual acumula potencialidad en modo continuo que al final explotan en modo discontinuo, revolucionario, dando lugar a una forma completamente distinta.
Pero ¿es correcto hablar de personajes ocultos? La burguesía -se ha dicho- ha construido más que pirámides, gracias al inmenso desarrollo de la fuerza productiva social. Sin embargo, es incapaz -y nunca podrá- controlar los resultados que ha obtenido. Al estar dominada por las mismas fuerzas que la generaron como clase, su mito de prosperidad y riqueza resulta cada vez más falso, mostrando toda la impotencia de esta clase. Sigue existiendo un abismo entre la gran capacidad de diseño inherente al plan de producción local y la anarquía global del mercado, de la relación entre los hombres y entre los Estados, de la relación incluso entre los individuos al margen de la producción. Así, la burguesía ha destruido las viejas sociedades superándolas a todas, pero sin igualar su capacidad de aplicar un programa de especie, de diseñar dentro de su mundo el conjunto de la vida social. Desde el punto de vista humano, el mundo burgués es inferior a los mundos de las «pirámides». Por primera vez en la historia, una forma social no padece hambre y miseria por causas contingentes, en su mayoría naturales, sino que las produce de forma generalizada por causas intrínsecas, al tiempo que dispone de medios sobreabundantes para dar al hombre una vida completamente distinta. De esta contradicción surge la aparición objetiva de nuevas formas que incluso hoy ya no es lógico llamar capitalistas. Y esto también es visible.
Hacemos nuestra la suposición de Marx: el capitalismo ha demostrado ahora su inexistencia potencial (cf. Ciencia económica marxista, p. 91). Intentaremos desarrollarlo afirmando que la salida de esta sociedad se presenta como una dinámica evolutiva de sus características económico-sociales, llevadas al extremo, hasta la catástrofe revolucionaria. Atraviesan la historia como invariantes en transformación (comunidad, familia, producción, intercambio, dinero, propiedad, Estado, etc.), y serán negadas precisamente porque, realizadas plenamente por el capitalismo, hacen redundante el movimiento milenario para su afirmación. Filtrados a través del desarrollo que ha tenido lugar mientras tanto, son simétricos a los del pasado: la comunidad se convierte en la negación de la comunidad, la familia se convierte en no-familia, el dinero se convierte en no-dinero, la propiedad se convierte en la expropiación de la propiedad por los propios capitalistas, el Estado se fortalece, pero se convierte en un apéndice del capital, la ley del valor alcanza su cima de poder, pero se niega a sí misma, etc.
Con ello, la ley del valor no queda en absoluto invalidada, como pretenderían los teóricos del «intercambio desigual», sino que actúa cada vez más a través del control del hecho económico. En la agricultura, por ejemplo, la enorme distancia entre precio y valor sólo se salva pagando una especie de salario social al agricultor: una patata será pagada por el individuo menos de su valor real en tiempo medio de trabajo, la diferencia será soportada por la sociedad. Se trata de un fenómeno especular en comparación con lo que ocurría cuando los intercambios se basaban más en la calidad de uso de los productos que en su valor intrínseco en horas de trabajo. Especular y opuesto, porque lo que hoy se debe a demasiado desarrollo entonces se debía a demasiado poco. Lo mismo ocurre con la producción, que ahora se apoya en todas partes en medidas especiales promulgadas por el Estado y aplicadas mediante una distribución social del valor producido, como en los antiguos reinos o repúblicas marítimas. Sólo que ahora el Capital ya no es un tesoro mercantil con un propietario de carne y hueso, sino un poder capaz de actuar por sí mismo, sirviéndose de los hombres, sean proletarios o burgueses. Otro ejemplo es la socialización máxima del trabajo, que hoy hace que millones de trabajadores sean completamente libres de vender su fuerza de trabajo a plazo fijo, como les ocurría a los obreros (y a los soldados) a finales de la Edad Media, antes de que surgieran la manufactura y la industria propiamente dichas, es decir, antes de que la fuerza de trabajo estuviera fijada a la industria y existiera el «lugar de trabajo».
La unidad original hombre-comunidad-naturaleza y su dinámica
Todos los ejemplos posibles no son en absoluto un retroceso sino, por el contrario, un enorme paso adelante. No se trata de recurrencias de la historia, de analogías dentro de distintos modos de producción, sino de un único y gran proceso que, partiendo de la sociedad comunista originaria, llega a la desarrollada a través de diversos saltos. Si fue necesario introducir el valor en el intercambio, negando las relaciones comunistas anteriores, pues bien, ahora, alcanzado el máximo poder y autonomía de ese valor, se niega en favor de una relación nueva y superior. Este es el ciclo milenario que vamos a investigar.
La comunidad humana organizada, por primitiva que fuera, fue el prerrequisito histórico para la existencia del hombre como no-animal. En la evolución social del hombre, desde la prehistoria hasta las sociedades protohistóricas ya agrupadas en hábitats urbanos, no hubo ruptura entre individuo, comunidad y entorno, entre actividad productiva y descanso. La existencia del individuo estaba marcada por el ritmo de vida de la comunidad, que el individuo percibía como una prolongación de su propio cuerpo, del mismo modo que percibía la totalidad de la tierra, la flora, la fauna y los acontecimientos naturales como una prolongación de la comunidad. En esa fase de la historia humana, la «relación de propiedad» se presentaba, pues, al hombre como una relación objetiva y natural entre su trabajo y los supuestos materiales de toda la comunidad, es decir, el mundo que habitaba. La naturaleza en su conjunto era el gran laboratorio, el medio de producción primario, la base material de la vida productiva y reproductiva.
Esta unidad global con la naturaleza, en la que se basaba la relación entre el hombre y sus condiciones de trabajo y reproducción, era sentida por el individuo como una «pertenencia» al mundo y, al mismo tiempo, puesto que no tenía propiedad, el mundo entero le «pertenecía». El sentimiento de propiedad no era originalmente más que la relación del hombre con los presupuestos naturales de su producción. Naturales, en el sentido de que eran uno con la existencia humana, de modo que incluso podemos decir que, aparte de lo inadecuado del término «propiedad», el hombre ni siquiera tenía una «relación con» estos presupuestos, sino que llevaba una existencia indiferenciada, a la vez subjetiva, como individuo, y objetiva, como hombre- sociedad. Se caracterizaba por vivir en simbiosis con su entorno, al igual que todo lo que vivía en la biosfera. La aparición del hombre-propietario como individuo poseedor de bienes, ideas o poder -y, por tanto, sujeto de la historia- es relativamente reciente, ya que se remonta a la Baja Edad Media europea (cf. Gurevich, El nacimiento del individuo).
La historia del hombre capitalista, resumen de todas las épocas que preceden a su condición actual (como n+1 contiene a n), es la historia de la separación progresiva entre el individuo y la especie, entre su trabajo y la naturaleza, entre su producto y su uso, entre la producción social y la apropiación privada, entre el valor y la vida. En este proceso, los términos valor de cambio y valor de uso son apropiados cuando hay producción de valor para otros. Pero el aire es útil sin ser valor de uso. Y lo mismo ocurre con los productos que son útiles sin ser mercancías. Puesto que desde el proto- mercantilismo la ley que subyace al intercambio de mercancías es la del «valor», en cualquier otra situación lo que importa en una simple mercancía es su «cualidad» de satisfacer una necesidad. Por tanto, utilizaremos «valor» para lo que es cuantitativo capitalista (incluidos los salarios) y «calidad de uso» para lo que es cualitativo e invariable a la satisfacción de una necesidad humana.
Disolución de las formas antiguas y nacimiento del valor
Si antes sólo existía la calidad y no el valor (Marx en el primer capítulo de El Capital señala la diferencia entre “worth” y “value” que ha sobrevivido en la lengua inglesa), no es seguro que el valor esté ahí para siempre: nace y morirá. El proceso de formación del valor es uno con el proceso de formación de la clase. Desde la prehistoria, el aumento de la población humana y la dislocación de las comunidades en territorios cada vez más extensos y distantes de los originales condujeron a una diferenciación tanto de los caracteres «étnicos» como de los productos del trabajo, y luego al intercambio de estos últimos cuando constituían un excedente o una necesidad. Desde que las primeras comunidades humanas comenzaron a picar piedra, se inició un vasto movimiento de «productos», incluso a distancias de miles de kilómetros. Al principio, el trueque de los excedentes de unos y otros era un fenómeno accidental y esporádico, pero la intensificación de la producción y el comercio produjo gradualmente una primera y elemental división social del trabajo. Algunos elementos de las distintas comunidades se dedicaban específicamente a una determinada producción o a la búsqueda de materias primas, otros al comercio.
Las investigaciones arqueológicas nos demuestran que la producción no bastaba para desvincular a algunos «especialistas» de la comunidad -que, por el contrario, mantenía cerca a alfareros, fundidores, constructores o joyeros-, sino que era específicamente el intercambio lo que hacía que algunos de ellos fueran completamente autónomos, por la sencilla razón de que quienes se dedicaban al intercambio tenían que vivir perpetuamente en tránsito por el territorio que separaba a las comunidades. Al principio, el intercambio se realizaba entre productos particulares, es decir, no directamente conmensurables, ya que el tiempo de trabajo necesario para producirlos como valores de uso a menudo no era equivalente; más tarde, la aparición de una clase de intercambio dio lugar a un primer nivel de conciencia de las diferencias, ya no sólo entre los valores de uso, sino también entre el tiempo de trabajo necesario para encontrar una materia prima o producir un artefacto. Este segundo criterio acabó imponiéndose con la aparición de los mercados reales. El intercambio de productos, que antes sólo tenía sentido fuera de las comunidades, también se produjo dentro de ellas a medida que éstas crecían.
Al principio, un determinado producto se utilizaba como equivalente de otros. Por ejemplo, en el mundo fenicio arcaico, un lingote de bronce con forma de piel de oveja «valía» tantos como estuvieran marcados en su superficie. Así, un determinado producto se transformaba de mero objeto de uso en objeto mediador de un proceso, adquiriendo autonomía propia respecto al puro ciclo producción-consumo. En una fase posterior, un producto concreto (con el tiempo, el oro suplantó a todos los demás) asumió una función particular en el intercambio, de modo que su cualidad original de uso pasó a un segundo plano mientras prevalecía su nueva función, la de medio específico de intercambio. Finalmente, la autonomización se completó y el objeto, antes un equivalente entre otros se convirtió en el equivalente único y universal, es decir, el dinero (cf. Marx, Lineamenti…, p. 201 y ss.).
A lo largo de esta fase histórica, incluida la de la aparición del dinero, el trabajo fue «libre» en el sentido de que pasó mucho tiempo antes de que se «vendiera» como tal. Sin embargo, se vendían objetos que lo incorporaban, de ahí las mercancías. Por lo tanto, la autonomización del valor es mucho más antigua que el trabajo asalariado, y en la transición de las formas primitivas de intercambio a las realizadas a través del dinero sólo se consolidó. Con el mercantilismo temprano apareció una cualidad específica del uso para el comerciante: el aumento de la cantidad de dinero invertido por quienes hacían circular los productos del trabajo. Esta primera acumulación sobre la base del trabajo libre fue el presupuesto del trabajo asalariado (que era libre de otra manera, como veremos) y una de las condiciones históricas de la formación del capital, a la que siguió necesariamente la separación del trabajo libre de sus presupuestos objetivos, es decir, de los medios de trabajo y del material de trabajo.
Ya en las comunidades más antiguas, ciertas producciones habían adquirido autonomía respecto a las necesidades inmediatas de la propia comunidad en función del intercambio. Ya en la prehistoria, por ejemplo, la búsqueda y transformación de sílex y obsidiana, o más tarde la producción de carne, pieles, cereales y tejidos para el intercambio entre agricultores nómadas y sedentarios, dieron lugar a una división primordial del trabajo. Lo que ocurrió con algunas esferas de producción fue el origen remoto del desprendimiento de una parte de los productores de su tierra-comunidad como laboratorio natural. El proceso fue largo y condujo primero a la formación de la propiedad familiar de la tierra, que coexistió con la propiedad común, y luego a la formación de los grandes latifundios esclavistas que tomaron el relevo de la propiedad familiar libre. Este proceso de desintegración de las formas antiguas provocó el deterioro de los lazos comunitarios, y el alejamiento de los hombres del cuerpo social produjo un individualismo propietario que antes no existía. La valorización del mundo de las cosas a través de la propiedad y el dinero creció así en relación directa con la desvalorización del mundo humano, es decir, la dominación de los objetos y del valor, autonomizados de quienes los producían, creció paralelamente a la deshumanización del hombre. Por supuesto, el resultado del proceso histórico no será una especie de retorno a las colectividades de tipo primitivo, sino la desvalorización del mundo de las cosas, que ya está en marcha hoy en día y que la industria ha llevado al extremo, en beneficio de una nueva humanización del mundo humano.
El proceso de autonomización del valor comenzó así con el intercambio, que permitió a las distintas comunidades acercarse, agregarse en el territorio y llegar a formas urbanas cada vez más centralizadas, complejas y productivas. Posteriormente, en su seno, convertido en un poderoso atractor social, el intercambio se convirtió en un factor perturbador de los antiguos lazos comunitarios: la forma-valor los transformó en nuevas relaciones sociales cada vez más implacables en la demolición de los supuestos materiales en los que se basaban las antiguas. Así, las comunidades comunistas, aunque dejaron importantes huellas de sí mismas en todas las sociedades posteriores, no tuvieron forma de trascender en una comunidad humana completa y universal; simplemente se disolvieron, dando paso a lo que serían los primeros modos de producción, las primeras sociedades de clases.
De la crítica conservadora a la acción revolucionaria
Ya en la época clásica, los griegos veían con recelo las cualidades que iba adquiriendo el dinero como valor autónomo. En el Fragmento del texto original de «Para la crítica de la economía política» de 1858, incluido en los Principios fundamentales, Marx recuerda cómo Platón y Aristóteles se oponían al uso del dinero sólo para obtener más dinero, y ambos proponían utilizarlo sólo como medio de medida y circulación, es decir, en la forma Mercancía → Dinero → Mercancía, que consideraban natural y racional; criticaban en cambio la forma Dinero → Mercancía → Dinero, que Aristóteles llamaba crematística, adecuada sólo para el comercio de dinero y, por tanto, antinatural. Esta crítica al valor y al uso del dinero para el enriquecimiento como fin en sí mismo no podía intuirse aún para la futura formación del Capital, pero ciertamente los dos filósofos advertían que los procesos en marcha, aunque aún en embrión, dominarían al hombre.
La resistencia del hombre a los efectos de la autonomización del valor puede encontrarse a lo largo de la historia, en la filosofía, en el arte, en las doctrinas religiosas, en la política. Algunos intentos de preservar el lado humano del intercambio por el uso, como la prohibición de la usura en las doctrinas cristiana e islámica, fueron grandiosos, pero inexorablemente derrotados, y cualquier vestigio de las antiguas sociedades comunistas, aún presente durante mucho tiempo en las nuevas sociedades, acabó siendo barrido tras ser utilizado para la instauración de las nuevas. Es normal que en periodos de asentamiento social o de extenuante preservación reaccionaria, la gente se sienta inclinada a añorar tiempos mejores, reproponiendo relaciones sociales del pasado aún impregnadas de formas de producción anteriores, porque las cree exentas de degeneración y decadencia. No es casualidad que hoy, frente a la marcha devastadora de la ciencia y la industria burguesas, gane terreno una ideología primitivista anticientífica y antinutricionista. Mientras los hombres se limiten a esto, en lugar de derribar toda barrera que los separe del mañana, el pasado resistirá tenazmente, aunque el futuro siga avanzando en los pliegues del presente (las revoluciones son procesos continuos en los que el acto destructivo hacia el sistema anterior es sólo un acontecimiento discontinuo, necesario, de gran aceleración histórica).
En la Edad Media, cuando ya habían aparecido dos formas de capital, el capital usurero y el capital comercial, el ulterior desarrollo unificador hacia el capital industrial se vio obstaculizado por la poderosa fuerza conservadora de los feudos en el campo y los gremios en las ciudades bajo el ala de la Iglesia, expresiones todas ellas de antiguas relaciones. Eran menos feroces que el capitalismo, pero ahora eran tan antihistóricas que fueron quebrantadas por las constituciones comunales mucho antes de la revolución burguesa. Surgieron poderosas herejías en la Iglesia, generalmente sobre la base de un retorno al cristianismo de los orígenes, y cuando no fueron aniquiladas (y casi siempre lo fueron), contribuyeron al cambio, convirtiéndose en parte del proceso de renovación de la sociedad. Los movimientos cisterciense y franciscano, con un siglo de diferencia, nos muestran bien cómo las herejías comunitarias, nacidas de la crítica a las riquezas de la Iglesia y a su estructura propietaria y mercantil, fueron luego llevadas por el movimiento histórico a utilizar toda la fuerza del vínculo con el pasado para negarse a sí mismas, y para ayudar a la Iglesia en su lucha por la supervivencia.
