Vercesi: La táctica de la Komintern de 1926 a 1940
Prometeo nº 6, marzo-abril 1947
La traducción es nuestra
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En marzo de 1926 se celebró en Moscú la Sesión del Sexto Ejecutivo Ampliado, y Bordiga concluyó su discurso afirmando que había llegado el momento de que los demás partidos de la Internacional devolvieran al Partido Ruso lo que éste les había dado en el terreno ideológico y político, y exigió expresamente que la cuestión rusa se incluyera en el orden del día de los siguientes debates de la Internacional.
Si, desde el punto de vista formal, esta propuesta tuvo un resultado favorable ya que, en el 7º Ejecutivo Ampliado, así como en la posterior sesión plenaria del Ejecutivo de la Internacional, se debatió ampliamente la cuestión rusa, desde el punto de vista del fondo, sin embargo, las cosas fueron muy diferentes, y todos los partidos de la Internacional bloquearon las soluciones teóricas, políticas y disciplinarias dadas anteriormente por el Partido Ruso. Estas soluciones golpearon los principios fundamentales sobre los que se había construido la Internacional Comunista y llevaban a las bases mismas de la revolución rusa esas transformaciones sustanciales, que iban a conducir a la represión despiadada contra los artífices de la revolución y al derrocamiento paralelo de la Rusia de los Soviets, destinada a convertirse finalmente en uno de los instrumentos esenciales de la contrarrevolución y de la preparación del segundo conflicto imperialista.
Lo cierto es que, en 1926, y gracias al éxito de la «bolchevización» que Zinóviev había llevado a cabo en el V Congreso Mundial de 1924, los cuadros dirigentes de todos los partidos habían cambiado radicalmente. Las corrientes que habían convergido orgánicamente en 1920, al surgir la Internacional, hacia la misma salida revolucionaria que se había afirmado decisivamente en el triunfo del Octubre ruso, fueron sustituidas por otras tendencias, y estas tendencias, verdaderas moscas cojoneras que habían seguido el carro victorioso de la revolución rusa sin hacer ninguna contribución a la formación de los partidos comunistas, y que dormitaban en ellos esperando su hora, no podían sino responder al llamamiento hecho por la naciente contrarrevolución en Rusia y echarle una mano en el trabajo, entonces apenas esbozado, de destrozar los cuadros de la Internacional.
Si hemos recordado las propuestas hechas por la izquierda italiana por boca de Bordiga al 6º Ejecutivo Ampliado de la Internacional, lo hemos hecho para subrayar que esta corriente era ya consciente de todos los grandes acontecimientos que estaban madurando y del punto central de los mismos: el giro radical que se estaba preparando en la política de la Rusia soviética.
Fue la última vez que la izquierda italiana pudo hacerse oír en el seno de la Internacional y del Partido: un año más tarde, no sólo ella sino todas las demás corrientes de oposición fueron expulsadas definitivamente de la Internacional y la condición para ser miembro pasó a ser el reconocimiento de esa teoría del «socialismo en un solo país» que representaba una ruptura flagrante con los programas sobre los que se había formado la propia Internacional.
El servilismo de la Komintern a los intereses del Estado ruso se había producido ahora y los partidos comunistas de las distintas naciones, en lugar de avanzar hacia el único objetivo real de la lucha revolucionaria contra su capitalismo, eran maniobrados como peones en el juego diplomático entablado por Rusia con las demás potencias y conducidos, cuando estas exigencias lo requerían, a los más infructuosos compromisos con las fuerzas del oportunismo centrista y la burguesía.
Este estudio, que sólo tiene carácter informativo sobre la táctica de la Komintern de 1926 a 1940, y que ni siquiera puede agotar un problema tan amplio, debe reducirse a ofrecer los elementos esenciales de esta táctica en sus etapas fundamentales, que enumeramos aquí:
- Comité Anglo-ruso (1926);
- Cuestión rusa (1927);
- Cuestión China (1927);
- Ofensiva y táctica social-fascista (1929-1933);
- Táctica del antifascismo y del Frente Popular (1934-1938);
- Táctica de los partidos comunistas durante el segundo conflicto imperialista mundial.
- El Comité Anglo-ruso
En 1926, un acontecimiento de gran importancia trastornó tanto el análisis de la situación dado por el V Congreso de la Internacional (1924) como la política que había seguido en Rusia y otros países. La situación mundial se había caracterizado por la fórmula de la «estabilización» que, evidentemente, no excluía la posibilidad de una reanudación de la oleada revolucionaria, más -por el reflejo táctico que suponía- lejos de facilitar la orientación de la Internacional hacia la reanudación de la lucha proletaria, la hacía prisionera de formulaciones y organismos tácticos que no pueden cambiarse ni romperse de la noche a la mañana.
En efecto, el proceso político no es un conglomerado desigual de expedientes tácticos hasta el punto de que el partido puede aplicar a cada situación lo que le corresponde como haría un médico tras diagnosticar la enfermedad. El partido, que es un factor director de la evolución histórica, no puede sino moldearse según la táctica y la política que aplica, y sólo podrá intervenir en una situación revolucionaria en la medida en que haya podido prepararse para ella en las fases que la precedieron.En ausencia de esta preparación, es evidente que el partido, habiéndose encajado en un proceso político opuesto, no podrá evitar quedar encajado en él, impidiéndose así toda posibilidad de dirigir la lucha proletaria.
Ahora bien, cuando en 1924 se habla de «estabilización», es evidente que no se limita a un examen puramente estadístico y técnico de la evolución económica, sino que, a partir de la observación incuestionable del descenso de la ola revolucionaria tras la derrota de la evolución alemana de 1923, se plantea una discusión política que, además, está en perfecta armonía con las decisiones tácticas de la Internacional.
Estas decisiones giraban en torno al objetivo fundamental de mantener la influencia comunista sobre las amplias masas. Y como, en dicha situación desfavorable, el contacto con las amplias masas sólo era posible mediante el desarrollo de relaciones políticas con las organizaciones socialdemócratas que se beneficiaban del reflujo revolucionario, la fórmula de «estabilización» implicaba la táctica del «noyautage» de las direcciones de los partidos socialdemócratas y de los sindicatos.
Cuando estalló la gigantesca huelga de los mineros británicos en 1926, la Internacional sólo pudo sacar las consecuencias de la táctica ya establecida. Los dirigentes sindicales se apresuraron a establecer acuerdos permanentes con los dirigentes sindicales soviéticos, y el Comité Anglo-ruso se vio obligado a ejercer la función que le dictaban los acontecimientos.
La huelga se convirtió en general y, si todo el análisis económico realizado por el V Congreso se vino abajo, no lo hizo la táctica que se había derivado de él. La Internacional no sólo se vio incapaz de revelar a las masas el papel contrarrevolucionario de los dirigentes sindicales, sino que tuvo que llegar hasta el final y mantener su solidaridad con ellos a lo largo de esta gran agitación proletaria en uno de los sectores fundamentales del capitalismo mundial.
Para comprender mejor la táctica de la Internacional en este asunto, hay que recordar que, al mismo tiempo, triunfó en Rusia la tendencia derechista de Bujarin-Rikov. Esta tendencia se había desarrollado en el marco general de una táctica que, habiendo asimilado el destino del Estado ruso al destino del proletariado mundial, había pasado en una segunda etapa a hacer depender la política de los partidos comunistas de las necesidades de ese Estado. Y Bujarin pudo justificar la táctica seguida en el Comité Anglo-ruso aludiendo a los «intereses diplomáticos de la URSS». (Ejecutivo de la Internacional de mayo de 1927).
En cuanto a esta táctica, basta recordar que, tras las Conferencias anglo-francesas de París de julio de 1926 y de Berlín de agosto de 1926, en la Conferencia de Berlín de abril de 1927 los delegados rusos, que habían reconocido en el Consejo General «al único representante y portavoz del movimiento sindical de Inglaterra», se comprometieron a «no disminuir la autoridad» de los dirigentes sindicales y a «no ocuparse de los asuntos internos de los sindicatos ingleses». Después de la traición abierta a la huelga general por parte de la dirección socialdemócrata. Y no es inútil recordar que el capitalismo británico, en cuanto pudiera liquidar la huelga general, pagaría con la gratitud habitual a los dirigentes rusos que habían sido tan generosos con sus servicios y que, directamente en Londres, indirectamente en Pekín, el gobierno de Baldwin pasaría a la ofensiva contra las representaciones diplomáticas soviéticas.
La revista «Lo Stato Operaio», publicada por el Partido Comunista Italiano en París, en su número 5 de julio de 1927, en un artículo sobre «el Ejecutivo y la lucha contra la guerra» (se trata del Ejecutivo de la Internacional), polemizando contra la oposición rusa, escribe sobre el Comité Anglo-ruso:
«Esta tendencia (de la oposición) sale a la luz aún más en la crítica de la reunión del Comité Anglo-ruso. La reunión de Berlín del Comité Anglo-ruso debe ser considerada y juzgada cuidadosamente, sin prisas ni partidismos. El momento de la reunión de la C.A.R. en Berlín fue internacionalmente muy grave. El gobierno conservador británico estaba preparando la ruptura con Rusia. La campaña para el aislamiento de Rusia de todo el mundo civilizado estaba en pleno apogeo. ¿Estuvo bien o mal aconsejada la delegación sindical rusa al hacer ciertas concesiones para no llegar a una ruptura con la delegación sindical británica en ese momento?» Este documento plantea la cuestión de si la táctica seguida por la delegación sindical rusa en la reunión de Berlín fue correcta o incorrecta, pero, como hemos visto, Bujarin fue mucho más explícito al afirmar que para el interés diplomático del Estado ruso era necesario no romper con el Comité Anglo-ruso, comité que había servido de cortina de humo a los dirigentes sindicales para sabotear la huelga general, al tiempo que reconocía oficialmente en él a los «únicos representantes del movimiento sindical británico».
Los propios documentos oficiales plantean el problema de forma inequívoca: un poderoso movimiento proletario será sacrificado porque las exigencias de la defensa del Estado ruso así lo quieren.
Por otra parte, se trata de una nueva confirmación del papel desempeñado por la C. A. R. en el seno del movimiento británico. La revista «L’Internationale Communiste» (número 17 del 15-8-28) recoge en un artículo de R. Palme Dutt sobre la reunión plenaria del Partido Comunista Chino de febrero de 1928 las siguientes afirmaciones: «Aquí se produce un giro decisivo en la actitud del Partido Comunista hacia las masas. Hasta ahora, el Partido había desempeñado el papel de crítico y agitador independiente (y, por tanto, de líder ideológico) en el movimiento dirigido por los reformistas. A partir de ahora, la tarea del Partido Comunista es luchar contra los dirigentes reformistas para ponerse a la cabeza de las masas».
Y en una nota del autor añade: «A veces se dice que hemos pasado de la consigna de moda «luchar por la dirección» a la de «cambiar de dirección». Esto no es exacto. De hecho, la consigna del «cambio de dirección» ya se había aplicado antes de la nueva táctica, incluso cuando ésta se estaba combatiendo, y sólo significa una cosa: la «derecha» del Partido Laborista debe ser sustituida por la cabeza del movimiento por la «izquierda» del mismo partido. En la actualidad, el partido lucha por sus propios intereses, no por corregir los errores del partido laborista. Es necesario luchar para unir a las masas detrás del Partido Comunista y los elementos asociados a él (minoría, etc.). Es en este sentido que la consigna de «cambio de dirección» es válida para el período actual».
El papel del Partido era, pues, en 1926, actuar como «líder ideológico» del movimiento dirigido por los reformistas y «corregir los errores del Partido Laborista». En cuanto a la «nueva táctica», que será tan perjudicial para el movimiento proletario como la táctica opuesta del Comité Anglo-ruso lo discutiremos en el capítulo sobre la «ofensiva» y el «socialismo».
- La cuestión rusa
En 1926-27 Rusia atravesó una grave crisis económica. Desde 1923-24, en el seno del Partido Ruso se defendían dos posiciones opuestas: la del derechista Bujarin-Rikov que, rompiendo con las condiciones perjudiciales establecidas por Lenin en NEP (ver «El impuesto en especie»), abogaba por el apoyo a la expansión de los estratos capitalistas especialmente en el campo; la otra, de la izquierda trotskista que, basándose en las formulaciones de Lenin, tendía al establecimiento de un plan económico centrado en el fortalecimiento del sector estatal y socialista en detrimento del sector privado y capitalista.
El partido ruso pasó a la lucha contra Trotsky; pero el bloque dirigente que iba de Bujarin-Rikov a Stalin-Zinóviev-Kamenev, si procedió unido en la lucha contra el supuesto «trotskismo», no llegó sin embargo a una unidad de puntos de vista en el plano positivo de las soluciones que debían adoptarse frente a los graves problemas económicos a los que había dado lugar el establecimiento de la NEP. La derecha lanza la consigna “los campesinos se enriquecen», que amenaza abiertamente el monopolio del comercio exterior, pero tampoco presenta un plan económico y político claramente orientado a la aniquilación de las condiciones previas establecidas por Lenin en NEP, si se diferencia claramente del centro entonces suplantado por Stalin-Zinoviev-Kamenev (por limitarse a los dirigentes rusos más importantes). Como siempre, la derecha no tiene necesidad de definir posiciones claras y confía, sobre todo, en el impulso directo de los acontecimientos que, en circunstancias desfavorables para el movimiento revolucionario, sólo pueden serle favorables. Lo esencial para ella es la lucha contra la tendencia proletaria y, para ello, se sirve del centro, que podrá realizar esta tarea contrarrevolucionaria mejor que ella.
En los años 1926 y 1927 se produjo una situación en la que las diferentes corrientes dentro del Partido Ruso no se enfrentaron con vistas a las soluciones particulares que debían adoptarse ante los graves problemas económicos en los que se debatía Rusia, sino que los debates se centraron principalmente en cuestiones generales y teóricas. Las soluciones prácticas llegarían más tarde, en la 16ª Conferencia del Partido Ruso (1929), donde se decidió el primer plan quinquenal. En 1926-27 la lucha se limitó a la tarea esencial del momento: dispersar cualquier reacción proletaria dentro del Partido Ruso. Según el informe del pleno del Comité Central y de la Comisión Central de Control del Partido Ruso (ver Lo Stato Operaio de septiembre de 1927), «la oposición se divide en tres grupos: 1º un grupo de extrema izquierda encabezado por los camaradas Sapronov y Smirnov; 2º el grupo que acepta la hegemonía de Trotsky y que incluye, entre los más conocidos, a Zinoviev, Kamenev, etc. 3° un grupo que se esfuerza por adoptar una posición intermedia entre las corrientes de oposición y el Comité Central (Kasparova, Bielincaia, etc.)».
Con respecto al primer grupo, el documento oficial caracteriza su análisis de la situación en los siguientes puntos: a) la lucha dentro del partido tiene el carácter de una lucha de clases, entre la parte obrera del partido y el ejército de funcionarios; b) esta lucha no puede limitarse al interior del partido, sino que debe involucrar a las amplias masas fuera del partido cuyo apoyo debe ganar la oposición; c) es posible que la oposición sea derrotada; por lo tanto, debe constituir un marco activo, que también defenderá la causa de la revolución proletaria en el futuro; d) el bloque Trotsky-Zinoviev no comprende esta necesidad, tiende a transigir con el grupo de Stalin, no tiene una línea táctica clara; habiendo errado al firmar la declaración del 16 de octubre de 1926 de obediencia al Partido debe pisotear sus compromisos; las vacilaciones de Trotsky y Zinoviev deben ser denunciadas y desenmascaradas como las del grupo de Stalin; e) en los últimos años los elementos capitalistas de la producción se han desarrollado más rápidamente que los elementos socialistas dado el atraso técnico del país y el bajo nivel de productividad del trabajo; no es posible avanzar hacia una verdadera organización socialista de la producción sin la ayuda de los países técnicamente avanzados o sin la intervención de la revolución mundial; f) El principal error de la política económica del partido consiste en la reducción de los precios, que no beneficia a la clase obrera sino a todos los consumidores y, por tanto, también a la burguesía y a la pequeña burguesía; g) la liquidación de la democracia de partido y de la democracia obrera en 1923 es el preludio de la instauración de una democracia de campesinos ricos; h) para cambiar este estado de cosas, es necesario pasar a la organización de grandes empresas estatales con una técnica de producción perfecta para la transformación de los productos agrícolas; i) la GPU, en lugar de luchar contra la contrarrevolución, lucha contra el descontento justificado de los trabajadores; el Ejército Rojo amenaza con convertirse en un instrumento de aventuras bonapartistas; el C. C. es una fracción «estalinista» que, al iniciar la liquidación del partido, conducirá al fin de la dictadura del proletariado; el sistema soviético debe ser «restaurado».
Esta corriente es considerada por la C. C. como «un grupo de enemigos del partido y de la revolución proletaria».
El propio C.C. afirma que «está sólidamente constituida como una fracción ilegal no sólo en el sentido del Partido, sino en el sentido mismo de la fracción Trotsky-Zinoviev. Resulta que uno de los grupos de esta fracción, el de Omsk, se había fijado como programa la preparación de una huelga general en toda Siberia y la paralización de la actividad de las grandes compañías eléctricas de la región».
En cuanto al grupo Trotsky-Zinóviev, el mismo documento del C. C. del Partido Ruso escribe: «El grupo Trotsky-Zinóviev es responsable de los ataques más violentos contra el C. C. y su línea política, y de la actividad fraccionaria más descarada desarrollada durante 1927, rompiendo abiertamente los compromisos solemnes contraídos en la declaración del 16 de octubre de 1926. En los últimos tiempos este grupo ha concentrado sus ataques contra la línea del partido en la política internacional (China, Inglaterra) especulando sobre las dificultades que han surgido en este campo. Ha respondido a los preparativos de la guerra contra la URSS con declaraciones que representan un sabotaje de la acción del Partido para movilizar a las masas contra la guerra y para la resistencia. De este tipo son las afirmaciones de que el C.C. del Partido está en un plano de degeneración termidoriana, que el curso de la política del Partido es «nacional-conservador», que la línea del Partido es de «viejos campesinos», que el mayor peligro que amenaza a Rusia no es la guerra sino el régimen interno del Partido, etc. Estas declaraciones fueron acompañadas de actos de violación de la disciplina y de fraccionismo abierto: la publicación de documentos de la fracción, la organización de círculos de la fracción, conferencias, etc., el discurso de Zinóviev contra el C.C. en una asamblea no partidista, la actitud de Trotsky en la reunión del Ejecutivo, la acusación de Trotsky de «termidorismo» contra el Partido en una reunión del C.C. de control, una manifestación pública contra el Partido a la salida de Smilga de una estación de Moscú. Por último, se organizó una campaña de peticiones contra la C.C. mediante la difusión de un documento firmado por los 83 principales miembros de la oposición. Además, el grupo Trotsky-Zinóviev mantuvo relaciones con el grupo de extrema izquierda excluido del Partido Alemán (Maslov-Fischer).
Todo esto demuestra que el grupo Trotsky-Zinóviev no sólo ha violado todos los compromisos que asumió en la declaración del 16 de octubre de 1926, sino que: 1) se ha puesto en un camino que lleva a estar en contra de la defensa incondicional de la U.R.S.S. en la lucha contra el imperialismo; las acusaciones de termidorismo lanzadas contra el C.C. tiene la consecuencia lógica de proclamar la necesidad de la defensa de la U.R.S.S. sólo después de que esta C.C. haya sido derrocada; 2) se ha colocado en el camino que conduce a la escisión de la Komintern; 3) se ha colocado en el camino que conduce a la escisión del Partido Ruso y a la organización en Rusia de un nuevo partido».
En cuanto al grupo intermedio, el C.C. del Partido Ruso lo considera «un grupo de oposición larvado, probablemente indicativo de un cierto desconcierto que ha surgido en algunos elementos menos seguros de sí mismos ante las graves dificultades del momento».
Toda esta cita permite darse cuenta de la gravedad de la situación en Rusia en estos momentos. Aunque hay exageraciones evidentes en la forma de presentar los puntos de vista de la extrema izquierda y de la fracción Trotsky-Zinóviev, está claro que incluso lo que escribe el C.C. acusador no autoriza a concluir que los dos grupos opuestos puedan asimilarse a los mencheviques y a los contrarrevolucionarios.
En cuanto a las posiciones defendidas por la derecha, representaban sin duda el vehículo para una restauración de la clase burguesa en Rusia según el tipo clásico de la reconstitución de una economía basada en la iniciativa y la propiedad privada. Pero la historia iba a descartar esta eventualidad. En la fase del imperialismo monopolista y del totalitarismo de Estado, la inversión de la política rusa tendría lugar por otra vía, la de los planes quinquenales, de los que hablaremos más adelante, y del capitalismo de Estado.
Pero, como decíamos, antes de llegar a este paso decisivo, era necesario ganar definitivamente la batalla contra los distintos grupos de oposición, batalla que en realidad se dirigía contra el propio Partido y contra la Internacional, ya que afectaba al punto fundamental de la doctrina marxista: la noción internacional e internacionalista de comunismo.
La mencionada resolución de la C.C. representó una «medida a medias» ya que los problemas no se resolvieron definitivamente. Fue en diciembre de 1927, en el 15º Congreso del Partido Ruso, tras el fracaso de la prueba de fuerza intentada por la oposición con la manifestación de Leningrado, cuando se abordarían plenamente los problemas.
La gran batalla del XV Congreso giró en torno a la nueva teoría del «socialismo en un solo país» y la incompatibilidad entre la pertenencia al Partido y a la Internacional y la no aceptación de esta tesis.
Sobre este punto fundamental, el 7º Ejecutivo Ampliado (noviembre-diciembre de 1926) se había expresado en estos términos: «El Partido parte del punto de vista de que nuestra revolución es una revolución socialista, de que la Revolución de Octubre no sólo es la señal de un salto adelante y el punto de partida de la revolución socialista en Occidente, sino: 1) representa una base para el desarrollo futuro de la revolución mundial; 2) abre el período de transición del capitalismo al socialismo en la Unión de Soviets (la dictadura del proletariado), en la que el proletariado tiene la oportunidad de edificar con éxito, mediante una política justa hacia la clase campesina, la sociedad socialista completa. Sin embargo, esta edificación sólo se realizará si la fuerza del movimiento obrero internacional, por un lado, y la fuerza del proletariado de la Unión Soviética por otro, son tan grandes como para proteger al Estado de los Soviets de la intervención militar».
Obsérvese cómo la realización de la «sociedad socialista completa» ya no depende, como en tiempos de Lenin, del triunfo de la revolución en otros países, sino de la capacidad del movimiento obrero internacional para «proteger el Estado de los Soviets de la intervención militar». Los acontecimientos han demostrado que, en cambio, son los dos Estados imperialistas más poderosos -Gran Bretaña y Estados Unidos- los que «protegerán» a la Rusia de los soviéticos.
Tanto en el 7º Ejecutivo Ampliado como en las numerosas reuniones del Partido Ruso y del Ejecutivo de la Internacional, el proletariado ruso e internacional perdió su batalla. La consagración de esta derrota se produjo en el XV Congreso del Partido Ruso (diciembre de 1927), cuando se proclamó la incompatibilidad entre la pertenencia al Partido y la negación de la «posibilidad de la construcción del socialismo en un solo país».
Pero esta derrota iba a tener consecuencias decisivas tanto dentro de Rusia como en el movimiento comunista mundial. La lucha de clases no admite caminos intermedios, sobre todo en momentos álgidos como los de nuestra época. La proclamación de la teoría del socialismo en un solo país, al no poder resolverse prácticamente en la extracción de Rusia de un mundo en el que -después de la derrota de la revolución china- el capitalismo pasaba por todas partes al contraataque y, por el hecho mismo de romper el vínculo necesario entre la lucha de la clase obrera de cada país contra su capitalismo respectivo y la lucha por el socialismo dentro de Rusia, negaba el factor proletario de clase e tenía que admitir inevitablemente otro en el que Rusia se basaba cada vez más: el capitalismo mundial. Evidentemente, esta transición del Estado ruso sólo era posible con dos condiciones: 1) que los partidos comunistas dejaran de suponer una amenaza para el capitalismo; 2) que dentro de Rusia se reinstaurara el principio de la economía capitalista: la explotación de los trabajadores.
En este capítulo trataremos el segundo punto; en los siguientes, el primero.
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Sobre la base de una lógica que quisiéramos llamar «cronológica», se ha formado la opinión de que la línea de degeneración del Estado ruso comienza a partir de la adopción del NEP (en marzo de 1921 y llega inevitablemente al nuevo curso introducido después de 1927.
Esta opinión es superficial y no corresponde a un análisis de los acontecimientos realizado según los principios marxistas.
Hay que aclarar que la maniobra económica fue necesaria por los acontecimientos, por las dificultades insuperables en las que se encontraba la dictadura proletaria, y fue posible precisamente porque se llevó a cabo bajo una dictadura proletaria. Obviamente, esto no significa que las fuerzas económicas burguesas no estuvieran creciendo y que la relación de fuerzas políticas no tendiera a cambiar. Sin embargo, este cambio en las relaciones a favor de las fuerzas burguesas, provocado por NEP, sólo podía ser peligroso y letal para la dictadura proletaria en Rusia si la relación de fuerzas internacional se desplazaba, como lo hizo, hacia el predominio de la reacción burguesa y el reflujo de la ola revolucionaria. De lo contrario, la recuperación momentánea de las fuerzas burguesas habría sido barrida por la dictadura proletaria que había mantenido sus posiciones políticas.
