Notas contra el sindicalismo
También en alemán.
Las siguientes notas no se dirigen simplemente contra los sindicatos, sino contra el sindicalismo, entendiendo este como una ideología y una práctica —la actividad sindical o parasindical— del proletariado, que le condena a seguir siendo una mercancía en un mundo ansioso por absorber trabajo vivo.
La actividad sindical no es lo mismo que la lucha del proletariado en un espacio laboral. Puesto que el capitalismo será destruido por el antagonismo en que se basa, el de la comunidad humana contra el trabajo-capital, y que desencadena una permanente lucha de clases entre quienes encarnan esa comunidad —el proletariado, esa «clase que no es una clase»— y quienes encarnan los intereses del capital —capitalistas— y del trabajo dentro del capital —socialdemocracia—, por todo esto, es obvio que la lucha contra el capitalismo tiene su lugar privilegiado en la producción, en el espacio laboral, que es donde esa contradicción se expresa con mayor fuerza y claridad.
Cuando una persona lucha en su centro de trabajo, no lo hace por conservar su empleo ni por unas mejores condiciones laborales, sino por lo que ello significa: la lucha por su dignidad, por su humanidad, y contra la humillación constante que supone alquilar su vida para sobrevivir. Si se tiene un mal salario o si el curro es una verdadera mierda, lo normal es que se intente buscar otro curro. Si se va a ser despedido en un ERE, lo normal es que uno vaya apuntándose al paro en espera del siguiente empleo. Cuando el proletariado lucha, sin embargo, es porque esa lucha significa algo más que un empleo o un mejor salario, aunque se exprese a través de estos intereses inmediatos: ese algo más es la pulsión, la necesidad que tenemos como proletariado de negarnos como clase oprimida, de construir definitivamente la comunidad humana acabando con esa prostitución universal de la vida que es el trabajo asalariado.
El sindicalismo es la práctica y la ideología que oculta la unión indivisible entre los intereses inmediatos —intentar sobrevivir en esta sociedad— y los intereses históricos del proletariado —destruirla—, traduciendo toda lucha en el espacio laboral al lenguaje del capital, al lenguaje de la reforma. La irracionalidad es el carácter fundamental de la revolución. Todo aquello que es racional para el orden establecido es abarcable, recuperable. El sindicalismo consiste en hacer racional, convirtiéndola en reforma y aislando así el interés inmediato del histórico, toda lucha del proletariado por negarse como mercancía, una lucha que es esencialmente irracional para el capital.
No olvidamos, sin embargo, que el sindicalismo es un producto del propio proletariado. Los sindicalistas no son siempre gente astuta con las uñas largas a la espera de cazar unos cuantos trabajadores incautos. El sindicalismo es una ideología que nace espontáneamente de la realidad que se vive en el capitalismo, una realidad de atomización, de impotencia, de naturalización de las categorías del capital como empresa, mercancía o trabajo. La labor sindical es el producto de un proletariado que, presa de estas categorías, renuncia a sus intereses históricos y opta por el inmediatismo, por el corporativismo de empresa u oficio, por la reforma. Algunas personas dentro del proletariado —de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno— decidirán especializarse en esta labor y construir estructuras permanentes que sobrevivan a los momentos de autoorganización de la clase. Como bien se sabe, por la atomización y el aislamiento en que nos mantiene esta sociedad, en ella no existe la autoorganización permanente, por lo que las estructuras que intentan perpetuarla, por muy democráticas y de base que se quieran, acaban volviéndose en contra del propio proletariado cuando este vuelve a emerger como clase en lucha[1]. Con este procedimiento nacerán los sindicatos y, junto a ellos, la fuerza contrarrevolucionaria que llamamos socialdemocracia.
1. Los sindicatos contra la revolución
Decía Marx que la sociedad emancipada llegaría mediante la lucha de una clase por negarse como clase, es decir, mediante la abolición del trabajo asalariado y del Estado. Los sindicatos son cárteles de la clase trabajadora para, a través de prácticas monopolistas, vender más cara la mercancía fuerza de trabajo, lo cual entra en contradicción con la premisa básica de una sociedad emancipada: la abolición del trabajo asalariado, acabar con la mercantilización de la actividad humana. La lucha en el espacio laboral puede desencadenar procesos que lleven a rebelarse abiertamente contra el trabajo asalariado[2], pero el sindicato como estructura cuyo fin y función es la venta del trabajo asalariado y sin la cual sencillamente su existencia deja de ser necesaria, no puede más que ocupar el papel que históricamente (cf. revolución alemana) ha ocupado: en tiempos de revolución el sindicato se muestra claramente como lo que es, un órgano contrarrevolucionario.
