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Contra la democracia Serie: La interseccionalidad no nos sirve Teoría

¿Interseccionando el capitalismo?

Introducción

No es la primera vez que escribimos acerca de la postmodernidad[1] y, sin embargo, volvemos a ello. ¿Por qué? Por una parte, queremos afinar mejor algunas consideraciones teóricas y de método en la crítica a la postmodernidad y, por otro lado, nos sigue pareciendo una de las ideologías que más influencian hoy en día a quienes buscan clarificarse y radicalizarse frente a las miserias de este mundo. Se trata además, para nosotros, de una cuestión de método. No solo es importante qué pensamos de la realidad social, sino con qué método nos acercamos a ella. El método postmoderno, como explicaremos más adelante, reproduce inevitablemente las categorías del capital y nos impide hacer una crítica que vaya hasta la raíz de este sistema, cuestión indispensable para quienes apostamos por otro mundo distinto. Entender en qué consiste ese método postmoderno y qué consecuencias tiene es útil, en ese sentido, para asumir un método que parta del comunismo y la apuesta decidida por la revolución. Por todo ello, nos parece importante volver sobre estos temas de un modo, creemos, no repetitivo sino profundizando las razones de la crítica, las falsas dicotomías que enfrentan muchas veces a los defensores de la postmodernidad con sus críticos ficticios. Para entender de dónde surge la postmodernidad, cuáles son las razones de su fuerza y hegemonía, ya que sabemos que lo falso es siempre un momento de lo verdadero, o, dicho de otro modo, que toda ideología es una expresión que nace del suelo de esta sociedad. No basta simplemente denunciarla como algo falaz o negativo, sino entenderla como una expresión distorsionada, fetichista, de la producción y reproducción material del mundo, en este caso del capitalismo. Sabemos con Marx, y otros compañeros de nuestro partido histórico, que la ideología no es sino una muestra más de las metamorfosis del valor como relación social. Una expresión de su forma social objetiva en el plano del pensamiento, del espíritu. Un mundo dividido y escindido, como el capitalismo en el que vivimos, reproduce ideologías y teorías que hacen de la división y la separación la base de su concepción del mundo. Además, en este momento de desarrollo capitalista, cuando su crisis es cada vez más aguda, las separaciones tienden a agudizarse. El dinero aparece, en su virtualidad, como riqueza auténtica, validada por sí misma. Vivimos en los tiempos en que se multiplica geométricamente el capital ficticio, sin apenas relación con la producción real de valor. Cuando las separaciones se acentúan, se hace posible una teoría enamorada de los simulacros puros del lenguaje, sin importar su relación con la realidad. De todo ello queremos hablar y profundizar en las páginas que siguen.

1. La derrota de la oleada revolucionaria de los años 70 del siglo XX

Los años 60 y 70 del siglo XX suponen la salida parcial del período contrarrevolucionario, que había inaugurado la derrota de la importante oleada revolucionaria que el proletariado mundial protagonizó desde 1917 a 1927. En esos años de la segunda mitad del siglo XX, desde Francia a España, de Portugal a México, de Argentina a Italia, de Polonia a Irán… el proletariado volvió a protagonizar una oleada de luchas no parangonable a la anterior en fuerza e intensidad revolucionaria, pero que sí supuso salir del tedio contrarrevolucionario de las décadas anteriores. Una nueva generación de proletarios surge en la lucha de clases y trata de clarificarse en posiciones: una expresión parcial de cómo la lucha de clases surge del suelo de esta sociedad y con ella surgen minorías que configuran la expresión histórica del partido del proletariado. Esta oleada parcial de luchas fue derrotada a lo largo de los años 80 del siglo XX no solo por sus propios límites, por una fuerza social (la del proletariado en lucha) que vivía aún en buena medida de las confusiones de la contrarrevolución victoriosa (el estalinismo, que finalmente entró en una crisis definitiva a partir de 1989, desvelando con ello la confirmación de su naturaleza capitalista), sino también porque el capitalismo y sus burguesías aún tenían muchos más márgenes de maniobra que en el presente (la crisis empieza a manifestarse en 1973/75), cuando se están manifestando claramente los límites internos del capital. La revolución se sentía como una urgencia subjetiva pero no como una necesidad material. Hoy en día vivimos en la paradoja inversa, el capitalismo desvela claramente la imposibilidad de su existencia en el tiempo (con la expulsión de fuerza de trabajo, el incremento geométrico de humanidad superflua, el consumo acelerado del planeta…), así como la potencialidad en acto del comunismo como modo de vida y de producción ya posible a partir del desarrollo material actual (la posibilidad de realizar un plan para la producción y reproducción de la especie sin mercancía y dinero es ya plenamente actual y posible) y, al mismo tiempo, no se ve su posibilidad subjetiva. Vivimos en un eterno presente, donde el horizonte de futuro parece quebrado en las conciencias de los proletarios.

Nosotros, como comunistas revolucionarios y materialistas históricos, estamos convencidos de que las contradicciones del capitalismo y la amenaza que supone para la pervivencia de la especie y del mismo planeta, supondrá con toda seguridad un agudizarse de la lucha de clases y de los procesos de polarización social, de clase contra clase. Un antagonismo que desvela profundamente el choque entre dos mundos, capitalismo o comunismo, catástrofe o especie. Pero en ese proceso de antagonismo y polarización social que estará cada vez más presente, es muy importante cómo los comunistas mostramos la dinámica general del proceso y el alcance de los fines y objetivos de nuestra lucha (comunidad sin clases ni Estado). Y, para ello, es fundamental también la crítica decidida a las corrientes ideológicas que son una emanación del viejo mundo, y que, en este sentido, luchan consciente o inconscientemente por la pervivencia de éste y de su catástrofe. Nuestra crítica a la postmodernidad hay que ubicarla en este terreno, la de la búsqueda de claridad frente a una concepción que nos arraiga a este mundo.

Y, de hecho, el término postmodernidad nace a partir de un libro de Lyotard en 1979 que se llama La condición postmoderna. Como ya hemos indicado en otras ocasiones, Lyotard es un exmiembro del grupo de ultraizquierda Socialisme ou Barbarie (otros miembros destacados fueron Castoriadis o Lefort), un grupo que había roto desde perspectivas internacionalistas y desde una búsqueda de autonomía de clase, con el trotskismo a partir de la II Guerra Mundial pero que, sin embargo, lo había hecho llevándose consigo una serie de confusiones, como la pretensión de actualizar la reflexión de Marx sobre el capitalismo o la misma caracterización de la URSS como una sociedad burocrática y no capitalista. Estas debilidades serán decisivas para la desaparición posterior del grupo. En cualquier caso, lo que nos parece importante resaltar es que el libro de Lyotard de 1979 supone el momento en que hace cuentas con su pasado. Y ese momento es ya el del reflujo y la derrota que se anuncia desde los años 80. Las esperanzas del 68 se habían convertido en la desilusión del reflujo. En ese momento aparecen los individuos y sus intentos de reconciliarse con la normalidad. La revolución ya no es una realidad material que nace de la lucha de clases y de las contradicciones de este mundo, sino que se convierte en una idea. Y en una mala idea para Lyotard. Una idea que conduce al peor de los desastres, al totalitarismo, porque tiene la peor de las raíces: metarrelatos que buscan una redención religiosa y teleológica, un imposible, en definitiva. Nos parece muy importante destacar este origen porque en él está la matriz política e ideológica de la postmodernidad, una teoría que trata de explicar una época histórica, la época postmoderna, y una forma de ver el mundo de tipo relativista, pero que por esencia es una teoría que nace de la derrota de la lucha de clases, y de ese ciclo de luchas proletarias que había nacido en los años 60. Es una teoría que piensa la contrarrevolución desde las categorías de la contrarrevolución, lo contrario de lo que pretendemos hacer nosotros, pero que aparenta una falsa radicalidad al querer deconstruir las categorías de este mundo y, por eso, ejerce una fascinación ideológica entre activistas radicales. Pero la deconstrucción verbal no extingue este mundo, sino que lo apuntala.

