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Contra la democracia Serie: Pandemia Teoría Tierra

Pandemia y control social

BARBARIA PANDEMIA

También en alemán.

El capitalismo está hecho de disyuntivas imposibles. Se escinde lo que en otras sociedades se entendía como un todo orgánico y se establece un antagonismo entre los dos polos, obligando a elegir uno y renunciar al otro en mayor o menor medida. La pandemia ha hecho eso con la salud y la economía. Así, el proletariado se ha encontrado de frente a una elección aberrante: morir de covid o morir de hambre. A nivel individual, como en el capitalismo es más seguro morirse de hambre si no se tienen unos ingresos que morirse de covid, en realidad la elección es falsa. No es más que un chantaje. A nivel social es algo más complejo, y explica el comportamiento de los Estados desde que empezó la pandemia.

Pero a esta disyuntiva entre salud o economía, subyace otra que ha atravesado los debates de la crítica social desde el principio: libertad o salud, remedo de la vieja dicotomía entre libertad o seguridad, expresión a su vez de la oposición fundante en el capitalismo entre individuo y Estado. Es así como en los medios radicales está ejerciendo una fuerte presión la preocupación por un Estado que parece salir reforzado de la pandemia a costa de nuestras libertades individuales. Los discursos son variados. Se admite o no la existencia del virus, se le da una gravedad mayor o menor si se admite, se le da mayor o menor peso a la vigilancia digital o a los medios de comunicación. Pero en cualquier caso todos estos discursos comparten una base común: el covid es una cortina de humo que no nos deja ver el verdadero problema, el aumento del control social. El Estado se pone mascarilla y aprovecha la oportunidad de azuzar el miedo de la población para alimentar la servidumbre voluntaria. Doctrina del shock, que se decía en otra época. Lo destacable de la pandemia no es la cuestión sanitaria, las cifras de muertos, el sacrificio de la salud y de la vida al canibalismo del capital, sino el desarrollo de los mecanismos de control y represión mediante el big data, la digitalización de la vida cotidiana, el refuerzo de la sociedad del espectáculo, el aumento del poder médico, el auge del biopoder. Este proceso puede llevarnos simplemente a un capitalismo más fuerte, más totalitario, o sería incluso la transición a una nueva sociedad de clases que no se caracterizara por la producción de valor, sino por la afirmación absoluta de un Estado orwelliano a través del dominio tecnológico y del saber especializado.

¿Del capitalismo a la biocracia?

Quizás sea el antidesarrollismo la corriente que mejor ha expresado este último aspecto. Bajo su perspectiva, la pandemia ha sido aprovechada —cuando no provocada— por el Estado para aumentar el poder médico y tecnológico sobre la población y, en este sentido, habría sido una confirmación de sus tesis: que estamos pasando o hemos pasado ya a un tipo de sociedad donde la cuestión fundamental no es la explotación de una clase social por otra, sino el dominio de una casta de tecnócratas organizados en torno al Estado sobre el conjunto de la población. Actualizando un poco los términos a la luz de los acontecimientos, se viene a plantear que ese Estado es una dictadura sanitaria dirigida por biócratas —los tecnócratas del poder médico— que a través de la medicalización de la vida y de la vigilancia digital han conseguido un gran avance en el dominio de una población aborregada por el miedo a enfermar y morir.

Los términos son importantes, configuran nuestro pensamiento y las categorías que utilizamos. Hay una diferencia radical entre explotación y dominio, porque el primero tiene una base material arraigada en la manera en que las sociedades producen y reproducen su vida. Dominio, sin embargo, sólo nos habla de una relación de poder sin explicar su procedencia. Y esto no es baladí, porque lo que no tiene una causa definida tampoco tiene una solución posible. Ahí reside la fuerza reaccionaria de la posmodernidad, que nos representa un mundo organizado por una red de dispositivos de poder sin causa ni finalidad precisa, una multiplicidad de opresiones de las que no es posible liberarse. Ya no la revolución, ni siquiera la resistencia es pensable desde esta perspectiva.

Así, se entenderá por qué es importante la diferencia entre que el Estado nos domine o que gestione nuestra explotación. El Estado no es una institución autónoma, con su propia finalidad y funcionamiento, separada de las relaciones sociales que organizan la producción y reproducción de la vida. Antes bien, es un órgano de estas relaciones sociales cuando están fracturadas por un antagonismo entre clases, y como tal vela por que la sociedad se mantenga unida en la separación. En el caso de las relaciones sociales capitalistas, donde la producción de valor tiene una lógica impersonal y automática, el Estado cumple la función de salvaguardar los intereses del capital, incluso en contra de los propios capitalistas individuales si fuera necesario.