En el capítulo sobre la acumulación originaria (El Capital, Libro I, Capítulo XXIV), Marx analiza y documenta minuciosamente la lucha librada por el hombre contra la autonomización del valor. La resistencia de las viejas clases sociales expropiadas y transformadas, la lucha del hombre contra el desprendimiento de la tierra y de la comunidad y contra el ulterior proceso de formación de la propiedad privada individual, no pudieron, por supuesto, hacer nada contra el avance del capitalismo, pero la persistencia de esa lucha permitió a las diversas clases en formación organizarse y dar forma sistemática a ideas y objetivos, perfeccionarlos y cambiarlos, hasta convertirse en protagonistas de las revoluciones posteriores que condujeron a la instauración completa del Capital.
Es evidente que mientras los hombres se han limitado a percibir el movimiento aparente del valor sin asimilar su contenido, no han podido hacer otra cosa que intentar combatir sus efectos negativos recurriendo a la memoria de especies ligadas a la comunidad antigua. La mencionada teorización de que el pasado fue la edad de oro y que el presente representa su decadencia, es la tesis de todo conservador que se precie, con todas sus variantes. Para nosotros está demasiado claro, por ejemplo, que había que luchar contra el fascismo por una nueva sociedad, no por la defensa «antifascista» y frentista de la antigua. El partisanismo armado tenía un componente que se creía comunista, pero los individuos que formaban parte de él, al no haber comprendido la naturaleza de esa lucha, no hacían más que flanquear a toda la alineación que había salido al campo para la defensa del statu quo burgués, y su «resistencia» era la conservación del orden existente. Sin embargo, en un sentido general, incluso cuando los hombres luchan por defender lo que han conseguido y lo que están a punto de perder, sin ser conscientes de los posibles resultados, es precisamente en esta lucha donde tiene lugar la selección natural entre las fuerzas de la conservación y las de la revolución. Y selección significa, por ejemplo, comprender que ayudar al imperialismo más fuerte a dominar y conservar la sociedad capitalista no es precisamente una acción comunista.
Sólo hoy, cuando el ciclo capitalista ha llegado a su decadencia, cuando el capital se erige ya no sólo como abstracción de valor, como dinero, sino como comunidad material operante, asociando despóticamente a los hombres al plan de producción mundial, sólo hoy es posible una auténtica y feroz selección entre conservación y revolución; y podemos hablar del partido de la revolución comunista como comunidad futura anticipada y no como baluarte en defensa de las antiguas: comunistas, clásicas o soviético-rusas, pero aún antiguas. Los comunistas nunca son primitivistas pasivos.
El futuro de la especie pertenece ya irreversiblemente al hombre- industria que Marx describió ya en sus escritos de juventud. El devenir del hombre ha sido un proceso de exteriorización de su código genético, de su programa biológico, a través del trabajo y de las máquinas. La especie humana es la única que ha podido y conseguido sacar su cerebro del cuerpo biológico y proyectarlo como cerebro social a un nivel infinitamente superior al de los cuerpos colectivos animales como los hormigueros o las colmenas (cf. E. Marais, El alma de la hormiga blanca).
La propia burguesía ha detectado el fenómeno del cerebro social y ha tomado nota de la dificultad en la que se encuentra el primate tecnológico actual, obligado a mantener un pie en dos zapatos, el de su pasado puramente zoológico y el de su futuro humano-industrial (Desmond Morris, Leroi- Gourhan, Bateson, De Rosnay y muchos otros). El dualismo entre la inteligencia puramente biológica del individuo y la inteligencia colectiva biotécnica de la comunidad moderna es evidente para todos, y no se superará al menos hasta que esta humanidad se vea obligada a distinguir entre la inteligencia «dentro» de la caja craneal del individuo y la inteligencia «fuera», tecnológica. Esta distinción conduce evidentemente a la solución «psicológica» del problema: el hombre es aplastado por la tecnología. La revolución, que se está produciendo ante nuestros ojos, tendrá la misión de soldar la grieta entre estas dos partes del hombre, del mismo modo que deshará la separación entre el hombre y la naturaleza.
La externalización del cerebro humano, en la era actual de las tecnologías de la comunicación, está ya muy avanzada. Muchos llaman a los efectos de este fenómeno globalización, pero como el término actual se ajusta también a las características del imperio romano, preferimos, à la Lenin, utilizar la expresión capitalismo de transición. La razón es simple: la exteriorización de la inteligencia concierne al devenir del hombre y, en consecuencia, a otra de sus peculiaridades ligada a este devenir, a saber, la capacidad de diseñar el entorno y la propia existencia en él, la misma capacidad que distingue al peor arquitecto de la mejor colmena. Por lo tanto, la transición se referirá también al paso de la anarquía actual, en la que se mueven unos pocos átomos de vida diseñada, a la sociedad orgánica, que funcionará según su propio programa genético y que podrá permitirse, junto a sus propias aglomeraciones urbano-agrarias, también mares, bosques, desiertos, montañas y sus habitantes vegetales y animales en estado absolutamente «primitivo».
La dinámica del valor y la reunificación del cuerpo social
El proceso del origen del valor separa así al individuo de la naturaleza, más precisamente de la parte animal, vegetal e inorgánica de la naturaleza, ya que él mismo es naturaleza. Esta separación se refleja a todos los niveles y, en la sociedad, significa no sólo la separación del hombre de sus medios naturales de producción y reproducción, sino también la separación entre individuo e individuo, productor y productor, clase y clase. El individuo atomizado, incapaz no ya de recordar, sino incluso de imaginar el antiguo orden comunista que duró millones de años, es así el fruto del desmembramiento del cuerpo social. Desposeído de una vez por todas de su base objetiva de reproducción natural, disueltos todos los supuestos que lo vinculaban a la naturaleza tal como era, sólo le queda una «propiedad»: la capacidad de suministrar trabajo. Con el avance del capitalismo, esta propiedad específica suya se convierte en la posibilidad específica de venderla en el mercado. Y se convierte inmediatamente en una mercancía, como cualquier otro producto, mientras que su poseedor recupera la libertad que antes había perdido con la esclavitud y el feudalismo. Por supuesto, es la libertad de «curtirse la piel en el mercado» o de morir de hambre, pero éste es un paso necesario en el movimiento hacia la desaparición del valor.
Ahora bien, la masa productora, o más bien el proletariado, sólo puede reunirse con la parte inorgánica de la naturaleza, es decir, la materia que -en términos de Marx- se convierte en medio de producción, durante el proceso de trabajo. Cada «trabajador parcial» es parte de un todo que actúa, en un proceso de producción dado, como un único, grande y extendido «trabajador total». Por supuesto, esta reunificación está mediada por el Capital y sólo puede producirse en su función. Los medios de producción y la materia en proceso rodean al trabajador como un poder extraño, que actúa bajo el mando de otros. La unión entre el trabajador parcial y el proceso de trabajo se realiza no para la satisfacción inmediata de una necesidad o deseo, sino para la producción de mercancía, que pertenece a otros. La disposición de esta, para el trabajador, no depende del proceso inmediato de producción, sino de otros procesos mediadores que le son ajenos. Así, el valor, desde su aparición como base objetiva de todo el sistema de producción, implica en sí mismo una coacción de nuevo tipo entre los hombres: el hombre sólo tendrá existencia individual como entidad productiva de valor, negación total implícita de su existencia natural.
El proceso histórico de autonomización del valor, repetimos, es un movimiento destructor respecto a los modos de producción que precedieron al capitalismo. Es un movimiento desestructurador porque no puede ser simplemente “con-formista”, ya que su razón de ser es superar la vieja forma; ni puede ser “re-formista”, ya que cuando se afirma, no se limita a modificarla, sino que aniquila verdaderamente todo viejo residuo social tratándolo como enemigo; de ahí que sólo pueda ser “anti-formista”, porque su modo de ser radical se destruye incluso a sí mismo. El conformismo y el reformismo son productos estériles de la política de los hombres capitalistas; el avance de la nueva sociedad ni siquiera los considera.
Siempre hay algún aspecto paradójico pero invariable en todas las revoluciones. El valor, para realizarse plenamente, debe destruir todos los límites que le impiden afirmarse a escala planetaria. En otras palabras, debe imponerse como la única regla de la comunidad mundial a la que los hombres pueden referirse. El pleno desarrollo de la sociedad del valor exige una organización mundial consecuente, y la única comunidad posible pasa a ser, por encima de los países individuales, la Comunidad-Capital. Para quienes no caen en la exaltación del individuo egoísta, sino que observan los hechos y ven cómo son realmente las cosas, la realidad capitalista última revela una extraordinaria reelaboración de la comunidad. Si se elimina el capital, se tiene de nuevo (reflejando y no como un retroceso reaccionario) la especie-naturaleza, además de las increíbles posibilidades que ofrece la industria. Es la ciencia-industria la que hará posible la nueva armonía con la naturaleza, bajando la colosal (y mortal) disipación termodinámica del capitalismo hacia cero, ofreciendo los medios para volver a entrar en el ciclo energético del Sol. Todas las disquisiciones sobre el «desarrollo sostenible» son puras tonterías, y como consigna paleoecologista lo es en grado sumo: ningún desarrollo en el sentido del crecimiento exponencial, capitalista o no, puede ser sostenible, ya que conduce a una grandeza infinita dentro de un mundo finito.
Realización y abnegación de la Comunidad-Capital
La existencia del capital, tanto más en la época de su mayor desarrollo, implica, pues, un sometimiento general no sólo del trabajo, sino de toda la sociedad a las leyes del valor. Leyes que se han vuelto independientes de cualquier control por parte de cualquiera, hasta el punto de que hasta ahora ni siquiera hemos considerado a los capitalistas, una clase ya superflua de cortadores de cupones, sustituidos casi en todas partes por funcionarios asalariados que se pliegan a las leyes del mercado y siguen sus tendencias. Tampoco consideraremos a los Estados, ya que no son más que «comunidades ilusorias» y «comités de negocios del capital», por tanto, también sometidos a su ley impersonal. Por supuesto, no excluimos en absoluto que algunos de los estados tengan el poder de ser ‘elegidos’ por el Capital como sus instrumentos. Son capaces de actuar en su nombre, provocando grandes trastornos en las políticas y coaliciones, contribuyendo al intento de salvar al Capital de sí mismo; cuyo sistema de dominación impersonal sobre los hombres sufre de contradicciones mortales en su propia estructura profunda. Es de tales contradicciones de lo que nos ocupamos aquí, apenas tocando los epifenómenos políticos. Para sobrevivir, el Capital debe suicidarse: una paradoja que hace del trabajo el único pilar de esta sociedad justo cuando está siendo eliminado en masa. La única salida es una nueva sociedad.
En primer lugar, porque la acumulación implica la fuerza de trabajo (trabajo vivo) como única medida del valor producido a partir de la nada y, por tanto, de la riqueza social. La parte de materias primas y equipos es a su vez trabajo objetivado (trabajo muerto, pasado): entrando y saliendo de la producción de esta forma, debe relacionarse con cero, como hacen ahora incluso los contables estatales para calcular el PIB (lo que cuenta es el valor añadido, no el que pasa sin cambios de una fase a otra del proceso de producción; interesante admisión marxista implícita por parte de la burguesía).
En segundo lugar, porque la acumulación requeriría el uso de un gran número de trabajadores, ya que no se puede obtener tanto de un trabajador como de miles; pero cada capitalista individual, sediento de productividad, contribuye objetivamente a disminuir el uso de la fuerza de trabajo, no a aumentarlo. El resultado histórico es que en muchas industrias no sólo ya no es posible aumentar el número de trabajadores, sino que éste disminuye irreversiblemente.
En tercer lugar, porque la acumulación exige que gran parte de la plusvalía extraída de la fuerza de trabajo acabe en nuevas plantas y materias primas (por tanto, en capital que puede reducirse a cero), ya que la alta productividad se consigue principalmente mediante la introducción de tecnología, ciencia y la consiguiente organización. Pero de este modo la productividad aumenta hasta tal punto que el trabajo vivo se convierte, en los países y sectores más modernos, en una parte insignificante de los elementos que contribuyen a la «creación de riqueza»; de ahí que la dominación del trabajo muerto sobre el trabajo vivo bloquee los mecanismos profundos de la acumulación y, por tanto, de la propia reproducción del capital. Una parte cada vez mayor de la población, incluida la empleada en servicios no vendibles, vive de la plusvalía generada por otros: la cantidad de la cual, sin embargo, tiende a disminuir debido a la disminución del número de trabajadores provocada por la automatización cada vez mayor en todas las ramas de la actividad humana.
Esta tendencia agrava la situación, ya que la plusvalía generada en el proceso de producción y no consumida por el capitalista sólo puede ser reutilizada en beneficio de la acumulación siguiendo dos vías: o bien la inversión inmediata y directa, o bien su transformación en capital financiero, es decir, en dinero desviado al sistema crediticio (bancos, etc.). La vida del capitalismo depende, pues, de la posibilidad de inyectar siempre nuevo capital en todas las actividades posibles, a fin de aumentar la productividad; pero es precisamente esto último lo que acentúa la tendencia a la disminución de la masa de plusvalía generada y realizada, en un círculo vicioso.
La fuerza, único criterio de reparto de la plusvalía
Se trata de un ciclo paradójico, exacerbado por la simbiosis entre la ciencia y el proceso de producción, sediento de tal masa de capital que la industria ya no puede disponer de recursos propios para hacer frente a una inversión continua. Debe, necesariamente, acceder a la plusvalía que entra en el sistema financiero. La razón es sencilla: sólo la banca puede rastrillar tanto pequeño capital inútil dentro de la sociedad y convertirlo en masa de inversión (de este modo, el ahorro del trabajador también se convierte en una parte del capital total). Así, poco a poco, el viejo sistema crediticio, elemento positivo para el desarrollo capitalista, se convierte en un sistema financiero autónomo. Hay que señalar que en la época de Hilferding, Hobson y Lenin, se entendía por capital financiero el recogido en el sistema crediticio, es decir, el útil para inversiones industriales o agrícolas. No era, como hoy, casi exclusivamente capital especulativo. Que, por supuesto, también existía en tiempos de Marx; pero que hoy ha tomado el relevo del capital de inversión, hasta el punto de cubrir el 95% de las transacciones financieras internacionales, dejando un mísero 5% para las que se refieren a movimientos materiales de mercancías. El recurso a la especulación, bajo la ilusión de que el capital produce otro capital sin pasar por la producción de plusvalía, da lugar a una agitación molecular del capital que se agrega en el mundo virtual de las bolsas y las divisas, creando la ilusión de un valor que se autovalora. Uno de los índices empíricos más evidentes de la transformación del mundo financiero es la inversión del servicio bancario: hasta hace treinta años, el sistema crediticio era totalmente activo en la captación y colocación de capitales individuales, pagando o exigiendo intereses a sus poseedores o usuarios; hoy son principalmente los poseedores de dinero, poco o mucho, los que acuden al banco para un servicio pasivo de mera gestión del dinero, por el que pagan comisiones exorbitantes. E incluso aguas arriba de la ventanilla bancaria la transformación es evidente: el caso Parmalat nos ha mostrado un sistema formado por gigantes mundiales del crédito que utilizan sistemáticamente a empresas cómplices no para poner en común capitales destinados a inversiones productivas, sino para «robar los ahorros de las viejas» bombardeando los mercados con «bonos basura» internacionales. Por tanto, el sistema ya no responde al proceso clásico de valorización: capital banco industria nuevo capital; en su lugar tenemos una papilla económico-social que quisiera exprimir sangre del nabo, es decir, valor de un ciclo: renta banco nueva renta. Incluso en el último recurso de la inversión inmobiliaria, hace tiempo que se ha raspado el fondo del barril: mientras que después de la crisis de 1987 masas de dinero se volcaron en el sector inmobiliario, multiplicando en algunos casos su precio de forma desproporcionada, después de 2000, con la deflación de las bolsas, el mercado inmobiliario no ha atraído masas comparables de capital, a pesar del agradecimiento de The Economist a las casas que habían «salvado al mundo» como refugio de último recurso.
