Ley del descenso tendencial de la tasa de ganancia y crisis del valor

En el último texto de esta serie relacionada con la Crítica a la Economía Política explicábamos cómo se establece la tasa de ganancia en el capitalismo, y el papel fundamental que juega la competencia entre capitales. Si bien Marx comienza El capital centrándose en la fase de producción, es a partir del tercer libro cuando se analiza el proceso de producción en su conjunto, es decir, la función que ejerce la relación social entre capitales. La dinámica de producción del capitalismo es ciega, no existe una planificación de los recursos y de la producción en base a unas necesidades, sino que la división social del trabajo contrapone a productores independientes de mercancías que no reconocen más autoridad que la competencia. Para que los diversos valores “individuales” se nivelen “para formar un solo valor social”, o sea, el valor de mercado, “se requiere una competencia entre los productores de mercancías del mismo tipo, lo mismo que la existencia de un mercado en el cual ofrezcan conjuntamente sus mercancías”[1]. La competencia opera entonces formando un único valor social en el mercado, y ejerciendo una tendencia a una tasa media de ganancia entre capitales, como explicamos en el último texto.
Partimos, por tanto, de la premisa de que la competencia no solo es un rasgo inherente al capitalismo, sino que además es la ley que impera dentro de este modo de producción y es la responsable de ordenar la producción de valor. Es este imperativo de la competencia el que va a determinar que los capitales busquen en el desarrollo tecnológico el impulso necesario para aumentar la productividad, o lo que es lo mismo, para producir mercancías a un coste menor, convirtiéndose en capitales más fuertes que sus rivales. Pero esta lucha por aumentar la productividad por encima de los competidores es solo el inicio, los demás capitalistas están también obligados a implantar mejoras similares para evitar ser expulsados del mercado por no ser lo suficientemente competitivos. Imaginemos que la empresa X produce 10 mesas en 1 hora, y adquiere una máquina que le permite cortar madera de forma más rápida, de forma que en esa misma hora sería capaz de producir 15 mesas. Entonces la empresa X podría aumentar su productividad en un 50%, es decir, en el mismo tiempo de trabajo produciría un 50% más de mercancías. Indudablemente, las empresas competidoras se verán obligadas a instaurar innovaciones tecnológicas similares que les permitan no ser expulsadas del mercado, o lo que es lo mismo, que les posibiliten ser, al menos, igual de competitivas que antes.
Esta pugna de unos capitales contra otros a través de la mecanización es un movimiento automático, ni siquiera es una decisión voluntaria, sino que es una exigencia derivada de la dominación de la competencia, y es la que provoca que la composición orgánica del capital (la relación del capital constante con respecto al capital variable) tienda a aumentar progresivamente, es decir, supone la sustitución relativa de la fuerza de trabajo por los medios de producción. Dado que ese capital variable, la fuerza de trabajo, es la única mercancía con capacidad de crear valor, la exigencia histórica de sustituir trabajo humano por máquinas se traduce en la tendencia histórica, inherente al capitalismo, de obstaculizar el proceso de valorización del capital y de producir humanidad sobrante, aumentando la intensidad y profundidad de las crisis y generalizando la miseria y la precariedad a cada vez mayores segmentos de la población.
El límite interno histórico
Esta tendencia a la sustitución del trabajo humano por máquinas tiene un impacto directo en la ganancia, que es el motor principal del proceso de acumulación capitalista, por lo que determina enormemente su desarrollo histórico. La tasa de ganancia se obtiene dividiendo la plusvalía por la suma total del capital que ha debido invertir el capitalista, tanto constante (maquinarias, materias primas, etc.) como variable (salarios). Cuanto más aumenta la productividad, más aumenta el capital constante y por tanto la composición orgánica (la proporción entre los medios de producción y el trabajo vivo), más pequeña se hace la tasa de ganancia.
Con la progresiva disminución relativa del capital variable con respecto al capital constante, la producción capitalista genera una composición orgánica crecientemente más alta del capital global, cuya consecuencia directa es que la tasa del plusvalor, manteniéndose constante el grado de explotación del trabajo e inclusive si este aumenta, se expresa en una tasa general de ganancia constantemente decreciente. (Más adelante se verá por qué este descenso se pone de manifiesto no en esta forma absoluta, sino más en una tendencia hacia una baja progresiva.) La tendencia progresiva de la tasa general de ganancia a la baja sólo es, por tanto, una expresión, peculiar al modo capitalista de producción, al desarrollo progresivo de la fuerza productiva social del trabajo[2].