El discurso antidesarrollista da un paso más allá. En él se toman estas relaciones sociales, que producen un tipo determinado de tecnología y conocimiento, y se invierte la pirámide. Es la tecnología y el saber especializado los que producen un tipo determinado de relaciones sociales y el Estado es un mero instrumento para imponerlas. La tecnología queda fetichizada. La tecnología, el conocimiento, de manera más actual el saber médico, se convierten en un poder autónomo capaz de generar unas relaciones sociales alienadas. Son muchos los problemas de este tipo de planteamientos, pero para nuestro propósito sólo señalaremos uno: las relaciones sociales se pueden transformar, se puede luchar positivamente contra una organización social para establecer otra, pero contra el conocimiento y la tecnología no se lucha. En todo caso se olvida, y ni siquiera, porque mientras siga subsistiendo el capitalismo la tecnología y el conocimiento se seguirán desarrollando azuzados por la competencia entre empresas. Por tanto es una lucha sin salida, porque no ataca a las causas fundamentales sino que las soslaya. Al hacer esto, la revolución deja de ser una posibilidad material y la emancipación, en todo caso, se convierte en un hecho ilustrado. Sólo los más conscientes, los que han recibido la palabra, pueden intentar escaparse.

En realidad, tampoco podrán. No hay salida de la tecnocracia, pero sí la hay del capitalismo.

A vueltas con el biopoder

En el capitalismo el Estado es el gestor de unas relaciones sociales de explotación que, por lo demás, están en una profunda crisis histórica. Para poder entender el comportamiento del Estado durante la pandemia, necesitamos explicar la contradicción ante la que se está encontrando.

Si bien ha habido otras pandemias en la historia, es la primera vez que un virus desconocido se expande en una sociedad con tanta población y tan globalizada, tan interdependiente, tan en permanente interacción en todo el planeta. Para hacernos una idea, durante la gripe española se calcula que había 1.800 millones de personas en el mundo y el medio de transporte fundamental eran los barcos a vapor. Hoy nos encontramos en casi 7.800 millones y el número de viajes en avión se multiplica en el curso de unos pocos años: la potencia de difusión de nuevos virus —con sus nuevas cepas— crece al mismo tiempo que se desarrolla el capitalismo. Podremos entender así que un virus con tal capacidad de contagio en una sociedad tan interconectada mundialmente y con tanta población susceptible es un peligro real, no sólo por la letalidad, mayor o menor, del propio virus, sino por la amenaza de colapso de los sistemas sanitarios —y funerarios— con las muertes colaterales que ello implica. No es entonces extraño que, si los muertos por covid están oficialmente en 4 millones a nivel mundial, sólo en India se hayan calculado entre 3,4 y 4,9 millones de exceso de mortalidad entre junio de 2020 y junio de 2021.

De esta forma, el Estado se encuentra ante una situación incómoda. Tan necesario es producir y hacer circular mercancías como que haya trabajadores vivos para hacerlo. Lejos de encontrarnos ante un proceso de transición hacia una nueva sociedad totalitaria, los Estados están haciendo lo que siempre han hecho en el capitalismo, pero con las dificultades crecientes que les impone el desarrollo de este modo de producción: deben seguir siendo los garantes del mantenimiento de la fuerza de trabajo para su explotación, en un contexto en el que la población crece exponencialmente, la interconexión de los transportes a nivel mundial está cada vez más exacerbada, la crisis permanente del capital empuja a un aumento de la miseria social y a una devastación creciente de la naturaleza, y esos factores a su vez debilitan nuestro sistema inmune y hacen aparecer nuevas pandemias. La función del Estado, que consiste en mantener unida una sociedad desgarrada por los antagonismos de clase y, en el capitalismo, por la guerra de todos contra todos que provoca la competencia entre capitales, se encuentra en dificultades cada vez mayores, porque se ve ante la disyuntiva de mantener una economía que difunde la enfermedad o mantener a los trabajadores que sostienen la economía.