Los autores postmodernos, empezando por el mismo Lyotard, ven en la postmodernidad una nueva época histórica. Esta tesis es defendida no solo por ellos sino incluso por algunos de sus críticos académicos (Jameson), que encuentra aquí una nueva época objetiva (Jameson habla de capitalismo tardío) que implica también un nuevo enfoque subjetivo a la cultura, al arte, al pensamiento. Por ejemplo, en la arquitectura el funcionalismo artístico de la Bauhaus o de Le Corbusier y sus edificios en colmenas para proletarios, se ve sustituido por los edificios de Robert Venturi, Moneo o Calatrava… que privilegian la heterogeneidad de estilos, la vuelta al pasado y a los estilos propios de cada país. Si pensamos en un edificio como el del Centro Pompidou de París no es precisamente un edificio donde lo que prime sea la armonía o su funcionalidad, y ello es lo que llama la atención y sorprende. Del mismo modo, en el pensamiento, prima la búsqueda deseante frente a la razón ilustrada, la duda frente a los absolutos. Y la perspectiva de clase se ve sustituida por nuevos movimientos sociales de carácter identitario. Se trata de una nueva época marcada por una concepción diferente del mundo. Y así nos la presentan sus autores.

Nosotros no negamos cambios y transformaciones en el capitalismo, pero manteniendo siempre que sus fundamentos categoriales son siempre los mismos. En realidad, a lo que asistimos es a una profundización de la crisis del capitalismo, un mundo que se está agotando en medio de una crisis que niega sus mismos fundamentos, generando una vida sin sentido a través de una erosión de las instituciones clásicas que vehiculizaban la vida de las personas. Nos referimos a la profunda crisis de las organizaciones tradicionales del movimiento obrero, partidos y sindicatos de la izquierda del capital, la familia, la vida de los barrios… Este proceso de erosión y lo que genera, en forma de malestar generalizado, de dificultad de encontrar certidumbres y seguridades fijas, es lo que crea el caldo de cultivo para muchas de las perspectivas postmodernas. De ese modo la postmodernidad es una expresión de este mundo en crisis pero que sigue atada a sus categorías, a las categorías del capital. Un mundo en crisis donde sus propias categorías tienen una relación cada vez más disfuncional y separada entre ellas: entre economía productiva y capital ficticio, entre economía y Estados, entre su realidad nacional y transnacional. Es un mundo burgués cada vez más agotado, en crisis, y, en ese sentido, decimos que es una forma social objetiva del espíritu burgués: una forma de pensar en este mundo que expresa las categorías sociales que lo fundamentan.

La postmodernidad nace en las universidades francesas y norteamericanas, es decir, es un producto académico. En realidad, lo que llamamos normalmente postmodernidad no es sino en buena medida una corriente específica de la filosofía burguesa de la segunda mitad del siglo XX, el postestructuralismo, corriente encarnada por Foucault, Derrida, Deleuze, Guattari y un largo etcétera de autores y autoras que viniendo del estructuralismo filosófico construyen una teoría que hace de la subjetividad y de la voluntad algo central para pensar la filosofía. Esos autores, junto a otros de procedencia variada, tienen en común su crítica, más o menos acerada, a la obra de Marx. Especialmente la perspectiva comunista del proletariado como clase universal, y a la concepción materialista de la historia como base de análisis de la realidad. Al mismo tiempo, estalinismo y postmodernidad son los dos polos opuestos de una misma unidad, y es que beben de unos orígenes comunes y están en diálogo constante con él. Basta pensar a la relación de Foucault con Althusser que parten de un estructuralismo común. Como decimos, la postmodernidad como corriente teórica nace de una exaltación de la subjetividad, un sujeto que se cuece en su propia salsa gnoseológica. No existe ninguna causalidad entre el sujeto que conoce y la realidad conocida, por lo que no hay ningún criterio objetivo de verdad. Por otro lado, este subjetivismo lleva también a un voluntarismo político, puesto que tampoco existe una relación entre la voluntad del individuo y una perspectiva que le supere y le englobe. El sujeto no busca la emancipación y liberación humana, que sería en realidad un metarrelato religioso que conduce al totalitarismo. Bien al contrario, el sujeto busca alcanzar su propio deseo rizomático y se cuece así también en el deseo de su propia voluntad. Es bueno todo lo que se quiere.

Entonces, podemos empezar por definir algunas de las características que acomunan a autores muy diferentes que ubicamos como parte de esta corriente.

  • Esta crítica a la idea de verdad implica la impugnación de toda teoría revolucionaria como una expresión teleológica y religiosa, como un relato que encubre un sueño gnóstico, de redención religiosa, de imponer una ordalía religiosa sobre el mundo terrestre. Obviamente, para las visiones postmodernas la teoría revolucionaria es una visión entre otras, pero, como buenos teóricos burgueses, es además una visión peligrosa y mala. Por lo tanto, la postmodernidad es una teoría contra la revolución y reduce a ésta a una idea entre otras, y no al movimiento real que niega este mundo, o sea, una perspectiva que tiene hondos fundamentos materiales en este mundo.
  • Se defiende que la crítica global a este mundo es imposible, imposible de concebir e imposible de practicar. Solo nos quedan los márgenes. La postmodernidad huye de los centros, alaba y exalta las diferencias y lo heterogéneo. Se opone a la totalidad a la que llama totalitarismo y asume los fragmentos como una expresión al alcance de los deseos de la voluntad humana. En realidad, haciendo esto se refuerza la imposibilidad de cuestionar el fundamento que vertebra la unidad opresiva de este mundo.
  • Este relativismo extremo convive coherentemente con la reducción de la realidad de este mundo a las representaciones teóricas. Lo importante es el sujeto que conoce y no el objeto conocido. Los conceptos y categorías del sujeto, sus representaciones conceptuales, sus discursos y sus textos. Todo es lenguaje, la realidad se filtra exclusivamente por medio de la palabra y del lenguaje palabras que como ya sabemos no tienen por qué decirnos nada de cierto sobre la realidad. Para destacados autores postmodernos, como Derrida, esta relación entre el pensamiento y la realidad sería una forma de metafísica de la presencia. El objeto nunca se da en términos inmediatos a nuestro conocimiento, lo que es cierto, pero no por una mera cuestión ontológica y ahistórica, sino por cómo vivimos en un mundo opaco dominado por el capital. Sólo descubriendo este fetichismo mercantil podemos aprehender la realidad que nos domina.
  • Si la realidad es una construcción (performativa) del sujeto, de su lenguaje, de sus representaciones… es obvio que la postmodernidad se opone radicalmente al determinismo del materialismo histórico, un determinismo que no es una forma de fatalismo. Todo es producto de la voluntad humana, lo contingente y la casualidad dominan sobre la causalidad y el determinismo en los discursos postmodernos. Esta exaltación de la libertad es coherente con las doctrinas anteriores: la realidad no es sino una expresión de las representaciones de los sujetos, la emancipación humana no puede tener ningún fundamento real porque si no sería algo totalizante y totalitario, las acciones de los sujetos son una expresión pura de su identidad y su voluntad y nunca, por lo tanto, de intereses y dinámicas materiales.
  • Una filosofía de la identidad que se contrapone a los procesos materiales de polarización social y de constitución de las clases sociales. Para los teóricos postmodernos todo es el resultado de sujetos que se autodeterminan en su identidad o que, por el contrario, ven configurada su identidad por la mirada de los otros. No existen procesos materiales que configuran a los sujetos de esta sociedad, es decir, no existen clases sociales. Al contrario, para nosotros las clases no son una expresión de las identidades sociales y subjetivas, sino de las divisiones y escisiones materiales de este mundo dominado por el capital y de los movimientos de lucha que, a partir de las contradicciones y antagonismos materiales, segregan al proletariado como clase social que se constituye en partido, como decía Marx, es decir, en subjetividad organizada contra los fundamentos de este mundo. Pero todo este proceso está dominado por el determinismo de los procesos materiales. Identidad y clase social no son análogos y no combinan bien. El proletariado no es una identidad entre otras que se pueda acompañar a la tríada postmoderna de clase, raza y género. Y, además, la misma opresión patriarcal o racial del capitalismo tampoco se puede entender desde una perspectiva identitaria. La obsesión identitaria de la postmodernidad es coherente con el voluntarismo y el antideterminismo que envuelve todas sus nociones teóricas.
  • Identitarismo, relativismo, crítica a la teleología y a los metarrelatos, imposibilidad de una perspectiva emancipadora… Todo esto implica una crítica al esencialismo y al dogmatismo del que haremos uso los comunistas que queremos negar este mundo. Y, en efecto, entendemos que el capitalismo está constituido por unas categorías que esencialmente son las mismas desde que emerge como modo de producción dominante, que existe una contraposición entre las necesidades humanas y la dinámica del capital y que, por lo tanto, se puede hablar de una naturaleza humana que como toda forma de invarianza es dinámica y no estática, pero que contiene aspectos esenciales: todo ser humano necesita reproducirse físicamente, es un ser comunitario y tiene facultades racionales y sentimentales. Somos seres naturales dotados de facultades que, en caso de no desarrollarse e implementarse, implican una alienación de nuestro ser en el mundo, tal y como explicó Marx y el movimiento comunista desde sus inicios. Estos son los fundamentos materiales del antagonismo y la contraposición del proletariado en relación al capitalismo. La negación de esto, el antiesencialismo postmoderno, su negación de la existencia de fundamentos materiales, implica a su vez la negación de intereses sociales que nazcan y subyazcan a la existencia. Implica, como ya veíamos, que todo se reduce a una cuestión de identidad y no de existencia material. El dualismo entre sujeto y objeto que se encuentra en la base de la teoría postmoderna, y su subjetivismo dominante, implica la reducción de los conflictos sociales a cuestiones identitarias y de reconocimiento de los sujetos.
  • La imposibilidad de alcanzar una verdad acerca de este mundo y una práctica liberadora. Son teorías, por tanto, de la impotencia social porque si nada es más auténtico que otra cosa, no existe ningún fundamento para luchar contra este mundo, ni ninguna perspectiva mejor por la que superar el orden existente. Por lo tanto, es una visión relativista del mundo.