2. Los sindicatos como órganos para el mantenimiento de la explotación
Y es que los sindicatos son instrumentos de negociación y mediación entre el capital y los trabajadores, sirven para eso, y como tal están comprometidos ante el capital: o son capaces de controlar a los trabajadores en lucha, es decir, o son capaces de garantizar que los trabajadores vuelvan al trabajo cuando se debe, caiga quien caiga, o pierden el sentido de su existencia ante el capital, porque dejan de servir para la mediación entre él y los trabajadores. En ese sentido, una de las estrategias más habituales de los sindicatos es movilizar para desmovilizar —agotar la lucha antes de que tome una dinámica propia, desmoralizando a los trabajadores— y dividir las luchas que se podrían producir simultáneamente y de manera confluyente, entre diversas empresas o sectores. Estas estrategias no se deben a la mala sangre de un conjunto de burócratas, sino que son mecanismos básicos para que el control de la clase siga manteniéndose en manos de los sindicatos y, por tanto, para que su propia existencia esté justificada. Los sindicalistas que llevan a cabo esto con éxito no son malos sindicalistas, burócratas desviados, como quieren muchos grupos marxistas prosindicales, sino que son precisamente buenos sindicalistas porque consiguen cumplir con toda eficacia su función de control de la clase.
3. Los sindicatos ya no son reformistas
Cuando la venta cara de la fuerza de trabajo no es posible por la decadencia del capitalismo, por la crisis infinita que manifiesta la incapacidad del sistema para sobreponerse al colapso ecosocial y a su tendencia al agotamiento del valor; en definitiva, cuando el reformismo deja de ser posible, los sindicatos pierden toda función “progresista” —en el sentido de hacer avanzar el proceso de integración de los trabajadores en el sistema a través de mejoras en las condiciones laborales— y quedan al desnudo en su función de apaciguamiento y control de los trabajadores.[3]
Ello explica el rechazo creciente que existe hacia los sindicatos por parte de la gente —por puro instinto de clase, podría decirse—, a lo cual sin embargo parecen ser más resistentes los militantes prosindicales, quienes sólo pueden o bien habituarse a las prácticas contrarrevolucionarias de los sindicatos, participando de ellas, o bien quemarse y quemar así su pasión revolucionaria, o bien intentar vivir en la esquizofrenia constante entre la lucha económica, que aboca a una lógica de la reforma y contrarrevolucionaria, y la lucha de vocación comunista.
4. Los comunistas no son huelgacultores
Los militantes que siguen creyendo en la utilidad revolucionaria de los sindicatos, bajo una concepción socialdemócrata-leninista[4] —de defensa de la clase como comunidad del trabajo asalariado y no como su negación—, lo hacen bajo la sincera convicción de que son herramientas eficaces para promover la combatividad entre los trabajadores y así aumentar su conciencia de clase.
Esto hace parte de la concepción kautskysta, a la que da continuidad el marxismo-leninismo, por la cual la conciencia ha de «inyectarse» desde fuera a la clase por parte de intelectuales socialdemócratas, y para ello han de insuflarse luchas a través de la agitación de organizaciones adecuadas a cada nivel de la conciencia de clase, en este caso los sindicatos (nivel bajo). El problema es que esta concepción no contempla que las únicas luchas que pueden generar una conciencia de clase (comunista) son aquellas que no se construyen, sino que emergen como una necesidad de los trabajadores y los impulsan a autoorganizarse, a desplegar su autoactividad, y que siempre que esto ocurre lo hace por fuera y en contra de los sindicatos.
Lo contrario, la construcción de luchas por parte de militantes separados —vid. infra— de la clase, supone debilitarla generando relaciones de dependencia hacia los constructores, los militantes profesionales que, reciban o no un sueldo, están especializados en organizar y dirigir luchas. Supone reproducir la subalternidad del proletariado, sustituyendo su capacidad para constituirse en clase por el carisma y el liderazgo de militantes particulares. Además, se trata de un pez que se muerde la cola: la especialización se retroalimenta con la ayuda del Estado y del capital. Así, por ejemplo, cuando uno de estos militantes toma como tarea revolucionaria la actividad sindical, será fundamental que esté liberado o que al menos haga uso de los privilegios sindicales que le permiten animar las luchas sin ser despedido o sin mermar considerablemente su sueldo y sus derechos laborales, separándose así aún más del resto de compañeros, rompiendo con la dinámica de anonimato y colectiva que ha de predominar en toda lucha de la clase para que adquiera una orientación comunista.