La posición de Lenin a partir de 1917 se basó en estas consideraciones principales: 1) una absoluta intransigencia política que llevaría al Partido Bolchevique a adoptar las posiciones de lucha más abierta contra todas las formaciones políticas burguesas, incluidas las de la extrema izquierda socialdemócrata. Es bien sabido que, en enero de 1918, Lenin, habiendo analizado los resultados de las elecciones a la Asamblea Constituyente no según los criterios banales de la democracia parlamentaria, sino según los criterios clasistas opuestos, y habiendo comprobado que los bolcheviques eran una minoría aritmética y global en el país, eran, sin embargo, mayoría en los centros industriales, pasó a dispersar violentamente esta Asamblea elegida sobre la base de los principios democráticos. 2) una astuta política económica que delimitó las posibilidades del proletariado -y, en consecuencia, del Partido de clase- en relación con las posibilidades concretas que ofrecía el modesto grado de desarrollo de las fuerzas y la técnica de producción. El programa de Lenin implicaba el simple «control de la producción», lo que significaba que los capitalistas seguían a la cabeza de la industria.
Esta aparente contradicción entre una política económica de concesiones y una política general extremadamente intransigente es inexplicable si uno no se sitúa -como hizo Lenin sistemáticamente- en el plano internacional y, por tanto, considera la revolución rusa en conexión con el desarrollo de la revolución mundial. Si, desde el punto de vista nacional ruso, las concesiones en la esfera económica son inevitables debido al atraso del desarrollo industrial del país, desde el punto de vista político, en cambio -ya que el experimento de la dictadura proletaria está en función de los acontecimientos internacionales-, la política más intransigente se hace no sólo posible sino necesaria ya que, en definitiva, es un episodio de la lucha mundial del proletariado.
Lenin actuó de acuerdo con los principios marxistas tanto en 1917, cuando se limitó al «control de las industrias», como durante el comunismo de guerra entre 1918 y 1920, y cuando prefiguró la política de NEP en marzo de 1921. Toda su política parte de un planteamiento internacional del problema ruso, y la propia NEP se considerará inevitable debido al retraso en el ascenso revolucionario del proletariado mundial, mientras que, por otro lado, especificará las condiciones básicas en las que deben cumplirse estrictamente las concesiones contenidas en la política de la NEP.
Es bien sabido que Lenin, al sustituir el sistema de requisas (que privaba al campesino de toda posibilidad de disponer de su producto) por el impuesto en especie (el campesino quedaba libre para disponer del producto restante después de la cuota que pasaba al Estado) y al autorizar el restablecimiento del mercado y de la pequeña industria, dividió la economía rusa en los dos sectores socialista y privado. El primer sector -el estatal- debía emprender una carrera de velocidad contra el segundo para derrotarlo en el terreno económico mediante la superioridad de la eficiencia laboral y el aumento de la producción.
Sin embargo, el estatus socialista otorgado al sector estatal no significa en absoluto que la forma estatal sea suficiente para determinar el carácter socialista de este sector. Lenin insistió mil veces en que las posibilidades de éxito del sector estatal no se debían en absoluto al hecho de que, en lugar del sector privado, fuera el Estado el que dirigiera la industria, sino al hecho de que éste fuera un Estado proletario estrechamente vinculado al curso de la revolución mundial.
Lenin creó la NEP en marzo de 1921. Fue en 1923-24 cuando se pusieron de manifiesto los primeros resultados y, al mismo tiempo, la lucha en el seno del Partido Ruso demostró que las predicciones de un desarrollo del sector socialista en detrimento del sector privado no fueron confirmadas por los acontecimientos. Mientras Trotsky preveía disposiciones para el desarrollo del sector socialista y la lucha contra la burguesía resurgente, especialmente en el campo, la derecha de Bujarin no veía otra solución a los problemas económicos que una mayor libertad a favor de los elementos capitalistas de la economía soviética.
En 1926-27 la batalla tomó, en el seno del Partido y de la Internacional, las proporciones que hemos recordado, y la derrota sería total para los elementos de izquierda que sólo podían permanecer en el partido a condición de abjurar del principio internacional e internacionalista de la lucha por el socialismo.
La evolución histórica no obedece a criterios formalistas hasta el punto de que una restauración de los principios económicos del capitalismo sólo podría considerarse posible en Rusia mediante el restablecimiento de la forma clásica de propiedad individual. Rusia se encontraría en 1927 y después cada vez más en una situación mundial caracterizada, como en el siglo pasado, no por el reflejo de los principios económicos liberalistas en la apropiación privada de los medios de producción y de la plusvalía, sino en otra situación que conoció el totalitarismo de Estado y el sometimiento a él de toda forma de iniciativa privada.
Tras la derrota de la izquierda en el seno del Partido Ruso no asistimos -por las características indicadas de la evolución histórica general- a un triunfo de la derecha sino al hecho de que la solución de los problemas económicos sólo puede lograrse mediante una lucha contra las estratificaciones capitalistas surgidas durante la NEP.
Pero entre la política de la NEP y la que iba a triunfar después, la de los Planes Quinquenales, ¿hay o no hay solución de continuidad? Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta, en primer lugar, que, como muestra Ch. Bettelheim en su libro Sovietist Planning, la NEP no había logrado sus objetivos ni en el ámbito político, ya que había conducido a una hipertrofia de la burocracia, ni en el económico, ya que en lugar de asegurar la victoria del sector socialista había conducido a un fortalecimiento del sector privado ni, por último, en el ámbito económico más general, ya que en 1926-27 se produjo una grave crisis económica en Rusia.
En presencia de lo que Bettelheim describiría como «el fracaso de NEP», se plantea la cuestión de si 1927 iba a marcar ineludiblemente la hora del juicio final y si, debido a las circunstancias internacionales desfavorables, ya no existía ninguna posibilidad de conservar el Estado ruso para el proletariado. Pero este no es el tema que nos ocupa, nuestra tarea es principalmente informativa sobre el curso de los acontecimientos.
El hecho indiscutible es que el restablecimiento del principio económico de la explotación capitalista está consagrado por los Planes Quinquenales, el primero de los cuales será decidido en la 16ª Conferencia del Partido Ruso en abril de 1929 y aprobado por el 5º Congreso de los Soviets en mayo de 1929. El punto básico de estos Planes es, primero, alcanzar y luego superar continuamente los índices de producción tomando como puntos de referencia tanto el período anterior a 1914 como los resultados obtenidos en otros países. En una palabra, ¿cuál será la sustancia de la nueva reconstrucción soviética? Los documentos oficiales no lo ocultan: se trata de reconstruir una economía del mismo tipo que la capitalista y se calificará tanto más de «socialista» cuanto más altas sean las cotas alcanzadas por la producción.
El plan económico concebido por Lenin y aprobado en el 9º Congreso del Partido Comunista Ruso en abril de 1920 situaba todo el problema en el aumento de la industria de consumo: esto significaba que el objetivo esencial de la economía soviética era mejorar las condiciones de vida de las masas trabajadoras. Por el contrario, la teoría de los Planes Quinquenales apuntaba al mayor desarrollo de la industria pesada en detrimento de la industria de consumo. La salida de los Planes Quinquenales hacia la economía de guerra hacía de la guerra, por tanto, tan inevitable como la correspondiente configuración de la economía en el resto del mundo capitalista.
En correspondencia con el cambio sustancial que se producirá en los objetivos de la producción, que será únicamente el de una acumulación constante de capital en la industria pesada, se producirá otro cambio en la concepción de la «industria socialista» cuyo criterio distintivo se establecerá en la forma no privada y estatal: el Estado-propietario se convertirá en el dios al que se inmolarán no sólo los sacrificios de los millones de trabajadores rusos que tendrán que revitalizar con celo la cantidad y la calidad de la producción para no incurrir en la acusación y la condena de «trotskistas», sino también los cadáveres de los creadores de la revolución rusa.
El principio económico de explotación creciente de los trabajadores propio del capitalismo se reinstaurará en Rusia en paralelo a las leyes generales de la evolución histórica que conducen a una intervención estatal creciente y totalitaria. El derechista Bujarin y su camarada Rykov también serán ejecutados. Quien triunfa en Rusia es quien debe triunfar luego en todos los países: el totalitarismo de Estado; y la consecuencia sólo puede ser la misma también en Rusia: la preparación y la gigantesca participación en la Segunda Guerra Mundial.
La izquierda italiana, viendo la sustancia de la evolución política en Rusia desde el principio, no se dejó cautivar -como Trotsky- por la forma de propiedad estatal en Rusia y ya en 1933 planteó la necesidad de asimilar la Rusia soviética al mundo capitalista, preconizando la misma táctica en el curso del conflicto imperialista, donde inevitablemente sería dirigida por la teoría del «socialismo en un solo país» y la teoría de los planes quinquenales.
- La cuestión china (1926 – 1927)
«Si los sindicatos reaccionarios británicos están dispuestos a formar con los sindicatos revolucionarios de nuestro país (Rusia) una coalición contra los imperialistas contrarrevolucionarios de su país, ¿por qué no se aprobaría este bloque?» (Stalin en la sesión conjunta del C.C. del Partido Ruso y la Comisión Central de Control, julio de 1926). Con toda razón, Trotsky replicó: «si los sindicatos reaccionarios fueran capaces de luchar contra sus imperialistas, no serían reaccionarios.”
Si Chang-Kai-Chek y el Kuomintang estuvieran dispuestos a luchar por la revolución… Pero los montones de asesinados con los que concluyó la épica lucha de los trabajadores chinos iban a demostrar, de modo lúgubre, que Chang-Kai-Chek y el Kuomintang no podían ser más que los verdugos del proletariado y los campesinos de ese país.
En su libro «La Internacional Comunista después de Lenin», Trotsky caracteriza acertadamente la situación general de China en los siguientes términos: «La propiedad de la tierra, grande y mediana, está allí entrelazada de la manera más íntima con el capitalismo de la ciudad, incluido el capitalismo extranjero» (p. 277 de la edición francesa de Rieder), (…)»un rapidísimo desarrollo interno de la industria basado en el papel del capitalismo comercial y bancario que ha subyugado al país, la completa dependencia de las regiones campesinas más importantes del mercado, el enorme papel y el continuo desarrollo del comercio exterior, la total subordinación del campo chino a la ciudad; todo ello confirma el dominio incondicional, la dominación directa de las relaciones capitalistas en China» (op. cit. p. 305).
En el estudio que dedicará al trotskismo, nuestra revista (se refiere a Prometeo, ndT) explicará las razones que iban a llevar a Trotsky, a pesar de un análisis que destacaba las relaciones determinantes de todo el orden económico chino (incluidas las relaciones feudales y prefeudales numéricamente muy superiores a las capitalistas) a conclusiones tácticas absolutamente inadecuadas como las de la participación en el Kuomintang y el levantamiento de ese conjunto de consignas democráticas que Trotsky defendió frente a Stalin tras la derrota final de la revolución china, es decir, tras el fracaso de lo que la Komintern calificó de “El levantamiento de Cantón» (diciembre de 1927).
Nuestra corriente, en cambio, partiendo de un análisis en línea con el de Trotsky, defendió la tesis principal de la no adhesión al Kuomintang y, si bien combatió la táctica de la «ofensiva revolucionaria» de la Komintern, mantuvo intactas sus posiciones anteriores contra las «consignas democráticas», manteniéndose firme en la tesis de que la única consigna que debía levantarse en la cuestión del poder era la de la dictadura proletaria.
De hecho, los acontecimientos iban a confirmar que ni se presentaba una situación revolucionaria en China después de 1927, ni podía abrirse una era democrática de independencia burguesa y antiimperialista en China tras y a pesar de la derrota revolucionaria de 1926-27.
Fue en 1911 cuando la dinastía de Manchuria abdicó en favor de la República. Y es de esta época la fundación del «Partido del Pueblo», el Kuomintang. La política de Sun-Yat-sen, el fundador del Partido, aunque proclama reivindicaciones antiimperialistas, por la «independencia de China», se ve sin embargo obligada a limitarse a afirmaciones verbales que no preocupan en absoluto a los imperialismos extranjeros. La historia condenará a China a no poder estar a la altura de un gran Estado-nación y Sun-Yat-Sen está tan convencido de ello que, después de que China se posicionara a favor de la Entente en el período previo a la guerra de 1914-18, en 1918 se dirigió a los vencedores en busca de ayuda para el desarrollo económico de China y trató de apoyarse en el imperialismo más cercano y entonces menos intrusivo, Japón, para aflojar el control del imperialismo británico que ocupaba las posiciones más importantes.
En el dominio de las relaciones capitalistas dentro del país y en el marco histórico del imperialismo financiero del capitalismo, que no abre ninguna perspectiva para la elevación de los países coloniales y semicoloniales a Estados-nación independientes, los acontecimientos chinos comenzaron en 1925, se desarrollaron en 1926 y terminaron en la violenta supresión del llamado «Levantamiento de Cantón».
¿Pueden caracterizarse estos acontecimientos, que adoptan principalmente el aspecto militar de una marcha del sur al norte, de victoria en victoria, hasta conquistar todo el país, como una «guerra democrático-revolucionaria y antiimperialista de la burguesía china»? Evidentemente, durante estos tumultuosos acontecimientos se produjeron ataques contra las concesiones extranjeras, pero aparte de que estos ataques nunca respondieron a decisiones del centro del Kuomintang, sino que fueron el resultado de iniciativas locales que, además, a medida que se agravaban los acontecimientos, fueron incluso desautorizadas por la dirección central del Kuomintang, el problema es otro y se trata de caracterizar el conjunto por lo que realmente resultó ser y no de sumar episodios que no tuvieron ninguna influencia decisiva en el curso general de los acontecimientos.
A finales de 1927 la victoria de la contrarrevolución es decisiva, y esta victoria no es desgraciadamente efímera ya que veinte años después nos encontramos en la misma situación y, a pesar de la derrota japonesa, no vemos en absoluto una afirmación en un estado autónomo de la burguesía china, que, si puede disputar a Francia el rango de cuarta o quinta potencia entre los Cinco Grandes, no puede sin embargo impedir que China, tras la derrota del movimiento revolucionario de 1926-27, se vea reducida a convertirse en un inmenso territorio donde el choque es entre los grandes capitalismos extranjeros, pero no en un frente donde la burguesía china se enfrenta a todos estos capitalismos. Contra Stalin y también contra Trotsky, la respuesta de la historia es absolutamente inequívoca; no era una guerra revolucionaria antiimperialista en 1926-27 la que podía evolucionar hacia un movimiento puramente proletario y comunista, sino un gigantesco levantamiento de cientos de millones de explotados que sólo podían encontrar en la vanguardia proletaria la guía que, estableciendo la dictadura proletaria en China, se entrelazara con el desarrollo de la revolución mundial.
El papel de Chang-Kai-Chek y del Kuomintang no podía ser el mismo que el desempeñado por la burguesía francesa en 1793, sino el de los Noske y compañía en los países más avanzados. Desde el principio representaron el terraplén defensivo contra la gigantesca revuelta de los explotados chinos y el Kuomintang fue el instrumento eficaz de esta cruel y victoriosa resistencia de la contrarrevolución china y mundial.
En cuanto a la burguesía china, al igual que las burguesías de la India y de otros países coloniales y semicoloniales, su función no era luchar por la autonomía nacional, sino encajar en la organización de las burguesías imperialistas y extranjeras dominantes. Chang-Kai-Chek iba a desplegar una terrible brutalidad contra los proletarios chinos en cuanto las circunstancias (el descenso del flujo revolucionario) se lo permitieran, al mismo tiempo que una angelical genuflexión a los imperialismos extranjeros más poderosos.
Además, en el 7º Ejecutivo ampliado (de la Internacional Comunista NdT), a finales de 1926, el delegado chino Tang-Ping-Sian declaró en su informe sobre Chang-Kai-Chek: «Tiene en el campo de la política internacional un comportamiento pasivo, en el pleno sentido de la palabra. No está dispuesto a luchar contra el imperialismo británico; en cuanto a los imperialistas japoneses, bajo ciertas condiciones, está dispuesto a comprometerse con ellos».
Y Trotsky señala sugestivamente: «Chang-Kai-Chek hizo la guerra a los militaristas chinos, agentes de uno de los estados imperialistas. Esto no es en absoluto lo mismo que hacer la guerra contra el imperialismo» (Trotsky, op. cit., p. 268).
En el fondo de la lucha entre las masas revolucionarias y la contrarrevolución, la guerra que librarán los generales del Sur y del Norte no encontrará, fundamentalmente, otra explicación que la de agarrar al proletariado insurgente y, en segundo lugar, la de luchar por la unificación de la China dispersa en mil provincias bajo una autoridad central. Una autoridad central, repetimos, sin perspectivas de elevar a China al nivel de un gran estado nacional e independiente.
Los imperialismos, por el contrario, no fijarán sus preferencias de forma decisiva en uno u otro, sino que, conscientes de la realidad revolucionaria en China y del peligro que supone para su dominación de clase en el mundo, dejarán que se desarrolle plenamente la intervención contrarrevolucionaria de la Internacional. Tras la interrupción provocada por los acontecimientos de la guerra, se restablecerá el entretejido de relaciones capitalistas que parte de la metrópoli, se anexionará a la burguesía china y extenderá su dominio sobre la inmensidad de las tierras chinas.
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Desde el punto de vista programático, la Internacional tenía como documento fundamental las Tesis del Segundo Congreso (septiembre de 1920)[1]. El último párrafo de la 6ª Tesis «complementaria» dice: «La dominación extranjera obstaculiza el libre desarrollo de las fuerzas económicas. Por lo tanto, su destrucción es el primer paso de la revolución en las colonias. Y es por ello que la ayuda aportada a la destrucción de la dominación extranjera en las colonias no es, en realidad, una ayuda aportada al movimiento nacionalista de la burguesía indígena, sino la apertura del camino para el propio proletariado indígena».
Como vemos, la perspectiva que impregna muchos documentos de la fundación de la Internacional, que además está contenida en el propio Manifiesto (cuando Marx habla de que la burguesía abre su propia trinchera extendiendo su dominación a todos los países) no ha sido confirmada por los acontecimientos. En efecto, ante un movimiento de la magnitud del de China en 1926-27, que verá armados a cientos de miles de obreros y campesinos, un movimiento que tiene las indudables connotaciones de fuerzas históricas indomables. Si el supuesto objetivo de la liberación de la dominación extranjera hubiera podido determinar los acontecimientos habríamos asistido a una lucha de esas masas que, bajo la dirección de la burguesía autóctona, habría llegado a un choque decisivo contra el imperialismo extranjero, o este mismo movimiento que, pasando por encima de la dirección burguesa primitiva, habría tomado la fuerza de una revolución proletaria intercalada con la revolución mundial.
Ahora, no sólo no se produjo el choque contra los imperialismos, sino que la función histórica de la burguesía china resultó ser únicamente la de un poderoso bastión contrarrevolucionario para domar a las masas insurgentes con terrible violencia, y esto mientras los imperialismos extranjeros sólo podían alegrarse del excelente trabajo realizado por sus comisarios: el Kuomintang y todas sus tendencias, el ala derecha de Chang-Kai-Chek, el centro de Dai-Thi-Tao, así como la autodenominada izquierda comunista dirigida por los delegados de la Internacional Comunista en China.
Las propias Tesis no se limitan a formular una perspectiva, sino que, tras formular el criterio orientador para analizar las situaciones históricas, determinan unas garantías que, huelga decirlo, han sido vergonzosamente traicionadas por la Internacional.
Como criterio orientador, el punto 2 de las «Tesis» citadas dice: «El Partido Comunista, intérprete consciente del proletariado en lucha contra el yugo de la burguesía, debe considerar como piedra angular de la cuestión nacional, no principios abstractos y formales, sino 1° una noción clara de las circunstancias históricas y económicas; 2° la disociación precisa de los intereses de las clases oprimidas, de los trabajadores, de los explotados, frente a la concepción general de los autodenominados intereses nacionales, que en realidad significan los de las clases dominantes; 3° la distinción igualmente clara y precisa de las naciones oprimidas, dependientes y protegidas de las opresoras y explotadoras, que gozan de todos los derechos, contrariamente a la hipocresía burguesa y democrática que disimula cuidadosamente la esclavización (específica del capital financiero del imperialismo) mediante el poder financiero y colonizador de la inmensa mayoría de las poblaciones del globo a una minoría de países capitalistas ricos».
En cuanto a las garantías, la Tesis 5 dirá: «Es necesario combatir enérgicamente los intentos de ciertos movimientos de emancipación que, en realidad, no son ni comunistas ni revolucionarios, de revestirse de colores comunistas: la Internacional Comunista sólo debe apoyar los movimientos revolucionarios en las colonias y los países atrasados a condición de que los elementos de los partidos comunistas más puros -y comunistas de hecho- se agrupen y se eduquen para sus tareas particulares, es decir, para su misión de lucha contra el movimiento burgués y democrático. La Internacional Comunista debe entrar en relaciones temporales y formar así uniones con los movimientos revolucionarios de las colonias y de los países atrasados, pero sin provocar nunca una fusión con ellos y conservando siempre el carácter independiente del movimiento proletario incluso en su forma embrionaria».
La aplicación de estas directrices fundamentales en el curso de los acontecimientos chinos habría determinado, sin duda, una aclaración progresiva de algunos de los elementos hipotéticos contenidos en las Tesis, lo que por otra parte estaba claramente previsto en la primera línea de la 2ª Tesis que hemos citado, donde se habla de la necesidad de «una noción clara de las circunstancias históricas y económicas». Esta noción no podía llevar a otra cosa que a reconocer el carácter exclusivamente contrarrevolucionario del Kuomintang y la ausencia de toda posibilidad histórica de lucha antiimperialista en función del desarrollo de esas fuerzas económicas (Tesis 6).
Nuestra corriente, en violenta oposición a la dirección de la Internacional y al propio Trotsky, sostuvo desde el principio la tesis de la no adhesión al Kuomintang, calificando a este «Partido del Pueblo» de lo que realmente era y de lo que más tarde se revelaría cruelmente tras las masacres de proletarios y campesinos en 1927. Se relaciona así con lo que Lenin dijo en 1919 cuando escribió: «La fuerza del proletariado en cualquier país capitalista es mucho mayor que la proporción del proletariado con respecto a la población total. Esto se debe a que el proletariado comanda económicamente el centro y los nervios de todo el sistema de la economía del capitalismo y también a que en el campo económico y político el proletariado expresa bajo el dominio capitalista los intereses reales de la enorme mayoría de los trabajadores» («Obras Completas», vol. XVI, páginas 458, citado por Trotsky en «La Internacional después de Lenin»). Y en cuanto a la naturaleza capitalista de las relaciones económicas en China, recuerda lo que ya hemos dicho marcando nuestro acuerdo con el análisis de Trotsky.
Veamos ahora, sucintamente, el planteamiento táctico de la Internacional. Se puede resumir en la fórmula del «bloque cuatripartito» (burguesía, campesinado, pequeña burguesía urbana, proletariado), fórmula que, por otra parte, fue redactada expresamente en las resoluciones de la Internacional.
La Revista de la Internacional Comunista, en su número 5 del 10 de marzo de 1927 (nótese que solo un mes más tarde Chang-Kai-Chek desatará el terror contra los proletarios en Shanghai), contiene un artículo especialmente llamativo de Martinov. Después de partir de la premisa de que «la liberación nacional de China debe necesariamente, en caso de éxito, convertirse en una revolución socialista, que el movimiento liberador de China es también parte integrante de la revolución proletaria mundial, diferenciándose en esto de los anteriores movimientos liberadores que eran parte integrante del movimiento democrático general», da a este movimiento, que es de «liberación nacional» sólo en la mente de los dirigentes de la Internacional, una característica mucho más avanzada que los que le precedieron en la historia de la formación de los Estados-nación burgueses en Europa. Martinov llega a la confusión de que mientras «en Rusia, en 1905, la iniciativa de la dirección emanó del partido proletario» y «la burguesía liberal rusa, durante un tiempo, se arrastró tras ella, esforzándose en cada parada temporal del movimiento para concluir un acuerdo con la autocracia zarista», en China «la iniciativa emana de la burguesía industrial y de los intelectuales burgueses» y, por tanto, «el Partido Comunista Chino debe esforzarse por no crear obstáculos (subrayados por nosotros) al ejército revolucionario contra los grandes señores feudales, contra los militaristas del Norte y contra el imperialismo».
Por su parte, Stalin, en un artículo polémico contra la oposición rusa (véase Stato Operaio de mayo de 1927) escribió: «En el primer período de la revolución china, en el período de la primera marcha hacia el Norte, cuando el ejército nacional que se acercaba al Yang-Tze iba de victoria en victoria, no se había desarrollado todavía un poderoso movimiento obrero y campesino y la burguesía indígena (excluyendo a los «compradores») marchó junto a la revolución. Se trata, pues, de la revolución de un frente unido que se extiende a toda la nación. Esto no significa que haya habido contrastes entre la burguesía indígena y la revolución. Sólo significa que la burguesía autóctona, al dar su apoyo a la revolución, se esforzaba por explotarla para sus propios fines dirigiendo su desarrollo esencialmente en la línea de las conquistas territoriales y trataba de limitar su desarrollo en otra dirección.”
