Amadeo Bordiga: Homicidio de los muertos
Battaglia Comunista, nº 24
19 al 31 de diciembre de 1951
Traducimos el siguiente artículo de Amadeo Bordiga sobre la inundación del Po en noviembre de 1951. Tras un temporal de fuertes lluvias, el río Po desbordó sus diques, arrasando cultivos e infraestructuras, causando un centenar de muertes y dejando sin casa a más de 180.000 personas en toda la región del Polesine, que ocupa la actual provincia de Rovigo en el Veneto
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En Italia tenemos una vasta experiencia sobre «catástrofes que se abaten sobre el país», y además tenemos una cierta especialización en “crearlas”. Terremotos, irrupciones volcánicas, inundaciones, diluvios, epidemias… Indudablemente los efectos son particularmente sensibles sobre todo en las poblaciones de alta densidad y más pobres. Y si cataclismos a menudo más terribles de los que nos suceden a nosotros se abaten sobre todos los ángulos de la tierra, no siempre tales condiciones desfavorables coinciden con las condiciones geográficas y geológicas. Pero cada población y cada país tiene sus propias delicias: tifones, sequías, maremotos, hambrunas, olas de calor y de frío desconocidas para nosotros en el “jardín de Europa”; y al abrir el periódico uno se encuentra irremediablemente con más de una noticia de este tipo, de Filipinas a los Andes, de los casquetes polares a los desiertos africanos.
Nuestro capitalismo [italiano], como ya se ha dicho mil veces, es poco importante en términos cuantitativos pero en sentido “cualitativo” está a la vanguardia, desde hace tiempo, de la civilización burguesa, de la cual ofrece los más grandes precursores en el Renacimiento, y ha desarrollado de manera magistral la economía de la catástrofe.
A nosotros ni se nos ocurre soltar ni una lagrimilla si los monzones destruyen ciudades enteras en las costas del océano Índico, y si las sumergen en el raz de marée [tsunami] desencadenado por terremotos subacuáticos, pero en lo del Polesine hemos sabido hacer llegar limosnas de todo el mundo.
Nuestra monarquía era espléndida a la hora de acudir no a donde se danzaba (Pordenone) sino a donde se moría de cólera (Nápoles), o sobre las ruinas de Regio y de Messina dejadas en escombros por las ondas sísmicas de 1908. Hoy a nuestro pedacito de Presidente lo han llevado a Cerdeña y, si los estalinistas no han escenificado coreografías, los han hecho ver escuadras en acción de «trabajadores de Potemkin»[1] corriendo de un lado al otro del escenario, como hacen los guerreros de Aida[2]. Todavía no se habían rescatado todos los supervivientes de las aguas desbordadas del Po cuando ya estaban viniendo a mojarse en él, con los pies bien protegidos en botas de goma, los diputados, diputadas y ministros, después de haber dispuesto cámaras y micrófonos para la colecta mundial de gran pompa.
Aquí tenemos la fórmula maravillosa: ¡que intervenga el Estado! Y la estamos aplicando desde hace unos buenos noventa años. El siniestrado itálico de profesión, colocado en su puesto por la gracia de Dios y de la mano de la Providencia, ha hecho la contribución estatal, y está convencido de que el balance nacional tiene límites más vastos que la misericordia del Señor. Un buen italiano gasta con sumo gusto diez mil liras sacadas de su bolsillo, para llegar meses después a «comerse mil liras del gobierno». Y en una de estas contingencias periódicas, a las que hoy se les da el término de moda de emergencias, pero que afloran a cada nueva estación, se unen las inolvidables medidas y prestaciones del poder central, una banda de no menos especializados «siniestristas» que se arremangan y se zambullen en la rufianería de los informes y la orgía de las concesiones administrativas.
Con autoridad, el ministro de Finanzas de turno, Vanoni, suspende toda otra función del Estado y declara que no destinará ningún presupuesto para el resto de «leyes especiales», ya que todos los medios están dirigidos a remediar la actual catástrofe.
No se podría encontrar una prueba mejor de que el Estado no sirve para nada y de que si estuviese la mano de Dios haría un verdadero regalo a los siniestrados de todo tipo terremotando y bancarrotando este Estado charlatán y diletante.
Pero si la necedad del pequeño y mediano burgués luce en su máximo esplendor cuando busca remedio contra el terror que lo deja helado en la tibia esperanza de obtener subsidios e indemnizaciones gratuitas del gobierno, no menos insensata parece la reacción de los cabecillas de las masas trabajadoras que, en el desastre, gritan que han perdido todo, pero por desgracia no sus cadenas.