El mundo del valor «titulado» ya no puede salvarse. Cubre todo el planeta como una telaraña y engulle la independencia económica de cualquier empresa; al contrario, hace, de las más grandes y poderosas, nuevos centros financieros que flanquean el mundo bancario, contribuyendo al baile frenético del capital en los mercados, sin referencia ya a la realidad productiva. Ese mundo compuesto, que además está completamente informatizado y, por tanto, en gran medida «instruido» para reaccionar automáticamente (es decir, independientemente de las decisiones humanas) ante determinadas situaciones del mercado de capitales, se convierte en una verdadera superestructura política que influye en el comportamiento económico de los gobiernos. Se apoya en dos niveles: el primero, a ras de suelo, está representado por los automatismos del mundo puramente bursátil que funciona sobre la base de una instrucción informatizada del tipo «si ocurre esto o esto otro, entonces compra o vende»; el segundo, mucho más sofisticado y destacado, está representado por los modelos informatizados de simulación dinámica concebidos por economistas para gobiernos o diversas instituciones internacionales.
Ni que decir tiene que naciones como Estados Unidos tienen el poder de utilizar, aunque dentro de límites cada vez más estrechos, los flujos de valor y dirigirlos en su propio beneficio; a pesar de ello, el mundo financiero actual sigue siendo un centro unificador de las «elecciones» de capitalistas y naciones, obligadas a someterse y obedecer. Lo que Marx llama la «subsunción real del trabajo al capital» se convierte en un factor social de tremendo poder al que nadie puede escapar. Si la socialización del crédito era hasta hace medio siglo un medio fundamental para reunir el capital necesario para reanudar la producción individual privada o nacional en la esfera financiera, hoy en día el medio de valorización se vuelve cada vez más indiferente para los capitalistas. Y, en efecto, la industria es ahora un peón pasivo, que pasa de mano en mano a grupos que no saben nada de industria, ni nada tienen por qué saber, ya que la tratan como a cualquiera de las cifras que se desplazan por las pantallas de la bolsa, es decir, como al dinero (y la pecunia, como sabemos, no es olet, no tiene olor, no importa de dónde venga).
Pero con la integración cada vez más estrecha de los distintos mercados nacionales en un único mercado mundial de bienes y capitales, se impone por fin una tasa media de beneficio mundial, y ya no nacional. La parte de valor inyectada en el sistema financiero general por los capitalistas o los acreedores individuales producirá para todos un tipo de interés medio proporcional a la parte pagada inicialmente. Como el capital decisivo es el de los países más fuertes e industrializados, sus empresas multinacionales, etc., y como el capital moderno es en promedio productor de una tasa de ganancia baja (ley de tendencia a la baja), entonces la tendencia general será hacia una tasa de ganancia-interés media con tendencia a la baja. Si se da la masa total de plusvalía y el interés medio general, entonces es evidente que los capitalistas y los estados sólo podrán apalancarse en la distribución de plusvalía existente. Y sólo los más poderosos de entre ellos dirigirán el juego, no en función del tamaño de su capital, sino de la fuerza que puedan desplegar sobre el terreno.
El poder ciego de un mundo virtual
Este proceso conlleva una subordinación total de las distintas esferas de la producción al sistema «financiero», único vehículo a través del cual pueden canalizarse las distintas porciones de capital hacia las empresas con el fin de valorizarlas. El valor, ya completamente autodirigido hacia este sistema, adquiere cada vez más la connotación de una usina impersonal, prevista por nuestra teoría, a la que el capital privado individual debe remitirse forzosamente si quiere tener acceso a la única mediación posible para el proceso de valorización. El valor actúa con la mayor fuerza sobre todos los elementos de la producción de mercancías y, por tanto, de la plusvalía, convirtiéndose en el verdadero mediador de todo acontecimiento social. El valor es el único agente autónomo que puede imponer su mando entre los dos extremos del ciclo D → D’. Y lo impone al principio de cada ciclo de producción, donde hay valor- dinero específico, y al final de la circulación donde hay consumo igualmente específico, la verificación de la cualidad de uso (que al Capital le interesa no como satisfacción de una necesidad sino como destrucción de mercancías que hay que volver a producir).
El valor autónomo es así el verdadero representante del conjunto de la riqueza social, es la verdadera relación capitalista consumada, precisamente porque se plantea como un «poder unilateralmente superior a los extremos». Superior porque los domina, porque su enfrentamiento a ellos como única expresión de la voluntad social es como una confrontación continua con su propia autonomía; ella, observa Marx (cf. Lineamientos fundamentales, p. 185), acaba siendo autónoma incluso frente a sí misma, exaltada por las determinaciones caóticas de la sociedad-nebulosa, verdaderas demostraciones prácticas del aún no superado ‘reino de la necesidad’, sin cuya muerte es imposible entrar en el de la libertad. Es por su propia naturaleza un poder ciego, frenético, cuya única finalidad es salvar al Capital de sus propias contradicciones, dando lugar a un mundo virtual en el que se tiene la ilusión de crear una plusvalía que ya no existe, como si el simple paso D → D’ fuera posible saltándose M y sobre todo P. Un poder que obliga al mundo capitalista a repartir lo poco que hay a favor de la única fuerza económico-militar, concentrada en un país concreto, capaz de dar oxígeno a este sistema. Un país propio de la era imperialista donde parece que el dinero se produce de milagro, pero donde en cambio, muy prosaicamente, nos dedicamos frenéticamente a drenar plusvalía ajena, en todos los rincones del Planeta a través de mil canales. Incluido ese petróleo que muchos siguen tratando como un combustible trivial y que en cambio es valor diferido en el tiempo y en el espacio.
En esta situación, es evidente que la contabilidad nacional debe tener en cuenta los movimientos internacionales de valor, mientras que las empresas multinacionales y los Estados poderosos pueden mover todo lo que quieran por encima de cualquier control contable. Así, gran parte de lo que se escurre al extranjero se contabiliza sin duda como valor nacional. El capitalista individual y los Estados más pequeños deben, en cambio, comparar su precio de coste con el precio de producción, es decir, con el patrón internacional, que es un valor de referencia completamente autónomo. La contradicción es grave, porque de hecho lleva a algunos capitalistas y Estados a ceder «su» plusvalía a otros capitalistas y Estados más fuertes.
La brecha cada vez mayor entre el valor de las mercancías y su calidad de uso hace que estos extremos «se vuelvan contra todo el sistema». Los balances de los contables pueden equilibrar las cuentas de unos cuantos capitalistas individuales o Estados, pero la masa global de plusvalía generada en cada ciclo de producción disminuye. En los balances oficiales aumenta sin cesar, pero eso sólo se debe a que los contables de los capitalistas o de los Estados elaboran las sumas a final de año, mientras que los tiempos de reproducción del capital en determinados ámbitos son sólo de unos meses. Ningún capital podría ahora esperar un año para reproducirse, como ocurre en las estaciones de la agricultura tradicional: ante una caída de la tasa de ganancia, el capitalista debe acortar el ciclo para tener, con más ciclos en el año, el saldo igualmente creciente. Es un hecho natural: ningún fenómeno dinámico de crecimiento exponencial puede ser ilimitado. A un tramo inicial de la curva que se empina le sigue siempre un tramo de aumentos relativos decrecientes. Después, tras pasar por un punto de inflexión (cambio de tendencia), la curva adopta la típica forma de «S» y tiende a un crecimiento nulo. Es cierto que en una curva de este tipo se llega teóricamente a cero en el infinito, pero en las sociedades reales siempre hay una catástrofe: mucho, mucho tiempo antes de que se produzca este tipo de estabilización.
Para regenerarse, el modo de producción capitalista debe continuar el proceso de expropiación y centralización de los capitales individuales, es decir, debe intervenir con un plan central sobre su propia anarquía intrínseca, para que el mecanismo de reproducción continúe. Habiendo completado la subyugación tanto real como formal del trabajo al capital, necesita ahora subordinar toda la duración de la vida de la especie a sus necesidades de valorización.
Acción disolvente antiformista y lucha de clases organizada
En los viejos países capitalistas, se produce una disminución neta del número de personas empleadas en la industria en comparación con el pasado reciente, mientras que, en los nuevos países industrializados, el ciclo de formación del proletariado no reproduce los aumentos que experimentaba antaño debido a la mayor productividad actual del trabajo. Por lo tanto, la población obrera del planeta disminuye de hecho en relación con la población total. China es un buen ejemplo. Está mucho más desarrollada y es más moderna que Italia en la época del boom económico y, por tanto, tiene menos trabajadores en relación, precisamente 150 millones, el 11% de la población (1.300 millones). En 1960 había en Italia 8 millones de trabajadores, es decir, el 16% de la población (50 millones). Pero en el mismo período en Italia el nivel de desempleo era insignificante, mientras que en China los desempleados son ahora 150 millones, una cifra igual a la población obrera. Esto significa que el ciclo de acumulación es en todas partes mucho más rápido que en el pasado, y que incluso en un país de rápido crecimiento se destruyen más puestos de trabajo antiguos que se crean nuevos. Por tanto, el capital debe ocuparse en todas partes de los que quedan fuera del ciclo de producción, aunque sólo sea porque, como consumidores, podrían ser un conducto para la realización del valor de las mercancías producidas. Sería necesario, sin embargo, ofrecer una «renta», aunque fuera baja, a todos aquellos que, de otro modo, acabarían engrosando la superpoblación relativa (es decir, aquella parte de la humanidad expulsada, precisamente, de todo ciclo productivo y mantenida, por tanto, con una parte del valor producido). Keynes observó que las rentas bajas tienen una mayor «propensión marginal al consumo» que las rentas altas (en el sentido de que cualquier aumento de renta será inmediatamente gastado por las primeras), por lo que hasta ahora una parte del valor total producido se ha utilizado con fines sociales, es decir, para dar renta a quienes no la tendrían, con subvenciones directas, con la «creación» de falsos puestos de trabajo o con la liberalización salvaje del mercado laboral.
Organizar una distribución social del valor en el seno de la sociedad es ya una afirmación de una exigencia histórica del comunismo, aunque este «comunismo», que podríamos llamar invertido, esté por ahora contenido en una envoltura blindada que responde a la necesidad de preservación del modo de producción capitalista. Es un hecho que el capital, en su camino hacia su fase totalizadora, ha conseguido repartir socialmente el valor y retrasar así su propia muerte desde los años veinte, precisamente introduciendo elementos del plan económico «socialista» (con el fascismo, el nazismo, el New Deal, el estalinismo, etc.), que, más allá de las expresiones más o menos groseras con que se han manifestado, son ya rasgos de la futura sociedad que se impone.
Por supuesto, la distribución del valor se aplica tanto dentro de las sociedades como entre ellas, es decir, entre distintos países. Un país que dispone de suficientes materias primas y fuerza económica para ser independiente puede acaparar el valor ajeno -es decir, explotar la plusvalía ajena- aprovechando los mecanismos de la renta. O, y este es el caso más frecuente, un país que puede apalancarse en un aparato económico-militar fuerte puede desviar valor hacia sí mismo.
A pesar de los intentos de planificación que había emprendido tras la Primera Guerra Mundial, el capitalismo se había enconado hasta tal punto que se vio obligado a una Segunda, inmensamente mayor y más destructiva. La crisis fue utilizada por el Capital para renovarse y extender su dominio sobre todo el globo, impulsando la concentración, la centralización y el monopolio a niveles sin precedentes. La primera guerra había desencadenado una revolución en Europa, y como resultado se desató una violenta contrarrevolución, desgraciadamente victoriosa. Los éxitos del capital se sellaron con la segunda y, con la hegemonía de Estados Unidos, se formó un centro mundial de dirección político-económico-militar correspondiente a sus necesidades. El capital había logrado así mitigar, al menos en parte, su anarquía congénita organizando y destruyendo simultáneamente la organización del proletariado.
Ahora bien, sin organización propia, cualquier fuerza social es menos que nada, pero la novedad fue que las armas del proletariado, es decir, las organizaciones políticas y sindicales, no fueron simplemente destruidas y hechas desaparecer: fueron incorporadas al Estado y magnificadas. Por tanto, el proletariado no se quedó sin organización, tenía demasiada, pero era lo contrario de su autonomía de clase, de la que la autonomía del capital es la antítesis. El problema ya no es la organización como tal, sindical o política, sino su cambio de signo, su negación-afirmación. La revolución nunca ha sido una cuestión de formas organizativas, pero hoy lo es menos que nunca. En una época de superorganización y homogeneización de las masas, la polarización en torno al programa revolucionario es ahora necesaria para destruir viejas estructuras, derribar barreras, liberar fuerzas aprisionadas por el leviatán estatal.
Sin embargo, la fuerza totalizadora y superorganizadora del capital no puede borrar su anarquía inherente. ¿Cómo es posible un capitalismo sin competencia? Un supercapitalismo organizado a escala planetaria para distribuir eficazmente la «renta» y planificar la producción de plusvalía es un absurdo en sí mismo, sería simplemente un no-capitalismo. Si se llegara a tal situación, ya estaríamos en el umbral de la convulsión social definitiva. El capital ha logrado a nivel de naciones individuales incorporar y realizar en una versión burguesa las exigencias del viejo reformismo socialista; ha logrado realizar su propia versión fascista del Contrato Social con el Estado corporativo, en el que todos debían estar ligados por el interés común y las clases eliminadas por decreto sin pasar por una confrontación revolucionaria. El modo de producción capitalista se salvó, pero tuvo que capitular miserablemente ante la teoría revolucionaria. Como tuvo que adoptar elementos del socialismo para salvarse, demostró estar ya políticamente muerto:
«Tan pronto como comienza a percibirse a sí mismo como un obstáculo para el desarrollo y a ser experimentado como tal, busca refugio en formas que, si bien parecen perfeccionar el dominio del Capital encauzando la libre competencia, al mismo tiempo anuncian su disolución y la disolución del modo de producción fundado en él» (Marx, Lineamientos fundamentales, p. 658).
Por encima de la sociedad efímera del Capital, sin embargo, es la organización, combinada con el conocimiento del futuro, lo que permite al hombre evolucionar. La organización y el plan sobrevivirán, mientras que la anarquía capitalista sucumbe ya a un nuevo orden. Incluso un escritor como Jack London, que ciertamente no era comunista, pues había pasado de una ideología racista y nazi a un socialismo de ensueño, en su famosa novela El talón de hierro, de 1907, había percibido la importancia de la revolución que se estaba gestando y lo había consignado en sus escritos:
«La lucha de la organización contra la competencia se libra desde hace mil siglos, y siempre ha triunfado la organización. Los que se alistan en el campo de la competencia están condenados a perecer».
Londres era uno de esos elementos sensatos de la humanidad que, a pesar de la ideología profesada, pueden intuir la realidad de clase mejor que muchos políticos y economistas (Roosevelt con el New Deal y Keynes con su tratado sobre la economía drogada sólo registraron retrospectivamente lo que hacía tiempo que había ocurrido con el fascismo, el nazismo y el estalinismo). No es casualidad que, a Lenin, poco antes de su muerte, le encantara que le leyeran los cuentos de London; y que Trotsky, más tarde, en pleno triunfo del fascismo, señalara la «poderosa intuición del artista revolucionario» que había anticipado la naturaleza de esta variante burguesa de dominación, «de su economía, su técnica de gobierno y su psicología política».
