El precio de la luz seguirá subiendo
En enero lo llamaron tormenta perfecta. En abril se habló de los daños colaterales del mercado de CO2. Ahora en junio se desempolva el discurso del monopolio —vieja costumbre estalinista— y se señala a las eléctricas, ese grupo de capitalistas avaros, aspirantes a ciudadano Kane, que aprovechan su posición de poder para obtener unos beneficios caídos del cielo.
Pero lo único que se cae aquí es la lógica de esta sociedad. No se trata de las circunstancias coyunturales, ni de la voluntad de poder de unos cuantos capitalistas, ni mucho menos de la estrategia maquiavélica de una burguesía organizada para empobrecernos y controlarnos mejor con la transición verde. Lo que explica que la factura de la luz no haya dejado de subir en los últimos meses en España tiene que ver con una tendencia más profunda del sistema capitalista: su tendencia a la autodestrucción.
El gas marca el precio de la luz
Por la lógica que rige la generación de electricidad en este modo de producción, su precio está determinado por la tecnología más cara necesaria para satisfacer la demanda. Es decir, si las energías más baratas —nuclear, hidráulica, eólica y solar— no bastan para generar toda la electricidad que hace falta, habrá que recurrir a las centrales de ciclo combinado basadas en gas. Como estas son más caras, pero hay consumidores que necesitan comprarlas igualmente, el resto de tecnologías podrán subir sus precios como si fueran gas, aunque producir con la energía del viento sea más barato que traerse el gas de Argelia.
Sin duda, en los términos del sentido común —es decir, el de las necesidades humanas y su satisfacción de manera sostenible— esto es ilógico. Pero no en términos del valor. Si el capitalista que invierte en una central hidráulica no puede ganar lo mismo que el capitalista que lo hace en una central de ciclo combinado, cuando ambos producen la misma mercancía y la venden en el mismo mercado, sencillamente retirará su capital en cuanto pueda de la hidráulica para destinarla al gas. En la lógica del valor, lo irracional sería perder la oportunidad de obtener las mismas ganancias que el competidor.
Esto no es algo exclusivo ni del mercado eléctrico español, ni del sector eléctrico en general, sino que es lo que sucede cuando se aplica la lógica capitalista a la tierra y a todas las mercancías que dependen de ella. Lo que los economistas burgueses llaman sistema marginalista del mercado eléctrico no es simplemente un artificio entre otros, sino una manera coherente de adecuarse a esta lógica. Por ello, esta forma de establecer los precios no depende de la voluntad política, sino del funcionamiento mismo del sistema.
Las renovables no bastan
Podría deducirse entonces que bastaría con fomentar la producción de energía renovable para bajar la factura de la luz, de tal manera que el gas no sea necesario y no pueda marcar el precio del resto. Es el argumento que utiliza el gobierno PSOE-Podemos, imitando a Biden y a los burócratas de la UE, para imponer las medidas de la transición energética que suponen un encarecimiento generalizado de nuestras condiciones de vida: un esfuerzo hoy para disfrutar de energía limpia y barata en el mañana.
Pero no es así. Más allá de todo el consumo energético que no es electrificable —desde el transporte a largas distancias a la producción de acero y cemento—, y donde por tanto no llegan las renovables, estas plantean objeciones muy serias a la generación de electricidad en un sistema capitalista.
La objeción más fundamental, por ser la más estructural de este modo de producción, es que en una sociedad mercantil se produce a ciegas, arrojando los productos al mercado sin saber nunca de antemano si encajarán con la demanda. Además, por su propia lógica, el capital tiende a la sobreproducción, es decir, a producir siempre más de lo que se puede comprar: ahí radica una de las bases de las crisis económicas. Por eso el derroche es inevitable, tanto como lo es que una gran cantidad de mercancías invendibles —con la energía y las materias primas que requirió su producción— acaben inutilizadas en la basura. El capitalismo lleva consigo una pérdida de energía permanente.