Estos jefes que se pretenden «marxistas» tienen, en esta coyuntura suprema que despedaza el bienestar del proletariado derivado de la explotación capitalista normal, una fórmula económica todavía más necia que la de la intervención del Estado. La fórmula es bien conocida: ¡que paguen los ricos!
Vanoni es entonces vituperado porque no ha sabido descubrir y tasar las rentas altas[3].
Pero basta una pizca de marxismo para establecer cómo brotan las rentas altas allí donde ocurren las altas destrucciones, sobre las cuales se injertan los grandes beneficios. ¡Que pague la burguesía la guerra! decían en 1919 aquellos falsos pastores en lugar de invitar al proletariado a abatirla. La burguesía itálica siempre está ahí, y con entusiasmo gasta sus rentas en pagarse guerras y otras calamidades que le permiten cuadruplicar beneficios.
Ayer
Cuando la catástrofe destruye casas, cultivos y fábricas y sume en la inactividad a poblaciones trabajadoras, indudablemente destruye una riqueza. Pero no es posible remediarlo con un impuesto a la riqueza de otro sitio, como con la miserable operación de rebuscar por ahí abrigos viejos, cuando la propaganda, recolección y transporte cuestan más que el valor de la indumentaria raída.
Esta riqueza desaparecida era acumulación de trabajo pasado, secular. Para eliminar el efecto de la catástrofe es necesaria una enorme masa de trabajo actual, vivo. Por tanto, si no damos a la riqueza una definición abstracta, sino una concreta y social, esta se nos presenta como el derecho que tienen ciertos individuos que forman la clase dominante de requisar el trabajo vivo y contemporáneo. En la nueva movilización de trabajo se formarán nuevos réditos y nueva riqueza privilegiada; y la economía capitalista no ofrece ningún medio de «desplazar» riqueza acumulada a cualquier otro lugar para colmar el vacío provocado en Cerdeña o en el Veneto, como no se podrían coger uno a uno los diques del Tíber para restablecer los diques engullidos del Po.
He aquí por qué es una idiotez hacer una requisa patrimonial contra los titulares de campos, casas y oficinas intactas, para restablecer las destruidas.
El centro del capitalismo no es la titularidad sobre tales inmuebles, sino un tipo de economía que consiente requisa y beneficio sobre cuanto crea el trabajo del hombre en ciclos incesantes, y subordina a aquella requisa el empleo de este trabajo.
Así, la idea de remediar la crisis de casas por su destrucción en la guerra con el bloqueo de las rentas de los propietarios de casas no destruidas ha conducido a la dotación de viviendas en condiciones peores de las que dejaron los bombardeos. Pero los demagogos parlotean con argumentos fáciles y diciendo cosas «accesibles a las masas trabajadoras» para que ese bloqueo de alquileres no se toque.
Base del análisis económico marxista es la distinción entre trabajo muerto y trabajo vivo. Nosotros definimos el capitalismo no como la titularidad sobre montos acumulados de trabajo pasado cristalizado, sino como el derecho de sustracción de trabajo vivo y activo. He aquí por qué la economía presente no puede conducir a una buena solución que realice, con el mínimo de esfuerzo de trabajo actual, la conservación racional de cuanto nos ha transmitido el trabajo pasado, y las bases mejores para el efecto del trabajo futuro. A la economía burguesa le interesa el ritmo frenético de trabajo contemporáneo, y favorece la destrucción de masas todavía útiles de trabajo pasado, importándole poco la posteridad.
Marx explica que las economías antiguas, fundadas más sobre valores de uso que sobre valores de cambio, no tenían tanta necesidad de extraer plustrabajo y recuerda que lo de obligar al trabajador a esforzarse hasta la muerte sólo era una excepción con el fin de extraer oro y plata —no es por azar si el capitalismo nace de la moneda—, como en Diodoro Sículo.