Es en esta ley de descenso tendencial de la tasa de ganancia donde reside la gran contradicción del capitalismo. El capital tiene la necesidad existencial de valorizarse continuamente, de producir valor hinchado de valor, y, sin embargo, este proceso de valorización es cada vez más complejo por la exigencia permanente que supone la mecanización y que se traduce en un aumento de la proporción de los medios de producción con respecto a la fuerza de trabajo. Si bien Marx enuncia este límite interno como un imperativo inevitable de la dinámica de la acumulación capitalista, muchas veces se olvida o se omite su carácter tendencial, y esta concreción es fundamental para comprender el desarrollo histórico del capitalismo. No se trata de que en cada salto de acumulación la tasa de ganancia de forma absoluta e ineludible decrezca, sino de que existe una presión a la baja marcada por el propio desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo, y que, como tal, puede ser eventualmente contrarrestada por otros factores.
Como comentábamos antes, la tasa de ganancia depende fundamentalmente de la plusvalía generada y de la composición orgánica del capital (g’=pv’/(q+1) , donde g’ es la tasa de ganancia, pv’ la tasa de plusvalor y q la composición orgánica). Por tanto, la forma más efectiva de contrarrestar una caída en la tasa de ganancia por un aumento de la composición del capital será un aumento aún mayor de la tasa de plusvalía, es decir, un aumento de la explotación. Existen dos vías principales para aumentar la tasa de plusvalía, la primera a través del aumento de la plusvalía absoluta, lo que supone reducir el salario/hora, bien aumentando la jornada laboral o reduciendo el salario. La segunda vía es a través de la plusvalía relativa, que implica reducir el tiempo de trabajo necesario para la producción del salario mediante el aumento de la productividad, para lograr así un incremento de la proporción del plustrabajo en la jornada laboral total. Ejemplos de esa forma de plusvalía relativa pueden ser tanto las mejoras en la productividad a través de la mecanización, como a través de elementos de organización del trabajo como el taylorismo[3], o métodos de explotación más actuales que buscan exprimir la máxima productividad de sus trabajadores a partir de una cultura que aparenta conseguir “empleados felices” pero que no hace sino fomentar la autoexplotación, como puede ser el modelo laboral de Google. Sin embargo, como mencionábamos al principio, para que este mecanismo de compensación sea efectivo y se logre contrarrestar la ley del descenso tendencial de la tasa de ganancia, la tasa de plusvalía ha de aumentar más que el incremento de la composición del capital, es decir, la tasa de explotación tiene que poder superar la creciente proporción de maquinaria respecto al trabajo vivo que se utiliza, lo cual por el propio desarrollo histórico del capital es cada vez más complicado. Somos testigos de que, cada vez más frecuentemente, se publican una infinidad de noticias sobre el impacto de las últimas innovaciones tecnológicas en el trabajo, por ejemplo, estimando que el desarrollo de la Inteligencia Artificial podría afectar a 300 millones de empleos en todo el mundo. Las consecuencias de la revolución científico-técnica sobre las condiciones de acumulación capitalista son de primer orden, ya que los incrementos de productividad son tan enormes que se hace inviable una expansión del capitalismo a partir de unas condiciones de valorización que hagan rentable la contratación de trabajo, y el resultado es la destrucción de una cantidad creciente de trabajo que acelera el descenso de la masa de valor a medida que la lucha competitiva entre capitales se agudiza. Las expresiones inmediatas de este problemático caldo de cultivo no nos son en absoluto ajenas: crisis económicas, quiebras de mercados financieros, aumento de burbujas especulativas, y un sinfín de miseria.
Un capitalismo sin balas
Es habitual que en espacios de discusión sobre el desastre civilizatorio al que se dirige el capitalismo, sea cual sea la manifestación puntual sobre la que se esté discutiendo, se tarde poco en escuchar que, si pretendemos ser realistas, habría que usar categorías actuales que nos permitan explicar el presente, y no una retahíla de conceptos marxistas llenos de polvo que pertenecen al pasado. Sin embargo, el capitalismo es un modo de producción que nació preñado de sus propias contradicciones, de sus propios límites. Ahí es precisamente donde reside el valor que tienen las categorías desarrolladas por Marx en El capital y la importancia de analizar nuestra realidad a partir de ellas. Esas contradicciones que Marx comprende a partir del análisis categorial del capital estaban presentes desde su mismo nacimiento. Es justo eso lo que le va a permitir a él escribir El capital en el siglo XIX, y a nosotros defender que esas categorías no solo siguen vigentes, sino que por el desarrollo histórico describen un capital mucho más parecido al de hoy en día que al de hace más de dos siglos.