Punto de no retorno
Analicemos las formas que menciona Marx en la cita anterior. Se refiere al monopolio y al control estatal, pero entretanto éstos se han perfeccionado. En primer lugar, está claro que el Capital, habiendo alcanzado su actual fase de madurez, puede extender su organización e imponer su gestión totalitaria de la sociedad porque el movimiento revolucionario internacional fue derrotado en los años veinte. La izquierda comunista «italiana», que había fundado el Partido Comunista de Italia en 1921, fue la única corriente que consiguió definir el fenómeno fascista como moderno frente a quienes lo veían, por el contrario, como una vuelta al pasado. Señalaba que el capitalismo se reorganizaría tomando prestadas sus armas de lucha del proletariado, convirtiéndose en el «realizador dialéctico de las instancias reformistas»; el proletariado no tendría por tanto que desplegar sus fuerzas para un retorno al reformismo democrático, ya superado de hecho, sino responder con las armas de la revolución al ataque armado de la contrarrevolución. Fue la única corriente que se mantuvo en un terreno revolucionario consecuentemente clasista y que cortó sus lazos con las categorías de la sociedad burguesa, mientras que todos los demás partidos de la III Internacional fueron cooptados en la organización capitalista como oposición democrática. Desgraciadamente, la inmensa manifestación de dominación social que ahora se abatía sobre el partido revolucionario, sugiriendo tácticas de compromiso, puso en marcha una espiral de acercamiento a las fuerzas burguesas. Parecía que no se estaba haciendo lo suficiente para adherirse al mundo tal como es. Obviamente, el capital no desaprovechó la oportunidad y utilizó este retroceso para organizar a los partidos comunistas dentro de su propio desarrollo, lanzando una implacable contrarrevolución preventiva, especialmente en Alemania. La izquierda comunista «italiana», al combatir la degeneración colaboracionista y frentista, replicó en estos términos:
«Negamos que sea justificable el criterio de acercamiento en Alemania entre el movimiento comunista y el movimiento nacionalista y patriótico. La presión ejercida sobre Alemania por los Estados de la Entente, incluso en las formas agudas y vejatorias que ha adoptado últimamente, no es un elemento que pueda hacernos considerar a Alemania como un pequeño país de capitalismo atrasado. Alemania sigue siendo un país muy grande formidablemente equipado en el sentido capitalista, y en el que el proletariado social y políticamente está más que avanzado… Una deplorable reducción es la que reduce la tarea del gran proletariado de Alemania a una emancipación nacional, cuando esperamos de este proletariado y de su partido revolucionario que consiga ganar no para sí mismo, sino para salvar la existencia y la evolución económica de Rusia y de los Soviets y para derribar contra los bastiones capitalistas de Occidente el torrente de la revolución mundial» (Bordiga, El comunismo e la cuestión nacional).
La izquierda comunista «italiana» fue aislada y derrotada, pero consiguió mantener la continuidad con el hilo rojo de la revolución «simplemente» manteniéndose fiel al principio de irreversibilidad del curso capitalista. Era teóricamente erróneo, incluso en los años 20, imaginar siquiera que era posible aliarse con fuerzas más o menos democráticas de la burguesía contra otras consideradas reaccionarias y totalitarias. Los aspectos exteriores de la dominación no debían engañar, lo que importaba era la sustancia económica, y si acaso los fascismos denotaban una debilidad intrínseca del sistema: la burguesía sólo podía ganar si el proletariado y sus organizaciones se mostraban más débiles que ella.
Los fascismos eran la expresión de la necesidad capitalista de extender la organización del trabajo fabril al plan de producción de la sociedad en su conjunto y de orientar todas las fuerzas sociales hacia la responsabilidad de la economía. Actuaron de la forma más burda, sin ni siquiera poder copiar del sistema organizado de fábrica. Pero una vez abierta la vía de la socialdemocracia, procedieron a la destrucción histórica y física del movimiento comunista, identificado con razón (incluso por Stalin) como el peor enemigo, e incorporaron el asociacionismo obrero. En esto fueron progresistas. No eran pura reacción pasatistas como afirmaban Gramsci y Togliatti, sino una expresión moderna del capital en su fase de dominación real y no sólo formal. El «pueblo», incluido el proletariado que se mezclaba en él, se amoldaba plebiscitariamente a esta dominación.
Por lo tanto, es perfectamente legítimo decir, con la izquierda, que el fascismo fue derrotado militarmente, pero ganó política y económicamente, extendiéndose al resto del mundo y especializándose, renovando su forma y sacudiéndose los viejos y ahora cómicos adornos políticos y personalistas. La rotunda victoria del capital-valor autonomizado y de sus títeres había llevado al capitalismo a un punto de no retorno, a una fase irreversible cargada de consecuencias. Hoy, el himno que se eleva por doquier al liberalismo «redivivo» tras la temporada keynesiana y estatista carece de sentido: no sólo murió y fue enterrado con la Primera Guerra Mundial, sino que nunca existió en la forma en que lo presentan sus adoradores: el capitalismo nació estatalizado.
Por eso tiene aún menos sentido quejarse de la reducción del llamado bienestar: nunca el Estado, al servicio del capital y ya no de los capitalistas, ha hecho todo lo posible por salvar, con decretos totalitarios, la capacidad de consumo descerebrado de las masas; si no lo hace es porque su crisis histórica se lo impide. Hay que fijarse en lo que hacen los Estados, no en lo que dicen las impotentes marionetas que los representan. El capitalismo está organizado, pero no podría dominar como domina por sí solo. Necesita vincular a los proletarios a su ideología, y para ello utiliza a las capas intermedias pequeñoburguesas, intelectuales, estudiantes, técnicos empoderados. Necesita frentes interclasistas precisamente porque son la mejor manera de amasar al proletariado, de alejarlo de su programa histórico y hacer que luche, en cambio, según la lógica de los ajustes sistémicos.
Efectos prácticos del contraste entre el valor de la fuerza de trabajo y su calidad de uso
El movimiento hacia la autonomización del valor, como hemos visto, no conduce a la libertad de mercado, sino que, por el contrario, obliga a la burguesía a realizar «esfuerzos grandiosos para establecer centros de control y para infundir el hecho económico» (PCInt, El ciclo histórico de la economía capitalista). Esfuerzos grandiosos, pues. Pero que tienen consecuencias contradictorias. Es decir, pueden ser o bien prueba de la obediencia al capital que dicta a los hombres las medidas para su propia salvación (como cuando impone el liberalismo contra su tendencia natural al monopolio), o bien prueba de los límites alcanzados por el propio capitalismo cuando tiende a trascender hacia una nueva forma social. En cualquier caso, el capitalismo maduro acentúa su vocación de abnegación. Por consiguiente, las burguesías y sus gobiernos sólo tendrían, en última instancia, una vía de salvación: arrebatar la iniciativa al capital y aspirar a la supremacía del plano social sobre la jungla económica. Al hacerlo, sin embargo, no harían sino reforzar la autonegación histórica del capitalismo. Cuando el valor, en su autonomía alcanzada, ya no es meramente el intermediario entre los elementos de su propio movimiento (dinero y consumo), ya no es meramente el factor que subordina a sí mismo los movimientos de circulación y, por tanto, de competencia, sino que domina de la manera más totalitaria sobre todo el ciclo económico (C → M → P → M’ → C’), necesita articularse en un cuerpo actuante con extremidades, cerebro, órganos internos. Para ello, no tiene más remedio que servirse de los grandes Estados, con la relativa movilización de la abigarrada estructura de organismos internacionales que ellos mismos controlan.
En la cúspide de la pirámide capitalista, las grandes naciones, con sus poderosos dirigentes, se mueven bajo la influencia de la tremenda fuerza impersonal y a-nacional que hemos descrito. Sin embargo, sufren la contradicción de tener cada una burguesía nacional. Así, en un intento de mediar entre sus respectivos intereses, nace una plétora de organismos creados para el control internacional. Parecen representar una apariencia de colaboración entre Estados, cuando en realidad son un apéndice del instrumento más poderoso, Estados Unidos. De hecho, son miembros y prótesis del órgano central que encabeza el sistema. Estos organismos no son en absoluto independientes, ni simplemente dependientes de Estados Unidos, como creen ciertos antiimperialistas manieristas; sino que se forman, crecen y cambian en función de cómo se mueve el capital en el mundo. Actúan después, siempre después de que el capital se haya movido y haya causado efectos. Sobre todo, aumentan en número y poder precisamente por la disminución de la disponibilidad de valor en circulación. Todo el sistema se esfuerza al máximo por desplegar todos sus instrumentos para dirigir, ordenar y organizar la economía mundial, como demuestra la historia de los tres grandes organismos de la llamada globalización: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio.
El orden y la disciplina no se limitan a las fábricas, los bancos o las bolsas, sino que abarcan también la vida «privada» de los individuos, que son homologados, encuadrados, controlados, plagiados, domesticados. La organización total del tiempo de vida de los hombres, no sólo de su tiempo de trabajo, es típica del fascismo, que vemos prolongada en el actual blindaje democrático de la sociedad, con sus sindicatos como apéndice del ministerio de trabajo, con los partidos políticos cuyos programas se ajustan necesariamente a las necesidades de los «mercados», con la constante guerra psicológica que les atiborra el cráneo, con la exagerada apología de la maravillosa sociedad rica y democrática deseada por todos (pero la policía, el ejército y los servicios secretos ayudan mucho). El orden y la organización desde arriba son indispensables cuando el sistema está en peligro por su propia naturaleza, ya que, por ejemplo, la libre competencia conduce en realidad a la expropiación entre capitalistas y, por tanto, al monopolio; o cuando se tambalea temerosamente por la disminución del flujo de valor de los sectores productivos y por la creciente «superpoblación relativa» que se ve obligada a mantener improductiva y parasitaria. Entonces el Estado (todo Estado) interviene con maniobras correctivas totalitarias en la economía. La organización tiende a neutralizar los movimientos anárquicos de competencia, de ahí la fascistización irreversible -y planetaria- de la sociedad, incluida la represión abierta, del mismo modo que se idolatra la democracia.
El valor total producido ex novo en un año, es decir, la suma de los salarios y la plusvalía es también la renta total de la población, ya que la renta, el interés y la ganancia en circulación no son más que una distribución social de la plusvalía (Marx, El Capital, Libro III, p. 1004). Ahora bien, si el valor total no crece, ya sea porque los salarios no crecen o porque la plusvalía no crece debido al aumento de la productividad individual (que aumenta el beneficio del capitalista individual, pero disminuye el número de capitalistas de alto beneficio), o ambas cosas, entonces todo el sistema se viene abajo. Una solución podría ser recurrir a la explotación extensiva junto con la intensiva, para disminuir el número de capitalistas y aumentar los salarios de forma generalizada. Obviamente, ningún capitalista está dispuesto a abordar primero una solución de este tipo, por lo que el Estado reformista se hace cargo del problema. Como no puede hacerlo imponiendo salarios altos, lo hace asumiendo el gasto social. Pero esto sólo es posible con una asignación selectiva del valor existente: cuando éste escasea, ocurre justo lo contrario y se recorta el salario diferido (bienestar). Una de las mayores contradicciones del capitalismo avanzado es que cuanto más aumenta la calidad de la utilización de la fuerza de trabajo (productividad), más disminuye su valor (salarios) en relación con ella.
Se pueden encontrar pruebas de esta ley comparando las asfixiadas economías italiana, británica y francesa con una cierta vitalidad en la economía alemana, debida a una composición orgánica del capital menos exagerada que en otros lugares y, por tanto, a una menor autonomía del capital sobre las decisiones humanas. El valor real producido per cápita en Alemania viene, por orden, después de Canadá, Inglaterra, Francia, Japón e Italia. Le siguen a considerable distancia España, Grecia y Portugal (datos de la OCDE, The Economist del 22 de enero de 2005 p. 102). Esta cifra poco conocida se explica precisamente por la diferente productividad global, analizada desde un punto de vista más que contable. En Italia hay 17,8 millones de asalariados y 3,9 millones de autónomos sobre 57 millones de habitantes (dos millones de «independientes» son proletarios a todos los efectos, sólo que disfrazados bajo las diversas etiquetas de la ley Biagi). Si deducimos los trabajadores improductivos, es decir, los empleados en «servicios no vendibles» (administración pública, escolarización, etc.), nos quedan 10,5 millones de productores de plusvalía: cada italiano productivo «mantiene» a 5,4 compatriotas. Si tomamos las cifras respectivas de Alemania, nos encontramos con una población activa de 42 sobre 82 millones de habitantes, con 23 millones de trabajadores productivos: cada alemán productivo «mantiene» a 3,5 compatriotas (datos del Ministerio de Economía para Italia y de la OCDE para Alemania).
La productividad global del sistema alemán en términos de clase es, por tanto, un 34% inferior a la de Italia. A pesar de la grave crisis de crecimiento y de la elevada tasa de desempleo, los salarios reales en Alemania sólo han disminuido ligeramente en comparación con otros países industrializados, y las exportaciones siguen siendo un factor clave de la economía, a pesar del desfavorable tipo de cambio euro/dólar. Contrariamente a la creencia popular, la vitalidad de Alemania debe atribuirse precisamente a una contratendencia histórica en la relación entre la calidad del uso de la fuerza de trabajo y su valor. En la práctica, existen en Alemania islas industriales de muy alta productividad (extracción de plusvalía relativa) que van acompañadas de vastos sectores de baja productividad, es decir, de alta utilización de la fuerza de trabajo (extracción de plusvalía absoluta).
Si tomáramos no el valor producido per cápita, sino el producido por empleado productivo, tendríamos un índice de productividad global alemana aún más bajo, precisamente por la recordada tasa de empleo, una de las más altas del mundo en relación con la población total, sobre todo en los sectores productivos. Además, dividiendo el valor total producido por el número de los que lo producen por el salario medio más alto del mundo, el índice medio de explotación es el más bajo de los países industriales. Evidentemente, en nuestro cálculo sólo tenemos en cuenta la producción de plusvalía, que es lo que nos interesa, y no el diferente grado de disipación social debido a las diferencias históricas en la organización estatal.
Parece, pues, que todavía existe en Alemania un control humano residual sobre la economía, es decir, la capacidad de poner en práctica algunas de las «causas antagónicas a la caída de la tasa de ganancia» identificadas por Marx y de contrarrestar la dominación absoluta del Capital. Ciertamente, este último logra -por ahora- autolimitarse, beneficiándose de un vasto proletariado productivo y bien remunerado. Sin embargo, la violenta batalla política entre tecnócratas-estatalistas y americanos-liberales dentro del Partido Socialdemócrata y la victoria de estos últimos muestran que también Alemania está destinada a seguir los pasos de otros países. El capital autónomo no necesita inteligencia burguesa, sólo necesita siervos dóciles. Ante el aumento de la productividad mundial, la perspectiva del proletariado alemán no puede ser otra que la alineación internacional, con una relativa ruptura del actual equilibrio social. Esta es también la razón por la que Alemania sigue siendo el foco de la revolución.
El capitalismo alemán está siguiendo el mismo camino ya emprendido por el capitalismo mucho más antiguo de Italia, Inglaterra y Francia. Estos tres países están ahora libres de cualquier autonomía estatal nacional y están perfectamente homologados en ese sistema global tan bien descrito por Bush, cualquiera que sea el gobernante que se coloque a su «timón». O eso o la guerra, claro, ya que siguen existiendo naciones y burguesías competidoras.
El despotismo del capital y la formación del hombre-industria
La dominación del capital adquiere cada vez más los rasgos de un enorme plan de producción que sale de las empresas individuales para impregnar toda la sociedad. Todo debe ser regulado sobre la base de ciclos de valorización cada vez más convulsos, subordinando las condiciones de vida y de trabajo a este frenesí absolutamente ajeno al ciclo biológico del hombre. La paradoja vuelve a ser evidente: en un momento en que la mayoría de la población mundial es superflua para el ciclo del valor, todos los hombres son imprescindibles como apéndices del Capital. El trabajador total, descrito por Marx en el inédito capítulo VI como el conjunto de funciones útiles para completar el ciclo de producción, incluido el trabajo lógicamente improductivo, ya no está sólo en la fábrica, sino que se extiende por toda la sociedad. Cuanto más se aliena, es decir, se «libera», al individuo de la comunidad, más despótico se vuelve el Capital y dirige a toda la masa humana hacia su único objetivo. La exacerbación de estos fenómenos materiales en relación con el movimiento material de autonomización del valor está en la raíz de la alienación humana y de la miseria creciente. Esta última es, según Marx, la «ley absoluta del capital» que subyace a la aparición del potencial revolucionario comunista. La alienación en el sentido marxista no es un concepto que deba analizarse en términos filosóficos o, peor aún, sociológicos, como hacen algunos. Para nosotros, es la culminación a la que ha llegado la ruptura histórica entre la especie humana y su cuerpo objetivo, es decir, entre el hombre, la naturaleza y la masa de trabajo muerto que contamina toda la biosfera. En el proceso actual hacia la sociedad futura que llamamos comunismo, esta ruptura es necesaria para lograr una nueva unidad a un nivel superior, pero es al mismo tiempo un freno formidable. La inmensa acumulación de obras humanas adquiere una autonomía espantosa y ciega a los hombres, no les deja mirar lo que podría ser su sociedad si no hubiera capital. La red de hormigón, acero, vidrio, cobre, ondas electromagnéticas, etc. que envuelve el mundo es el gran «medio de producción» de sí mismo a través de los hombres.