El hambre de plustrabajo (El capital, Libro I, cap. VIII, 2: el capital hambriento de plustrabajo) no sólo conduce a arrancar a los vivos tanta fuerza de trabajo como para abreviar su existencia, sino que convierte en buen negocio la destrucción de trabajo muerto, con el fin de sustituir los productos todavía útiles con más trabajo vivo. Como Maramaldo[4], el capitalismo, opresor de los vivos, es también homicida de los muertos:
Pero no bien los pueblos cuya producción aún se mueve bajo las formas inferiores del trabajo esclavo y de la prestación personal servil son arrastrados a un mercado mundial en el que impera el modo de producción capitalista y donde la venta de los productos en el extranjero se convierte en el interés prevaleciente, sobre los horrores bárbaros de la esclavitud, de la servidumbre de la gleba, etcétera, se injerta el horror civilizado del exceso de trabajo.[5]
El título original del citado párrafo es «Der Heisshunger nach Mehrarbeit», literalmente «el hambre voraz de plustrabajo».
El hambre de plustrabajo del capitalismo en su infancia, definida por la potencia de nuestra doctrina, contiene ya todo el análisis de la fase moderna del capitalismo que ha crecido sin medida: el hambre feroz de catástrofe y ruina.
Lejos de ser un descubrimiento nuestro (al diablo con los troveros[6], sobre todo cuando desentonan al hacer el “doremifa” y ya se creen creadores) la distinción entre trabajo muerto y vivo está en la distinción básica de capital constante y capital variable. Todos los objetos producidos por el trabajo, que no van al consumo directo sino que se emplean en otra elaboración —hoy llamados bienes instrumentales— forman el capital constante.
En virtud de su ingreso como medios de producción en nuevos procesos de trabajo, los productos pierden el carácter de tales. Funcionan tan sólo como factores objetivos del trabajo vivo.[7]
Esto vale para las materias primas principales y accesorias, así como para las máquinas y demás instalaciones que progresivamente se desgastan: la pérdida del desgaste que hay que compensar exige al capitalista invertir otra cantidad, siempre de capital constante, que la economía corriente llama amortización. Amortizar velozmente es el ideal supremo de esta economía sepulturera.
Recordábamos a propósito del «diablo en el cuerpo»[8] cómo en Marx el capital tiene la función demoníaca de incorporar el trabajo vivo al trabajo muerto, que se ha convertido en cosa. ¡Qué alegría que los diques del Po no sean inmortales y que ahora podamos alegremente «incorporar trabajo vivo» en ellas! Los proyectos y los pliegos de condiciones se elaboraron en pocos días. Bien hecho: lleváis el diablo dentro.
«Commendatore[9], la oficina de proyectos de nuestra empresa se ha impuesto el deber de elaborar estudios técnicos y económicos: le presento la papilla ya preparada». Y las piedras de Monselice[10] se valoran, en el análisis de precios, más que el mármol de Carrara:
Es, pues, un don natural de la fuerza de trabajo que se pone a sí misma en movimiento, del trabajo vivo, el conservar valor al añadir valor, un don natural que nada le cuesta al obrero pero le rinde mucho al capitalista: la conservación del valor preexistente del capital.[11]
Este capital simplemente «conservado», siempre gracias al papel del trabajo vivo, Marx lo llama la parte constante del capital, o capital constante. Pero
la parte del capital convertida [vulgarmente: invertida, NdA] en fuerza de trabajo [salario, NdA] cambia su valor en el proceso de producción. Reproduce su propio equivalente y un excedente por encima del mismo, el plusvalor.[12]
Por lo tanto, lo llamamos parte variable, o simplemente capital variable.
La clave está aquí. La economía burguesa pone el beneficio en relación con el capital constante, que está ahí y no se mueve: de hecho, se iría al infierno si el trabajo del obrero no lo «conservara». La economía marxista, por el contrario, pone el beneficio en relación únicamente con el capital variable y muestra cómo el trabajo activo proletario: a) conserva el capital constante (trabajo muerto); b) exalta[13] el capital variable (trabajo vivo). Esta exaltación, el plusvalor, se la queda el empresario.
Esto, explica Marx, de establecer la tasa de ganancia sin tener en cuenta el capital constante, equivale a ponerlo igual a cero: una operación común en el análisis matemático de todas las cuestiones en las que intervienen cantidades variables.
Dado un capital constante nulo, el gigantesco beneficio capitalista permanece. Decir esto es lo mismo que decir que el beneficio de la empresa permanece, si se le quita al capitalista la molestia de custodiar el capital constante.
Esta hipótesis no es más que la realidad actual del capitalismo de Estado.
Pasar el capital al Estado significa igualar a cero el capital constante. Nada cambia en la relación entre empresario y trabajador porque esta solo depende de las magnitudes del capital variable y del plusvalor.