El capital mismo es la contradicción en proceso, [por el hecho de] que tiende a reducir un mínimo de tiempo de trabajo, mientras que por otra parte pone el tiempo de trabajo como única medida y fuente de la riqueza.[4]
El capitalismo es, por tanto, esa contradicción en proceso que a medida que el desarrollo científico-técnico avanza, históricamente tiende a socavar las propias categorías en las que se sostiene. Cuando hablamos de composición orgánica, estamos hablando de la relación que existe entre el trabajo muerto, el trabajo que ya produjo la sociedad en tiempos pasados, y el trabajo vivo, el trabajo que tiene que poner el proletario individual para producir una mercancía con la ayuda de esos medios de producción, de ese trabajo social acumulado y cristalizado en la maquinaria. El desarrollo del capitalismo ha hecho que la intervención individual pierda relevancia frente a la capacidad social de producción. Con el desarrollo de las fuerzas productivas, este modo de producción ha impulsado hacia cotas altísimas la socialización de la producción, al mismo tiempo que sigue manteniendo la apropiación privada del producto.
Esto hace que, como explica Marx en la cita, mientras que las relaciones sociales capitalistas se organizan tomando el valor como medida de la riqueza social, sin embargo, su propia lógica de competencia impulse el desarrollo de las fuerzas productivas y, con ellas, la producción de una riqueza social que es imposible medir por el valor, porque la actividad humana inmediata es cada vez más insignificante. De ahí viene la aberración y el absurdo propio de esta sociedad por los cuales cuanta más riqueza material se produce, más miseria se genera; cuanto menos necesario es el trabajo para satisfacer las necesidades humanas, más se explota al proletariado que consigue vender su fuerza de trabajo y más se relega a condiciones de hambre y exclusión al proletariado que no lo consigue.
Como decíamos antes, esta tendencia no es lineal, sino que se ve contrapuesta por los intentos de mantener y ampliar las ganancias por parte de la clase capitalista. Históricamente, se pueden destacar dos grandes hitos para estas formas de compensación: las crisis de 1873 y 1929. Después de la crisis de 1873, el imperialismo se consolidó y permitió ampliar los mercados externos y abaratar la obtención de materias primas mediante el reparto del mundo entre las potencias coloniales. La crisis de 1929 puso en evidencia que esta forma de incrementar la masa total de plusvalía, la venta de más mercancías en mercados externos no lograba compensar la pérdida de valor incorporado en cada mercancía individual como resultado del crecimiento de las fuerzas productivas tras la generalización de la segunda revolución industrial. Sólo fue posible superarla mediante un nuevo salto en los niveles de socialización del capital de la mano de la intervención estatal, que daría forma a las políticas económicas del fascismo, de la industrialización estalinista y del New Deal, con el estímulo posterior de la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial. Así, se logró iniciar otro periodo de prosperidad basado en la expansión de los mercados internos por el abaratamiento de los bienes que anteriormente eran de lujo, como el automóvil o los electrodomésticos —es decir, el consumo de masas—, y por el desarrollo de infraestructuras por parte de los Estados, así como por el creciente papel del crédito en el ciclo de reproducción del capital. Lejos de deberse a las “conquistas” de un movimiento obrero estalinizado o al miedo al avance de la URSS en la Guerra Fría, las medidas keynesianas tomadas por las democracias occidentales respondían a las necesidades en el salto de valorización que había dado el capital. Los Estados impulsaron el desarrollo del sector energético (nuclear, hidráulico, etc.) mediante nacionalizaciones para cubrir parte de los gastos en capital constante de la clase capitalista y amortiguar así la caída de la tasa de ganancia. Asumieron también el gasto en carreteras, aeropuertos y telecomunicaciones para agilizar la rotación del capital, y fomentaron el crédito a disposición de una clase capitalista cada vez más dependiente de él para iniciar inversiones, puesto que la ampliación, renovación y reposición de maquinaria exigía avanzar mucho más capital inicial. Por otro lado, impulsaron la valorización de la mano de obra de mayores sectores del proletariado mediante la escuela, dado que una producción más desarrollada requería una especialización mayor de la fuerza de trabajo, y asumieron la administración de una parte del salario de los trabajadores en forma del paro, la jubilación o la sanidad para aumentar la estabilidad y por tanto el consumo del proletariado, esencial para absorber la enorme cantidad de mercancías adicionales que había supuesto el salto de productividad. En este sentido, estas crisis representaron periodos históricos de transición, fases de ajuste, entre diferentes formas de compensar la disminución del valor incorporado en cada mercancía particular como resultado del crecimiento de la productividad del trabajo.