Vemos entonces que el concepto marxista de que el proletariado, que tomará el campo como instrumento principal de la revolución, luchará no sólo por su propia clase sino universalmente, adquiere un significado cada vez más preciso y apegado a los hechos concretos. Esta afirmación adquiere un vigor histórico particular cuando se considera que toda revuelta obrera, mucho más que en el pasado, aunque localizada, aunque inconsciente, tiene lugar ahora no tanto por la satisfacción de alguna demanda contingente como contra una vida deshumanizada. El individuo se siente tan alienado, tan separado del cuerpo social, aunque su vida esté absorbida por el movimiento frenético del valor, que el potencial acumulado ya no puede recibir ningún alivio de la lucha reivindicativa tradicional, por necesaria que sea, y las agrupaciones políticas que se adaptan exclusivamente a ella acaban convirtiéndose en útiles al Capital. Por su parte, las clases medias, empujadas poco a poco al borde de la proletarización, reaccionan como pueden, encontrando en otras capas sociales chivos expiatorios sobre los que verter su ira y dando vida a ideologías ad hoc, como la que aplana todo el arco político italiano en torno a un único gran «centro» “qualunquista” (ideología populista de derecha de la Italia de la segunda posguerra).
El trabajador total que impregna la sociedad o, si se quiere, el hombre- industria previsto por la teoría ya en los Manuscritos de 1844, ha dado ya, sin saberlo, poderosos ejemplos de capacidad subversiva. En las páginas de nuestra revista, desde el editorial del número cero, hemos abordado este problema, analizando sucesivamente la huelga americana de UPS y luego, más sucintamente, las huelgas italianas de los ferroviarios y de Melfi. Son ejemplos que prefiguran futuras luchas sin cuartel, aunque hoy la rabia de los seis millones de «trabajadores atípicos» -que en Italia experimentan en su piel el maravilloso efecto del capitalismo avanzado- pugna por convertirse en una fuerza organizada explosiva (cf. La ley Biagi o el reformismo ilógico del Capital- zombie, en esta revista, nº 13).
Cada vez menos trabajo vivo, cada vez más trabajo muerto
Hasta aquí el «despotismo fabril» de los clásicos: sólo aplastaba a los proletarios, mientras que hoy toda la humanidad se asfixia bajo la dominación del valor, que ha llegado a la fase de la búsqueda desesperada de la autovalorización. Porque los proletarios puros de la industria pueden haber disminuido, pero la masa de los no-reservados, de los asalariados o pseudo- proletarios mantenidos en empleos improductivos ha aumentado desproporcionadamente. Hombres desechables que viven constantemente al borde del cubo de la basura social. En el club exclusivo de los países avanzados no se admite a nadie que no tenga al menos el 80% de los empleados en los servicios y la mitad de los asalariados de cualquier rama tratados según las reglas de la flexibilidad. En la época de la máxima expansión del hombre-industria, paradójica, contradictoria y explosivamente, el hombre que trabaja realmente en la industria cuenta menos que nunca, a pesar de la inmensa cantidad de plusvalía que produce individualmente. No sólo disminuye en número y es tratado como un paria, sino que su contribución en trabajo vivo se hace cada vez más insignificante en comparación con la cantidad de trabajo muerto que se acumula. Obligado a preservarse sindicalmente bajo la apariencia (cada vez más estrecha) de un trabajador parcial con un puesto de trabajo fijo, acumula potencial para la revolución política bajo la apariencia de un trabajador global que viaja de un lugar a otro.
Es cierto que el despotismo «global» es un paso histórico obligatorio para el desarrollo de las fuerzas productivas; pero por esta misma razón es, de manera determinista, un resultado histórico transitorio, porque es precisamente el gigantesco desarrollo de la fuerza productiva social lo que hará saltar por los aires la base económica, todo el sistema de valores y no sólo su forma. La producción de base científica extendida por toda la sociedad, el autómata general descrito en el primer libro de El Capital, el cerebro social que Marx anticipa en páginas memorables en el Fragmento sobre las máquinas de los Principios Fundamentales, no son sino poderosas proyecciones de una realidad que es tangible hoy, diariamente ante nuestros ojos.
Del magma de las relaciones caóticas entre producción e intercambio, Marx extrajo la simple abstracción de las leyes, para volver -como explicaba su método- a la «unidad de lo múltiple», finalmente conocible. Pero esta realidad
conocible nos revela nuevas perspectivas, hoy claramente visibles a partir del resultado ya alcanzado: el trabajo humano se ha convertido en una parte cada vez más pequeña del proceso de producción en comparación con la gigantesca naturaleza de los medios materiales y de los valores que pone en movimiento. En cierto sentido, es como si se hubiera convertido en una mera función reguladora externa del proceso de producción en lugar de incorporarse a él. Estamos ante un Capital que, para sobrevivir, produce implacablemente metamorfosis en su propia estructura, y no cuesta mucho darse cuenta de que, si su tendencia es prescindir de los trabajadores, en su estructura puede leerse la propia tendencia de los trabajadores a prescindir del Capital. Por supuesto que mientras haya capitalismo esta tendencia se mantendrá, porque el Capital no puede prescindir de los trabajadores en términos absolutos, ni los trabajadores pueden prescindir del Capital. Pero no cabe duda de que todo comunista debe ver en esta dinámica no una ocasión para reivindicaciones quejumbrosas, sino un movimiento hacia la nueva sociedad, en el que participar con entusiasmo destructor.
Hoy en día, el trabajo inmediato, es decir, prestado en proporción al número de trabajadores empleados (la dominación formal del Capital sobre el trabajo), no es más el modo de producción de plusvalía que el mero intercambio entre salarios y servicios laborales. La obsesión del capital en su fase suprema es la productividad del ciclo global de la plusvalía (dominación real del capital sobre el trabajo). Aumentando desproporcionadamente la producción por trabajador, se obliga a extender la plusvalía a toda la sociedad. De este modo, para sus órganos de mando, la sociedad ya no aparece como un conjunto de clases bien definidas, sino como una masa indistinta, que puede ser explotada a voluntad, sin reglas impuestas por leyes económicas o luchas reivindicativas. De hecho, pierde el control de los fundamentos en los que se basa su propia existencia, destruye valor (plusvalía + salarios). Así, la aparición de una valorización global que se hace autónoma del propio ciclo de producción arroja a su sistema social a un curioso limbo, una sociedad bastarda que ya no es capitalismo y sigue siendo otra cosa. Este sinsentido lógico de todo el sistema, que en el fondo es una debilidad terminal, vuelve extremadamente violentos a los poderes ejecutivos, verdaderos gendarmes elevados a su defensa, como los gobiernos en el seno de las naciones y los Estados Unidos a escala mundial. Al mismo tiempo, proyecta sobre la escena histórica los primeros brotes del plan social, del control de los flujos de valor; los mismos que un día, valor eliminado, serán meros flujos de puras cualidades de uso, mercancías, materiales, conocimientos útiles al hombre.
El cerebro de la especie, que hace tiempo que dejó de corresponder a la mera suma de las cajas craneales de los hombres, se ha vuelto autónomo como se ha vuelto autónomo el valor y, por tanto, el capital. En este contexto, mucho más visible que en la época de Marx, el proletariado ya no puede ser un mero dispensador de fuerza de trabajo de la que extraer plusvalía. Es elevado a la función de destructor de clase de las viejas relaciones en la medida en que ya es el instrumento de afirmación de las nuevas. No en el sentido de que deba conquistar cada vez más espacios dentro del capitalismo, como propone tontamente el inmediatismo gramsciano, obrerista o sindicalista, sino, al contrario, de que no tiene más remedio que abandonar la vieja sociedad a su suerte y derribar toda barrera que se oponga a la afirmación de la nueva. No hay más espacios. Esta sociedad sólo puede estallar y permitir al hombre saltar a otra. En la fase imperialista del capitalismo, que Lenin llamó de transición, el proletariado y su partido histórico se afirman como el único vehículo útil para transitar hacia la nueva sociedad.
Llegados a este punto, si el trabajo en su forma inmediata ha caducado en importancia (y se suponía que iba a caducar), si el tiempo de trabajo se ha fusionado con el tiempo de vida (y se suponía que iba a fusionarse), si el valor de la fuerza de trabajo se ha convertido en una parte muy pequeña del valor total sin dejar de ser la única medida del valor, entonces este último ya no es la única medida posible para la calidad del uso, es decir, para lo que satisface las necesidades humanas.
Todo lo humano es ilimitado.
El proletariado «en el aire (campato in aria)» y el capitalismo
Nuestro método de análisis «al hilo del tiempo» exige que en este punto volvamos a conectar con el proceso histórico abordado al principio para poner de relieve los aspectos invariables de todas las transiciones sociales. La actual, verdadera frontera entre el capitalismo comatoso y la sociedad futura presenta aspectos similares a otros periodos históricos de transición. Es crucial considerar los rasgos comunes de las transiciones para demostrar que la historia no es una suma de aleatoriedad sino un proceso determinista, cuyo desarrollo es ampliamente predecible no sólo en términos de los principales resultados sino también del camino para llegar a ellos, es decir, de las tácticas revolucionarias.
En la Roma primitiva, la pertenencia del individuo a la comunidad se caracterizaba por el vínculo con la parcela de tierra confiada al cuidado del pater familias, responsable no sólo ante la familia (que agrupaba a todos los convivientes bajo el mismo techo, incluidos los esclavos), sino también ante la posteridad, de modo que nadie podía llevar una existencia autónoma. Además de la tierra, el hombre seguía firmemente ligado a sus herramientas de trabajo, a menudo «propiedad» común; y si debido a la guerra, el hambre o el proceso de desarrollo de las fuerzas productivas, se veía desposeído de ellas, se encontraba “campato in aria (en el aire)” (una bonita expresión resumida, utilizada en el texto Las formas de producción posteriores, que significa «sin campo» o, en heráldica, «en un campo vacío»). A medida que se desvanecían sus vínculos con la tierra y la comunidad, caía en la dependencia personal del patricio que, como propietario y acumulador de tierras, acababa representando al Estado. Más tarde, en plena época imperial, el campesino sin tierra también pasó a depender de los libertos, antiguos esclavos emancipados.
El ciclo de expropiación de campesinos y acaparamiento de tierras por parte de los latifundistas produjo una primera autonomización significativa de la propiedad de la tierra respecto a los productores directos, con su culminación durante el principado de Augusto. La gran propiedad latifundista perduraría hasta el final del Imperio Romano y sería la base del sistema feudal en toda Europa y de la temprana revolución agraria burguesa en Italia. El proceso de concentración se aceleró en la Roma del Imperio tardío, cuando la ya consolidada propiedad de la tierra sólo permitía acceder a ella mediante el alistamiento en las legiones; así, el campesino-soldado se desplazó cada vez más hacia las fronteras del imperio, de donde habían sido expulsados los bárbaros y donde se necesitaban armas para trabajar los campos y defenderlos. El alejamiento de los campesinos de los núcleos agrarios del imperio favoreció la utilización de mano de obra esclava a gran escala, su ulterior expansión y finalmente su expansión hacia las fronteras, en las que también incorporaron las tierras de los veteranos, expropiándolas. La primera acumulación de tierras en manos de una determinada clase terrateniente supuso una auténtica revolución. Sin embargo, esta clase terrateniente no representaba a una sociedad naciente, sino a una moribunda. Por ello, fue una espectadora en gran medida pasiva de los pronunciamientos militares y las guerras civiles, hasta que se hizo costumbre que los emperadores fueran proclamados directamente por los ejércitos que podían desplegar.
La revolución cristiana se inscribe en este contexto de desposesión y esclavización, en el que las masas desorganizadas sólo pueden sucumbir a la organización de los patricios, de los jefes militares y del Estado. La plebe, expulsada del trabajo, se convirtió en una no-clase al servicio del primer demagogo capaz de pagar. Como aún no se había establecido un nuevo modo de producción, el antiguo proletariado, ahora improductivo, se volvió completamente inútil y también fue expulsado de la vida social. El cristianismo no tenía un programa explícito de emancipación de clase, pero de hecho se adhirieron a él durante casi dos siglos principalmente los desposeídos. Los militares estaban obligados a rendir culto al emperador, y los transfugados de las clases dominantes llegaron mucho más tarde; por tanto, en las primeras «comunidades de vida», sin propiedad y con bienes en común, existía una homogeneidad social objetiva. Las Epístolas de Pablo nos revelan los inicios de una verdadera comunidad, con sus propias reglas de vida que perfeccionaban las de las anteriores sectas comunistas judías, que desaparecieron ante la imposición del nuevo partido.
Un proceso similar puede rastrearse también en la desaparición de la forma feudal, y lo encontramos descrito al final del primer libro de El Capital, en el apartado sobre la acumulación originaria. La superación de las viejas «comunidades de vida» existentes -aldeas cerradas, abadías, sectas comunistas heréticas- dio lugar a nuevas comunidades, que estallaron con sorprendente vitalidad: las ciudades en primer lugar, con las primeras estructuras burguesas. El capitalismo naciente, representado por las primeras manufacturas y granjas, que se desarrollaron incluso en el seno de las antiguas abadías, expropió las tierras que, a la caída del imperio, habían vuelto a ser comunes bajo los reinos bárbaros, permaneciendo así durante algunos siglos. Fue otra, la gran revolución agraria, que concentró la producción y dio lugar al cultivo científico e intensivo de la tierra, aumentando prodigiosamente la productividad y requiriendo cada vez menos presencia humana en los campos, premisa para el nacimiento del proletariado urbano. En la fase de transición, el capitalista resultó de la metamorfosis del comerciante feudal y del terrateniente. El campesino tampoco era ni carne ni pescado, ya no era siervo y seguía sin poder encajar en el contexto de la producción urbana. Por tanto, fue siervo, vagabundo, subproletario, bandolero (como atestiguan los numerosos ahorcamientos bajo los reyes feudales) y, por último, colono de las Américas.
Todo progreso en el país más avanzado es un progreso en el mundo
Hoy, cuando vislumbramos el ocaso del modo de producción capitalista, sería extraño que no pudiéramos observar directamente, una vez más, ciertas formas de transición, entre ellas las características de las dos últimas clases de la historia, proletariado y burguesía, a caballo entre el pasado y el futuro. Alcanzada la fase culminante de la centralización capitalista, es decir, la expropiación recíproca entre capitalistas, el proletariado parece ajeno a su lucha, mostrando en el mejor de los casos una inclinación partidista hacia uno u otro bando; pero ajeno no es, por la sencilla razón de que está metido hasta el cuello en la transformación de su propio trabajo y de su propia vida. La dominación del capital, que ha sustituido a la naturaleza en su función de cuerpo inorgánico objetivo de la especie, ha alcanzado su límite histórico y no puede sino desbaratar lo que queda de las viejas clases. Mientras que en las pasadas fases de transición cada clase se fijaba progresivamente dentro de la sociedad sucesiva, es decir, se hacía adaptable al siguiente modo de producción o se eliminada, hoy ninguna clase es adaptable al nuevo modo de producción, que será sin clases; de ahí que la única solución objetiva sea su extinción efectiva.
Ya sabemos que el capitalista ha agotado su función histórica, sustituido como está por funcionarios asalariados y relegado a un elemento de control político para la conservación del sistema. El proletario, en cambio, sigue siendo la única fuente de vida para el capital, a pesar de que, contradictoriamente, éste intenta prescindir de él magnificando el autómata social (dominación del trabajo muerto sobre el trabajo vivo). El aumento de la superpoblación relativa provoca un control suplementario por parte de una sociedad ya descontrolada. Millones y millones de personas se ocupan en actividades colaterales a la distribución del valor: de la organización de las migraciones a su represión, de las loterías estatales a los robos, de los empleos artificiales a la prostitución, de la producción de drogas (por camiones) a su interceptación (por gramos), de las guerras abiertas a las misiones «pacificadoras». Así que ahí lo tienen: policía, espionaje, ejércitos especiales, mercenarios y tráfico de todo tipo, todo ello sin producir un céntimo de valor, sólo utilizando el producido por otros. No es de extrañar que algunos vean en todo esto la desaparición de la «clase obrera». Pero la cuestión no es tan simple, y debe considerarse bajo dos aspectos que parecen negarse mutuamente: por un lado, la proletarización de una parte creciente de la humanidad, el aumento de los parados como una especie de proletariado ampliado (cf. las muy claras «Precisiones sobre el marxismo y la miseria«); por otro lado, la disminución del proletariado productivo, además convertido en móvil y precario. Muchos proletarios desempleados ya no sólo forman parte de un «ejército industrial de reserva» como pulmón entre la expansión y la crisis, sino que son expulsados en masa de la dinámica productiva para siempre, arrojados afuera de este modo de producción. Cuando mueren no son sustituidos por su descendencia perpetuando «la raza», en el sentido utilizado por Marx, simplemente se extinguen.
