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Una nueva receta llamada resiliencia

La expansión del coronavirus alrededor de todo el mundo hundió la economía mundial a principios del año 2020 en la peor crisis vivida desde la II Guerra Mundial. Los impedimentos en el intercambio de mercancías a nivel mundial, y la interrupción en la actividad comercial de una gran parte de las empresas provocaron una caída del -3,5% de la economía global. En este contexto de ralentización de la actividad económica, la tendencia general de los Estados ha sido la de tratar de mantener con vida a un cuerpo cada vez más decrepito a través de distintos mecanismos institucionales (principalmente ERTEs y créditos a empresas). El mantenimiento de estas medidas durante ya casi dos años se ha traducido en una necesidad de liquidez masiva por parte de los Estados a nivel mundial. No en vano, la deuda global igualó por primera vez el tamaño de la economía mundial, y particularmente la deuda pública española ascendió de un 95,50% a un 123,3%.

Por muy drástico que parezca el reforzamiento de la tendencia al endeudamiento público global, las necesidades de liquidez son aún mayores. Para ponernos en contexto, el coste de los ERTEs en España superó los 24.000 millones de euros en septiembre, y se estima que suponga unos 35.000 millones de euros hasta el cierre de 2021, o lo que es lo mismo, el equivalente a un 22,3% del incremento de la deuda pública desde 2019 a 2020. Llegados a este punto en el que para un Estado como el español es indispensable una enorme inyección de liquidez adicional, la Unión Europea acude al rescate de los Estados miembros con un nuevo programa de financiación: NextGenerationEU. Un instrumento dotado de 800.000 millones de euros, con el objetivo de “reparar los daños económicos y sociales inmediatos causados por la pandemia del coronavirus.

De los hombres de negro a los hombres de verde

El Mecanismo Europeo de Recuperación y Resiliencia (MRR) facilita a los 27 estados miembros de la UE la inyección de capital a través de transferencias directas y préstamos. En el caso de España, podrá acceder a 140.000 millones de euros entre 2021 y 2026, de los cuales cerca de 70.000 millones serán ayudas directas, y el resto los recibirá en forma de créditos. Con respecto al precio a pagar por este dinero (sean transferencias directas o no), las ayudas están supeditadas a la aplicación de reformas, y cada país tendrá que someterse a una evaluación en el momento en el que solicite el pago de los fondos (dos veces al año) para determinar cómo avanza con las reformas e inversiones. Además, cualquier país podrá activar el frenado de emergencia, un mecanismo que permite la detención, e incluso la retirada de fondos en caso de que se perciba que cualquier país receptor de fondos no está llevando a cabo una política de reformas en la línea adecuada (sabemos por experiencia que la dirección de estas reformas es la de la flexibilización del mercado laboral, el ajuste del sistema fiscal y la rebaja de las pensiones).

Resulta complicado no hacer paralelismos entre la salida que la UE está dando a esta crisis, y la respuesta que dio a la crisis del año 2008. También en su momento, el 9 de junio de 2012, se acordó la apertura de una línea de liquidez de 100.000 millones de euros que se calificó como “un préstamo en condiciones muy favorables”. Como era de esperar, no se tardó en evidenciar que el memorando acordado incluía entre sus condiciones distintos recortes y reformas. La lectura que se ha intentado trasladar desde el Gobierno es que la situación económica actual es radicalmente opuesta a la del año 2008. Si la respuesta institucional hace 13 años fue la de un rescate cuya contrapartida comprendía una serie de recortes y reformas que provocaron el aumento generalizado de la precarización del proletariado, la respuesta actual consiste en “el impulso del mayor paquete de estímulo jamás financiado en Europa para crear una Europa más ecológica y digital”. No obstante, la diferencia es en realidad mucho más vulgar. Si en el año 2008, la Troika se personalizaba en hombres de negro que acudían a los países del sur para acordar los términos del rescate, y evaluar las reformas comprometidas; ahora, la Troika viene representada por hombres de verde, que reclaman inversiones para “lograr una Europa más resiliente a través de una transición climática y digital justa”. A priori pueden parecer salidas diferentes, pero el contenido es el mismo: inyecciones de liquidez subordinadas a reformas económicas que dan respuesta a las necesidades actuales del capital.

Como hemos comentado, el objetivo de estos fondos sería el de crear “una Europa más ecológica, más digital, más resiliente y mejor adaptada a los retos actuales y futuros. Es imprescindible detenerse aquí para destacar que, por un lado, el impulso de una economía más digitalizada supone la expulsión de miles de trabajadores, de un sistema económico en el que el trabajo asalariado es el único acceso a los recursos materiales necesarios para la vida. Por otro lado, con respecto al desarrollo de una Europa más ecológica, es esencial apuntar que las políticas impulsadas por el pacto verde no pretenden la consecución de una mayor justicia social, sino que responden a una reestructuración del sistema productivo y de consumo para poder mantener la misma lógica de producción en un contexto de crisis energética. En última instancia estas políticas verdes suponen un encarecimiento de los costes de producción globales, encarecimiento que alimenta la creciente y ya observable tendencia inflacionaria mundial, y que se traduce en una disminución del salario real del proletariado. La transición a una economía más verde y la digitalización se presentan como la nueva receta milagrosa que nos hará resurgir de nuestras cenizas. La cuestión es que una vez más, al igual que en la crisis del año de 2008, el capitalismo demuestra que solo es capaz de dar respuestas que no solo no solucionan la problemática de raíz, sino que además agravan las condiciones sociales y agudizan futuras crisis. La expulsión de mano de obra superflua, y el empobrecimiento de la clase trabajadora no son soluciones reales. Sin embargo, esta no es una receta que nos sorprenda, ya que no es una novedad que la única salida posible de este sistema es la es la de ganar algo de tiempo, y posponer el siguiente estallido. La única salida posible que ofrece el capitalismo es una perpetua huida hacia delante.

¿Una nueva receta?

Como hemos explicado en otras ocasiones, la crisis que estalla en el año 2008, y la que lo hace a consecuencia del coronavirus, no son crisis diferentes, sino que son manifestaciones de una misma crisis profunda e irresoluble que vive el capitalismo a partir de los años 70, cuando se produce un cambio de paradigma en el proceso de valorización, y se evidencia que no es posible dinamizar el sistema económico a partir de producción real. Del mismo modo que las crisis que se han producido con 12 años de diferencia son en realidad expresiones de una misma crisis más profunda a la que no es posible dar una respuesta real, las reacciones institucionales que se han dado en ambos momentos son, en efectos prácticos, la misma.

Cuando el Estado reaccionó a la crisis del año 2008, no defendía las necesidades humanas, sino las necesidades del capital. Con esta crisis, no hay nada nuevo bajo el sol, es el mismo Estado vestido de otro color político defendiendo las mismas exigencias del capital, que ahora vienen determinadas por la necesidad de impulsar la competitividad a través de la digitalización y la reestructuración del sistema productivo en un contexto de crisis energética; y que como no, tampoco olvida la necesidad de ejecutar reformas que incidan en el mercado laboral, el sistema de pensiones, y el sistema fiscal.

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