5. Los sindicatos como instrumentos de la separación (I): el sindicalista y el trabajador
Pese a haber nacido por la necesidad de unidad de la clase ante la patronal, los sindicatos provocan o mantienen diversas separaciones entre los trabajadores. Esto se produce, en primer lugar, entre el militante sindical y el trabajador: quién accede a los espacios de información y decisión, quién tiene protección legal ante el despido y por tanto puede luchar sin riesgo, quién puede negociar con los otros sindicatos para hacer una lucha conjunta o no, en función de sus propios intereses en competencia con los otros sindicatos en un mercado limitado de trabajadores-cuota, etc. Esta primera separación genera una lógica por la cual el sindicato acaba por convertirse en una empresa de servicios y el trabajador acaba por convertirse en un consumidor más o menos exigente, mostrando en toda su integridad la función pasivizadora de la actividad sindical.
6. Los sindicatos como instrumentos de la separación (II): los trabajadores entre sí
En segundo lugar está la separación de los trabajadores entre sí, que se ven enfrentados entre ellos por sus diversas categorías profesionales y las divergencias entre sus respectivos sindicatos, las cuales a menudo se ven motivadas por una competencia mercantil-rackettista y en las que en cualquier caso el trabajador no tiene mucho que decir. Si esta separación y la anterior se ven claramente en los grandes sindicatos, como UGT y CCOO, es sin embargo igualmente operativa en los sindicatos minoritarios —la burocratización y el venderse a la patronal no son un problema de que entraron manzanas podridas al cesto, ni de que no hay suficiente democracia interna en el sindicato (la cual, dicho sea de paso, acaba por derivar en más burocracia), sino de esta misma separación que hace nacer, que es condición de posibilidad de los sindicatos.
7. Los sindicatos como instrumentos de la separación (III): el trabajador y el ciudadano
Los sindicatos son la organización de los trabajadores en el espacio laboral para la defensa de sus derechos a través de la lucha económica. Si estos trabajadores desean dar una lucha de carácter político habrán de hacerlo fuera del espacio laboral, como ciudadanos ejerciendo su derecho de reunión, expresión y voto, y si acaso organizarse políticamente en un partido que, al menos formalmente, ha de ser independiente al sindicato. Ambas categorías, la del trabajador y la del ciudadano, no pueden fusionarse ni se puede intentar romper la separación entre economía y política —el espacio de la desigualdad real y el espacio de la igualdad jurídica y de derechos—, a riesgo de cometer un delito. Así, por ejemplo, se declaran huelgas ilegales las huelgas «estrictamente políticas» y las huelgas de solidaridad —cf. en España el Real Decreto 17/1997 art. 11 d).
En el momento en que la lucha de los trabajadores en el espacio laboral adquiere una orientación comunista, tiende a salir del espacio laboral y a romper la separación entre política y economía, haciendo de la lucha en el espacio laboral una parte más de la lucha por la emancipación. En ese momento, los sindicatos pierden su función, pues son una categoría de la propia empresa y se desnaturalizan si salen de ella. Es por ello también que las asambleas abiertas de trabajadores, abiertas a cualquier persona que no pertenezca al centro laboral en lucha, son una forma de organización lógica y habitual cuando esta adquiere una orientación.
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[1] Esto no supone una toma de posición por nuestra parte contra toda organización extendida en el tiempo. Creemos en la necesidad de organizarse en una comunidad de lucha de forma continuada, puesto que sólo así puede mantenerse el hilo histórico de nuestra clase. Por el contrario, sí nos oponemos a la pervivencia de estructuras permanentes para las luchas parciales, puesto que su existencia misma requiere la escisión de intereses inmediatos e intereses históricos, como hemos explicado más arriba
[2] Y para que un momento insurreccional se produzca y tenga éxito es fundamental que esto ocurra, es decir, que la fuerza de trabajo se libere mediante huelgas y luchas al interior de los centros de trabajo, pero también que salga de los centros de trabajo y niegue los límites de la empresa, rompiendo así con la separación entre producción y reproducción, entre economía y política, condición imprescindible para toda lucha de tendencia comunista
[3] Aquí hemos de hacer un matiz: ciertamente, la capacidad del capital en los países occidentales para integrar en sus estructuras al proletariado es cada vez menor, debido a las dificultades de revalorización del propio capital. Sin embargo, esto no implica que a niveles regionales los sindicatos no puedan jugar todavía un papel de integración que por su contenido será anticlasista, puesto que se hará en contra del resto del proletariado internacional. Esto es posible en países donde la reproducción de la fuerza de trabajo se da a muy bajo coste —sobre todo con nodos productivos que se encuentren en la mitad de la cadena productiva de valor, como es el caso el suroeste asiático. Asimismo, no podemos perder de vista que se puedan dar formas de sindicalismo racistas, corporativistas, nacionalistas, etc., que en realidad no son tan nuevas, como muestra la historia sindical estadounidense
[4] Cf. «El leninismo contra la revolución», texto repartido en los números 55 y 56 de la revista Comunismo del Grupo Comunista Internacionalista