Por la misma lógica, tampoco puede ser estacionario: necesita de un crecimiento económico ilimitado y, por tanto, de una demanda energética siempre creciente. Los mecanismos de economía circular, reciclaje y mayor eficiencia energética encuentran aquí su aspecto más perverso. La llamada paradoja de Jevons, por la que un mayor ahorro energético empuja a un mayor gasto, puede ser una paradoja para el sentido común, pero no para el sentido capitalista. Cuando se ahorra en gasto energético y materias primas, se ahorra en costes de producción; cuando bajan los costes el margen de ganancia es mayor, ganancia que se invertirá en ampliar la producción para poder obtener aún más ganancias. Es la esencia misma del valor que, como decía Marx retomando a Goethe, tiene el diablo en el cuerpo.
Por otro lado, los combustibles fósiles y las renovables no tienen la misma disponibilidad: la extracción de hidrocarburos se puede hacer en cualquier circunstancia y sólo es necesaria la tecnología adecuada y una buena reserva en el subsuelo. No depende de factores variables como que haya o no sol, viento o lluvias y deshielos suficientes. Las alteraciones que impone el cambio climático, especialmente la subida de las temperaturas y el avance de la desertificación, pero también los fenómenos climáticos extremos, suponen un problema añadido. Con las interrupciones a las que están sometidas las renovables, no pocas veces inesperadas, la necesidad de mantener las centrales de gas es ineludible, aunque solo sea para recurrir a ellas en los picos de demanda. Un ejemplo de esto último lo tuvimos durante la borrasca Filomena en enero de este año: muy pocas horas de sol y mucha necesidad de calefacción impusieron una demanda de gas más alta de lo normal, que se tradujo en la segunda factura de la luz más cara de la historia de España.
Hay también otras limitaciones físicas. Por un lado, la de los materiales que necesita la tecnología de las renovables. Más allá del problema de las tierras raras, la mayor parte de cuya extracción se concentra en China, también otros materiales imprescindibles como el litio, la plata o el cobalto son minerales escasos e imponen un serio problema al uso capitalista de estas tecnologías, además de un factor nada despreciable en el incremento de guerras y tensiones imperialistas a nivel mundial.
No menos importante es la ocupación del territorio. Para generar la misma energía que un barril de petróleo, una planta fotovoltaica o una central eólica necesitan ocupar mucho más espacio. Esto supone que competirán con otros usos del suelo y, en la irracionalidad capitalista, la vara de medir será el criterio de rentabilidad. Es así como en España las fotovoltaicas están sustituyendo ya muchos terrenos que antes se utilizaban para la producción de alimentos. No es difícil imaginar la presión sobre el precio de la comida que supondrá intentar satisfacer la demanda eléctrica española sólo con renovables.
Para la demanda ilimitada de energía que requiere el capital, las renovables son muy limitadas. No así para el uso de la energía en el comunismo, que no se basa en la rentabilidad y la ganancia, sino en las necesidades humanas y biofísicas a satisfacer en el presente y en el futuro. Mientras subsista la lógica de la mercancía, las energías renovables serán insuficientes.
Una solución que agrava el problema
Y mientras subsista la lógica de la mercancía, la necesidad de combustibles fósiles será ineludible. Esto no implica que el capitalismo vaya a colapsar cuando se agoten, pero sí agrava las contradicciones del sistema. A medida que se vayan reduciendo las reservas mundiales, los combustibles fósiles tenderán a hacerse más caros y empujarán al alza el precio de la electricidad, por mucha generación renovable que haya. De hecho, cuanto más se extienden estas tecnologías más incertidumbre provocan en las centrales de ciclo combinado de gas, necesarias sin embargo para satisfacer los picos de demanda. Esta inestabilidad está haciendo que muchas de estas centrales hibernen o incluso cierren, lo cual pone en peligro la planificación de la red eléctrica y amenaza con cortes de luz al menos a nivel regional. Como las renovables nunca podrán generar suficiente electricidad en el capitalismo, las centrales de gas tendrán que mantenerse abiertas y será el Estado quien directa o indirectamente acabe encargándose de hacerlo: un factor más en la crisis de deuda.