Los acontecimientos iban a demostrar cruelmente, mediante el desencadenamiento del terror a partir de abril de 1927, que la «revolución de frente único de toda la nación» era en realidad la incorporación de las masas insurgentes para someterlas a la dirección de los generales y que, finalmente, había una oposición aguda, estridente y violenta entre la «marcha militar hacia el norte bajo la dirección del Kuomintang» y las luchas de clase de los obreros y campesinos chinos. Todo el tacticismo de la Komintern se resumió finalmente en la directiva de Martinov: «no crear obstáculos al ejército revolucionario» (véase la cita anterior).
Para terminar, en cuanto al enfoque táctico de la Internacional, recordemos la declaración de Tan-Pin-Sian al 7º Ejecutivo Ampliado: «En cuanto surgió el trotskismo, el Partido Comunista Chino y las Juventudes Comunistas adoptaron inmediatamente por unanimidad una resolución contra él».
Es bien sabido que bajo la etiqueta de trotskismo se incluían todas las tendencias que se oponían a la dirección de la Internacional. Si hemos mostrado esta cita, es para demostrar que el Partido Chino había sido vigorosamente «purgado» para poder llevar a cabo su política contrarrevolucionaria con total éxito.
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El segundo semestre de 1926 y el primer trimestre de 1927 conocerán la máxima explosión de acontecimientos chinos. A lo largo de este período -que es puramente revolucionario- la Internacional se opone violentamente a las tendencias que se manifiestan en el seno de la vanguardia proletaria hacia la constitución de los soviets; se mantiene firme en la directiva del bloque cuatripartito.
La delegación rusa en China, que vivió en contacto directo con los acontecimientos, escribió una carta dirigida al Centro de Moscú, en la que criticaba la política del Partido chino y de la que se desprende con qué vigilancia contrarrevolucionaria se llevaron a cabo las disposiciones tácticas que debían conducir al colapso de este grandioso movimiento. Dice: «Según el informe del Partido Comunista Chino del 13 de diciembre de 1926 sobre las tendencias peligrosas del movimiento revolucionario, la declaración afirma que ‘el mayor peligro consiste en esto: que el movimiento de las masas progrese hacia la izquierda’»
Sobre la cuestión de las relaciones entre el Partido y las masas, se puede deducir lo que eran de este pasaje:
«Las relaciones entre la dirección del Partido, los obreros y los campesinos fueron formuladas de la mejor manera posible por el camarada Petrov, miembro del C.C., con motivo del examen de la cuestión del reclutamiento de estudiantes para el curso especial (Universidad Obrera Comunista del Este). Se debía obtener el siguiente desglose: 175 obreros y 100 campesinos. Petrov nos dijo que el Comité Central decidió nombrar sólo a estudiantes e intelectuales».
Sobre la cuestión campesina: «En el Pleno de diciembre (ed. 1926) del C.C., con la participación del representante del C.E. de la Internacional Comunista, se adoptó una resolución sobre la cuestión campesina. Esta resolución no contenía ni una sola palabra sobre el programa y la lucha agraria. La resolución sólo responde a una de las cuestiones más irritantes, la del poder campesino, y la responde negativamente: dice que no hay que lanzar la consigna del poder campesino para no asustar a la pequeña burguesía. De ahí que los órganos del Partido hayan ignorado al campesinado armado». (De hecho, no lo ignoraron al empujar al campesinado armado a los brazos de los generales del Kuomintang).
Sobre la cuestión del movimiento obrero: «Más de un millón de trabajadores organizados están privados de un centro de dirección. Los sindicatos están desvinculados de las masas y, en su mayoría, siguen siendo organizaciones de los grandes estados. El trabajo político y organizativo se sustituye siempre y en todas partes por la compulsión y el hecho principal es que las tendencias reformistas crecen tanto dentro como fuera del movimiento sindical revolucionario. La familiaridad cordial con los empresarios, la participación en los beneficios, la participación en el aumento de la productividad del trabajo, la subordinación de los sindicatos a los empresarios y a la patronal, son los fenómenos habituales».
Por otro lado, el rechazo a defender las reivindicaciones económicas de los trabajadores. Temiendo el desarrollo elemental del movimiento obrero, el Partido permitió el arbitraje obligatorio en Cantón y, más tarde, en Hang-Kéou (la idea misma del arbitraje pertenece a Borodin, delegado oficial de la Internacional Comunista). Especialmente grave es el temor de la dirección del Partido al movimiento obrero no industrial. Al fin y al cabo, la inmensa mayoría de los trabajadores organizados en China son trabajadores no industriales.
El informe del C.C. al Pleno de diciembre de 1926 dice: «Nos resulta extremadamente difícil definir la táctica con respecto a la mediana y pequeña burguesía, porque las huelgas de los artesanos y las huelgas de los obreros de cuello blanco no son más que conflictos dentro de la misma clase. Y como ambos bandos de la lucha (es decir, los empresarios y los trabajadores) son necesarios para el frente nacional único (el frente de la revolución, como dice Stalin, véase la cita anterior), no podemos apoyar a uno de los dos contendientes ni permanecer neutrales.
En el ejército:
«La característica del comportamiento del Partido hacia el ejército fue dada por el compañero Chou-En-Lai en su informe. Les dice a los miembros del Partido: ‘vayan a este ejército nacional-revolucionario, fortalézcanlo, eleven su capacidad de combate, pero no realicen ningún trabajo independiente’. Hasta hace poco, no había células en el ejército. Nuestros camaradas asesores políticos se ocupaban exclusivamente del trabajo político-militar del Kuomintang».
Y, además: «El Pleno del C.C. en diciembre tomó la decisión de crear células en el ejército, células formadas sólo por comandantes con la prohibición de que los soldados entren en ellas».
El nudo que ata a las masas de trabajadores chinos insurgentes es sólido y, por desgracia, indestructible. El movimiento en su conjunto se incorpora en el marco de la unidad de todos, explotados y explotadores por igual, para la inexistente guerra de «liberación». Dentro del Partido «purgado», los proletarios son rechazados en el último rango, después de los intelectuales, en los sindicatos se proclama que la lucha entre los empresarios capitalistas y los proletarios es un conflicto «dentro de la misma clase», los campesinos armados deben ser disciplinados en el ejército «nacional», mientras que las células «comunistas» están reservadas para los oficiales.
El nudo corredizo estaba listo. Se arrancaría en Shanghai el 12 de abril de 1927, cuando Chang-Kai-Chek desató el terror sobre las masas.
Antes de pasar a los acontecimientos posteriores es necesario destacar el acoplamiento espontáneo, hay que decir (para utilizar la terminología empleada por Engels en su estudio del desarrollo de la lucha de clases) natural entre el movimiento de masas y la Internacional Comunista. Esto responde a los múltiples constructores de revoluciones, partidos e internacionales que pululan por todas partes en otros países, y que en Italia afortunadamente no pasan a primer plano, que querrían dar la impresión de que la izquierda habría cometido el error de no separarse primero de la Internacional y fundar otra organización.
El movimiento revolucionario chino forma parte del mismo complejo histórico que tuvo su origen en el Octubre ruso y la Internacional Comunista. Los precedentes (la derrota alemana de 1923 y los acontecimientos en el seno del partido ruso) explican por qué esta dirección contrarrevolucionaria se había convertido en una necesidad histórica ineludible. Y esta dirección contrarrevolucionaria en sí misma no pretendía evocar directamente la fuerza antagónica susceptible de derrocarla, sino sólo determinar las premisas para una reconstrucción mucho más lejana del organismo internacional del proletariado, tan lejana que aún hoy las posibilidades históricas no se presentan, ni pueden ser determinadas por los militantes revolucionarios.
La violenta acción de Chang-Kai-Chek el 12 de abril de 1927 puso fin a la fase de mayor intensidad revolucionaria en China. El Octavo Ejecutivo Ampliado de la Internacional en mayo de 1927 y el Pleno del C.C. del Partido Chino el 7 de agosto de 1927 marcaron un punto de inflexión en la táctica de la Internacional.
Cuando la situación se desplaza hacia la izquierda, como ocurrió hasta abril de 1927, (la Internacional apuesta por la política a favor NdT) del bloque de las cuatro clases, poniendo el movimiento de las masas bajo la disciplina del Kuomintang, la situación se desplaza, va hacia la derecha, la Internacional va hacia la izquierda y en las dos reuniones mencionadas ya se ven los pródromos de lo que se calificó como la «insurrección» de Cantón de diciembre de 1927.
El Kuomintang unido se convirtió en el terror anti obrero de abril de 1927. Se produce una escisión en el «Partido del Pueblo» y se forma un Kuomintang de izquierdas en Ou-Thang. Los comunistas incluso entraron en el gobierno mientras Stalin proclamaba que «el fondo de la revolución china consiste en la agitación agraria». El C.C. del Partido Chino, en la mencionada sesión, declaró que «existe una situación económica política y social favorable a la insurrección y que, como ya no es posible en las ciudades (Chang-Kai-Chek, gracias a la táctica de la Komintern, se había encargado de darse cuenta de esta imposibilidad) desencadenar levantamientos, la lucha armada debe ser transportada al campo. Aquí es donde se encuentran los focos de la sublevación, mientras que la ciudad debe ser una fuerza auxiliar». Y el C.C. concluyó: «hay que organizar inmediatamente insurrecciones donde sea objetivamente posible».
El resultado de este giro caracterizado, por un lado, por un análisis que considera la existencia de una situación revolucionaria al mismo tiempo que la niega en lo que se refiere a la ciudad, y por otro, por la participación de los comunistas en el gobierno, no tardó en manifestarse a través del terror del Kuomintang de izquierdas contra los campesinos que continuaron la lucha.
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Así nos acercamos a la «insurrección» de Cantón de diciembre de 1927. Los elementos políticos de evaluación que preceden a esta «insurrección» se encuentran en el Pleno del C.C. del Partido Chino de noviembre de 1927, sobre el que la resolución del Cantón de la Provincia de Kiang Sou del Partido Comunista Chino del 7 de mayo de 1929 proporciona algunas indicaciones interesantes.
Recordemos que el sacrificio de las masas al Kuomintang había conducido al violento aplastamiento del movimiento obrero en las ciudades, que el sacrificio de las masas campesinas al Kuomintang de izquierda había conducido a una violenta represión similar de los campesinos en el Hounan. Y así nos dirigimos al capítulo final de diciembre de 1927.
¿Fue realmente una «insurrección»? El 9º Ejecutivo Ampliado de la Internacional que se celebrará poco después, en febrero de 1928, hizo “el compañero N. responsable de que no hubiera un soviet elegido en Cantón» (subrayado en el texto de la resolución). En el movimiento comunista no se puede dudar de que los soviets sólo aparecen en el curso de una situación revolucionaria y que, por lo tanto, o bien existen condiciones políticas que los determinan, y entonces sólo pueden ser elegidos (al margen de la cuestión formal y trivial de la elección, lo que interesa es que sean el producto espontáneo del movimiento de las masas sublevadas), o bien no existen y el nombre de soviet que se atribuirá a los organismos arteramente constituidos no corresponderá en absoluto a una posibilidad real de que el proletariado ejerza el poder.
Pero, en realidad, sólo estábamos asistiendo a la maduración del nuevo giro de la Internacional cuyos elementos primitivos se encuentran en la 8ª Ampliación y en la reunión del C. C. del Partido Chino en agosto de 1927. La «insurrección» será decidida por los órganos centrales precisamente cuando ya no existan posibilidades para su triunfo. Sólo entonces se hablará del Soviet, la misma palabra que había sido estrictamente prohibida en el momento álgido de la ofensiva revolucionaria de las masas, en la segunda mitad de 1926 y el primer trimestre de 1927. Los proletarios de Cantón (téngase en cuenta que era precisamente la ciudad menos proletaria de China) chocaban con todas las tendencias del Kuomintang y la «insurrección» circunscrita a un único centro históricamente aislado (ya que el movimiento revolucionario se encontraba en una evidente pendiente descendente) sólo podía ser rápidamente liquidada. Mientras tanto, la Internacional podría lograr una tercera condecoración contrarrevolucionaria (después de las de Chang-Kai-Chek y la de Hounan) ya que se daría un golpe mortal a la aspiración revolucionaria de las masas chinas que ahora tendrían que convencerse de la imposibilidad de la realización de su poder soviético.
Tenemos aquí, en la táctica seguida en Cantón, una anticipación de la táctica que luego se seguiría en todos los países, desde 1929 hasta 1934, de esa táctica de la «ofensiva revolucionaria» de la que hablaremos en el próximo capítulo. Nuestra corriente sólo podía limitarse en ese momento, por un lado, a señalar que el movimiento proletario sólo podía encontrar, incluso en la China colonial, una oposición violenta de todas las clases terratenientes del país y de todas sus formaciones políticas y, por otro lado, para subrayar las razones de la derrota inmediata debida no al hecho de la inviabilidad del poder proletario, sino al hecho de que estas directivas habían sido dadas no cuando existían las condiciones objetivas para la victoria revolucionaria, sino cuando habían sido sacrificadas por la táctica contrarrevolucionaria de disciplina a la burguesía china.
A partir de 1928 la situación en China dará un salto atrás. La ruptura será aún más grave que antes del movimiento revolucionario de 1926-27, los generales establecerán sus zonas particulares y también surgirá la «China comunista». Se trata de algunas de las regiones más atrasadas de China donde, junto a las formas rudimentarias de la economía primitiva, persisten las necesidades de una explotación de las masas aún más intensa que la vigente en las otras zonas. El clan gobernante «comunista» establecerá, junto con el pago en especie de los salarios (allí no existe un verdadero mercado y el sistema actual es el del trueque), la conscripción obligatoria extendida a toda la población, ya que el ejército no sólo tiene la tarea militar de defender «el país comunista», sino también la otra tarea económica y social de repartir los productos. Y la hipótesis de ver una movilización de las masas en defensa de estos regímenes ultrarreaccionarios no puede descartarse en la actualidad si la evolución del mundo capitalista pasara por una fase de conflicto entre EEUU y Rusia en los territorios asiáticos.
En la situación que se abrió tras el «Levantamiento de Cantón» se estableció una violenta polémica entre nuestra fracción y Trotsky. Sus respectivas posiciones fundamentales no son nuevas, pero prolongan, en la cuestión china, las divergencias que se determinaron en el IV y V Congreso de la Internacional. En las nuevas circunstancias que, evidentemente, ya no permitían lanzar la consigna a favor de la dictadura del proletariado, Trotsky argumentó que había que plantear una consigna intermedia en la cuestión del poder: la de la Asamblea Constituyente y una constitución democrática en China. Nuestra corriente, en cambio, argumentaba que si la situación no revolucionaria no permitía plantear la consigna fundamental de la dictadura, si, por tanto, la cuestión del poder ya no se planteaba de forma inmediata, esto no significaba que el programa del partido tuviera que reafirmarse en su totalidad en el plano teórico y propagandístico, mientras que la retirada sólo podía llevarse a cabo sobre la base de las demandas inmediatas de las masas y de sus correspondientes organizaciones de clase.
En el curso de toda esta polémica, llegó a nuestra corriente el rumor de que se había determinado una oposición en el seno de la propia organización trotskista, pero no había posibilidad de establecer vínculos con estos militantes; pues al mismo tiempo que se ampliaban las posibilidades de comunicación, se ampliaban también las formas de solidificación enclaustrada de las organizaciones no revolucionarias y contrarrevolucionarias, que formaban un muro contra el establecimiento de vínculos entre las fuerzas de la revolución.
Nos hemos esforzado por dar -dentro de los estrechos límites de un artículo- el informe más documentado sobre estos formidables acontecimientos que, habiendo tenido lugar en un entorno económico extremadamente atrasado, han demostrado las posibilidades revolucionarias de la clase proletaria incluso en la lejana China. Al igual que en la Inglaterra progresista con el Comité Anglo-ruso, también en China la Internacional se mostró como el instrumento decisivo de la contrarrevolución, ya que sólo ella tenía la autoridad y la posibilidad de contrarrestar un movimiento revolucionario de incalculable trascendencia histórica y que iba a terminar en un desastroso fracaso del movimiento comunista.
- La táctica de la ofensiva y el social-fascismo (1929-1934)
En el seno de los partidos socialistas de la Segunda Internacional, tanto antes de 1914 como cuando, en la inmediata posguerra, entre 1919 y 1921, se fundaron partidos comunistas en todos los países, el reflejo en el terreno organizativo de las posiciones políticas de la derecha reformista y de la izquierda revolucionaria, fue opuesto y consistió en una actitud unitaria de la primera, escindida de la segunda. En Italia fue la fracción abstencionista la que -en estricta concordancia con las decisiones del II Congreso de la Internacional Comunista de septiembre de 1920- tomó la iniciativa de escindir el «viejo y glorioso Partido Socialista». Mientras que todas las corrientes de este partido, la derecha reformista y la izquierda maximalista, incluidos Gramsci y el Ordine Nuovo, estaban a favor de la unidad «de Turati a Bordiga».
La Internacional Comunista -bajo la dirección de Lenin- siguió correctamente el método de Marx para construir el órgano fundamental de la clase proletaria: el partido de clase. Esto sólo puede surgir sobre la base de la definición rigurosa de un programa teórico y de una acción política correspondiente que encuentre en la organización del Partido, limitada exclusivamente a los que se adhieren a este programa y a esta acción, el instrumento capaz de provocar ese cambio de situaciones que permite el grado de su madurez revolucionaria. Que tanto la derecha como el resto de las corrientes políticas intermedias estén por la unidad no debe sorprender, ya que en última instancia actúan en la línea de conservación del mundo burgués. Por el contrario, la izquierda marxista sólo puede esforzarse por el levantamiento de este mundo burgués a condición de realizar su premisa en el terreno ideológico, teórico y organizativo mediante esa escisión decisiva que determina la autonomía histórica de la clase proletaria.
Dentro de la Tercera Internacional, el proceso se manifiesta de forma diferente. La influencia primero, el acaparamiento después de esta organización por parte del capitalismo se realiza mediante la expulsión de su seno de toda corriente que no se pliegue a las decisiones contrarrevolucionarias del centro dirigente. El hecho que provoca este cambio es la presencia del Estado proletario que -en la actual fase histórica del totalitarismo de Estado- no puede tolerar ningún escollo, obstáculo u oposición. Si bien es cierto que el Estado democrático-burgués aún puede tolerar aquellos tropiezos u oposiciones que, por tener lugar en la periferia de su actividad, nunca podrán interrumpir su evolución determinada por el punto de apoyo que se encuentra en el proceso de desarrollo del monopolio financiero, por otra parte, tanto en lo que se refiere al Estado proletario en degeneración como al Estado burgués de tipo fascista (resultante de la fase más avanzada que democrática de la lucha entre las clases), la dictadura del centro dirigente se completa con la exclusión de toda posibilidad de oposición por parte de las tendencias que actúan también en el campo periférico.
Es bien sabido que, en la época de Lenin, el Partido Ruso experimentaba intensas discusiones en sus filas y que, hasta 1920, incluso podían existir fracciones organizadas en su seno. Pero era entonces el período en el que se buscaba laboriosamente la adaptación de la política del Estado proletario a las necesidades de la revolución mundial. Entonces el problema se invirtió y se trató de ajustar la política del Partido a la del Estado, que obedecía cada vez más a las cambiantes y contradictorias necesidades contingentes de su alineación con el ciclo general de la evolución histórica del régimen capitalista internacional al que estaba a punto de incorporarse.
El centro gobernante debe tener el control absoluto y monopólico de todos los órganos del Estado; comienza con las expulsiones del partido y terminará con la ejecución sumaria no sólo de los que se oponen firmemente al curso establecido de la contrarrevolución, sino incluso de los que intentan salvar su vida abjurando de su oposición anterior. A pesar de las capitulaciones, las diferentes oposiciones dentro del Partido Ruso son aniquiladas con violencia y terror. Trotsky, por su parte, se mantiene firme en su oposición intransigente a Stalin, pero, al remontar el curso de la revolución rusa al modelo de la revolución francesa, considera que la inversión de la función del Estado ruso de revolucionario a contrarrevolucionario sólo puede realizarse con la aparición del Bonaparte ruso. Hasta esta aparición, ya que existe la imposibilidad de la industrialización intensa de Rusia y la inevitabilidad del ataque militar del resto del mundo capitalista contra Rusia, existen las condiciones para «enderezar» la Internacional tanto desde dentro como, cuando esto resulte imposible debido al régimen de purgas dentro de la Internacional, también a través de la izquierda socialista.
La izquierda italiana, en cambio, en estrecha relación con las mismas posiciones de Marx, Lenin y el procedimiento indicado seguido para la fundación del Partido en Livorno, no entró nunca ni en la vía de la capitulación de Zinoviev ni en la del enderezamiento de Trotsky, sino que desde la oposición programática en el campo político hizo descender el consiguiente procedimiento fraccionista, planteando constantemente el problema de la sustitución del cuerpo político contrarrevolucionario por el opuesto que se mantuviera en la orientación de la revolución mundial.
En una palabra, en los partidos socialistas de la Segunda Internacional, la corrupción progresista se afirmaba bajo la sugestión de la fuerza de inercia de las fuerzas históricas de la conservación burguesa, que pretendían atraer a la tendencia marxista y proletaria a su círculo manteniéndola en el seno del «Partido Unido». En cambio, en los partidos comunistas, debido a la existencia del Estado «proletario», la contaminación burguesa sólo podía lograrse mediante la eliminación disciplinaria primero, y luego la eliminación violenta de toda tendencia que no se ajustara a las necesidades cambiantes de la evolución contrarrevolucionaria de este Estado: tanto las orientadas a la izquierda como las otras a la derecha; después del juicio a Zinóviev vendrá también el de los derechistas Rikov y Bujarin.
En el plano político, pues, mientras que el proceso de desarrollo de la derecha reformista sigue una concatenación lógica que permite encontrar en el asalto teórico de Bernstein y el revisionismo de finales del siglo pasado las premisas de la traición de 1914 y de Noske en 1919, en cuanto al curso degenerativo de la Internacional Comunista veremos una sucesión de posiciones políticas en violento contraste entre sí. Trotsky ve, en los albores del «tercer período» del que nos ocupamos particularmente en este capítulo, (en el momento del VI Congreso de 1928), una orientación de izquierda susceptible de evolucionar hacia un «enderezamiento» de la Internacional; nuestra corriente, en cambio, lo ve como un momento de ese proceso de desarrollo que debía llevar a los partidos comunistas a convertirse en uno de los instrumentos esenciales del capitalismo mundial, proceso que estaba destinado a llegar a su culminación si no se rompía con la victoria de las fracciones de la izquierda marxista en el seno de los partidos comunistas.
Además, nuestra corriente no dedujo de la creciente distancia entre la política degenerada de la Internacional y los programas e intereses de la clase proletaria la conclusión de la necesidad de construir nuevos partidos. El hecho de que esta distancia se ampliara mientras el proceso histórico no condujera a la reafirmación opuesta de la clase proletaria, nos instó a no cometer aventuras del tipo que Trotsky había predicho, llegando a abogar, tras la toma del poder por parte de Hitler en enero de 1933, por la entrada de la oposición en los partidos socialistas. Nuestra fracción continuó preparando las condiciones para la recuperación del proletariado a través de una comprensión real de la evolución del mundo capitalista, en cuya órbita también había entrado la Rusia soviética.
Ya hemos visto en el capítulo dedicado a los acontecimientos chinos de 1926-27 que el sello distintivo de la táctica de la Internacional no son simples posiciones oportunistas, sino posiciones que se oponen violentamente a los intereses inmediatos y finalistas del proletariado. La Internacional no puede quedarse a mitad de camino, debe llegar hasta el final: así lo exigen las necesidades de la evolución contrarrevolucionaria del Estado en su seno y que, tras el triunfo de la teoría del «socialismo en un solo país», después de haber roto con los intereses del proletariado mundial no puede quedarse colgado en el aire, y debe girar directa y violentamente hacia los intereses opuestos de la conservación del mundo capitalista.
Cuando existían posibilidades revolucionarias en China, hasta marzo de 1927, se preconizaba la política y la táctica de disciplinar al proletariado a la burguesía; cuando estas posibilidades ya no existían, se volvía hacia el levantamiento de Cantón de diciembre de 1927; completando así el curso político que debía llevar al aplastamiento del proletariado chino.
En 1928 maduró la formidable crisis económica que estallaría al año siguiente en América y que posteriormente se extendería a todos los países. La táctica de la Internacional se mantuvo; en 1928 todavía impregnada de los criterios seguidos en Inglaterra con el Comité Anglo-ruso y en China con el bloque de cuatro clases.