Por otro lado, bajo esta constatación subyace la cuestión de que la salud es un hecho social, mucho antes que individual. Naturalmente, no hablamos sólo de las enfermedades contagiosas, sino de que nuestra salud es el resultado de la manera en que nos organizamos socialmente: si hay una separación o no entre campo y ciudad, si las ciudades son pequeñas o monstruosas, si hay o no trabajo asalariado, las condiciones de mayor o menor salubridad en que se hace este trabajo, el tipo de viviendas que se tiene, el tipo de agricultura que se cultiva, la manera en que la actividad social afecta a nuestro hábitat natural y las múltiples formas en que éste nos lo devuelve. Mucho antes de llegar a la gestión individual de nuestros propios cuerpos, la salud es un hecho social.

Es más, el desarrollo del capitalismo, la enorme fuerza de socialización que ha tenido a nivel planetario, hace que la salud sea cada vez más un hecho de especie. A diferencia de otras pandemias, cada vez nuestra salud está más interconectada mundialmente; se podría decir: cada vez tenemos más un solo cuerpo a nivel mundial. Pero esto en el capitalismo es un problema grave, porque tiende a unificarnos internacionalmente al mismo tiempo que sólo puede administrarnos mediante Estados-nación. Como con el cambio climático, la pandemia del covid es una demostración de la impotencia del capitalismo para resolver los problemas históricos que él crea. Y la mediocridad de los gobiernos para enfrentar la pandemia no es sino una expresión de esta impotencia.

Nuestra salud es un hecho social, pero en este sistema de agregación de individuos aislados y en permanente competencia, la libertad se piensa desde el aislamiento y lo social se identifica con el Estado. No es posible una organización espontánea desde la libre voluntad y el apoyo mutuo en una sociedad que se rige por la mercancía: mientras las relaciones sociales capitalistas existan, el Estado seguirá existiendo para regular e imponerse ante el empuje egoísta de los individuos. Claro, que lo que opone al egoísmo individual no son las necesidades de los seres humanos como colectividad, sino las necesidades de valorización del valor, de acumulación del capital. La gestión de la salud es una mera consecuencia.

Que sólo somos fuerza de trabajo para el Estado y el capital es una obviedad. Por eso mismo no son nuestras vidas lo que importa, ni mucho menos nuestra salud, sino que mantengamos unos niveles mínimos de ambas —en términos estadísticos— para seguir alimentando la máquina automática del capital. Nuestros cuerpos son, naturalmente, objeto de control por la administración para garantizar este propósito. No es algo nuevo ni extraordinario. Tanto es así que el cuerpo de las mujeres lleva siendo objeto de control de las sociedades de clase desde mucho antes, con el fin de garantizar la reproducción de la mano de obra y la correcta transmisión de la propiedad privada, sin que eso haya agitado las ideas de los grandes genios de la filosofía. La teoría del biopoder, que tan a colación se ha sacado últimamente para defender la idea de un Estado cada vez más totalitario y poderoso, no es sino una constatación banal de este hecho. En una pandemia de las características que hemos descrito, con el alto grado de amenaza que supone para el buen funcionamiento de la máquina del capital, se exaspera la necesidad del Estado de controlar nuestros cuerpos bajo un elemento que es cierto —la salud es un hecho social— y otro que es falso: que con ello estaría defendiendo la sociedad y las necesidades sociales. Si nos quedamos en la constatación, sin embargo, no hay ni explicación ni salida posible. La solución no puede estar ni en la gestión sanitaria del Estado, que siempre será la subordinación de nuestra salud al canibalismo del capital, ni en la defensa del individuo como átomo libre, independiente y ajeno al cuerpo social.

El capitalismo se debilita, y el Estado con él

Quienes no hablan directamente del tránsito a una nueva sociedad de clases, afirman que el capitalismo se está haciendo más fuerte, que día a día gana en poder de convicción y de aplastamiento para quien no quiera convencerse. Bajo esta visión, la burguesía es cada vez más poderosa. Si no lo ha llegado a planificar, al menos no ha dejado escapar la oportunidad de la pandemia para aumentar la vigilancia tecnológica y tener más sometidos a los ciudadanos mediante una estrategia del miedo.