Pero si los proletarios son arrojados fuera de este modo de producción,
¿en qué situación se encuentran socialmente? Como vemos, adquiere relevancia histórica un hecho real, no sólo un supuesto teórico: el proletariado se convierte no sólo en el sumidero potencial del capitalismo, sino que representa ya al no- capitalista real, es ya la antiforma objetiva. Quienes se dedican a teorías sobre el fin de la lucha de clases, excrecencias pseudofilosóficas de Marx, la muerte del comunismo, el antiglobalismo y tonterías similares, tendrían alimento para la reflexión en lugar de ser partidarios de la conservación.
Estamos ante una situación que avanza a marchas forzadas y marca el ritmo de la obsolescencia definitiva de ese mundo abigarrado que se refiere vagamente al marxismo. La selección será drástica e imponente, y sólo con esta condición podrán abrirse paso las nuevas palancas de la revolución. El proletariado mundial se encuentra ya en un estado de incompatibilidad práctica con los supuestos materiales del modo de producción capitalista.
Además, al igual que en las filas obreras, también en las de la burguesía comienzan a aparecer deserciones entre los elementos que se lanzan afuera de lo existente. Desde hace tiempo producen material teórico que ya no pertenece a su clase, un hecho que llevamos tratando de poner de relieve desde hace al menos veinte años, desde que, mucho antes de que pudiéramos fundar esta revista, abrazamos plenamente la investigación de la Izquierda Comunista «italiana» sobre las «capitulaciones ideológicas de la burguesía frente al marxismo».
Hoy la burguesía escupe veneno sobre la grandiosa tentativa de octubre de 1917, pero nunca antes había hablado tanto de Marx y del comunismo, aunque sólo sea para asegurarse de que están efectivamente muertos. Sigilosamente, carece de valor para hablar de la revolución roja y sólo saca a colación el periodo estalinista, utilizando los efectos perversos de una contrarrevolución que le pertenece totalmente porque lleva su sello. Hay exorcismo en esto. Y del miedo. La burguesía sabe que nunca más podrá evitar el ajuste de cuentas con Marx y el Octubre. Sabe que ningún intento revolucionario fue en vano: la victoria siempre llegó, porque ninguna sociedad fue eterna y ninguna revolución fue parcial para siempre.
El curso seguro del capitalismo puede verse en todo lo que las revoluciones, en su originalidad y disruptividad, han logrado cuando el hombre, a través de ellas, ha pasado a formas sociales superiores. Y esto es siempre así, incluso en el caso de la formación de las burguesías actuales en el momento de sus revoluciones, escalonadas en el tiempo según el grado variable de maduración interna de las relaciones sociales:
«Lo que las naciones han hecho como naciones, lo han hecho para la sociedad humana, todo su valor reside únicamente en esto, en que cada nación ha experimentado al máximo,para las otras, varios nuevos puntos centrales de determinación, dentro de los cuales la humanidad ha realizado totalmente su propio desarrollo. Y así, desde la industria en Inglaterra, la política en Francia, la filosofía en Alemania, se han elaborado para el mundo. Y con ello [se exalta] su significación histórico-universal, así como cesa la de las naciones» (Marx, Sobre el libro de Friedrich List).
Alto potencial dialéctico de la autonomización del valor
En el curso de la historia, la forma-valor evoluciona en dirección a la pureza abstracta a medida que se desarrolla el binomio industria-ciencia. En el curso de este proceso, esta abstracción se refleja con creciente fuerza en las relaciones entre los hombres, y se manifiesta como una homologación ideológica subyacente, con sus subproductos estéticos, culturales y lingüísticos. Dentro de las fronteras de las naciones crecen necesidades similares y masificadas, los programas de los distintos partidos no se apartan unos de otros, las medidas económicas se aplican como sueros a los comatosos. Por encima de las naciones el discurso no es diferente: Bush y Bin Laden están unidos por una invariabilidad místico-cultural no muy distinta de la que une a los individuos de las naciones o grupos a los que pertenecen. Las torres gemelas «cristianas» de Nueva York fueron copiadas y superadas en altura por las «islámicas» de Kuala Lumpur. Las capitales árabes más modernas tienen la misma arquitectura Disney que Las Vegas, y en todas partes, desafiando las enseñanzas de Cristo y Mahoma, el dios dinero reina supremo. Todo se ha aplanado bajo sí mismo, esta monstruosa deidad polimorfa que ha evolucionado paralelamente a todo el sistema. A lo largo del tiempo ha sido
- medida de cambio;
- medio de circulación;
- representante de las mercancías;
- mercancía universal junto a mercancías particulares; y hoy es:
- «la divinidad patente, la transformación de todas las características humanas y naturales en su contrario, la confusión universal y el derrocamiento universal de las cosas » (Manuscritos).
Estas características deben abordarse en este orden, es decir, en su sucesión como resultado de la progresión histórica del valor hacia la autonomía total. Además, no deben considerarse como etapas separadas, sino como un proceso continuo, una metamorfosis en la dinámica histórica. La propiedad última del dinero equivale a la realización histórica de la forma-valor autonomizada, que ha desarrollado al máximo su poder, «fijándose» como un poder exterior completamente independiente de los hombres.
En el Fragmento del texto original de «Para la Crítica de la Economía Política» hay pasajes sobre el fenómeno que estamos estudiando, al igual que en el inédito Capítulo VI, donde se analiza el Capital como valor en proceso, se explora su naturaleza dinámica y se describe su devenir como movimiento de integración y socialización de la especie humana bajo su mando. En los párrafos reunidos bajo el título «Pasaje al Capital», se examina el proceso de circulación en su totalidad y simultaneidad. En este proceso, el valor-dinero, es decir, el Capital que ha cumplido su ciclo histórico, domina su propia circulación, convirtiéndose en el único mediador de toda la sociedad. Es el valor el que media entre sus partes y entre todas las partes con el conjunto del Capital.
Son textos, los señalados, en los que encontramos una representación con un alto potencial dialéctico del fenómeno de la autonomización. En la circulación aparecen dos tipos de relaciones: una entre equivalentes, es decir, entre valores de cambio, y otra más compleja, entre calidades de uso. El dinero es esa mercancía particular capaz de establecer una relación única con todas las mercancías al medir su valor. Su cualidad de uso es precisamente la característica de ser el equivalente general de los valores, incluido el suyo propio. Es una mercancía como las demás y al mismo tiempo no lo es. Su ambigüedad fundamental, es decir, su ambivalencia y autorreferencialidad, la sitúan como el único elemento capaz de permitir que cualquier otra mercancía realice valor en el mercado. Es, por tanto, el único elemento de la sociedad capitalista que puede permitir la continuación del ciclo global del Capital como proceso. La circulación es la unión de dos movimientos complementarios, la compra y la venta, ninguno de los cuales puede aislarse. Tampoco pueden aislarse el dinero y la mercancía que se intercambia con él, ya que uno no puede prescindir del otro y viceversa. Es decir, ningún elemento de la circulación puede asumir autonomía por sí mismo, mientras que sí puede hacerlo el proceso global por el que se realiza el valor.
El capital es valor en proceso que no puede prescindir de la secuencia en la que también aparece el proceso de producción: … D → M → P → M’ → D’
…, pero es en la circulación específicamente capitalista donde conquista su autonomía, porque dentro de la producción precapitalista y el simple intercambio no existe en absoluto el capital en proceso, para su existencia debe existir el sistema moderno de producción. En la citada nota contra Friedrich List, hay un hermoso párrafo sobre el dualismo al que está sometida la industria, que es la prefiguración de una sociedad sin clases y sin valor, pero que es también el infierno del que se extrae la masa decisiva del valor inyectado en la sociedad (industria debe entenderse en un sentido amplio, pues no es sólo de la «fábrica» de donde sale la plusvalía, sino de cualquier actividad capitalista que produzca beneficios por sí misma, sin el acaparamiento de una parte de los ajenos, por ejemplo, una funeraria, una discográfica, etc.). Es en la circulación y no en la industria donde el valor se hace autónomo: la circulación en sí misma no produce nada, es un fuego que siempre requiere nuevo combustible, es decir, siempre nuevas mercancías-valor, entre otras cosas porque el dinero no sobreviviría si se le privara de su función de actuar como conducto en un movimiento, si no pudiera desempeñar su tarea de equivalente para el intercambio de valor. Precisamente por esta razón, el dinero se extinguirá rápidamente en la sociedad futura, a medida que se extingan los movimientos de valor.
Como siempre: capitalistas sin capital y capital sin capitalistas
Pero el dinero es la forma a través de la cual se manifiesta el Capital, es la forma universal de la riqueza material en forma abstracta. Ahora que estamos acostumbrados a tratar con el bit-dinero de las redes de información que abarcan todo el mundo de la producción-circulación, podemos comprender mejor las anticipaciones de la teoría revolucionaria sobre el grado de abstracción al que ha llegado el capital-dinero. Por supuesto, no es la forma lo que importa, ya que los bits del cajero automático no son cualitativamente diferentes del billete garantizado por el Banco de Inglaterra en tiempos de Marx. Sin embargo, ése no es el problema. El hecho es que el valor transformado en papel o bit, garantizado por un proceso y no por una materia, y sobre todo dependiente de los movimientos futuros cuando se «invierte» en el mundo financiero, se vuelve completamente autónomo no sólo de la evolución que lo generó, sino del hombre mismo que inició, hace mucho tiempo, todo el movimiento.
El bit no necesita ser transportado físicamente y puede ser clasificado por un programa informático. Así pues, la diferencia, que es enorme, no reside tanto en la abstracción, que implica al bit del mismo modo que el papel-moneda, como en la perfecta adecuación del bit a la autonomización del valor. Hemos llegado al punto en que no sólo el valor manda sobre los hombres, sino que también puede prescindir de ellos, como en ciertos relatos de ciencia-ficción tan populares en el cine, donde las máquinas los utilizan como esclavos o incluso como bio-baterías recargables (véase Matrix).
Estamos en la quinta propiedad histórica del valor-dinero, llevada ahora a sus últimas consecuencias. Es la última frontera del Capital, más allá de ella sólo hay una nueva sociedad sin ley del valor. La razón es fácil de entender: el valor-dinero-capital autónomo surge continuamente del proceso de valorización-realización, pero su propia indiferencia hacia sus propios orígenes, la producción, lo incapacita históricamente para continuar el propio ciclo. En el mismo momento en que se vuelve autónomo, es decir, en el apogeo del capitalismo con todos sus problemas de valorización, tiende a fijarse sólo en la circulación, reclamando intereses pase lo que pase. Y todo capital que, en lugar de la plusvalía, se fija como meta el mero interés, sin preocuparse de nada más, es capital ficticio.
De nuevo en el Fragmento citado anteriormente, Marx muestra cómo el dinero no puede sino fijarse en la forma autonomizada. Pero al hacerlo pierde sus características fundamentales, que son las de mediar en el intercambio con fines de valorización a través de la cualidad de uso. Cuando la mercancía se consume, es decir, hace uso de esa cualidad, deja de ser mercancía y desaparece de la circulación. Así el dinero: si se fija en la parte del proceso en la que su poder de mediación se limita al campo de la comparación entre cantidades puras de dinero, desaparece de la circulación real, es decir, del proceso completo … M → D → M … P … M → D → M … que incluye el trabajo vivo (productivo), y reduce el proceso a D → D. Permanece, por supuesto, con su cualidad nominal de uso, que es la de conducir a más dinero; pero, sin la mediación de ‘… P …’, es como si un dólar comprara otro dólar, revelando así su cualidad real de uso, la de un mero trozo de metal, un trozo de papel, un bit. Esto se debe a que es todo el proceso capitalista el que proyecta su poder sobre el dinero, no lo tiene en sí mismo.
Todo esto es bastante extraño para un modo de producción que hace del dinero el único dios imaginable y capaz de producir efectos extraordinarios, incluso milagros, como cuando cree crear valor de la nada. El valor autónomo produce una fractura cada vez mayor entre la realidad y la apariencia, y el capitalismo se convierte en un modo de producción cada vez más virtual.
Quienes crean que las nuestras son exageraciones deberían meditar sobre algunos hechos recientes: por ejemplo, la explosión de ‘valor’ del microbio America On Line, que compró el gigante de la información Time-Warner con un ‘valor’ que, desde luego, no era autoproducido; o el desastre de Enron, la mayor quiebra de la historia hasta ser superada en cifras, inmediatamente después, por la de Worldcom y, como puro concentrado de locura capitalista, la de Parmalat. En todos estos casos, los funcionarios del capital se aprovecharon de la credulidad en el milagro de la autocreación de valor en pura circulación D → D’ y maniobraron con cientos de miles de millones de dólares para fines que no queremos valorar moralistamente aquí. Y en todos estos casos se muestra también cómo incluso quienes «ganaron» sumas inmensas, incluidos los mayores bancos del mundo, no fueron los creadores del sistema sino sus sirvientes altamente remunerados. Se enfrentaban al valor-dinero autónomo que buscaba su valorización en la esfera de la circulación y ya fuera del proceso de producción porque no encontraba salida allí: se limitaban a seguir su tendencia.
En lugar de ahogarse por falta de valorización a través del proceso de producción, el capital utiliza cualquier medio para crecer de otras maneras, por ejemplo, rastrillando pequeños capitales dispersos, ahorros, deudas descontadas y colocadas en el mercado, pagos por servicios falsos, etc. Ningún delito está prohibido por las leyes de la acumulación en tiempos normales, y mucho menos en tiempos en que la acumulación está completamente asfixiada.
Dinero frenético pero petrificado
Las repentinas incursiones en todas las zonas del antiguo bloque estalinista, desde Rusia hasta Albania, deben analizarse desde este punto de vista. La expropiación “gangster” de cualquier cantidad de dinero, incluso miserable, de unos pocos centros de recogida fue ejemplar desde el punto de vista del discurso que estamos haciendo. En una inmensa zona dramáticamente descapitalizada debido al régimen anterior, el Capital, incapaz de repetir la acumulación original, se garantizó un considerable acaparamiento financiero simplemente robando dinero por diversos medios.
Lo más significativo de todo fue el caso de Albania, un verdadero laboratorio concentrado tan pequeño que constituye un ejemplo sorprendente: en cuestión de semanas, se construyó un capital nacional privado previamente inexistente mediante un rastrillaje capilar de dinero por medio de las llamadas pirámides especulativas, que emitían bonos basura de alto interés. Cientos de miles de personas se arruinaron, pero el efecto fue técnicamente positivo (para el capital) porque el acaparamiento pirático tuvo lugar sobre una “tabula rasa” capitalista carente de cualquier base de valor.
Muy diferente fue la situación en el resto del mundo, obviamente dominado por los gigantes del capitalismo. Mientras que en Albania fue posible formar un sustancial tesoro de capital, que luego se inyectó en el circuito nacional dejando que los estafadores descargaran sus kalashnikovs en el aire, en la arena internacional el rastrillaje ya ha alcanzado sus límites, y la fijación del capital en la esfera puramente circulatoria se ha convertido ya en una especie de acaparamiento fuera de tiempo. Con efectos mortales. El dinero como valor autónomo se encuentra inmovilizado en la esfera cerrada de la circulación. Se agita frenéticamente, pero permanece allí sin encontrar oxígeno en la producción. Parece dinámico, pero es peor que el viejo tesoro guardado bajo el colchón, que en sí mismo era improductivo, petrificado (el término es de Marx), pero que al menos podía guardarse para futuras inversiones productivas. Para el capital especulativo moderno, la inversión se acaba ya en la esfera cerrada de la circulación, aprisionada en los llamados mercados, lugares a-espaciales que funcionan exactamente como la ruleta.