La «insurrección» de Cantón no fue más que un episodio que, como vimos en el capítulo anterior, fue incluso criticado -aunque en voz baja- en el Ejecutivo ampliado de febrero de 1928. Sin embargo, los acontecimientos demostrarían que no se trataba en absoluto de un episodio fortuito, sino de un pródromo que caracterizaba bien la táctica del «tercer periodo», que no se estableció hasta el año siguiente. Mientras tanto, en Francia se aplicó la táctica de la «disciplina republicana» (que recibió el nombre de «táctica de Clichy»), que llevó a los comunistas a asegurar la elección de senadores socialistas y radicalmente socialistas frente a los derechistas de Poincaré y Tardieu; en Alemania, la política del referéndum «popular» contra los subsidios a los príncipes; mientras que el Partido Italiano -en correlación con la política seguida en el primer periodo del Aventino en junio-noviembre de 1924- lanzó la directiva de los «Comités Antifascistas» (un bloque que postulaba la adhesión de socialistas, reformistas y todos los opositores al fascismo). Por otra parte, en una carta dirigida a nuestra corriente y publicada en el número 4 del 1 de agosto de 1928 de Prometeo (edición extranjera), el C.C. del Partido escribía: «Debemos ponernos también a la cabeza (subrayado en el original) de la lucha por la república, pero dando a esta lucha, inmediatamente, un contenido de clase. Sí, hay que decirlo, nosotros también estamos por la república garantizada por una asamblea de obreros y campesinos». La república italiana ha llegado y, como todos sabemos, está «garantizada» por la asamblea de obreros y campesinos que, en la barriada de Montecitorio, velan ansiosamente por el éxito de la reconstrucción de la sociedad capitalista tras los trastornos ocasionados por la guerra y la derrota militar.
En 1928, la Internacional se mantuvo, pues, en el marco de la táctica de 1926 y 1927 y actuó como el ala izquierda de las formaciones políticas de la democracia burguesa.
A continuación, pasa a una modificación radical.
Comencemos por examinar el aspecto teórico de la nueva táctica que, en una escala progresiva, sería decidida por el 9º Ejecutivo Ampliado (marzo de 1928), el 6º Congreso Mundial de la Internacional y el simultáneo 4º Congreso de la Internacional Sindical Roja en el verano de 1928, el 10º Ejecutivo Ampliado en julio de 1929 y, finalmente, el 11º Ejecutivo Ampliado en 1931.
En la «Resolución sobre el papel del Partido Comunista en la Revolución Proletaria», el II Congreso de la Internacional había advertido: «Las nociones de Partido y de clase deben distinguirse con el mayor cuidado». La «táctica del tercer período», tras desvirtuar completamente los criterios de delimitación de clase, llega a identificar demagógicamente la clase en el Partido.
En el ámbito económico y social, el marxismo delimita la clase según la base del régimen capitalista del asalariado y considera que los que viven de su salario forman parte de ella.
La transformación es ahora radical: los que predominan en la clase son la parte de los trabajadores afectados por la violenta crisis económica, es decir, los desempleados a los que también se dirige la demagogia nazi. El Partido, en consecuencia, no establece un plan de movilización total del proletariado, sino que limita su acción a la movilización de los parados. En consecuencia, los desorganizados son considerados más conscientes que los trabajadores encuadrados en los sindicatos y se funda la «Oposición Sindical Revolucionaria», mientras se descuida todo el trabajo en los sindicatos dirigidos por los «socialfascistas». El proletariado se encuentra así dividido en dos: la parte controlada por el Partido, que comprende entonces la vanguardia, se separa del resto de la clase obrera y se lanza a acciones ofensivas, que debían ofrecer las mejores condiciones para el éxito de la represión capitalista.
En el ámbito más político, la nueva táctica no pretende golpear a la clase capitalista en su conjunto, sino que aísla a una de sus fuerzas, la socialdemócrata, que será calificada de «socialfascista». En Alemania, donde es entonces el pivote de la evolución del capitalismo mundial y donde se prepara la liquidación del Estado Mayor democrático para sustituir al Estado Mayor nazi mientras se produce el correspondiente cambio en la estructura del Estado capitalista, la Komintern en lugar de plantear la acción de clase del proletariado contra el capitalismo, llama a las masas a combatir aisladamente al «socialfascismo» como enemigo número uno, lo que suponía convertir al Partido Comunista en un flanqueador del ataque de Hitler. Y cuando Hitler tomó la iniciativa de un referéndum «popular» para derrocar al gobierno socialdemócrata en Prusia, el Partido tenía de hecho el mismo objetivo, pues no hizo de su intervención en el referéndum un momento de la acción general contra la clase capitalista, sino que se mantuvo en el marco de la lucha contra el «socialfascismo».
En un plano político más general, la política del Partido se resume en la fórmula de «clase contra clase». La clase proletaria está ahora constituida por el Partido del que emanan todas las formaciones anexas (oposición sindical revolucionaria, Liga antiimperialista, Amigos de la U. R. S. S. y otros muchos organismos colaterales): todo lo que está fuera del Partido y sus anexos (y no olvidemos que todas las corrientes marxistas fueron expulsadas de la Komintern) es la clase burguesa o, más exactamente, el «socialfascismo». Las organizaciones de masas ya no derivan de los fundamentos de la economía capitalista, sino que resultan de la iniciativa del Partido, mientras que las fracciones sindicales están prácticamente eliminadas y carecen de su razón de ser ya que los sindicatos -que actúan fuera de la órbita del Partido- son organismos «socialfascistas».
Fue en este periodo cuando surgió la gran deidad de la «línea política del partido». ¡Qué lejos estamos de la época de Lenin, cuando las posiciones tácticas del Partido se sometían al escrutinio de los acontecimientos y se intentaba frenéticamente determinar su validez! A estas alturas, la «línea política» estaba consagrada como una institución divina y se convirtió en un crimen no sólo impugnar su infalibilidad, sino también no comprender su significado oculto. Esto era absolutamente imposible ya que la «línea política» del Partido obedecía únicamente a las necesidades indicadas de la adaptación del Estado ruso a su nuevo papel como instrumento de la contrarrevolución mundial y quien podía reflejar sus vicisitudes era únicamente el centro de dirección a la cabeza de este Estado. El resultado fueron los bruscos y repetidos virajes que regularmente protagonizaban los dirigentes del Partido que, por no haber abandonado del todo la facultad de razonar y reflexionar, demostraban que no eran «verdaderos» bolcheviques porque no llegaban a defender hoy con igual calor lo contrario de lo que decían ayer.
Se podría considerar, a partir de un análisis superficial, que los éxitos alcanzados en el campo de la industrialización en Rusia, el fortalecimiento económico y por tanto militar del Estado ruso y el desencadenamiento simultáneo de la ofensiva «revolucionaria» en los demás países deberían haber provocado una violenta represalia del capitalismo contra el Estado ruso. No sólo no ocurrió esto, sino que poco después de la victoria de Hitler en Alemania, los Estados Unidos reconocieron oficialmente a Rusia, que -según las propias declaraciones de la dirección de la Komintern- logró así una victoria diplomática muy importante, mientras que las puertas de la Sociedad de Naciones -que Lenin describió con precisión cómo «la sociedad de los bandidos»- se abrieron a la entrada de la Rusia de los Soviets. Este era el epílogo lógico del curso seguido por la política de la Komintern.
De hecho, hubo una concomitancia muy estrecha entre los éxitos de los planes quinquenales (que también fueron posibles gracias a la ayuda del capitalismo, que importó materias primas a Rusia contra las exportaciones de cereales, mientras que las raciones de pan eran absolutamente insuficientes) y la política de la ofensiva «revolucionaria». En Rusia las «colosales victorias del socialismo» fueron en realidad el resultado de la intensificación de la explotación del proletariado y, en los demás países, la clase proletaria se vio incapacitada -gracias a la táctica del «tercer período»- para reaccionar ante la ofensiva capitalista. Y la victoria de Rusia en el campo de la industrialización y la diplomacia, al igual que la toma del poder por parte de Hitler en Alemania, son dos aspectos del mismo curso: del curso victorioso de la contrarrevolución del capitalismo mundial, tanto en Rusia como en otros países.
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Pasemos ahora a un análisis sucinto de los documentos oficiales de la Komintern y de los acontecimientos que caracterizaron la táctica del «tercer período». ¿Por qué «tercero»? El 6º Congreso Mundial especifica lo siguiente:
Primer período (1917-23) entre la victoria revolucionaria en Rusia y la derrota revolucionaria en Alemania. La de la «crisis aguda» del capitalismo y las batallas revolucionarias;
Segundo periodo (1923-28). El de la «estabilización capitalista»;
Tercer período (que comenzó en 1928 y que terminaría en 1935, cuando se produjo la caída del «social-fascismo» al Frente Popular). La de la «radicalización» de las masas.
Empecemos por señalar que esta esquematización de las situaciones no tiene nada que ver con el marxismo, que no distingue «compartimentos» sino que representa el proceso de desarrollo que vincula estrechamente las situaciones y en el que los criterios marxistas de la lucha de clases permiten discernir las fluctuaciones favorables y desfavorables. Éstas pasan, en el período que va de 1917 a 1927, de la victoria revolucionaria en Rusia, y su reflejo en la fundación de la Internacional Comunista -victoria del principio internacional e internacionalista- a la negación de este principio cuando, tras la derrota de la revolución en China, triunfa la teoría nacionalista y nacionalista del «socialismo en un solo país».
La clasificación del 6º Congreso, por ejemplo, deja en el primer periodo del avance revolucionario noviembre de 1922 en Italia, un acontecimiento de excepcional importancia no sólo para el sector italiano sino para toda la evolución política del mundo capitalista.
En cuanto a la caracterización del «tercer periodo», el VI Congreso detallará su análisis de la siguiente manera:
La guerra es inminente. Quien se atreva a negar esta inminencia no es un «bolchevique». Guerra no sólo entre imperialismos (en este momento la constelación fundamental se presenta en el marco de la violenta oposición de Inglaterra y Estados Unidos). Guerra también entre todos los imperialismos contra Rusia: esto sería «ineludiblemente» provocado tanto por Inglaterra, que lo verá como la «condición previa para su ulterior lucha contra el gigante americano», como por Estados Unidos que, si no tiene un interés tan urgente en derrocar el «socialismo en Rusia», sólo puede aspirar a extender también allí su dominación.
El agravamiento de la lucha de clases: “el proletariado no se queda a la defensiva, sino que pasa al ataque».
Las masas están tanto más «radicalizadas» cuanto más desorganizadas están.
El nuevo papel de la socialdemocracia se convirtió en «socialfascista«. En 1926-27, la socialdemocracia fue un aliado al que (ver Comité Anglo-ruso) la Komintern cedió la dirección de los movimientos proletarios. Hoy es el enemigo número uno. Los nazis desatan la ofensiva en Alemania: el Partido no establecerá un plan de lucha contra el capitalismo y sobre la base de la lucha de clases, sino exclusivamente contra el «socialfascismo». Al mismo tiempo, dado que las organizaciones sindicales de masas están enmarcadas en un aparato organizativo «social-fascista», se deduce que es necesario abandonar a las masas allí y pasar a construir otra organización: la «Oposición Sindical Revolucionaria», que defiende «la línea política del Partido».
Nótese la flagrante contradicción entre las dos inminencias: la de la revolución y la de la guerra. Es un hereje quien solo admite una. Por lo tanto, es herético el marxista que, en virtud de la interpretación materialista de la historia, si constata una inminencia, no puede dejar de excluir la inminencia contraria y se basa, por lo tanto, en la inversión de las situaciones en el curso del proceso histórico que lleva la guerra a su contrario: a la revolución.
Los acontecimientos demostraron que, punto por punto, las piedras angulares de la nueva táctica debían ser completamente desmentidas. Sí, es cierto:
La guerra no era en absoluto inminente en 1919 y, cuando estalló en 1939, las constelaciones eran completamente diferentes: Inglaterra se convirtió en aliada de Estados Unidos y estos dos imperialismos -los más ricos- se convirtieron a su vez en aliados del «país del socialismo».
No la clase obrera, sino el capitalismo, pasó a la ofensiva, que logró sus éxitos en la victoria de Hitler en enero de 1933 y, finalmente, en el desencadenamiento de la segunda guerra imperialista mundial.
No entramos en una época «social-fascista», pero en Alemania es el fascismo el que triunfa. El capitalismo liquida temporalmente a la socialdemocracia, salvo para recuperarla en el curso de la guerra, cuando, en connivencia con demócratas y nacional-comunistas, por un lado, fascistas y nacional-socialistas por otro, el mundo capitalista se sumergirá en la guerra de 1939-45.
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Pasemos ahora a un rápido repaso de los hechos más importantes que caracterizaron la «táctica del tercer periodo».
Ya hemos indicado que el hecho político predominante fue la llegada de Hitler al poder en enero de 1933. Hubo muchos otros acontecimientos políticos en los que la mencionada táctica tuvo la oportunidad de mostrar sus «virtudes», pero en el marco restringido de este artículo, sólo podemos limitarnos a lo esencial, es decir, a los acontecimientos en Alemania. Fue en septiembre de 1930, sólo cinco meses después de que el capitalismo alemán destituyera al gobierno de coalición encabezado por el socialdemócrata Mueller, cuando comenzó el avance fascista. A diferencia de lo que ocurrió en Italia en 1921-22, el nazismo alemán sigue una táctica predominantemente legalista. El mecanismo democrático resulta ser perfectamente adecuado para llevar a cabo la conversión del Estado capitalista de democrático a fascista, algo que no sorprende en absoluto a un marxista y de lo que son conscientes incluso los actuales incautos nacional-comunistas y socialistas en el gobierno de Italia y otros países. En lugar de atacar, como hicieron los fascistas en Italia, con violencia y bajo la protección de la policía democrática los reductos de clase del proletariado, los nazis alemanes emplean el método del progresivo desmantelamiento legal del aparato estatal de las posiciones dominantes que ostentan sus cómplices: los partidos de la democracia y la socialdemocracia alemanas. Este solo hecho de la posibilidad ofrecida al capitalismo de no tener que recurrir exclusivamente a la acción extralegal de las escuadras fascistas, demuestra el profundo cambio que se ha producido en la situación, en la que ya no actúa la amenaza del partido de clase del proletariado.
Esta realidad, naturalmente, será derribada por la Komintern. En un artículo de Ercoli (Stato operaio de septiembre de 1932) leemos entre otras cosas: «la primera diferencia (entre el asalto nazi en Alemania y el asalto fascista en Italia), la más importante, la que salta inmediatamente a la vista, es la que transcurre entre el período en que tuvo lugar la marcha sobre Roma y el período actual. Entonces estábamos al final de la primera posguerra y en vísperas del período de estabilización del capitalismo. Hoy nos encontramos en el corazón del tercer periodo, en el corazón de una crisis económica de una amplitud y profundidad sin precedentes, de una crisis que ha tenido y tiene sus manifestaciones más graves precisamente en Alemania… En segundo lugar, es necesario detener la atención en la línea de desarrollo del movimiento de las masas» (…) «Línea descendente» (en Italia), mientras que en Alemania «los combates decisivos están todavía por delante y el movimiento de las masas se desarrolla sobre una línea ascendente, en la dirección de estos combates decisivos». En realidad, las luchas decisivas de las masas no estaban ni por delante ni por detrás y, apenas un año después, Hitler recibió el gobierno de Hindenburg. El Partido, que unos días antes había organizado una manifestación «colosal» en el Sportpalast de Berlín, se desmoronó por completo el mismo día en que Hitler llegó al poder.
Los momentos esenciales del avance nazi son: el 9 de agosto de 1931, el plebiscito contra el gobierno socialdemócrata de Prusia, un plebiscito exigido por Hitler.
Las elecciones a la presidencia del Reich del 13 de marzo de 1932. En cuanto a la táctica electoral, la cuestión de la intervención del partido tanto en el plebiscito organizado por los fascistas como en las elecciones con un candidato propio, contra Hindenburg y Hitler, no puede ofrecer ninguna duda. Los comunistas no podían prestarse a la maniobra socialdemócrata y tenían que intervenir; pero había dos formas de intervenir. La marxista de hacer de estas dos manifestaciones electorales dos ocasiones de propaganda destinadas a movilizar al proletariado sobre una base de clase y contra el régimen capitalista, lo que condujo a la lucha contra la evolución que se estaba produciendo en el Estado capitalista de democrático a fascista, evolución que sólo podía ser combatida por el proletariado y su partido contra todas las fuerzas capitalistas (democráticas y fascistas) sólidamente unidas para el triunfo del nazismo; y la que desciende de la «táctica del tercer período», consistente en desvincular estas dos manifestaciones electorales del proceso real en el que estaban insertas convirtiéndolas en dos episodios de validación de la «línea política del partido» que ya no combate a la clase burguesa sino a una de sus fuerzas: «social-fascismo». El plebiscito que los fascistas organizaron para derrocar al gobierno socialdemócrata prusiano de Braun Severing se convirtió en el «plebiscito rojo» que se convirtió en la validación de la «política del partido». En las elecciones presidenciales, las masas son llamadas a votar contra Hitler y Hindenburg y por el líder del partido Thälman, pero no por la dictadura proletaria, sino para la realización del «programa de emancipación nacional». Ahora bien, como dichas elecciones eran momentos de la transformación del Estado burgués de democrático a fascista, la participación del Partido no en la lucha contra el capitalismo, sino en la lucha contra el «socialfascismo», sólo podía conducir a facilitar dicha transformación del Estado. Es decir, en el primer caso se trataba de lograr la expulsión de los socialistas del gobierno prusiano, en el segundo de confiar al Partido el objetivo de la «emancipación nacional». Por lo tanto, está claro que el partido adoptaba una posición que competía con la de los nazis y, si los acontecimientos de la época condujeron a la victoria de los nazis, nada excluye que en la situación actual el mismo programa sea enarbolado por el «partido socialista unificado» de Alemania que, bajo la hegemonía del imperialismo ruso, habla de «emancipación nacional» contra la misma «emancipación nacional» que el imperialismo anglosajón quiere lograr para su propio beneficio.
En cuanto a la política del partido en el ámbito social, descendía de los criterios mencionados de la lucha contra el «social-fascismo», la multiplicación de las escaramuzas, la «politización de las huelgas».
Dondequiera que la violenta crisis económica lleve a un movimiento de resistencia de los trabajadores y, en particular, de los desempleados, el partido interviene inmediatamente para convertirlo en un episodio de realización «revolucionaria», con la consecuencia de que, mientras la minoría es ametrallada, el resto de las masas asiste desalentado al avance victorioso de la ofensiva capitalista. El episodio más característico de esta táctica se produce en la manifestación del 1 de mayo de 1929 en Berlín, cuando Zörgiebel -el cuestor socialista digno sucesor de Noske- es capaz de tirar al suelo a veintinueve proletarios sin que se produzca un movimiento de masas que, además, no participarán en absoluto en la manifestación contra el «socialfascismo».
Mientras el movimiento nazi avanzaba a pasos agigantados, «L’Internationale Communiste», en su número del 1 de mayo de 1932, después de las elecciones presidenciales, constataba «el particular retroceso del partido en las regiones industriales, retroceso que se manifiesta precisamente en las regiones donde los nacionalsocialistas obtienen una serie de grandes victorias».
Pero esto no acalla el tambor de la demagogia. Thälman declara: «sembraremos la desintegración en el campo de la burguesía. Ampliaremos la brecha en las filas de la socialdemocracia y aumentaremos el proceso de efervescencia dentro de este partido. Formaremos brechas aún más profundas en el campo de Hitler».
Esta táctica, que, como hemos visto, consiste en última instancia en flanquear la política nazi, no recibe ninguna justificación por parte de la Internacional, salvo la evocación del papel desempeñado anteriormente por los socialdemócratas. «Estado Obrero» de julio-agosto de 1931, en un artículo destinado a justificar la política del partido alemán, escribe: «¿Quién acusa a los comunistas de ser los aliados del fascismo? Son los ministros de policía de Prusia, los fusileros obreros y el señor Pietro Nenni, un fascista de primera hora. Estas consideraciones serían suficientes para juzgar la causa».
Cuando Hindenburg entregó el poder a Hitler el 30 de enero de 1933, se repitió en esencia en Alemania la victoria del capitalismo internacional que se había consagrado en Rusia en diciembre de 1927, cuando triunfó la «teoría del socialismo de un solo país». Una simple inversión de términos en la misma fórmula. En Rusia el nacional socialismo, en Alemania el nacional socialismo. Esto sentó las bases para encaminar al mundo hacia la segunda guerra imperialista mundial, tras las etapas intermedias de Abisinia y España.
La derrota infligida al proletariado internacional en Alemania no provocó ninguna reacción en el seno de la Internacional contra la táctica seguida por la Komintern. Manuilski se alegró de ello y declaró en la reunión plenaria del Ejecutivo de la Internacional (véase Estado Obrero de febrero de 1934): «La actitud sobre la cuestión alemana ha sido una piedra de toque del grado de bolchevización de las secciones de la Internacional Comunista, de su temperamento bolchevique, de su capacidad para afrontar los giros bruscos de la situación. Hay que reconocer con satisfacción en este Pleno que las secciones de la Komintern superaron esta prueba con honor. Pensemos en lo que habría ocurrido si estos hechos se hubieran producido hace unos años, cuando la bolchevización de los partidos de la Internacional se estaba produciendo a través de continuas crisis. Sin duda, habrían provocado una profunda crisis en la Komintern. No se podía ser más cínico y al mismo tiempo más explícito sobre el significado de la «bolchevización». Manuilski nos lo dice inequívocamente: es el éxito total de la bolchevización lo que inmuniza a la Internacional de cualquier reacción contra el éxito de las tácticas de flanqueo de Hitler en Alemania. Después de esta prueba decisiva, la Komintern sólo podía mostrarse perfectamente apta para la siguiente fase de la política belicista en España, a la espera de convertirse en cómplice de las fuerzas democráticas y fascistas en el curso de la segunda guerra imperialista mundial.
Los acontecimientos alemanes iban a acentuar la brecha entre las posiciones políticas de Trotsky y las de nuestra corriente, una brecha que ya se había manifestado no sólo en cuestiones internacionales en la crítica de Trotsky a la política de la Komintern durante los acontecimientos alemanes de 1923, crítica que Bordiga juzgó insuficiente (véase «La cuestión de Trotsky» de A. Bordiga), sino también -como hemos visto en los capítulos anteriores- en las cuestiones rusa y china.
Trotsky, calcando sobre la situación alemana las tácticas seguidas por el Partido Bolchevique entre 1905 y 1917 y, particularmente, las aplicadas en septiembre de 1917 en el momento de la amenaza de Kornilov contra el gobierno de Kerensky, partió de la premisa de que la socialdemocracia era históricamente una fuerza de oposición al ataque fascista, y concluyó que había que abogar por un frente unido para oponerse al ataque nazi. Y nuestra corriente fue acusada por Trotsky de «estalinismo» porque repitió, con respecto a la situación alemana en 1930-33, la política seguida por el Partido de Italia en 1921-22, que consistía en el frente único sindical para reivindicaciones parciales que dieran lugar a una movilización de la clase obrera en su conjunto contra la clase capitalista. Por otra parte, en la cuestión del poder, para nosotros, la posición central de la Dictadura Proletaria debía permanecer inalterada y no podía conocer sustituto. Trotsky no sólo no aceptó la polémica con nuestra corriente, sino que, intolerante a sus críticas a la Oposición Internacional, no pudo encontrar otra solución que la administrativa con nuestra expulsión de dicha Oposición Internacional, sancionada en 1932. Trotsky no comprendió que no era posible juzgar la evolución del Estado capitalista en 1930-33 según la evolución que había tenido lugar en el período anterior a la Primera Guerra Mundial Imperialista. Si antes el Estado capitalista evolucionaba según el procedimiento democrático, esto dependía de las particularidades históricas de la época. En el período del imperialismo financiero, donde la lucha entre las clases había llegado a su clímax, el Estado fue llevado -por las nuevas circunstancias históricas- a evolucionar en la dirección totalitaria y fascista, y todas las fuerzas políticas del capitalismo sólo podían favorecer y contribuir conjuntamente a este resultado. El resultado fue, por tanto, que la socialdemocracia, aunque destinada a ser una de las víctimas de este proceso, sólo podía ser un factor de su desarrollo, mientras que sólo la clase proletaria y su partido de clase podían provocar la ruptura de este curso del Estado capitalista. Una trayectoria que podría explicarse no por los precedentes históricos sino por la dialéctica de la lucha de clases en su fase más avanzada.
La Internacional, fundada para el triunfo de la revolución mundial, estableció así la «táctica del tercer período», que facilitó y acompañó el triunfo del nazismo en Alemania. El camino que se había iniciado en 1927 continuó trágicamente y sólo las patrullas dispersas de la izquierda italiana permanecieron en la brecha defendiendo las posiciones marxistas.
- La táctica del antifascismo y el Frente Popular (1934-38)
La llegada de Hitler al poder (30 de enero de 1933) no provoca inmediatamente un cambio radical en la táctica de la Komintern, que sigue centrándose en la fórmula del antifascismo que examinamos en el capítulo 4.
La Segunda Internacional lanza una propuesta de boicot a los productos alemanes e invita a la Komintern a participar en una campaña internacional destinada a suscitar la indignación del «mundo civilizado contra la tiranía nazi». La Komintern se negó, pero no presentó ninguna objeción de principio, lo que difícilmente podría haber hecho ya que en 1929 -en un momento en que la táctica de la alianza con la socialdemocracia aún no había sido abandonada- fue la Komintern la que propuso una amplia acción internacional para boicotear a la Italia fascista. Y en ese momento fue la Segunda Internacional la que empleó el expediente de las tergiversaciones, proporcionando así el pretexto para que la Komintern empleará el mismo método tras la llegada de Hitler al poder.