2. El individualismo metodológico de la postmodernidad

Nos parece interesante contar una anécdota para empezar esta parte, una anécdota que en realidad hemos vivido en otras numerosas ocasiones de un modo similar. En una discusión sobre el 68 y las críticas ecologistas radicales a este mundo, se nos contestó que nuestra perspectiva era interesante pero que solo hablaba de economía, que había que ampliar el foco del análisis al conjunto de formas de opresión. Y que la reflexión antiindustrialista, tras 1968, sí ayudaba en ello. En este pequeño ejemplo, está contenido una visión del mundo que es típica de la sociología burguesa y que retoman implícitamente todos los teóricos postmodernos.

Para ellos, vivimos en un mundo opresivo pero constituido por una multiplicidad de fuentes que explican el poder social. Analizar el capitalismo es solo entender una de las bases de la dominación, en este caso la económica. Pero hay que complementar el análisis con una lectura de la opresión de género, del colonialismo constitutivo de la relación entre las razas y los países, del medio ambiente y una concepción consumista y productivista que agota el planeta… Solo desde este enfoque plural podemos tener una visión actualizada del dominio del sistema sobre nuestras vidas. Éste sería, de un modo no tan esquemático, el tipo de enfoque que se nos enfrenta. Y, simplemente, no es verdad. No hay una multiplicidad de opresiones que después las personas podemos sintetizar a través de nuestras luchas interseccionales. Quedarse en esto es permanecer dentro de la forma en que el capitalismo se aparece a las personas en su vida cotidiana, en su existencia. El capitalismo nos separa en una diversidad de esferas, fragmentadas unas de otras, y hace aparecer a cada una de ellas como dotadas de autonomía, de un poder propio, hipostasiado, fetichista. Es una verdad parcial (es así como aparece la realidad a los sujetos) que encubre la falsedad constitutiva del capitalismo como relación social global. La política aparece como el terreno privilegiado de la decisión colectiva, el derecho como el ámbito de las normas de conducta ciudadana, la familia como el lugar de la convivencia personal y privada, de los afectos, el mercado como la instancia en que los actores económicos intercambian bienes, servicios y factores de producción… Esto es el modo vulgar en que se nos aparece el capitalismo a las personas. No casualmente lo dicho hasta ahora es la base de teorías propias del liberalismo político y económico, por ejemplo, la teoría neoclásica. Los autores postmodernos son más críticos en sus análisis, más propensos a Max Weber que a la economía vulgar. Y, por ende, son críticos. Pero no basta la crítica crítica, como bien sabían Marx y Engels, para negar este mundo. Los autores postmodernos desvelan la trampa que se nos presenta. No todo es color de rosa. Hay que deconstruir. El derecho es un dispositivo biopolítico que configura las identidades de las personas, desde una óptica de control social, la familia es un terreno de opresión patriarcal, o la ciudadanía encubre a un varón blanco, cis y patriarcal que sería el sujeto que domina sobre el mundo… Ahora bien, este esfuerzo es sin duda crítico contra la forma de aparición de este mundo, pero no desvela su razón de ser, su fundamento. No es casual que los postmodernos huyan de la pregunta sobre el origen. A pesar de sus esfuerzos, genealógicos y arqueológicos, no hay un origen que permita entender el surgimiento de las categorías que nos dominan de un modo concreto y práctico. En última instancia, todo es el resultado de una voluntad de poder y dominio de unos sujetos contra otros. De hombres contra mujeres, blancos contra racializados, heterosexuales contra homosexuales, capacitistas contra discapacitados… Y todo en una multiplicidad de combinaciones que constituyen una intersección compleja de privilegios y contraprivilegios.

Ahora bien, todo este argumentario sigue explicando muy poco y, en realidad, falsea lo esencial. Se trata de una especie de tipos ideales (como en la sociología de Weber) donde se generalizan las dinámicas de comportamientos plurales de los sujetos. Como en toda sociología del comportamiento, lo importante es analizar estas actitudes y, a partir de ahí, construir modelos generales que nos permitan universalizar y generalizar dichos comportamientos humanos. Esta visión presupone el individuo como motor de su propio comportamiento (de ahí lo de individualismo metodológico) y de lo que se trata es de observarlo y pensarlo teóricamente. Se va de lo concreto a lo abstracto. Y lo concreto sería el comportamiento social de los individuos. En este caso, individuos más o menos privilegiados, con más o menos reconocimiento social, con más o menos voluntad de poder. Pero el punto de partida es siempre el individuo y su autoexpresión social.

¿Y si lo concreto fuera en realidad un producto histórico? ¿Y si lo concreto fuera a su vez una síntesis de múltiples determinaciones abstractas? Este es el punto de partida de Marx, y el nuestro. El individuo, separado de la comunidad, es un producto histórico del capitalismo, así como la misma existencia en instancias separadas de economía, política, público-privado, derecho, naciones… Partir de estas fuentes del poder social como el ámbito natural en que actúan los sujetos no es sino permanecer en el terreno propio del mundo capitalista, pero creyendo que es algo natural y no histórico, neutral y no una instancia de reproducción social y de dominio. Lo paradójico de la postmodernidad es que tratando de cuestionar todo, simplemente naturaliza la base constitutiva e histórica del capitalismo. Es en ese sentido que decimos que lo concreto es una síntesis de lo abstracto, es decir, de las categorías abstractas del capitalismo que permean y constituyen el mundo de la praxis humana dominada por el capital. La postmodernidad naturaliza los comportamientos de los sujetos, o al máximo los explica como resultado de diferentes concepciones o voluntades de poder en lucha, cuando en realidad son expresión de la manera en que el capitalismo produce un determinado tipo de sujeto y de antropología humana.

El capitalismo es un modo de producción que tiene un origen bien preciso. Surge históricamente de las rupturas de las comunidades campesinas en Europa, lo que obliga a esos campesinos a volverse proletarios vendiendo su fuerza de trabajo, y a un mercado mundial que fue ampliado de un modo decisivo con la conquista castellana y portuguesa de América. Al vender el proletariado su fuerza de trabajo al capital, hace que este se valorice productivamente. El capital se hincha de valor, se incrementa de ese modo. El capital en realidad no es sino plusvalor, es decir, valor hinchado de valor, valor en constante crecimiento. Esto es lo que hace que el capitalismo sea un modo de producción dominado por el capital, por esa forma social que es el valor movido por un deseo inclemente de crecer. Se trata de un sistema donde las relaciones entre las personas se subordinan a cosas sociales, que tiene su propio movimiento y se constituye en una especie de segunda naturaleza. Lo que en origen es claramente una relación social violenta se les aparece a los sujetos como algo natural. El relato que nace de las entrañas de la sociedad capitalista nos dice que es normal levantarnos todas las mañanas para ir a trabajar, ya que de algo hay que vivir. Es normal vender nuestra fuerza de trabajo a cambio de un salario. Es normal que aquel dueño del factor de producción (las máquinas) que alquila nuestra fuerza de trabajo se apropie de los frutos de nuestro trabajo, cada vez más colectivo. Es todo perfectamente normal porque es un contrato acordado entre sujetos libres e iguales en su voluntad abstracta. Todo ello se da en un mercado específico, como el de trabajo. Es decir, lo que es una relación social de explotación aparece como natural para los sujetos involucrados, movidos por unas fuerzas sociales no controladas por ellos y que devienen autónomas. Por eso, Marx habla del capital como una fuerza impersonal (no controlada por nosotros), que se mueve por una dinámica automática y que hace de nosotros apéndices (cosas) sometidos a su fuerza.