En este contexto hay que entender las diferentes medidas de la transición energética que hemos empezado a sufrir ya y que atravesarán las próximas décadas. El Pacto Verde en la UE, el Green New Deal en EEUU, el objetivo de cero emisiones de China para 2060 o, de otra forma, la apuesta de Arabia Saudí por liderar las renovables no son ni un despertar de la conciencia ecologista de la burguesía ni un plan maquiavélico para pintar de verde su explotación creciente sobre el proletariado. Como lleva haciendo desde que el capitalismo entró en su crisis terminal, la burguesía simplemente está tirando la pelota hacia adelante.
Dado que el agotamiento de los combustibles fósiles es una realidad, la clase dominante tiene que adaptarse para seguir compitiendo en el mercado mundial. La energía tiene un peso creciente en el precio de las mercancías, así que reducir la dependencia de los hidrocarburos —sobre todo, concentrar su uso allí donde más rentable sea, restringiéndolo en todos los demás— permite hacer más competitiva la producción frente al resto de países. Ello significa iniciar cuanto antes la reconversión de las infraestructuras productivas y de transporte, una reconversión de la que, con unas ganancias cada vez más exiguas, habrá de encargarse el Estado y que este hará pesar directamente sobre nuestros hombros.
A partir de ahí se comprenden mejor las medidas que penalizan el consumo de combustibles fósiles y el consumo energético en general como el mercado de carbono, la nueva tarificación de la factura de la luz o el futuro impuesto al diésel. Si el primero ha supuesto en los últimos meses una burbuja especulativa que ha elevado el precio del gas, encareciendo así toda la electricidad, la segunda penaliza el gasto de la luz en las horas punta con la excusa de fomentar un consumo más responsable y adecuado a la capacidad de las renovables. Sin embargo, y a diferencia de otras mercancías, no hay mucho margen para escoger cuándo consumir la electricidad y a efectos prácticos la hará más cara.
El próximo impuesto al diésel habrá que sumarlo a los efectos del Fondo de Sostenibilidad del Sistema Eléctrico creado recientemente por el gobierno PSOE-Podemos. Éste se ha querido presentar como dando una de cal y otra de arena: es verdad, encarecemos la electricidad y aumentamos el precio del diésel, pero también castigamos a las petroleras haciéndoles pagar a través de este fondo las ayudas a las renovables y así las quitamos de la factura de la luz. Lo comido por lo servido, y todo muy verde. Sin embargo, como es natural en este sistema, las petroleras no cargarán ellas solas con esas ayudas, sino que las trasladarán al precio final de sus mercancías. Como resultado, se prevé una subida de la gasolina y del diésel de 10 céntimos el litro para 2022 que no sólo penalizará a los que usen el coche, sino que implicará un encarecimiento de todas las mercancías que necesiten transporte por carretera: los bienes de subsistencia serán cada vez más caros.
Todo esto es algo que la burguesía está obligada a hacer para adaptarse a las nuevas condiciones de producción marcadas por el agotamiento de los hidrocarburos. Sin embargo, no es algo que le convenga hacer. Porque estas medidas no sólo afectan al consumo y agravan la miseria social, sino que tocan directamente al corazón de la producción capitalista. A medida que avanza la crisis del capital, a medida en que se automatiza la producción, se expulsa trabajo y se pierde por tanto fuerza humana que explotar y de la que obtener ganancias, el número de mercancías que hay que producir y vender aumenta: aumenta por tanto el peso que tienen las materias primas y la energía en la producción de estas mercancías. Que se encarezcan supone que los costes de producción aumentarán, en un contexto en el que las ganancias no pueden sino caer como tendencia general: invertir cada vez más para sacar cada vez menos.
La transición energética agrava y acelera la crisis del valor. La burguesía no puede no llevarla a cabo, si no quiere dejar de competir en el mercado mundial, pero llevarla a cabo sólo la hundirá aún más en su crisis.