El «boicot» a los productos alemanes, al suponer la incorporación del movimiento proletario al seno del capitalismo «antifascista», entra de lleno en la lógica de la política socialdemócrata que, desde 1914, había apelado a las masas trabajadoras para que se lanzaran a la guerra entre los estados capitalistas haciendo causa común con esa constelación imperialista que decía luchar «por la libertad y la civilización». La clase que, ya sea en el ámbito de la producción o del comercio internacional, podía decidir boicotear o no un determinado sector de la economía mundial, era evidentemente la clase burguesa. La apelación a esta clase por parte de la socialdemocracia no era nada nuevo, pero la confusión que ya reinaba en las filas de la vanguardia proletaria debía ser evidente en el apoyo que dieron a esta campaña de boicot el movimiento trotskista, que se encaminaba hacia la táctica calificada de «entrista» -es decir, unirse a los partidos socialistas para reforzar su ala izquierda-, y el S.A.P. (Sozialgemeinenossenschaft). A.P. (Sozialistische Arbeiter Partei), nacido de la conjunción de las corrientes de izquierda de los partidos comunista y socialista alemanes.
Ya hemos dicho que la Komintern no había tomado una posición frontal y de clase contra la propuesta de la Segunda Internacional. Y esto es natural si se tiene en cuenta que toda la táctica del «socialfascismo» había sido, en última instancia, la de flanquear al movimiento nazi, y que la llegada de Hitler significó una mejor organización de los intercambios económicos ruso-alemanes. En correspondencia con la creciente intervención estatal también en el ámbito económico, Hitler tomó disposiciones especiales para una garantía estatal a los grupos industriales que recibían pedidos de Rusia y tenían que esperar mucho tiempo para el pago.
A nivel internacional, la diplomacia rusa actuó en una línea convergente y Litvinov se reunió con las delegaciones italiana y alemana en la Conferencia de Desarme de Ginebra para apoyar la tesis «pacifista» del desarme por planes, de realización inmediata, frente a la tesis francesa, igualmente «pacifista» y basada en la fórmula de la preeminencia de la noción de seguridad (es decir, la garantía del predominio de los vencedores de Versalles) sobre las nociones de arbitraje y desarme.
Fue entonces cuando Mussolini concibió la idea del Pacto de los Cuatro (Francia, Alemania, Inglaterra e Italia); la idea de los Cuatro Grandes, que sería retomada por el archidemócrata Byrnes en 1946 y apoyada por el laborista Bevin, aunque los actores habían cambiado.
El Pacto de los Cuatro, firmado en Roma el 7 de junio de 1933, dice: «Las Altas Partes Contratantes se comprometen a concertarse en todas sus cuestiones y a hacer todo lo posible para practicar, en el marco de la Sociedad de Naciones, una política de colaboración eficaz entre todas las potencias, con vistas al mantenimiento de la paz». El pacto se firma por diez años y contiene la hipótesis de una revisión del tratado. Esta hipótesis ya se había hecho realidad, puesto que, tras la moratoria proclamada en 1931 por Hoover en la Conferencia de Lausana de 1932 -y cuando todavía había un gobierno «democrático» en Alemania- se liberó explícitamente a Alemania del pago de las reparaciones.
Es bien sabido que, no por la vía de las consultas al estilo parlamentario, sino por medio de grandes golpes, Hitler desmanteló una a una las cláusulas del Tratado de Versalles. Cuatro meses después de la firma del Cuarto Pacto, Hitler abandonó la Sociedad de Naciones y celebró un espectacular plebiscito. Este sistema de los «hechos consumados», del «puño en la mesa», respondía plenamente a las necesidades de la acentuada preparación de las masas para la guerra y Hitler se vio obligado a recurrir a él por el hecho de que la economía alemana no podía encontrar otra salida a la situación que una inmediata intensificación de la industria de guerra. Y, para ello, era necesario un apoyo plebiscitario simultáneo de las masas. Las potencias «democráticas» lo dejaron así temporalmente, a la espera de que la situación internacional alcanzara el punto de saturación deseado para desencadenar la Segunda Guerra Mundial.
Pero la esencia del Pacto de los Cuatro consistía sobre todo en una maniobra para alejar a Rusia de Europa y al mismo tiempo en una orientación del apoyo a Alemania para que se desbordara no hacia el Oeste franco-inglés, sino hacia el Este ruso y en particular hacia Ucrania.
Fue en estas particulares contingencias internacionales donde maduró la nueva táctica del antifascismo de la Komintern y el Frente Popular: Rusia se orientó hacia las potencias «democráticas». En otoño de 1933, los Estados Unidos reconocieron a Rusia «de iure», y el Rundschau escribió un artículo titulado: Una victoria de la U.R.S.S. – Una victoria de la revolución mundial
En el plano político, el primer síntoma del cambio de táctica se produce en el juicio de Leipzig en diciembre de 1933. Aquí iba a ser juzgado el anarquista holandés Van der Lubbe, que había incendiado el edificio del Reichstag el 27 de febrero de 1933, un mes después de que Hitler tomara el poder. La Komintern y la Segunda Internacional desataron inmediatamente una obscena campaña de demagogia: es el fascismo, el nazismo el que ha destruido el lugar sagrado de la democracia alemana; se organizará un contrajuicio en el epicentro del capitalismo más conservador, en Londres; los antifascistas publicarán un «Libro Marrón» y Hitler, que ha captado magníficamente el verdadero sentido de esta inmensa farsa mundial, añadirá notas adicionales a la sacrosanta indignación universal contra el ataque a la sede de la democracia burguesa: La prensa extranjera será admitida en el juicio de Leipzig, donde uno de los acusados, el centrista Dimitrov, concluirá diciendo: «Exijo, en consecuencia, que se condene a Van der Lubbe porque actuó contra el proletariado». Y los jueces nazis ‘vengaron’ al proletariado, ya que Van der Lubbe fue condenado a muerte y, por lo tanto, ejecutado, mientras que los otros acusados centristas serán absueltos y lavados de la ‘infame acusación’.
Mientras tanto, a la sombra de toda esta algarabía internacional, se desarrolló la feroz represión de Hitler contra el proletariado alemán. Mientras que la campaña en torno al juicio de Leipzig alcanza el máximo revuelo, sólo se dedican unas pocas líneas al juicio contemporáneo de Dessau (28 de noviembre de 1933), reducido a un episodio insignificante de la información periodística: «El Tribunal de Dessau dictó diez sentencias de muerte contra comunistas acusados de asesinar a un militante de Hitler».
Hemos visto, en el capítulo 4 dedicado a la táctica del «socialfascismo», que Hitler, a diferencia de la táctica seguida por el fascismo en Italia en 1921-22, había fijado su acción en el plan predominantemente legalista de desmantelar progresivamente las instituciones democráticas alemanas de sus cómplices socialdemócratas. Por lo tanto, ¡qué magnífica oportunidad se les presentó a los revolucionarios marxistas para poner en marcha una acción internacional destinada a impedir que la mano del verdugo nazi cayera sobre el anarquista Van der Lubbe, responsable de incendiar una de las instituciones fundamentales del capitalismo, que además había servido tanto para facilitar el ascenso de Hitler al poder! Pero los revolucionarios marxistas quedaron reducidos al estrecho círculo de la corriente de izquierda italiana que impuso la lucha de clases tanto contra el nazismo victorioso como contra la democracia que sucumbía en Alemania, mientras que los propios trotskistas se postularon en apoyo de la socialdemocracia decidiendo afiliarse a los partidos socialistas.
Como hemos dicho, fue en el plano internacional y en los intereses particulares y específicos del Estado ruso donde se planteó la nueva táctica de la Komintern. A la fórmula del «social-fascismo» le sucederá la fórmula opuesta del antifascismo, del bloque democrático, de la defensa de la democracia, de la lucha contra los facinerosos (los fascistas), una táctica que pasa por la defensa del Negus de Abisinia, la lucha antifranquista, y finalmente recae en la instauración del voluntariado a través de los movimientos de «Resistencia» durante la Segunda Guerra Mundial Imperialista.
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En Rusia, en 1932, el primer Plan Quinquenal fue todo un éxito. Aplicado en cuatro años en lugar de cinco, había superado, en la industria pesada, los objetivos fijados al principio. En el primer capítulo de este examen de la táctica de la Komintern señalamos que, si bien no se puede imaginar ninguna oposición entre los primeros planes concebidos por Lenin en 1918 y las consideraciones de principio que le llevaron a hacer la retirada que lleva el nombre de NEP, sí existe una oposición de principio entre los primeros planes económicos de Lenin, la NEP y los planes quinquenales de Stalin. Siguiendo los pasos de Marx y sus esquemas sobre la economía capitalista, la idea de Lenin de la indispensable planificación de la economía giraba en torno al desarrollo de la industria de consumo a la que debía adaptarse el desarrollo de la industria de producción. La propia NEP se basa en esta consideración de principio, y no habría sido necesario realizarla si el objetivo no hubiera sido la elevación de las condiciones de vida de los trabajadores, sino el otro, puramente capitalista, de la acumulación intensa para el desarrollo de la industria pesada. Lenin no habría tenido necesidad de hacer concesiones al campesinado y a la pequeña burguesía -elementos económicos y políticos que no eran útiles sino perjudiciales para los colosales logros industriales-, pero tuvo que hacerlas para mantener la orientación de la economía soviética en la línea de la mejora constante de las condiciones de vida de los trabajadores. Stalin rompió con los principios marxistas de Lenin tanto en el terreno económico interno de Rusia, cuando instituyó los planes quinquenales que sólo podían alcanzar las cotas de industrialización mediante la intensificación de la explotación de los trabajadores, como en el terreno político con la expulsión de la Komintern de cualquier tendencia que siguiera siendo internacionalista y se opusiera a la teoría y la política nacionalista del «socialismo en un solo país».
El primer plan quinquenal fue un éxito total. Siguiendo los pasos de sus compinches capitalistas en todos los países, Stalin se embarcó en el 2º Plan Quinquenal (1932-1936) afirmando que ahora se trataba de realizar objetivos que en realidad serían completamente opuestos a los declarados. Desde su llegada al poder, el capitalismo siempre ha dicho que la mejora de las condiciones generales de vida de los trabajadores depende del desarrollo de la economía y que cuanto mayor sea la montaña de producción, mayor será la cuota de los trabajadores. Cuando se preparaba el Segundo Plan Quinquenal, Stalin dijo lo mismo: la industria pesada había sido reconstituida, ahora se trataba de reconstituir las demás ramas de la economía soviética y, en consecuencia, de mejorar el nivel de vida de los trabajadores. Fue en el transcurso del Segundo Plan Quinquenal cuando nació la nueva deidad, Stajanov; la esencia del socialismo pasó a consistir en una carrera por la máxima productividad del trabajo y el fortalecimiento simultáneo de las posibilidades económicas y militares del Estado soviético, en cuyo altar había que sacrificar toda reivindicación salarial.
Esta dirección económica no encontró ninguna posibilidad de reacción marxista en el seno del Partido ruso y cuando, a finales de 1934, Nicolaiev recurrió a un atentado contra el secretario del Partido de Leningrado, una feroz represión cayó sobre el «Centro de Leningrado». Stalin, anticipándose a los procedimientos que los nazis y los demócratas aplicarían durante la Segunda Guerra Mundial Imperialista, recurrió a las represalias. Ningún juicio y 117 personas fusiladas. Mientras tanto, Litvinov se sumó a una moción en Ginebra que condenaba el terrorismo y argumentaba con expresiones “marxistas» que el marxismo y el terrorismo eran irremediablemente opuestos. Rusia, para financiar el segundo plan y obtener las materias primas indispensables, debe exportar cereales. En virtud de las invocadas perspectivas de mejora de las condiciones de los trabajadores, el C. C. del Partido Ruso suprimió la carta del pan y el racionamiento de los productos agrícolas el 1 de enero de 1935. Así, los trabajadores se vieron obligados a aumentar su esfuerzo laboral para que los salarios les permitieran abastecerse en el mercado libre, ya que el Estado «proletario» ya no garantizaba -a través de los almacenes estatales- el control de los productos de primera necesidad.
Por lo tanto, el cambio de táctica de la Komintern madura sobre la base de consideraciones inherentes al Estado soviético en el plano internacional, y en oposición creciente a los intereses de los trabajadores rusos.
La cruel derrota china de 1927 había arrastrado definitivamente a la Internacional Comunista a la vorágine de la traición: sólo los que querían luchar por el programa nacional y nacionalista del «socialismo en un solo país» podían ahora pertenecer a la Internacional de la Revolución. Los otros, los internacionalistas, son primero expulsados y luego, en Rusia y en España, masacrados; en los demás países son puestos en el Índice y en la medida en que se acentúa la connivencia de los Partidos Comunistas con el aparato del Estado burgués – se pide a este «Estado democrático» que demuestre con hechos sus virtudes «antifascistas» al abandonar toda tergiversación y emplear la violencia represiva contra los «trotskistas». Todos son calificados como trotskistas cuando se oponen a la dirección contrarrevolucionaria de la Internacional. Como en la época que sucedió a la liquidación de la Primera Internacional, la escena política está ahora ocupada por una bandera que no sólo multiplica la dispersión y la confusión ideológica, sino que tiende a polarizar la atención de los pocos proletarios revolucionarios que sobrevivieron a esta trágica masacre en torno a una bandera absolutamente inofensiva.
En 1866-70 todo el mundo se llamaba anarquista, incluido Marx; y es bien sabido que la propuesta de Marx de trasladar la sede de la Primera Internacional de Europa a América respondía a su convicción de que la nueva situación histórica provocada por la derrota de la Comuna no contenía la posibilidad de mantener una organización internacional del proletariado. Su mantenimiento sólo podría favorecer la victoria de las tendencias anarquistas sobre las puramente proletarias y revolucionarias. Después de 1927, el epíteto en boga fue el de «trotskista». Lo peor fue que el propio Trotsky cayó en esta trampa y dejó que la Organización Internacional de la Oposición se calificara de «trotskista». Cuando Marx había dicho que no era marxista, había querido indicar que la teoría y la política del proletariado se enuclean en el curso de la lucha de clases, que constituyen un método de conocimiento e interpretación de la historia, no un conjunto de versos bíblicos que hay que recitar después de emplear todos los sacramentos necesarios para establecer la voluntad del creador. Y Trotsky -rompiendo definitivamente con lo que había sido el uniforme de Marx, Engels y Lenin, sobre el problema fundamental de la construcción del Partido de la clase proletaria- comprobó que la victoria de Hitler anulaba la posibilidad de «enderezar» la Internacional Comunista y después de un análisis de la situación donde la forma contundente de exposición toma el lugar de la comprensión marxista de la realidad, se lanza a la aventura de la entrada de la Oposición en los Partidos Socialistas. En el plano político, está atrapado en la hipótesis histórica de que no es Stalin, sino Hitler, el super-Wrangel que centrará el ataque del capitalismo internacional contra Rusia, llevada al borde del colapso por la imposibilidad de realizar los planes quinquenales. Mientras que este esquema político iba a ser totalmente desmentido por los acontecimientos, la concentración de la vanguardia proletaria en la defensa del Estado ruso, llevada al desastre por Stalin, hizo completamente inofensivo el clamor político que Trotsky y su organización hacían en todos los países: No sólo pudo Stalin, desde el momento en que fue capaz de doblegar al proletariado ruso a una intensa explotación, realizar los planes quinquenales, sino que el Estado soviético, incorporado al sistema del capitalismo mundial, no iba a conocer el desastre sino la victoria en el curso de la guerra de 1939-45. Al ver en todas partes -incluso cuando Mussolini atacó al Negus- un episodio de la lucha del capitalismo mundial contra Rusia, cuando este Estado ruso era ahora -al igual que los Estados democráticos y fascistas- un instrumento de la contrarrevolución mundial, Trotsky, que había sido uno de los mayores dirigentes de la Revolución de Octubre, se había vuelto completamente inofensivo para el capitalismo; y el epíteto de trotskista que se les puso a todos fue un elemento más de la confusión ideológica en la que se encontraba el proletariado; y tanto más cuanto que Trotsky y su organización veían un éxito revolucionario creciente en el hecho de que sus mercancías políticas estuvieran familiarizadas con los éxitos de la gran publicidad de la prensa.
Tras el estallido de la crisis económica mundial de 1929, la Komintern había invertido los términos de una maniobra política que había conducido a la inmovilización de la clase proletaria: primero una alianza con los tradeunionistas y Chang-Kai-Chek, luego una lucha contra el «socialfascismo». Si los términos cambian, la sustancia es la misma. Y, en el curso de estas dos fases de la táctica de desmantelamiento progresivo de la clase proletaria tanto en Rusia como en otros países, la Komintern se apoya en una multiplicidad de órganos subsidiarios que favorecen la dispersión ideológica y política del proletariado. En el curso del primer período estos órganos subsidiarios se polarizan en torno a la consigna del antifascismo, en el curso del segundo período -el del socialfascismo- la polarización se hace en torno a la fórmula de la lucha antibélica y la defensa de la URSS.
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Después de la victoria de Hitler, pasamos a la táctica del Frente Popular y los socialfascistas de ayer se convierten en «demócratas progresistas». Pero la evolución de la situación económica y política exige un avance correspondiente en el camino hacia el encuadramiento de las masas trabajadoras dentro del Estado capitalista. Hasta 1934, la Komintern encontró en todos los organismos periféricos un vehículo suficiente para hacer avanzar sus posiciones contrarrevolucionarias; a partir de 1934, cuando el mundo capitalista no encuentra otra salida a la formidable crisis económica que lo asola que la de preparar el segundo conflicto imperialista mundial, debe ir más allá y hacer que las masas acepten como objetivo el de cambiar la forma de gobierno de la clase burguesa. El movimiento de masas debe reunirse y soldarse en torno al Estado capitalista, y en esto consiste la nueva táctica del Frente Popular, cuyo centro experimental está primero en Francia y luego en España. Y no debería sorprender que el Estado soviético, que había roto de forma decisiva y definitiva con los intereses del proletariado ruso e internacional en 1927, pudiera hacer tan casualmente cambios tan radicales y contradictorios y que la política de la Komintern fuera en la misma línea. Ya Mussolini, cuando se jactó en 1923 de haber sido el primero en reconocer el Estado ruso «de iure», dejó claro que esto no le comprometía a realizar el más mínimo cambio en su política ferozmente anticomunista. Hitler reiteró el mismo punto después de tomar el poder.
De hecho, el punto de soldadura entre la política de los estados burgueses es sobre una base de clase y en este sentido la conjunción es perfecta entre la política anticomunista de Stalin y la de todos los demás gobiernos capitalistas restableciendo relaciones «normales» con el estado ruso convirtiéndose en un estado «normal» de la clase capitalista internacional. El reflejo en el ámbito internacional de esta política anticomunista, que es común tanto a los estados democráticos y fascistas como al soviético, sólo se expresa formalmente de forma contradictoria, mientras que sustancialmente la línea está unificada y tiende al desenlace del conflicto imperialista en el que todos los «ideales» serán magníficamente comercializados para atiborrar los cráneos y lanzar a los proletarios de los diferentes países unos contra otros.
Marx, en la «Crítica del Programa de Gotha», refuta la idea de Lassalle de la existencia de una única clase burguesa reaccionaria, porque el simplismo de Lassalle conducía no sólo a la imposibilidad de comprender el intrincado proceso social que el capitalismo consigue polarizar en su beneficio, sino también a la unión del movimiento proletario con aquellas fuerzas puramente capitalistas que no pertenecen a la categoría calificada como «conservadora». Los que se mueven en la línea de Lassalle, que concibió un socialismo estatista apoyado en Bismarck, son las fuerzas políticas que dicen querer «corregir» los abusos del capitalismo cuando en realidad aseguran el éxito de estas formas abusivas, las únicas que tienen derecho a la ciudadanía en la fase histórica de la decadencia del capitalismo imperialista y monopolista.
Si en Alemania e Italia estas fuerzas se llaman fascistas, mientras que en Francia se llaman socialistas y comunistas, el programa político es el mismo, y si Blum no se da cuenta, mientras que Hitler sobre todo logra éxitos incuestionables en el intervencionismo estatal, esto depende de las diferentes particularidades de los dos estados capitalistas y del lugar que ocupan en el proceso, del devenir del capitalismo en su expresión internacional.
En cuanto a la expresión formal contrastada de un proceso que es internacional y unitario, en cuanto al hecho de que un Estado se llame fascista y el otro democrático, que la dominación burguesa se ejerza en un país bajo una forma particular, en otro país bajo otra forma, esto no presenta ninguna dificultad de comprensión para los marxistas. La clase burguesa, que es un todo del que -salvo que se salga del camino recto del marxismo- no se puede separar ninguna fuerza del conjunto y condenarla o presentarla en oposición al conjunto, ha visto, en el período de desarrollo que coincide con el final del siglo pasado, un enfrentamiento entre sus fuerzas políticas y sociales de derecha e izquierda (la conservadora y la democrática), pero en la fase histórica de su decadencia sólo podrá utilizar la vieja división en derecha e izquierda para los fines de la propaganda y los intereses de su dominación sobre el proletariado.
Tanto la Francia del Frente Popular como la Alemania nazi se encuentran en el mismo plano impuesto por la historia al capitalismo y, si bien la una recurre a la ideología antifascista, la otra a la ideología nazi, el objetivo es el mismo: encuadrar a las masas bajo la firme disciplina del Estado y lanzarlas luego a la masacre de la guerra. Las relaciones entre los diferentes estados burgueses no tienen ningún carácter de fijeza ya que dependen de su evolución en el ámbito internacional y de la imposibilidad de la intervención de un elemento rector consciente y voluntario de las diferentes burguesías. Churchill es un ejemplo de cómo se puede seguir siendo coherente y ferozmente anticomunista pasando con gran facilidad de la lucha a la alianza con Rusia o Alemania.
En este devenir del proceso unitario del Estado en la fase imperialista del capitalismo, se asiste al hecho de que ciertos Estados encuentran en los Estados que se les oponen para la defensa de sus intereses, el material político que facilita la movilización de las masas para engancharlas a su carro y desvincularlas de sus bases de clase. En enero de 1933, en correspondencia con la subida al poder de Hitler, asistimos a la realización en Francia de la fórmula de gobierno que parecía más de izquierdas, dadas las contingencias del momento, mientras Daladier es llamado al gobierno por un parlamento que había experimentado una victoria electoral de izquierdas en 1932.
En cuanto a la política del Estado ruso y la correspondiente táctica de la Komintern, es en todas partes contrarrevolucionaria, pero adopta expresiones contradictorias a lo largo del tiempo. Por ejemplo, con la política del «socialfascismo» en l930-33, porque el objetivo del capitalismo internacional se concentra entonces en la victoria de Hitler. Una vez infligida esta terrible derrota al proletariado alemán y mundial, y establecida sólidamente esta victoria, el foco de atención se trasladó a otros países y particularmente a Francia. El resultado es la política que se especificará en la fórmula del Frente Popular, una política que hará el negocio del capitalismo francés y alemán y el de todos los demás países. Y la idea de patria será válidamente invocada por ambos, ya que está claro que a ambos lados de la barricada hay ahora un solo objetivo: amenazar la «integridad nacional» con la guerra.
La esencia de la nueva táctica consiste, pues, en el encuadramiento del proletariado en los respectivos aparatos estatales, mientras que los objetivos internacionales alternativos del capitalismo determinarán el antifascismo o el profascismo del Estado soviético y la expresión formal de la táctica de la Komintern: alianza con la socialdemocracia, socialfascismo, Frente Popular.
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Ya vimos en las primeras partes de este capítulo en qué consistía la esencia de la nueva voltereta de la Komintern del «socialfascismo» al «antifascismo». La crisis económica que comenzó en 1929 en Nueva York y que se extendió posteriormente a todos los países no encontró, después de 1934, otra solución que la preparación de la segunda guerra imperialista. En correspondencia con la realidad económica que imponía al capitalismo la solución extrema de la guerra, el extremo se convertiría también en el objetivo de los partidos comunistas, convertidos en instrumentos de la contrarrevolución y cómplices de las demás fuerzas burguesas, fascistas, socialistas y democráticas. Mientras que antes los partidos comunistas dirigían sus movimientos hacia una derrota inevitable, ahora los canalizaban hacia la corriente principal de sus respectivos estados capitalistas.
Al igual que la teoría del social-fascismo no tenía alcance directo en los países no amenazados por un ataque fascista y su carácter internacional resultaba del hecho de que Alemania -donde esta táctica tenía una importancia decisiva- era en ese momento el pivote de la evolución capitalista mundial. De este modo, la nueva táctica antifascista no tuvo una incidencia directa en los países en los que el fascismo estaba firmemente implantado (Alemania, Italia), pero tuvo una gran importancia en Francia primero, y luego en España, es decir, en los dos países en los que no sólo se enfrentaron las clases y los partidos autóctonos, sino que se desarrolló un dispositivo de orden internacional que iba a funcionar a pleno rendimiento durante la guerra de 1939-45.