Ésta es la relación social que tiende a naturalizar la postmodernidad. Y, además, esta relación social mediada por el capital no se expresa solo en un ámbito económico, sino que se condensa y cristaliza en múltiples determinaciones y terrenos a través de los que las actividades, reflexiones, circunstancias, formas de pensar e intercambios humanos se objetivizan y autonomizan en relación a las personas que las sostienen. De este modo, podemos hablar de distintas metamorfosis de la forma-valor, en las diferentes instancias de la vida social, que trasladan la lógica fetichista y cosificadora típica del capitalismo. El capitalismo no solo cosifica las relaciones económicas, sino que sus metamorfosis tocan todo. El capitalismo no lo explica todo, pero nada se puede entender entonces si no entendemos el capitalismo. La lógica de la forma-valor se reproduce a partir de una multiplicidad de separaciones y escisiones que le son consustanciales: entre la producción y la circulación de mercancías, entre el ámbito de la producción (trabajo asalariado) y el de la reproducción (el ámbito privado de las familias y de la crianza, lugar privilegiado de la estructura patriarcal del capitalismo), entre el ámbito privado de la sociedad civil y el del Estado, entre derecho comercial y derecho público, entre ciudadanos y trabajadores, entre ser humano y naturaleza, entre cuerpo y mente… Todas estas formas son intrínsecas a la lógica del valor en su reproducción perpetua e impersonal. No son expresiones de un comportamiento individual libre o de ninguna voluntad de poder personal, sino formas en que se coagula la lógica del valor en proceso permanente. Esto es lo que no entienden todos los teóricos burgueses, que parten en sus análisis de la naturalidad social del capital. Como mucho podrán poner en cuestión los efectos más lesivos, luchar por una distribución más justa del valor, o por un reconocimiento de las víctimas de la dinámica del capital. Pero siempre sin poner en cuestión la misma dinámica. Sin entender que la sombra del capital está detrás de todos estos movimientos. Y es que la relación social capitalista no es solo expresión de las relaciones de producción entre capital y trabajo. Cuando hablamos de capitalismo no hablamos solo de economía, sino que es la totalidad social la que es la expresión de la dinámica del capital en movimiento, en metamorfosis, donde adquiere nuevos rostros en forma de derecho, democracia, ciudadanía… Nuestra crítica al capital es también, de modo inseparable, una crítica a la política, al patriarcado, al derecho.

No hablamos, por tanto, de una relación social que sea una combinación sumativa de redes, de interacciones y de instituciones, sino, al contrario, de una misma lógica social que inscribe los comportamientos sociales en las metamorfosis de la forma valor del capital. Por eso, no se pueden entender los comportamientos sociales (como piensa la postmodernidad y la sociología burguesa) fuera de este análisis de los movimientos del capital social, y mucho menos como punto de partida de la crítica social.

Esta es la gran diferencia de método teórico entre nuestro partido y otras corrientes críticas del capitalismo, pero que permanecen bajo la alargada sombra del capital. Los postmodernos, como expresión típica de la sociología burguesa, parten de una visión analítica a partir de la forma en que la realidad se aparece a los sujetos y a partir de ahí hacen una generalización, quedando presos de la propia dinámica impersonal del capital. Y es que la relación social, que se despliega a través de múltiples máscaras, no es directamente visible y perceptible a las personas en su aislamiento social. Máscaras como la tecnología, la estética de la mercancía, la profusión de objetos, el consumo, la democracia y la voluntad general, los derechos humanos… Todas ellas son expresión de un mismo ser social, el capital y su lógica abstracta. No es visible, pero actúa como el verdadero principio de realidad. El capital es un conjunto de abstracciones que configuran su dinámica social y que, como decimos, son inseparables de su mismo movimiento. Desconocer su origen y vinculación común, entenderlas como entes autónomos e independientes, nos desarma y vuelve nuestra crítica impotente. Trabajo asalariado y familia patriarcal, ciudadanía y derecho, democracia y nación… son expresiones de un mismo mundo social, el del individuo abstracto que ha roto su ligazón con las comunidades precapitalistas. El capital es el verdadero espíritu del mundo, aunque nunca aparezca como tal en su inmediatez, aunque medie las relaciones entre cosas sociales o entre formas de pensamiento cosificadas y producidas socialmente. Es contra ese fundamento material contra el que tenemos que dirigirnos. El patriarcado o el ecocidio reinante no son el simple producto de concepciones del mundo, sino expresiones enraizadas en la materialidad de una dinámica social. Por eso mismo, no podemos deconstruir el patriarcado para acabar con él, o ser menos consumistas para frenar el ecocidio. Solo una materialidad más potente es capaz de acabar con el monstruo oculto que se cree omnisciente en su metamorfosis automática. El comunismo es el movimiento real que niega todas estas formas, para afirmarse y negar el capital.

3. ¿La voluntad de poder como origen?

A partir de lo que hemos visto hasta ahora, podemos entender que existe una lógica de la identidad que es intrínseca a esta sociedad, y que nace de sus mismos fundamentos y parámetros. La identidad como conciencia de sí en una sociedad clasista y, por lo tanto, opresiva no puede sino reproducir los basamentos de la sociedad que la produce continuamente. Por eso, las políticas de la identidad, que son la expresión ideológica más inmediata de la postmodernidad, siempre se mueven dentro de las categorías de este mundo. No entienden su origen ni por qué se reproduce, ni sus categorías ni cómo acabar con ellas.

Para la postmodernidad todo es una cuestión de poder. Ahora bien, el origen del dominio no se vislumbra con mucha claridad. Todo se reduce a una voluntad de poder de unos sujetos sobre otros, de unas concepciones del mundo sobre otras. Estamos condenados a un perpetuo conflicto del que no hay salida. Es una guerra de todos contra todos, que solo puede encontrar una vía de solución en el reconocimiento legal, por parte del Estado, de la identidad subalterna. No es casual que al final se llegue, aunque de otro modo, a la misma conclusión que Hobbes. El Estado, como representación de las múltiples identidades, sirve de mediador. Sólo él puede mediar en este conflicto perpetuo a través de un reconocimiento de las identidades subalternas: a través de leyes a favor de las personas trans, por medio de políticas a favor de las personas racializadas en las escuelas, por medio de políticas de la memoria por el pasado colonial, el derrumbe de estatuas de antiguos esclavistas… El problema de estas políticas, como todo lo que hace el Estado, es que en lugar de resolver y aminorar las opresiones lo que hace es ampliarlas a un nivel superior. Y es que el origen de estas opresiones reales (racismo, patriarcado, la falta de sentido de la vida que viven numerosas personas hoy en día…) tienen una raíz común en la forma en que el capitalismo organiza de un modo global su explotación y el conjunto de las opresiones que vivimos. No se va a eliminar el racismo con ninguna ley. Y es que la competencia capitalista supone una gasolina que enciende la chispa del motor racista de modo permanente. Es el mundo capitalista, su misma antropología, la competencia permanente que se organiza en identidades colectivas nacionales, la que eleva el racismo a algo intrínseco al mismo capitalismo. Por eso, la misma historia del capitalismo es inseparablemente con la de estas opresiones.

Pero partir de una visión identitaria, que reduce todo a sujetos en conflicto movidos por una voluntad de poder, supone lógicamente reproducir ad infinitum la separación. Siempre hay un otro sobre el que se ejerce una opresión y que necesita ser reconocido. La lógica de la dominación postmoderna y la de la explotación, que defiende nuestro partido histórico, son antagónicas. La explotación capitalista supone que existe una totalidad abstracta, el valor, que reproduce y unifica su dominio en todas las esferas de la vida. Cómo viven esa explotación y esa dominación los sujetos sólo se puede entender a partir de esa totalidad concreta. Parcializar la dominación en diferentes franjas, simplemente sirve para no entender nada y moverse dentro de una totalidad, que es el capitalismo, de sus mismas categorías. Eso es lo que sucede con las políticas de identidad postmodernas. Y, por eso, al actuar solo pueden hacer mención a los canales apropiados que el mismo capitalismo en su reproducción impersonal le presenta. Si existe una identidad subalterna, hay que luchar para que el Estado la reconozca y la conceda derechos. La misma base de las políticas de identidad es la democracia y el Estado, la nación y el derecho como conectores sociales de la identidad de los sujetos. Las políticas de identidad parten de las separaciones y fragmentaciones de este mundo, y solo pueden intentar una fallida unidad y estabilidad a través de las categorías que este mundo le ofrece. Como veremos, en la parte sobre interseccionalidad, no es casual la importancia que tienen los estudios jurídicos y las prácticas por el reconocimiento de derechos para los activistas identitarios. Es la consecuencia lógica de sus mismas posiciones teóricas.