La nacionalización no sirve
Este proceso es incontrolable. Ningún Estado, ninguna voluntad política tiene capacidad para frenarlo. Bien al contrario, los agentes del Estado solo podrán gestionarlo con medidas que agraven la crisis del capital e incrementen la miseria social. Cada vez habrá menos trabajo y cada vez los medios de subsistencia, incluyendo la electricidad, serán más inaccesibles. Cuando protestemos contra nuestra miseria, esos mismos agentes del Estado sólo podrán aplazar las medidas más duras para aplicarlas después y enviar mientras tanto a la policía y al ejército para intentar acallarnos. Los ecologistas que apuestan por entrar en las instituciones no son unos ilusos: son y serán parte de la administración de nuestra miseria y, con ella, del terrorismo estatal.
Por eso, cuando la izquierda propone como solución a la subida de la luz la nacionalización de las eléctricas uno tendría ganas de reírse, si no fuera por el asco que provocan sus consecuencias prácticas. No sólo es inútil para paliar el encarecimiento de la vida, sino que supone reconducir nuestra lucha contra este mundo hacia el refuerzo de uno de sus pilares, el Estado, desde el que se organizará la explotación y la represión contra nosotros.
El argumento de la izquierda se basa en la idea de que el extra que reciben las eléctricas por vender al precio del gas es un abuso de poder que pueden permitirse por ser un sector estratégico y que, una vez nacionalizadas, el Estado podría privarse de ese sobreprecio y destinarlo a subvencionar la factura de la luz. La propia noción de beneficios caídos del cielo, si bien fluctúa casi más que esos significantes vacíos tan queridos por Podemos, se basa en la idea de que el funcionamiento del mercado eléctrico es una gran estafa. Pero no lo es. Se trata de un elemento inherente a la competencia capitalista y el Estado está sometido a ella tanto como las empresas privadas. De la misma forma en que eliminar ese sobreprecio implica pérdidas en la contabilidad del capitalista privado, puesto que le hace competir en peores condiciones que a sus homólogos de las centrales de gas, para el capitalista colectivo que es el Estado supondría un agujero más en los ingresos que, en un contexto de deuda pública creciente, no podría permitirse durante mucho tiempo. Antes o después, los acreedores piden su libra de carne. La solución, si se decidiera mantener las eléctricas nacionalizadas, consistiría volver a elevar el precio de la electricidad hasta la tecnología más cara demandada, el gas, y convertirse en el chivo expiatorio de sus propios argumentos.
El orden de los factores altera el producto
Todo esto tampoco es explicable desde el agotamiento de un recurso energético concreto. Lo que se agota es un modo de sociedad que se organiza por el dinero, la mercancía y el trabajo asalariado.
El proceso que se acaba de describir es explicado por el decrecentismo como la consecuencia natural del pico del petróleo. Menos energía = más pobreza. No tiene muchas vueltas. En todo caso, habrá que ver cómo distribuir mejor esa pobreza para que la brecha social no se agrande demasiado, que la gente no se ponga a protestar y el Estado se vuelva ecofascista. Pero vueltas tiene, y muchas. Porque la causa de nuestra miseria creciente no es el pico del petróleo, sino una sociedad que al desarrollarse va erosionando sus propios cimientos.
El funcionamiento del mercado de la electricidad que se ha intentado explicar aquí no hace parte ni de una mera voluntad política, transformable desde el Estado, ni de un hecho natural. Es la aberración que supone tratar la tierra y sus productos como una mercancía bajo criterios de rentabilidad. Cuando se dice que el agotamiento de los combustibles fósiles conllevará el colapso de esta sociedad y que lo que estamos sufriendo hoy es solo el principio, lo que se dice es que el problema no es el capitalismo, ni la mercancía, ni la propiedad privada. El problema es que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y que estos niveles de complejidad social antes o después tenían que acabarse. Es el mito de Prometeo, y ya sabemos cómo acaba.