Fue durante este periodo (1934-38) cuando se puso de manifiesto por primera vez el carácter particular de un desarrollo político en el que todavía estamos inmersos. Al contrario de lo que ocurrió en general en todos los países y particularmente en 1898-1905 en Rusia, cuando las impetuosas huelgas generaron la afirmación del partido de clase, los poderosos movimientos austríacos, franceses, belgas y españoles no sólo no provocaron la afirmación de una vanguardia proletaria y marxista. Lo que dejó en fatal aislamiento a la izquierda italiana, que se había mantenido fiel a los postulados revolucionarios del internacionalismo contra la guerra antifascista y la destrucción del Estado capitalista y la fundación de la dictadura proletaria contra la participación o influencia del Estado en una dirección antifascista.
Paralelamente al éxito de la maniobra que debía llevar al Estado capitalista a estrechar sus tentáculos sobre las masas y sus movimientos, asistimos al distanciamiento entre estos movimientos y la vanguardia, cuando no a la inexistencia total de esta última. Así, los acontecimientos confirman inequívocamente la tesis magistralmente desarrollada por Lenin en «¿Qué hacer?», de que la conciencia socialista no puede ser el resultado espontáneo de las masas y sus movimientos, sino que es el fruto de la importación a su seno de la conciencia de clase elaborada por la vanguardia marxista. El hecho de que esta vanguardia no esté en condiciones de influir en situaciones de gran tensión social en las que descienden masas imponentes en la lucha armada, como en España, no altera en nada la doctrina marxista, que no considera que la clase proletaria exista porque una constelación social y política pase a la lucha armada contra la que está en el poder, sino que sólo habla de clase proletaria si sus objetivos y postulados son los de la agitación social en desarrollo. En el caso de que las masas se lancen a la lucha por unos objetivos que, no siendo suyos, sólo pueden ser los del enemigo capitalista, esta convulsión social no es más que un momento del desarrollo confuso y antagónico del ciclo histórico capitalista que -tomando las palabras de Marx- aún no ha madurado las condiciones materiales de su negación.
El análisis marxista nos permite comprender que si el socialfascismo era una táctica que debía facilitar y flanquear inevitablemente la victoria de Hitler en enero de 1933, la táctica del antifascismo era aún más grave, en el sentido de que su objetivo iba mucho más allá, y de una falsa alineación de las masas en la lucha que todavía se dirigía contra el Estado capitalista, pasaba, con la táctica del antifascismo, a preconcebir el encuadramiento de las masas en el Estado capitalista antifascista.
No es extraño que, frente a una organización capitalista tan poderosa y formidable que comprendía a demócratas, socialdemócratas, fascistas y partidos comunistas, la resistencia ofrecida por el proletariado austríaco en febrero de 1934, que en ocasiones adquirió aspectos heroicos, no pudiera abrir la más mínima brecha en una evolución de los acontecimientos mundiales definitivamente consagrada por la violenta involución producida en el Estado soviético que se había convertido, bajo la dirección de Stalin, en un eficaz instrumento de la contrarrevolución mundial.
El 12 de febrero, cuando los proletarios de Viena se sublevaron, fue el Dolfuss cristiano quien hizo apuntar los cañones a la ciudad obrera de Viena, el barrio de «Carlos Marx», pero detrás de esos cañones estaban la Segunda y la Tercera Internacional. El primero había frenado sistemáticamente las reacciones proletarias contra el plan de organización corporativista de Dolfuss, el segundo, que hasta entonces se había destacado en el montaje de manifestaciones internacionales siempre artificialmente escenificadas, dejó que los proletarios se escabulleran y se cuidó de apelar a los proletarios de todos los países para que se solidarizaran con el proletariado austriaco.
En los primeros días, los órganos de los partidos socialistas belgas y franceses tratan de apropiarse del heroísmo de los insurgentes de Viena, pero unos días después la sincronización es perfecta.
Bauer y Deutsch, dirigentes de la Schutzbund (organización de defensa socialdemócrata austriaca), en una entrevista concedida el 18 de febrero al órgano socialdemócrata belga «Le Peuple», dicen: «Durante muchos meses nuestros camaradas habían soportado provocaciones de todo tipo, esperando siempre que el gobierno no llevará las cosas al extremo y que se pudiera evitar un golpe final. Pero la última provocación, la de Linz, llevó al extremo la exasperación de nuestros compañeros. Se sabe, de hecho, que el Heimwehren había amenazado a la gobernación de Linz con la dimisión y la decapitación de todos los municipios con mayoría socialista. Se entiende que el lunes por la mañana, cuando los Heimwehren atacaron la Casa del Pueblo de Linz a punta de pistola, nuestros compañeros se negaron a dejarse desarmar y se defendieron enérgicamente. En consecuencia, la Dirección Central del Partido sólo podía obedecer esta señal de lucha. Por eso lanzó la orden de huelga general y de movilización de la «Schutzbund». Esta explosión abiertamente proletaria no estaba en absoluto en la línea política de la socialdemocracia austriaca e internacional. Estos últimos estaban perfectamente alineados con la acción diplomática del gobierno francés de izquierdas, cuyo ministro de Asuntos Exteriores, Paul Boncour, quería que el movimiento obrero austriaco sirviera a los intereses del Estado francés: quería obstaculizar el expansionismo de Hitler e incluso se apoyó en Mussolini que, en julio de 1934, cuando Dolfuss fue asesinado por el nazi Pianezza, cometió la inconsecuente metedura de pata contra Hitler de enviar divisiones italianas al paso del Brennero.
Unos días antes de la revuelta de Viena, el 6 de febrero de 1934, París fue escenario de importantes acontecimientos. La escena política estaba manchada desde hacía tiempo por toda la pornografía de escándalos constituida por la connivencia entre aventureros financieros, altos funcionarios del Estado y personal del gobierno, especialmente de los partidos de izquierda. No sería necesario ni siquiera señalarlo: los llamados partidos proletarios -los partidos socialista y comunista- son arrojados a esta escandalosa refriega y los proletarios serán desarraigados de la lucha revolucionaria contra el régimen capitalista, para ser arrastrados a la lucha contra ciertos aventureros financieros y principalmente contra Stavisky. La derecha de Maurras y de Action Française se puso al frente de una lucha contra el gobierno presidido por el radical Chautemps que, el 27 de enero, dio paso a un gobierno de izquierdas más acentuado dirigido por Daladier y en el que Frot, hasta hace poco militante del S.F.I.O. (Partido Socialista Francés, sección francesa de la Internacional Obrera), ocupó el cargo de ministro del Interior. El prefecto de policía Chiappe, también comprometido en el escándalo Stavisky, es elegido por socialistas y comunistas como chivo expiatorio, es defenestrado de la Prefectura de Policía y trasladado a la «Comédie Française». Esta es la ocasión elegida por la derecha para realizar una manifestación frente al Parlamento exigiendo la dimisión del gobierno de Daladier.
Daladier cede, dimite, a pesar de los consejos de León Blum de resistir, y el 9 de febrero tienen lugar dos manifestaciones de protesta: una convocada por el Partido Comunista en el centro de París en la que se exige la detención de Chiappe y la disolución de las ligas fascistas, y otra convocada por el Partido Socialista y celebrada en Vincennes en la que se levanta la bandera de la «defensa de la república amenazada por la sublevación fascista». El recuerdo de la lucha contra el «socialfascismo» aún no se ha extinguido definitivamente, pero si hay dos manifestaciones distintas, hay sin embargo una única uniformidad: ya no se trata de afirmar las posiciones autónomas de clase de las masas, sino de orientarlas hacia esa modificación de la forma del Estado burgués que sólo se realizará dos años más tarde cuando, tras las elecciones de 1936, tengamos el gobierno del Frente Popular bajo la dirección del líder del S.F.I.O., León Blum.
Pero inmediatamente después de estas dos manifestaciones separadas, tuvo lugar otra manifestación unida, la de la C.G.T con lemas similares a los de las dos marchas que la habían precedido. En efecto, exigió, a través de la huelga general, que «los manifestantes sectarios y antidisturbios» fueran repelidos porque «ha estallado la ofensiva que se proyecta contra las libertades políticas y la democracia desde hace algunos meses».
En cuanto a la C.G.T.U., que hacía tiempo que había dejado de ser una organización sindical capaz de encuadrar a las masas para la defensa de sus reivindicaciones parciales y se había convertido en un apéndice del Partido Comunista, no salió a la luz ni siquiera cuando se preparaba la huelga general, que fue todo un éxito.
Entretanto, la agrupación social-comunista y un desarrollo gubernamental cada vez más a la izquierda se precisan.
El 27 de julio de 1934 se firmó un pacto de unidad entre el Partido Comunista y el Partido Socialista, basado en los siguientes puntos: a) defensa de las instituciones democráticas; b) abandono de los movimientos huelguísticos en la lucha contra los plenos poderes del gobierno; c) autodefensa obrera en un frente que incluiría también a los radicales socialistas.
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Y en el ámbito internacional, la nueva orientación de la política exterior del Estado ruso se acentúa al ingresar triunfalmente en la Sociedad de Naciones.
Esto es lo que dicen las tesis de Ossinsky del I Congreso de la Internacional Comunista de marzo de 1919: Los proletarios revolucionarios de todos los países del mundo deben librar una guerra implacable contra la idea de la Sociedad de Naciones de Wilson y protestar contra la entrada de sus países en esta Liga del saqueo, la explotación y la contrarrevolución.
Esto es lo que quince años después, el 2-6-1934, escribió el órgano del Partido Ruso, el «Pravda»: «La dialéctica del desarrollo de las contradicciones imperialistas ha llevado al resultado de que la vieja Sociedad de Naciones, que estaba destinada a servir de instrumento para la subordinación imperialista de los pequeños Estados independientes y de los países coloniales, y para la preparación de la intervención antisoviética, ha aparecido, en el proceso de la lucha de los grupos imperialistas, como el escenario donde -explicó Litvinov en la reciente sesión del Comité Central Ejecutivo de la Unión Soviética- parece triunfar la corriente interesada en el mantenimiento de la paz. Lo que quizás explique los profundos cambios que se han producido en la composición de la «Sociedad de Naciones».
Lenin, al hablar de la Sociedad de Naciones como una «sociedad de bandidos», ya nos había enseñado que esta institución debía servir para mantener «en paz» el predominio de los Estados victoriosos sancionados en Versalles.
Pero las frases del Pravda no eran más que retórica. De hecho, Litvinov cambió inmediatamente y de forma radical su posición. De apoyar las tesis alemanas e italianas a favor del desarme progresivo, pasa a declarar abiertamente que ninguna garantía de seguridad es posible, y apoya la tesis francesa que, al hacer depender la realización del desarme de la proclamada seguridad imposible, sanciona la política de desarrollo armamentístico.
Al mismo tiempo, se produce otro cambio radical de rumbo en el tema de Sarre. El Partido Comunista, que antes había luchado con la consigna «Sarre rojo en el seno de la Alemania soviética», defiende en el plebiscito el statu quo, es decir, el mantenimiento del control francés sobre esta región.
Laval, ministro de Asuntos Exteriores del Gabinete Flandin, concibió el plan de aislar a Alemania. No pudo reivindicar este título de nacionalista en su juicio en el que fue condenado a muerte: pero es cierto que él, mil veces más y mejor que sus compinches nacionalistas y chovinistas de la Resistencia francesa, intentó la realización de la defensa de la «patria francesa» contra Hitler. Si Francia se ha degradado definitivamente al papel de potencia vasalla y de segunda categoría, ello se debe a las características de la actual evolución internacional, mientras que toda la algarabía hecha en torno a la defensa del «país de la libertad y la revolución» sólo podía tener un objetivo plenamente realizado: el de masacrar al proletariado francés e internacional. La Tercera República Democrática Francesa, nacida bajo el bautismo de la alianza con Bismarck y el exterminio de los 60.000 comuneros de Père la Chaise, encontró su digno y macabro epílogo en el Frente Popular sólidamente atrincherado en el trinomio radical-socialistas-comunistas.
Los puntos esenciales de la maniobra de Laval para aislar a Alemania son: 1) La reunión con Mussolini en Roma el 7 de enero de 1935. 2) La reunión con Stalin en Moscú el 1 de mayo de 1935.
En la primera se intentó resolver las reclamaciones italianas en Abisinia mediante un compromiso, que luego sería aceptado por el ministro británico Hoare.
En el segundo, el gesto de Poincaré, que iba a conducir a la alianza franco-rusa en la guerra de l9l4-17, iba a ser renovado, y con ocasión del nuevo pacto franco-ruso Stalin declaró que se daba cuenta plenamente de la necesidad de la política de armas para la defensa de Francia.
El 14 de julio de 1935, en el mitin de la Bastilla para honrar el nacimiento de la república burguesa, los dirigentes comunistas, junto a Daladier y los dirigentes socialistas, llevaban un pañuelo tricolor; la bandera roja se unía a la tricolor, mientras se evocaba a Juana de Arco y a Victor Hugo, a Jules Guesde y a Vaillant contra el «peligro fascista», e incluso se llegó a hablar del «sol de Austerlitz» de las víctimas napoleónicas. Ya hemos dicho por qué toda esta algarabía chauvinista era inconclusa y sin alcance, ya que Francia tuvo que, al igual que Italia, España y todas las demás antiguas potencias fuera de los actuales Tres Grandes, descender al papel de una concesión ocupada ahora por uno, ahora por otro; añadamos ahora que cuando estalló la guerra en septiembre de 1939 entre Francia y Alemania, el pacto de mayo de 1935 no fue aplicado por Rusia.
Pero todo esto son cuestiones secundarias frente a lo esencial que es la lucha de clases a escala nacional e internacional. Y en este frente de clase, la Manifestación de la Bastilla, sus precedentes y los acontecimientos resultantes tuvieron una importancia capital no sólo para el proletariado francés, sino también para el proletariado español e internacional.
Cuando, en marzo de 1935, Mussolini pasó al ataque contra el Negus, todo estaba preparado para desencadenar una campaña internacional basada en la aplicación de sanciones contra la «Italia fascista». Una acción simultánea contra Mussolini y el Negus ni siquiera debía ser considerada por los partidos socialistas y comunistas. Ambos se disputan la defensa del régimen esclavista de Negus: que es, al mismo tiempo, una magnífica defensa del propio régimen fascista de Mussolini. De hecho, éste no podía encontrar mejor forraje para la formación de la atmósfera de unidad nacional favorable a su campaña en Abisinia que en la aplicación de sanciones deliberadamente inocuas.
León Blum propuso a la Sociedad de Naciones, baluarte supremo «de la paz y el socialismo», el arbitraje del conflicto y quiso encomendarlo a Litvinov, que en ese momento era presidente en ejercicio; tras fracasar el intento de compromiso Laval-Hoare, la Sociedad de Naciones se puso, por abrumadora mayoría, del lado de Mussolini. Ni que decir tiene que la «emigración» italiana se alinea con esta acción en defensa del Negus y del imperialismo británico: en el Congreso de Bruselas de septiembre de 1935 se vota una moción cuyos términos chapuceros y serviles demuestran hasta qué punto -un año después de la guerra española y cuatro después de la guerra mundial- habían llegado ya a soldar a las masas al carro de la burguesía. Este es el texto: «Al Sr. Benes, presidente de la S. d. N.
El Congreso de italianos que, en las actuales circunstancias, ha tenido que reunirse en el extranjero para proclamar su adhesión a la paz y a la libertad, uniendo en una voluntad común de lucha contra la guerra a centenares de delegados de las masas populares de Italia y de la emigración italiana, desde los católicos hasta los liberales, desde los republicanos hasta los socialistas y comunistas, constata con la mayor satisfacción que el Consejo del S. d. N. ha separado claramente, en su condena del agresor, las responsabilidades del gobierno fascista de las del pueblo italiano; afirma que la guerra de África es la guerra del fascismo y no la de Italia, que se desencadenó contra Europa y Etiopía sin ninguna consulta al país y en violación no sólo de los solemnes compromisos contraídos con el S. d. N. y Abisinia, pero violando también los sentimientos y los verdaderos intereses del pueblo italiano; seguro de interpretar el auténtico pensamiento del pueblo italiano el Congreso declara que es deber del S. d. N., en interés tanto de Italia como de Europa para levantar un dique irrompible a la guerra y se compromete a apoyar las medidas que tomará el S. d. N. y las organizaciones de trabajadores para imponer un cese inmediato de las hostilidades».
El Komintern disciplinado a las decisiones del S. d. N. aquí hubo un resultado del que Mussolini tenía toda la razón para gloriarse.
Mientras tanto, se preparaba el ambiente que debía conducir a la dispersión de las formidables huelgas en Francia y Bélgica y a la caída en la guerra imperialista y antifascista del poderoso levantamiento de los proletarios españoles en julio de 1936.
Hacia finales de 1935, el Parlamento francés, en una sesión calificada de «histórica» por Blum, reconoció unánimemente la derrota del fascismo y la «reconciliación» de los franceses. Al mismo tiempo, las huelgas de Brest y Toulon son atribuidas, por el mismo frente unido de los «reconciliados», a la acción de los «provocadores»; y en enero de 1936 Sarraut -el mismo que en 1927 había proclamado «el comunismo, aquí está el enemigo»- se beneficia del hecho de que, por primera vez, el grupo parlamentario comunista se abstiene de votar la declaración ministerial. El atentado contra Blum en marzo de 1936 hizo que el Partido Comunista lanzara la fórmula de luchar «contra los hitlerianos de Francia», fórmula que luego se le echaría en cara tras la firma del tratado germano-ruso en agosto de 1939.
El 7 de marzo de 1936 Hitler denunció el Tratado de Locarno y remilitarizó Renania. A modo de contragolpe, en la Cámara Francesa, el arrebato chovinista es igual de sonoro, aunque inofensivo en sus repercusiones internacionales.
Los acontecimientos obligaron al capitalismo francés a utilizar la reacción al hecho consumado de Hitler únicamente en el campo de la política interior y el Partido Comunista se destacó en esta acción: evocando la época en que los legitimistas franceses huyeron de Francia durante la revolución, habla de los «emigrantes de Coblentz, de Valmy», evoca de nuevo «el sol de Austerlitz de Napoleón» y llega a utilizar las palabras de Göethe y Nietzsche sobre «la Alemania todavía sumergida en el estado de barbarie», sin dudar en falsear al propio Marx cuya frase «el gallo francés portador de la revolución en Alemania» se traslada del campo social y de clase del proletariado francés al campo nacional y nacionalista de Francia y su burguesía.
La diplomacia rusa reforzó la posición patriótica del Partido Comunista francés al mismo tiempo que se mantuvo muy cauto -al igual que Inglaterra- en cuanto a la respuesta al golpe de Estado de Hitler. Litvinov se limita a declarar que «la URSS se sumaría a las medidas más eficaces contra la violación de los compromisos internacionales» y a explicar que «esta actitud de la Unión Soviética está determinada por la política general de lucha por la paz, por la organización colectiva de la seguridad y el mantenimiento de uno de los instrumentos de la paz: el S. d. N». Molotov es aún más cauto, y afirma en una entrevista en el «Temps»: «Conocemos el deseo de Francia de mantener la paz. Si el gobierno alemán también viniera a dar testimonio de su deseo de paz y de respeto a los Tratados, especialmente en lo que se refiere a S. d. N., consideraríamos que, sobre esta base de la defensa de los intereses de la paz, sería deseable un acercamiento franco-alemán».
Los dirigentes del Partido Comunista Francés razonaron así: Rusia está en peligro; para salvarla, bloqueémosla con nuestro capitalismo.
Y con su habitual espíritu demagógico desvergonzado no dudaron en apoyar esta teoría refiriéndose a la acción de Lenin; la propia acción de Lenin que, en 1918, para salvar a Rusia del ataque de todas las potencias capitalistas, instó a los proletarios de cada país contra el capitalismo del país respectivo y en un ataque revolucionario se dirigió a su destrucción. La oposición entre ambas posiciones es tan violenta como la que existe entre la revolución y la contrarrevolución.
En este ambiente de unidad nacional, de reconciliación de todos los franceses, de lucha contra los «Hitlers de Francia», madura la oleada de huelgas iniciada el 11 de mayo en el puerto de Le Havre y en los talleres de aviación de Toulouse. La victoria de estos dos primeros movimientos se cruzó con la extensión inmediata de la huelga a la región parisina, a Courbevoie y Renault (32.000 trabajadores), el 14 de mayo, a toda la metalurgia parisina los días 29 y 30. Las reivindicaciones eran: aumento de los salarios, pago de los días de huelga, vacaciones de los trabajadores, contrato colectivo. Las huelgas se prolongan, se extienden al norte minero primero y a todo el país después, y adquieren un nuevo aspecto: los obreros ocupan los talleres a pesar del llamamiento de la Confederación del Trabajo y de los Partidos Socialista y Comunista. Un llamamiento dice:
«resueltas a mantener el movimiento en el marco de la disciplina y la tranquilidad, las organizaciones sindicales se declaran dispuestas a poner fin al conflicto siempre que se satisfagan las justas reivindicaciones de los trabajadores».
Pero ¡qué diferencia con la ocupación de las fábricas en Italia en septiembre de 1920! En París, la bandera roja y la tricolor ondeaban juntas y en los talleres no había más que bailes: el ambiente no tenía nada de movimiento revolucionario. Entre el espíritu de unidad nacional que animaba a los huelguistas y el arma extrema de ocupación de los talleres había un fuerte contraste. Sin embargo, no hay lugar a equívocos: tanto la Confederación del Trabajo, que ya había reabsorbido a la C.G.T.U., como los Partidos Socialista y Comunista no tuvieron ninguna iniciativa en estas grandiosas huelgas. Se habrían opuesto a ellas si esto hubiera sido posible, y sólo el hecho de que se hayan extendido a todo el país les impone declaraciones de hipócrita simpatía por los huelguistas.
El hecho de que la patronal esté archi dispuesta a aceptar las reivindicaciones de los trabajadores no determina el fin de los movimientos. Es necesario un cambio importante. Las elecciones de mayo habían dado la mayoría a los partidos de izquierda y, entre ellos, al Partido Socialista.
Así que aquí tenemos al Frente Popular: mucho antes del plazo fijado por el procedimiento parlamentario, el gobierno de Blum se formó el 4 de junio. La Delegación de la Izquierda, órgano parlamentario del Frente Popular, en el orden del día ‘constata que los trabajadores defienden su pan en el orden y la disciplina y quieren mantener su movimiento en un carácter reivindicativo del que no lograrán desprenderse las «Cruces de Fuego» (movimiento de combate del coronel La Roque) ni los demás agentes de la reacción’. La «Humanité», por su parte, publica en titulares de caja que «el orden garantizará el éxito» y que «los que se salen de la ley son los patrones, agentes de Hitler que no quieren la reconciliación de los franceses y empujan a los trabajadores a la huelga».
En la noche del 7 al 8 de junio se firmó lo que más tarde se llamaría el «acuerdo de Matignon» (la residencia del Primer Ministro Blum) y se consagró:
- a) el convenio colectivo;
- b) el reconocimiento del derecho de sindicación;
- c) el establecimiento de delegados sindicales en los talleres;
- d) el aumento de los salarios del 7 al 15% (lo que supone un 35% desde que la semana laboral se redujo de 48 a 40 horas);
- e) vacaciones pagadas. Este acuerdo se habría firmado incluso antes si en algunas fábricas los tachados de «reaccionarios» no hubieran detenido a algunos de los directores.
El 14 de junio, Thorez, líder del Partido Comunista Francés, lanzó la fórmula que le haría famoso: «Hay que saber poner fin a una huelga desde el momento en que se han alcanzado las reivindicaciones esenciales. También es necesario transigir para no perder fuerza y, sobre todo, para no facilitar la campaña de pánico de la reacción».
Al cabo de dos semanas, el capitalismo francés logró extinguir este poderoso movimiento, poderoso no por su significación de clase, sino por su extensión, por la importancia de las reivindicaciones profesionales y por la amplitud y el grado de los medios empleados por los obreros para alcanzar el éxito.
Las pseudo organizaciones obreras que no habían tenido ninguna responsabilidad en el desencadenamiento del movimiento eran las mismas que iban a acabar con él. El Partido Comunista Francés tenía que desempeñar un papel de primer orden en la sofocación de cualquier posibilidad revolucionaria que pudiera surgir y lo consiguió admirablemente señalando al desprecio de los trabajadores, y como «hitlerianos», a los raros obreros franceses que intentaban hacer converger la ocupación de las fábricas con un enfoque revolucionario de la lucha. Y sólo en esto radicaba el problema táctico que tenía que resolver el partido francés.
Casi simultáneamente, estallaron huelgas en Bélgica. Comienzan en el puerto de Amberes y posteriormente se extienden por todo el país. El manifiesto lanzado inmediatamente por el Partido de los Trabajadores belga es significativo: «Trabajadores portuarios, nada de suicidios. Hay gente que te incita a dejar de trabajar. ¿Por qué? Exigen un aumento salarial. No decimos nada diferente en un momento en que el sindicato belga de trabajadores del transporte está discutiendo su política de aumento salarial. Y no nos sorprenderán las personas sin responsabilidad. No queremos que en Amberes se produzcan las mismas consecuencias desastrosas que tras la huelga de Dunkerque. Tenemos un reglamento que debe ser respetado. A los que te incitan a la huelga no les importan las consecuencias. Trabajadores del puerto, escuchad a vuestros líderes. Sabemos cuáles son sus deseos. ¡Adelante con el sindicato! No hay huelga irracional. Hoy volveremos a hablar con los jefes».