Nuestra perspectiva no es la de lograr el reconocimiento de este mundo sino lograr que reviente. Es la lógica de la negación para afirmar la verdadera comunidad humana (Gemeinwesen), comunidad que solo puede surgir de la negación de los fundamentos materiales de este mundo: mercancía, clases sociales, Estados y naciones. O sea, no se trata ni de reconocimiento ni de distribución de poder o de recursos sino de la negación radical de las categorías del capitalismo. A ese movimiento negativo, que afirma la comunidad humana, nuestro movimiento le ha llamado históricamente comunismo: ese movimiento real que niega y supera el estado de cosas presente. El proletariado es la clase revolucionaria (y no solo explotada) en la medida en que los proletarios «no tienen que realizar ningún ideal, sino simplemente dar rienda suelta a los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad agonizante lleva en su seno» (Marx, La Guerra Civil en Francia). Y eso es posible en la medida en que el proletariado supone

la formación de una clase con cadenas radicales, de una clase de la sociedad burguesa que no es una clase de la sociedad burguesa, de un estamento social que es la desaparición de todos los estamentos sociales; de un sector que obtiene de sus sufrimientos universales un carácter universal y no alega ningún derecho especial porque ella no padece una injusticia social, sino la injusticia en sí, que no puede ya apelar a un pretexto histórico sino a un pretexto humano que no se halla en contradicción alguna particular con las consecuencias sino en una universal contradicción con las premisas del orden público alemán; de un sector, finalmente, que no se puede emancipar sin emanciparse de todos las demás sectores de la sociedad y sin emanciparlas a su vez; significa, en una palabra, que la pérdida total del hombre sólo puede rehacerse con la completa recuperación del hombre. Esta disolución de la sociedad, en la forma de un estamento especial, es el proletariado.

Como vemos, para nosotros y nuestro partido histórico, el proletariado es, al mismo tiempo, una clase explotada y revolucionaria. Es revolucionaria porque en el movimiento material y real de la defensa de sus necesidades humanas afirma la necesidad de disolver todo este viejo mundo, que llamamos capitalista, y afirmar un nuevo mundo que está ya en potencia actuante en las entrañas del viejo. El proletariado no afirma un derecho especial, sino lucha por acabar con toda forma de derecho y, por ende, de Estado. El proletariado es la causa agente de la disolución de la sociedad capitalista, como afirma Marx. Para ello, debe disolver todas las separaciones y fragmentaciones propias de este mundo, para poder afirmar la comunidad material comunista. El proletariado no afirma sus intereses y derechos, dentro de este mundo, sino que lucha por negarse, negando todo el mundo del capital: no sólo la economía, como terreno de producción y realización del valor, sino la política como mediación social de las voluntades humanas, el patriarcado como cristalización de las relaciones entre los géneros, el racismo como relación violenta y opresiva con el otro… En la perspectiva de Marx, la lucha entre las clases, la guerra social propia del capitalismo, hay que entenderla dentro del choque más global entre capitalismo y comunismo. El proletariado es, simplemente, el sujeto agente de este movimiento hacia el comunismo en la medida que, para defender sus necesidades humanas, tiene que afirmarse como clase, constituyéndose en partido y, a través de la revolución mundial, constituir las condiciones de posibilidad para acabar negándose a sí mismo y al capitalismo. Es el único sector de este mundo que lucha por negarse a sí mismo en todos los planos de su existencia.

Ni reconocimiento ni distribución: negación comunista.

4. ¿Modernidad o postmodernidad?

El mismo hecho de hablar de modernidad o postmodernidad supone ya una concepción teórica extraña a nuestra perspectiva y método. No casualmente nosotros hablamos de modos de producción y no de civilizaciones. Hablar de modernidad supone hablar de una civilización marcada por una concepción del mundo (la Ilustración) y unas prácticas sociales secularizadas en la política. El enfoque dominante, nuevamente, vuelve a ser el de Max Weber. Lo que domina en estos enfoques son perspectivas donde el análisis se vehiculiza a través de la centralidad de las ideas, la cultura, las voluntades de dominio, los comportamientos sociales… Los procesos son ineluctables, pero no desde la lógica de nuestro determinismo histórico. Su determinismo es fatalista y supone siempre un cul de sac sin salida emancipadora. La modernidad contiene en su seno la jaula de hierro que atrapa nuestras vidas en una racionalidad instrumental. Nos convertimos en apéndices de una máquina burocrática que encierra, en ella, lo cualitativo de nuestra vida. En apariencia, la perspectiva no es tan diferente a la del fetichismo de la mercancía de Marx y, sin embargo, el punto de partida y el resultado son completamente diferentes. Y es que nuestro método es diametralmente opuesto.

Partir de un enfoque materialista e histórico, que entiende el capitalismo como una contradicción en proceso, nos permite entender que en su materialidad el mundo capitalista es mucho más contradictorio de lo que la sociología y la filosofía burguesa están dispuestas a admitir, y es que en última instancia piensan desde sus mismas categorías. La famosa jaula de hierro weberiana no es el resultado de la mera e inevitable complejidad social, sino de una lógica, la de la mercancía generalizada a todos los aspectos de la vida, que nos hace cosas e instrumentos para los otros y concede la personalidad de modo automático a las mercancías y a las cosas. La racionalidad instrumental nace de ahí. De nuevo asistimos a un ejemplo de cómo las modernas ciencias sociales no son sino formas objetivas, en el pensamiento, de las categorías del capital. La modernidad como concepto no es sino el resultado de generalizar distintos tipos ideales que nacen de las vivencias y las identidades de los comportamientos sociales en este mundo. Y, obviamente, los comportamientos sociales son sentidos por los seres humanos de un modo carcelario. Vivimos una vida encerrada, asfixiante, cada vez más sin sentido. La modernidad es todo esto y cada vez se profundiza más en ello, y es que no es una simple lógica, es la materialidad concreta que nace y engloba todo en este mundo.

Y, al mismo tiempo, es una totalidad dinámica, contradictoria, dialéctica. Esta última palabra, mágica para algunos como si fuera un fetiche, es, sin embargo, fundamental para Marx y su enfoque. Marx analiza siempre los polos contradictorios de toda realidad social, de todo modo de producción. El capitalismo es, al mismo tiempo, catástrofe, pero en su propio desarrollo prepara su negación. Por eso, la perspectiva de Marx no es la de una vuelta a un pasado idílico y remoto, sino la de la comunidad universal, un comunismo como plan para la especie. El capitalismo muere de complejidad social. El desarrollo de las fuerzas productivas no cabe ya en el marco estrecho de las relaciones sociales capitalistas. No podemos seguir viviendo bajo la égida del valor, del dinero, de la mercancía, del trabajo abstracto. Como explica claramente Marx en sus apuntes preparatorios de El capital, los Grundrisse:

El capital, por añadidura, aumenta el tiempo de plustrabajo de la masa mediante todos los recursos del arte y la ciencia, puesto que su riqueza consiste directamente en la apropiación de tiempo de plustrabajo; ya que su objetivo es directamente el valor, no el valor de uso. De esta suerte, malgré lui, es instrumental in creating the means of social disposable time [mal que le pese, sirve de instrumento para crear las posibilidades del tiempo social disponible], para reducir a un mínimo decreciente el tiempo de trabajo de toda la sociedad y así, volver libre el tiempo de todos para el propio desarrollo de los mismos. Su tendencia, empero, es siempre por un lado la de crear disposable time, por otro la de to convert it into surplus labour [convertirlo en plustrabajo]. Si logra lo primero demasiado bien, experimenta una sobreproducción y entonces se interrumpirá el trabajo necesario, porque el capital no puede valorizar surplus labour alguno. Cuanto más se desarrolla esta contradicción, tanto más evidente se hace que el crecimiento de las fuerzas productivas ya no puede estar ligado a la apropiación de surplus labour ajeno, sino que la masa obrera misma debe apropiarse de su plustrabajo. Una vez que lo haga —y con ello el disposable time cesará de tener una existencia antitética—, por una parte, el tiempo de trabajo necesario encontrará su medida en las necesidades del individuo social y por otra el desarrollo de la fuerza productiva social será tan rápido que, aunque ahora la producción se calcula en función de la riqueza común, crecerá el disposable time de todos.