Pero el término estrategia parece excesivo. Desde luego es inutilizable como estrategia mundial donde la clase dominante sigue un plan definido y pactado, puesto que la gestión de cada gobierno ha sido un sálvese quien pueda durante toda la pandemia, primero con las mascarillas, los EPI y los aparatos de respiración artificial, y después con las vacunas. Y a nivel nacional, de plan definido y de colusión tampoco es que pueda hablarse, porque lo más característico de esta gestión ha sido el zigzagueo, las recomendaciones que se contradecían, los palos de ciego, las reaperturas y la relajación de medidas que se sabían, a ciencia cierta, meramente temporales. Desde luego, poco tiene que ver con esos grandes planes nacionales que elaboraba la burguesía hace unas décadas y que daban a la gestión gubernamental una estabilidad a pesar del cambio de color político. Pero tiene poco que ver incluso con los años anteriores. Con esta crisis, la incertidumbre y desorientación de la clase dominante está llegando al paroxismo: los datos de crecimiento económico se evalúan y oscilan cada mes, las políticas monetarias y de control de la inflación se rigen por un lo hacemos ahora y ya se verá, los ERTE se negocian y renegocian para mantenerlos unos pocos meses más, las medidas para frenar la factura de la luz y el gas se aplican por trimestres, a la espera de que —dios mediante— el siguiente trimestre sea mejor. En la UE, la propia política hacia la campaña de vacunación ha sido una sucesión de contradicciones y vaivenes.

Y es normal. La burguesía está desorientada, porque sus propias relaciones sociales se están descontrolando. Necesita limitar el paro, pero no puede evitar la expulsión de trabajo por la automatización de la economía. Necesita limitar el cambio climático y el derroche de recursos energéticos y minerales, pero una mera ralentización del crecimiento del PIB implica durísimas crisis económicas. Necesita que fluyan las mercancías, que la población siga consumiéndolas a marchas forzadas, que el capital siga moviéndose libremente por el planeta, pero su propia debacle fomenta la aparición de pandemias que obligan a obstaculizar ese movimiento, cerrar fronteras, replegarse.

Si el Estado parece aumentar su tamaño, no es porque crezca y se fortalezca sino porque se está hinchando de puro pudrirse en su función histórica. Por un lado, su peso en la economía es cada vez mayor porque las empresas lo necesitan como un órgano de respiración artificial, en la medida en que sus ganancias tienden a decrecer con el avance del capitalismo. Sin sus puestos de trabajo, su consumo, sus políticas de inyección monetaria o su crédito público, la economía no sería capaz de resistir. De esta forma, asistimos a un proceso que tiende a difuminar la separación fundante del capitalismo entre economía y política, entre Estado y mercado, porque al mismo tiempo que el Estado es un órgano de respiración artificial para el capital, éste tiene un control cada vez mayor sobre él. La capacidad del Estado fordista para imponer sus decisiones políticas, sus planificaciones económicas, sus políticas monetarias o siquiera sus impuestos ya queda muy lejos. Porque el agotamiento del valor también aboca al agotamiento del Estado como órgano de regulación de las relaciones capitalistas. La facilidad con que el capital se deslocaliza y escapa a su control territorial, el aumento persistente de deuda pública que lo pone en manos de los mercados financieros internacionales, la importancia creciente de las estructuras supranacionales, todo ello pone en cuestión el principio tradicional de todo Estado: la soberanía sobre su territorio, la capacidad de que sus decisiones políticas importen. Por otro lado, la concentración del capital en regiones concretas provoca una desigualdad territorial al interior de sus fronteras que hace de base material para el estallido de movimientos regionales o nacionalistas de carácter centrífugo. Y en fin, la pérdida de bases materiales del reformismo, debido a una producción de plusvalor decreciente, supone también que el propio Estado cada vez tiene menos recursos de integración social mediante ayudas, servicios públicos, asistencia social: no por nada la religión y el identitarismo comunitario están sustituyéndolo en esas funciones, sin que ello permita unificar las fracturas sociales, sino que las profundiza en un sentido reaccionario.[1]

Es sólo dentro de este caos que puede entenderse el incremento de la vigilancia digital y la modernización de los mecanismos represivos. Sí, el capitalismo está recurriendo y recurrirá cada vez más a la represión, pero eso no implica un mayor control social. Bien al contrario, si necesita acudir al uso de la fuerza es porque la máquina del consenso empieza a averiarse.

El desarrollo tecnológico es al mismo tiempo la herramienta y la condena de la clase dominante. Por el desarrollo tecnológico hoy en día se tiene una capacidad de vigilancia inédita en la historia: drones, reconocimiento facial, rastreo a través de los smartphones, análisis masivos del consumo de productos y contenidos en internet, vigilancia de las redes sociales mediante la inteligencia artificial y el big data. Pero también, sobre la base de ese mismo desarrollo tecnológico, cada vez se necesita menos fuerza humana que explotar, disminuyen las ganancias, el capital se concentra en una economía de casino que sólo genera burbujas siempre a punto de estallar, aumenta la población excedente, sin utilidad social, se requieren cada vez más recursos energéticos y materias primas y para obtenerlos se profundiza la crisis ecológica, la tierra se vuelve estéril por la explotación de la agroindustria, la ruptura del ciclo del fósforo y la desertificación, los fenómenos climáticos son cada vez más extremos, el agua potable se convierte en un problema creciente, las guerras se multiplican, el desequilibrio de los ecosistemas amenaza nuestra propia vida en el planeta.