A pesar de un llamamiento similar por parte de la Comisión Sindical (el equivalente a la Confederación del Trabajo), el 14 de junio el Congreso de Mineros se vio obligado a soportar la situación y dar la orden de huelga. El día anterior, el órgano del Partido Socialista anunció su acuerdo con las decisiones del gobierno para impedir la ocupación de los talleres.
El 22 de junio, en el gabinete del primer ministro Van Zeeland, que presidía una coalición con la participación de los socialistas, se firmó un acuerdo en el que se establecía
(a) un aumento salarial del 10%;
- b) la semana de 40 horas para las industrias insalubres;
- c) 6 días de vacaciones anuales.
El Partido Comunista belga hizo buen uso de la poca influencia que tenía entre las masas con una táctica similar a la seguida por el Partido Francés: bloqueó con el Partido Obrero y la Comisión Sindical la dirección de los movimientos. No tuvo ninguna iniciativa para desencadenar las huelgas y toda su actividad consistió en exigir la intervención del gobierno a favor de los huelguistas.
En cuanto a los resultados, fueron muy inferiores a los obtenidos por los trabajadores franceses. Pero, en los dos países, estos éxitos sindicales, por otra parte, efímeros, lejos de significar una reanudación de la lucha autónoma y clasista del proletariado, favorecieron el desarrollo de la maniobra del Estado capitalista que, gracias al arbitraje de los conflictos, consigue ganarse la confianza de las masas y esta confianza la utilizará para tensar la red de su control hegemónico sobre ellas.
La sanción de la autoridad estatal al contrato laboral no representa una victoria sino la derrota de los trabajadores. En realidad, este contrato no es más que un armisticio en la lucha de clases y su cumplimiento depende de la relación de fuerzas entre las dos clases. El mero hecho de que se acepte la intervención del Estado invierte radicalmente los términos del problema, ya que los trabajadores confían así su defensa a la institución fundamental del dominio capitalista: el lugar de los sindicatos de clase lo ocupa ahora el sindicato de colaboración de clase entrelazado con los funcionarios del Ministerio de Trabajo que controlan la aplicación de la ley.
Las huelgas francesa y belga preceden apenas un mes al estallido de la agitación social en España y a la apertura de la guerra imperialista en ese país. De esto hablaremos en el último capítulo.
- La guerra de España, preludio de la segunda guerra imperialista mundial (1936-1940)
La fase de degeneración progresiva del Estado soviético y de los partidos comunistas iba a terminar inevitablemente con una participación en primera línea en la masacre imperialista, primero localizada en España (1936-39), más tarde extendida a todo el mundo (1939-45). Este proceso degenerativo comenzó, como hemos visto, en 1926 con la creación del Comité Anglo-ruso, y fue Bujarin quien expresó claramente el cambio sustancial y radical que se había producido en los términos programáticos de la política estatal rusa y de la Internacional.
Entre el Frente Único y el Comité Anglo-ruso la solución de continuidad es inequívoca, brutal. La primera se enmarca en los términos clásicos del antagonismo capitalista-proletariado (el proletariado actuando a través del partido de clase y del Estado revolucionario), y la divergencia entre las oposiciones francesa, austriaca y alemana, pero sobre todo entre la izquierda italiana y la dirección de la Internacional se mantiene en el marco del problema de la táctica a seguir para favorecer el desarrollo de la acción de clase y del Partido. El segundo, el Comité Anglo-r
uso, se enmarca en la fórmula de Bujarin que declara que su justificación reside en la defensa de los intereses diplomáticos del Estado ruso. Diplomática, ya que no se trata de una batalla militar limitada a hechos concretos, sino de todo un proceso político. El planteamiento programático ya no se sitúa en el marco de «capitalismo-proletariado», sino en el de «Estado capitalista-Estado soviético» Esta nueva yuxtaposición no es, evidentemente, ni podría ser, una simple modificación de formulaciones que, sin embargo, expresan una sustancia similar a la anterior. Los propios criterios para definir el Estado capitalista y el Estado proletario ya no son los marxistas, sino otros, positivistas y racionalistas, impuestos por la evolución de la situación.
Anteriormente, las nociones de clase y de Estado capitalista eran unitarias, sintéticas y derivadas del análisis de las relaciones de producción. A partir de 1926, la Komintern procedió a disociar la noción de clase y el problema ya no consistía en una acción tendente a destruir el Estado que lo suplantaba, sino en una acción tendente a apoyar o socavar una determinada fuerza capitalista (el capitalismo cualificado por excelencia). ¿Y qué fuerza capitalista? La que entra en conflicto con los intereses «diplomáticos» del Estado soviético en el momento concreto de la evolución internacional.
En el momento del Comité Anglo-ruso, los contornos de esta política radicalmente opuesta no están todavía bien definidos, pero el problema ya está claro: tenemos una divergencia entre la defensa de los intereses del proletariado inglés, comprometido en una gran batalla de clases, y los intereses del Estado ruso que cuenta con Inglaterra para reforzar sus débiles posiciones en la evolución antagónica de los Estados en la arena internacional. Si el respaldo dado a los tradeunionistas, presentados a los proletarios británicos como los líderes de su huelga y los defensores de sus intereses, resulta luego en lo contrario de lo esperado, ya que el gobierno británico pasa a la lucha contra el gobierno ruso, esto no altera en absoluto la alteración fundamental que se ha producido en la política de la Komintern y que se pone de manifiesto en el período del «socialfascismo» cuando pasa a la lucha contra la socialdemocracia como fuerza propia. Ya no parte de los objetivos de clase del proletariado alemán para deducir una táctica de lucha simultánea contra la socialdemocracia y el fascismo, sino que, al ser elevado el primero al rango de enemigo número uno, se desliza a una posición de flanqueo de la maniobra de Hitler para el desmantelamiento legal de los puestos ocupados en el Estado capitalista alemán por demócratas y socialdemócratas. En este caso, el Estado ruso no careció de beneficios «diplomáticos» y la cruel derrota del proletariado alemán fue acompañada de una notable mejora de las relaciones económicas entre Rusia y Alemania.
Después del social-fascismo, el Frente Popular y la Guerra de España primero, la Guerra Mundial después. El proceso de retroceso experimentado por los partidos comunistas y el Estado soviético sigue superando los límites alcanzados con la táctica del socialfascismo, ya que ahora se trata de reconectar a los trabajadores con el aparato del Estado capitalista, pacíficamente en Francia, con las armas en España primero, en todos los países después.
La nueva política se presenta no bajo el aspecto coherente de la lucha contra la fuerza política capitalista, expresión de la clase burguesa en su conjunto, sino en la línea contradictoria que eleva, de vez en cuando, a la socialdemocracia o al fascismo al rango de enemigo número uno, según las necesidades de la evolución del Estado soviético en la situación internacional dada.
La modificación primero, la falsificación y la inversión después, no se limitan a la caracterización de la clase capitalista, sino que afectan también a la del Estado proletario en el nuevo binomio, que hemos mencionado, de Estado capitalista-proletario, y que, a partir de 1926, sustituye al de capitalismo-proletariado. El Estado proletario ya no es aquel que identifica su destino con el del proletariado mundial, sino aquel en el que se personifica la defensa de los trabajadores de todos los países. Hasta 1939 los proletarios de todos los países vieron sus intereses unidos a los éxitos diplomáticos del Estado ruso, desde 1939 hasta 1945 los proletarios dieron su vida por los éxitos militares de este Estado. En cuanto a la situación de los proletarios rusos, es igualmente trágica: primero la explotación intensiva en nombre del socialismo, luego su masacre bajo la misma bandera. Por lo tanto, en el análisis final, la evaluación de los acontecimientos que hemos estado tratando debe elevarse a un plano mucho más alto que el limitado a la táctica de los partidos comunistas, y debe centrarse no en el aspecto formal y organizativo de las relaciones entre el Estado proletario y el partido de clase, sino en el tipo concreto de estas relaciones que la historia presentó, por primera vez, con la victoria de octubre de 1917 en Rusia. El Estado proletario y el partido de clase son instrumentos convergentes de la lucha del proletariado revolucionario y la hipótesis de su separación debe ser rechazada por reaccionaria. Sólo es necesario extraer de la formidable experiencia rusa las lecciones para establecer su convergencia orgánica de cara a la futura revolución. Este es el problema central al que creemos que debe dedicarse nuestra revista, tomando como punto de partida la política seguida por el Estado ruso incluso en el período heroico en que Lenin estuvo al frente, pues nuestra ilustrada admiración por el gran revolucionario no nos impide afirmar categóricamente que el origen de la degeneración y el retroceso de la revolución rusa está en la insuficiente solución dada al problema de la relación orgánica entre el Estado revolucionario y el partido de clase, es decir, al problema de la política del Estado proletario a escala nacional e internacional, insuficiencia a su vez inextricablemente ligada al hecho de que la cuestión se planteó por primera vez en octubre de 1917.
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Para entender los acontecimientos en España, hay que referirse primero al elemento fundamental de la concepción marxista, al punto vital de lo que los franceses llaman la «démarche» del pensamiento. Separar lo esencial de lo accesorio.
¿Es porque cientos de miles de proletarios toman las armas en nombre del socialismo en los campos republicanos y antifascistas que podemos afirmar la existencia de las condiciones reales de esta lucha? En nuestra premisa indicábamos que la lucha entre las clases fundamentales, entre el capitalismo y el proletariado, se desarrolla, desde octubre de 1917, en un plano superior al anterior, y requiere que el proletariado emplee su estado revolucionario: es llevado a centralizar en el frente proletario los movimientos sociales que se producen fuera de sus fronteras geográficas; pero en la fase de su degeneración sólo puede proceder a una centralización similar mediante una modificación radical que lo devuelva a su posición original. De lo contrario, se convierte en el polo de la política de la contrarrevolución, como ocurrió primero en la zona antifascista de España y luego en los países democráticos cuando surgió el movimiento partisano en el curso de la segunda guerra imperialista.
El papel esencial en el sector antifascista de España lo desempeñó el Estado ruso, no el casi inexistente Partido Comunista Español.
Nuestro análisis de los acontecimientos mostrará que sólo sobre el hecho central impuesto por los acontecimientos -la guerra- era posible proceder a la discriminación de clases y determinar en consecuencia la posición del proletariado revolucionario, mientras que esta discriminación era imposible por el lado de los fenómenos accesorios, como los de la eliminación del patrón de las fábricas, de los partidos burgueses clásicos del gobierno, e incluso, en los días de mayor tumulto social, la eliminación del propio gobierno.
Si presentamos sucintamente la película de los acontecimientos españoles, no pretendemos con ello admitir la hipótesis de que una táctica diferente del Partido Comunista o de cualquier otra formación política hubiera podido determinar un desenlace distinto de las situaciones, sino que lo hacemos sólo para demostrar en primer lugar que todas las «iniciativas obreras» eran en última instancia la única forma a través de la cual la clase capitalista podía subsistir -en aquellas circunstancias concretas- (y subsistía política e históricamente aunque estuviera físicamente ausente en las fábricas o astutamente disimulada en el gobierno antifascista, para lograr su objetivo fundamental de impedir que la clase proletaria se imponga sobre el problema de la guerra y del Estado), y en segundo lugar, para poner de relieve los elementos de una evolución que -aunque en formas menos acentuadas- se extendió a otros países después de la guerra mundial y se expresó en la liquidación de la patronal de las industrias nacionalizadas, temporal o definitivamente.
El hecho de que la izquierda italiana sea la única corriente que ha sobrevivido tras la cruel matanza que, tras el calvario de España en 1936-39, se extendió a todo el mundo en 1939-45 no se debe a circunstancias fortuitas. Los partidos socialistas y comunistas sólo podían desempeñar un papel ferozmente contrarrevolucionario cuando las situaciones alcanzaban el punto final de su evolución. Pero España también representaba la tumba del trotskismo y de las variopintas escuelas del anarquismo y el sindicalismo.
Trotsky, el gigante del «manovrismo», había dado incluso una justificación teórica de la posibilidad de que el proletariado se metiera en el antagonismo democracia-fascismo, afirmando que de la ineptitud histórica de la democracia para defenderse del fascismo y de la necesidad siempre histórica de oponerse a él, podía surgir la condición para una intervención del proletariado, la única clase capaz de llevar la lucha antifascista a su conclusión revolucionaria. Por lo tanto, era inevitable que Trotsky adoptara una posición de primera línea en la defensa y el aumento de los «logros revolucionarios», ya sea que se hayan alcanzado en las fábricas y los campamentos o en la organización del ejército combatiente.
Los anarquistas, por su parte, si en los primeros días fueron capaces de evitar comprometer su «pureza antiestatal», iban a encontrar en estos acontecimientos el terreno elegido para sus experimentos de «comunas libres», «cooperativas libres» y «ejércitos libres». Todas estas «libertades» terminaron en la otra «libertad», la fundamental: la de hacer la guerra antifascista.
La fundación del Partido en Italia fue acompañada de una postura clara no sólo sobre los problemas fundamentales de la época, sino también sobre lo que surgía como reflejo del desarrollo de la ofensiva fascista: el dilema democracia-fascismo, decía el Partido, se inscribe en los marcos de la clase burguesa y la oposición de la clase proletaria sólo puede desarrollarse en función de sus objetivos específicos. La lucha por estos objetivos, incluso en el momento del ataque legalitario o extralegalitario del fascismo, requiere la lucha simultánea contra la democracia y contra el fascismo. La firmeza de nuestra corriente se vio confirmada por todo el desarrollo de los acontecimientos en España, que durante la larga y agotadora guerra de tres años vio la oposición de dos ejércitos enmarcados en sus respectivos aparatos estatales, ambos capitalistas: el ejército de Franco basado en la estructura clásica del Estado burgués, y el ejército madrileño y catalán cuyas audaces iniciativas periféricas en lo económico y social sólo podían formar parte de una evolución contrarrevolucionaria, porque en ningún momento se planteó el problema de crear una dictadura revolucionaria. No fueron pocas las ocasiones que presentaron los acontecimientos en España para refutar las posiciones defendidas por Trotsky: las mismas batallas militares ganadas por el gobierno antifascista no dieron lugar a una situación favorable a la afirmación autónoma del proletariado, sino a una condición para reforzar su vínculo con el Estado capitalista antifascista, ya que sólo desde la eficacia de éste se podía garantizar el éxito contra Franco; un argumento irrefutable, ya que se admitía la participación en la guerra.
La confirmación de la posición marxista contra todas las escuelas anarquistas y sindicalistas no podía ser más brillante. En efecto, sobre todo en el primer período de los acontecimientos que siguieron al establecimiento de los frentes militares, de agosto de 1936 a mayo de 1937, las condiciones fueron muy favorables a la realización de los postulados anarquistas. Ante la desintegración del aparato estatal, especialmente en Cataluña, la huida y la eliminación de la patronal, todas las iniciativas espontáneas tuvieron vía libre. Y los anarquistas estaban en su gran mayoría al frente del ejército, de los sindicatos, de las cooperativas agrícolas e industriales, del embrión de la red estatal en la propia Barcelona. Por lo tanto, no se puede achacar el fracaso a una insuficiencia de las condiciones objetivas, mientras que el pretexto siempre invocado para justificar el fracaso, a saber, el apoyo prestado a Franco por Mussolini y Hitler, no puede ser invocado por los anarquistas, ya que pedían, en respuesta a la intervención fascista en España no una lucha del proletariado de los demás países contra sus respectivos gobiernos democráticos, sino una presión de estos proletarios para conseguir la intervención armada de los gobiernos capitalistas a favor de la España republicana o al menos el envío de armas para el éxito de la guerra antifascista.
Como hemos dicho, la discriminación de clases sólo podía darse en función del problema central: el de la guerra. Así lo hizo nuestra corriente, y cuando en agosto de 1936, en una reunión del Comité Central del P.O.U.M. (Partido Operario de Unificación Marxista) -partido de extrema izquierda en Cataluña- nuestro delegado, presente como observador, expresó su opinión de que debíamos propagar no la idea de la masacre de los trabajadores regimentados por Franco, sino la idea opuesta de la confraternización, los dirigentes de esta organización «marxista» afirmaron categóricamente que tal propaganda merecía la pena de muerte.
¿Cómo podría calificarse de imperialista la guerra antifascista en España, cuando no sólo era imposible, sino inconcebible determinar los intereses imperialistas en antagonismo, ya que se trataba de dos ejércitos del mismo país? Es incuestionable que los acontecimientos en España plantearon, en cuanto a la caracterización de la guerra que allí se desarrolló, un problema inédito para los marxistas. Pero si no se podían encontrar precedentes históricos adecuados, el método de análisis marxista permitía sin embargo afirmar que, si bien era cierto que no se podían identificar intereses específicos e imperialistas contrapuestos en el duelo Franco-Frente Popular, el carácter imperialista tanto de la guerra de Franco como de la del Frente Popular resultaba incuestionablemente del hecho de que ni la una ni la otra se apoyaban en la organización dictatorial y revolucionaria del Estado proletario. La situación fue similar en el caso de Cataluña en el otoño de 1936: la decadencia del anterior Estado catalán, al no ser superada por la instauración del Estado proletario, sólo pudo conocer una fase (además transitoria) durante la cual la persistencia de la clase burguesa en el poder se afirmó no física y directamente, sino gracias a la inexistencia de una lucha proletaria dirigida a la fundación del Estado proletario.
En los dos casos, de la caracterización de la guerra y del estado catalán, el carácter imperialista del primero, capitalista del segundo, no resulta de los elementos externos (las apuestas de la guerra, el aparato de coerción del estado), sino de los elementos sustanciales que se condensan en la inexistencia de la afirmación de la clase proletaria, que en España no es capaz -ni siquiera a través de su escasa minoría- de plantear el problema del poder. Ya se ha dicho que el proletariado deriva de la negación de la negación del capitalismo, de una negación que contiene implícitamente la afirmación de lo contrario.
El Frente Popular quedó en estado de simple negación de Franco y fue necesario poner en marcha la negación del propio Frente Popular para que la clase proletaria se afirmara. Este proceso de negación no se impone, evidentemente, en un plano formalista y racionalista, sino que resulta dialécticamente de la especificación teórica y política de la clase proletaria. Sólo la fijación de los objetivos de esta clase marca el rumbo de la lucha revolucionaria contra el Estado franquista, contra los Estados de Barcelona y Madrid y contra el capitalismo mundial. Es, además, en este plano donde se sitúa la huelga general que estalló en respuesta al ataque franquista.
Pasemos ahora a una exposición sucinta de los hechos más importantes.
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A diferencia de otros países, España no vivió la revolución burguesa. La organización feudal de la sociedad española se anexionó importantes territorios al otro lado del mar, lo que proporcionó al clero y a la nobleza la oportunidad de acumular enormes riquezas. El modo de producción capitalista que se implantó en los centros mineros e industriales del país no supuso la caída de las castas feudales dominantes, sino que -a diferencia de Rusia, donde el Estado zarista y la burguesía no se fusionaron y se mantuvieron diferenciados, aunque no se opusieran- en España estas castas y el Estado se adaptaron a las necesidades de la economía industrializada, localizada en pocos centros. Cuando, a finales del siglo pasado, llegó el momento de que las antiguas colonias españolas comenzaran a industrializarse, los lazos se rompieron y el imperio se desmoronó.
Por otra parte, a diferencia de Inglaterra, España no procedió a una intensa industrialización del país en relación con las posibilidades que ofrecía la posesión de las colonias, de modo que, cuando en Europa se forman los poderosos estados capitalistas, la burguesía española se ve privada de toda posibilidad de afirmación en el campo de la competencia internacional.
No sólo la nobleza y el clero siguen siendo los propietarios de los latifundios, sino que se convierten en los dueños de las compañías mineras, los bancos y las empresas industriales y comerciales, mientras que las zonas de mayor desarrollo industrial, Cataluña y Asturias, pasan en gran medida al control del capital extranjero predominantemente inglés.
Estos precedentes históricos determinan un dispositivo particular de la sociedad burguesa española en el que el desarrollo de la industrialización se ve detenido por la persistencia de los vínculos feudales. El movimiento obrero, en el que tanto en la época de la Primera Internacional como en la actualidad predominan los anarquistas, adolece de ello en la medida en que hasta hoy no se han presentado las condiciones para la constitución de un partido basado en concepciones marxistas. Las convulsiones sociales ocurridas encuentran en las condiciones objetivas mencionadas la premisa para un alto clima de lucha, pero la imposibilidad de una modificación radical de la arcaica estructura social de la burguesía condena al proletariado a mantenerse al margen de una afirmación específica de su clase. Marx ya señaló en 1845 que una revolución que en otro país de Europa duraría tres días, en España tardaría nueve años. Trotsky, por su parte, explicaba la intervención del ejército en el campo social como resultado del hecho de que -al igual que el clero y la nobleza- tendía a conquistar, sin poder conseguirlo nunca, una posición de predominio social junto a las otras dos castas existentes. En una palabra, por lo tanto, la inexistencia de las condiciones históricas para la lucha burguesía-feudalismo determina la inexistencia histórica de las condiciones para una lucha autónoma y específica de la clase proletaria y excluye la hipótesis de que España pueda jugar el papel de epicentro de las convulsiones revolucionarias internacionales.
En 1923, en relación con los desastres de la campaña de Marruecos, Primo de Rivera tomó el poder y el régimen que estableció fue calificado erróneamente como fascista. Ninguna amenaza revolucionaria justificaba la instauración de una dictadura de corte fascista y, de hecho, el entramado corporativista conllevaba la participación de los socialistas en los órganos consultivos, en las Comisiones Mixtas creadas para regular los conflictos laborales, e incluso Largo Caballero, secretario de la Unión General de Trabajadores bajo control socialista, fue nombrado Consejero de Estado. Bajo Primo de Rivera la burguesía española intentó en vano reorganizar el Estado sobre una base centralizada del tipo de otros Estados burgueses. Este intento fracasó y, en medio de la gran crisis económica mundial que estalló en 1929, el capitalismo se encontró con una situación social difícil y compleja. El Estado del tipo de Primo de Rivera ya no es apropiado dado que la situación no permite el arbitraje de los conflictos laborales, y son inevitables los poderosos movimientos de masas. La conversión que se produce entonces, que responde a los intereses de dominación del capitalismo, es juzgada por todas las formaciones políticas, a excepción de la nuestra, como el advenimiento de un nuevo régimen impuesto por la maduración revolucionaria de las masas.
En enero de 1930 De Rivera fue liquidado. Otro general, Berenguer, ocupó su lugar para asegurar la transición al nuevo gobierno. En agosto de 1930 se cerró el pacto entre los sucesores y, tras las elecciones municipales que dieron la mayoría a los republicanos en 46 de las 50 capitales, cuando apareció la primera amenaza de un movimiento obrero (la huelga de los ferroviarios), en febrero de 1931, el monárquico Guerra tomó la iniciativa de organizar la salida del rey Alfonso XII.
Es, como hemos dicho, un período de intensos conflictos sociales que se inicia. Estos conflictos son inevitables debido a la extrema debilidad de la burguesía española al estallar la crisis económica mundial. Pero la burguesía, incapaz de evitar estos conflictos, muestra una gran sagacidad para impedir los desarrollos revolucionarios. La proclamación de la república no es suficiente para evitar el inmediato estallido de las huelgas telefónicas en Andalucía, Barcelona y Valencia. El movimiento campesino en Sevilla toma formas violentas: el gobierno de izquierdas masacra a treinta campesinos y el reaccionario Maura, ministro de la Gobernación, felicita a los socialistas por el comportamiento que han asumido en defensa del orden y la república. Junto a la U.G.T. (organización sindical controlada por los socialistas), la C.N.T. (Confederación Nacional de Trabajadores, controlada monopólicamente por los anarquistas) circunscribió al ámbito estrictamente salarial y reivindicativo estos movimientos, que sólo podrían haber encontrado una salida en el plano político de la lucha contra el Estado republicano.
En junio de 1931, las elecciones dieron una mayoría abrumadora a los partidos de izquierda y Zamora dio paso a Azaña, que excluyó a la derecha del gobierno. Paralelamente al agravamiento de la tensión social, se observa el giro cada vez más a la izquierda del gobierno, por un lado, y la intensificación de la represión de los movimientos, por otro. El 20 de octubre de 1931, el Ministerio de Azaña-Caballero dictaminó que la joven república estaba en peligro y aprobó la Ley de Defensa que, en el capítulo dedicado al arbitraje obligatorio, recogía la ilegalización de aquellos sindicatos que no avisaran con dos días de antelación antes de proclamar una huelga. La U.G.T. en el poder se posicionó abiertamente en contra de las huelgas «antirrepublicanas», la C.N.T. mantuvo su agnosticismo ante la acción violenta y terrorista del gobierno de izquierdas, y los dos días mencionados en la ley no fueron suficientes para que los dirigentes sindicales evitaran el estallido de las revueltas. Sin embargo, la C.N.T. consiguió mantener todas las huelgas bajo su control y simplemente no se hizo cargo de las que quedaban fuera del marco de la legalidad republicana.