El problema no es de complejidad social, es de que el grado de desarrollo material que ha alcanzado la humanidad le implica una bifurcación irreversible: catástrofe capitalista o comunismo. Tertium non datur. No hay mal menor ni otras alternativas. Nuestro determinismo histórico y dialéctico no tiene nada que ver con el fatalismo de las interpretaciones modernas o postmodernas del capitalismo. El comunismo es el modo de producción y de vida posible para nuestra especie en el estado actual de desarrollo histórico. De hecho, es el único posible si no queremos caer en una catástrofe cada vez más aguda.

Modernidad y postmodernidad es el binomio sobre el que discute hoy, en buena medida, la sociología y la filosofía burguesa: por un lado los partidarios de la modernidad y de la Ilustración, como Habermas; por otro lado sus críticos, los autores postmodernos en sus diferentes versiones. Para nosotros se trata de una falsa dicotomía.

Por una parte, filósofos como Habermas defienden la Ilustración europea como emblema de razón y avance humano. La modernidad, con el uso de la razón en el ámbito público, permite una racionalidad comunicativa que encuentra su base en un «mundo de la vida» que puede y no debe ser colonizado por las estructuras del sistema social. La Ilustración y la modernidad viven en ese conflicto, entre la jaula de hierro weberiana y la posibilidad de una racionalidad comunicativa que desarrolle el mundo de la vida de los seres humanos, su anclaje más profundo. La Ilustración y la modernidad filosófica permiten esta apertura positiva hacia la vida a través de la política, que evite que los sistemas económicos y políticos se desgajen de sus fundamentos antropológicos más profundos. Habermas y sus oponentes postmodernos tienen mucho más en común de lo que se atreven a reconocerse a sí mismos. Como ya hemos visto de cara a los postmodernos, también en Habermas se parte del comportamiento de los sujetos estructurados de modo simbólico y comunicativo para pensar la sociedad. Es decir, es la identidad de los sujetos y su acción lo que nos ayuda a pensar el funcionamiento de los sistemas sociales. De ahí que Habermas sea incapaz de aprehender por qué se dan los procesos de autonomización de los sistemas sociales, políticos, culturales, económicos… Para ello hay que entender los fundamentos de la producción y reproducción social, y éstos no se encuentran primariamente en el comportamiento social. Al contrario, este es un producto de aquellos.

A pesar de todo, Habermas, de un modo voluntarista e idealista, se presenta como defensor de la racionalidad moderna, como un proyecto inconcluso. La Ilustración permite afrontar los déficits de sus límites con el uso de una razón auténtica y una democracia deliberativa que despliegue la acción comunicativa.  Por el contrario, para los autores postmodernos el origen del mal tiene su claro origen en la misma modernidad y todo lo que ella conlleva. Una perspectiva teleológica del desarrollo humano hacia la emancipación que, en realidad, encubre una secularización del relato religioso, una forma de gnosticismo, esta vez recubierto de los ropajes de ideologías radicales (anarquistas y/o comunistas), un proyecto de ingeniería social que encubre los totalitarismos del siglo XX, una utilización de la razón que ha recubierto el mundo de sueños monstruosos… No cabe ningún proyecto universal, como pensaba la modernidad, ya que detrás de todo universalismo siempre hay un particular que se proclama de modo ilegítimo como el universal. Y lo hace a partir de su voluntad de dominio.

Solo nos caben las líneas de fuga en relación a lo existente, la sustracción como estrategia, para evitar metarrelatos totalitarios como la revolución mundial, lo molecular siempre mejor que lo molar, lo cotidiano frente a las formas de ingeniería social de los programas revolucionarios, las identidades concretas de los individuos frente a la tiranía de las abstracciones…

Obviamente, la visión postmoderna de la modernidad tiene teóricamente mucho en común con la filosofía moderna que critica. Supone simplemente una radicalización de ella, como ya hemos desarrollado en otra parte[2].

Desde la postmodernidad, se critica el universal como algo preconstituido que no tiene en cuenta la diversidad y los particularismos. Por ejemplo, es algo muy evidente cuando se ve cómo la racialización critica la noción de clase obrera como clase universal cuando está dividida en razas superpuestas y jerarquizadas entre sí. Ya sabemos, que, al hacerlo, elimina cualquier idea de universalidad y, entonces, no hay salida posible. Ahora bien, en el fondo, esta perspectiva recoge el eterno debate en la filosofía entre universales y particulares. Los autores postmodernos nos dicen que todo universal no es sino una reducción unívoca que elimina aquello que connota lo particular, lo concreto. Por eso, sería una operación totalitaria. Y, sin embargo, no es la única relación posible que se puede constituir entre lo universal y lo particular.

Pensemos, para ello, en nuestra noción comunista de clase, que no es la de la clase obrera sociológica, es precisamente un hacerse universal: cuando el proletariado lucha debe afrontar las formas de separación que el capital le impone para poder triunfar y, al hacerlo, deviene universal y anticipa la comunidad universal del comunismo. Pero esto es incomprensible si no entendemos cómo previamente el capitalismo ha sentado las bases para poder hacerlo, subsumiendo y proletarizando todo el planeta, erosionando en su impulso individualizador las estructuras patriarcales y tradicionales de las comunidades precapitalistas, poniendo en cuestión la religión como paradigma desde el entender el mundo, etc. Hay una analogía permanente que recorre la relación entre lo universal y lo particular. De una parte, el proletariado se hace clase universal afrontando las distintas formas de la separación del capital, por otra parte, es la universalidad (totalidad) del capital quien constituye las diferentes instancias particulares que constituyen su dominio. Lo universal y lo particular están, en la realidad del capitalismo y de su movimiento histórico global, en una continua relación recíproca y dialéctica. Es algo muy diferente al reduccionismo que presenta la concepción postmoderna de ello.

5. Nuestro hilo histórico

Los postmodernos leen todo con sus anteojeras. Todo es una identidad subjetiva, por lo que el proletariado y su historia, sus partidos y organizaciones formales, su programa histórico… se reducen a una cosmovisión entre otras de la modernidad. Una visión que en este caso pretendía imponer el dominio del varón obrero y cis contra el resto de las minorías subalternas. Para ellos, todo es un relato, pero la vida real y la Historia solo se pueden reducir de un modo tramposo a meros conflictos de ideas. El programa comunista del proletariado, que pasa precisamente por la negación de la sociedad de clases y del proletariado, por tanto, desaparece simplemente de la ecuación postmoderna. Y es que, simplemente, lo desconocen. Beben tanto de la modernidad que son una expresión más de la contrarrevolución en curso desde hace 100 años. Para ellos, el marxismo es el estalinismo, los proletarios son los obreros encadenados a la competencia capitalista y organizados en los partidos nacional-comunistas… Nuestra contraposición a esta perspectiva no puede ser sino frontal. Es la frontalidad que tenemos con cualquier facción burguesa a nivel político e ideológico.

Y, por supuesto, nuestra historia, la de nuestra clase y nuestras minorías es muy diferente a los ignorantes relatos encerrados en un texto para evitar la contaminación logocentrista, como diría Derrida, es decir, la contaminación de la vida real. Nuestra clase y nuestro partido nacen permanentemente del suelo de esta sociedad, por eso es histórico. Y es mundial por su esencia, como el capitalismo. Se trata de una realidad material, constitutiva y primaria del mundo social en el que vivimos, no es un mero deseo lingüístico. Un proletariado que ha luchado como clase en defensa de nuestros intereses históricos por todas partes, desde la Comuna de París de 1871 a la Rusia de 1917, desde la Alemania de 1919 a Ecuador en 1922, desde la Italia del Bienio Rosso a los proletarios chinos de 1927, y a las luchas que recorrieron todo el mundo en la década de los sesenta y setenta del siglo XX con el retomarse de la lucha de clases independiente, desde París a la Vitoria de la huelga salvaje, de la Italia del otoño caliente a las barriadas proletarias de São Paolo, de los cordones industriales chilenos a los mineros negros sudafricanos, desde el Irán de 1979 y sus shoras o consejos obreros a la Polonia de 1980 o a la comuna coreana de Gwangjiu, por hablar de solo unos pocos ejemplos entre decenas de miles. Nuestra clase es una realidad material que lucha contra este mundo, como un viejo topo que aparece y desaparece, pero siempre emerge de nuevo, de derrota en derrota aprendemos hasta la victoria final contra este mundo miserable y que reproduce catástrofe en todos los planos de la vida.