Si el atesoramiento fue uno de los motores del capitalismo primitivo cuando aún no se habían revolucionado las relaciones feudales, hoy, en la dinámica del capital moderno, es impensable su retorno. Por lo tanto, si incluso el atesoramiento antiguo habría sido estéril con el dinero fijado en un cofre sin salir nunca, hoy debe ocurrir algo más y diferente que en el pasado. En la antigüedad, el dinero, igual que salía de la circulación, tenía que volver a entrar en ella tarde o temprano, y no podía hacerlo sin alguna finalidad:
«Su existencia como medio de circulación y, por tanto, su súbita transformación en mercancía debe ser un puro cambio de forma para luego volver a presentarse en su forma propia, como valor de cambio propio, es decir, valorado» (Marx, Fragmento cit. p. 1131).
He aquí la finalidad ineludible. La única función del dinero como valor es el propio intercambio, pero cíclicamente debe salir de él aumentado. Esta repetición de ciclos de valorización en el espacio y en el tiempo es el fenómeno al que El Capital da una definición lapidaria: El Capital como valor en proceso (cf. Libro I, Capítulo IV.I). Así, el valor autónomo, es decir, el dinero como forma objetivada del valor fuera de la mercancía, es el medio para la forma plena del Capital autónomo, es decir, el Capital que realiza plenamente su dominación sobre el hombre y la naturaleza. Todo valor-dinero sustraído al proceso, como en el atesoramiento o en la esfera del capital ficticio, deja de ser capital, de ahí que
«No funciona ni como valor de cambio ni como valor de uso, es un tesoro muerto, improductivo. Ninguna acción parte de él» (Marx, Fragmento cit. p. 1136).
La diferencia entre la esfera del capital ficticio y el atesoramiento puro y simple es la agitación frenética del primero frente a la inmovilidad del segundo. Parece una diferencia sin importancia, ya que el paroxismo especulativo informatizado de miles y miles de transacciones por segundo tiene un resultado que es siempre de suma cero (D → D), como en los juegos de azar. Pero se trata de una diferencia importante: el tesoro antiguo representaba la juventud del capital, el tesoro moderno representa la senilidad. La masa de capital que llega a este miserable final crece a medida que aumenta la dificultad de valorización, no es en absoluto la fuerza motriz. A pesar de ello, el capital ficticio se infla cada vez más en comparación con el capital industrial. Pero es el hinchamiento del pecho de la rana comparado con el del buey, tanto que de vez en cuando estalla la burbuja. Cuanto más pierden los hombres el control del capital, más se convencen a sí mismos, verdaderas moscas cojoneras, de dirigir la economía, incluso a nivel mundial, como hicieron con los fascismos antes mencionados dentro de las naciones; en realidad, el valor ha alcanzado tal autonomía que los Estados ya se adaptan automáticamente sin necesidad del mando de una autoridad política central, que se queda con la función policial.
«Quienes consideran la autonomización del valor como pura abstracción olvidan que el movimiento del capital industrial es esta abstracción in actu […]. Los movimientos del capital aparecen como las acciones del capitalista industrial individual, de modo que éste actúa como comprador de mercancías y trabajo, como vendedor de mercancías, como capitalista productivo, y de este modo, por su actividad, media el ciclo [pero] cuanto más agudas y frecuentes se vuelven las revoluciones del valor, tanto más el movimiento automático del valor autonomizado -que opera con la violencia de un proceso natural elemental- se afirma contra las predicciones y cálculos del capitalista individual» (Marx, El Capital, Libro II, p. 136).
Cuanto más autónomo se vuelve el valor, estacionándose por encima de las cosas terrestres como un satélite artificial en una órbita fija, aunque viajando a una velocidad demencial,
«más se somete el curso de la producción normal a una especulación anormal y mayor es el peligro para la existencia del capital individual. Así, estas revoluciones periódicas del valor confirman lo que pretenden desmentir: la autonomización que el valor recibe como capital, y que él, a través de su movimiento, preserva y refuerza» (ibid.).
Incluso un satélite artificial realiza varias revoluciones en el espacio, volviendo al mismo lugar con cada revolución. El proceso de autonomización del valor, como producto histórico del aumento continuo de la fuerza productiva social que genera, sufre el impulso constante de ir más allá de sus límites para adaptarse a este proceso aparentemente interminable. El capital- dinero que se petrifica en la esfera ficticia acaba produciendo crisis desastrosas cuando, por falta de valorización, se ve finalmente obligado a moverse, y lo hace en oleadas sincronizadas. En tales ocasiones, la superstición de que el valor se crea a partir de sí mismo y de las brillantes operaciones de los capitalistas se hace añicos, mientras los gurús de la economía política pontifican de repente sobre fundamentos olvidados. Sólo para olvidarlos de nuevo en cuanto pasa la tormenta. Una prueba de lo que afirmamos la tenemos en el cálculo del «rendimiento» de la esfera financiera con respecto a la industrial: quien hubiera invertido 100 euros en 1928 en la bolsa italiana, hoy sólo tendría, en términos reales, 25, la cuarta parte, mientras que el valor generado por el sistema productivo muestra un crecimiento exponencial, por irregular que sea (del suplemento económico de La Repubblica del 10 de enero de 2005, p. 11).
La espiral del valor llega a su fin
En el ámbito internacional, el dólar, signo del valor universalizado y unificador, equivalente general del amor o de la fuerza, está ya completamente desvinculado de su realidad productiva nacional, y por ello ha sido elevado por la historia al rango de rey del valor-dinero autonomizado y desmaterializado. Pero, precisamente porque es el valor en el estadio supremo de la autonomización, es también el depositario supremo de la capacidad de apretar o aflojar cualquier coacción; de ahí que, a nivel del capitalismo ultramaduro, «¿no es también el disolvente universal?», es decir, la mayor «fuerza subversiva?» (cf. Manuscritos citados, p. 350 y ss.). Y si el dólar, en la dinámica de las relaciones interestatales, se petrifica de su función universal, ¿no genera a partir de sí mismo sus propios antagonistas? Si se convierte en un puro vehículo no sólo de acaparamiento financiero, sino de consumo improductivo sólo por parte de los estadounidenses en detrimento del mundo y, por tanto, del Capital, está condenado a muerte por su propia dinámica interna. Al engendrar vástagos edípicos condenados a matar a sus padres, como el Euro y la red financiera islámica, no es de extrañar que también engendre, en consecuencia, la teoría de la guerra preventiva: desde Herodes en adelante, la práctica de matar a todos los competidores potenciales desde una edad temprana es técnicamente intachable.
El capital ha sometido a toda la sociedad a su proceso de formación, crecimiento y conservación, erigiéndose en la única base de la actual comunidad de los hombres. Ha resucitado finalmente, bajo su signo omnicomprensivo, todo lo que había fragmentado y destruido en su juventud. La comunidad humana local primigenia, barrida por la historia, tiene su equivalente especular en la comunidad global, aunque de signo opuesto. Es como si las mismas leyes de simetría que sustentan la naturaleza física (del espejo a la antimateria, de los dibujos en perspectiva a las matemáticas de grupo) hubieran dado ya lugar, de forma determinista, a la negación de la comunidad-valor real. Es ese movimiento real que Marx y Engels llamaron comunismo, contra las concepciones ideológicas que se escondían tras ese término tan maltratado, en la memoria futura de los actuales maltratadores. La angustia, la fiebre existencial de esta época desmenuzadora es el síntoma de su enfermedad mortal: la humanidad del hombre manotea para que se rompa el cascarón bestial y se libere la nueva sociedad. Y no puede ser de otro modo porque la espiral del valor se está cerrando.
El único valor actual que puede representar una antítesis al capital es la fuerza de trabajo, porque es la única categoría de esta sociedad que ha atravesado cientos de milenios invariante, a pesar de sus múltiples disfraces (trabajo comunal, esclavitud, servidumbre, trabajo asalariado). Todas las demás no existían y, por tanto, su inexistencia potencial está garantizada. Durante millones de años, de hecho, no existieron la propiedad, el dinero, el valor, la familia, el Estado, la religión, las clases, los partidos, los individuos, las empresas, etc. etc. Sólo existía el hombre con su industria, es decir, su capacidad de trabajar el entorno, es decir, de trabajar su cuerpo «externo».
Es aquí, en el desarrollo de nuestro tema, donde llegamos al punto decisivo: si el trabajo asalariado es el fundamento sobre el que descansa toda la sociedad capitalista, y si queda relegado a una parte infinitesimal del proceso de valorización, entonces, llegados a esta paradoja insostenible, el capitalismo está muerto. El capital sólo existe como mediación entre calidad de uso y valor, capital constante y capital variable, mercancía y dinero. Nada puede existir sino en relación con otra cosa, encontrando forma completa en estas relaciones, y el Capital existe exclusivamente en relación con el trabajo vivo (que no es capital). Cuando desvaloriza, niega esta relación. Al negarla gradualmente, acaba refiriéndose sólo a sí mismo, para excluir toda posibilidad de reproducir y preservar la forma valor. Incluso en física, todo sistema autorreferente, es decir, cerrado, está destinado a morir, ya que está sometido al segundo principio de la termodinámica, la pérdida de energía útil, el desorden irreversible, la muerte. Sólo los procesos biológicos de lo vivo, al ser materia que se autoorganiza contra la tendencia al desorden, consiguen vencer, localmente, esta ley por lo demás inexorable, pero el capitalismo no vive, es ya un cadáver andante.
Incluso las antiguas comunidades destruidas por el capitalismo, los antiguos filósofos pre-pitagóricos y orientales, sabían que nada es igual a sí mismo y que todo trasciende a otras formas. Sabían que sólo el conocimiento es capaz de contrarrestar los procesos degenerativos en la medida en que los hace comprensibles y, por tanto, superables; que la unión dialéctica de los opuestos da lugar a una realidad imparable de devenir; que éste nunca debe ser simplemente fotografiado, sino analizado en su cinética completa. Hoy en día, la moderna teoría de la complejidad, nombre unitario bajo el que, sin embargo, se siguen reuniendo disciplinas más o menos distintas como la teoría de sistemas, la teoría de la información, la teoría de catástrofes, la teoría de redes, la teoría del caos, etc., no sólo reconfirma los antiguos conocimientos, sino que demuestra que sólo se puede dar un salto adelante mediante una revolución cualitativa total.
Es evidente, pues, que el capitalismo está perdiendo su totalidad y, en consecuencia, su verdad histórica específica. Ha dado lugar a un todo que es mucho más que la mera suma de sus partes, porque contiene su propio futuro como disolución de sí mismo y afirmación de su contrario. Así pues, cuidado: el movimiento histórico del valor no se limita a mostrarnos una posibilidad abstracta, sino que está efectivamente desarticulando la estructura de la sociedad actual.
El futuro ya está utilizando los instrumentos humanos más dispares
A estas alturas debería estar claro que la batalla por la nueva sociedad adoptará (ya ha empezado a adoptar) el carácter de un enfrentamiento no sólo entre clases enfrentadas por intereses irreconciliables, sino entre la actual comunidad de capital y la comunidad humana que anticipa la sociedad futura. Si bien este supuesto ya estaba presente en los escritos juveniles de Marx, ahora se materializa en la tan famosa como poco meditada proposición general que leemos en ellos:
«El arma de la crítica ciertamente no puede sustituir al arma de la crítica, la fuerza material debe ser derribada por la fuerza material, pero la teoría también se convierte en una fuerza material en cuanto se apodera de las masas. La teoría es capaz de apoderarse de las masas en cuanto demuestra ad hominem, y demuestra ad hominem en cuanto se vuelve radical. Ser radical es agarrar las cosas por la raíz. Pero la raíz, para el hombre, es el hombre mismo » (Marx, Introducción a Para la crítica de la filosofía del derecho de Hegel).
Se dice ad hominem de un argumento que tiene un valor decisivo con respecto al adversario concreto contra el que se lucha, pero también se utiliza la misma expresión cuando la demostración impresiona a los hombres como dirigida a ellos uno por uno. Hoy, la teoría de la dinámica social, impropiamente llamada marxismo, es tan demostrativa de hecho que toda la ciencia de nuestro adversario está impregnada de ella, incluso cuando sus representantes individuales siguen proclamando que son antimarxistas. Por eso no nos cansamos de insistir en el hecho de que la dictadura del proletariado será de hecho, por derecho propio, una dictadura del partido de la humanidad. La red de voces en sintonía con «nuestra» teoría cubre ahora el mundo del conocimiento y expresa, por el hecho mismo de su existencia, un movimiento irreprimible hacia la nueva sociedad y, en consecuencia, también un movimiento objetivo de destrucción de la vieja.
Estados Unidos, como siempre, es la prueba de fuego de una situación ahora totalmente polarizada. Internamente, la vieja sociedad se defiende recurriendo a las formas más retrógradas de superestructura ideológica (por ejemplo, lavado de cerebro y represión interna y externa que recuerdan más a la Santa Inquisición y las Cruzadas que a un aparato legal y militar del tercer milenio). Pero al mismo tiempo, la nueva sociedad está estallando en formas muy evidentes, que sólo son incapaces de ver quienes se detienen en películas de parvulario contra el villano Bush y su aquelarre de camorristas. El americano medio, tan divertido para los sabihondos profesores europeos (que han alcanzado su cima de progresismo con Stalin), vive ahora en una situación de perpetua esquizofrenia existencial, aplastado como está entre el pesado manto del capital-comunidad con todos sus mitos, y el avance real de la nueva sociedad.
No estamos de acuerdo con Michael Moore cuando dice que en Estados Unidos se dispara infinitamente a más gente que en otros países porque el gobierno cuenta mentiras para elevar el nivel de miedo y controlar a los ciudadanos. La razón no puede ser el maquiavelismo psicológico. En realidad, en Estados Unidos se fusila a la gente porque la pérdida de valor de la población está a un nivel tan alto que está provocando una tensión social salvaje, no mitigada por una tradición de reformismo. El capitalismo estadounidense ha tenido muy poco tiempo para suavizar los aspectos bestiales de la acumulación. Ha pasado de la fase pionera a la decadencia sin pasar por la fase intermedia y secular de la acumulación originaria. Es un capitalismo del robo que ha crecido precipitadamente a costa de otros capitalismos y de la naturaleza aún virgen. En lugar de hacer sus pinitos contra un feudalismo milenario, se limitó a exterminar a millones de nativos atrapados en la fase de transición al Neolítico. Su verdadera base fue el despiadado colonialismo local, la esclavitud generalizada y unas formas de explotación industrial inauditas incluso en la Inglaterra victoriana. Estados Unidos produce, con diferencia, la mayor proporción de valor «por empleado» (productividad) del mundo. La idolatría del dinero conduce a una competencia tan desenfrenada que el individuo es aplastado, y las vidas de quienes tienen que producir ese valor ya no «valen» nada. Es el dinero super-autorizado, que se ha convertido en un dios, el que estruja los cerebros y hace que la gente apriete los gatillos. Sin este tipo de automartirio reaccionario del proletariado estadounidense, sería imposible saciar la codicia de un capital que necesita más que nunca su base nacional para correr desenfrenadamente por el mundo.
El frente de las guerras americanas siempre ha sido primero interno, y luego alrededor del mundo. Algunos escritores liberales estadounidenses tienen razón al afirmar que en Estados Unidos se está librando una guerra civil. El edificio de Oklahoma City fue volado por estadounidenses mucho antes del ataque a las Torres Gemelas, y sus autores dijeron que lo llevaron a cabo en respuesta a la guerra del gobierno contra la población estadounidense. Los ciudadanos de Estados Unidos son considerados con razón por su gobierno como mucho más peligrosos que todos los «terroristas» diseminados por el mundo por la política de Washington. Algunos son conscientes de la condición en la que viven, y ay si su conciencia se vuelve contagiosa. Es cierto que abundantes migajas del banquete imperialista caen sobre ellos y que, por lo tanto, son objetivamente cómplices, pero también es cierto que tienen en sus manos el destino de la llamada guerra sin fin.
En lugar del fantástico siglo americano, evidentemente sólo habrá una oleada de superexplotación americana, a la que seguirá una superproducción de hombres llenos de rabia y con muchas ganas de usar las armas, precisamente porque son americanos. La transición está históricamente determinada y las ideologías que produce así lo confirman, como se desprende de este pasaje del discurso inaugural de Bush para su segundo mandato:
«Los acontecimientos y el sentido común nos llevan a una conclusión: la supervivencia de la libertad en nuestro país depende cada vez más del éxito de la libertad en otros países. La mejor esperanza para la paz en nuestro mundo es la expansión de la libertad en todo el mundo. Los intereses vitales de Estados Unidos y nuestros ideales más profundos son ahora uno.«.