¿El análisis del capitalismo de Estado es algo nuevo? Sin mucha pompa, podemos presentarlo tal como lo conocemos desde 1867 y antes. Es muy corto: c = 0.
No dejaremos a Marx sin darnos, después de esta fría fórmula, un pasaje ardiente:
El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa.[14]
El capital moderno, teniendo necesidad de consumidores porque necesita producir cada vez más, tiene todo el interés en agotar cuanto antes los productos del trabajo muerto para forzar su renovación con trabajo vivo, el único trabajo del que «chupa» beneficios. Por eso está tan bien entrenado en la práctica de la catástrofe cuando llega la guerra. En América, la producción de coches es formidable, pero todos o casi todos los hogares tienen coche: se llegaría a un agotamiento de la demanda. Por eso tiene sentido que los coches duren poco. Para que duren tanto, en primer lugar se construyen mal y con juegos de piezas desvencijados. Si los usuarios se rompen la crisma más a menudo, poco importa: se pierde un cliente, pero hay un coche más que sustituir. Luego se recurre a la moda, con el subsidio cretinizante de la propaganda publicitaria, según la cual todo el mundo querría tener el último modelo, como las mujeres que se avergüenzan si llevan un vestido, quizás intacto, “del año pasado”. Los tontos muerden el anzuelo, y poco importa que un Ford construido en 1920 tenga más vida que un flamante coche de 1951. Y por último, los coches en desuso ni siquiera se utilizan como chatarra, y se tiran a los cementerios de coches. Cualquiera que se atreviera a coger uno y decir lo habéis tirado como una cosa sin valor, ¿qué hay de malo en que lo arregle y lo lleve por ahí?, recibiría un tirón de orejas y una condena penal.
Para explotar el trabajo vivo, el capital debe aniquilar el trabajo muerto que aún es útil. Amante de chupar sangre caliente y joven, mata cadáveres.
Así, mientras que el mantenimiento del dique del Po a lo largo de diez kilómetros requiere un trabajo humano de, digamos, un millón al año, al capitalismo le resulta más barato rehacerlo todo gastándose mil millones. De lo contrario, tendría que esperar mil años. ¿Significa esto que el gobierno negro[15] ha saboteado los diques del Po? Desde luego que no. Significa que nadie presionó para que se asignara el mísero millón anual, y que este no se gastó porque fue engullido por la financiación de otras «obras grandiosas», de «nueva construcción», que estimaban en miles de millones. Ahora que el diablo se ha llevado el dique, se encuentra a alguien que, con muy buenas razones de sacrosanto interés nacional, activa la oficina de proyectos y lo vuelve a hacer.
¿A quién se puede culpar por preferir las inversiones grandiosas? A los negros y a los rojizos[16]. Unos y otros afirman que quieren una política productivista y de pleno empleo. Ahora bien, el productivismo, criatura predilecta de Don Benito [Mussolini, NdT], consiste en poner en circulación ciclos “actuales” de trabajo vivo, sobre los que la alta empresa y la alta especulación ganan miles de millones. Y entonces se modernizan a costa de Pantalone[17] las envejecidas máquinas de los altos industriales, y se modernizan también los diques de los ríos después de dejar que se desborden. La historia de los últimos años de gestión administrativa de los empleos estatales y de protección de la industria está llena de tales obras maestras, que van desde el suministro de materias primas revendidas por debajo del coste hasta los trabajos «como directores» consistentes en «luchar contra el paro» sobre la base de un «capital constante igual a cero». En pocas palabras, nos lo gastamos todo en salarios, y la empresa, sin más equipo que una pala para un hombre, convence al commendatore de lo útiles que son unos movimientos de tierra: primero lo llevas todo de aquí para allá, e inmediatamente después lo traes de vuelta de allá para acá.
Si el commendatore vacilara, la empresa tiene a mano al organizador sindical: una manifestación de los obreros, pala al hombro bajo las ventanas del ministerio, y ya estaría. Viene el trovero y supera a Marx: las palas, único capital constante, han engendrado plusvalor.
Hoy
Sin duda, las proporciones de la catástrofe a lo largo del Po han sido impresionantes, y la evaluación de los daños es cada vez mayor. Supongamos que la superficie cultivada de Italia ha perdido 100 mil hectáreas o 1.000 kilómetros cuadrados, aproximadamente una tres centésima parte del total, un 3 por mil. Cien mil habitantes han tenido que abandonar esta zona, que no es la más densa de Italia, o en números redondos una quincuagésima parte de la población, el 2 por mil.