La continuidad histórica y nuestra memoria son fundamentales para el futuro. Solo desde la continuidad y el aprendizaje de nuestro pasado es posible un plan de vida para la especie. Y eso requiere la continuidad con compañeros históricos de nuestro partido, que lucharon de un modo intransigente contra el capitalismo y la contrarrevolución en cualquiera de sus formas. Se lo debemos a las pétroleuses de la Comuna de París y a Chen Du Xiu y a las decenas de miles de comunistas chinos asesinados por el Kuomintang y la contrarrevolución estalinista (maoísta) ulterior, a los miles de comunistas internacionalistas vietnamitas que sufrieron la misma suerte debido a la contrarrevolución de Ho Chi Minh, a los proletarios iraníes que fueron colgados en las plazas de la contrarrevolución mientras Foucault jaleaba a los Ayatollahs de Jomeini…

Por todos ellos y ellas, conocidos y anónimos, el internacionalismo proletario es una realidad material constitutiva de nuestro programa histórico. Algo muy distinto del juego postmoderno, a lo Baudrillard, de simulacros puros donde no existe la realidad, sino como proyección intelectual y vacía.

6. ¿Interseccionando el capitalismo?

La interseccionalidad nace de los mismos límites de la teoría postmoderna cuando trata de traducirse políticamente. Es un intento de realizar una acción común cuando la realidad se reduce a una infinita red de opresiones, donde toda víctima a su vez puede ser opresor. El proletariado como clase es blanco y, por tanto, colonialista. El feminismo como reacción al machismo patriarcal no deja de ser también un feminismo blanco y, en consecuencia, racista y colonial. El machista de tu propia raza es menos machista porque hay que entenderlo desde sus parámetros culturales. Lo contrario puede ser una muestra de privilegio derivado de la blanquitud.

La reflexión que realiza la filósofa Judith Butler sobre el burka[3] nos puede servir de ejemplo sintomático sobre este tipo de impotencias postmodernas. Para ella, habría que entender el burka desde los rasgos culturales de pertenencia a una comunidad, a una historia común, a una religión, a una familia. Sirve además como medida de protección de las mujeres afganas El burka, además, significaría un instrumento de protección de las mujeres contra la vergüenza y opera como una línea de demarcación del espacio en el que es posible la actividad femenina. En este contexto, el burka aparece como un instrumento de protección de la vulnerabilidad y precariedad de las mujeres, al menos en los países donde está en uso. Y eso implicaría para Butler una cierta valoración positiva del uso del burka, ya que estaría asociado a un ethos (costumbre, cultura) propio de las mujeres afganas del que no se pueden desprender de un día para otro. Retirar el burka supone desnudar a estas mujeres, extirparlas de su cultura y de su comunidad. El feminismo que plantea esto oculta, en realidad, el deseo del colonizador occidental con la imposición de su cultura.

Este ejemplo nos es de mucha utilidad para entender el juego de suma cero a la que está condenada políticamente la postmodernidad. Es imposible desde esta perspectiva superar este mundo porque se parte siempre de sus categorías. No pretendemos banalizar lo que dice Butler. Por supuesto, la denuncia del burka por parte de los estados occidentales sirve de justificación ideológica para sus propósitos imperialistas. Pero es que la famosa filósofa norteamericana, desde sus categorías, simplemente nos desarma para cualquier proyecto de liberación, que por esencia solo puede ser universal. El burka es claramente un instrumento patriarcal de invisibilización de las mujeres en el ámbito público, una muestra del carácter patriarcal de todas las sociedades de clase que tenemos que combatir en cuanto comunistas. Solo dentro de un proceso de revolución anticapitalista, de clase, del proletariado mundial será posible superar los impasses que denuncia la teoría postmoderna, y de la que Butler es una ilustre representante. Sólo la lucha de las mujeres proletarias afganas puede ser un agente de liberación de esta y otras formas de opresión, porque solo el proletariado tiene la fuerza en acto de encarnar la negación total de este mundo.

Los autores postmodernos descubren contradicciones reales dentro de este mundo. Por supuesto, la Ilustración se utiliza como arma para justificar ideológicamente formas de opresión que son connaturales a este sistema y a su dinámica social y política. Es lo que no consiguen entender. Ellos mismos se mueven en un mundo fragmentado por opresiones y formas de dominio social que acaban interiorizando porque son incapaces de entender sus causas y orígenes. Así, el burka se convierte simplemente en un instrumento del ethos de las mujeres afganas que cubre también un espacio de libertad femenina. Y cualquier pretensión crítica en relación a esto encubriría un deseo occidental de dominio. La postmodernidad aparece claramente como lo que es, la corriente teórica de la impotencia. Las identidades, que el capitalismo y otras sociedades de clase crean, se convierten en insuperables, propias del ethos local y sagradas, en un más allá no criticable. Al no entender su origen, como producto de las sociedades de clase, al reducir todo a una lucha de voluntades de poder (en este caso Occidente contra Oriente), simplemente se concibe (y se ontologiza), como algo natural, lo que es el resultado de la evolución material de la historia y de las sociedades de clase.

La teoría postmoderna opera con las categorías propias del capital. La interseccionalidad no es sino una vuelta de tuerca añadida en el manejo de estos instrumentos. El capitalismo unifica su ser social, fracturado a través de la competencia capitalista, gracias al derecho. Y la interseccionalidad no casualmente nace como teoría y se acuña como término en un artículo de Kimbelé Cremshow titulado Mapping the Margins para la Stanford Law Review. En ello podemos ver la importancia del derecho para la perspectiva interseccional. De hecho, según Hill Collins y Sirma Bilge, dos académicas interseccionales, su perspectiva habla el lenguaje de los activistas y el de las instituciones. Se trata de lograr su confluencia y, para ello, es fundamental ya sea la práctica de las activistas, pero también de los profesionales: académicas, abogados, trabajadores sociales… Los intelectuales y profesionales ponen en su punto de mira a las agencias gubernamentales para cambiar la política gubernamental. A modo de ejemplo positivo, estas dos académicas y activistas ponen ejemplos como la Conferencia Mundial contra el racismo de la ONU en Durban (2001), los microcréditos de Yunus (premio nobel de Economía), etc. En definitiva, la interseccionalidad serviría para poder intervenir, desde las organizaciones de base de los activistas y las competencias de los profesionales, en las agendas públicas de los Estados para ayudar a que se implementen políticas públicas favorables para las diferentes minorías de clase, raza, género… Para ello se ponen ejemplos posibles, desde campañas de presión al gobierno Obama (Why we can’t wait) a la ya mencionada sobre los microcréditos o a planteamientos sobre cómo la interseccionalidad podría ser útil para que los organismos internacionales entiendan mejor la desigualdad social en el mundo, y, para ello, sirve como ejemplo una conferencia sobre capitalismo inclusivo en Londres durante el año 2014.

Este tipo de interpretación de la interseccionalidad es particularmente pragmática. Representa una especie de liberalismo distribuidor muy moderado, ciertamente. Reconocemos que otras perspectivas interseccionales pueden ser más radicales en las formas, pero nunca en los contenidos. Los contenidos son siempre los instrumentos que el capitalismo te ofrece, si te mueves dentro de sus categorías y divisiones, como hacen nuestros postmodernos. Como dice Elizabeth Duval en su Después de los trans, cuando polemiza con Paul Preciado, la perspectiva queer no tiene nada de revolucionario. Es, simplemente, un intento de que se consiga el reconocimiento por parte del Estado (que Duval ve de modo positivo, como buena persona de izquierdas) de algunos derechos.

Y es que la interseccionalidad nos habla, simplemente, de diferentes ejes de desigualdad autónomos e independientes unos de otros (de clase, racial, de género, capacitista, sexual… y así hasta el infinito). No hay ningún tipo de jerarquía de unas opresiones sobre otras y el pluralismo es intrínseco a esta idea de diferentes sistemas de dominación. Su lógica es la típica de diferentes discriminaciones personales, a partir de categorías que son propias de las personas (por ejemplo, la blanquitud en las personas blancas) y que se expresan como voluntad de poder y no como la realidad de una dominación capitalista que se realiza, ante todo, por una dinámica impersonal y automática. Nuestro enfoque sería, para las autoras interseccionales, una muestra de reduccionismo monista y teológico. Pero quien opera así, en todo caso, es la realidad del capitalismo y de sus máscaras ocultas.