Un proceso catastrófico está en marcha
El mundo del valor-dinero autónomo se separa cada vez más de la masa vulgar de los hombres que trabajan y se matan para consumir. Su levitación metafísica va acompañada del abandono por la industria de su antigua pesadez, otra prueba verdadera y palpable de la transición, metáfora del paso del actual y pesado estado de necesidad al futuro y ligero estado de libertad; del paso de la pesadez del opresivo trabajo muerto a la ligereza del fértil trabajo vivo. Que un escritor que ha hecho de la ciencia la base de su obra diga:
«Hoy en día, todas las ramas de la ciencia parecen querer demostrarnos que el mundo descansa sobre entidades muy sutiles: como los mensajes del ADN, los impulsos de las neuronas, los quarks, los neutrinos que vagan por el espacio desde el principio de los tiempos….». Luego, la informática. Es cierto que el software no podría ejercer los poderes de su ligereza si no fuera a través de la pesadez del hardware; pero es el software el que manda, el que actúa sobre el mundo exterior y las máquinas, que sólo existen en función del software, evolucionan para elaborar programas cada vez más complejos. La segunda revolución industrial no se presenta como la primera con imágenes abrumadoras como las prensas de laminación o las fundiciones de acero, sino como los bits de un flujo de información que circula por circuitos en forma de impulsos electrónicos. Las máquinas de hierro siempre están ahí, pero obedecen a los bits ingrávidos» (Italo Calvino, Lezioni americane, «Leggerezza», pág. 9).
Todo esto es, existe, nos recuerda el autor, citando a Kundera, pero cada día tenemos que medirnos (y toda medida es un valor) con una contradicción extrema: frente a la levedad del ser, nos revolcamos en la insoportable pesadez del vivir. La humanidad sin límites del hombre es sofocada.
El valor autonomizado en El Capital es el software de este modo de producción, es él quien manda, y todo obedece. Entonces, cabe preguntarse, ¿cuándo acabará esto? La metáfora del software nos ayuda a responder. Un programa informático, dependiendo de su complejidad, requiere trabajo humano, suministrado durante un cierto periodo de tiempo, como cualquier otra mercancía. El valor de la fuerza de trabajo se refleja en el producto, y también el del capital constante (ordenadores, energía, entorno de trabajo, etc.). En este caso tenemos una baja composición orgánica del capital, ya que la mano de obra del hombre es preponderante, tanto si un «trabajador» lo hace todo como si cientos trabajan en módulos separados. Pero esa mano de obra sólo se proporciona una vez, porque el número de «piezas» producidas es uno, para siempre. Luego simplemente se copia, por mil copias o mil millones, da igual, sin intervención humana, y puede que ni siquiera haya ese trozo de plástico para soportar los bits, ya que cualquier software puede transmitirse por cable, ondas de radio, etc., y almacenarse donde uno quiera. La sociedad de la ligereza ha eliminado el dinero tangible, y ahora está eliminando también una gran parte de las mercancías físicas. Gran parte del producto de una sociedad avanzada – teléfonos, televisión, cine, seguros, servicios diversos, etc.- no está hecho de materia, sino de… servicios pagados. Se dirá: pero no importa si la mercancía responde a una necesidad física o a una de la imaginación, lo importante es que tenga un valor y una cualidad de uso (cf. Marx, El Capital, Libro I, primera página en cualquier edición). Muy cierto, pero si un hombre puede producir una mercancía intangible que se reproduce sin fábrica en mil millones de ejemplares, ¿a quién puede luego vendérsela su amo?
Antaño, el trabajo humano moldeaba la materia transformándola, por ejemplo, en una estela jeroglífica de piedra, un papiro o un libro, aumentando enormemente, con el tiempo, la cantidad de información contenida en el soporte (calidad de uso). Hoy, en uno solo de los nuevos CD blu-ray, es decir, en una cantidad insignificante de materia moldeada por el trabajo, podemos comprimir la información contenida en cientos de miles de libros, porque los bits no son materia, sino información sobre ella. La imagen del software sirve para subrayar el hecho de que, si la cantidad social de trabajo necesario tiende a cero, el plustrabajo no tiende en absoluto al infinito, sino también a cero, ya que el límite es un solo trabajador que produce toda la plusvalía del mundo, pero sólo puede hacerlo durante 24 horas al día (si no duerme, etc.). Así que el capitalismo ya está muerto, lo que nos ocupa es sólo su sombra tenebrosa. Y nos muestra otra característica de esta fase de transición: no es sólo que las mercancías, el trabajo y los medios de producción se desmaterialicen, sino que de ello se sigue que el conocimiento-información colectivo, y por tanto la capacidad de respuesta del sistema de relaciones entre los hombres y entre éstos y la comunidad-capital, aumenta enormemente. Ojo, no el conocimiento de los individuos, que de hecho por término medio disminuye, sino el conocimiento global del cerebro social.
Este sistema en transición tiene todas las características del sistema soviético y de la zona nacional-comunista antes de la caída del Muro de Berlín. Parecía estar ante un gigante monolítico capaz de resistir cualquier asalto, pero en lugar de ello se desintegró de la noche a la mañana, produciendo imparables efectos en cadena. La chispa no fue un choque social o un acontecimiento llamativo, sino una información (la vaga noticia en la radio, tomada literalmente el 9 de noviembre de 1989 a las 18.57 horas, de que «a partir de ahora» los berlineses orientales podrían viajar a Occidente) que fue un acontecimiento tan poderoso que desencadenó el colapso de todo un sistema. ¿Cómo fue posible? Evidentemente todo estaba preparado, en el sentido de que coincidían la madurez material de los hechos y la percepción que la gente tenía de ellos.
Autonomización del cerebro social
Cuando las ideas se apoderan de los hombres, escribe Marx, ni siquiera el cañón las detiene. Con la autonomización del Capital, las ideas se autonomizan, pero si, como hemos visto, son el resultado de un sistema que se niega a sí mismo, entonces la idea de la negación del Capital se autonomiza. A este respecto, al hablar de la ligereza del software social y de la transmisión social de la percepción colectiva, también puede ser útil recordar una teoría evolutiva del comportamiento de las masas, la memética, que se ha desarrollado mucho más allá de las intenciones del biólogo que la elaboró y que nos permitimos interpretar a nuestra manera. Trata de la ordenación materialista de las relaciones entre los hombres y también entre las clases, un fenómeno que por otra parte llamamos polarización, y no tiene nada que ver con la «psicología» a pesar de que el autor utilice este término.
Richard Dawkins es uno de esos científicos-descubridores que tratan temas relevantes para los estudiados por nuestra corriente revolucionaria -en este caso, la teoría darwiniana de la evolución, que ya había fascinado a Marx y Engels- y que, vendiendo sus libros como best sellers, nos muestran, a discreción, cómo el comunismo no está en absoluto muerto. Dawkins esboza, como biólogo, una teoría evolutiva de los «memes» (término elegido por asonancia con «genes»), es decir, las unidades de transmisión cultural dentro del cerebro social de nuestra especie. Según él, los genes responsables de la conservación y la mutación evolutiva no son más que replicadores de condiciones biofísicas. Y hasta aquí, todo el mundo está de acuerdo. Sin embargo, como el darwinismo no se limita a la cuestión genética, hay que preguntarse si no existe un principio de invariancia, es decir, si no hay, como en física, una demostración de que las leyes biológicas son válidas para todo el universo, incluida esa parte normalmente llamada pensamiento, capaz de producir información y hacerla circular entre los individuos de una sociedad.
«Al igual que los genes se propagan en el acervo genético saltando de cuerpo en cuerpo a través de espermatozoides u óvulos, los memes se propagan en el acervo de memes saltando de cerebro en cerebro a través de un proceso que, en sentido amplio, puede denominarse imitación. Si un científico oye o lee una buena idea, la transmite a sus colegas y estudiantes y la menciona en sus artículos y conferencias. Si la idea prospera, puede decirse que se propaga de cerebro en cerebro» (El gen egoísta, p. 201).
El científico biológico también utiliza el término «idea» de forma no metafísica, como Marx. Aquí le da el significado de una unidad de información capaz de expandirse y producir efectos generales. Está claro que habla del mismo cerebro social que ya hemos mencionado, el mismo cerebro que «sale» de su contenedor biológico y evoluciona técnica y socialmente, de forma bastante similar a cualquier ser vivo en relación con los demás y el entorno (véase también El cerebro social, nº 0 de la revista). Por cierto, sólo con la evolución simultánea de estos elementos -llamémoslos memes- se completa la evolución de la humanidad, como especie y como conjunto de individualidades extendidas espacial (o socialmente), cada una capaz de trabajar para la otra y contribuir así a la evolución mutua.
«La antigua evolución por selección de genes, que condujo a la formación del cerebro, proporcionó el ‘caldo de cultivo’ en el que se originaron los primeros memes. Una vez formados los memes capaces de hacer copias de sí mismos, su tipo de evolución tomó el relevo, mucho más rápidamente que el otro. Los biólogos hemos asimilado tan profundamente la idea de evolución genética que tendemos a olvidar que sólo es uno de los muchos tipos posibles de evolución » (ibíd. p. 203).
Se trata de un concepto que también encontramos a menudo en otros autores, a los que citamos por considerarlos útiles para nuestro trabajo. El meme «Dios», observa Dawkins, tiene un origen desconocido y, en cualquier caso, muy antiguo; se generó y encontró un entorno favorable para replicarse. ¿Por qué tiene un valor de supervivencia tan fuerte? Nadie lo sabe, pero lo cierto es que el conjunto de cerebros sociales a partir del cual se generó lo necesitaba, hasta el punto de que el propio meme se ha hecho autónomo hasta el punto de asumir una realidad que produce en profusión efectos muy concretos y grandiosos, como templos, arte, peregrinaciones, comunidades y sobre todo política, más o menos explícita, practicada por miles de millones de hombres. Esta existencia real de Dios es la misma que Marx aborda en los Manuscritos para demostrar que los comunistas no somos ateos, a la manera burguesa, porque Dios «existe», ya que produce efectos. En cambio, la impalpable ideología derivada del capital-valor autonomizado también existe y produce efectos, como proyección de relaciones bien materiales entre los hombres y entre los hombres y las cosas. Y los produce contra la obstinada negación de la ley del valor por parte de la burguesía.
Es indiferente que Dawkins tenga seguidores con esta visión de los memes o que haya expuesto una teoría más o menos científica: lo que nos gustaría subrayar son las condiciones materiales que obligaron al científico a plantearse el problema (en los procedimientos científicos, es importante -y más difícil- formular una pregunta original que dar respuestas a preguntas actuales). Pero también nos gustaría subrayar el hecho de que hoy en día, paralelamente a la autonomización del valor, asistimos a una autonomización del cerebro social en relación con el «pensamiento» individual que los hombres siguen creyendo predominante. Este fenómeno es constatado no sólo por el autor antes citado, sino ahora por un sinfín de ellos; y esto está totalmente de acuerdo con la teoría revolucionaria de la dinámica social en su conjunto, especialmente con la visión del partido (producto del cerebro social) como la verdadera anticipación de la sociedad futura, el agente guía de toda la transición.
La monstruosa agonía del sistema
Marx tenía una concepción clara de lo que significaba, dentro de la sociedad, formar una comunidad bajo el signo del Capital que se había vuelto autónoma y capaz de producir ideas y efectos materiales, tal como lo había hecho el «meme» de Dios en la historia:
«En el mercado mundial la conexión del individuo con todo el mundo, pero al mismo tiempo también la independencia de esta conexión respecto a los individuos mismos se ha desarrollado a tal nivel que por ello su formación contiene al mismo tiempo la condición de su superación» (Lineamientos fundamentales, Cuaderno I, «El capítulo del dinero», p. 39).
En esta carrera de la historia por negarse a sí misma a través de imágenes especulares del pasado, el Dios cristiano ha tardado un par de milenios en reflejar de nuevo la ética de las religiones más antiguas de las que surgió. Hoy reaparece el Dios bíblico de los Ejércitos, protector del pueblo elegido y exterminador de enemigos, primer usuario de armas de destrucción masiva (en Sodoma y Gomorra y en Egipto). A lo largo de este tiempo, se ha actualizado con un poco de paganismo, es decir, con muchas deidades menores, con Papá Noel, con Befana y, sobre todo, con Mammon, el antiguo dios del dinero y del deseo desenfrenado de riqueza.
Otras deidades contemporáneas aún no han llegado tan lejos y muestran algunas vetas supervivientes de antiguas relaciones comunitarias. Pero el Capital no tolera los vestigios del pasado, especialmente los competidores, y emprende una cruzada exterminadora contra ellos. Su gigantesca fuerza, que busca deshacerse del pasado, no tanto con ideas como con el desarrollo de la fuerza productiva social, no tardará en hacer que los hombres se muevan de otra manera, clase contra clase. Ellos, aunque no sean «revolucionarios» conscientes, se comportarán como elementos fractales de un único gran organismo que lucha contra lo «antiguo». Y ahora el capital también se ha vuelto «antiguo». Se tomará conciencia a nivel de especie de que la impotencia actual se debe a la falta de forma organizada, la única, como en el mundo biológico, capaz de oponerse a las leyes del desorden y evolucionar (por eso estamos por el partido orgánico). Los hechos materiales cuentan más que mil programas y conducen a un resultado ya determinado que no hay que elegir: es más que suficiente con militar en el movimiento que ya está ahí, intentando contribuir a su forma.
«Cuando esta obra [la forma orgánica del partido] de la mente humana sea perfecta, y sólo podrá serlo después de que hayan muerto el capitalismo, su civilización, sus escuelas, su ciencia y su tecnología ladrona, el hombre podrá por primera vez escribir la ciencia y la historia de la naturaleza física y conocer los grandes problemas de la vida del universo, desde lo que los científicos reconciliados con el dogma siguen llamando creación hasta sus procesos en todas las escalas infinitas e infinitesimales, en el indescifrable futuro«. (Partido Comunista Internacional, Tesis de Nápoles).
Por supuesto, por «mente humana» se entiende la totalidad del hombre, con su cuerpo social externo y su naturaleza, como en los Manuscritos (y, curiosamente pero no demasiado curiosamente, como en Gregory Bateson en su Mind and Nature).
Estamos en la agonía de un sistema. El valor autónomo se fija en la circulación y se convierte en capital ficticio, igual que en el proceso original el dinero se convirtió en tesoro petrificado. Pero no estamos en el origen, sino en el final. El capital ya no tiene ante sí un mundo que conquistar, sino un mundo demasiado conquistado. El viejo caparazón blindado acabará por estallar porque ya no tiene ninguna relación con su contenido (Lenin). Algunos pueden tener la impresión de que somos demasiado optimistas porque no hay signos de revolución en el horizonte. Tonterías, estamos viviendo una revolución, lo que falta es la ruptura final. Recordemos a los escépticos, a los que contemplan el cadáver del capitalismo creyéndolo sano y eterno, la «composición más breve del mundo» del poeta guatemalteco Augusto Monterroso:
«Cuando despertò, el dinosaurio todavìa estaba allì»
Lecturas recomendadas
Karl Marx: Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Obras Completas, vol. III, Editori Riuniti, 1976. III, Editori Riuniti, 1976 – Introducción a Para la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, O.C. vol. III,
E.R. 1976. III, E.R. 1976 – Sobre «Das nationale System der politischen Ökonomie» de Friedrich List, O.C. vol. IV, E.R. 1972 – Introducción a «El sistema nacional de la economía política» de Friedrich List, O.C. vol. IV, E.R. 1972 IV, E.R. 1972 – Lineamenti fondamentali di critica dell’economia politica (Grundrisse), Einaudi 1976; Il Capitale, Libro I, II e III UTET 1974, 1980 e 1987 – Il Capitale, Libro I Capitolo VI inédito, La Nuova Italia 1969.
Karl Marx y Friedrich Engels, La Ideología Alemana, Obras Completas vol. V, Editori Riuniti 1972 – El Manifiesto del Partido Comunista, O.C. vol. VI, E.R. 1973.
Aron Ja. Gurevich, El nacimiento del individuo en la Europa medieval, Laterza 1996.
Jack London, El talón de hierro, http://libri.freenfo.net/3/3030040.html.
Partido Comunista Internacional, ‘Trayectoria y catástrofe de la forma capitalista en la construcción teórica monolítica clásica del marxismo’, El Programa Comunista no. 20 de 1957 – «La ciencia económica marxista como programa revolucionario», colección de varios textos, ahora en Quaderni di n+1, 2000 – «Tesis sobre la tarea histórica, la acción y la estructura del Partido