Si la economía burguesa no fuera una cosa demencial, se podría echar cuentas fácilmente. El patrimonio nacional ha sufrido un duro golpe. Sin embargo en la zona sólo se ha destruido una parte, al retirarse las aguas: en esencia, queda la tierra agraria y la descomposición de la materia vegetal, con la adición de limo, compensando en parte la fertilidad perdida. Si el daño es de un tercio del capital total, vale el 1 por mil del capital nacional. Pero éste tiene una «renta» media del 5% o del 50 por mil. Si durante un año cada italiano ahorra sólo una quincuagésima parte de su consumo, se colma el vacío.
Pero la sociedad burguesa es cualquier cosa menos una cooperativa, aunque los altos filibusteros del capital indígena eludan a Vanoni demostrando que las «acciones» de su empresa las han repartido entre todos los empleados.
Todas las operaciones productivistas de la economía italiana e internacional son de más a menos tan destructivistas como el desbarajuste padano: el agua entra por un lado y sale por otro.
Tal problema es insuperable en el campo capitalista. Si se tratara del plan de fabricar armas en un año para dar a Eisenhower sus cien divisiones, se encontraría la solución. Se trata de operaciones de ciclo corto y el capitalismo haría su agosto si el pedido de diez mil armas tuviera un plazo de cien días y no de mil. ¡No en vano existe un pool del acero!
Pero no se puede hacer el pool de la organización hidrogeológica y sismológica, a menos que la alta ciencia de la época burguesa pueda realmente provocar inundaciones y terremotos en serie, como bombardeos.
Aquí se trata de la transmisión secular, lenta y sin aceleración, de generación en generación, de los resultados de un trabajo «muerto» pero protector de los vivos, de sus vidas y de su menor sacrificio.
Suponiendo, por ejemplo, que el agua se vaya de Polesine en unos meses y la fuga de agua de Occhiobello[18] se cierre antes de la primavera, sólo será un ciclo anual de cosecha perdida: cualquier “inversión” productiva no podrá compensarlo, pero la pérdida es pequeña.
Si, por el contrario, se considera que todos los diques del Po y de otros ríos podrían fallar con frecuencia, tanto por las consecuencias de un mantenimiento descuidado durante treinta años como por la desastrosa deforestación de las montañas, el remedio se vuelve aún más lento. No se invertirá ningún capital para el bello rostro de nuestros bisnietos.
En vano escribieron nuestros papás: sólo quedan unos pocos restos de bosque virgen, que crece sin la intervención del trabajo humano. El sistema forestal se vuelve así casi afrodisíaco, a pesar del mínimo capital en ejercicio. Sin embargo, el bosque de alto tronco, el más importante desde el punto de vista de la economía pública, requiere siempre una espera muy larga antes de dar productos apreciables. Aunque la ciencia forestal ha demostrado que el año más útil de la tala no es el año de máxima longevidad natural, sino el año en que el crecimiento corriente iguala el crecimiento medio, en un robledal, por ejemplo, siempre hay que contar con 80, 100 e incluso 150 años de espera. Capital mínimo; ¡espera 150 años para verlo rendir! Di Vittorio y Pastore[19] tirarían el libro, si alguna vez lo abrieran, por la ventana.
Como en la opereta: ¡roba, roba, el Capital (el amor) no sabe esperar…!
Pero la cosa no se para ahí. Se ha hablado relativamente poco del desastre de Cerdeña, Calabria y Sicilia. Aquí los datos geográficos son radicalmente diferentes.
En el valle del Po, la fortísima pendiente provocó el estancamiento del agua, enfangada en suelos arcillosos y fondos impermeables. En el Sur y en las islas, por la misma causa de fuertes lluvias y deforestación aguas arriba, fue la enorme pendiente con que la costa desciende hacia el mar la que causó la ruina, y los torrentes arrancaron en pocas horas arena y grava del entramado rocoso, destruyendo campos y casas, aunque con pocas víctimas.
No sólo es irreparable el expolio llevado a cabo por los libertadores aliados[20] en los magníficos bosques de Aspromonte y Sila, sino que aquí la restauración de las tierras inundadas es prácticamente imposible; no sólo es antieconómica para los “inversores” y los “salvadores” —los segundos más interesados que los primeros, si es posible.