Después de que el gobierno con participación socialista obtuviera la confianza unánime de las Cortes a principios de 1932 por su forma de combatir las huelgas, en agosto de 1932 se produjo el primer reagrupamiento de las fuerzas de la derecha. Pero el momento no es todavía propicio, el ambiente está aún demasiado cargado de explosivos sociales y el golpe de Estado de Sanjurjo para tomar el poder fracasa.
En septiembre de 1932 se vota finalmente la reforma agraria. Las condiciones impuestas a los campesinos que se convierten en «propietarios» son tales que tendrán que esperar 17 siglos antes de poder liberarse de los compromisos contenidos en la escritura de compra. En enero de 1933 la acción represiva del gobierno alcanza su punto álgido: los trabajadores en huelga son masacrados en Málaga, Bilbao, Zaragoza. Después de estas hazañas, y cuando se manifestó un cierto cansancio entre las masas, se dieron las condiciones para un nuevo cambio de personal gubernamental: el 8 de septiembre de 1933 dimitió Azaña, las nuevas elecciones del 19 de noviembre de 1933 dieron la mayoría a los partidos de derecha, y se formó el gobierno Lerroux-Gil Robles bajo la influencia de las clases agrarias. Cuando, en octubre de 1934, estalló la insurrección asturiana, el gobierno de derechas se limitó a seguir los pasos de sus predecesores de izquierdas y el movimiento fue sofocado con sangre. Los socialistas se han desentendido de toda responsabilidad en esta forma de lucha «salvaje» y los propios anarquistas han ordenado la reanudación del trabajo
Durante la pausa de la tensión social (trágicamente interrumpida por la sublevación asturiana) entre septiembre de 1934 y febrero de 1936, los gobiernos de derechas estaban al frente del Estado burgués y la represión se ejercía principalmente en el plano legal: en el momento de las elecciones del 16 de febrero de 1936, 30.000 personas eran presos políticos.
En relación con el ambiente internacional que pronto conocerá los grandiosos movimientos de Francia y Bélgica, se abre en España un período de tensión social aún mayor que el de 1931-33 y, como resultado, la burguesía española convoca a sus servidores de izquierda al poder. En este clima social más ardiente, los propios anarquistas se alinean con las necesidades de la nueva situación: los feroces abstencionistas de ayer, en un mitin en Zaragoza, después de reafirmar solemnemente el carácter apolítico de la C.N.T., dejan a sus afiliados en libertad de voto mientras que el Comité Regional de Barcelona, a dos días de las elecciones, hace abierta propaganda a favor de las listas del Frente Popular con el pretexto de que aboga por la amnistía.
Las elecciones del 16 de febrero de 1936 supusieron un éxito abrumador para el Frente Popular, que obtuvo la mayoría absoluta en las Cortes. Está formado por la Izquierda Republicana de Azaña, los radicales disidentes de Martínez Barrios, el Partido Socialista, el Partido Comunista, el Partido Sindicalista, Pestaña y el Partido de Unificación Marxista (el POUM resultante de la fusión del antiguo bloque «obrero y campesino» de Barcelona dirigido por Maurín, que siempre había ocupado una posición de derechas en la Internacional, y la tendencia trotskista dirigida en aquel momento por Andreu Nin). El programa electoral contenía: amnistía general, derogación de leyes regresivas, disminución de impuestos, política de crédito agrario.
Tras las elecciones, se formó el gobierno de Azaña con sólo representantes de la izquierda. Pero en la indicada situación de agravamiento de la tensión social, la burguesía no podía limitarse a concentrarse en un gobierno; sus otras fuerzas permanecían a la espera y ya en abril de 1936, con motivo de la conmemoración de la fundación de la República, los partidos de derecha organizaron una contramanifestación que fue calificada de «revuelta». En la sesión de las Cortes, Azaña declara: «el gobierno tomó una serie de medidas, destituyó o trasladó a los fascistas que estaban en la administración. Los derechistas tienen pánico, pero no se atreverán a levantar la cabeza de nuevo».
Estamos a menos de tres meses de la «insurrección del sectario Franco»: el Partido Comunista, entusiasmado con las declaraciones de Azaña, vota la confianza en el Gobierno.
En los primeros días de julio de 1936, el teniente Castillo, miembro del Frente Popular, es asesinado y, en represalia, el líder monárquico Sotelo es a su vez asesinado. El Frente Popular y todos sus partidos constituyentes expresan su sagrada indignación por la acusación lanzada por la derecha de ser responsable del asesinato, el primer ministro Quiroga tiene que dimitir porque una frase de su discurso podría haber sido interpretada como un estímulo a los autores del asesinato.
Desde Marruecos Franco lanza su ofensiva, cuyos objetivos iniciales son Sevilla y Burgos: dos núcleos agrarios, el primero de los cuales, al haber experimentado las más violentas pero inconclusas revueltas campesinas, ofrece las mejores condiciones para el éxito del golpe.
Fue, pues, en el seno mismo de un aparato estatal bajo el control absoluto del Frente Popular donde se pudo organizar meticulosamente la empresa de Franco, cuyos preparativos no pudieron escapar a los ministros de la izquierda y la extrema izquierda. Además, la primera reacción de estos partidos es manifiestamente conciliadora. El radical Barrios, que ya había presidido en 1933 la conversión del gobierno de la izquierda a la derecha, intenta repetir la operación a la inversa, y si fracasa no es porque se descarte en principio el compromiso, sino porque el ambiente social no lo permite.
En respuesta al ataque de Franco, el 16 de julio se desencadena una huelga general que tiene un éxito total, especialmente en Barcelona, Madrid, Valencia y Asturias, mientras que los dos puntos de apoyo de Franco, Sevilla y Burgos son firmemente retenidos por los insurgentes.
Uno de nuestros contradictores no se equivocó al preguntarnos: ¿pero al final, para ustedes todos los acontecimientos que precedieron y siguieron a la huelga general no cuentan para nada, mientras que la huelga general en sí no fue más que una infección momentánea de sarampión? En realidad, en lo que respecta al movimiento proletario, la huelga general no representó más que una explosión fulgurante de la conciencia de clase del proletariado español: sólo en esos pocos días asistimos no a una lucha armada entre dos ejércitos burgueses, sino a una confraternización de los huelguistas con los proletarios regimentados en el ejército, que, haciendo causa común con los insurgentes proletarios, desarmaron, inmovilizaron o eliminaron al cuerpo dirigente del ejército.
Inmediatamente el Estado democrático y antifascista se hace cargo de la situación: en Madrid la jerarquía se establece a través de las «oficinas de alistamiento» controladas por el Estado, en Barcelona de forma menos inmediata: Companys (líder de la izquierda catalana) declara, de acuerdo con los dirigentes de la C.N.T, que «la máquina del Estado no debe ser tocada porque puede ser de alguna utilidad para la clase obrera» y se crearon inmediatamente los dos órganos destinados a asegurar el primer control estatal; en el campo militar el «Comité Central de la Milicia», en el campo económico el «Consejo Central de la Economía». El C. C. de las Milicias está formado por 3 delegados de la C.N.T., 2 delegados de la F.A.I. (Federación Anarquista Ibérica), 1 delegado de la izquierda republicana, 2 socialistas, 1 delegado de la Liga de «Rabassaires» (pequeños arrendatarios bajo el control de la izquierda catalana), 1 de la Coalición de Partidos Republicanos, 1 del POUM y 4 representantes de la Generalidad de Barcelona (el consejero de defensa, el comisario general de orden público y dos delegados de la Generalidad sin cargo estatal fijo). Todas las formaciones políticas mencionadas aseguraron la continuidad del Estado capitalista en Cataluña desde julio de 1936 hasta mayo de 1937, y ni que decir tiene que la abrumadora mayoría que ostentaban las organizaciones obreras se presentaba como garantía del sometimiento de la clase burguesa a las exigencias del movimiento proletario.
Mientras tanto, desde el inicio de los acontecimientos, Zaragoza cae en manos de Franco y la proximidad de este centro militar permite a Barcelona presentar la necesidad de la victoria militar contra el «fascismo» como el mandamiento supremo del momento, al que, por tanto, todo debe subordinarse.
El Partido Comunista Español, que ocupa una posición de primera línea en la guerra antifascista, no puede tolerar malentendidos, y es en Moscú donde se revela brutalmente su función de punta de lanza contrarrevolucionaria. Esto es lo que dice el siguiente comunicado infame: «La Oficina del Comité Ejecutivo de la U.R.S.S. rechazó el recurso de indulto de los condenados a la pena capital el 24 de agosto por el Colegio Militar de la U.R.S.S. en el juicio del Centro Unificado Trotskista-Zinovievista. El veredicto contra los dieciséis condenados fue ejecutado». L’Humanité, en su número del 28-8-36, comenta: «Cuando los acusados aprobaron la acusación de Viscinsky y pidieron ser fusilados, sólo expresaron su convicción de que no se podía esperar ninguna piedad. Razonaron fríamente: nosotros queríamos asesinaros, vosotros nos asesináis: es lo justo. Por lo tanto, estos dieciséis asesinos siguieron siendo enemigos acérrimos del Partido Comunista, del Estado y del pueblo soviético hasta el final, y sus muertes purgaron la atmósfera del país del socialismo que plagaban con su presencia». Por su parte, el fiscal Viscinsky concluyó su acusación de la siguiente manera: «Exijo que se mate a estos perros furiosos.
Fueron estos mismos asesinos de proletarios rusos los que se pusieron a la vanguardia de la guerra antifascista y desencadenaron la ofensiva para responder a la intervención de Hitler y Mussolini a favor de Franco con una intervención similar de otros países a favor del gobierno «legal republicano».
En medio de los acontecimientos españoles, cuando la huelga general aún no había cesado, y por otro lado se desarrollaba la huelga en Francia, el jefe del gobierno del Frente Popular francés, Léon Blum, considerando que la apertura de la frontera pirenaica podía establecer un contacto peligroso entre los huelguistas de los dos países, decidió cerrarla. En agosto de 1936, fue el propio Blum quien tomó la iniciativa de crear el «Comité de no intervención en España», con sede en Londres y que representaba a los gobiernos de todos los países, fascistas y democráticos, sin excluir a la propia Rusia.
El papel de este «Comité de No Intervención» era evitar las complicaciones internacionales, mientras que cada «Alto Partido Contratante» industrializaba los cadáveres de los proletarios caídos en España para ponerlos al servicio del éxito de la contrarrevolución mundial: en Rusia para masacrar a los artífices de la revolución de octubre, en los países fascistas para preparar el clima de la guerra mundial, en Francia para hacer que los movimientos obreros se desviaran de sus objetivos de clase. De hecho, es bien sabido que la consigna central lanzada por los partidos comunistas y la izquierda socialista era «aviones para España».
Los acontecimientos militares en España han tenido sus altibajos. Tanto las derrotas como las victorias militares en la guerra antifascista se utilizan en el plano de la eliminación progresiva de todas las iniciativas extrajudiciales y la reconstrucción de la jerarquía clásica del Estado antifascista. Las derrotas porque se presentan como el resultado de la falta de una estricta disciplina militar en torno al centro dirigente, las victorias porque se presentan como la confirmación de la utilidad de una firme centralización en torno al estado mayor militar.
En cuanto a los anarquistas, abandonaron, jirón a jirón, su programa. Al principio, inmediatamente después de la conclusión de la huelga general de julio de 1936, respondieron a los primeros intentos de incorporar orgánicamente a los trabajadores a las Milicias controladas por la Generalidad con las consignas «milicianos sí, soldados no», pero pronto abandonaron esta posición, ante las necesidades de la lucha militar, para desalojar a los fascistas de Zaragoza. Entonces renunciaron a su oposición al programa esencial del gobierno de extrema izquierda presidido por Caballero: la constitución del Mando Único se extendía a todo el territorio del sector antifascista con las capitales de Madrid, Valencia y Barcelona. Las exigencias de la lucha militar justificaban plenamente en el plano estratégico la necesidad de la centralización en el mando único, y los anarquistas llegaron a participar, a través de sus representantes que se convirtieron en ministros, en el gobierno de Caballero. Este último -las palabras toleran cualquier insulto- se presenta como el Lenin español: ¡el mismo Caballero que se mantuvo en 1936-37 perfectamente coherente con la posición que le había valido el nombramiento de consejero de Estado bajo el régimen de De Rivera!
Como hemos dicho, en el período que va desde la liquidación de la huelga general de julio de 1936 hasta mayo de 1937, mientras el Estado madrileño podía permitirse mantener incluso el aparato policial anterior de los «guardias civiles», en Cataluña el aparato estatal clásico de la burguesía experimentó una fase de «vacaciones» durante la cual el control sobre las masas se estableció indirectamente a través del «Comité Central de la Milicia» y del «Consejo de Economía». A esta fase de transición le sucede otra de eliminación de cualquier elemento, incluso periférico, que perturbe el buen funcionamiento del Estado capitalista antifascista. En octubre de 1936, Caballero lanzó el decreto de militarización de la milicia y la C.N.T., en su resolución del 14 de octubre, decretó que no se podían exigir condiciones de trabajo en cuanto a la jornada laboral, los salarios o las horas extraordinarias en todas las industrias relacionadas directa o indirectamente con la guerra antifascista, lo que significa prácticamente en todas las empresas industriales.
Y así entramos en mayo de 1937. El 4 de este mes, bajo la presión del estalinista Comorera jefe del P.S.U.C. (Partido Socialista de Unificación de Cataluña), la Generalidad de Barcelona decide recuperar el control directo de la Compañía Telefónica: es la señal de una acción general dirigida a la eliminación de toda gestión no encuadrada directamente por el Estado antifascista. Una huelga general estalló espontáneamente: todas las formaciones políticas proclamaron su inocencia de este «crimen», y fue con plomo y fuego de ametralladora que el movimiento fue reprimido sangrientamente. Es sugestivo que Franco, aunque importantes grupos de proletarios han abandonado el frente y han bajado a Barcelona, no aprovecha la ocasión para desencadenar una ofensiva militar: deja a sus compañeros antifascistas porque de su éxito depende el suyo. La operación tiene pleno éxito: todas las iniciativas periféricas son eliminadas tras la violenta represión del movimiento huelguístico en mayo de 1937. Entonces se forma el gobierno Negrín de la resistencia «jusqu’au bout», en el que se depositan las últimas esperanzas de todos los sectores del antifascismo, y es este gobierno el que, tras abandonar Madrid, y después de la etapa intermedia de Valencia, se traslada primero a Barcelona y luego a París, dejando al socialista Besteiro la tarea de negociar con Franco la conclusión de la guerra durante la primavera de 1939.
Hay que señalar que, con su habitual habilidad y cinismo, la burguesía española procedió, tras la huelga de mayo de 1937, a liquidar a algunos de los elementos que habían estado a su servicio en el momento crítico de julio de 1936. Es el caso de Andrea Nin, ministra de Justicia del primer gobierno antifascista de Barcelona. Éste, trasladado a Madrid, es entonces llevado por elementos «irregulares» (leyes estalinistas) para ser asesinado en circunstancias que nunca han sido aclaradas. Este es también el caso del anarquista Berneri, detenido por la policía de Barcelona, que, siguiendo la técnica de las expediciones punitivas fascistas, había realizado previamente una visita al domicilio para asegurarse de que la víctima estaba desarmada. En lugar de ser llevado a la cárcel, Berneri es asesinado; los anarquistas protestan, pero ni siquiera sueñan con romper la solidaridad que les une al gobierno antifascista.
Hablamos del Comité Internacional de No Intervención. Había logrado evitar plenamente tanto las posibles complicaciones internacionales derivadas de la guerra española como la posibilidad de una intervención autónoma del proletariado internacional y español en el curso de estos acontecimientos. Hay que tener en cuenta que Rusia, que dejó en manos de los partidos comunistas la protesta contra la política del propio comité en el que participaba, no tomó la iniciativa de una intervención armada abierta en España hasta después de que la caída de Irún el 1 de septiembre de 1936 y sus consecuencias (el establecimiento del gobierno de tendencia centralizada encabezado por el «siniestro» Caballero) le hubieran dado las garantías necesarias. El decreto sobre la militarización de la milicia y las «entregas sindicales» de la C.N.T. para la disciplina totalitaria en la guerra antifascista estaban fechadas el 14 de octubre de 1936, y fue en la misma fecha cuando el barco soviético «Zanianine» desembarcó en Barcelona. Ni que decir tiene que, por un lado, ya se habían tomado todas las medidas para asegurar el aplastamiento de la huelga posterior de mayo de 1937 y, por otro, la intervención abierta de Rusia en la guerra española era aún más preocupante que la de Hitler y Mussolini, ya que todas las armas debían ser pagadas en oro por el gobierno antifascista de Caballero primero y Negrín después.
La tragedia española terminó en la primavera de 1939 con la victoria total de Franco. Unos meses después, el 3 de septiembre, estalló la Segunda Guerra Mundial Imperialista. Los acontecimientos que la preceden son: el Compromiso de Múnich de septiembre de 1938; el pacto ruso-alemán de agosto de 1939.
Después de la remilitarización de la orilla occidental del Rin comentada en el capítulo 5 y de la absorción de Austria en el invierno de 1938, llegó el turno del desmembramiento de Checoslovaquia. Hitler asumió la defensa y el liderazgo del movimiento irredentista de los Sudetes que ocupaba la parte alemana de Checoslovaquia. Inglaterra envía a uno de sus delegados, Runciman, para que examine el asunto y el informe que emite es favorable a las reivindicaciones de los Sudetes. Francia, vinculada por un pacto de asistencia mutua con Checoslovaquia, adoptó al principio una posición hostil hacia el movimiento de los Sudetes, pero luego se resignó a participar en las Conferencias de Godesberg y Múnich, en las que las cuatro Grandes Potencias de la época (Alemania, Italia, Francia e Inglaterra) sancionaron el compromiso que satisfizo a Hitler.
La polémica en torno a «Múnich» aún no se ha apagado hoy. Rusia, y con ella los partidos comunistas, afirman que Múnich representó la conclusión de la política de los Estados imperialistas de aislar al «país del socialismo». Por otro lado, las figuras políticas francesas y británicas que participaron en el Acuerdo de Múnich, Daladier y Chamberlain, argumentan que este compromiso les permitió ganar un año y así preparar la guerra contra Hitler. Este último, por su parte, proclamó que el acuerdo formaba parte de su plan político de reparación «pacífica» y no bélica de las injusticias consagradas en el Tratado de Versalles.
Si se tienen en cuenta los acontecimientos posteriores, es indiscutible que la tesis de la mejor preparación de un año para la guerra franco-inglesa no se sostiene ya que, en 1940, cuando Hitler lanzó la Blitz-Krieg contra el Oeste tras la campaña de Polonia, ningún obstáculo se interpuso en su rotunda victoria. Tampoco se confirma la tesis de Rusia y los partidos comunistas, ya que el Compromiso de Múnich no condujo en absoluto al aislamiento de Rusia. Esta última mantuvo relaciones diplomáticas con vistas a una alianza militar con Francia e Inglaterra hasta agosto de 1939; en ese mismo mes de agosto fue la que rompió estas negociaciones por iniciativa propia y, mientras los delegados aliados estaban todavía en Moscú, estableció el acuerdo económico y militar con Alemania. En junio de 1941, se formó una alianza militar con Francia, Inglaterra y Estados Unidos, que se mantuvo en vigor hasta el final de las operaciones militares en julio de 1945.
El Compromiso de Múnich debe explicarse sobre la base de consideraciones diferentes a las defendidas por los imperialismos que iban a hacer la guerra. En el plano europeo, es cierto que responde a las exigencias del inevitable predominio alemán en el marco de la intersección de las dos cuencas industriales y agrarias (la germánica, la balcánica) correspondientes a su vez a la conexión de las dos grandes vías fluviales del Rin y el Danubio. En el plano de una posible construcción de la economía europea, el Compromiso de Múnich representa una solución racional que el capitalismo tiende a dar a las exigencias naturales de la estructura de este continente. En el plano del desarrollo antagónico de los Estados burgueses de Europa y de sus repercusiones en el tablero internacional, el compromiso tuvo que toparse con obstáculos insalvables porque ni Rusia podía adaptarse a ser eliminada definitivamente de Europa, ni Estados Unidos podía tolerar la instauración de una hegemonía alemana que pudiera así amenazar sus posiciones no sólo en Europa sino también en otros continentes.
Tras haber logrado una solución al problema del Danubio en Múnich, Alemania se encaminó hacia una solución similar para el problema polaco. Mientras tanto, Francia e Inglaterra enviaron sus misiones militares a Rusia con vistas a concluir una alianza militar. Como hemos dicho, estas misiones siguen en Moscú cuando estalla la bomba del tratado germano-ruso.
Hasta este momento, el 23 de agosto de 1939, Rusia aboga diplomáticamente por medidas punitivas contra «el agresor» y es Litvinov quien define al agresor como aquel que, violando compromisos contractuales, invade otro país. El agresor – precisa Litvinov – debe beneficiarse del apoyo económico y militar automático de la Sociedad de Naciones. Y está claro que Hitler, con su ataque a Polonia, se encontraba en las condiciones específicas contempladas por la diplomacia soviética.
Pero, de repente, se abandonó por completo la doctrina del agresor, Rusia se comprometió a no prestar ningún apoyo a Polonia, que iba a ser invadida unos días después, y recibió a cambio no sólo una parte de Polonia, que se apresuró a ocupar a finales de septiembre, sino también los países bálticos y Besarabia.
El acuerdo ruso-alemán corrió la misma suerte que el Compromiso de Múnich. Unos dos años más tarde, el 21 de junio de 1941, los acontecimientos la destrozan: Hitler invade Rusia. Una vez más, las interpretaciones de los contendientes no son suficientes para explicar este acontecimiento. No la de los rusos que así habían ganado dos años para prepararse para la guerra, ya que la Blitz-Krieg fue tan violenta y rápida en Rusia como lo había sido en mayo-junio de 1940 en la campaña del Oeste, y por otra parte hubiera sido mejor enfrentarse a Alemania en 1939 cuando todavía existía la amenaza franco-inglesa y Polonia no había sido eliminada todavía. El argumento alemán tampoco se sostiene, ya que era evidente -y los acontecimientos actuales lo confirman- que, si era posible un compromiso con Francia e Inglaterra para un desbordamiento del poder alemán hacia el este, este compromiso era absolutamente imposible con Rusia debido a sus intereses seculares en Europa del Este.
A otro nivel, el tratado ruso-alemán tiene todos sus efectos: en los países del Eje, en Alemania e Italia, refuerza el frente fascista de guerra contra la plutocracia internacional, en los países democráticos y sobre todo en Francia determina la fractura política que iba a facilitar primero las victorias militares alemanas y luego el establecimiento del régimen de ocupación militar.
El Partido Comunista Francés, que hasta septiembre de 1938 se había adherido al gobierno para la defensa de la patria en nombre de la lucha contra el hitlerismo y el fascismo, que luego había pasado a una violenta oposición contra el Compromiso de Múnich presentado como el «premio del agresor», cambió radicalmente de tono, destacó los objetivos imperialistas de Francia e Inglaterra, pero no habló ni de los objetivos igualmente imperialistas de Alemania e Italia, ni de la importancia imperialista de la guerra que se desarrollaba mientras tanto.
El líder del Partido Comunista francés, Maurice Thorez, desertó y pudo llegar a Rusia gracias al apoyo de las autoridades alemanas, que le facilitaron el paso, y los partidos comunistas francés y belga pidieron a las autoridades de ocupación alemanas permiso para publicar sus periódicos. Los acontecimientos se precipitaron, Hitler invadió Rusia el 21 de junio de 1941 y se produjo un nuevo cambio radical en la política de los partidos comunistas. Estos pasaron a organizar la Resistencia y los movimientos partisanos.
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La burguesía italiana dio al proletariado el fascismo en compensación por su renuncia a la lucha revolucionaria durante la Primera Guerra Mundial. Esta misma burguesía, en compensación por la participación frenética de los trabajadores en el segundo conflicto imperialista, dio al proletariado italiano un régimen que agrava las condiciones de explotación impuestas por el propio fascismo.
La traición abierta de los partidos comunistas, que participaron en la guerra antifascista, puede utilizar ahora el apoyo de uno de los estados imperialistas más poderosos del mundo para obstaculizar el renacimiento del movimiento proletario, pero esta traición no podría eliminar los antagonismos en los que se basa la sociedad capitalista. Estos antagonismos no sólo subsisten, sino que tienden a agravarse, y la izquierda italiana puede mirar con serenidad su lucha pasada contra el capitalismo y el oportunismo: fue la primera en alzar su voz contra las desviaciones de la Internacional, y ha seguido toda la tormenta de los acontecimientos sin desviarse nunca, y toma la bandera del internacionalismo y de la lucha de clases para continuar su lucha, cualesquiera que sean las dificultades que haya que superar y el camino que haya que recorrer para alcanzar la victoria final.
De Prometeo, números 2, 3, 4, 6, 7, 1946-1947. Vercesi (Ottorino Perrone).
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[1] Se refiere a las Tesis sobre la Cuestión nacional y colonial, conocidas como Tesis de Bakú. Véase los documentos de los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista publicados por la Fundación Federico Engels, páginas 130-137 [NdT]