Como hemos visto, al usar un método empirista, la postmodernidad tiende a reificar identidades a partir del comportamiento inmediato de los individuos, que, en realidad, son una expresión concreta del mundo capitalista. La identidad de clase en que piensan los postmodernos tiene mucho que ver con las vivencias sociológicas de los obreros, y lo mismo podríamos desarrollar de cara al género o a la raza. Lo que no consiguen analizar es por qué se organizan así los comportamientos e identidades sociales. Y es que para ello ya no les valen sus tipos ideales, sino que necesitan entender cómo la abstracción del capital los construye.

En todo caso, para las teóricas de la interseccionalidad estos ejes de desigualdad expresan diferentes experiencias de discriminación que las personas viven de modo particular: diferentes jerarquías del dolor que expresan una diversidad de geopolíticas del miedo y de malestares interseccionales. Como los ejes de desigualdad son múltiples y siempre se encarnan de modo diferente en cada persona, podemos entender que la unidad interseccional se queda en un piadoso e imposible deseo voluntarista de encuentro entre feminismos negros y blancos, epistemologías del Sur y la decolonialidad de género, entre movimientos gays y racializados iraníes que tienen en su ethos la persecución a los homosexuales…

Llegados a este punto, y a modo de síntesis, podemos acabar con siete ideas:

  1. Todo esto es el precio de partir de categorías reificadas, extraídas a partir del comportamiento inmediato de los individuos, usando para ello un método empirista, propio de la creación de tipos ideales.
  2. La postmodernidad es el resultado de una concepción estática y cristalizada de las separaciones del capital, que es incapaz de ver la dinámica de la perspectiva histórica en la que se mueven las sociedades de clase, y el capitalismo en particular.
  3. Al reducir al proletariado como clase a una identidad entre otras, no logra captar su realidad potencial como negación global de este mundo y por tanto acaba declarando la imposibilidad de esa negación
  4. La postmodernidad soslaya la historia y el origen en el análisis de la explotación y las diferentes formas de opresión, que se retoman en su particularidad y se tienden a esencializar, como si fuera todo el resultado de una eterna lucha de poder, de una guerra de todos contra todos.
  5. Se trata de una perspectiva idealista, que reduce todo a un juego lingüístico de significantes que proliferan hasta el infinito, y donde la realidad es una mera proyección sin fundamento material.
  6. La totalidad social del capitalismo no es reducible a una suma de sus partes, como hacen los teóricos de la postmodernidad interseccional, movidos por su deseo de pluralismo a toda costa, sino que, al contrario, es la expresión de una relación social, el valor, que en su movimiento automático vive diferentes metamorfosis. La suma de las partes no es igual al resultado final, porque para entender las partes hay que partir de la abstracción concreta que es el valor en proceso.
  7. En definitiva, la postmodernidad es por esencia una perspectiva que se ubica en el terreno ciudadanista y legalista del derecho y la democracia, o sea, en el terreno que el capital presenta para la convivencia de sus conflictos y separaciones.

7. Unas últimas notas… sobre el rojipardismo

Asistimos, en la región española, a un debate encendido entre postmodernos y antipostmodernos. Nuestra intención explícita es desmarcarnos de este debate. Obviamente, no tenemos nada que ver con un enfoque postmoderno, como ha quedado bien claro en estas páginas, pero tampoco con sus falsos críticos que reproducen y empeoran a sus presuntos rivales. ¿Quiénes son estos críticos de la postmodernidad y desde donde realizan su crítica? Escritores y periodistas como Daniel Bernabé que con su La trampa de la diversidad o Ana Iris Simón con su libro Feria se oponen a la postmodernidad simplemente porque les horroriza la dinámica de disolución que el capitalismo lleva consigo. Nosotros sabemos, con Marx, que el capitalismo prepara las condiciones materiales de su propia superación. Y es desde esta constatación que la voluntad puede invertir la praxis de la dinámica catastrófica que lleva consigo también el capitalismo: «todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas» (Marx-Engels, Manifiesto del Partido Comunista).

Los autores mencionados se enfrentan a las corrientes postmodernas desde la reivindicación e idealización de un pasado que ya fue, un pasado que además idealizan y al que le quitan de modo arbitrario su realidad capitalista y explotadora. El capitalismo de posguerra fue el resultado de la matanza imperialista de la II Guerra Mundial, de la muerte de millones de proletarios en todos los frentes, de la contrarrevolución reinante de los años 30, del fascismo, el New Deal y el estalinismo. Nuestros intelectuales embellecen todo ello porque, en realidad, su discurso es un producto de tercera mano del estalinista de toda la vida. No dan para más, son el resultado de la contrarrevolución con ese nivel de superficialidad.

Se critica la postmodernidad para reivindicar la patria (que no sólo hace Ana Iris Simón, sino también Podemos y Errejón), se critica el feminismo queer en nombre de la familia y se critica el liberalismo de las voluntades que se autodeterminan en nombre del Estado. Lo sentimos: todas esas falsas solideces se han disuelto ya, y no volverán, a pesar de los deseos “piadosos” de Bernabé, que en la reciente huelga proletaria de Cádiz ha defendido a los sindicatos que han cumplido su rol de rompehuelgas. La alternativa no se ubica entre Estado corporativo o autodeterminación postmoderna, sino entre catástrofe capitalista o comunismo.

A esta Sagrada Familia de defensores del pasado capitalista hay que unir a otros más explícitamente contrarrevolucionarios, como el youtuber venido a más Roberto Vaquero. Vaquero es el líder del grupo estalinista (de la rama proalbanesa) Frente Obrero. En sus vídeos, al criticar la postmodernidad en nombre del capitalismo de Stalin[4] y de la contrarrevolución que masacró al proletariado y sus minorías revolucionarias en el pasado, nos ayuda a entender de un modo más claro aún lo falaz de la dicotomía postmodernidad-antipostmodernidad.

Cuando todos estos autores reivindican a la clase obrera, en realidad, no están reivindicando al proletariado como clase revolucionaria, en el sentido de Marx y de nuestra tradición, sino a la clase obrera sociológica, explotada, reducida a los engranajes de la sociedad capitalista con sus patrias, su lógica productiva y obrerista. Su tradición es la del nacionalcomunismo, que tiene detrás de sí una larga historia. Es la historia de la contrarrevolución.

A lo largo de este texto, hemos tratado de afrontar la postmodernidad como una ideología de nuestro tiempo. En este breve apartado, estamos viendo cómo existe una dicotomía, en la actualidad, que tiende a polarizar los ambientes y sectores que buscan enfrentarse radicalmente a este mundo en dos alternativas: postmodernos o antipostmodernos. Nos parece, como tantas otras veces, una falsa alternativa. Nuestra época se encuentra atravesada por conflictos mucho más importantes y decisivos.

Cuando lo sólido se desvanece en el aire, cuando el capitalismo alcanza sus límites internos, en el momento en que la vida parece no tener sentido, cuando la defensa de nuestras necesidades humanas nos impele a rebelarnos, cuando el ambiente social tiende a electrificarse a partir de polos con intereses opuestos, cuando el capitalismo disuelve todo lo sólido porque ya no es posible vivir más bajo el reino de la mercancía, cuando podríamos organizar nuestra vida como especie, sin Estado ni trabajo asalariado… En este momento histórico, no es tiempo ni de modernidad ni de postmodernidad, es el tiempo del comunismo.

 

[1] Véase nuestro cuaderno Contra la postmodernidad disponible en papel y también de modo digital. https://barbaria.net/2018/11/20/posmodernidad-o-la-impostura-de-una-falsa-radicalidad/ Y la transcripción de una charla nuestra en la región chilena: https://barbaria.net/2020/09/11/titulo-el-espiritu-posmoderno-del-capitalismo/

[2] https://barbaria.net/2020/09/11/titulo-el-espiritu-posmoderno-del-capitalismo/

[3] Véase al respecto su libro Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Y el artículo de Gabriel Bello disponible online: Hacia una hermenéutica de la extraña. El burka y las mujeres-bomba musulmanas.

[4] Véase nuestro cuaderno El capitalismo de Stalin https://barbaria.net/2020/12/15/el-capitalismo-de-stalin/

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