No solo fue arrastrada la escasa tierra vegetal, sino también las capas ralas y no rocosas que le servían de frágil soporte; tierra que había elevado muchas veces a lo largo de largas décadas, increíblemente, el paupérrimo agricultor. Todas las plantaciones, incluso los árboles, se vinieron abajo con la tierra; y flotando en el agua del mar estaban los naranjos y limoneros que habían sido derribados, alimento de un cultivo y una industria muy rentables en algunos países.
La nueva plantación de un viñedo destruido puede hacerse en dos años, pero de una plantación de cítricos no se alcanza el pleno rendimiento frutal hasta pasados siete o diez años: los capitales de plantación y de explotación son muy elevados. Por supuesto, no encontraremos en los buenos tratados el coste del impensable trabajo de volver a subir la tierra suelta cientos de metros; y las aguas se la llevarían antes de que las raíces de las plantas la hubieran fijado al subsuelo.
Ni siquiera las casas pueden reconstruirse donde estaban: por razones técnicas, no económicas. Cinco o seis pueblos miserables de la costa jónica de la provincia de Reggio Calabria ya no se reconstruirán en su antigua ubicación en las colinas, sino en la costa.
En los siglos intermedios y después de que la devastación hubiera hecho desaparecer incluso los vestigios de las magníficas ciudades costeras de la Magna Grecia, en pleno apogeo de la cultura y el arte en el mundo antiguo, las míseras poblaciones agrícolas se salvaron de las incursiones de los piratas sarracenos habitando aldeas construidas en las cumbres de las montañas, inaccesibles y mejor defendidas.
Cuando llegó el gobierno “piamontés” [de la Unificación italiana, NdT], hizo carreteras y vías férreas a lo largo de la costa, y donde la malaria no lo prohibía, debido a la proximidad entre la montaña y la playa, cada pueblo iba a tomar la estación como su costa. Así, se volvía muy conveniente el transporte de madera.
Todo lo que quedará mañana serán las costas, y en ellas se reconstruirán laboriosamente algunos asentamientos. ¿De qué le serviría al agricultor remontar la ladera, donde ya nada puede arraigar y donde los mismos estratos rocosos desnudos y resbaladizos no permiten reconstruir casas? Y esos trabajadores en la costa ¿qué harán? Hoy ya no pueden emigrar; como los calabreses de las tierras bajas insalubres y los lucanos de las “crestas malditas”, convertidas en estériles por la tala codiciosa de los bosques que cubrían la montaña y de los árboles que se esparcían por los pastos de las colinas.
Ciertamente, en tales condiciones no intervendrá ningún capital ni ningún gobierno, para mayor vergüenza de la indecente hipocresía con que se ha ensalzado la solidaridad nacional e internacional.
No es un hecho moral o sentimental lo que subyace a todo esto, sino la contradicción entre la dinámica convulsa del supercapitalismo al que hemos llegado, y cualquier sana necesidad de organizar la estancia de los grupos humanos sobre la tierra de forma que se transmitan en el tiempo unas condiciones de vida útiles.
El «Premio Nobel» Bertrand Russel, que pontifica en tono tranquilo en la prensa internacional, denuncia que el hombre está expoliando demasiado los recursos naturales y que ya se puede calcular su agotamiento. Reconoce que las grandes potencias hacen una política absurda y disparatada, denuncia las aberraciones de la economía individualista y bromea sobre el irlandés que dice: ¿por qué tengo que pensar en la posteridad? ¿Alguna vez ha hecho ella algo por mí?
Russell sitúa entre las aberraciones, junto a las del fatalismo místico, la del comunista que afirma: quitemos de en medio el capitalismo y asunto resuelto. Después de tanto alarde de ciencia física biológica y social, no ve como un hecho igualmente físico el enorme grado de dispersión de los recursos tanto naturales como sociales, esencialmente ligados a un determinado tipo de producción, y piensa que todo se resolvería con una prédica moral o una apelación fabiana a la sabiduría de los hombres de arriba y de abajo.
El repliegue es lamentable: ¡la ciencia se vuelve impotente ante los problemas del alma!
Los que verdaderamente bloquean el camino de la humanidad para dar pasos decisivos en la organización de su vida no son realmente los todopoderosos y dominadores que aún se atreven a jactarse de su voluntad de poder, sino el enjambre de los serviles bienhechores y los lanzadores de planes Marshall y de cadenas de fraternidad, como palomas de la paz.