Y todo esto genera estallidos sociales, revueltas que sientan las bases para futuras rebeliones. Naturalmente que el Estado se está armando, pero sólo porque cada vez puede confiar menos en el consenso social. Sólo desde una perspectiva del dominio, donde el poder se afirma sin explicación ni resolución posible, se puede pensar que la humanidad pueda quedarse de brazos cruzados ante este proceso. Quien no se deje atrapar por tal perspectiva, verá que los movimientos actuales son confusos, están llenos de limitaciones, pero que están respondiendo a un sistema que condena a nuestra especie y que aprenden, sacan lecciones de las derrotas pasadas, con una memoria subterránea que hace de cada oleada mundial algo superior a la anterior: oleadas ante las que el Estado se encuentra cada vez más armado y cada vez más frágil.

Es habitual en el capitalismo que se nos ponga entre la espada y el precipicio y se nos pregunte cuál de los dos es el mal menor. La salud o la economía. La libertad o la seguridad. Los derechos de la persona o las necesidades sociales. El individuo o el Estado. Escribimos tras un año y medio de pandemia atravesado por estas dicotomías. Y el debate que han provocado entre las filas de la crítica social no es menor, pero no podremos resolverlo dentro de ellas. Hay algo de falso y algo de verdadero en la polarización a la que estamos asistiendo: verdadero, porque la salud y la economía, la libertad y la seguridad en el capitalismo viven un antagonismo real e irreconciliable. Quien elige una tiene que renunciar en mayor o menor medida a la otra. Por eso los intentos de la izquierda por elaborar propuestas que resuelvan ese antagonismo no solo son banales, sino que tienen mucho de autoengaño —para justificar su propia función social— y de cinismo.

Pero esta polarización tiene también algo de falso, porque nunca encontraremos la respuesta si la buscamos en ese enfrentamiento, y porque discutir desde ahí nos acaba empujando a elegir una parte del capital frente a otra. Quienes eligen la salud y la seguridad se encuentran defendiendo al Estado como una institución neutral, buena si bien dirigida, que es la única en capacidad de velar por los intereses comunes y salvaguardar las necesidades sociales frente al empuje egoísta de los individuos aislados. Quienes se inclinan por la libertad y por la economía[2] acaban por encontrarse en la defensa de la libre voluntad del individuo, cueste lo que cueste, y por entender como natural la aberración de un sistema social regido por la mercancía y el trabajo asalariado.

La única posibilidad para quienes aspiramos a una sociedad emancipada es romper con ese planteamiento del debate, si no queremos vernos atrapados en él. Entre morirnos de covid o morirnos de hambre, elegimos luchar contra un sistema que nos impone esa disyuntiva. Entre defender al Estado como único garante de las necesidades sociales o defender la libertad del individuo, ajeno a su interdependencia con los otros, elegimos luchar contra el capital. Ni trabajo asalariado ni sistema que nos enferma. Ni Estado ni tampoco individuo: ambas categorías nacen con las sociedades de clase, se acendran en el capitalismo y morirán con él, como la última sociedad de clases de la historia.

 

 

 

[1] Estos argumentos los desarrolla en mucha más profundidad n+1 en Lo Stato nell’era della globalizzazione

[2] Nos referimos a los argumentos contra las medidas anticovid que no tienen un carácter sanitario sino económico, como los que examinan el confinamiento o los toques de queda por sus daños sobre las empresas y el empleo. En el fondo, estos argumentos vienen a plantear que hay que poner en una balanza las vidas que se salvan del virus frente a las vidas que se condenan a la miseria y, a fin de cuentas, elegir: como si pudiéramos elegir en el capitalismo entre la miseria y la enfermedad, que en realidad van aparejadas, como estamos viendo en la propia pandemia. Un libro en el que están muy presentes este tipo de argumentos, aunque abunden también las consideraciones sobre la validez de estas medidas en el control de los contagios, es P. Francés, J. R. Loayssa y A. Petruccelli: Covid-19. La respuesta autoritaria y la estrategia del miedo, ed. El Salmón

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