A partir de los años 70, este mecanismo de compensación empezó a quebrarse. Por un lado, la elevada composición orgánica del capital exigía un recurso creciente al crédito para poder hacer nuevas inversiones, y los mercados financieros necesitaban en consecuencia una mayor flexibilidad para responder a la demanda. Por otro lado, la decreciente rentabilidad de la industria fue dirigiendo cada vez más las inversiones a esos mismos mercados financieros, en los que el capital destinado al préstamo para la producción de valor iba perdiendo importancia respecto al capital ficticio, es decir, respecto a la obtención de ganancias por la compraventa de títulos financieros cuyo valor real era una parte mínima de su valor nominal. La solución dada en los 70 a la crisis del modelo de acumulación iniciado en los años 30 fue la liberalización de los mercados financieros, que sancionó el paso del keynesianismo al neoliberalismo como doctrina económica, pero esa solución tardaría menos aún que su antecesora en demostrarse ineficaz como contratendencia frente al agotamiento del valor. El estallido de la crisis de 2008 y su posterior resolución mediante políticas monetarias (Quantitive Easing) no vino acompañado de un nuevo ciclo de acumulación. Y es que ni esa crisis ni las posteriores pueden superarse con políticas expansivas de tipo keynesiano, o con el mero abaratamiento de los productos como resultado de los continuos incrementos de la productividad. El problema de la revolución científico-técnica es que los incrementos de productividad son tan enormes que la ampliación del mercado que supone este proceso de abaratamiento no compensa la disminución de la cantidad de valor incorporado en cada mercancía. Faltaría un factor decisivo que sí se dio en a partir de los años treinta del siglo pasado: una expansión paralela de la fuerza de trabajo empleada en el proceso de producción. Este proceso provoca que la expansión del capitalismo a partir de unas condiciones que hagan rentable la contratación del trabajo se haga inviable, y el resultado es una destrucción de una cantidad creciente de la fuerza de trabajo que acelera el descenso de la masa de valor a medida que la lucha competitiva entre capitales se agudiza.
Esto es un proceso estructural. No estamos ante una sucesión de crisis cíclicas que permitan recobrar la salud de la acumulación capitalista. Tampoco es algo que una nueva guerra mundial, por imponente que fuera, pudiera resolver mediante la destrucción de tejido productivo y su reconstrucción posterior. El choque entre fuerzas productivas y relaciones de producción, la contradicción entre el nivel de socialización de la producción y las formas de apropiación privada del producto está llegando al paroxismo y el capitalismo se va quedando sin balas para contrarrestarlo. No se trata meramente de la caída tendencial de la tasa de ganancia, sino que de lo que está por debajo: el agotamiento del valor, la tendencia del capital a alcanzar su límite interno.
Ante este escenario que se nos plantea de crisis cada vez más intensas y recurrentes, de periodos de estancamiento, de falta de dinamismo en la acumulación del sistema, o de mayores niveles de degradación ambiental, cabría pensar que, si hablamos de límite interno del capital, nos referimos a un automatismo por el que el capitalismo simplemente se acaba. Nada más lejos de la realidad. El capitalismo ha desarrollado ampliamente, desde hace un siglo, los supuestos históricos del siguiente modo de producción. Ha hecho caducas sus propias categorías históricas y las vuelve cada vez más incapaces de regular su funcionamiento: valor, mercancía, dinero, Estado, todas sus categorías están en crisis. Pero si no acabamos con ellas, si no transformamos radicalmente nuestras relaciones sociales en torno a la mercancía, en tal caso la catástrofe del capital es capaz de acabar con nosotros. Cuando hablamos de límite interno del capital nos referimos a esas contradicciones que están insertas en su ADN, pero que no son condición suficiente para superar este modo de producción, sino que necesitan de una revolución social que acabe a nivel mundial con el valor y con el callejón sin salida al que nos lleva como especie.
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[1] Karl Marx, El capital, vol. 6, Siglo XXI, 1976, pág. 228. Disponible en https://barbaria.net/2022/12/10/marx-y-engels-el-capital-3-tomos-ed-siglo-xxi/
Hablamos de valores “individuales” para explicarnos mejor. El valor es una relación social, por tanto, no existen como tal valores individuales, lo único real es el valor social habiendo ya mediado la competencia y el mercado.
[2] Karl Marx, El capital, vol. 6, Siglo XXI, 1976, pág. 271. Disponible en https://barbaria.net/2022/12/10/marx-y-engels-el-capital-3-tomos-ed-siglo-xxi/
[3] Método de organización del trabajo que persigue el aumento de la productividad mediante la máxima división de funciones, la especialización del trabajador y el control estricto del tiempo necesario para cada tarea.
[4]Karl Marx: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, vol. 2, Siglo XXI, 1972, pág. 229. Disponible en https://barbaria.net/2023/02/21/marx-el-fragmento-de-las-maquinas/