Pasando de la cosmología a la economía, Russell critica las ilusiones liberales sobre la panacea de la competencia, y tiene que admitir:
Marx predijo que la libre competencia entre capitalistas acabaría en monopolio, predicción que resultó correcta cuando Rockefeller estableció virtualmente un régimen de monopolio para el petróleo.
Empezando por la explosión del Sol que un día nos convertirá instantáneamente en gas —lo que daría la razón al irlandés—, Russel termina miserablemente en miel sobre hojuelas:
Las naciones que desean la prosperidad deben buscar la colaboración en lugar de la competencia.
¿Es casualidad, señor premio Nobel, para usted que ha escrito tratados de lógica y metodología científica, que Marx calculara la llegada del monopolio con cincuenta buenos años de antelación?
Si esta era buena dialéctica, lo contrario de la competencia es el monopolio, no la colaboración.
Tomad buena nota de que Marx también previó como disolución de la economía capitalista, monopolio de clases, no la colaboración, que con toda la buena voluntad de Truman y Stalin os empeñáis en consagrar, sino la guerra de clases.
¡Así como vino Rockefeller, «ahí viene el Bigotes»! Pero no desde el Kremlin. Ese, a espaldas de Marx, está a punto de afeitarse a la americana.
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[1] Referencia a la anécdota, cuestionada por muchos historiadores, de que cuando Catalina la Grande quiso viajar por el campo ruso para ver las condiciones del pueblo, su ministro y amante Potemkin hizo construir unas aldeas portátiles que presentaba al paso del viaje de la zarina para dar una fachada de prosperidad [NdT]
[2] Los guerreros de la ópera Aida de Verdi [NdT]
[3] Vanoni, ministro de Finanzas de 1948 a 1954 con el gobierno democristiano, hizo en 1951 una reforma tributaria que adoptó su nombre y que introdujo la declaración de la renta, que afectaba sobre todo a los trabajadores asalariados, y que era muy generosa con las rentas altas [NdT]
[4] Fabrizio Maramaldo, condottiero que combatió a las órdenes de Carlos V en la batalla de Gavinana (1530). En esta batalla, que terminó con la capitulación de la República de Florencia y el retorno de los Médicis, Maramaldo mató a Francesco Ferruccio, el comandante florentino, cuando estaba herido, capturado y desarmado. El nombre de Maramaldo se sigue utilizando por ello como sinónimo de vileza [NdT]
[5] Marx: El capital, ed. Siglo XXI, Libro I, vol. 1, pág. 283
[6] Los troveros son los trovadores medievales que cantaban en lengua d’oïl. El término italiano, troviero, es utilizado por Bordiga para hacer un juego de palabras con trovata, ‘descubrimiento’, por lo que trovero se debe entender aquí al mismo tiempo como trovador y descubridor, adquiriendo así el sentido de quien se inventa las cosas [NdT]
[7] Id., pág. 221
[8] Amadeo Bordiga: La doctrina del diablo en el cuerpo, publicado en Battaglia Comunista, nº 21 (1-3 de noviembre de 1951) y disponible en castellano [NdT]
[9] Commendatore della Repubblica, título honorífico que se da en Italia a los altos funcionarios del Estado [NdT]
[10] Moselice es un pueblo italiano de la provincia de Padua, no lejos de la zona en la que se produjeron las inundaciones que trata el artículo
[11] Id., págs. 249-250
[12] Id., pág. 252
[13] En italiano, esaltare tiene —además de las acepciones que tiene exaltar en castellano— una acepción científica para «aumentar por encima de lo normal las propiedades físicas o químicas de alguna sustancia, o la virulencia de un germen patógeno; incrementar notablemente la función de un órgano o sistema» (Dizzionario Treccani), de ahí la identificación posterior entre exaltación y plusvalor [NdT]
[14] Id., págs. 279-280
[15] El gobierno fascista [NdT]
[16] A los fascistas y a los estalinistas [NdT]
[17] Así llama Bordiga en Imprese economiche di Pantalone (1950) al Estado del Bienestar [NdT]
[18] Occhiobello es el municipio en el que se produjo la segunda ruptura de los diques del Po [NdT]
[19] Giuseppe Di Vittorio y Giulio Pastore, dos sindicalistas y políticos italianos de la época, el primero estalinista y el segundo democristiano [NdT]
[20] El bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial [NdT]