Ocurre que al hacer esto se naturalizan las categorías del capital. No se puede explicar la subida de la luz ni el funcionamiento del capitalismo en general desde los términos de las necesidades humanas ni de las leyes de la física. Al poner como causa principal de la miseria creciente el pico del petróleo (peak oil, peak everything), el discurso decrecentista desvía el foco de la putrefacción del capital y sirve así de base para justificar los futuros ataques contra nuestras condiciones de vida. Menos petróleo = más miseria. Hay que apretarse el cinturón, pero intentemos hacerlo de la manera más democrática y equitativa posible.
Se culpabiliza así a la sociedad como conjunto —el antropoceno— y se interpreta esa misma miseria creciente como una alegre frugalidad, un ejercicio de responsabilidad medioambiental, un gesto rebelde contra el consumismo imperante. Al hacerlo, se hace pasar por un proceso natural y benéfico —aunque al principio haga un poco de daño— la violencia social de un capitalismo que muere matando.
Es por eso que las luchas del proletariado serán cada vez más antiecologistas. No porque esté abducido por la vida urbana y los anuncios de la televisión, ignorante de la degradación del territorio en que habitamos. Más que ninguna otra clase social, el proletariado —urbano y rural— sufre en su propio cuerpo la contaminación del aire, los alimentos degradados, los fenómenos climáticos extremos, las plagas, las nuevas enfermedades, el desarraigo físico y psicológico del entorno natural. Como se explicó muy bien desde el movimiento de los chalecos amarillos, no estamos a favor del consumo del petróleo, sino en contra de la miseria social a la que nos empuja este mundo mientras se agota el petróleo.
En un modo de producción más orgánico a la naturaleza humana y no humana, en una forma de relacionarnos socialmente en la que la producción y reproducción de la vida se piense desde el sentido común y no desde la mercancía, se pueden planificar las necesidades de nuestra especie y organizar los medios disponibles pensando en el hoy y en el mañana. Acabar con la propiedad privada (o comunal) significa entender como usufructo nuestra relación con la naturaleza. Pero no por haber regresado al animismo, que hace de ella algo sacral y suprahumano, sino por disfrutarla pensando en las futuras generaciones de la especie, entendiendo la naturaleza hasta hacerla propia, hasta hacernos parte orgánica del conjunto de la biosfera. Es en este sentido que el comunismo es la naturalización del ser humano y la humanización de la naturaleza.
Así, un uso diferente de la energía pasa necesariamente por abolir la propiedad privada, la mercancía y el dinero. Y esto solo es posible desde la enorme complejidad de actuar a nivel de especie, no de comunidades disgregadas.
Por el contrario, la idea del decrecimiento implica una descomplejización social, una defensa de la fragmentación de la especie humana en pequeñas comunidades de subsistencia que, como propietarias del territorio en el que viven, no podrán evitar seguir relacionándose entre sí mediante la mercancía y, con ella, la guerra. Una humanidad fragmentada es una humanidad en permanente competencia, exacerbada por las consecuencias de la catástrofe ambiental. Si no nos organizamos a nivel mundial, y ahí sí, con toda la complejidad social que supone, no podremos nunca pensarnos como especie ni garantizar el cuidado del planeta en que vivimos. La supervivencia de los individuos y las pequeñas comunidades estará por encima de todo, también del entorno natural.
Intentar acabar con el capitalismo mediante pequeñas comunidades separadas entre sí es como intentar extinguir el fuego con gasolina. En realidad, es algo que simplemente no va a pasar. Este sistema no perderá su dimensión mundial e interconectada, aunque le cueste vidas, catástrofes, una miseria generalizada o la propia extinción de nuestra especie. Lo lleva en su propia naturaleza, como en la fábula del escorpión. Pero la polarización social que genere irá haciendo las cosas más sencillas, los bandos más claros, y toda explicación de este mundo que no sirva para acabar con él irá mostrando lo que es: una forma de conservarlo.